La importancia de la verdad

La importancia de la verdad

6/12/2017

Por lo cual, desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo; porque somos miembros los unos de los otros. (Efesios 4:25)

¿Por qué es tan importante decir la verdad? Porque somos miembros los unos de los otros. Cuando no decimos la verdad entre nosotros, dañamos nuestra comunión. Por ejemplo, ¿qué sucedería si el cerebro le dijera que lo frío es caliente y lo caliente es frío? Cuando se bañara, moriría congelado o se cocería en agua hirviendo! Si su ojo decidiera enviar falsas señales a su cerebro, una peligrosa curva de la carretera pudiera parecer una recta, y se estrellaría. Dependemos de la sinceridad del sistema nervioso y de cada órgano del cuerpo.

El cuerpo de Cristo no puede funcionar con menos exactitud que eso. No podemos ocultar la verdad a los demás y esperar que la iglesia funcione debidamente. ¿Cómo podemos servirnos los unos a los otros, llevar las cargas los unos de los otros, cuidarnos mutuamente, amarnos, edificarnos, enseñarnos y orar los unos por los otros si no sabemos lo que está ocurriendo en la vida de los demás? Así que sea sincero, “siguiendo la verdad en amor” (Ef. 4:15).

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«Quien nos ha salvado y nos ha llamado con un llamamiento santo»

12 de junio

«Quien nos ha salvado y nos ha llamado con un llamamiento santo»

2 Timoteo 1:9 (LBLA)

El Apóstol utiliza el tiempo perfecto y dice: «Quien nos ha salvado». Los creyentes en Cristo Jesús son salvos. No se los considera como personas que se hallen en una posición de esperanza y que, al final, pueden ser salvados, sino que ya son salvos. La salvación no es una bendición que tenga que saborearse en el lecho de muerte y cantarse en el Cielo, sino algo que debe obtenerse, recibirse, ofrecerse y saborearse ahora. El cristiano es perfectamente salvo en el propósito de Dios: Dios lo ha destinado para la salvación, y ese propósito se ha cumplido. El cristiano es salvo también en cuanto al precio que se ha pagado por él. «Consumado es», ese fue el clamor de nuestro Salvador antes de morir. El creyente es también perfectamente salvo en Aquel que es la Cabeza del pacto divino; pues como cayó en Adán, así vive en Cristo. Esta completa salvación va acompañada de un llamamiento santo. Aquellos a quienes el Salvador salvó en la cruz son, a su debido tiempo, llamados por el poder del Espíritu Santo a la santidad. Dejan sus pecados y se esfuerzan por ser semejantes a Cristo; escogen la santidad, no por compulsión alguna, sino por el impulso de la nueva naturaleza que los lleva a regocijarse en la santidad tan naturalmente como antes se deleitaban en el pecado. Dios no los eligió ni los ha llamado porque fuesen santos, sino que los ha llamado para que pudiesen ser santos, y la santidad es la perfección producida por la obra divina en ellos. Las excelencias que vemos en un creyente son obra de Dios, como lo es también la Expiación. Así se revela admirablemente la plenitud de la gracia de Dios. La salvación tiene que ser por gracia, porque Dios es el autor de la misma. ¿Y qué motivo fuera de la gracia podrá moverlo a salvar al culpable? La salvación tiene que ser por gracia, porque el Señor actúa de tal manera que nuestra justicia queda completamente excluida. Tal es el privilegio del creyente: una salvación actual. Tal es la prueba de que ha sido llamado a gozarla: una vida santa.

Spurgeon, C. H. (2012). Lecturas vespertinas: Lecturas diarias para el culto familiar. (S. D. Daglio, Trad.) (4a edición, p. 172). Moral de Calatrava, Ciudad Real: Editorial Peregrino.

¿Necesitamos un Rey?

12 JUNIO

Deuteronomio 17 | Salmos 104 | Isaías 44 | Apocalipsis 14

Moisés contempla un tiempo futuro cuando la nación de Israel escogerá a un rey (Deuteronomio 17:14–20). No podía saber que, siglos después, cuando los israelitas pedirían un rey, sería por motivos equivocados – en primer lugar para que fuesen como las naciones alrededor. El resultado fue Saúl. Pero esa es otra historia.

Si el pueblo van a tener un rey, ¿qué clase de rey tendría que ser? (1) Debe ser un rey escogido por Dios mismo (17:15). (2) Debe ser israelita, “asegúrate de nombrar como rey a uno de tu mismo pueblo” (17:15), no un extranjero. (3) No debería acumular para sí mismo gran número de caballos, ed., amasar grandes fortunas y poder militar, especialmente si esto viene asociado con alianzas con poderes fácticos como Egipto, por ejemplo (17:16). (4) No debe tampoco acumular muchas esposas (17:17). No se trataba simplemente de la poligamia. En el antiguo Medio-Oriente, cuantas más esposas tenía un rey, mayor era su poder. Esta restricción, por tanto, es simultáneamente un límite del poder del rey y una advertencia de que tener muchas esposas entrañaba el riesgo de que su corazón se desviase (17:17). No era tanto porque las mujeres en cuestión sean intrínsecamente malas; más bien, por la probabilidad de que un rey que busca esposa, se case con princesas de casas nobles de las naciones colindantes que traerán sus creencias paganas. Con este trasfondo, el corazón del rey se desviará. Esto es exactamente lo que ocurrió en el caso de Salomón. (5) Al subir al trono, lo primero que el rey debería hacer sería escribir, para sí mismo, en hebreo, una copia de “esta ley” – ya sea el libro de Deuteronomio o todo el Pentateuco. Tras hacer esto, debería leerla cada día durante el resto de su vida (17:18–20). Los múltiples propósitos detrás de esta obligación resultan muy explícitos: para que reverencie al Señor su Dios, siga sus palabras con diligencia, y, por consiguiente, no se considere superior a sus conciudadanos, ni se desvíe de la ley. El resultado del cumplimiento de estas obligaciones sería una dinastía duradera.

Es difícil imaginarse hasta qué punto la historia de Israel habría sido diferente si cada uno de estos cinco criterios hubiese sido fielmente cumplido por cada rey que subió al trono de David. Pasaría un milenio y medio antes de que en Israel apareciera un rey que sería el Siervo escogido de Yahvé, alguien que “en todo se asemejara a sus hermanos” (Hebreos 2:17), un simple artesano sin riquezas ni poder, un hombre no seducido en absoluto por la belleza, por el poder ni por el paganismo (a pesar de los ataques tremendamente virulentos por parte de Satanás), un hombre inmerso en las Escrituras desde su juventud, y que seguía todas las palabras de Dios. ¡Cómo necesitamos un rey así!

Carson, D. A. (2013). Por amor a Dios: Devocional para apasionarnos por la Palabra. (R. Marshall, G. Muñoz, & L. Viegas, Trads.) (1a edición, Vol. I, p. 163). Barcelona: Publicaciones Andamio.

Vigilar a los hijos

12 Junio 2017

Vigilar a los hijos
por Charles R. Swindoll

1 Samuel 3:1-18

Elí era un gran predicador un excelente sacerdote. Como sumo sacerdote, tenía la responsabilidad, cada año, de entrar en el lugar santísimo para ofrecer un sacrificio expiatorio a favor de la nación. Nadie más tenía ese privilegio. Elí juzgaba, enseñaba al pueblo los asuntos que tenían que ver con el culto, orientaba, tenía toda su vida dedicada a servir en el tabernáculo de Dios y a atender las necesidades de su pueblo. Pero era un padre pasivo e indiferente que consentía a sus hijos. ¡Esos jóvenes eran toda una joya!

Según la ley de Moisés, ellos debían quemar el sebo como una ofrenda, y tomar del altar lo que no hubiera sido quemado. De esta manera, habrían de recibir lo que el Señor les daba. Pero los indignos hijos de Elí desafiaban el mandamiento de Dios, y se reservaban los mejores pedazos de carne para su mesa.

Además de su atrevido irrespeto por los sacrificios a Dios, eran unos perversos que se aprovechaban sexualmente de las mujeres que venían a adorar al Señor. Y lo  hacían sin ninguna vergüenza, en la misma casa de Dios. ¡Y Elí sabía! Uno pensaría que un verdadero hombre de Dios como Elí estaría indignado. Recuerde que él también servía como juez de Israel, lo que significaba que su responsabilidad era hacer justicia en nombre de Dios. De modo que estos lujuriosos e impúdicos hijos debían haber sido llevados a las afueras de la ciudad y ahí apedreados hasta morir. Sin embargo, lo que recibieron fue una leve reprimenda. Qué lástima, ¿no lo cree?

Dios ha preservado para nosotros historias fascinantes con el propósito de dejarnos lecciones perdurables. Los padres, en particular, deben prestarles atención. He notado que la parálisis del liderazgo de Elí es común. . .  aun entre los que están en el ministerio. Como padre cuyo llamamiento es el servicio al Señor, la misión que me he trazado es evitar el fracaso que tuvo Elí. Le aconsejo que haga lo mismo.

Para evitar la suerte de Elí, cada uno de nosotros tiene que reconocer que nuestras familias pueden fácilmente terminar como la de Elí. Sí, cualquiera puede destruirse: La de un diácono, la de un anciano, la de un pastor, la de un misionero, la de un padre que camina con Dios y que se entrega por completo a su iglesia, ya sea pobre, rica, saludable, tensa; y esto incluye también a su familia.

Tomado del libro Buenos Días con Buenos Amigos (El Paso: Editorial Mundo Hispano, 2007). Con permiso de la Editorial Mundo Hispano (www.editorialmh.org). Copyright © 2017 por Charles R. Swindoll Inc. Reservados mundialmente todos los derechos.

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Ayúdame en mi incredulidad

JUNIO, 12

Ayúdame en mi incredulidad

Devocional por John Piper

Porque en virtud de la gracia que me ha sido dada, digo a cada uno de vosotros que no piense más alto de sí que lo que debe pensar, sino que piense con buen juicio, según la medida de fe que Dios ha distribuido a cada uno. (Romanos 12:3)

En el contexto de este versículo, Pablo está preocupado porque las personas estaban pensando «más alto de sí que lo que debe[n] pensar». Según Pablo la cura para este orgullo es afirmar que no solo son los dones espirituales la obra de la gracia libre de Dios, sino que también lo es la misma fe con la que hacemos uso de esos dones.

Esto significa que no existe ninguna razón para jactarnos. ¿Cómo podemos jactarnos si hasta el requisito necesario para recibir los dones también es un don?

Esta verdad impacta de manera profunda nuestra forma de orar. Jesús nos da el ejemplo en Lucas 22:31-32. Antes de que Pedro lo negara tres veces, Jesús le dijo: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti para que tu fe no falle; y tú, una vez que hayas regresado, fortalece a tus hermanos».

Jesús ora para que la fe de Pedro fuera sostenida incluso a través del pecado, porque sabía que es Dios quien sostiene la fe. Por lo tanto, deberíamos orar así por nosotros mismos y por los demás.

Por eso es que el padre del muchacho epiléptico clamó: «Creo; ayúdame en mi incredulidad» (Marcos 9:24). Esa es una buena oración: reconoce que sin Dios no podemos creer como debemos creer.

Oremos a diario: «Señor, gracias por mi fe. Sostenla. Fortalécela. Profundízala. No dejes que me falte. Hazla el poder de mi vida, para que en todo lo que yo haga seas glorificado como el gran Dador. Amén».

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Jesús habla a las mujeres (7) – “Ni yo te condeno”

Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más.

Juan 8:10-11

Jesús habla a las mujeres (7) – “Ni yo te condeno”

Juan 8:1-11

Unos hombres religiosos llevaron a Jesús una mujer que había sido sorprendida en flagrante delito de adulterio. Querían que Jesús cayese en la trampa: a él, quien traía la gracia, querían ponerlo en contradicción con la Ley divina.

La acusación había sido pronunciada, el círculo de los acusadores y la mujer presentada ante Jesús estaban esperando. Jesús se agachó y escribió con el dedo en la tierra.

El silencio era tenso… Los acusadores insistieron, entonces Jesús se levantó y dijo: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (v. 7). Luego volvió a escribir, y su silencio fue más elocuente que las palabras.

¡Ellos también se callaron! Y salieron “uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros” (v. 9). Ahora, ¿tenían un juicio más justo sobre sí mismos?

¡Solo había uno que no tenía pecado! Solo había uno que podía condenar. ¡Y se abstuvo de hacerlo! Jesús no vino para condenar, sino para salvar. Pudo perdonar a la acusada e invitarla a tomar un nuevo camino: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (v. 11).

Un nuevo futuro se abría ante esta mujer que no tenía ninguno. ¡Para ella y para los hombres que de repente se habían quedado en silencio, era posible empezar de nuevo! ¡Y para usted, sea quien sea, también! Todos nosotros, que a menudo somos tan hipócritas, ¡podemos volver a empezar!

2 Reyes 13 – Efesios 1 – Salmo 69:29-36 – Proverbios 17:5-6

2 Reyes 12 – Romanos 16 – Salmo 69:19-28 – Proverbios 17:3-4© Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
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