26 JUNIO

Deuteronomio 31 | Salmo 119:97–120 | Isaías 58 | Mateo 6
Reflexionemos por un momento en las maneras muy diversas que Dios proveyó a Israel para ayudarles a recordar lo que había hecho para liberarlos y el carácter de la alianza que se habían comprometido obedecer.
Estaba el propio tabernáculo (más tarde el templo), con sus reglas y fiestas cuidadosamente prescritas: la alianza no era un sistema filosófico abstracto sino que se materializaba mediante ciertos rituales religiosos celebrados con regularidad. La nación se había constituido de tal manera que los Levitas estaban repartidos entre las demás tribus y les correspondía a ellos la tarea de enseñar la Ley a todo el pueblo. Las tres fiestas principales estaban diseñadas de tal manera que servían para reunir al pueblo en el tabernáculo central o en el templo, donde tanto los ritos como la lectura de la ley constituían un recordatorio muy poderoso (Deuteronomio 31:11). De vez en cuando, Dios enviaba a jueces y a profetas, a quienes él había revestido de poder, para llamar al pueblo a un compromiso renovado con la alianza. A las familias se les enseñaba con empeño cómo transmitir a sus niños la historia heredada, de modo que las generaciones, que jamás hubiesen visto ninguna manifestación del poder de Dios cuando el Éxodo, se instruyesen no obstante acerca de ello, y lo reclamasen como suyo. Además, las bendiciones de Dios fluirían de la obediencia, mientras la desobediencia conllevaría los juicios de Dios, por lo cual las circunstancias reales de la comunidad tenían como propósito inducir la reflexión y el autoexamen. Se establecía una legislación que fomentase una consciencia de separación por parte de la nación naciente con respecto a las demás naciones, irguiéndose ciertas barreras que impidiesen al pueblo dejarse contaminar con facilidad por las prácticas paganas que le rodeaba. A través de acontecimientos singulares –como los gritos antifonales en los montes de Gerizim y Ebal al entrar a tomar posesión de la tierra (ver la meditación del 22 de Junio)– se pretendía inculcar, en la memoria colectiva del pueblo, la fidelidad a la alianza.
Pero aquí se añade una disposición más. Al saber Dios que, tarde o temprano, el pueblo acabaría por rebelarse, manda a Moisés escribir un cántico de tanta fuerza y contenido que se convertirá en un tesoro nacional –y que sería un testimonio cantado contra ellos mismos (31:19–22)–. Alguien ha dicho, “Dejadme escribir los cánticos de la nación, y poco me importa quién escribe las leyes”. Se trata de un aforismo algo exagerado, por supuesto, pero contiene gran perspicacia. Este será el propósito del siguiente capítulo, Deuteronomio 32. Los israelitas aprenderán que, por así decirlo, su propio himno nacional será lo que les condenará si desoyen todas las demás llamadas a recordar y a obedecer.
¿Cuáles son las disposiciones, tanto en las Escrituras como en la historia, que Dios ha puesto al alcance de los herederos de la nueva alianza para que recordemos y obedezcamos? Reflexionemos en ellos. ¿Cómo los estamos utilizando? Entre los cánticos que cantamos, ¿Cuáles son los cánticos que nos ayudan a poner en práctica este principio, que instruyen al pueblo de Dios en asuntos realmente sustanciosos y que van más allá del mero sentimentalismo?
Carson, D. A. (2013). Por amor a Dios: Devocional para apasionarnos por la Palabra. (R. Marshall, G. Muñoz, & L. Viegas, Trads.) (1a edición, Vol. I, p. 177). Barcelona: Publicaciones Andamio.