Por: Jorge E. Maldonado
Cuando éramos niños, mamá nos contaba que el Príncipe Azul encontró a la Princesa Encantada y que, luego de algunas peripecias, los dos se enamoraron, se casaron y «vivieron felices el resto de sus días.» Esto fue creando en muchos de nosotros una idea muy ingenua del matrimonio, que contrasta con las muchas evidencias a nuestro alrededor de matrimonios que no son exactamente como los de los cuentos.
Es posible que ya de grandes todavía sostengamos que el hogar «debe ser un remanso de paz» o «un refugio» o «un paraíso». Con razón muchas parejas se sienten profundamente defraudadas cuando el hogar que han formado se asemeja más bien a un campo de batalla que al soñado paraíso. El creciente índice de divorcios parece indicar la dificultad de los cónyuges en aceptar que el matrimonio no es el paraíso donde descansar, sino solamente el huerto donde trabajar; no es el refugio a dónde huir, sino el camino que hay que recorrer; no es el jardín de rosas hecho para disfrutar, sino la parcela donde laborar.
Un buen hogar requiere esfuerzo
La idea de que un buen hogar se forma por «generación espontánea» o por «buena suerte» ha hecho que no nos preocupemos de prepararnos adecuadamente para la vida hogareña. Nos preparamos durante años para una profesión, para una carrera, para un trabajo, en fin, para casi todo, menos para el hogar y la formación y el desarrollo de la familia. No encuentro en la Biblia que Dios haya prometido hacer de cada hogar un paraíso, cualquiera que sea la connotación que le demos a esta palabra. Lo que sí encuentro es la intención del Creador de poner al ser humano en una red de relaciones familiares a fin de que se pueda desarrollar todo su potencial: en donde el hombre sea más hombre y la mujer más mujer; en donde los hijos crezcan amados y valorados; en donde todos sean cada vez más humanos para beneficio propio y de los demás. Esa es la voluntad revelada de Dios para el hogar y con ella ha comprometido el poder de su Palabra y de su Espíritu.
El hogar, por lo tanto, sí puede llegar a ser un lugar de sosiego, un espacio de amor, un sitio de satisfacción y desafío, pero no sin la dedicación, el trabajo y el esfuerzo necesarios.
El hogar: un lugar para crecer
Cuando me casé, oí que entraba «en el santo estado del matrimonio». Desde entonces, he tenido que luchar contra un concepto estático del matrimonio y procurar percibirlo en su dimensión dinámica. Para muchos, el formar un hogar significa arribar a la meta y… descansar. Con razón hay tanto descuido físico, intelectual y profesional en muchas parejas que creen que el matrimonio es la graduación de la vida.
El hogar tiene que ser percibido como el espacio en donde cada miembro crece y se desarrolla en todo su potencial y sus capacidades. Es en el hogar, más que en ninguna otra parte, donde los valores abstractos, tales como el amor y la bondad, la disciplina y el valor, la paciencia y la entrega, se ponen a prueba. Es allí donde todo lo mejor del ser humano es desafiado a comprometerse.
Varias etapas
Los que hemos estudiado el matrimonio en su desarrollo hemos encontrado varias etapas bastante bien definidas. La primera, la etapa romántica forjada en base a las muchas ilusiones, sueños y promesas grandiosas, no dura toda la vida, al menos en sus dimensiones iniciales. Tarde o temprano, las finanzas, el trabajo, los hijos, hacen que la pareja aterrice en la realidad de un mundo que demanda esfuerzo para sobrevivir y que parece amenazar el sueño de eterno romance y encanto. Aparecen, entonces, las frustraciones, las recriminaciones, los reclamos y la lucha por el poder. Toda pareja, de una forma u otra, atraviesa por esta etapa, no sin dolor y serios cuestionamientos acerca de su relación. Es aquí donde muchas personas que se resisten a crecer y a tomar responsabilidad por su vida, sus actos y sus sentimientos, deciden romper el vínculo matrimonial. Las parejas que deciden mantener el hogar por los hijos, por razones económicas o por las apariencias, pueden encontrarse en una etapa de desilusión y separación física, emocional o mental, que no les permite establecer el hogar que en el fondo anhelan. Las parejas que, en medio de su frustración y desconcierto, no se conforman con una relación mediocre y deciden crecer, experimentan una profunda transformación. Cada uno comienza a tomar responsabilidad por lo que es y por lo que quiere. Cada cual toma en serio la posibilidad de afectar las cosas a su alrededor y no sólo ser afectado. Ambos descubren que juntos pueden hacer más que cada uno por separado y eso los anima en su propósito de compartir toda la vida. Los dos van caminando en la etapa de la estabilidad, la intimidad y el compromiso como nunca antes. Eso les anima a continuar creciendo en su relación, no solo para bien de ellos mismos, sino para beneficio de toda su familia, su comunidad y las futuras generaciones.
Conclusión
Dios no nos ha ofrecido un paraíso o un jardín de rosas cuando formamos un hogar. Eso sí, nos ha entregado un terreno fértil, herramientas, y buenas semillas para que lo trabajemos con su ayuda y cultivemos con interés y esfuerzo las flores más hermosas para bien de muchos y para la gloria de Dios.
Maldonado, J. E. (2003). ¿ES SU HOGAR UN PARAÍSO DE FELICIDAD? En La familia desde una perspectiva bíblica (pp. 25–28). Miami, FL: Editorial Unilit.