La cumbre del papado 43
Tú eres tanto el heredero como la herencia del mundo. [… ] Pero creo que lo que has recibido no es su posesión, sino su administración. [… ] Lo que más temo que pueda sucederte no es el veneno o la espada, sino los deseos de señorear.
Bernardo de Claraval a Eugenio Ill
En el capítulo III seguimos la historia del papado y sus conflictos con el poder imperial, hasta el momento en que Calixto II y Enrique V llegaron al Concordato de Worms. Calixto murió en el 1124, y Enrique en el 1125. Puede decirse que a partir de entonces el papado irá engrandeciendo su poder, al mismo tiempo que el del Imperio se irá eclipsando. Ese proceso, empero, no será continuo, sino que cada partido tendrá sus fluctuaciones, hasta que el papado llegue a la cumbre de su poder con Inocencio III.
El papado bajo el ala de San Bernardo
A la muerte de Calixto, dos poderosas familias romanas, los Frangipani y los Pierleoni, se disputaron el poder. Cada una eligió su propio papa, pero afortunadamente el candidato de los Pierleoni renunció a fin de evitar el cisma. El papa restante, Honorio II, se aseguró de la legitimidad de su elección al renunciar a su vez, para ser elegido de nuevo por los cardenales. Poco después, al morir Enrique V, el trono imperial quedó vacante, y la sucesión en disputa. Honorio apoyó a Lotario de Sajonia, quien prometía respetar el Concordato de Worms.
Cuando a la postre la paz del Imperio se restauró, el papado quedó en buena posición, pues el Emperador le debía a Honorio buena parte de su éxito.
Empero la muerte de Honorio trajo un nuevo cisma. Un grupo de cardenales eligió a Inocencio II, mientras otro (al parecer la mayoría) nombró a Anacleto II. Este último contaba con el apoyo de los Pierleoni y del duque de Sicilia. Inocencio, por su parte, era el papa de los Frangipani y del Emperador. Ambos partidos se apresuraron a buscar el reconocimiento de los demás países.
En Francia, el rey Carlos el Gordo convocó un concilio que se reunió en Etampes, y que pronto requirió la presencia del famoso abad de Claraval, Bernardo. Este acudió en obediencia al mandato del Rey y los prelados, quienes entonces le declararon que habían decidido unánimemente confiarle a él la decisión acerca de quién era el papa legítimo. Sobre el monje que había deseado dedicarse a la vida contemplativa de María recaían ahora las más graves responsabilidades de Marta. Bernardo falló a favor de Inocencio, y todo el reino aceptó su decisión.
Cuando huyó de Roma, donde el poder de los Pierleoni era una amenaza constante, Inocencio fue a Francia, donde fue recibido con toda pompa por el Rey. Aquel exilio del Papa en Francia era uno de los primeros atisbos de lo que sucedería siglos después, cuando el papado quedaría supeditado a los intereses franceses. Pero por lo pronto lo que sucedió fue que Inocencio comenzó una marcha triunfal que a la postre destruiría a su rival.
Enrique I de Inglaterra no había decidido todavía qué partido tomar. Sus prelados le aconsejaban apoyar a Anacleto, en parte porque el rey de Francia apoyaba a Inocencio, y los dos países vivían en constante tensión. Pero Bernardo se dirigió a Enrique, le hizo ver que tales consideraciones no eran válidas cuando se trataba de cuestiones espirituales, y añadió que, si lo que le preocupaba era el posible pecado de apoyar al papa indebido, “ocúpate de tus otros pecados, y ése caiga sobre mi cabeza”. Contra los que parecían ser sus mejores intereses, el rey de Inglaterra se declaró a favor de Inocencio.
De Alemania se esperaba que el Emperador apoyara a Inocencio, y la confirmación llegó mientras éste estaba en Francia, en compañía de Bernardo. Tras coronar en Reims al rey de Francia y a su hijo, Inocencio partió hacia Alemania. En el camino, todas las grandes ciudades le abrieron las puertas, y le rindieron homenaje. Junto a él, compañero inseparable, marchaba Bernardo. Al llegar a Alemania, Lotario los recibió con toda clase de honores. Su propósito era aprovechar la difícil situación en que Inocencio se encontraba para deshacer el Concordato de Worms, y volver a reclamar el derecho de investidura. Al parecer, el Papa vaciló, al verse en manos del Emperador. Pero Bernardo se enfrentó al soberano, y con la sola autoridad de su persona y su prestigio lo obligó a desistir de su propósito.
El único lugar donde Inocencio no fue recibido con gran pompa y alboroto fue la abadía de Claraval. Allí no resonaron las campanas, ni los monjes se vistieron de gala, ni brilló el oro. Al contrario, todo siguió su curso, y se cuenta que muchos de los monjes ni siquiera levantaron la vista del suelo para ver al Papa. La pompa era necesaria para impresionar a los señores del mundo. Pero los monjes de Claraval no necesitaban de ella para honrar al sucesor de un pescador galileo, al representante del carpintero que entró en Jerusalén montado sobre un asno.
Por fin, en el 1133, con el apoyo de las tropas imperiales, Inocencio pudo regresar a Roma por unos pocos meses. Allí coronó a Lotario en el Laterano. Pero cuando éste y la mayor parte de sus ejércitos regresaron a Alemania, Inocencio se retiró a Pisa, donde pasó más de tres años. Aunque no residía en Roma, casi toda Europa lo reconocía como el legítimo papa, y sólo Roma y el sur de Italia reconocían a Anacleto. En el 1137, con la ayuda del Emperador, Inocencio pudo regresar a Roma. En el castillo de San Angel, Anacleto resistía todavía, pero se encontraba cada vez más aislado. A su muerte en el 1138, los Frangipani hicieron elegir otro sucesor, Víctor IV, cuyas pretensiones papales no duraron mucho, pues no cabia duda de que los partidarios de Inocencio habían vencido.
Lotario había muerto a fines del 1137, y Alemania se encontraba dividida entre el partido de los Hohenstaufen y el de la casa de Baviera. Por diversas razones, el bando de los Hohenstaufen recibió el nombre de “gibelinos”, y el bando opuesto fue el de los “güelfos”. Esta división se reflejó inmediatamente en Italia, donde los güelfos eran el partido papal. Cuando Conrado III Hohenstaufen por fin logró posesionarse del trono, los güelfos italianos, con el apoyo de Inocencio, continuaron tratando de socavar el poder imperial en el norte de Italia. Con ese propósito, el Papa apoyó el movimiento republicano, inspirado en las enseñanzas de Arnaldo de Brescia, que se esparcía por la región. Con gran alborozo de los güelfos, varias ciudades imperiales se rebelaron, y se proclamaron repúblicas.
A la postre esta política redundó en perjuicio del Papa, pues las ideas de Arnaldo fueron penetrando en el centro de Italia, donde se encontraban los estados pontificios. Uno de éstos, la ciudad de Tívoli, se declaró independiente del poder papal, y se organizó al estilo republicano. Los romanos, bajo el mando de Inocencio, atacaron y vencieron a Tívoli. Pero cuando el Papa se negó a permitirles que saquearan la ciudad, el pueblo de Roma se reunió en el Capitolio y se constituyó en república, bajo un senado electo por el pueblo. Al mismo tiempo que reconocían la autoridad espiritual del papa, le negaban el poder temporal. Y apelaron al Emperador para que regresara a Roma y restaurara el verdadero Imperio Romano, con su capital en la Ciudad Eterna y el papado bajo él.
Inocencio murió antes de poder responder al reto de los republicanos, y su sucesor fue Celestino II, de quien, por ser amigo de Arnaldo de Brescia, se esperaba que pudiera llegar a un entendimiento con los republicanos. Pero murió a los pocos meses. El próximo papa, Lucio II, buscó el apoyo de Rogerio de Sicilia, quien deseaba que el Papa lo coronara rey. Los republicanos, por su parte, se aliaron a la familia de los Pierleoni, a uno de cuyos miembros dieron el título de “patricio”, y se negaron a concederle al papa autoridad temporal alguna. Lucio murió de una pedrada, cuando sus tropas atacaban el Capitolio.
Su sucesor, Eugenio III, sorprendió al mundo. La razón por la que fue elegido era que nadie quería ser papa en medio de aquella turbulenta situación; y Eugenio, un viejo abad cisterciense amigo de Bernardo, no parecía tener la fuerza ni la firmeza necesarias para enfrentarse a los republicanos. Allende los Alpes, Bernardo recibió con disgusto la noticia de la elección de su amigo al pontificado. Pero a pesar de ello le envió un largo tratado en el que le aconsejaba acerca de cómo debía conducirse en su oficio. Por su parte, Eugenio III reunió las tropas de varias ciudades cercanas y derrotó a los romanos, en cuyo auxilio había acudido el propio Arnaldo de Brescia con un contingente suizo. Eugenio entró en Roma, cuyos ciudadanos se declararon prontos a obedecerlo siempre que traicionara a sus antiguos aliados. Antes de hacer tal cosa, Eugenio se retiró de la ciudad, primero a Viterbo y después a Siena. Desde allí continuó dirigiendo la vida de la iglesia en Europa, siempre con la ayuda de Bernardo, quien a la sazón se encontraba predicando la Segunda Cruzada, sirviendo de árbitro entre reyes y arzobispos, y conmoviendo a Europa con su verbo inflamado. Pero el gran logro de Eugenio fue socavar la popularidad de Arnaldo y de la república. Debido a la revolución que había tenido lugar, Roma no gozaba del prestigio y las ventajas económicas de ser el centro religioso de Europa, y muchos romanos comenzaban a mostrar resentimiento hacia los jefes republicanos. Mientras tanto, Eugenio se ganaba las simpatías del pueblo. Puesto que la república no le negaba el título de obispo de la ciudad, sino sólo el poder temporal, el Papa regresó a Roma en dos ocasiones, y se ganaba cada vez más la aprobación popular mediante su mansedumbre, rectitud y paciencia. A su muerte en el 1153, la república se sostenía con dificultad.
Bajo la sombra de Federico Barbarroja
Poco antes de la muerte de Eugenio, falleció también el emperador Conrado III, y le sucedió Federico I Barbarroja, el más grande emperador que Europa había conocido desde tiempos de Carlomagno. Mientras Federico ocupó el trono, el papado se movió bajo la sombra de ese gran monarca, cuya ambición parecía no tener límites. Tras el breve pontificado de Anastasio IV, ocupó la cátedra de San Pedro Adriano IV, el único inglés que haya logrado tal dignidad. Cuando en un tumulto en Roma uno de los cardenales fue muerto, Adriano colocó a la ciudad en entredicho. Privada de toda función eclesiástica, la vieja capital de la iglesia no tardó en capitular. Además, comenzaba a cansarse de Arnaldo y sus seguidores, muchos de los cuales eran extranjeros. A la postre, la república fue abolida, Arnaldo partió al exilio, y Adriano entró triunfalmente en la ciudad. Poco después, Arnaldo fue capturado y devuelto a Roma donde, por temor a una rebelión popular, el Papa y los suyos lo mataron y arrojaron sus cenizas al Tíber.
En el entretanto, Federico Barbarroja, al frente de un gran ejército, había cruzado los Alpes para reclamar el título de rey de Italia. Todas las ciudades republicanas del norte se le sometieron, y los republicanos de Roma le enviaron una delegación pidiéndole su apoyo frente a Adriano. Esa solicitud fue un error, pues Federico no sentía simpatía alguna por la causa republicana, y despidió airadamente a los delegados. Entonces marchó hacia Roma, donde fue coronado por Adriano.
Pero los romanos se resistían a la autoridad imperial, y en el conflicto resultante varios centenares de ellos fueron muertos. Cuando Federico decidió regresar a Alemania, Adriano se vio obligado a partir de Roma, para nunca más volver. Aunque el resto de Europa, tratando de contrarrestar el creciente poder de Federico, acataba su autoridad pontificia, la entrada a Roma le estaba vedada.
Comenzó así una pugna sorda entre el Papa y el Emperador, en la que cada uno de los contendientes alentaba el movimiento republicano en los territorios de su contrincante. Al tiempo que Adriano apoyaba el movimiento republicano en la región de Lombardía, donde las ciudades trataban de independizarse del Imperio, el Emperador favorecía sentimientos semejantes entre el pueblo romano.
Alejandro III, el sucesor de Adriano, tuvo que enfrentarse a un antipapa elegido por los partidarios del Emperador. Este convocó un gran concilio en el que se decidiría cuál era el verdadero papa. Alejandro se negó a asistir, y declaró que el Emperador no tenía tal autoridad. Su rival, que había tomado el nombre de Víctor IV, accedió a los deseos imperiales, y por tanto el concilio depuso a Alejandro y declaró que Víctor era el papa legítimo. Empero el resto de Europa no le hizo caso al concilio imperial. Sólo el Imperio y los países donde su poder se hacia sentir (Hungría, Bohemia, Noruega y Suecia) tomaron el partido de Víctor, mientras que el resto de Europa, así como el Imperio Bizantino y el Reino de Jerusalén, se declararon a favor de Alejandro. En Italia, el conflicto era general, y las ciudades se declaraban a favor de uno u otro papa según las tropas imperiales estuvieran cerca o no.
Dado el caos que reinaba en Italia, Alejandro partió hacia Francia, donde recibió el homenaje del rey de ese país y del de Inglaterra. A la muerte de Víctor IV, quienes lo habían apoyado eligieron otro antipapa, que tomó el nombre de Pascual III; y a la muerte de éste lo sucedió Calixto III. Cuando por fin Alejandro decidió regresar a Roma, el clero y el pueblo lo recibieron alborozados. Pero poco después Federico atravesó los Alpes y atacó la ciudad, y el Papa tuvo que escapar disfrazado.
El triunfo del Emperador y de su partido parecía definitivo, cuando se desató una terrible epidemia entre sus soldados, quienes murieron por millares. Las ciudades de Lombardía aprovecharon la ocasión para rebelarse. Los restos del ejército imperial a duras penas lograron atravesar los Alpes y refugiarse en Alemania, en tanto que su jefe, como antes lo había hecho el Papa, huía disfrazado. Cuando, tres años más tarde, Federico regresó a Italia con un nuevo ejército, la Liga Lombarda era tan poderosa que lo derrotó en la batalla de Legnano.
En tales circunstancias, no le quedó más remedio a Federico que hacer las paces con Alejandro. El antipapa Calixto III, carente de todo apoyo, abdicó. Con benevolencia ejemplar, Alejandro lo perdonó, y pronto le confió cargos de importancia. El pueblo romano, por su parte, le pidió al Papa que de nuevo fijara su residencia en Roma. Durante toda esta lucha, la vieja ciudad había perdido buena parte de su prestigio y sus ingresos, que dependían de tener en ella a la cabeza de la cristiandad occidental.
Alejandro entró de nuevo en Roma en medio de grandes ceremonias y festejos. Una vez dueño del poder eclesiástico, convocó un concilio que promulgó toda una serie de edictos, para continuar así la vieja reforma de Hildebrando, que había quedado interrumpida por tanto tiempo.
Alejandro murió en el 1181, y los próximos cinco papas fueron personajes de poca distinción. Lucio III tuvo que huir de Roma, que se rebeló de nuevo. Urbano III el Turbulento fue a la vez papa y arzobispo de Milán, donde se dedicó a fomentar la causa republicana. En el entretanto, el emperador Federico dio un golpe diplomático de gran importancia, al casar a su hijo Enrique con la heredera del trono de Sicilia. Hasta entonces, Sicilia había sido el último recurso de los papas contra las pretensiones de los emperadores. Pero ahora la casa de los Hohenstaufen poseía también ese reino. El próximo papa, Gregorio VIII, reinó sólo dos meses, y el hecho más notable de su pontificado fue la noticia de la caída de Jerusalén, que pocos días antes había sido tomada por Saladino. Lo sucedió Clemente III, quien pudo regresar a Roma, cuya población una vez más se había cansado del gobierno republicano.
Durante su pontificado Federico Barbarroja pereció ahogado, según hemos dicho al tratar acerca de la Tercera Cruzada. Celestino III, el quinto de esta rápida sucesión de papas, coronó emperador a Enrique VI, el hijo de Federico y rey de Sicilia. Enrique era un hombre cruel y ambicioso, que soñaba con restaurar el viejo Imperio Romano y destruir lo que él llamaba “el papado gregoriano”. A pesar de encontrarse casi rodeado de territorios imperiales, Celestino tuvo el valor de excomulgar a Enrique. La lucha abierta parecía inevitable, y sólo se postergó porque el Emperador tenía otros intereses más urgentes, y murió antes de poder responder al reto lanzado por el Papa. Dejaba como heredero a un niño de brazos, Federico. Tres meses después, Celestino murió.
Inocencio III
Puesto que el Imperio se encontraba desorganizado por razón de la muerte inesperada de Enrique, los cardenales romanos pudieron elegir al nuevo papa sin intervención secular, y sin que se produjera un cisma. El nuevo papa, que a la sazón contaba treinta y siete años de edad, tomó el nombre de Inocencio III, y fue el pontífice más poderoso que haya jamás ocupado la cátedra de San Pedro.
La viuda de Enrique, Constancia, temía que las diversas facciones que pronto surgieron en Alemania trataran de destruir a su hijo Federico, heredero de la corona de Sicilia. Para evitarlo, colocó al niño y su reino bajo la protección de Inocencio, e hizo de Sicilia un feudo del papa. De ese modo se deshacía la amenaza que ese reino había representado para el papado en tiempos de Enrique VI.
La corona imperial, que también había pertenecido al difunto Enrique, no era hereditaria, y por tanto pronto surgió la discordia en Alemania. El hijo de Enrique, Federico, era demasiado joven para ser emperador. Por tanto, los partidarios de la casa de los Hohenstaufen eligieron a Felipe, hermano de Enrique. Pero sus contrarios nombraron a Otón, quien pronto contó con el apoyo de Inocencio. El hecho indudable era que Felipe tenía más derecho al trono, y que su elección había sido en regla. Pero a pesar de ello el Papa se le opuso, y declaró que, según las Escrituras, Dios visita el pecado de los padres sobre los hijos, y que Felipe procedía de la casa corrompida y repetidamente excomulgada de los Hohenstaufen. Además, decía Inocencio, el papa tiene autoridad sobre el emperador.
Así como Dios el creador del universo estableció dos grandes luminarias en el firmamento, la mayor para que presidiese sobre el día, y la menor para que presidiese en la noche, así también estableció dos grandes luminarias en el firmamento de la Iglesia universal. […] La mayor para que presida sobre las almas como días, y la menor para que presida sobre los cuerpos como noches. Estas son la autoridad pontificia y la potestad real. Por otra parte, así como la Luna recibe su luz del Sol, […] así también la potestad real recibe de la autoridad pontificia el brillo de su dignidad.
Sobre esa base, Inocencio pretendía tener autoridad para determinar quién debía ser emperador, y por tanto declaró que Otón era el pretendiente legítimo. El resultado fue una cruenta guerra civil que duró diez años, y en la que Felipe parecía llevar la mejor parte cuando fue asesinado. Otón quedó como dueño de Alemania, y la guerra parecía haber terminado.
Pero el nuevo emperador no tardó en romper con el papa que por tanto tiempo lo había apoyado. Una vez más la causa de la ruptura fue la cuestión de la soberanía sobre las ciudades italianas, en las que el Emperador quería hacer valer su autoridad. Poco después de su coronación en Roma, sus relaciones con Inocencio comenzaron a hacerse cada vez más tirantes. El Emperador decidió apoderarse de Nápoles y de Sicilia, que teóricamente le pertenecía al Papa, pues el rey Federico, como hemos dicho, era su vasallo. Al mismo tiempo, comenzó a alentar al viejo partido republicano en Roma.
En respuesta, Inocencio excomulgó al Emperador, lo depuso, y declaró que el legítimo heredero de Enrique VI era el joven Federico. Con el apoyo del Papa, Federico atravesó los Alpes, se presentó en Alemania, y le arrebató la corona imperial a su tío, que había querido quitarle la de Sicilia. El resultado de todo esto fue una extraña victoria para el papado. Al tiempo que Inocencio había acabado por apoyar la restauración de los Hohenstaufen, los enemigos tradicionales del papa, el nuevo vástago de esa casa había llegado a la corona sobre la base de la autoridad del papa de deponer a reyes y emperadores. Luego, si bien era cierto que Inocencio reconocía a Federico, también era cierto, y mucho más importante, que Federico, en su misma actuación, reconocía que Inocencio había actuado debidamente al declarar depuesto a Otón.
En Francia, Inocencio intervino en la vida matrimonial del rey Felipe Augusto. Este había enviudado, y en segundas nupcias se casó con la princesa danesa Ingueburga. Pero poco después la repudió y tomó por esposa a Agnes de Meran. Inocencio amonestó al Rey, y cuando esto no bastó colocó a todo el país en entredicho. Felipe Augusto convocó entonces un parlamento en el que estaban presentes tanto los nobles como los obispos del reino. Cuando este parlamento concordó con el parecer del Papa, Felipe Augusto repudió a Agnes, y legalmente aceptó de nuevo a Ingueburga. La reina depuesta murió poco después, en medio de la más intensa melancolía, mientras la que había sido restaurada pasó el resto de sus días quejándose de que su supuesta restauración era en realidad un tormento. Pero en todo caso el Papa hizo valer su autoridad sobre uno de los reyes más poderosos de la época.
En Inglaterra reinaba a la sazón Juan Sin Tierra, el hermano y heredero de Ricardo Corazón de León. Aunque los desórdenes matrimoniales de Juan habían sido mucho mayores que los de Felipe Augusto, Inocencio no se atrevió a intervenir, pues esos desórdenes tuvieron lugar cuando el Papa necesitaba el apoyo de Juan Sin Tierra en sus esfuerzos por colocar a Otón en el trono imperial. Pero después que esa cuestión quedó resuelta el Papa y el rey de Inglaterra chocaron por la cuestión de quién era el legítimo arzobispo de Canterbury. Cuando se produjo un cisma en esa sede, con dos arzobispos rivales, ambos bandos apelaron a Roma. El Papa sencillamente declaró que ninguno de los dos pretendientes era el legítimo primado de Inglaterra, y nombró en su lugar a Esteban Langton. Juan se negó a aceptar la decisión del Papa, quien primero lo excomulgó y después lo declaró depuesto, y convocó a una cruzada contra él. Esa cruzada le fue confiada a Felipe Augusto, el viejo enemigo de Inglaterra, quien rápidamente se dispuso a hacer efectivo el decreto papal. En tales circunstancias, y temeroso de que muchos de sus propios súbditos no le eran leales, Juan Sin Tierra se apresuró a hacer las paces con el Papa, se sometió a sus órdenes e hizo de todo su reino un feudo del papado, como antes lo había hecho Constancia con el reino de Sicilia. Inocencio aceptó la sumisión de Juan, detuvo la cruzada que Felipe preparaba, y a partir de entonces defendió a su nuevo aliado. Esto se hizo particularmente necesario cuando los nobles ingleses, con el apoyo de Esteban Langton, obligaron a Juan a firmar la Carta Magna, en la que se limitaban los poderes reales frente a la nobleza. Inocencio declaró que se trataba de una usurpación de poder. Pero todas sus medidas no bastaron para obligar a los nobles a desistir de su actitud.
En España, Inocencio intervino repetidamente a través de su legado Rainero. Pedro II el Católico, rey de Aragón, trató de casarse con la hermana de Sancho VII de Navarra. A ello se opuso Inocencio, pues había cierto grado de parentesco entre ambas familias. Poco después, Pedro el Católico fue coronado en Roma, en la iglesia de San Pancracio, a condición de que inmediatamente se dirigiera a la iglesia de San Pedro y allí se declarara vasallo del Papa, e hiciera de todo el reino de Aragón feudo papal. Aunque esto causó gran resentimiento en Aragón, fue un gran triunfo para Inocencio, quien pretendía que todos los territorios conquistados de los infieles le pertenecían al papado. Una de las ironías de la historia es que este rey de Aragón, a quien se conoce como “el Católico”, murió en la cruzada contra los albigenses, al luchar de parte de los herejes y contra las tropas enviadas por el Papa.
Cuando Alfonso IX de León trató de sellar su amistad con Castilla casándose con Berengaria, la hija de su primo hermano Alfonso VIII de Castilla, Inocencio amenazó con poner ambos reinos en entredicho. Castilla se libró de esa amenaza cuando su rey se declaró dispuesto a recibir de nuevo a Berengaria. Pero el de León persistió en su matrimonio, del que tuvo cinco hijos. Cuando los obispos de Castilla y León lo convencieron de que la política de poner a León en entredicho servía para fortalecer la causa musulmana, Inocencio abrogó el entredicho, pero excomulgó al rey de León, y prohibió que se celebrasen los sacramentos en cualquier ciudad donde el Rey estuviese presente. Tras largos años de tensiones entre León y Roma, Berengaria se retiró a Castilla. Los hijos nacidos de aquel matrimonio condenado por la iglesia fueron declarados legítimos. Y otra de las ironías de la historia es que uno de ellos, Fernando III de Castilla y León, a la postre recibió el título de santo.
Los casos que hemos citado son sólo unos pocos ejemplos de la política internacional de Inocencio. Su autoridad se hizo sentir en Portugal, Bohemia, Hungría, Dinamarca, Islandia, y hasta Bulgaria y Armenia. Cuando, aun contra las órdenes del Papa, la Cuarta Cruzada tomó a Constantinopla e instauró en ella una iglesia y un imperio latinos, la autoridad de Inocencio se extendió también a esa ciudad.
Pero esto no fue todo. Bajo su pontificado se fundaron las dos grandes órdenes de los franciscanos y dominicos, tuvo lugar la gran batalla de las Navas de Tolosa, que fue el punto culminante de la reconquista española, y se emprendió la cruzada contra los albigenses.
El punto culminante de toda esta obra fue el IV Concilio Laterano, que se reunió en el 1215. Ese concilio promulgó por primera vez la doctrina de la transubstanciación, según la cual en el acto de consagración el pan y el vino de la comunión se transforman substancialmente en el cuerpo y la sangre de Cristo.
Además, fueron condenados los valdenses, los albigenses y las doctrinas de Joaquín de Fiore. Se decretó la inquisición episcopal, que ordenaba a cada obispo investigar las herejías que pudiera haber en su diócesis, y extirparlas. Se prohibió instituir nuevas órdenes religiosas con nuevas reglas monásticas. Se ordenó que se establecieran escuelas en todas las catedrales, y que en ellas se ofreciera educación a los pobres. Se prohibió que los clérigos participaran del teatro, los juegos, la caza y otros pasatiempos semejantes. Se requirió la confesión de pecados por parte de todos los fieles, que debía tener lugar por lo menos una vez al año. Se proscribió la introducción de nuevas reliquias sin aprobación papal. Se dictaminó que los judíos y musulmanes llevaran ropas especiales, para distinguirlos de los cristianos. Se les prohibió a los sacerdotes cobrar por la administración de los sacramentos. Y se tomaron otras muchas medidas semejantes.
Si se tiene en cuenta que todo esto lo hizo el Concilio en tres sesiones de un día cada una, resulta claro que quien tomó todas estas medidas no fue la asamblea, sino Inocencio, quien utilizó al Concilio para refrendar las medidas que él había decidido tomar. Por todo esto, no cabe duda de que en Inocencio el ideal de una cristiandad unida bajo un solo pastor, el papa, se acercó a su realización. Por tanto, no ha de sorprendernos el que este papa llegara a decir, y muchos de sus contemporáneos creyeran, que el papa “se encuentra entre Dios y el ser humano; por debajo del primero y por encima del segundo. Es menos que Dios, y más que hombre. A todos juzga, y nadie le juzga”.
Los sucesores de Inocencio
Durante casi un siglo, los sucesores de Inocencio gozaron del prestigio que el gran papa había logrado. Sus sucesores inmediatos, Honorio III, Gregorio IX, Celestino IV e Inocencio IV, tuvieron que enfrentarse a las ambiciones de Federico II, a quien, como hemos visto, Inocencio III había hecho emperador. Pero Federico falleció en el 1250, y cuatro años más tarde, al morir su hijo Conrado IV, desapareció la dinastía de los Hohenstaufen. Desde el 1254 hasta el 1273 hubo una larga anarquía en Alemania, y el papado pudo continuar su política sin preocuparse por la intervención del Imperio. Ese interregno terminó cuando el papa Gregorio X pensó que la anarquía alemana redundaba en perjuicio de la iglesia, y apoyó la elección de Rodolfo de Habsburgo. Poco después, cuando era papa Nicolás III, este emperador declaró que el papado y sus territorios eran independientes del Imperio. Durante todo este período, el poder de Francia iba aumentando, y los papas se apoyaron repetidamente en él. También las órdenes mendicantes, al principio perseguidas por algunos soberanos, se hicieron cada vez más fuertes. El primer papa dominico fue Inocencio V, quien reinó breves días en 1276. El primero franciscano fue Nicolás IV, cuyo pontificado duró del 1288 al 1292.
A la muerte de Nicolás IV, los cardenales vacilaron en la elección. El ideal franciscano había penetrado sus rangos, y algunos pensaban que el nuevo papa debía encarnar esos ideales, mientras otros insistían en la necesidad de que fuese una persona conocedora de las intrigas y ambiciones del mundo. Por fin eligieron a Celestino V, un franciscano del bando de los “espirituales”. Cuando éste se presentó en Aquila, descalzo y montado sobre un asno, fueron muchos los que pensaron que las profecías de Joaquín de Fiore se estaban cumpliendo. Ahora comenzaba la nueva era del Espíritu, cuando la iglesia sería dirigida por el espíritu monástico. Pero Celestino, tras breve pontificado, decidió abdicar. Se presentó ante los cardenales, se despojó de sus insignias papales, se sentó en el suelo, y declaró que nada sería capaz de hacerlo cambiar de parecer. Su sucesor, Bonifacio VIII, comenzó a reinar en el siglo XIII, y murió en el XIV (1294–1303). En su bula Unam Sanctam, el ideal del papado omnipotente llegó a su máxima expresión:
Empero una espada debe estar bajo la otra, y la autoridad temporal debe estar sujeta a la potestad espiritual. […] Por tanto, si la potestad terrena se aparta del camino recto será juzgada por la espiritual. […] Empero si se aparta la suprema autoridad espiritual, sólo puede ser juzgada por Dios, y no por los humanos. […] Por otra parte declaramos, decimos y definimos que es de absoluta necesidad para la salvación que todas las criaturas humanas estén bajo el pontífice romano.
Pero a pesar de estas palabras altisonantes, fue precisamente durante el reinado de Bonifacio cuando se hizo patente que había empezado la decadencia del papado. La “era de los altos ideales” había terminado, y comenzaba la de los “sueños frustrados”.
González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 445–461). Miami, FL: Editorial Unilit.
