El conflicto entre el Pontificado y el Imperio 37
El conflicto entre el Pontificado y el Imperio 37
Les prohibimos a todos los clérigos recibir de manos del emperador, del rey, o de cualquier laico, sea varón o mujer, la investidura de un obispado, de una abadía, o de una iglesia.
Gregorio VII
Los decretos de Gregorio VII acerca de la investidura laica eran consecuencia natural de sus ansias reformadoras y de su visión del papado. Pero había fuertes razones por las que los reyes y emperadores veían en tales decretos una seria amenaza a su poder. Aun aparte de cualquier conflicto con el papado, los soberanos de la época veían en sus derechos de investidura religiosa uno de sus más valiosos instrumentos contra el excesivo poder de los nobles. La nobleza hereditaria tendía a afirmar su independencia frente a los reyes. Las tierras que estaban en manos de tales nobles no estaban a disposición del rey, para otorgarlas a quienes le fuesen fieles. Las tierras y demás riquezas eclesiásticas, en cambio, precisamente por no ser hereditarias, quedaban frecuentemente a disposición del soberano, quien entonces podía asegurarse de que, frente a los grandes señores laicos, frecuentemente rebeldes, se alzaba una iglesia rica, poderosa, y fiel al rey. Además, si el poder de investidura quedaba en manos del papado, los reyes temían que pudiera ser utilizado contra ellos por motivos puramente políticos.
Todo esto estaba en juego cuando Gregorio prohibió las investiduras laicas. Aun cuando el Papa parece haber dado este paso sencillamente para asegurarse de que todo el clero fuese de espíritu reformador, el hecho es que era un paso que podía tener enormes consecuencias políticas. Esto creó conflictos entre el poder laico y el eclesiástico a todos los niveles. En Inglaterra y Normandía, Gregorio no hizo aplicar sus decretos, porque estaba convencido de que Guillermo y Matilde nombrarían obispos reformadores. Pero el principal conflicto fue el que estalló entre el Papa y el Emperador.
Gregorio VII y Enrique IV
A pesar de sus decretos en contra de la investidura laica, el Papa no parecía estar dispuesto a aplicarlos universalmente. Mientras los diversos señores laicos designaran a personas dignas, y su investidura se hiciese sin sospecha alguna de simonía, Gregorio no insistiría en sus decretos. El caso de Enrique IV de Alemania, sin embargo, era más difícil, pues varios de sus nombramientos, hechos sin prestar atención alguna a los edictos papales, eran cuestionables. Pero a pesar de ello el Papa se limitó a hacerle llegar noticia de su descontento.
La chispa que provocó el incendio fue la cuestión del episcopado de Milán. La sede de esa ciudad había estado en disputa por algún tiempo, y por fin esa dificultad parecía haberse resuelto, cuando se produjeron motines en la ciudad. El obispo que por fin había logrado ser reconocido como legítimo trataba de imponer el celibato eclesiástico. Quizá con su anuencia, los patares se lanzaron de nuevo a las calles, insultaron a los clérigos casados y a sus esposas, y destruyeron sus propiedades. Algunos de éstos huyeron a Alemania, donde pidieron socorro a Enrique. Este último, sin consultar con el Papa, declaró depuesto al obispo de Milán, y nombró a otro en su lugar.
La respuesta de Gregorio no se hizo esperar. Apeló a la autoridad que decía tener de juzgar a reyes y emperadores, y le ordenó a Enrique que se presentase en Roma, donde sus graves delitos serían juzgados. Si no acudía antes del 22 de febrero (de 1076) sería depuesto, y su alma condenada al infierno.
Al recibir la misiva del Papa, el Emperador parecía hallarse en la cumbre del poder. Poco antes había ahogado una sublevación entre sus súbditos sajones. Su popularidad en Alemania era grande; los jefes de la iglesia en sus dominios parecían dispuestos a apoyarle.
La situación de Gregorio era parecida. Poco antes, el día de Nochebuena del 1075, un tal Cencio, al mando de un grupo de soldados, había irrumpido en la iglesia en que se celebraba la misa y el Papa, herido y golpeado, había sido hecho prisionero. Cuando el pueblo lo supo, se lanzó a las calles, sitió, tomó y arrasó la torre en que Hildebrando estaba cautivo, y sólo dejó escapar a Cencio porque el Pontífice le perdonó la vida, a condición de que fuera en peregrinaje a Jerusalén.
Por tanto, ambos contrincantes, al tiempo que habían recibido pruebas recientes del apoyo con que contaban, también habían tenido señales de la oposición que existía contra ellos, aun entre sus propios súbditos.
El Emperador no podía acudir a Roma, para ser juzgado como un criminal cualquiera. Luego, su única salida estaba en hacer ver que el Papa que lo declaraba depuesto y excomulgado no era legítimo, y que por tanto sus sentencias carecían de valor. Con ese propósito convocó a un sínodo que se reunió en Worms el día 24 de enero. Allí el cardenal Hugo “el Blanco”, quien anteriormente había exaltado a Hildebrando, declaró que se trataba de un tirano cruel y adúltero, dado además a la magia. Acto seguido, sin pedir más pruebas, los obispos se sometieron a la voluntad imperial, y declararon depuesto a Gregorio. Sólo dos prelados se atrevieron a protestar, y aun éstos firmaron cuando se les señaló que de negarse a hacerlo serían culpables de traición contra el Emperador. Entonces, en nombre del concilio, Enrique le comunicó estas decisiones “a Hildebrando, no ya papa, sino falso monje”.
Un mes después, el 21 de febrero, Hildebrando presidía el concilio a que había llamado a Enrique, cuando el sacerdote Rolando de Parma irrumpió en el recinto, gritando en nombre del Emperador que Hildebrando no era ya papa, y que el soberano les ordenaba a todos los allí reunidos que fueran ante su presencia el día de Pentecostés, cuando un nuevo pontífice sería nombrado.
La esperanza de Enrique era que algunos de los miembros de aquel concilio se atemorizaran, e Hildebrando perdiera así algo de su apoyo. Pero lo que sucedió fue todo lo contrario. Algunos de los presentes trataron de castigar físicamente al mensajero, y sólo la intervención del Papa logró evitarlo. Tras restablecer el orden, Gregorio se dirigió a la asamblea, diciéndole que estaban presenciando los grandes males que según las Escrituras habrían de venir en tiempos del Anticristo. Luego el concilio recesó hasta el día siguiente, dejando al Papa a cargo de dirigir contra el Emperador “una sentencia aplastante, que sirva de lección a las edades por venir”. Al otro día por la mañana, el 22 de febrero, el Papa condenó y declaró depuestos y excomulgados a los obispos alemanes que se habían prestado a los designios de Enrique. En cuanto a éste último, el Papa declaró:
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por el poder y la autoridad de San Pedro, y en defensa y honor de la iglesia, pongo en entredicho al rey Enrique, hijo del emperador Enrique, quien con orgullo sin igual se ha alzado contra la iglesia, prohibiéndole que gobierne en todos los reinos de Alemania y de Italia. Además libro de sus juramentos a quienes le hayan jurado o pudieran jurarle fidelidad. Y prohíbo que se le obedezca como rey.
Al recibir la sentencia papal, Enrique decidió responder de igual modo, y reunió a un grupo de obispos que declaró excomulgado a Gregorio. En diversos lugares los más fieles seguidores del Emperador siguieron su ejemplo, y por tanto el cisma parecía inevitable.
Pero el poder de Enrique no era tan firme como parecía. Muchos de sus seguidores sabían que las acusaciones que se hacían contra Gregorio eran falsas, y temían por la salvación de sus almas. Pronto hubo obispos que le escribieron al Papa, pidiendo perdón por haberse prestado a los manejos del Emperador. Luego Guillermo de Utrecht, uno de los principales acusadores de Hildebrando, murió de repente, y el pánico cundió por las filas imperiales. Los sajones amenazaban rebelarse de nuevo. Varios nobles poderosos, fuera por motivos de conciencia o de política, comenzaron a negarle obediencia al Emperador. En su propia corte corrió el rumor de que quienes se contaminaran con su trato harían peligrar sus almas. El Papa convocó a una dieta del Imperio, que debería reunirse en febrero del próximo año, para juzgar al Rey, deponerlo y elegir su sucesor.
En tales circunstancias, no le quedaba a Enrique otro recurso que apelar a la misericordia del Papa. Para ello, tenía que entrevistarse con Gregorio, y lograr su absolución, antes que la dieta se reuniera en Augsburgo. Por tanto, reunió en derredor suyo a los pocos fieles servidores que le quedaban, y emprendió el camino hacia Italia. Pero sus enemigos le cerraban el paso por la ruta más directa, y tuvo que desviarse a través de Borgoña. Cuando por fin llegó a los Alpes, la nieve era tanta que era casi imposible atravesar la cordillera. Por fin, con la ayuda de los naturales del lugar, y tras mil peripecias, logró cruzar los Alpes y entrar en Italia. Allí le esperaba una sorpresa. Los nobles y muchos de los clérigos del norte de la Península sentían gran odio hacia Hildebrando y sus rigores excesivos, y por tanto fueron muchos los que, al saber que Enrique IV estaba en el país, acudieron a él. Pronto el Emperador marchaba al frente de un ejército imponente, compuesto por gentes que creían que había venido a Italia a deponer al Papa.
Gregorio, por su parte, no sabía cuáles eran las verdaderas intenciones de Enrique. Temiendo un ataque militar, decidió detener su marcha hacia Alemania, donde se había propuesto presidir la dieta del Imperio, y fijó su residencia en Canosa, cuyas fortificaciones lo protegerían si el Emperador venía en son de guerra.
Pero Enrique no estaba dispuesto a jugarse el trono de Alemania continuando su política de oposición al Papa. Su propósito era someterse al Pontífice. Pero hacerlo, no ante la dieta del Imperio, en presencia de sus súbditos, sino en la relativa intimidad de la corte papal. Repetidamente le pidió al Papa que lo recibiera; pero éste rechazó todas sus peticiones. Varias de las personas más allegadas a Gregorio intercedieron a favor del soberano excomulgado.
Por fin se le permitió entrar en Canosa. Pero las puertas del castillo permanecieron cerradas, y Enrique se vio obligado a pedir entrada durante tres días, vestido de penitente a la intemperie, en medio de la nieve profunda que todo lo cubría.
Al parecer, Gregorio temía que el arrepentimiento de su enemigo no era sincero, y por tanto hubiera preferido proseguir con sus planes de deponerlo y nombrar su sucesor. Pero, ¿cómo podía quien se llamaba el principal de los seguidores de Cristo negarle el perdón a quien de tal modo lo pedía? A la postre, las puertas se abrieron, y el Emperador, descalzo y vestido de penitente, fue conducido hasta el Papa, quien exigió de él una larga lista de condiciones, y completó su humillación negándose a aceptar su juramento sin la garantía de otros nobles y prelados que se comprometieron a obligar al Rey a cumplir lo prometido.
Al salir de Canosa, Enrique era un hombre derrotado. Los italianos que se habían unido a su causa, al ver que se había humillado ante Gregorio, le dieron amplias muestras de su desprecio. Acompañado de su pequeña corte, el Rey se refugió en la ciudad de Reggio. Allí se le unieron los muchos prelados que, tras humillarse ante Gregorio, habían obtenido su absolución.
Empero Enrique había logrado una gran ventaja. La sentencia de absolución había sido revocada. Mientras no le diese al Papa otra excusa, éste no podía excomunicarlo de nuevo, ni insistir en su deposición. En el entretanto, los príncipes y obispos que en Alemania se habían sublevado contra su autoridad se veían obligados a seguir el rumbo que se habían trazado, y eligieron un nuevo emperador. Pero tras la entrevista de Canosa habían perdido el principal argumento que justificaba su rebelión. Enrique no era ya un hombre excomulgado, a quien era pecado obedecer. A pesar de su humillación y quebrantamiento, era todavía el legítimo soberano del país.
Gregorio dejó que los acontecimientos corrieran su curso. Los sublevados se reunieron y eligieron su propio emperador, de nombre Rodolfo. Los legados papales, presentes en la elección, trataron de lavarse las manos. Mas su propia presencia daba a entender que de algún modo el Papa aprobaba lo que se estaba haciendo.
La ambigua postura papal llevó a la guerra civil. Enrique regresó a Alemania, donde pronto contó con un fuerte ejército. Numerosas ciudades se negaron a abrirle sus puertas a Rodolfo. Las tropas del legítimo emperador ganaban batalla tras batalla.
La prudencia debió haberle dictado otros consejos a Gregorio.
Pero estaba tan convencido de la justicia de su causa, o del poder de la excomunión, que una vez más decidió intervenir y excomulgó a Enrique, y hasta se atrevió a profetizar que en breve el Emperador sería muerto o depuesto. Pero esta vez los resultados no fueron los mismos. La sentencia de excomunión fue recibida con desprecio por los seguidores del Emperador. La guerra siguió su curso, mientras los prelados de Alemania, y después los de Lombardía, se reunían para declarar depuesto a Gregorio y elegir su presunto sucesor, quien tomó el nombre de Clemente III. En el campo de batalla, las tropas de Enaque sufrieron un serio revés junto al río Elster. Pero en esa misma batalla perdió la vida el pretendiente Rodolfo. El partido rebelde quedó sin jefe, y la profecía papal fue desmentida, pues quien murió no fue Enrique, sino su rival.
Aunque la guerra civil continuo por algún tiempo, ya no había duda de quién sería el vencedor.
Tan pronto como la nieve se derritió en los pasos de los Alpes en la primavera del 1081, Enrique marchó contra Roma. Hildebrando se encontraba prácticamente solo, pues los normandos, quienes habían sido los mejores aliados de sus antecesores frente a las pretensiones del Imperio, también habían sido excomulgados por él. Los defensores del Papa que trataron de cortarle el paso al Emperador fueron derrotados. Con toda premura, Gregorio hizo las paces con los normandos. Pero éstos, en lugar de ir a defender a Roma, atacaron las posesiones italianas del Imperio Bizantino. Sólo la ciudad de Roma le quedaba al papa que poco antes había visto al Emperador humillarse ante él.
Los romanos defendieron su ciudad y su papa con increíble valor. Tres veces Enrique sitió la ciudad, y otras tantas se vio obligado a levantar el sitio sin haberla tomado. Los romanos le rogaban al Papa que hiciera las paces con el Emperador, y les evitara así tantos sufrimientos. Pero Gregorio permaneció inflexible, e insistía en la excomunión de Enrique. Por fin se agotaron la resistencia, la paciencia y la fidelidad de los romanos, quienes les abrieron las puertas de la ciudad a las tropas imperiales, mientras Gregorio se refugiaba en el castillo de San Angel.
Desde San Angel, vio cómo Enrique entraba en triunfo en la ciudad papal, y cómo se reunían los prelados que venían a confirmar la elección del antipapa Clemente III. A su vez, éste coronó al Emperador. Mientras tanto, sin cejar en sus convicciones, el viejo Hildebrando era prácticamente un prisionero dentro de los muros de San Angel. Todos esperaban que el Emperador tomaría aquel último reducto de la autoridad de Gregorio VII, cuando llegó la noticia de que un fuerte ejército normando marchaba hacia la ciudad. Puesto que los soldados normandos eran más que los suyos, Enrique abandonó Roma, después de destruir varias secciones de sus murallas.
Los normandos entraron triunfantes en la ciudad papal, e inmediatamente se dedicaron a cometer toda clase de atropellos. A los pocos días, los ciudadanos no toleraron más su crueldad, y se rebelaron. Atrincherados en sus casas, y conocedores del lugar, los romanos parecían haber tomado la ventaja cuando los normandos decidieron incendiar la ciudad. Las gentes que salían huyendo a las calles eran muertas sin misericordia por los invasores, dispuestos a vengar las bajas sufridas. Cuando por fin terminó la sublevación, los normandos hicieron cautivos a millares de romanos, y los vendieron como esclavos. Se ha dicho que el estropicio causado por estos supuestos aliados de la iglesia fue mucho mayor que el que produjeron los godos o los vándalos en el siglo V.
En medio de todo esto, Gregorio permaneció mudo. Los normandos eran sus aliados, y era él quien les había hecho venir a la ciudad. Pero bien sabía que no podía contar ya con el apoyo de los romanos, a quienes su obstinación había causado tan graves daños. Por ello se retiró a Montecasino, y después a la fortaleza normanda de Salerno. Desde allí continuó tronando contra Enrique y contra el antipapa Clemente III, que por fin había logrado establecer su residencia en Roma. Poco antes de morir, perdonó a todos sus enemigos, excepto a estos dos, a quienes condenó al tormento eterno. Se cuenta que a la hora de su muerte dijo: “He amado la justicia y odiado la iniquidad. Por ello muero en el exilio”.
Así terminó sus días aquel paladín inexorable de altos ideales. Gracias a él, la reforma preconizada por los papas había avanzado notablemente en diversas regiones de Europa. La simonía había quedado reducida; y en aquellos lugares en que todavía se practicaba, era vista como un vicio inexcusable. El celibato eclesiástico era ahora el ideal, no sólo de los monjes y de los papas reformadores, sino también de buena parte del pueblo. El papado había visto una de sus horas más brillantes cuando Enrique IV se humilló ante Hildebrando en Canosa. Pero todo esto se logró a un precio enorme. Centenares de familias de clérigos fueron deshechas. Las honestas mujeres que habían vivido en lícito matrimonio con hombres ordenados fueron tratadas como concubinas o como rameras, y arrancadas de sus hogares. Alemania e Italia se vieron envueltas en cruentas guerras civiles. Roma fue destruida, y muchos de sus habitantes vendidos como esclavos. Gregorio amó sinceramente la justicia y odió la iniquidad. Pero la “justicia” que amó fue tan eclesiocéntrica, su política tan dedicada a la exaltación del papado, sus ideales reformadores tan rígidamente tomados de la vida monástica, que muchos de sus resultados fueron inicuos. Su exilio fue una desventura más entre las muchas que su reforma acarreó.
Urbano II y Enrique IV
Poco antes de morir, Hildebrando había declarado que su sucesor debería ser Desiderio, el abad de Montecasino. Este era un hombre de avanzada edad, que no tenía otra ambición que la de continuar el resto de sus días en la vida de devoción que llevaba en su monasterio. Fue hecho papa a la fuerza, bajo el nombre de Víctor III. A los cuatro días de su elección huyó de Roma y retornó a Montecasino. De allí lo sacaron los ruegos de los partidarios de la reforma. Pero durante un año Clemente III, a quien el Emperador reconocía como el papa legítimo, ocupó la ciudad de Roma sin oposición alguna. Cuando Víctor regresó a su sede, lo hizo apoyado por la fuerza militar de sus aliados, quienes tomaron parte de la ciudad. Pero poco después se sintió enfermo de muerte, y regresó a Montecasino, donde murió después de brevísimo pontificado.
Su sucesor fue Odón de Chatillon, obispo de Ostia, quien tomó el nombre de Urbano II. Al igual que Hildebrando, Urbano era un hombre de profundas convicciones monásticas, formado a la sombra de Bruno, el fundador de los cartujos. Poco después de su elección, las vicisitudes políticas fueron tales que quedó como dueño de Roma, de donde el antipapa fue expulsado. A Urbano se le conoce sobre todo porque fue él quien impulsó la primera cruzada (véase el capítulo IV). Pero además continuó la política reformadora de Hildebrando, y su lucha contra el Emperador. En sus intentos de reforma, rompió con el rey Felipe I de Francia, a quien excomulgó por haber abandonado a su esposa y tomado otra. En Inglaterra, gracias a la intervención de Anselmo de Canterbury (de quien trataremos más adelante), logró que el rey se declarase a su favor, y contra el papa del Emperador. En España apoyó la reconquista, que se encontraba en uno de sus momentos más gloriosos.
Pero el acontecimiento más notable del pontificado de Urbano en lo que se refiere a las relaciones con el Emperador, fue la rebelión de Conrado, el hijo de Enrique IV, quien se declaró rey de Italia, y fue proclamado como tal por el partido papal, a cambio de que renunciara a todo derecho de investidura eclesiástica. Poco después, en un concilio reunido en Piacenza, la emperatriz Adelaida, esposa del Emperador, lo acusó de graves crímenes contra su persona. Una vez más, Enrique fue excomulgado, aunque la previa sentencia de excomunión no había sido abrogada.
Pascual II y los dos Enriques
Cuando murió Urbano II, Enrique IV había comenzado a reponerse del golpe de la traición de Conrado. Al principio, se había dejado abatir por la terrible noticia de que su hijo predilecto se había rebelado contra él. Pero a la postre invadió a Italia, y logró recobrar algo de su poder en esa región.
El sucesor de Urbano fue Pascual II, quien tuvo esperanzas de ver terminado el cisma cuando murió el antipapa Clemente. Pero el Emperador hizo elegir en rápida sucesión a otros tres, y el cisma continuó.
De regreso a Alemania, Enrique gozó de un nuevo despertar de su antigua popularidad. La rebelión de Conrado despertó las simpatías de sus súbditos, y el viejo rey disfrutó de varios años de renovado vigor. Durante ese período logró que la dieta del imperio desheredara a Conrado, y declarara heredero de la corona alemana a Enrique, el segundo hijo del Emperador. Además proclamó la “paz del Imperio”, que consistió en una prohibición de guerrear durante cuatro años. Con sus nuevas fuerzas, Enrique logró imponerles esa paz a sus nobles, y el comercio prosperó. Esto le ganó la afición del pueblo, que gozó de los beneficios de la paz; y el odio de los nobles, que perdieron los de la guerra. Pero nadie se ocupaba ya de su excomunión, a pesar de haber sido repetida por Pascual.
El golpe fatal e inesperado vino a fines del año 1104, cuando Enrique, su segundo hijo, siguió el ejemplo de su hermano Conrado y se rebeló, diciendo que le era imposible obedecer a un soberano excomulgado. Padre e hijo se declararon la guerra, y alrededor de cada uno de ellos se reunió un ejército. El hijo decía que tan pronto como su padre se sometiera a la autoridad papal, y la excomunión fuese abrogada, su rebelión terminaría. Varias veces los dos contendientes se entrevistaron, y por fin el rebelde, mediante una artimaña, se posesionó de la persona de su padre, y lo hizo prisionero. La dieta del Imperio se reunió, eligió rey a Enrique V, y envió una embajada a Roma para tratar con el Papa acerca del fin de las hostilidades. Pero Enrique IV escapó, y pronto tuvo numerosos seguidores. Los dos ejércitos se preparaban para la batalla, cuando el viejo emperador murió, tras casi medio siglo de turbulento reinado.
Empero la muerte de Enrique IV no puso fin a la contienda entre el papado y el Imperio. La cuestión de las investiduras no se resolvía tan fácilmente, pues en ella entraban en conflicto los intereses de los emperadores y los ideales de los reformadores. Pronto el joven Enrique comenzó a nombrar obispos con la misma libertad con que lo había hecho su padre. Pascual reunió un sínodo en el que, por una parte, lamentaba los conflictos del reino pasado, y aceptaba como válidas las consagraciones que se habían hecho hasta entonces con investidura laica, siempre y cuando no hubiese mancha de simonía; pero por otra parte el mismo sínodo declaró que a partir de entonces no se aceptarían las investiduras laicas, y que quienes desobedecieran ese decreto serían excomulgados.
Por diversas circunstancias, Enrique demoró tres años en poderse enfrentar al reto que el Papa le lanzaba. Pero al fin de ese plazo invadió a Italia, y el Papa se vio forzado a llegar a un acuerdo con el Emperador, pues ninguno de sus aliados militares acudió en su ayuda. En este caso, lo que Enrique proponía era sencillamente que, si el Papa y la iglesia estaban dispuestos a renunciar a todos los privilegios feudales que los prelados tenían, el Emperador abandonaría toda pretensión al derecho de investidura, que quedaría exclusivamente en manos eclesiásticas. Presionado por su difícil situación, Pascual accedió, con la sola salvedad de que el “patrimonio de San Pedro” quedaría en manos de la iglesia romana. Además, el Papa coronaría a Enrique como emperador.
Como era de esperarse, este acuerdo produjo una reacción violenta entre los prelados que se veían despojados de todo su poder temporal. No faltó quien le echó en cara al Papa la liberalidad con que había dispuesto de los privilegios de los demás, al tiempo que había conservado los suyos. Entre los nobles de Alemania, este acuerdo también produjo recelos, pues los grandes magnates temían que el Emperador, tras aumentar su poder enormemente con las posesiones eclesiásticas, aplastara el de ellos. Para colmo de males, el pueblo de Roma, al ver que se le hacía violencia al Papa, se sublevó, y Enrique abandonó la ciudad y se llevó prisioneros a Pascual y a varios cardenales y obispos. El Pontífice trató entonces de resistir al Emperador, pero a los pocos meses se rindió ante él, y declaró que, por salvar a la iglesia de más indignidades, estaba dispuesto a hacer lo que no haría por salvar su propia vida. Enrique entonces llevó al Papa de regreso a Roma, y fue coronado en la iglesia de San Pedro, a puertas cerradas por temor al pueblo romano.
Pero tan pronto como Enrique regresó a Alemania, comenzó a tener nuevas dificultades. Muchos de los nobles y del alto clero, desprovistos de otra alternativa, se rebelaron. Mientras el Papa permanecía mudo, fueron muchos los prelados que excomulgaron al Emperador. A ellos se sumaron después algunos sínodos regionales. Con cierta vacilación, Pascual parecía apoyar la excomunión de Enrique. Cuando este último protestó que el acuerdo hecho estaba siendo violado, el primero le contestó sugiriendo que se convocara un concilio universal para dirimir la cuestión. Esto era algo que el Emperador no podía permitir, pues sabía que casi todos los obispos estaban en contra suya.
Entonces Enrique apeló de nuevo a la fuerza. Tan pronto como la situación de Alemania se lo permitió, marchó contra Roma, y Pascual se vio obligado a abandonar la ciudad y a refugiarse en el castillo de San Angel, donde murió.
El Concordato de Worms
Tan pronto como murió Pascual, los cardenales se dieron prisa en elegir su sucesor, a fin de evitar la intervención del Emperador. El nuevo papa, Gelasio II, tuvo un pontificado breve y accidentado. Un magnate romano, perteneciente al partido imperial, lo hizo prisionero y lo torturó. El pueblo se rebeló y le devolvió la libertad. Poco después el Emperador volvió a Roma, y Gelasio tuvo que huir a Gaeta, en medio de vicisitudes novelescas. A su regreso, el mismo magnate trató de posesionarse de nuevo de su persona, y el Papa tuvo que huir de la iglesia y esconderse en un campo, donde fue encontrado, medio desnudo y casi exánime, por un grupo de mujeres. Decidió entonces refugiarse en Francia, donde murió poco después en la abadía de Cluny.
La decisión de Gelasio de refugiarse en Francia era señal de una nueva política hacia la que el papado se veía impelido. Puesto que el Imperio parecía ser su enemigo mortal, y puesto que la alianza con los normandos no había dado los resultados apetecidos, los papas comenzarían a ver en Francia el aliado capaz de sostener su posición frente a las pretensiones de los emperadores alemanes.
El próximo papa, Calixto II, era de origen francés, descendiente de los antiguos reyes de Borgoña, y pariente del Emperador. Este último estaba cansado por la contienda interminable, sobre todo por cuanto aun el apoyo de sus nobles le resultaba dudoso. Cuando varios de sus más importantes prelados se declararon a favor de Calixto, y contra el antipapa Gregorio VIII, a quien Enrique había hecho nombrar, el soberano decidió que había llegado la hora de hacer las paces definitivas con el papado reformador.
Las negociaciones fueron largas, y no faltaron nuevas campañas militares, recelos y amenazas. Pero a la postre ambas partes llegaron al Concordato de Worms. En él se determinaba que los prelados serían nombrados mediante una elección libre, según la antigua usanza, aunque en presencia del Emperador o de sus representantes. La investidura mediante la entrega del anillo y del báculo pastoral quedaría en manos de las autoridades eclesiásticas, pero sería el poder civil el que les concedería a los obispos y abades, mediante el cetro, todos sus derechos, privilegios y posesiones feudales. El Emperador se comprometía además a devolverle a la iglesia todas las propiedades eclesiásticas que estaban en sus manos, y a hacer todo lo posible por que los diversos señores feudales hicieran lo propio.
Así terminaba aquel largo período de luchas entre el Pontificado y el Imperio. En varias ocasiones posteriores, y por diversas razones, el poder civil volvería a chocar con el eclesiástico. Pero en el caso de que ahora nos ocupamos lo que tuvo lugar fue un conflicto entre el papado reformador y un poder civil que se había acostumbrado a tratar con una iglesia anterior a la reforma.
A la postre, la reforma que aquellos papas impulsaron llegó a imponerse. La ley (y muchas veces la práctica) del celibato eclesiástico se hizo universal en toda la iglesia occidental.
Por algún tiempo, la simonía fue casi completamente erradicada. El poder del papado se acrecentó cada vez más, hasta llegar a su cumbre en el siglo XIII.
Sin embargo, la querella de las investiduras muestra que aquellos papas reformadores, al mismo tiempo que tomaban tan en serio el ideal monástico del celibato, y hacían todo lo posible por hacerlo regla universal para el clero, no hacían lo mismo con el otro ideal monástico, la pobreza. La cuestión de las investiduras cobraba importancia para el poder civil porque la iglesia se había hecho extremadamente rica y poderosa, y ese poder no podía permitir que tales recursos estuvieran en manos de personas que no le fuesen adictas. Enrique V puso el dedo sobre la llaga al sugerir que la investidura quedase en manos eclesiásticas, siempre y cuando los prelados así investidos carecieran de los poderes y privilegios de los grandes señores feudales. Para los papas reformadores, las posesiones de la iglesia pertenecían a Cristo y a los pobres, y por tanto entregárselas al poder civil era casi una apostasía. Pero el hecho es que esas posesiones se utilizaban para fines de lucro personal, y para promover la ambición de los prelados que en teoría no eran sino sus custodios. La iglesia, al tiempo que insistía sobre su independencia en los asuntos espirituales, no estaba dispuesta a renunciar a toda ingerencia en los temporales. Y esa ingerencia tenía lugar, no ya favor de los pobres y oprimidos, como en tiempos anteriores, sino por motivos de ambiciones personales y de dinastía.
González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 367–376). Miami, FL: Editorial Unilit.
