PARTE V
La era de los sueños frustrados
Las nuevas condiciones 44
Es mejor evitar los pecados, que huir de la muerte. Si hoy no estás listo, ¿cómo has de estarlo mañana? El mañana es incierto, ¿cómo sabes que has de vivir hasta entonces? ¿De qué sirve vivir largos días, si nuestra vida no mejora?
Kempis
En el siglo XIII, según vimos en la sección anterior, parecieron cumplirse los más altos ideales de la cristiandad medieval. En la persona de Inocencio III, el papado llegó a la plenitud de su poder, al tiempo que las órdenes mendicantes se lanzaban a conquistar el resto del mundo para Cristo, y en las universidades se construían grandes catedrales del pensamiento teológico. En teoría al menos, Europa se encontraba unida bajo una cabeza espiritual, el papa, y otra temporal, el emperador. Durante buena parte de ese siglo, mientras los cruzados occidentales reinaron en Constantinopla, pareció que por fin habían vuelto a unirse las iglesias latina y griega.
Pero en medio de todos esos elementos de unidad al parecer inquebrantables existían tensiones y puntos débiles, que a la postre derrumbarían el gran edificio que la cristiandad medieval había construido con sus altos ideales. La unión con la iglesia griega era tan solo aparente, pues bajo la superficie bullía el resentimiento de un pueblo que se sentía oprimido por invasores extranjeros. Por tanto, tan pronto como los bizantinos lograron reconquistar su capital, abrogaron todos los acuerdos que los patriarcas latinos de Constantinopla habían hecho con la iglesia occidental. La unidad política de Europa era más ficticia que real, pues los emperadores no tenían fuera de Alemania más que una autoridad nominal, y aun en su propio país se veían forzados a luchar casi constantemente contra los nobles rebeldes.
Los grandes sistemas escolásticos del siglo XIII también llevaban dentro de sí los gérmenes de su propia destrucción, según veremos más adelante. La arquitectura gótica, logro supremo de la civilización medieval, pronto se dio a la ornamentación excesiva que es característica de todo arte decadente.
El papado no estaba exento de las mismas fuerzas de destrucción. A través de toda la “era de los altos ideales”, había existido una tensión casi constante entre el papado y el imperio, pues los límites de la autoridad de cada uno de los dos poderes no podían fijarse con exactitud. En la misma ciudad de Roma, donde se suponía que los papas reinaban como soberanos, el papado fue juguete frecuente de las ambiciones de los poderosos, o de la veleidad del pueblo. El espíritu republicano, que se había hecho fuerte en el norte de Italia, se hacía sentir en Roma. Dadas todas estas circunstancias, fueron muchas las ocasiones en que los papas se vieron obligados a exiliarse, o a refugiarse en alguno de sus castillos en las afueras de la ciudad, o a apelar al emperador frente a los republicanos, o al pueblo contra los nobles, o a los normandos para contrarrestar las amenazas del Imperio.
Pero a pesar de todo esto, durante el siglo XIII el papado tuvo el respeto de Europa. Cuando caía en tristes circunstancias, la cristiandad se conmovía, y por tanto quienes lo oprimían se veían obligados a actuar con moderación. Según aprendieron por experiencia propia los nobles italianos, los emperadores y los republicanos romanos, un papa cautivo era todavía un enemigo temible.
En el período que ahora estudiamos, esas circunstancias cambiaron. La triste historia de la decadencia del papado, que ocupará buena parte de la presente sección de nuestra historia, tuvo por consecuencia que la cristiandad occidental le perdió el respeto al papa. El gran sueño de Inocencio III, de un pueblo cristiano unido bajo un solo pastor, había quedado frustrado largos años antes que Lutero comenzara la Reforma protestante.
Frente a la corrupción del papado y de la iglesia en general, surgieron diversos movimientos de reforma. Algunos de ellos se dirigían casi exclusivamente a la práctica de la vida cristiana, mientras que otros atacaban las doctrinas que se habían desarrollado durante los siglos anteriores. Algunos eran dirigidos por eruditos y predicadores, mientras que otros tenían raíces más populares. Tales movimientos de reforma ocuparán también buena parte de nuestra atención.
Pero antes de pasar a narrar toda esa historia, conviene que nos detengamos a describir algo del trasfondo en que tuvo lugar.
La peste y sus consecuencias
La economía europea, que antes se había estado expandiendo, se estancó a principios del siglo XIV, y a mediados de ese siglo empezó a declinar. Esto se debió a la inestabilidad política, al fin de las cruzadas y a la decadencia de la agricultura. Pero su causa principal fue la epidemia de peste bubónica que azotó repetidamente a Europa occidental a partir de 1347.
La peste bubónica se propaga principalmente por pulgas que, tras picar a ratas infectadas, se la transmiten a un ser humano. Hacia fines del siglo XIII, cuando los genoveses lograron derrotar a los marroquíes, y abrir el estrecho de Gibraltar a la navegación, el contacto entre el norte de Europa y la cuenca del Mediterráneo se hizo cada vez más estrecho. La navegación había sido grandemente mejorada en ese mismo siglo, y por tanto, aun a través del invierno, constantemente había barcos procedentes del Mediterráneo en los puertos del Atlántico. Esto contribuyó a difundir la población de ratas negras, que son las portadoras de la terrible enfermedad. Además, la prosperidad económica del siglo XIII había llevado a un gran aumento en la población, de modo que quedaban pocos lugares aislados en Europa occidental. Cuando la plaga apareció en las costas del Mar Negro y en el sur de Italia, halló condiciones óptimas para su propagación. En tres años barrió el continente europeo, y se calcula que la tercera parte de la población murió. Tras esa terrible mortandad, la epidemia amainó, aunque volvió repetidamente con menos virulencia, cada diez o doce años. En cada uno de esos nuevos brotes, la enfermedad atacó principalmente a la generación más joven, que no había quedado inmunizada por la epidemia anterior, y por tanto Europa tardó dos siglos en volver a establecer el equilibrio demográfico.
Las consecuencias de la plaga fueron enormes, tanto en el orden económico como en el orden religioso. En lo económico, la epidemia afectó diversas regiones de distintos modos. En algunos lugares, la falta de mano de obra aumentó el precio de los productos manufacturados. En otros, la falta de mercados produjo un exceso de producción, con el consiguiente desempleo. Pero en todo caso lo que resultó fue un desequilibrio económico que se manifestó en una inestabilidad política inusitada. En los alrededores de París, en Inglaterra y en Flandes se produjeron revueltas populares. En algunos casos, como en Flandes, esas revueltas lograron cierto arraigo, y fue necesaria la intervención de todo el poderío de la corona francesa para aplastarlas, tras varios años de lucha. En las principales ciudades manufactureras, dada la restricción de los mercados, los maestros artesanos trataron de evitar que sus aprendices llegaran a ser maestros, y compitieran con ellos. El resultado fue una tensión cada vez mayor entre maestros y aprendices o jornaleros, que llevó a ambos grupos a organizarse para proteger sus intereses. Las huelgas se hicieron cada vez más frecuentes. En general, la producción disminuyó, y aumentaron los precios.
En el orden religioso, la peste tuvo también consecuencias profundas. Dado el carácter de la enfermedad, que frecuentemente parecía atacar de momento a personas perfectamente sanas y matarlas en unas pocas horas, se comenzó a dudar del universo racional y ordenado que habían concebido los escolásticos. Entre los intelectuales, se abrió paso la opinión de que el universo no es en fin de cuentas racional, y en consecuencia se dudó cada vez más de la capacidad de la mente humana para penetrar los misterios de la existencia. Entre el pueblo menos educado, aumentó la superstición, que siempre había existido. Como dijimos anteriormente, varios de los “gigantes” del siglo IV se habían opuesto al auge que comenzaron a tomar en su época las peregrinaciones. Ahora, mil años más tarde, esas peregrinaciones eran una de las manifestaciones religiosas más populares. Los ricos partían hacia los lugares tradicionales de peregrinación: Tierra Santa, Roma y Compostela. Los pobres acudían a santuarios más cercanos cuya eficacia, aunque no igual a la de los tres lugares mencionados, se consideraba grande. De igual modo, aumentó el culto a las reliquias, que se había ido abriendo paso a través de toda la Edad Media. Luego, las supersticiones contra las que protestaron los reformadores del siglo XVI, aunque tenían raíces que en muchos casos se remontaban a más de mil años atrás, se habían vuelto particularmente exageradas y comunes a partir de mediados del siglo XIV.
Otra consecuencia de la plaga fue una gran preocupación con el tema de la muerte. Puesto que hasta los más jóvenes “y particularmente ellos en las epidemias posteriores” podían morir inesperadamente, toda la vida se veía a la luz de esa posibilidad. La muerte era el acompañante secreto y constante de todo ser humano, dispuesta a reclamarle en cualquier momento y a llevarle, o bien a la patria celestial, o bien al castigo eterno. Al agonizar un enfermo, los ángeles y demonios se disputaban el alma del moribundo, y la función de la iglesia y de sus ministros consistía en facilitar la victoria de los ángeles. La muerte, pues, y su triunfo al parecer universal, se volvieron temas constantes en la literatura y el arte, donde frecuentemente se le representaba celebrando su victoria. Por las mismas razones, y en unión estrecha con este interés en la muerte, se comenzó a pensar en Jesucristo como juez más bien que como redentor. La ira de Dios, que parecía experimentarse en esta vida en la epidemia y el hambre, se pondría de manifiesto de modo particular en el juicio final, cuando Jesucristo, sentado sobre el arco iris, juzgaría a toda la humanidad. Y en ese juicio no habría palabra alguna de perdón, sino sólo para quienes en esta vida la hubieran merecido por razón de sus buenas obras y de su uso de los medios de gracia.
Por último, conviene señalar que la peste contribuyó a aumentar la enemistad entre cristianos y judíos. Entre los cristianos, se pensaba que parte de la causa de la peste eran las brujas, cuyos maleficios enfermaban a sus enemigos. Por ello, se persiguió a mujeres inocentes a quienes se les dio ese título. Pero además se persiguió a los gatos, que se decía eran amigos de las brujas. Por esa causa aumentó la población de ratas. Puesto que todo esto no sucedía entre los judíos, los casos de peste eran menos frecuentes entre ellos. El resultado fue que se les acusó de envenenar los pozos donde bebían los cristianos, y que en represalia de ello hubo terribles matanzas.
La alianza entre la burguesía y la corona
Además de la peste bubónica, otros factores contribuyeron a las condiciones sociales y políticas de los dos siglos que ahora estudiamos, el XIV y el XV. El principal de ellos fue probablemente la alianza entre la alta burguesía y la corona.
En los dos siglos anteriores la economía manufacturera y mercantil había logrado gran desarrollo. Para sostenerla, se habían propagado los sistemas de crédito, y en consecuencia las casas bancarias se enriquecieron. Puesto que la manufactura, el comercio y la banca estaban en manos de la alta burguesía, esta nueva clase, surgida con el desarrollo de las ciudades, era la que más beneficios recibía de esas actividades. Sus intereses se oponían a los de los grandes señores del sistema feudal. Las pequeñas guerras entre señores vecinos, los impuestos que cada noble imponía sobre los productos que pasaban por sus territorios y el sueño de los grandes barones de crear unidades autosuficientes actuaban en perjuicio del comercio. Desde el punto de vista de la alta burguesía, un gobierno centralizado y fuerte, que protegiera el comercio, erradicara el bandidaje, regulara la moneda y evitara las constantes guerras entre pequeños vecinos, era altamente deseable. Por ello esa clase les prestó apoyo decidido a los esfuerzos por parte de los reyes de limitar el poder de la nobleza.
También los reyes recibían beneficios de esa alianza. El único modo efectivo de hacer valer su autoridad era tener un ejército permanente, bajo el mando de la corona, que pudiera actuar rápida y eficazmente contra cualquier rebelde. Pero esto costaba dinero. La mayor parte de las tierras estaba en manos de los nobles, quienes utilizaban ese recurso para levantar ejércitos propios, según la necesidad del momento. Pero la corona no podía exigirles a tales nobles que sostuvieran el gasto de un ejército permanente. Al menos, no podía hacerlo mientras no se estableciera firmemente la autoridad de la corona sobre la nobleza. En esas circunstancias, los reyes tenían que acudir a la burguesía, cuyo apoyo económico les permitía sostener los ejércitos necesarios.
El nacionalismo
Este proceso dio origen a los estados modernos. Francia e Inglaterra, junto a los países escandinavos, fueron los primeros en quedar unidos bajo monarquías relativamente fuertes. España tardó hasta fines del período que estamos estudiando, pues no fue sino con el matrimonio de Isabel y Fernando que se produjo la unidad nacional. Portugal era una monarquía al empezar este período, pero a través de todo él la corona fue aumentando su poder frente a los nobles. Alemania e Italia no lograron la unidad nacional sino largo tiempo después.
Esto a su vez dio origen a un creciente sentimiento nacionalista. En los siglos anteriores, la mayor parte del pueblo europeo se había sentido ciudadana de algún pequeño condado o burgo. Pero ahora se empezó a hablar de una nación francesa, por ejemplo, y los habitantes de esa nación comenzaron a mostrarse poseídos de cierto espíritu nacional. Esto sucedió aun en los países que no quedaron unidos bajo una monarquía floreciente. A fines del siglo XIII, varias municipalidades alpinas se rebelaron y fundaron la Confederación Helvética, que fue creciendo a través de todo el siglo XIV, al tiempo que derrotaba repetidamente a los ejércitos que los emperadores alemanes enviaban para tratar de sofocar la rebelión. Por fin, en 1499, el emperador Maximiliano I se vio obligado a reconocer la independencia de Suiza. En Alemania, aunque no hubo un movimiento de insurrección semejante al de Suiza, sí hubo toda suerte de indicaciones de que los habitantes de los diversos electorados, ducados, ciudades libres, etc. comenzaban a sentirse alemanes, y a dolerse por la injerencia que tenían en los asuntos nacionales otros países cuya unidad les daba mayor poder. Tales sentimientos nacionalistas, cada vez más comunes en la Europa de los siglos XIV y XV, militaban contra la relativa unidad que se había logrado en épocas anteriores.
Si el papado parecía inclinarse a favor de los intereses franceses, como lo hizo durante su residencia en Aviñón, los ingleses no vacilaban en oponerse a él. Si, por el contrario, se negaba a ser instrumento dócil en manos de la corona francesa, ésta apoyaba a otro papa, como sucedió durante el Gran Cisma. Aunque en siglos anteriores se habían producido situaciones semejantes, en este período de fines de la Edad Media tales situaciones, más que la excepción, resultaron ser la regla. Y lo mismo sucedió con respecto al Imperio, sobre todo en las regiones fronterizas de Suiza y Bohemia. A la rebelión suiza nos hemos referido más arriba. El sentimiento nacionalista bohemio nos interesará al tratar de Juan Huss y los suyos.
La Guerra de los Cien Años
El surgimiento de las grandes naciones modernas, y el uso de la artillería en el campo de batalla, dieron lugar a guerras mucho más sangrientas y prolongadas que las de los siglos anteriores. De ellas, la más notable fue la guerra de los Cien Años, que de tal modo involucró, no sólo a Francia e Inglaterra, sino también al resto de Europa, que algunos historiadores han sugerido que debería llamarse “primera guerra europea”.
La causa inicial de las hostilidades fue la cuestión de la sucesion a la corona francesa. El rey de Francia, Felipe IV el Hermoso, había dejado tres hijos varones; pero todos reinaron sucesivamente, y murieron sin a su vez tener descendencia masculina. A la muerte del menor, Carlos IV, se planteó la cuestión de la sucesión. En Francia, Felipe de Valois, sobrino de Felipe IV, fue coronado rey. Pero en Inglaterra el parlamento inglés declaró que su propio rey, Eduardo III, era el legítimo heredero de la corona, y envió una delegación a Francia para reclamarla. La alegación inglesa se basaba en el hecho de ser Eduardo hijo de la hermana de los tres últimos reyes, y por tanto nieto del padre de ellos, Felipe IV. El nuevo rey de Francia, Felipe VI de Valois, respondía diciendo que, de igual modo y por las mismas razones que las mujeres no podían heredar el trono, la descendencia por línea masculina debía preferirse a la que tenía lugar por línea femenina.
Como rey de Francia, Felipe VI era señor, entre otros territorios, del ducado de Guyena. Puesto que Eduardo III era duque de Guyena, le correspondía prestarle homenaje de vasallo al nuevo rey de Francia. Tras largas vacilaciones, Eduardo consintió a esa ceremonia, aunque después de celebrarla se retractó, diciendo que había participado de ella cuando todavía era menor de edad, y siguiendo el parecer de consejeros ineptos.
Todo esto contribuyó a enemistar a los dos monarcas, hasta que los asuntos de Escocia los llevaron a la guerra. Por varias generaciones, Francia había sido el principal aliado de Escocia frente a las intenciones de conquista que los ingleses abrigaban hacia ese territorio al norte de su país. Cuando, debido a la política imperialista de Inglaterra, el rey David de Escocia se vio obligado a abandonar el país, Francia le prestó asilo, y apoyó a sus partidarios que continuaban luchando contra las tropas de Eduardo III. Este protestó, y se preparó a atacar a Francia.
Empero Eduardo, involucrado como estaba en una guerra en Escocia, no podía pretender derrotar a Felipe por sí solo, y por tanto se dedicó a tejer una extensa red de alianzas contra su enemigo. Su principal aliado era el emperador Luis de Baviera, quien le dio el título de “vicario imperial”. Además, contaba con el apoyo de varios duques y otros nobles de menor categoría, y con el de las ciudades de Flandes, que se rebelaron contra sus señores. El jefe de la rebelión, el cervecero Jacobo von Artaveldt, temía con razón que los nobles a quienes los rebeldes habían derrocado buscaran el apoyo de la corona francesa, y por tanto él se procuró el de Eduardo.
Felipe, por su parte, organizó otra red de alianzas en la que estaban incluidos los reyes de Navarra y Bohemia, así como los duques de Bretaña, Austria y Lorena, y varios nobles alemanes que se oponían a la política del Emperador.
Las primeras campañas de la guerra resultaron infructuosas para los ingleses. En el 1338, Eduardo se presentó en las fronteras de Francia, y se dedicó a devastar la región. Pero Felipe sabía que su rival estaba agotando el tesoro de Inglaterra, y que no podría sostener su ejército en pie de guerra largo tiempo. Por ello se negó a ofrecerle batalla, y a la postre Eduardo tuvo que regresar a Inglaterra, empobrecido y decepcionado.
En el 1340, los franceses, junto a los normandos y genoveses, reunieron una enorme flota para cerrarles el paso a los ingleses, pero éstos, con la ayuda de los flamencos, los derrotaron decisivamente. Casi toda la escuadra francesa fue destruida, y miles de soldados murieron ahogados tras lanzarse al mar huyendo del enemigo. Se cuenta que nadie se atrevía a darle a Felipe noticia de la terrible derrota, hasta que su bufón le dijo que al parecer los franceses eran más valientes que los ingleses, porque se atrevían a saltar al mar. Empero esta vez tampoco pudo Eduardo sacar ventaja de sus triunfos iniciales, pues su gran ejército se deshizo cuando empezaron a escasear los fondos. Exasperado, el rey de Inglaterra invitó al de Francia a un encuentro en el campo del honor. Pero Felipe sabía que el tiempo actuaba en su provecho, y por fin Eduardo se vio obligado a aceptar un armisticio y a regresar a Inglaterra, donde tenía que enfrentarse a las enormes deudas que había contraído para financiar su campaña.
La próxima expedición inglesa, en el 1346, tuvo mejores resultados. Eduardo sorprendió a los franceses cuando desembarcó inesperadamente en Normandía, donde se dedicó a devastar la región. Tras una larga y complicada serie de marchas y contramarchas, los dos ejércitos chocaron finalmente en la batalla de Crecy, donde los arqueros ingleses derrotaron decisivamente al ejército francés. Eduardo entonces aprovechó esa victoria para sitiar a Calais, que se rindió al año siguiente y fue desde entonces una de las más importantes posesiones inglesas en el continente.
Poco después de la capitulación de Calais, la peste bubónica barrió toda Europa, y forzó a ambos contendientes a abandonar las hostilidades. Cuando éstas se reanudaron varios años más tarde, Felipe VI había muerto, y fue su hijo y sucesor Juan II quien se enfrentó a los invasores ingleses, que marchaban al mando de Eduardo, príncipe de Gales e hijo de Eduardo III. Debido al color de su armadura, este gran guerrero recibió el nombre de “Príncipe Negro”, por el que lo conoce la posteridad. Su estrategia consistió en desolar los campos de Francia, destruyendo así la base económica de su contrincante. Juan respondió reuniendo un gran ejército que sorprendió a los ingleses cerca de Poitiers. Pero una vez más la disciplina superior del ejército inglés, y la destreza de sus arqueros, se impusieron en el campo de batalla. Contra toda expectación, el Príncipe Negro y sus tropas derrotaron en Poitiers a un ejército muchísimo más poderoso, y coronaron su triunfo capturando al rey Juan. Este fue llevado como prisionero a Inglaterra, donde permaneció hasta que el tratado de Bretigny, en el 1360, le devolvió la libertad. En ese tratado, Eduardo III renunciaba a toda pretensión a la corona de Francia, al tiempo que Juan se comprometía a pagarle una indemnización de tres millones de escudos, y a reconocer su soberanía sobre Calais y sobre buena parte de Aquitania.
Empero la guerra, que se había vuelto endémica, se trasladó ahora a España. En diversas regiones de Francia había bandos de mercenarios, las llamadas “compañías blancas”, que quedaron desempleados al firmarse la paz, y no tenían otro medio de subsistencia que el robo y la violencia. Para librarse de ellos, Carlos V, sucesor de Juan II, decidió enviarlos a Castilla, donde Pedro el Cruel había matado o mandado matar a varios nobles, y enviado al exilio a otros tantos. Entre estos últimos se contaba su hermano bastardo Enrique de Trastámara, cuya madre había sido asesinada por orden de Pedro. Los desmanes del cruel rey de Castilla enardecieron a los franceses cuando recibieron la noticia de que su esposa Blanca de Borbón, princesa francesa a quien Pedro había humillado repetidamente, había muerto en circunstancias misteriosas. Pronto se dijo que había sido envenenada, y no faltaron caballeros franceses que se dispusieron a vengar la muerte de su princesa. Al mando de Enrique de Trastámara, y con dinero procedente de la corona francesa y del papa, un gran ejército de caballeros franceses y de “compañías blancas” cruzó los Pirineos, atravesó Aragón y penetró en Castilla. Cuando sus nobles se negaron a defenderle, Pedro el Cruel huyó a Portugal, y después a Bayona. El territorio donde Pedro el Cruel se había refugiado estaba bajo el gobierno del Príncipe Negro, quien le ofreció su apoyo contra el “usurpador” Enrique. Al parecer, una de las principales razones que movieron al jefe inglés a seguir esa política fue su deseo de oponerse a los designios del rey de Francia, sin romper abiertamente con lo estipulado en el tratado de Bretigny. Al frente de su ejército el Príncipe Negro cruzó los Pirineos en Roncesvalles, logró que el Rey de Navarra aprovisionara sus tropas en Pamplona, y penetró en tierras de Castilla. Allí derrotó decisivamente a Enrique de Trastámara, y volvió a colocar a Pedro sobre el trono.
Este tenía el propósito de matar a los dos mil prisioneros hechos en el campo de batalla, pero su aliado inglés se lo impidió, persuadiéndolo a perdonarles la vida y aceptarlos como sus súbditos. Poco después, cuando el restaurado rey de Castilla se hizo el sordo ante las peticiones de su aliado, quien necesitaba provisiones para su ejército, éste regresó a Aquitania, y libró a don Pedro a su suerte. En el entretanto, Enrique de Trastámara había vuelto a apelar a Francia, y con la ayuda que de ella recibió se presentó de nuevo en Castilla, donde derrotó a su rival. Poco después, en circunstancias que la historia no ha podido aclarar, los dos hermanos rivales se encontraron abrazados en combate mortal cerca de Montiel, y don Pedro resultó muerto. A partir de entonces Enrique reinó en Castilla, y Francia pudo contar con un aliado allende los Pirineos. Esta alianza se afianzó cuando un hermano del Príncipe Negro, el duque de Lancaster, reclamó para sí la corona de Castilla, por haberse casado con la heredera de don Pedro. La alianza entre Castilla y Francia cambió el curso de la guerra. Con la ayuda de la escuadra castellana, los franceses tomaron la ofensiva.
En el 1372, los castellanos destruyeron toda la flota inglesa en la batalla de La Rochelle. Dos años más tarde, no les quedaban a los ingleses más posesiones en el Continente que Calais, Burdeos, Bayona y otros pocos lugares de menor importancia. Por fin, en el 1375, Eduardo se vio obligado a aceptar una tregua, que duró hasta el 1415.
Eduardo murió en el 1377. Puesto que poco antes había fallecido el Príncipe Negro, el nuevo rey fue el hijo de este último, Ricardo II. Durante todo su reinado y el de su sucesor, Enrique IV, Inglaterra se vio envuelta en guerras con Escocia, y en rebeliones y movimientos populares que le impidieron seguir una política belicosa contra Francia. Uno de estos movimientos fue el de Wyclif y los “lolardos”.
Fue el hijo de Enrique IV, el quinto rey del mismo nombre, quien, tras destruir la rebelión de los lolardos, se dispuso a emprender de nuevo las hostilidades contra Francia. Tan pronto como se sintió seguro en su trono, reclamó para sí la corona francesa. Poco después desembarcó en la boca del Sena, tomó la fortaleza de Harfleur, y se adentró en Francia. Esa invasión se facilitaba porque ese país estaba entonces en medio de luchas internas, debido a la locura de Carlos VI. Dos partidos, el de los “borgoñones” y el de los “armañacs”, se disputaban la regencia. Por ello las tropas francesas evitaron el combate por algún tiempo, pero por fin, confiadas en su superioridad numérica, trataron de detener al invasor, y fueron vencidas en la batalla de Agincourt (1415). Una vez más, empero, los ingleses se vieron imposibilitados de continuar la campaña, pues escaseaban los fondos y el ejército había sufrido serias bajas durante su estancia en Francia. Enrique se contentó entonces con declarar que la victoria de Agincourt mostraba que Dios favorecía su causa, y que la corona francesa le pertenecía ante los ojos de Dios. Hecha esta declaración, regresó a Inglaterra, donde fue recibido en triunfo.
Allí lo visitó el emperador Segismundo, quien anteriormente había estado en la corte francesa en un intento de mediar entre ambos contendientes. Enrique se mostró dispuesto a renunciar al trono de Francia, siempre que se cumpliera el tratado de Bretigny. Puesto que ese tratado le concedía al rey de Inglaterra buena parte del territorio francés, las esperanzas de llegar a una reconciliación por ese camino eran escasas, y los ingleses continuaron preparándose para la guerra. Cuando los franceses trataron de reconquistar a Harfleur, Enrique estaba preparado, y un contingente enviado desde Inglaterra puso fin al sitio de esa fortaleza.
En París, el partido de los armañacs estaba en el poder. Por tanto, el jefe de los borgoñones, Carlos, duque de Borgoña, se negó a enviar tropas contra los ingleses, y se rumoraba que había hecho un pacto secreto con Enrique. Sea esto cierto o no, cuando el rey de Inglaterra desembarcó de nuevo en territorio francés, en la región de Normandía, los franceses no pudieron ofrecerle gran resistencia, pues los ejércitos borgoñones se encontraban frente a París. Mientras en París los borgoñones tomaban la ciudad, y les daban muerte a los principales jefes de los armañacs, los ingleses se hicieron dueños de buena parte de Normandía.
Huyendo de los borgoñones, el delfín Carlos, heredero de la corona francesa, escapó de París y estableció su gobierno en Poitiers, declarándose regente por su padre demente. Había entonces un rey loco, y dos partidos que se disputaban la regencia, los borgoñones en París y los armañacs en Poitiers. Ante la amenaza inglesa, estos dos partidos comenzaron a negociar la paz entre sí. Pero cuando el duque de Borgoña fue asesinado en una entrevista con el Delfín, y en presencia de éste, los borgoñones decidieron que no les quedaba otro camino que el de aliarse a Enrique, y con ese propósito le prometieron la mano de la princesa Catalina, hija del rey demente, la regencia del reino, y la sucesión al trono tras la muerte del rey. A cambio de ello, Enrique respetaría los antiguos privilegios de la nobleza francesa ante la corona, le devolvería al reino los territorios que había tomado en Normandía, y conquistaría las tierras que se hallaban bajo el dominio del Delfín. A esta última empresa estaba dedicado cuando enfermó y murió, dejando como heredero del trono inglés al pequeño hijo que había tenido de Catalina poco antes. El nuevo rey de Inglaterra, Enrique VI (14221471), contaba sólo unos meses de edad cuando murió también Carlos VI, dejándole así en posesión de las coronas de Inglaterra y Francia. Pero el Delfín tenía aún seguidores y territorios en el centro y sudeste del país, y se hizo proclamar heredero de su difunto padre, con el titulo de Carlos VII. Además, a la muerte del rey loco, muchos franceses comenzaron a inclinarse hacia el Delfín, que en fin de cuentas era el heredero legítimo. Continuó así la guerra, no ya entre franceses e ingleses, sino ahora entre dos partidos dentro de Francia, uno apoyado por los ingleses, y el otro por los escoceses. Durante cinco años la guerra siguió sin mayores acontecimientos. Pero hacia el final de ese período los ingleses y sus aliados ganaron importantes batallas, cruzaron el Loira y sitiaron a Orleans.
La situación del Delfín era cada día más desesperada, cuando le llegaron noticias de una doncella natural de la pequeña aldea de Domremy, que decía haber tenido visiones en las que santas Catalina y Margarita, además del arcángel Miguel, le habían ordenado que dirigiera las tropas del Delfín para romper el cerco de Orleans, y que luego lo condujera a ser coronado en Reims, lugar tradicional donde eran coronados los reyes de Francia, y adonde Carlos no había podido acudir porque esa ciudad estaba en territorio enemigo.
Se cuenta que Carlos VII mandó a buscar a la joven Juana de Arco (que así se llamaba nuestra doncella) y que, poco antes de serle presentada, se disfrazó y mezcló entre sus nobles, colocando a otro en su lugar. Si hizo esto para burlarse de ella, o para probarla, no está claro. Pero al entrar al salón en que estaba el Rey la joven se dirigió directamente a él, sin prestarle la más mínima atención al que se hacia pasar por rey. Sorprendido, Carlos se apartó con ella a un rincón, y al regresar a la asamblea declaró conmovido que Juana sabia secretos de su vida que no eran conocidos por mortal alguno.
Poco después “la doncella”, como la llamaban sus contemporáneos, se paseó entre las tropas vestida de armadura, y se mostró hábil en el manejo de su cabalgadura y de la lanza. Según se extendía su fama, aumentaba el entusiasmo entre los soldados del Delfín, y el temor entre sus contrarios.
Carlos había reunido en Blois provisiones que esperaba hacer llegar a la sitiada Orleans, y Juana se ofreció para dirigir la expedición. Gracias a una serie de circunstancias al parecer inexplicables, tanto la doncella como las provisiones lograron atravesar el cerco, sin tener encuentro alguno con los sitiadores.
En Orleans, fue recibida con aclamaciones, e inmediatamente comenzó a dirigir ataques contra las posiciones de los ingleses. Cada día salía una columna de Orleans, capitaneada por Juana de Arco, y cada día caía un bastión enemigo. A la postre los ingleses decidieron levantar el sitio, y la heroína, que desde entonces fue conocida como “la doncella de Orleans”, prohibió que se les persiguiera, señalando que era domingo, día de oración y no de batallas.
Después de esto, las victorias fueron ininterrumpidas, y Carlos pudo invadir el territorio enemigo y marchar hacia Reims para ser coronado. A su paso, ciudades que por años habían estado en manos de los ingleses y borgoñones lo recibían con entusiasmo, o al menos le enviaban provisiones cuando no se atrevían a declararse públicamente a su favor. La ciudad de Reims, al recibir noticias de la marcha del Rey y de la doncella, echó a la guarnición borgoñona, y recibió a Carlos con festejos. En la catedral, el Delfín fue coronado, mientras Juana, de pie ante el altar, veía sus sueños hechos realidad.
Cumplida su doble misión de romper el cerco de Orleans y llevar al Rey a ser coronado en Reims, la joven visionaria estaba pronta a regresar a su vida anterior, como aldeana de Domremy, y repetidamente solicitó de Carlos permiso para ello. Pero el monarca no se lo concedió, y Juana continuó luchando hasta que fue capturada en una escaramuza, y vendida a los ingleses.
Sus antiguos aliados, ocupados de aprovechar las ventajas logradas en los últimos meses, no se ocuparon más de ella. Hasta donde sabemos, el Rey ni siquiera ofreció pagar su rescate, según se acostumbraba en esa época con los cautivos de rango. Es muy probable que sus consejeros se hayan alegrado de no verse más bajo la sombra de una mujer plebeya. Por su parte, los ingleses se la vendieron por diez mil francos al obispo de Beauvais, quien deseaba juzgarla como hereje y hechicera.
El juicio tuvo lugar en Rouen, y Juana fue acusada de hereje, entre otras cosas, por pretender tener mandamientos directos del cielo, sin intervención de la iglesia, por decir que sus santos le hablaban en francés, y por vestirse de hombre. Cuando, tras varios meses de prisión, sus jueces le declararon que sería entregada al “brazo secular” para ser ejecutada, accedió a firmar un documento de abjuración, “siempre que plazca a Nuestro Señor”. A cambio de ello, en lugar de ser quemada viva, se le condenó a cadena perpetua. Empero pocos días después declaró que de nuevo se le habían presentado santas Catalina y Margarita, reprochándole su traición.
Entonces fue llevada a la Plaza del Mercado Viejo, en Rouen, y quemada. Sus últimas instrucciones, dadas al sacerdote que la acompañaba junto a la pira, fueron de sostener el crucifijo en alto, y repetir fuertemente las palabras de salvación, para poder oírlas por sobre el crujir de las llamas. Era el 30 de mayo de 1431. Casi veinte años más tarde, al entrar victorioso en Rouen, Carlos VII ordenó una nueva investigación que, como era de esperarse, la exoneró. En 1920, el papa Benito XV la declaró santa. Pero desde siglos antes se había vuelto la heroína nacional de Francia.
A partir del episodio de Juana de Arco, las victorias de Carlos VII fueron casi ininterrumpidas. En 1435 logró apartar al duque de Borgoña (hijo del que había sido asesinado) del partido inglés, firmando con él la paz de Arrás. Dos años más tarde sus tropas ocuparon a París. Cuando, en 1449, los reyes de Inglaterra y Francia acordaron una tregua, los ingleses habían sido expulsados de toda Francia, excepto Calais y algunas porciones de Guyena y Normandía. Carlos VII utilizó los cinco años de tregua para consolidar su poder y organizar su administración y su ejército. Esto hizo con tan buen resultado que cuando se reanudaron las hostilidades los ingleses fueron expulsados del territorio francés en sólo cuatro años. Al final de ese período, no les quedaba en Francia más que la plaza de Calais, que siguió siendo posesión suya hasta 1558. Por tanto, a partir de 1453 la guerra de los Cien Años se limitó a pequeñas escaramuzas, hasta que por fin se firmó la paz de Picquigny en 1475.
Esta larga guerra tuvo importantes consecuencias para la vida de la iglesia, según hemos de ver repetidamente. El hecho de que durante buena parte de ella el papado estuvo en Aviñón, donde existía a la sombra del trono francés, contribuyó a enemistar a los ingleses con el papado. Más tarde, durante el Gran Cisma en que Europa se dividió en su obediencia a dos papas, las alianzas establecidas en medio de la guerra de los Cien Años fueron uno de los factores que determinaron por qué papa se decidía cada país. Además, la guerra misma dificultó la tarea de subsanar el cisma. Por último, tanto en Francia como en Inglaterra, Escocia y otros beligerantes, la guerra fortaleció el creciente sentimiento nacionalista, y por tanto contribuyó a debilitar toda pretensión que el papado pudiera abrigar a una autoridad universal.
González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 461–474). Miami, FL: Editorial Unilit.
