La sabelotodo

FEBRERO 24

La sabelotodo

Lectura bíblica: Mateo 23:1–12

Pero el que es mayor entre vosotros será vuestro siervo; porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. Mateo 23:11, 12

a1Nueva en su escuela, Nancy también era nueva en el club de periodismo. Durante años, apenas un puñado de chicos se ocuparon de publicar el periódico estudiantil, así que los socios del club hubieran estado encantados aun si la iguana en la biblioteca hubiera decidido hacerse socia. Pero Nancy era mucho mejor que ninguna iguana. Se notaba que era inteligente. Dibujaba historietas. Y presentaba ideas para que el periódico resultara más interesante.
Nancy se jactaba del magnífico periódico en su escuela anterior y repartía listas de maneras de mejorar las próximas ediciones. Al cabo de un mes, todos dependían de ella para dirigir todo. Y con todo el control que se estaba acaparando, Nancy podía haberse nombrado la Princesa del Periódico. Elegía todas las fotos, volvía a escribir los artículos y acaparaba la única computadora del club para producir un diseño gráfico perfecto. Cuando gritó que la edición del otoño tenía que ser en papel anaranjado fluorescente, la maestra consejera le dijo que se apaciguara.

Allí fue cuando Nancy se irritó, escribió una nota diciendo que el club era estúpido y se fue al equipo de ajedrez. Si Nancy no podía ser la mandamás, no quería participar.

Hay personas que no se sienten bien consigo mismas a menos que estén ejerciendo un control total sobre los demás. Están obsesionadas con la posición que alcanzan. Y cuando necesitan una inyección de autoestima, se apoderan del liderazgo en la escuela, la iglesia, los clubes y las amistades. No se contentan con estar disponibles y colaborar donde las necesiten. Tienen que “mostrar sus músculos” para sentirse importantes.

¿Y eso qué tiene de malo? Esto: Si tu identidad como hijo de Dios y tu valor para él se basa en la importancia que logras, es muy probable que te irá mal. La mayoría de las personas se rebelan cuando uno trata de controlarlas. La mayoría de los clubes no quieren un líder sabelotodo. Y la mayoría de los países sólo necesitan un solo presidente.

La Biblia es clara: Tu identidad no depende de la posición que logras. Dios no anda buscando personas que quieren acaparar el periódico estudiantil o gobernar el mundo. Jesús escogió como sus seguidores a hombres y mujeres comunes, y pasó por alto a los líderes religiosos rimbombantes por su posición e importancia propia.

Sea que el mundo piense que eres alguien o que no eres nadie, eres especial para Dios. Sea que obtengas grandes o pequeños logros, eres inestimable para él.

PARA DIALOGAR
¿Qué tiene que ver la posición o el poder que logras con el amor que Dios tiene para ti? ¿No es maravilloso que puedes dejar que Dios sea Dios?

PARA ORAR
Padre, tú controlas el universo. No necesitamos controlar nuestro mundo para impresionarte.

PARA HACER
¿De qué manera puedes compartir el control e incluir a todos en los clubes y equipos a los cuales perteneces?

McDowell, J., & Johnson, K. (2005). Devocionales para la familia. El Paso, Texas: Editorial Mundo Hispano.

LA GRAN OMISIÓN

LA GRAN OMISIÓN

Pablo Martini
Programa No. 2016-02-24
a1Es triste reconocerlo pero hoy en día se han tergiversado sutilmente los puntos esenciales que conforman el verdadero mensaje de Dios al hombre.  La Gran comisión del Señor Jesucristo se ha transformado en una Gran omisión, pues omite el espíritu real que gobernó la mente del Señor resucitado. “Id y predicad”, fue el desafío, nosotros lo hemos invertido: “Vengan y escuchen”, les decimos a las personas. Así no funciona. Pero algo aún más dramático ha ocurrido, porque aunque alguno sí van y predican, su prédica está carente también de la verdad. Así que están las dos clases, los que tienen el mensaje sano pero no van, y los que van pero con mensaje enfermo. Por las montañas de Judea resonaba claramente el discurso de Juan el Bautista que fue recogido por Jesús y esparcido por doce hombres sencillo: “Arrepentíos y convertíos”. Era un llamado a la entrega, a la renuncia, A LA MUERTE DEL YO para obtener la vida, la verdadera vida. Fue el llamado a la samaritana a entregar su cántaro vacío. A Nicodemo de abandonar prejuicios, a Saulo de rendirse a Su voluntad.

Hoy no es así. Hoy se invita a las personas a recibir la bendición de Dios. ¡Ven y obtiene tu milagro!!! Siembra la semilla de la fe y obtendrás cien veces más… ¿Qué pasó? El antiguo enemigo, la misma trampa, los mismos resultados. Si Satanás no logró silenciar a los mensajeros entonces se dedicó a pervertir el mensaje, a él le da lo mismo. El Reino de Dios no avanzará con mensajes sanos pero con mensajeros mudos así como tampoco avanzará con mensajeros que pregonan a viva voz un mensaje enfermo. Pero hay, como en todas las épocas, un remanente de hombres y mujeres fieles que salen a sembrar la buena semilla. No te dejes engañar. La verdadera vida de Dios comienza en una cruz, tu cruz, tu muerte, tu entrega; el
resto viene por añadidura.

PENSAMIENTO DEL DÍA

Si Satanás no logró silenciar a los mensajeros entonces se dedicó a pervertir el mensaje, a él le da lo mismo.

AUN EN LA BASURA NACE EL AMOR

24 feb 2016

AUN EN LA BASURA NACE EL AMOR

por el Hermano Pablo

 

a1Eran dos montones de basura. Dos montones de sufrimiento. Dos montones de fracaso. Dos montones de abandono. Él se llamaba Juan Bojorque, y tenía sesenta y un años de edad. Ella, Sandy Estrada, y tenía cincuenta y uno. Ambos vivían en los basureros de una de las capitales del mundo.

Desocupados los dos, marginados los dos, sin recursos los dos, se juntaron para calentarse una noche de frío, y allí nació el amor; porque el amor puede nacer en cualquier parte, incluso en un basurero. Unos meses después, el clérigo Lorenzo Martín los unió en matrimonio. «El amor es como un lirio —expresó el sacerdote—. Puede nacer aun en el fango.»

Caso interesante. Dos personas, arrojadas a los basureros por los fracasos de la vida, sin dinero, sin empleo, sin esperanza, se conocen una noche de intenso frío. Con sólo mirarse a los ojos ya saben que, para siempre, serán el uno para el otro. Y al fin se casan, delante de Dios y de la ley. Seguirán, quizá, sufriendo las desventuras de la vida, pero como marido y mujer.

El amor no siempre nace en lujosos salones, bailando valses vieneses y bebiendo champaña francesa. Es interesante que el proverbista Salomón ya había previsto el hecho de que la pobreza no es obstáculo para amarse. He aquí sus palabras: «Más vale comer verduras sazonadas con amor que un festín de carne sazonada con odio» (Proverbios 15:17).

Juan Bojorque y Sandy Estrada tal vez siguieran comiendo las legumbres marchitas que encontraran en los desperdicios de los restaurantes, pero se amaban, y por eso les sabría como faisán al horno.

El amor es la esencia de la vida. Desgraciadamente el amor bueno e inmutable ha perdido su lugar en una sociedad donde la lascivia y la lujuria predominan. Pero no ha perdido, ni puede nunca perder, su refulgencia y su gloria, precisamente por su carácter íntegro, puro y santo.

Amor así no viene por sí solo. Hay que cultivarlo y hay que sustentarlo. Pero ese es el amor que une profundamente al hombre y a la mujer, que dignifica el matrimonio y que honra a Dios. Es también el amor que sobrelleva la enfermedad, que soporta la pobreza y que sobrevive toda tempestad.

A todo esposo y a toda esposa les conviene vivir esa clase de amor. Dios quiere que el amor de toda pareja sea así, y Él desea, intensamente, dárselo a cada una. Él hará que su matrimonio sea uno de armonía y permanencia, y transformará su unión en remanso de paz. Pero los dos cónyuges, juntos, tienen que desearlo y pedirlo. Más vale que lo hagan hoy mismo.

¿Ha caído alguna vez en el valle de la calamidad económica, o la calamidad personal, o la calamidad espiritual? ¿Cómo se ha sentido? ¿Le gustaría salir de allí?

CONSULTORIO BÍBLICO

PROGRAMA NO. 2016-02-23
David Logacho
Saludos cordiales amable oyente. Gracias por su sintonía a este programa. Bienvenida, bienvenido al estudio bíblico de hoy. Esta serie de estudios bíblicos tiene que ver con las vicisitudes de la vida. A estas vicisitudes de la vida las hemos llamado valles. En lo que va de esta serie, ya hemos hablado sobre el valle de la duda y el valle de la depresión. En esta ocasión trataremos acerca del valle de la calamidad. ¿Ha caído alguna vez en el valle de la calamidad económica, o la calamidad personal, o la calamidad espiritual? ¿Cómo se ha sentido? ¿Le gustaría salir de allí? Pues, entonces siga en nuestra sintonía.
¿Ha sufrido alguna vez el embate de alguna calamidad? A lo mejor en el área económica cuando el dinero se acaba antes que se acabe el mes, o cuando un banco amenaza con embargar sus bienes por falta de cumplimiento en el pago de alguna deuda. O a lo mejor en lo personal, cuando ha sufrido un accidente o cuando le ha atacado alguna enfermedad perniciosa, o cuando la fuerza de la naturaleza ha arremetido con furia en forma de terremoto o inundación o tornado. O a lo mejor en el área espiritual, cuando todo lo que ha creído se ha venido abajo y de pronto se encuentra sin saber en qué creer. Si ha sufrido alguna de estas calamidades, quiero decirle que no está solo. Existen muchos que también han sufrido calamidades así y probablemente en mayor grado que lo que usted ha padecido o está padeciendo. En todo caso, para toda persona que ha caído en el valle de la calamidad, existe una esperanza firme en las páginas de la palabra de Dios. En esta ocasión, estudiaremos el caso de una mujer que sufrió el impacto de la calamidad económica, pero supo reponerse de ello. Vemos como ocurrió. La historia se encuentra en el libro de 2 Reyes, capítulo 4, versículos 1 a 7. Consideremos en primer lugar la naturaleza de la calamidad. 2 Reyes 4:1 dice: Una mujer, de las mujeres de los hijos de los profetas, clamó a Eliseo, diciendo: Tu siervo mi marido ha muerto; y tú sabes que tu siervo era temeroso de Jehová; y ha venido el acreedor para tomarse dos hijos míos por siervos.Aquí lo tenemos. Se trata de una mujer, no sabemos su edad, que era esposa de un profeta de Israel. Del profeta sabemos que era un hombre que vivía en estrechez económica, al punto que tuvo que endeudarse para atender las necesidades básicas de él y su familia. Por alguna razón que la Biblia no revela, este profeta murió. Esto fue un peldaño más en la inexorable caída de la viuda al valle de la calamidad económica. La viuda tenía que afrontar no sólo las necesidades actuales de la familia, sino también tuvo que asumir las deudas de su difunto esposo. Para complicar aun más las cosas, el acreedor no era una persona comprensiva ni compasiva, sino totalmente intratable e intransigente. Para este acreedor, la situación era simple. O me paga lo que me debe o me llevo a sus dos hijos en calidad de esclavos. La pobre viuda no sabía qué hacer. La calamidad económica se había ensañado contra ella. En esas difíciles condiciones, la infortunada viuda recurrió al gran profeta Eliseo, quien tenía en gran estima al difunto profeta, porque en vida, esta profeta, era temeroso de Jehová. En el clamor de la viuda se nota la profunda angustia de su alma afligida. Inmediatamente Eliseo entra en acción. Eliseo sugiere la manera como contrarrestar la calamidad económica. Veamos lo que sucedió. 2 Reyes 4:2-4 dice: Y Eliseo le dijo: ¿Qué te haré yo? Declárame qué tienes en casa. Y ella dijo: Tu sierva ninguna cosa tiene en casa, sino una vasija de aceite,

2 Ryes 4:3 El le dijo: Ve y pide para ti vasijas prestadas de todos tus vecinos, vasijas vacías, no pocas.
Entra luego, y enciérrate tú y tus hijos; y echa en todas las vasijas, y cuando una esté llena, ponla aparte.

Hay tanto para aprender de aquí. Eliseo atiende el pedido de la viuda. Pregunta a la viuda: ¿Qué te haré yo? Casi puedo ver el signo de interrogación en el rostro de la pobre viuda. Lo único que ella sabía es que necesitaba dinero inmediatamente para pagar las deudas y librar a sus hijos de la esclavitud, pero no tenía la más mínima idea de cómo conseguir ese dinero. Ante esto, Eliseo dice a la viuda: Declárame qué tienes en casa. La viuda no puede ocultar la triste realidad de su calamidad económica. Todo lo que tenía, quizá lo vendió para obtener dinero para pagar la deuda. Sólo le quedaba una vasija con aceite. Con esta información Eliseo instruye a la viuda a ir y pedir prestado a todos sus vecinos la mayor cantidad de vasijas vacías que pueda. Luego, tenía que encerrase en su casa con sus hijos y comenzar a echar el aceite de la vasija que ella tenía, en las vasijas vacías que había conseguido. Al hacerlo se iba a operar un milagro. De esa sola vasija de aceite que la viuda tenía iba a salir tanto aceite como para llenar todas las vasijas vacías. Detengámonos aquí para considerar algunas cosas importantes. Notamos que Eliseo preguntó a la viuda qué es lo que tenía en casa y la viuda respondió: Una vasija de aceite. Esto nos muestra que Dios quiere que usemos lo que tenemos a la mano para salir de la calamidad económica que enfrentamos. A veces decimos: Ah… si tan solo tuviera tal o cual cantidad de dinero, podría salir de mi triste situación económica. O, ah… si estuviera en tal o cual lugar, podría salir de mi triste situación económica. Pero con la viuda no aconteció así. Ella tenía sólo una vasija de aceite y de aquí Dios hizo el milagro. Usted también amable oyente, debe tener su propia vasija de aceite en su casa. No sé lo que será. Quizá alguna habilidad manual para hacer algo, o un lote de terreno, o una máquina de coser, o alguna herramienta para trabajar. Pues, si quiere salir de su atolladero económico, comience a usar lo que tenga más a la mano en plena dependencia del Señor. El Señor hará también prosperar esa actividad para permitir que salga de su calamidad económica. No sea como un amigo mío, quien se quedó sin trabajo, y por años se pasó de vago en su casa, aduciendo que si no encontraba un trabajo como el que había tenido antes, no iba a trabajar en nada. Claro, en cuestión de meses su economía se vino al suelo. Gracias a Dios que después entendió que él también tenía su propia vasija de aceite a la mano, para partiendo de allí producir lo necesario para él y su familia. También notamos que Eliseo dio instrucciones para que el milagro se realice a puerta cerrada. Eliseo no quería correr el riesgo que la gloria por el milagro sea para él o para la viuda y sus hijos. La gloria debe ser solamente para Dios y la ausencia de espectadores ávidos de ver lo sobrenatural garantizaba eso. ¿Qué aconteció después? Leamos lo que dice 2 Reyes 4:5-7. Y se fue la mujer, y cerró la puerta encerrándose ella y sus hijos; y ellos le traían las vasijas, y ella echaba del aceite.

2 Reyes 4:6 Cuando las vasijas estuvieron llenas, dijo a un hijo suyo: Tráeme aún otras vasijas. Y él dijo: No hay más vasijas. Entonces cesó el aceite.

2 Reyes 4:7 Vino ella luego, y lo contó al varón de Dios, el cual dijo: Ve y vende el aceite, y paga a tus acreedores; y tú y tus hijos vivid de lo que quede.

Fascinante final, amable oyente. Bien por la viuda. No preguntó detalles a Eliseo, no dudó en ningún momento. Sólo obedeció la palabra. Dios le premió con la realización del milagro. Allí encerrada con sus hijos, comenzó la operación multiplicación. Tomó su vasija con aceite y vertió el aceite en otra vasija totalmente vacía. Esta vasija se llenó. Pidió otra vasija e hizo lo mismo. Esta también se llenó. Así sucesivamente hasta que se terminaron todas las vasijas vacías. Uno de sus hijos informó que ya no quedaban más vasijas. Solamente allí cesó de fluir aceite de la vasija de la viuda. Qué maravilloso portento. Dios honró la sencilla fe de esta viuda y sus hijos. La viuda contó todo a Eliseo y pidió instrucciones. Eliseo dijo: Vende el aceite y con una parte de la venta, paga a tus acreedores y con la otra parte vive tú y tus hijos. La mujer dejó atrás el valle de la calamidad económica. Si eso pasó con esta viuda, amable oyente, también puede pasar con usted. Pero para eso necesita estar en dependencia de Dios por medio de su palabra y la oración, así como la viuda estaba en dependencia de Eliseo. Usted también necesita tener fe en Dios, una fe tan sencilla que simplemente hace lo que Dios pide sin preguntar ni qué ni por qué. Y Dios hará el milagro para que salga de su calamidad económica. No pierda la esperanza. Confíe en Dios y él lo hará.

La cumbre del papado 43

La cumbre del papado 43

Tú eres tanto el heredero como la herencia del mundo. [… ] Pero creo que lo que has recibido no es su posesión, sino su administración. [… ] Lo que más temo que pueda sucederte no es el veneno o la espada, sino los deseos de señorear.

Bernardo de Claraval a Eugenio Ill

a1En el capítulo III seguimos la historia del papado y sus conflictos con el poder imperial, hasta el momento en que Calixto II y Enrique V llegaron al Concordato de Worms. Calixto murió en el 1124, y Enrique en el 1125. Puede decirse que a partir de entonces el papado irá engrandeciendo su poder, al mismo tiempo que el del Imperio se irá eclipsando. Ese proceso, empero, no será continuo, sino que cada partido tendrá sus fluctuaciones, hasta que el papado llegue a la cumbre de su poder con Inocencio III.

El papado bajo el ala de San Bernardo

A la muerte de Calixto, dos poderosas familias romanas, los Frangipani y los Pierleoni, se disputaron el poder. Cada una eligió su propio papa, pero afortunadamente el candidato de los Pierleoni renunció a fin de evitar el cisma. El papa restante, Honorio II, se aseguró de la legitimidad de su elección al renunciar a su vez, para ser elegido de nuevo por los cardenales. Poco después, al morir Enrique V, el trono imperial quedó vacante, y la sucesión en disputa. Honorio apoyó a Lotario de Sajonia, quien prometía respetar el Concordato de Worms.

Cuando a la postre la paz del Imperio se restauró, el papado quedó en buena posición, pues el Emperador le debía a Honorio buena parte de su éxito.

Empero la muerte de Honorio trajo un nuevo cisma. Un grupo de cardenales eligió a Inocencio II, mientras otro (al parecer la mayoría) nombró a Anacleto II. Este último contaba con el apoyo de los Pierleoni y del duque de Sicilia. Inocencio, por su parte, era el papa de los Frangipani y del Emperador. Ambos partidos se apresuraron a buscar el reconocimiento de los demás países.

En Francia, el rey Carlos el Gordo convocó un concilio que se reunió en Etampes, y que pronto requirió la presencia del famoso abad de Claraval, Bernardo. Este acudió en obediencia al mandato del Rey y los prelados, quienes entonces le declararon que habían decidido unánimemente confiarle a él la decisión acerca de quién era el papa legítimo. Sobre el monje que había deseado dedicarse a la vida contemplativa de María recaían ahora las más graves responsabilidades de Marta. Bernardo falló a favor de Inocencio, y todo el reino aceptó su decisión.

Cuando huyó de Roma, donde el poder de los Pierleoni era una amenaza constante, Inocencio fue a Francia, donde fue recibido con toda pompa por el Rey. Aquel exilio del Papa en Francia era uno de los primeros atisbos de lo que sucedería siglos después, cuando el papado quedaría supeditado a los intereses franceses. Pero por lo pronto lo que sucedió fue que Inocencio comenzó una marcha triunfal que a la postre destruiría a su rival.

Enrique I de Inglaterra no había decidido todavía qué partido tomar. Sus prelados le aconsejaban apoyar a Anacleto, en parte porque el rey de Francia apoyaba a Inocencio, y los dos países vivían en constante tensión. Pero Bernardo se dirigió a Enrique, le hizo ver que tales consideraciones no eran válidas cuando se trataba de cuestiones espirituales, y añadió que, si lo que le preocupaba era el posible pecado de apoyar al papa indebido, “ocúpate de tus otros pecados, y ése caiga sobre mi cabeza”. Contra los que parecían ser sus mejores intereses, el rey de Inglaterra se declaró a favor de Inocencio.

De Alemania se esperaba que el Emperador apoyara a Inocencio, y la confirmación llegó mientras éste estaba en Francia, en compañía de Bernardo. Tras coronar en Reims al rey de Francia y a su hijo, Inocencio partió hacia Alemania. En el camino, todas las grandes ciudades le abrieron las puertas, y le rindieron homenaje. Junto a él, compañero inseparable, marchaba Bernardo. Al llegar a Alemania, Lotario los recibió con toda clase de honores. Su propósito era aprovechar la difícil situación en que Inocencio se encontraba para deshacer el Concordato de Worms, y volver a reclamar el derecho de investidura. Al parecer, el Papa vaciló, al verse en manos del Emperador. Pero Bernardo se enfrentó al soberano, y con la sola autoridad de su persona y su prestigio lo obligó a desistir de su propósito.

El único lugar donde Inocencio no fue recibido con gran pompa y alboroto fue la abadía de Claraval. Allí no resonaron las campanas, ni los monjes se vistieron de gala, ni brilló el oro. Al contrario, todo siguió su curso, y se cuenta que muchos de los monjes ni siquiera levantaron la vista del suelo para ver al Papa. La pompa era necesaria para impresionar a los señores del mundo. Pero los monjes de Claraval no necesitaban de ella para honrar al sucesor de un pescador galileo, al representante del carpintero que entró en Jerusalén montado sobre un asno.

Por fin, en el 1133, con el apoyo de las tropas imperiales, Inocencio pudo regresar a Roma por unos pocos meses. Allí coronó a Lotario en el Laterano. Pero cuando éste y la mayor parte de sus ejércitos regresaron a Alemania, Inocencio se retiró a Pisa, donde pasó más de tres años. Aunque no residía en Roma, casi toda Europa lo reconocía como el legítimo papa, y sólo Roma y el sur de Italia reconocían a Anacleto. En el 1137, con la ayuda del Emperador, Inocencio pudo regresar a Roma. En el castillo de San Angel, Anacleto resistía todavía, pero se encontraba cada vez más aislado. A su muerte en el 1138, los Frangipani hicieron elegir otro sucesor, Víctor IV, cuyas pretensiones papales no duraron mucho, pues no cabia duda de que los partidarios de Inocencio habían vencido.

Lotario había muerto a fines del 1137, y Alemania se encontraba dividida entre el partido de los Hohenstaufen y el de la casa de Baviera. Por diversas razones, el bando de los Hohenstaufen recibió el nombre de “gibelinos”, y el bando opuesto fue el de los “güelfos”. Esta división se reflejó inmediatamente en Italia, donde los güelfos eran el partido papal. Cuando Conrado III Hohenstaufen por fin logró posesionarse del trono, los güelfos italianos, con el apoyo de Inocencio, continuaron tratando de socavar el poder imperial en el norte de Italia. Con ese propósito, el Papa apoyó el movimiento republicano, inspirado en las enseñanzas de Arnaldo de Brescia, que se esparcía por la región. Con gran alborozo de los güelfos, varias ciudades imperiales se rebelaron, y se proclamaron repúblicas.

A la postre esta política redundó en perjuicio del Papa, pues las ideas de Arnaldo fueron penetrando en el centro de Italia, donde se encontraban los estados pontificios. Uno de éstos, la ciudad de Tívoli, se declaró independiente del poder papal, y se organizó al estilo republicano. Los romanos, bajo el mando de Inocencio, atacaron y vencieron a Tívoli. Pero cuando el Papa se negó a permitirles que saquearan la ciudad, el pueblo de Roma se reunió en el Capitolio y se constituyó en república, bajo un senado electo por el pueblo. Al mismo tiempo que reconocían la autoridad espiritual del papa, le negaban el poder temporal. Y apelaron al Emperador para que regresara a Roma y restaurara el verdadero Imperio Romano, con su capital en la Ciudad Eterna y el papado bajo él.

Inocencio murió antes de poder responder al reto de los republicanos, y su sucesor fue Celestino II, de quien, por ser amigo de Arnaldo de Brescia, se esperaba que pudiera llegar a un entendimiento con los republicanos. Pero murió a los pocos meses. El próximo papa, Lucio II, buscó el apoyo de Rogerio de Sicilia, quien deseaba que el Papa lo coronara rey. Los republicanos, por su parte, se aliaron a la familia de los Pierleoni, a uno de cuyos miembros dieron el título de “patricio”, y se negaron a concederle al papa autoridad temporal alguna. Lucio murió de una pedrada, cuando sus tropas atacaban el Capitolio.

Su sucesor, Eugenio III, sorprendió al mundo. La razón por la que fue elegido era que nadie quería ser papa en medio de aquella turbulenta situación; y Eugenio, un viejo abad cisterciense amigo de Bernardo, no parecía tener la fuerza ni la firmeza necesarias para enfrentarse a los republicanos. Allende los Alpes, Bernardo recibió con disgusto la noticia de la elección de su amigo al pontificado. Pero a pesar de ello le envió un largo tratado en el que le aconsejaba acerca de cómo debía conducirse en su oficio. Por su parte, Eugenio III reunió las tropas de varias ciudades cercanas y derrotó a los romanos, en cuyo auxilio había acudido el propio Arnaldo de Brescia con un contingente suizo. Eugenio entró en Roma, cuyos ciudadanos se declararon prontos a obedecerlo siempre que traicionara a sus antiguos aliados. Antes de hacer tal cosa, Eugenio se retiró de la ciudad, primero a Viterbo y después a Siena. Desde allí continuó dirigiendo la vida de la iglesia en Europa, siempre con la ayuda de Bernardo, quien a la sazón se encontraba predicando la Segunda Cruzada, sirviendo de árbitro entre reyes y arzobispos, y conmoviendo a Europa con su verbo inflamado. Pero el gran logro de Eugenio fue socavar la popularidad de Arnaldo y de la república. Debido a la revolución que había tenido lugar, Roma no gozaba del prestigio y las ventajas económicas de ser el centro religioso de Europa, y muchos romanos comenzaban a mostrar resentimiento hacia los jefes republicanos. Mientras tanto, Eugenio se ganaba las simpatías del pueblo. Puesto que la república no le negaba el título de obispo de la ciudad, sino sólo el poder temporal, el Papa regresó a Roma en dos ocasiones, y se ganaba cada vez más la aprobación popular mediante su mansedumbre, rectitud y paciencia. A su muerte en el 1153, la república se sostenía con dificultad.

Bajo la sombra de Federico Barbarroja

Poco antes de la muerte de Eugenio, falleció también el emperador Conrado III, y le sucedió Federico I Barbarroja, el más grande emperador que Europa había conocido desde tiempos de Carlomagno. Mientras Federico ocupó el trono, el papado se movió bajo la sombra de ese gran monarca, cuya ambición parecía no tener límites. Tras el breve pontificado de Anastasio IV, ocupó la cátedra de San Pedro Adriano IV, el único inglés que haya logrado tal dignidad. Cuando en un tumulto en Roma uno de los cardenales fue muerto, Adriano colocó a la ciudad en entredicho. Privada de toda función eclesiástica, la vieja capital de la iglesia no tardó en capitular. Además, comenzaba a cansarse de Arnaldo y sus seguidores, muchos de los cuales eran extranjeros. A la postre, la república fue abolida, Arnaldo partió al exilio, y Adriano entró triunfalmente en la ciudad. Poco después, Arnaldo fue capturado y devuelto a Roma donde, por temor a una rebelión popular, el Papa y los suyos lo mataron y arrojaron sus cenizas al Tíber.

En el entretanto, Federico Barbarroja, al frente de un gran ejército, había cruzado los Alpes para reclamar el título de rey de Italia. Todas las ciudades republicanas del norte se le sometieron, y los republicanos de Roma le enviaron una delegación pidiéndole su apoyo frente a Adriano. Esa solicitud fue un error, pues Federico no sentía simpatía alguna por la causa republicana, y despidió airadamente a los delegados. Entonces marchó hacia Roma, donde fue coronado por Adriano.

Pero los romanos se resistían a la autoridad imperial, y en el conflicto resultante varios centenares de ellos fueron muertos. Cuando Federico decidió regresar a Alemania, Adriano se vio obligado a partir de Roma, para nunca más volver. Aunque el resto de Europa, tratando de contrarrestar el creciente poder de Federico, acataba su autoridad pontificia, la entrada a Roma le estaba vedada.

Comenzó así una pugna sorda entre el Papa y el Emperador, en la que cada uno de los contendientes alentaba el movimiento republicano en los territorios de su contrincante. Al tiempo que Adriano apoyaba el movimiento republicano en la región de Lombardía, donde las ciudades trataban de independizarse del Imperio, el Emperador favorecía sentimientos semejantes entre el pueblo romano.

Alejandro III, el sucesor de Adriano, tuvo que enfrentarse a un antipapa elegido por los partidarios del Emperador. Este convocó un gran concilio en el que se decidiría cuál era el verdadero papa. Alejandro se negó a asistir, y declaró que el Emperador no tenía tal autoridad. Su rival, que había tomado el nombre de Víctor IV, accedió a los deseos imperiales, y por tanto el concilio depuso a Alejandro y declaró que Víctor era el papa legítimo. Empero el resto de Europa no le hizo caso al concilio imperial. Sólo el Imperio y los países donde su poder se hacia sentir (Hungría, Bohemia, Noruega y Suecia) tomaron el partido de Víctor, mientras que el resto de Europa, así como el Imperio Bizantino y el Reino de Jerusalén, se declararon a favor de Alejandro. En Italia, el conflicto era general, y las ciudades se declaraban a favor de uno u otro papa según las tropas imperiales estuvieran cerca o no.

Dado el caos que reinaba en Italia, Alejandro partió hacia Francia, donde recibió el homenaje del rey de ese país y del de Inglaterra. A la muerte de Víctor IV, quienes lo habían apoyado eligieron otro antipapa, que tomó el nombre de Pascual III; y a la muerte de éste lo sucedió Calixto III. Cuando por fin Alejandro decidió regresar a Roma, el clero y el pueblo lo recibieron alborozados. Pero poco después Federico atravesó los Alpes y atacó la ciudad, y el Papa tuvo que escapar disfrazado.

El triunfo del Emperador y de su partido parecía definitivo, cuando se desató una terrible epidemia entre sus soldados, quienes murieron por millares. Las ciudades de Lombardía aprovecharon la ocasión para rebelarse. Los restos del ejército imperial a duras penas lograron atravesar los Alpes y refugiarse en Alemania, en tanto que su jefe, como antes lo había hecho el Papa, huía disfrazado. Cuando, tres años más tarde, Federico regresó a Italia con un nuevo ejército, la Liga Lombarda era tan poderosa que lo derrotó en la batalla de Legnano.

En tales circunstancias, no le quedó más remedio a Federico que hacer las paces con Alejandro. El antipapa Calixto III, carente de todo apoyo, abdicó. Con benevolencia ejemplar, Alejandro lo perdonó, y pronto le confió cargos de importancia. El pueblo romano, por su parte, le pidió al Papa que de nuevo fijara su residencia en Roma. Durante toda esta lucha, la vieja ciudad había perdido buena parte de su prestigio y sus ingresos, que dependían de tener en ella a la cabeza de la cristiandad occidental.

Alejandro entró de nuevo en Roma en medio de grandes ceremonias y festejos. Una vez dueño del poder eclesiástico, convocó un concilio que promulgó toda una serie de edictos, para continuar así la vieja reforma de Hildebrando, que había quedado interrumpida por tanto tiempo.

Alejandro murió en el 1181, y los próximos cinco papas fueron personajes de poca distinción. Lucio III tuvo que huir de Roma, que se rebeló de nuevo. Urbano III el Turbulento fue a la vez papa y arzobispo de Milán, donde se dedicó a fomentar la causa republicana. En el entretanto, el emperador Federico dio un golpe diplomático de gran importancia, al casar a su hijo Enrique con la heredera del trono de Sicilia. Hasta entonces, Sicilia había sido el último recurso de los papas contra las pretensiones de los emperadores. Pero ahora la casa de los Hohenstaufen poseía también ese reino. El próximo papa, Gregorio VIII, reinó sólo dos meses, y el hecho más notable de su pontificado fue la noticia de la caída de Jerusalén, que pocos días antes había sido tomada por Saladino. Lo sucedió Clemente III, quien pudo regresar a Roma, cuya población una vez más se había cansado del gobierno republicano.

Durante su pontificado Federico Barbarroja pereció ahogado, según hemos dicho al tratar acerca de la Tercera Cruzada. Celestino III, el quinto de esta rápida sucesión de papas, coronó emperador a Enrique VI, el hijo de Federico y rey de Sicilia. Enrique era un hombre cruel y ambicioso, que soñaba con restaurar el viejo Imperio Romano y destruir lo que él llamaba “el papado gregoriano”. A pesar de encontrarse casi rodeado de territorios imperiales, Celestino tuvo el valor de excomulgar a Enrique. La lucha abierta parecía inevitable, y sólo se postergó porque el Emperador tenía otros intereses más urgentes, y murió antes de poder responder al reto lanzado por el Papa. Dejaba como heredero a un niño de brazos, Federico. Tres meses después, Celestino murió.

Inocencio III

Puesto que el Imperio se encontraba desorganizado por razón de la muerte inesperada de Enrique, los cardenales romanos pudieron elegir al nuevo papa sin intervención secular, y sin que se produjera un cisma. El nuevo papa, que a la sazón contaba treinta y siete años de edad, tomó el nombre de Inocencio III, y fue el pontífice más poderoso que haya jamás ocupado la cátedra de San Pedro.

La viuda de Enrique, Constancia, temía que las diversas facciones que pronto surgieron en Alemania trataran de destruir a su hijo Federico, heredero de la corona de Sicilia. Para evitarlo, colocó al niño y su reino bajo la protección de Inocencio, e hizo de Sicilia un feudo del papa. De ese modo se deshacía la amenaza que ese reino había representado para el papado en tiempos de Enrique VI.

La corona imperial, que también había pertenecido al difunto Enrique, no era hereditaria, y por tanto pronto surgió la discordia en Alemania. El hijo de Enrique, Federico, era demasiado joven para ser emperador. Por tanto, los partidarios de la casa de los Hohenstaufen eligieron a Felipe, hermano de Enrique. Pero sus contrarios nombraron a Otón, quien pronto contó con el apoyo de Inocencio. El hecho indudable era que Felipe tenía más derecho al trono, y que su elección había sido en regla. Pero a pesar de ello el Papa se le opuso, y declaró que, según las Escrituras, Dios visita el pecado de los padres sobre los hijos, y que Felipe procedía de la casa corrompida y repetidamente excomulgada de los Hohenstaufen. Además, decía Inocencio, el papa tiene autoridad sobre el emperador.

Así como Dios el creador del universo estableció dos grandes luminarias en el firmamento, la mayor para que presidiese sobre el día, y la menor para que presidiese en la noche, así también estableció dos grandes luminarias en el firmamento de la Iglesia universal. […] La mayor para que presida sobre las almas como días, y la menor para que presida sobre los cuerpos como noches. Estas son la autoridad pontificia y la potestad real. Por otra parte, así como la Luna recibe su luz del Sol, […] así también la potestad real recibe de la autoridad pontificia el brillo de su dignidad.

Sobre esa base, Inocencio pretendía tener autoridad para determinar quién debía ser emperador, y por tanto declaró que Otón era el pretendiente legítimo. El resultado fue una cruenta guerra civil que duró diez años, y en la que Felipe parecía llevar la mejor parte cuando fue asesinado. Otón quedó como dueño de Alemania, y la guerra parecía haber terminado.

Pero el nuevo emperador no tardó en romper con el papa que por tanto tiempo lo había apoyado. Una vez más la causa de la ruptura fue la cuestión de la soberanía sobre las ciudades italianas, en las que el Emperador quería hacer valer su autoridad. Poco después de su coronación en Roma, sus relaciones con Inocencio comenzaron a hacerse cada vez más tirantes. El Emperador decidió apoderarse de Nápoles y de Sicilia, que teóricamente le pertenecía al Papa, pues el rey Federico, como hemos dicho, era su vasallo. Al mismo tiempo, comenzó a alentar al viejo partido republicano en Roma.

En respuesta, Inocencio excomulgó al Emperador, lo depuso, y declaró que el legítimo heredero de Enrique VI era el joven Federico. Con el apoyo del Papa, Federico atravesó los Alpes, se presentó en Alemania, y le arrebató la corona imperial a su tío, que había querido quitarle la de Sicilia. El resultado de todo esto fue una extraña victoria para el papado. Al tiempo que Inocencio había acabado por apoyar la restauración de los Hohenstaufen, los enemigos tradicionales del papa, el nuevo vástago de esa casa había llegado a la corona sobre la base de la autoridad del papa de deponer a reyes y emperadores. Luego, si bien era cierto que Inocencio reconocía a Federico, también era cierto, y mucho más importante, que Federico, en su misma actuación, reconocía que Inocencio había actuado debidamente al declarar depuesto a Otón.

En Francia, Inocencio intervino en la vida matrimonial del rey Felipe Augusto. Este había enviudado, y en segundas nupcias se casó con la princesa danesa Ingueburga. Pero poco después la repudió y tomó por esposa a Agnes de Meran. Inocencio amonestó al Rey, y cuando esto no bastó colocó a todo el país en entredicho. Felipe Augusto convocó entonces un parlamento en el que estaban presentes tanto los nobles como los obispos del reino. Cuando este parlamento concordó con el parecer del Papa, Felipe Augusto repudió a Agnes, y legalmente aceptó de nuevo a Ingueburga. La reina depuesta murió poco después, en medio de la más intensa melancolía, mientras la que había sido restaurada pasó el resto de sus días quejándose de que su supuesta restauración era en realidad un tormento. Pero en todo caso el Papa hizo valer su autoridad sobre uno de los reyes más poderosos de la época.

En Inglaterra reinaba a la sazón Juan Sin Tierra, el hermano y heredero de Ricardo Corazón de León. Aunque los desórdenes matrimoniales de Juan habían sido mucho mayores que los de Felipe Augusto, Inocencio no se atrevió a intervenir, pues esos desórdenes tuvieron lugar cuando el Papa necesitaba el apoyo de Juan Sin Tierra en sus esfuerzos por colocar a Otón en el trono imperial. Pero después que esa cuestión quedó resuelta el Papa y el rey de Inglaterra chocaron por la cuestión de quién era el legítimo arzobispo de Canterbury. Cuando se produjo un cisma en esa sede, con dos arzobispos rivales, ambos bandos apelaron a Roma. El Papa sencillamente declaró que ninguno de los dos pretendientes era el legítimo primado de Inglaterra, y nombró en su lugar a Esteban Langton. Juan se negó a aceptar la decisión del Papa, quien primero lo excomulgó y después lo declaró depuesto, y convocó a una cruzada contra él. Esa cruzada le fue confiada a Felipe Augusto, el viejo enemigo de Inglaterra, quien rápidamente se dispuso a hacer efectivo el decreto papal. En tales circunstancias, y temeroso de que muchos de sus propios súbditos no le eran leales, Juan Sin Tierra se apresuró a hacer las paces con el Papa, se sometió a sus órdenes e hizo de todo su reino un feudo del papado, como antes lo había hecho Constancia con el reino de Sicilia. Inocencio aceptó la sumisión de Juan, detuvo la cruzada que Felipe preparaba, y a partir de entonces defendió a su nuevo aliado. Esto se hizo particularmente necesario cuando los nobles ingleses, con el apoyo de Esteban Langton, obligaron a Juan a firmar la Carta Magna, en la que se limitaban los poderes reales frente a la nobleza. Inocencio declaró que se trataba de una usurpación de poder. Pero todas sus medidas no bastaron para obligar a los nobles a desistir de su actitud.

En España, Inocencio intervino repetidamente a través de su legado Rainero. Pedro II el Católico, rey de Aragón, trató de casarse con la hermana de Sancho VII de Navarra. A ello se opuso Inocencio, pues había cierto grado de parentesco entre ambas familias. Poco después, Pedro el Católico fue coronado en Roma, en la iglesia de San Pancracio, a condición de que inmediatamente se dirigiera a la iglesia de San Pedro y allí se declarara vasallo del Papa, e hiciera de todo el reino de Aragón feudo papal. Aunque esto causó gran resentimiento en Aragón, fue un gran triunfo para Inocencio, quien pretendía que todos los territorios conquistados de los infieles le pertenecían al papado. Una de las ironías de la historia es que este rey de Aragón, a quien se conoce como “el Católico”, murió en la cruzada contra los albigenses, al luchar de parte de los herejes y contra las tropas enviadas por el Papa.

Cuando Alfonso IX de León trató de sellar su amistad con Castilla casándose con Berengaria, la hija de su primo hermano Alfonso VIII de Castilla, Inocencio amenazó con poner ambos reinos en entredicho. Castilla se libró de esa amenaza cuando su rey se declaró dispuesto a recibir de nuevo a Berengaria. Pero el de León persistió en su matrimonio, del que tuvo cinco hijos. Cuando los obispos de Castilla y León lo convencieron de que la política de poner a León en entredicho servía para fortalecer la causa musulmana, Inocencio abrogó el entredicho, pero excomulgó al rey de León, y prohibió que se celebrasen los sacramentos en cualquier ciudad donde el Rey estuviese presente. Tras largos años de tensiones entre León y Roma, Berengaria se retiró a Castilla. Los hijos nacidos de aquel matrimonio condenado por la iglesia fueron declarados legítimos. Y otra de las ironías de la historia es que uno de ellos, Fernando III de Castilla y León, a la postre recibió el título de santo.

Los casos que hemos citado son sólo unos pocos ejemplos de la política internacional de Inocencio. Su autoridad se hizo sentir en Portugal, Bohemia, Hungría, Dinamarca, Islandia, y hasta Bulgaria y Armenia. Cuando, aun contra las órdenes del Papa, la Cuarta Cruzada tomó a Constantinopla e instauró en ella una iglesia y un imperio latinos, la autoridad de Inocencio se extendió también a esa ciudad.

Pero esto no fue todo. Bajo su pontificado se fundaron las dos grandes órdenes de los franciscanos y dominicos, tuvo lugar la gran batalla de las Navas de Tolosa, que fue el punto culminante de la reconquista española, y se emprendió la cruzada contra los albigenses.

El punto culminante de toda esta obra fue el IV Concilio Laterano, que se reunió en el 1215. Ese concilio promulgó por primera vez la doctrina de la transubstanciación, según la cual en el acto de consagración el pan y el vino de la comunión se transforman substancialmente en el cuerpo y la sangre de Cristo.

Además, fueron condenados los valdenses, los albigenses y las doctrinas de Joaquín de Fiore. Se decretó la inquisición episcopal, que ordenaba a cada obispo investigar las herejías que pudiera haber en su diócesis, y extirparlas. Se prohibió instituir nuevas órdenes religiosas con nuevas reglas monásticas. Se ordenó que se establecieran escuelas en todas las catedrales, y que en ellas se ofreciera educación a los pobres. Se prohibió que los clérigos participaran del teatro, los juegos, la caza y otros pasatiempos semejantes. Se requirió la confesión de pecados por parte de todos los fieles, que debía tener lugar por lo menos una vez al año. Se proscribió la introducción de nuevas reliquias sin aprobación papal. Se dictaminó que los judíos y musulmanes llevaran ropas especiales, para distinguirlos de los cristianos. Se les prohibió a los sacerdotes cobrar por la administración de los sacramentos. Y se tomaron otras muchas medidas semejantes.

Si se tiene en cuenta que todo esto lo hizo el Concilio en tres sesiones de un día cada una, resulta claro que quien tomó todas estas medidas no fue la asamblea, sino Inocencio, quien utilizó al Concilio para refrendar las medidas que él había decidido tomar. Por todo esto, no cabe duda de que en Inocencio el ideal de una cristiandad unida bajo un solo pastor, el papa, se acercó a su realización. Por tanto, no ha de sorprendernos el que este papa llegara a decir, y muchos de sus contemporáneos creyeran, que el papa “se encuentra entre Dios y el ser humano; por debajo del primero y por encima del segundo. Es menos que Dios, y más que hombre. A todos juzga, y nadie le juzga”.

Los sucesores de Inocencio

Durante casi un siglo, los sucesores de Inocencio gozaron del prestigio que el gran papa había logrado. Sus sucesores inmediatos, Honorio III, Gregorio IX, Celestino IV e Inocencio IV, tuvieron que enfrentarse a las ambiciones de Federico II, a quien, como hemos visto, Inocencio III había hecho emperador. Pero Federico falleció en el 1250, y cuatro años más tarde, al morir su hijo Conrado IV, desapareció la dinastía de los Hohenstaufen. Desde el 1254 hasta el 1273 hubo una larga anarquía en Alemania, y el papado pudo continuar su política sin preocuparse por la intervención del Imperio. Ese interregno terminó cuando el papa Gregorio X pensó que la anarquía alemana redundaba en perjuicio de la iglesia, y apoyó la elección de Rodolfo de Habsburgo. Poco después, cuando era papa Nicolás III, este emperador declaró que el papado y sus territorios eran independientes del Imperio. Durante todo este período, el poder de Francia iba aumentando, y los papas se apoyaron repetidamente en él. También las órdenes mendicantes, al principio perseguidas por algunos soberanos, se hicieron cada vez más fuertes. El primer papa dominico fue Inocencio V, quien reinó breves días en 1276. El primero franciscano fue Nicolás IV, cuyo pontificado duró del 1288 al 1292.

A la muerte de Nicolás IV, los cardenales vacilaron en la elección. El ideal franciscano había penetrado sus rangos, y algunos pensaban que el nuevo papa debía encarnar esos ideales, mientras otros insistían en la necesidad de que fuese una persona conocedora de las intrigas y ambiciones del mundo. Por fin eligieron a Celestino V, un franciscano del bando de los “espirituales”. Cuando éste se presentó en Aquila, descalzo y montado sobre un asno, fueron muchos los que pensaron que las profecías de Joaquín de Fiore se estaban cumpliendo. Ahora comenzaba la nueva era del Espíritu, cuando la iglesia sería dirigida por el espíritu monástico. Pero Celestino, tras breve pontificado, decidió abdicar. Se presentó ante los cardenales, se despojó de sus insignias papales, se sentó en el suelo, y declaró que nada sería capaz de hacerlo cambiar de parecer. Su sucesor, Bonifacio VIII, comenzó a reinar en el siglo XIII, y murió en el XIV (1294–1303). En su bula Unam Sanctam, el ideal del papado omnipotente llegó a su máxima expresión:

Empero una espada debe estar bajo la otra, y la autoridad temporal debe estar sujeta a la potestad espiritual. […] Por tanto, si la potestad terrena se aparta del camino recto será juzgada por la espiritual. […] Empero si se aparta la suprema autoridad espiritual, sólo puede ser juzgada por Dios, y no por los humanos. […] Por otra parte declaramos, decimos y definimos que es de absoluta necesidad para la salvación que todas las criaturas humanas estén bajo el pontífice romano.

Pero a pesar de estas palabras altisonantes, fue precisamente durante el reinado de Bonifacio cuando se hizo patente que había empezado la decadencia del papado. La “era de los altos ideales” había terminado, y comenzaba la de los “sueños frustrados”.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 445–461). Miami, FL: Editorial Unilit.

Eres más de lo que pareces ser

Febrero 23

Eres más de lo que pareces ser

Lectura bíblica: 1 Samuel 16:7

El hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehovah mira el corazón. 1 Samuel 16:7

a1Cuando Samuel se miraba al espejo, no veía más que cicatrices, el resultado de un accidente automovilístico que le desfiguró el rostro para siempre. Se sentía peor que feo. Su autoimagen distorsionada le decía que era un monstruo. En la escuela, Samuel sentía constantemente el rechazo de los chicos, especialmente de las chicas. Para sobrevivir, Samuel evitaba a la gente y se pasaba 20 horas por semana mirando películas, escapándose a la oscuridad del cine, un lugar donde nadie podía ver al monstruo que creía ser.

Las apariencias importan muchísimo en nuestra sociedad. Gastamos anualmente millones de dólares en ropa, cosméticos, joyas y programas de ejercicios para mantenernos en forma; y cientos de millones más para cambiar nuestra apariencia con tatuajes, perforaciones del cuerpo, liposucciones y cirugías plásticas. Pareciera qué cuanto más nos acercamos a la “perfección”, menos nos queremos.

Tu apariencia física no determina tu verdadera identidad. No es cierto que tu apariencia indica quién eres, porque tu identidad como creación de Dios es mucho más. Como dice la Biblia: “El hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehovah mira el corazón” (1 Samuel 16:7).
Tema para comentar: ¿Significa todo esto que nuestra apariencia no tiene importancia?

No tiene nada de malo usar la ropa que nos gusta y cuidar el cuerpo para ser lo más atractivos posible. El error está en hacer estas cosas con el fin de ser alguien. Como creaciones únicas de Dios —no importa nuestros aspecto— ya somos personas de infinito valor.

El versículo bíblico que acabas de leer es parte del relato de cómo Dios envió al profeta Samuel a elegir un rey. Cuando el hermano mayor de David, que era buen mozo, pasó orgullosamente por enfrente, Samuel estaba seguro de que él era el candidato. Pero Dios le dijo que mirara más allá de lo externo. Fue entonces que entró David. David trabajaba de pastor, y había luchado contra el león y el oso defendiendo a sus ovejas. Puedes estar seguro de que estaba bronceado y que era musculoso debido a su trabajo. Efectivamente, la Biblia dice que era “de tez sonrosada, de bellos ojos y de buena presencia” (1 Samuel 16:12). Pero no fue su apariencia física lo que lo hizo apto para ser rey. Fue que era “según su corazón [el de Dios]” (1 Samuel 13:14).

Entonces, piensa en esto: ¿Cómo te sientes en cuanto a tu aspecto físico? ¿Tienes que estar bien arreglado para sentirte bien? Dios no te amaría ni más ni menos si fueras la persona más “hermosa” del mundo. Ya te ama por quién eres.

PARA DIALOGAR:
¿Cómo cambia tu opinión de ti mismo cuando piensas que tu apariencia física no es tan buena como debe ser? ¿Cómo nos alienta el que Dios mire algo mucho más profundo que nuestra apariencia?

PARA ORAR:
Padre, nos importa lo que los demás piensan de nuestra apariencia. Pero gracias por hacernos tus creaciones únicas.

PARA HACER:
Toma nota hoy: ¿Cuántas veces juzgas a una persona por su apariencia?

McDowell, J., & Johnson, K. (2005). Devocionales para la familia. El Paso, Texas: Editorial Mundo Hispano.

LA EXPRESIÓN MÁXIMA DEL AMOR

LA EXPRESIÓN MÁXIMA DEL AMOR

Pablo Martini
Programa No. 2016-02-23
a1Dios es amor y su Palabra, la Biblia, habla mucho de Dios, por lo tanto abunda en pasajes que definen esta gracia tan mal interpretada en nuestros días. El apóstol Pablo, exhortando a los esposos, les recuerda que deben amar a sus esposas así como Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella. Este corto pero profundo pasaje sagrado corre el velo del verdadero sentido del amor que Dios tiene en mente cuando se relaciona con sus criaturas, y aunque parezca una utopía, nos exige acercarnos lo más posible a esta meta al momento de amar a alguien.

Al amar debes entregarte a ti mismo por el otro, aunque duela, aunque signifique el sacrificio máximo, la renuncia total a tus derechos, una entrega incondicional. Hoy nos enojamos con nuestros cónyuges e hijos argumentando que tienen todo lo que necesitan y aun así dicen que no los amamos… “Qué más quieren”… Fíjate que el pasaje citado con anterioridad dice “y se entregó A SI MISMO”, no dice y le entregó bienes, lujos, viajes,  sino que debo entregarme yo mismo cuando decido amar a la manera de Jesús, a la manera de Dios. Colgado entre el cielo y la tierra el Nazareno gritó: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. ¿Haz llegado al punto de amar a alguien aunque ves que te está crucificando? ¿Cómo poder perdonar al traidor, al cobarde, al cruel y al injusto? ¿Cómo amar a aquel que debiendo haberme defendido me sentenció y se lavó las manos? “A lo suyo vino y los suyos no le recibieron”. “En casa de mis hermanos fui herido”. Pasajes como este y tantos más dejan ver a las claras que estamos a años luz de amar como Dios me pide.

Este desafío se torna una utopía cuando lo intentamos hacer en nuestras fuerzas, regulados por nuestras emociones y parados sobre una relación de “toma y dame”, más que sobre una relación de “mejor te doy”. Una relación comercial más que de pacto. Miremos a Jesús en su cruz, aprenderemos a amar y comenzaremos a ser amados. Haz la prueba.

PENSAMIENTO DEL DÍA

La expresión máxima del amor es amar a aquel que te está crucificando.

MUY APRISA

23 feb 2016

MUY APRISA

por el Hermano Pablo

 

a1La aguja del velocímetro fue subiendo y subiendo. Cien, ciento treinta, ciento sesenta. Y ciento sesenta kilómetros por hora es demasiada velocidad para un auto liviano en pavimento mojado. Con tanta velocidad, y con el pavimento resbaladizo, ocurrió lo que tenía que ocurrir.

Arnuldo Circone, de veinticuatro años de edad, amante de la velocidad, no logró entrar al puente del río, y salió volando. Cayó dentro del agua, hundiéndose con todo y auto a veinticinco metros de la orilla. No se mató, pero arruinó su auto. Lo curioso es lo que decía la placa personalizada de su vehículo: «Muy aprisa».

Hay muchos como este joven que llevan la vida muy aprisa, demasiado rápido. La verdad es que llevar la vida a toda velocidad es la característica de los tiempos actuales. Más de cincuenta años atrás, cuando el famoso cómico del cine Charlie Chaplin protagonizó en la película «Tiempos modernos», ya señalaba, con su manera incomparable, el peligro de estos tiempos.

Los días en que vivimos se caracterizan por demasiada rapidez en todas las cosas: demasiada mecanización, demasiado cientificismo, demasiada tecnología, demasiada indiferencia a todos los valores morales. No es extraño que ocurran accidentes a cada paso: accidentes en nuestras carreteras, y lo que es más lamentable, accidentes morales y espirituales en nuestra vida.

Niños y adolescentes caen víctimas de drogadicción. Niñas, sin saber ni qué les está ocurriendo, caen víctimas de embarazos. Y bebés nacen arruinados, cuando deberían apenas estar comenzando a florecer.

El niño se vuelve adolescente de la noche al día. El adolescente se convierte en adulto sin la experiencia necesaria para actuar con sensatez. Y el adulto llega a viejo antes de tiempo, por el mismo paso vertiginoso de la vida. Como que el aumento de la potencia de nuestros vehículos, en las calles y en el aire, ha contagiado al mundo con el frenesí de la velocidad.

¿Quién puede ponerle freno a este loco desbarajuste? Las leyes humanas no han podido hacerlo. La cultura tampoco lo ha logrado. Ni siquiera la religión ha podido cambiar este delirio que está matando a nuestra sociedad.

Sólo Jesucristo puede frenar las pasiones del alma, dominar la locura frenética, corregir lo deficiente, y ordenar lo desorbitado. Sólo Él regenera el alma humana a las mil maravillas. Sólo Él nos devuelve la justicia perdida. No sigamos nuestro camino solos. Coronemos a Cristo como Rey de nuestro ser, y Él pondrá en orden nuestra vida.

Testimonios de piedra 42

Testimonios de piedra 42

Siempre he estado convencido de que cuanto hay de más precioso y sublime ha de dedicarse ante todo a la administración de la santa eucaristía [… ] Si por algún milagro fuésemos transformados en serafines y querubines, aun entonces no podríamos ofrecer servicio digno y suficiente para una Víctima tan grande e inefable.

Sugerio de San Dionisio

a1Los siglos que expresaron sus altos ideales en movimientos de reforma monástica y papal, en la empresa de las cruzadas, y en la teología de los escolásticos, los expresaron también en los edificios que dedicaron al servicio de Dios. De igual modo que la “era de los mártires” nos legó su testimonio escrito en sangre, la “era de los altos ideales” nos ha dejado el suyo escrito en piedra. En una época utilitaria como la nuestra, en la que el valor de las cosas se mide a base del provecho inmediato que puedan producir, aquellas iglesias construidas por nuestros antepasados en la fe nos recuerdan que hay otros modos de ver la vida y sus valores. Vistas desde nuestra perspectiva, aquella era y las personas que en ellas vivieron dejan mucho que desear; pero vistas a la luz de aquellas iglesias y de su testimonio, también nuestra era y nuestra dedicación dejan mucho que desear.

Las iglesias de la Edad Media tenían dos propósitos principales, uno didáctico y otro cúltico. El propósito didáctico se entiende si recordamos que era una época en que escaseaban los libros, y también quienes supieran leerlos. Dada esa situación las iglesias se volvieron los libros de los analfabetos. En ellas se trataba de presentar la totalidad de la historia bíblica, la vida de los grandes mártires de la iglesia, los vicios y virtudes, las leyendas pías, y todo cuanto pudiera ser útil a la vida religiosa de los fieles. Si a nosotros hoy muchas de esas antiguas iglesias nos confunden, esto se debe en parte a que no sabemos leer su simbolismo. Pero quienes vivieron en aquella época conocían los más mínimos detalles de su iglesia, donde sus padres y abuelos les habían explicado y narrado desde niños las historias maravillosas de los Evangelios, de los santos y las virtudes, que ellos a su vez habían oído de generaciones anteriores.

El propósito cúltico de esas mismas iglesias se encuentra expresado en la cita que encabeza el presente artículo. A través de la “era de las tinieblas”, se había desarrollado un concepto de la comunión que la relacionaba con la Crucifixión más bien que con la Resurrección, al mismo tiempo que se había llegado a pensar que en el acto de la consagración el pan dejaba de ser pan, y el vino dejaba de ser vino, para convertirse en el cuerpo y la sangre de Cristo. En su forma explícita, este modo de ver la comunión es la llamada doctrina de la “transubstanciación”, que no fue oficialmente promulgada sino en el IV Concilio Laterano, en el 1215. Pero desde mucho antes de su declaración oficial, era la opinión común del pueblo y el clero. Además, se llegó a pensar que la celebración de la comunión era en cierto sentido una repetición del sacrificio de Cristo, quien no sufría en él, pero cuyos méritos se aplicaban directamente a los presentes y a las personas en cuyo nombre se decía la misa.

Todo esto quería decir que la iglesia en la que se celebraba un acto tan portentoso debía ser digna de él. La iglesia no era sencillamente un lugar de reunión, ni un lugar donde los fieles adoraban a Dios. La iglesia era el lugar en que el Gran Milagro tenía lugar, y donde se guardaba el cuerpo de Cristo (la hostia consagrada) aun cuando los fieles no estuvieran presentes. Luego, lo que una ciudad o aldea tenía en mente al construir una iglesia era edificar un estuche donde guardar y honrar su Joya mas preciada.

La arquitectura románica

Al iniciarse la “era de los altos ideales”, y durante buena parte de ella, la arquitectura más común era la que los historiadores llaman “románica”. En ese estilo, la planta de las iglesias era por lo general la misma de las basílicas que hemos discutido anteriormente. Consistían en una gran nave, frecuentemente con otras naves paralelas, y dos alas transversales, que le daban a la planta la forma de cruz. Por último, al extremo frente a la puerta principal, el ábside semicircular rodeaba el altar. La modificación más importante que el estilo románico introdujo en esa planta fue prolongar el extremo de la iglesia donde se encontraba el ábside. Esto se hizo porque, a partir del siglo VI, se había ido introduciendo una distinción cada vez más exagerada entre el clero y el pueblo, al tiempo que la participación de éste último en el culto se volvía cada vez más pasiva, y los coros de monjes o canónigos ocupaban su lugar. La reforma de Cluny, por ejemplo, al tiempo que hizo más austera la vida en los monasterios, complicó la liturgia hasta tal punto que sólo los monjes que se dedicaban exclusivamente a ella podían seguirla y cantar todos los salmos e himnos. Recuérdese además que era imposible que todos los presentes tuvieran himnarios u órdenes de culto. Por tanto, cuando los himnos eran más de los que una persona promedio podía memorizar, los únicos que podían cantar eran los monjes o canónigos que formaban el coro. Frente a éstos se encontraba el facistol, un gran atril en el que se colocaban los libros litúrgicos, escritos en letras de suficiente tamaño para ser leídas a cierta distancia.

Las antiguas basílicas tenían techos de madera, y el arte románico colocó en su lugar techos de piedra. El modo característico en que esos techos se sostenían era la “bóveda de cañón”. Esta no era sino un arco de medio punto repetido tantas veces como fuera necesario para formar una bóveda. El arco de medio punto es un semicírculo de piedra, construido de tal modo que el peso de las piedras de arriba se transmite en un empuje lateral más bien que vertical (véase la figura). Luego, para sostener tal arco, o una bóveda edificada del mismo modo, es necesario asegurarse de que las paredes no se abran. De ahí las gruesas paredes que caracterizan la arquitectura románica.

Dada la necesidad de reforzar las paredes laterales, la luz interior era escasa. Parte de esto se remediaba frecuentemente mediante ventanas en la fachada y en el ábside. En muchos casos, la principal fuente de luz era un gran ventanal en forma de rosetón, colocado directamente encima de la puerta principal.

Las ventanas en las paredes laterales tenían que ser pequeñas a fin de no debilitar la estructura, que muchas veces se reforzaba mediante contrafuertes (gruesos muros exteriores, perpendiculares a las paredes, que contrarrestaban el empuje lateral de las bóvedas). El arco de medio punto se utilizaba profusamente en la arquitectura románica. En muchos casos, una serie decreciente de tales arcos enmarcaba la puerta, lo que producía un efecto sumamente artístico, como puede verse, por ejemplo, en la iglesia de San Pedro, en Avila. En otros casos se utilizaba el arco de medio punto para adornar el exterior de la iglesia, como en la catedral de Pisa.

Cuando los arcos se apoyaban en columnas, los capiteles, en lugar de seguir los estilos clásicos de Grecia y Roma, eran grandes piedras en las que se esculpían animales, figuras mitológicas, escenas religiosas, y otros temas. A fin de romper la monotonía de la piedra, tales esculturas se pintaban de diversos colores.

En contraste con las antiguas basílicas, las iglesias románicas tenían una torre o campanario. Al principio tal torre era un edificio aparte, como la famosa torre inclinada de Pisa. Pero pronto comenzó a construirse como parte del edificio principal.

La impresión general que el estilo románico produce, sobre todo en sus formas menos elaboradas, es la de una gran solidez. La ornamentación es sobria. El espesor de las paredes, los pesados contrafuertes, las ventanas pequeñas y la escasa elevación del edificio en proporción a la planta parecen servir de marco ideal al espíritu grave y recio de personajes de la época, tales como el Cid, Hildebrando y Pedro el Venerable.

La arquitectura gótica

A mediados del siglo XII surgió un nuevo estilo arquitectónico, al que se ha dado el nombre de “gótico”. Ese nombre le fue dado en una época en que se pensaba que toda la Edad Media no había sido más que un período de barbarie, y por lo tanto su principal logro artístico fue llamado “gótico”, es decir, procedente de los godos. Cuando los historiadores cambiaron su opinión acerca de la edad media, ese nombre estaba tan generalizado que ha continuado utilizándose, aunque no ya con un sentido despectivo.

A pesar de las muchas diferencias entre ambos estilos, el gótico le debe buena parte de su origen al románico. La planta de las iglesias góticas es generalmente la misma de las románicas, aunque con el correr de los años se fue haciendo más compleja. Sus techos son también bóvedas de piedra, aunque construidas siguiendo un principio distinto al de las bóvedas de cañón.

Mucho se ha discutido acerca de los orígenes del gótico, y si se trata del resultado de nuevas técnicas, o de ideales distintos en cuanto a la belleza arquitectónica. Lo cierto parece ser que en la creación y desarrollo del gótico se conjugó un nuevo gusto con la posibilidad de expresarlo en piedra.

Esa posibilidad se debe sobre todo a la bóveda de aristas, que a la postre dio lugar a la de ojivas. La bóveda de aristas era en sus orígenes una variante de la bóveda de cañón. Pero en lugar de consistir en una serie de arcos de medio punto que se seguían unos a otros, para formar una gran bóveda de forma cilíndrica, consistía en dos series de arcos que se entrecruzaban perpendicularmente. De ese modo, el peso no recaía sobre dos largas paredes laterales, sino sobre las cuatro columnas de las esquinas. Al repetir ese proceso varias veces, se podía construir una larga nave cuyo techo descansaba, no sobre dos paredes, sino sobre dos series de columnas. Naturalmente, el empuje lateral sobre esas columnas era grande, pues sobre ellas se concentraba toda la fuerza que antes recibían dos pesadas paredes. Para contrarrestarlo se hacían necesarios contrafuertes aún mayores que los anteriores.

Empero el gótico se caracterizó también por un arco distinto del románico. Mientras el románico se basaba en el arco de medio punto, el gótico se basó en el ojival, en el que dos arcos de círculos distintos se entrecortaban para terminar en punta, como el ojo humano. Sobre la base de ese arco se produjo la bóveda de ojivas, semejante a la de aristas anterior, pero que podía ser mucho más alta sin aumentar el empuje lateral sobre las columnas. Al colocar tales bóvedas en serie, se hacía posible construir largas naves de altos techos, apoyados sólo sobre columnas relativamente delgadas. Las aristas de tales bóvedas se hacían resaltar con nervios de piedra, que continuaban a lo largo de la columna hasta el suelo, y que así le daban a todo el edificio una impresión de gran verticalidad. Con ese mismo propósito, las columnas se hicieron mucho más altas que las románicas, y por tanto los capiteles, lejos del alcance de la vista, perdieron la importancia decorativa que antes habían tenido.

Puesto que todo el edificio descansaba sobre las columnas, las paredes se hicieron menos necesarias como elementos de soporte, y se hizo posible perforarlas con grandes ventanales, que se cubrían con vidrieras de colores. El período románico había usado anteriormente la vidriería, pero debido al tamaño limitado de las ventanas no había podido hacer gran uso de ella. El gótico, con sus nuevas posibilidades, le dio rienda suelta a ese arte, que pronto produjo obras maestras. Millares de pedazos de vidrio de variados matices se unían mediante un esqueleto de plomo, para producir escenas en las que aparecían los grandes personajes de ambos testamentos, los mártires de la iglesia, los ilustres doctores, los vicios, las virtudes y un sinnúmero de símbolos cristianos. Además de su efecto directo, las vidrieras góticas le daban al edificio una iluminación clara y a la vez sobrecogedora.

Quedaba todavía el problema del enorme empuje lateral que las altas bóvedas ejercían sobre las columnas. En el románico, ese problema se había resuelto mediante contrafuertes exteriores, adosados a las paredes. El gótico, en su afán de subrayar la verticalidad del edificio, separó los contrafuertes de la pared, uniéndolos a ella mediante arcos que se apoyan precisamente en los puntos en que el empuje lateral es mayor. Esos arcos exteriores, o “arbotantes”, son otra de las características esenciales del gótico.

Todo el conjunto se decoró entonces con una serie de otros elementos que subrayaban las líneas verticales, o que servían para darle el aspecto frágil de un encaje. Las fachadas se decoraron con altas torres en las que predominaba también la forma ojival, y que terminaban en puntas que se dirigían hacia el cielo. En el centro del edificio se añadió frecuentemente otra torre o “flecha”, con igual apariencia e intención. Los arbotantes se adornaron con “gárgolas”, figuras de animales o de monstruos por cuya boca los techos desaguaban. Las puertas también se decoraron con arcos ojivales en serie decreciente, como se había  hecho antes en el románico con arcos de medio punto. El resultado final era, y es aún hoy, imponente. La piedra parecía cobrar una ligereza inusitada, y elevarse al cielo. Todo el edificio, tanto en su exterior como en su interior, era un enorme libro en donde se encontraban reflejados todos los misterios de la fe y los seres de la creación. El ambiente interior, con sus largas y esbeltas naves, columnas que parecían perderse en las alturas, ventanales policromos, y juego de luces, parecía ser el trasfondo adecuado para el gran misterio eucarístico que allí tenía lugar.

En las catedrales góticas, los altos ideales de la época se plasmaron en piedra, y dejaron su testimonio para los siglos por venir. Casos hubo como el de la catedral de Beauvais, cuya bóveda se desplomó cuando el ideal de la verticalidad llevó a los arquitectos a tratar de elevarla más allá de los límites trazados por las leyes físicas. Y quizá ese esfuerzo fallido fue símbolo de los tiempos, cuando los altos ideales de Hildebrando, Francisco, y otros tropezaban con la resistencia de la naturaleza humana.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 437–445). Miami, FL: Editorial Unilit.

La clave de quién eres

Febrero 22

La clave de quién eres

Lectura bíblica: Salmo 8:1–9

Lo has hecho [al hombre] un poco menor que los ángeles y le has coronado de gloria y de esplendor. Salmo 8:5

a1La mayoría de las chicas de la clase de Mónica pasan delante del espejo y apenas le dan una mirada, pero ella siempre se detiene y se contempla. Se acaricia el cabello. Se arregla la ropa. Hace miles de cositas hasta que decide que está perfecta. Después de todo, piensa ella, cómo luce es lo que la hace grandiosa.
Mónica puede ser la única que acapara el espejo, pero no es la única que cree haber encontrado el secreto para ser especial.

• Héctor no se pierde oportunidad para recordarles a todos que él es el más inteligente de la clase.
• Ana se jacta de ser la que tiene mejor puntería cuando juegan al baloncesto.
• Ricardo le puede ganar a cualquiera en cualquier juego de vídeo que se haya inventado.
• Tito vive en las casa más grande del pueblo.

Aunque cosas así nos pueden hacer sentir importantes, ninguna de ellas realmente importa. Son parte de lo que somos. Pero son sólo las capas exteriores.
Tema para comentar: Si ninguna de esas cosas son tan importantes, ¿qué es lo que realmente lo hace a uno especial?

Esa es una pregunta que vale la pena contestar, porque la forma como te ves a ti mismo determina si encaras la vida cotidiana con confianza. Afecta lo feliz que eres, cómo tratas a la gente y cómo le respondes a Dios. Necesitas saber que eres mucho más que tu aspecto exterior o dónde vives o lo bien que haces algo.

Puedes concentrarte tanto en perfeccionar tus capas exteriores que nunca llegas a descubrir la clave de quién eres. Como creyente, lo que te hace increíblemente especial es esto: Eres hijo del Rey.

Una chica comentó lo siguiente acerca de su amiga:
—Es una de las chicas más lindas del mundo, pero se cree grotesca. Es como si le estuviera diciendo a Dios: “Señor, si me hiciste así, entonces debes ser despreciable”.
Esa chica no comprende que sólo Dios sabe cómo realmente es ella, y que el hecho que le pertenece a él es lo más importante en ella. Eso es más valioso que lo linda que es, lo bien que le va en la escuela o los deportes, o lo popular que llega a ser.

Tú eres alguien de gran valor, hecho para parecerte y actuar como tu Creador. Él te ha coronado de gloria y honor por ser su hijo. Y cuando te acerques al Rey, empezarás a verte como la princesa o el príncipe que eres.

PARA DIALOGAR
Dios quiere que disfrutes ser la persona que él hizo que fueras. ¿Qué impide que te veas como hijo de Dios?

PARA ORAR
Señor, enséñanos a vernos a nosotros mismos como tú nos ves, y como la Biblia nos describe.

PARA HACER
Comparte esta clave con un amigo cristiano que cree que no vale nada: ¡Eres un hijo de Dios!

McDowell, J., & Johnson, K. (2005). Devocionales para la familia. El Paso, Texas: Editorial Mundo Hispano.