Soberanía y Gracia
Soberanía y Gracia
Samuel Perez Millos
La doctrina bíblica de soberanía y salvación, tiene ciertos conflictos que suelen ser cuestionados tratando de ajustarla a los valores teológicos de intérprete. Esta breve selección de textos de un largo pasaje en el que el apóstol Pablo habla fundamentalmente sobre la relación de Dios con Israel y su futuro, resulta compleja y no siempre es bien entendida e interpretada. Por esa razón desde el campo llamado hipercalvinista, o ultracalvinista se enfatiza en el hecho exclusivo de la elección, haciendo una propuesta sobre el orden de los decretos divinos en cuanto a salvación, como sigue: 1) Decreto de elegir a algunos para salvación y de reprobar a todos los demás. 2) Decreto de crear a los hombres, tanto elegidos como no elegidos. 3) Decreto de permitir la caída. 4) Decreto de salvar a los elegidos. 5) Decreto de aplicar la salvación solo a los elegidos. El problema de esta propuesta está en el orden de los decretos divinos en el que figura el de elección y reprobación en primer lugar, esto hace que Dios cree al hombre ya condicionado a salvación o perdición eterna. De este modo están algunos destinados a la condenación antes de que pecasen, o de otro modo, sin otra causa que la voluntad soberana de Dios. No cabe duda que Dios sabía quienes creerían y quienes rehusarían creer, pero esta responsabilidad, como la de la existencia del pecado, no puede imputársela a Dios, sino que es responsabilidad de la criatura.
En el comentario a los versículos que se han seleccionado se procura situar en el contexto bíblico la enseñanza que algunos usan para justificar la condenación de los perdidos y otros desconocen en cuanto a soberanía divina. Los textos se comentan individualmente.
15. Pues a Moisés dice: Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca.
A Moisés dice: La cita tomada por Pablo corresponde a la respuesta que Dios dio a Moisés cuando le pidió que le mostrase Su gloria (Ex. 33:19). La gloria de su Persona se manifiesta en Su nombre, que pone de manifiesto la soberanía divina, unido a la misericordia que el Señor tiene.
Tendré misericordia del que yo tenga misericordia. Nótese que la respuesta divina se relaciona sólo con la misericordia y la compasión. Los actos de Dios en ningún modo pueden ser injustos, puesto que siempre manifiestan misericordia y compasión.
En el entorno histórico en que se produce la respuesta de Dios a la petición de Moisés, el pueblo de Israel había pecado gravemente contra Dios, cayendo en la idolatría y fabricando un becerro de oro, como figura representativa de Dios mismo. El Señor, en justicia, había determinado eliminarlo y dejar con vida a Moisés para hacer de él una nueva nación (Ex. 32:10). Moisés intercedió delante de Dios, y Dios perdonó al pueblo (Ex. 32:11-14). Dios puso de manifiesto su misericordia con el perdón otorgado a Israel. Es ahí cuando Moisés pidió ver la gloria de Dios (Ex. 33:18). El Señor le respondió hablándole de gracia y misericordia (Ex. 33:20). Más tarde proclamaría Su nombre rodeándolo nuevamente de gracia y compasión (Ex. 34:6, 7). Dios hace todo esto, no por mérito humano, sino por soberanía misericordiosa. Por tanto, no hay posibilidad alguna de acusar a Dios de un obrar injusto porque elija entre personas para llevar a cabo su propósito y el cumplimiento de sus promesas.
16. Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia.
Asi que no. Mediante la fórmula ingresiva compuesta por la partícula conjuntiva a[ra, así, ligada a la conjunción causal ou\n,pues, se establece una oración conclusiva que expresa aquello que se deriva de todo lo dicho antes: Así, pues. Hay una dificultad en el versículo y es la ausencia del sujeto de la oración. ¿Qué es lo que no depende del que quiere ni del que corre? El entorno textual exige que se considere como la elección o también la misericordia de Dios.
No del que quiere. En cuanto a lo que concierne a la elección y a las promesas, no es asunto de hombres y, por tanto, no es lo que el hombre quiera. Con toda precisión lo afirma: no del que quiere. Es decir, no se dan las promesas en base a deseos humanos. Algunos autores, a causa de su posición teológica que identifica a Israel con la Iglesia, y las promesas dadas a Israel como si fuesen dadas para la Iglesia, confunden la esfera de las promesas con la de la salvación. Por esta causa atribuyen la afirmación de Pablo a quienes son salvos, por lo que la salvación no depende de deseo humano. Esto es verdad, pero no en el contexto que se está considerando. Sin embargo, es necesario entender también que la salvación no depende del hombre, sino de Dios que la otorga (Sal. 3:8; Jon. 2:9). Con todo, Pablo está enseñando aquí que las promesas y la elección de quienes extienden a lo largo de la descendencia de Abraham la línea de la promesa, no se debe a deseo humano, sino a Dios que lo determina en su soberanía.
Ni del que corre. De igual manera no puede ser alcanzada por esfuerzo humano: “ni del que corre”. Pablo es muy dado a usar las figuras de los corredores en un estadio (cf. 1 Co. 9:24; Gá. 2:2; 5:7). Por esa causa ha hecho destacar antes, que de los hijos de Isaac, la línea de la promesa corre por medio del hijo menor, escogido antes de haber hecho nada, ni bueno ni malo, por cuanto no había nacido aún. Todo esto está enfatizando la soberanía de Dios que lo hace “para que la elección permaneciese, no por las obras sino por el que llama” (v. 11).
Sino de Dios que tiene misericordia. La conclusión final es concluyente: Todo esto es un asunto potestativo de Dios que da las promesas y elige a quien van destinadas. Todo ello es simplemente un acto de la misericordia divina: “sino de Dios que tiene misericordia”. La elección concretada en los hombres a quienes Dios elige, son la expresión en el tiempo y la historia del propósito soberano y eterno de Dios, sin injusticia ni arbitrariedad.
Por extensión esta verdad alcanza también a la misericordia en salvación. La promesa admirable de la vida eterna para todo aquel que cree, no es asunto de desear del hombre, ni del esfuerzo humano. La salvación es un don de la gracia y las obras nada tienen que ver para obtenerla, sino la gracia misericordiosa de Dios (Ef. 2:8-9). En todo ello, aunque el hombre no puede hacer nada para alcanzar la posición en relación con las promesas, y tampoco con la salvación, a no ser que Dios actúe en su favor, no se puede excluir la responsabilidad del hombre en aceptarla o rechazarla y, en todo caso, no se le excluye la responsabilidad para vivir conforme a los dones de Dios.
Un interesante párrafo de Newell sirve para resumir la enseñanza del versículo:
“¡Oh, que este versículo penetre en nuestros oídos, en nuestro mismo corazón! Quizá ninguna declaración de toda la Escritura pueda llevar al hombre a tan absoluto extremo. El hombre piensa que puede ‘desear’ y ‘decidir’ hacia Dios, y que después de haber ‘decidido’ y ‘deseado’ tiene la facultad de ‘correr’ o, como dice, de ‘no cejar’. Pero tanto el decidir como el no cejar están en este versículo completamente descartados como fuente de la salvación, la cual se declara que es de Dios que tiene misericordia. No se niega aquí la responsabilidad humana en ninguna manera; el hombre debe desear y debe correr. Pero no somos más que pecadores y no podemos ni podremos hacer nada, a menos que Dios venga a nosotros en misericordia soberana”[1]
17. Porque la Escritura dice a Faraón: Para esto mismo te he levantado, para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea anunciado por toda la tierra.
Porque la Escritura dice a Faraón. Tanto la libertad de la elección como la del rechazo son potestativas en Dios. El que eligió a Jacob para la línea de la promesa, rechazó para la misma causa a su hermano Esaú. Para enfatizar este segundo aspecto de la soberanía divina, el apóstol hecha mano de otro personaje de la historia antigua, que fue Faraón. Dios habló a Faraón por medio de Moisés y el mensaje quedó recogido en la Escritura, de ahí que Pablo diga que “la Escritura dice a Faraón”. La referencia está tomada del Pentateuco, en donde se lee: “Y a la verdad yo te he puesto para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea anunciado en toda la tierra” (Ex. 9:16).
Porque para esto mismo te levanté. Dios dice a Faraón que había sido levantado por Él. La aparición del monarca egipcio no se debió a un acontecer histórico casual, sino a la expresión de la determinación divina en relación con él. Esto es, Dios coloca a Faraón en su tiempo histórico con un propósito previamente establecido por Él. Es necesario prestar atención al verbo que Pablo utiliza aquí; la forma verbal traducida por levanté, tiene el sentido de dejarle hacer acto de presencia en la historia. Ese es el mismo sentido que la palabra tiene en otros lugares del Nuevo Testamento, como es el caso del testimonio que Jesús da sobre Juan el Bautista: “De cierto os digo: Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan” (Mt. 11:11)[2].
Para mostrar en ti mi poder. Dios que permitió la aparición histórica de Faraón en un determinado tiempo, lo hizo para un propósito predeterminado: “para mostrar en ti mi poder”.
El pasaje del Éxodo es determinante para entender lo que el apóstol cita aquí. Dios había enviado sobre Egipto, por causa de la rebeldía de Faraón, las seis primeras plagas: El agua del río transformada en sangre (Ex. 7:14-25); la plaga de las ranas (Ex. 8:1-15); la de los piojos (Ex. 8:16-19); la de las moscas (Ex. 8:29-32); la enfermedad en el ganado (Ex. 9:1-7); las de las úlceras en hombres y animales (Ex. 9:8-12). Es en el anuncio de la séptima plaga, la del granizo, en donde Dios dice a Faraón que “serás quitado de la tierra”, y que lo había levantado, que en este contexto equivale a te he dejado vivir, para mostrar mi poder en ti. Dios hubiera podido matar a Faraón, pero no lo hizo porque para él tenía el propósito de ser el instrumento que pusiera de manifiesto la omnipotencia divina. En este propósito “mostrar en ti mi poder”, se concreta la historia del Éxodo. Fue el poder de Dios sobre Faraón que liberó a Su pueblo de la esclavitud en Egipto y abre un nuevo camino en el cumplimiento de los pactos y de las promesas. Otras cuatro plagas más completarán los juicios divinos sobre Egipto: la del granizo (Ex. 9:7-35); la de las langostas (Ex. 10:1-20); la de las tinieblas (Ex. 10:21-29); finalmente la de la muerte de los primogénitos (Ex. 11:1-10).
Y para que mi nombre sea anunciado en toda la tierra. Un segundo aspecto en el propósito divino en relación con Faraón es el de que “mi nombre sea anunciado por toda la tierra”. Tiene que ver con mostrar a todas las naciones la omnipotencia de Dios vinculada con Su nombre. No cabe duda que Dios asignó a Faraón en la historia humana un papel negativo con el fin de demostrar universalmente que Su poder es sobre cualquier poder humano, por grande que sea. Así lo había dicho a Moisés:“Cuando hayas vuelto a Egipto, mira que hagas delante de Faraón todas las maravillas que he puesto en tu mano; pero yo endureceré su corazón, de modo que no dejará ir al pueblo” (Ex. 4:21). Más adelante le dice: “Y yo endureceré el corazón de Faraón, y multiplicaré en la tierra de Egipto mis señales y mis maravillas. Y Faraón no os oirá; mas yo pondré mi mano sobre Egipto, y sacaré a mis ejércitos, mi pueblo, los hijos de Israel, de la tierra de Egipto, con grandes juicios. Y sabrán los egipcios que yo soy Jehová” (Ex. 7:3, 4, 5).
Un aparente problema en relación con la acción divina sobre Faraón, se considerará más adelante (v. 19). Por el momento existe aquí una dificultad que abre la puerta a dicho aspecto. El texto de Pablo afirma que Dios trajo a la existencia en un determinado momento de la historia humana a Faraón, y lo mantuvo con vida para que fuera objeto directo y testimonio real de la omnipotencia divina y del cumplimiento de Su plan en relación con las promesas dadas a Israel.
18. De manera que de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece.
Compasión y endurecimiento están presentes en los actos divinos, conforme a Su voluntad. Él demuestra su compasión a unos y endurece a otros, conforme a Su determinación. Esta conclusión sorprende al hombre, acostumbrado a conseguir que todo gire a su alrededor y se ajusten las acciones a su voluntad. Cuando esto no ocurre suele acusar de injusto al que opera contrario a lo que él considera que no se ajusta a su propio concepto de justicia.
Pablo está procurando destacar que la voluntad divina actúa en plena libertad, independientemente de cualquier acción o condición humana. Así lo entiende Wilckens:
“Así, ambas cosas son ciertas: Dios demuestra su compasión a quien quiere, y endurece a quien le place. Pablo quiere destacar esa voluntad de Dios absolutamente libre, independiente de los hombres. Puesto que es la Escritura misma quien destaca tanto en versión positiva como negativa esta voluntad de Dios, esa misma palabra nos da también la seguridad de que Dios no actúa entonces de manera injusta: la justicia de Dios sólo puede existir en esta libertad absoluta de su actuación, ya que un Dios dependiente del hombre no sería Dios y, por consiguiente, una justicia dependiente de los hombres no sería justicia de Dios”[3].
Sin embargo, la actuación de Dios en el aspecto reprobador, “al que quiere endurecer, endurece”, no obedece a un capricho arbitrario operativo desde Su omnipotencia. En el caso concreto de Faraón, la historia bíblica lo enseña claramente. Dios no endureció el corazón de Faraón para que actuase meramente al servicio instrumental de mostrar Su poder y gloria, sino que lo hizo confirmando la dureza progresiva del corazón del monarca. La Biblia afirma que a cada una de las cinco demandas divinas para que dejase en libertad a Su pueblo, Faraón respondió con una negativa que surgía de su voluntario endurecimiento; fue él que endureció su corazón (cf. Ex. 7:13, 22; 8:15, 19, 39, 32; 9:7). Fue a la séptima vez que Dios confirma la dureza de aquel corazón (Ex. 9:12). A partir de esa situación, habiendo endurecido Dios su corazón, no había más opción para él que el juicio divino, que pondría de manifiesto delante de todos la grandeza de Dios. Esto era algo sabido de antemano por Dios, por eso dijo anteriormente a Moisés: “Cuando hayas vuelto a Egipto, mira que hagas delante del Faraón todas las maravillas que he puesto en tu mano; pero yo endureceré su corazón, de modo que no dejará ir al pueblo” (Ex. 4:21). Las maravillas que Moisés hizo delante de Faraón no sirvieron para que reconociera el poder de Dios, sino que endureció su corazón contra la demanda divina, por tanto, fue instrumento para que Dios mostrase ante todos Su poder en él. Eso es lo que anteriormente había dicho a Moisés: “Y el corazón de Faraón se endureció y no los escuchó, como Jehová lo había dicho” (Ex. 7:13). El Señor conocía la dureza de rebeldía que Faraón había atesorado en su corazón:“Entonces Jehová dijo a Moisés: El corazón de Faraón está endurecido, y no quiere dejar ir al pueblo” (Ex. 7:14). No se trataba de una dureza impuesta por Dios, sino de una actitud voluntaria de Faraón. La actitud arrogante del monarca egipcio está claramente atestiguada por sus propias palabras: “¿Quién es Jehová para que yo oiga su voz y deje ir a Israel? Yo no conozco a Jehová, ni tampoco dejaré ir a Israel” (Ex. 5:2).
Sin duda Dios cumplió su propósito de manifestar Su poder y proclamar su nombre en toda la tierra por medio de Faraón. El poder especialmente mostrado sacando a Su pueblo esclavo, de Egipto, lugar de esclavitud (Dt. 6:21; 7:18-19; 11:4; Sal. 77:14-15; 135:9). El nombre de Dios fue proclamado ante las naciones en razón de lo que Dios hizo sobre los dioses de Egipto (Dt. 6:22; 11:3; 34:11), por tanto, los pueblos aprendieron la lección (1 S. 4:7-8).
De la misma forma ocurrió en los tiempos de Jesús, con el abierto rechazo de Israel al Mesías, a pesar de las señales mesiánicas hechas delante de todos, de modo que Dios confirmó el endurecimiento de Su pueblo (Jn. 12:39, 40) Ese endurecimiento fue la conformación divina a un continuo estado de incredulidad y rechazo consciente de Cristo (Jn. 12:37, 38).
Dios no actúa injustamente ni hace acepción de personas y mucho menos destina a unos para salvación y a otros para condenación. Su deseo no es la condenación del pecador, sino su salvación (Ez. 18:23, 32; 33:11; 1 Ti. 2:4; 2 P. 3:9). La obligación nuestra es aceptar la soberanía de Dios y no negar la responsabilidad del hombre. Nadie será condenado por voluntad divina sino por su pecado y ninguno podrá decir a Dios que no hizo lo suficiente para salvarle. El hombre se salva por gracia y se condena por incredulidad.



