Arrepiéntete o perecerás | A.W. Pink

ARREPIÉNTETE O PERECERÁS

A.W. Pink

(1886-1952)
“Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lucas 13:3).

Estas fueron las palabras del Hijo de Dios encarnado. Nunca han sido canceladas, ni lo serán mientras exista este mundo. El arrepentimiento es absolutamente necesario si el pecador ha de hacer paz con Dios (Isa. 27:5), porque arrepentirse es echar a tierra las armas de rebelión contra Él. El arrepentimiento no salva, sin embargo ningún pecador jamás fue ni será salvado sin el mismo. Sólo Cristo salva, pero un corazón no arrepentido no lo puede recibir.

Un pecador no puede creer verdaderamente hasta que se arrepiente. Esto es visto claramente en las palabras de Cristo respecto a su precursor: “Porque vino a vosotros Juan en camino de justicia, y no le creísteis; y los publicanos y las rameras le creyeron; y vosotros viendo esto, no os arrepentisteis después para creerle” (Mateo 21:32). Es evidente también en su llamado autoritario, (claro y fuerte como eran las órdenes que se pregonaban a son de trompeta), que hizo en Marcos 1:15: “Arrepentíos y creed en el evangelio.” Es por esto que el apóstol Pablo testificaba “acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo” (Hechos 20:21). No te equivoques en este punto, estimado lector; Dios “ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (Hechos 17:30).

Al exigirnos el arrepentimiento, Dios reclama sus derechos justos sobre nosotros. Él es infinitamente digno de amor y honor supremo, y de obediencia universal. Maliciosamente se lo hemos negado. Nos requiere tanto un reconocimiento del mismo, como un cambio al respecto. Es necesario confesar y acabar con nuestro desapego para Él y nuestra rebelión contra Él. Así que, el arrepentimiento es darnos cuenta sinceramente de haber fracasado espantosamente, a través de toda la vida, en darle a Dios su puesto legítimo en nuestro corazón y vida cotidiana.

La justicia de la demanda de Dios para mi arrrepentimiento es evidente si consideramos la naturaleza infame del pecado. El pecado es una renuncia de Aquél que me formó. Es negarle su derecho de gobernarme. Es mi determinación de agradarme a mi mismo, y por lo tanto es rebeldía contra el Todopoderoso. El pecado es anarquía espiritual, y menosprecio total por la autoridad de Dios. Es decir en mi corazón: “No me importa lo que Dios requiere; voy a hacer todo a mi manera. No me importan cuales sean sus derechos en mi vida; voy a ser mi propio señor.” Lector, ¿te das cuenta que has vivido así?

El arrepentimiento verdadero surge cuando, por la obra del Espíritu Santo en el corazón, nos damos cuenta sinceramente de que el pecado es sobremanera pecaminoso, y de lo terrible que es ignorar las demandas y desafiar la autoridad de Aquél que nos formó. Por lo tanto, consiste en un odio y horror santo por el pecado, y en una tristeza profunda por él. Además, consiste en la confesión honesta de él delante de Dios, y en un abandono sincero y completo del mismo. Dios no nos perdona hasta que esto se realiza. “El que encubre sus pecados no prosperará; Mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Prov. 28:13). En el verdadero arrepentimiento el corazón se vuelve a Dios y confiesa: “He ido en pos de un mundo vano que no puede satisfacer las necesidades de mi alma. Te abandoné a tí, la Fuente de Aguas de vida, yendo tras cisternas rotas que no retienen agua. Ahora reconozco y lamento mi necedad.” Y además, dice: “He sido un sujeto desleal y rebelde, pero ya no lo seré más. Ahora deseo y me propongo servirte y obedecerte con todas mis fuerzas, como mi único Señor. Dependo de tí como mi Porción presente y eterna.”


Lector, profese ser cristiano o no, la opción es: arrepentirte o perecer. Para cada uno de nosotros, seamos miembros de alguna iglesia o no, no hay otra alternativa más que volverme o quemarme. Tienes que apartarte de caminar conforme a tu propia voluntad y gusto, y volverte a Dios con el corazón quebrantado, buscando su misericordia en Cristo. Tienes que volverte con el corazón plenamente decidido a agradarle y servirle a Él. De lo contrario, serás atormentado día y noche por los siglos de los siglos en el lago de fuego. ¿Cuál de los dos será? ¡Oh! arrodíllate ahora mismo y ruégale a Dios que te dé el espíritu de verdadero arrepentimiento.

Aquellos cuyo corazón esté endurecido por el pecado descubrirán, a su pesar, que “la ira del Cordero” existe (Apocalipsis 6:16). | RYLE J.C.

Mateo 18:1–14. Lo primero que se nos enseña en estos versículos es la necesidad de la conversión, y de que esta se manifieste por una humildad como la de un niño. Los discípulos fueron a nuestro Señor con la pregunta: “¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?”.

Hablaron como hombres cuyo entendimiento estuviera solo a medias, y llenos de expectativas carnales. Recibieron una respuesta calculada para despertarlos de su fantasía, una respuesta que contiene una verdad fundamental del cristianismo: “Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (LBLA).

Dejemos que estas palabras penetren muy profundamente en nuestros corazones. Sin conversión, no hay salvación. Todos necesitamos un cambio radical de nuestra naturaleza: tal y como es, no tiene ni fe en Dios, ni temor a Él, ni amor por Él. “Nos es necesario nacer de nuevo” (cf. Juan 3:7). Tal y como somos, estamos absolutamente incapacitados para habitar en la presencia de Dios. El Cielo está cerrado para nosotros a menos que nos “convirtamos”. Y esto es así para todos los grupos, clases y rangos de la Humanidad: todos nacen en pecado y son hijos de ira, y todos ellos, sin excepción, necesitan nacer de nuevo y ser hechos criaturas nuevas. Tiene que hacérsenos entrega de un corazón nuevo, y tiene que ponerse en nuestro interior un espíritu nuevo; las cosas viejas tienen que pasar, y todas han de ser hechas nuevas. Es bueno haber sido bautizado y haber entrado a formar parte de la Iglesia cristiana, y hacer uso de los medios de gracia cristiana, pero, con todo, ¿“nos hemos convertido”?

¿Queremos saber si nos hemos convertido de veras? ¿Queremos saber cuál es el método con el que debemos ponernos a prueba? El indicio más seguro de una conversión auténtica es la humildad. Si de verdad hemos recibido el Espíritu Santo, se verá en que nuestra actitud es mansa y parecida a la de un niño. Como los niños, tendremos una opinión humilde respecto a nuestra sabiduría y nuestras fuerzas, y dependeremos mucho de nuestro Padre en los cielos. Como los niños, no buscaremos grandes cosas en este mundo, sino que teniendo sustento y abrigo, y el amor de un Padre, estaremos contentos con eso. ¡Es, ciertamente, una prueba que llega hasta lo más hondo de nuestros corazones! Pone al descubierto la irrealidad de muchas presuntas conversiones. Es fácil convertirse de un partido político a otro, de una secta a otra, de tener una opinión a tener otra distinta, pero tales “conversiones” no salvan el alma de nadie. Lo que todos necesitamos es una conversión del orgullo a la humildad, de tener un alto concepto de nosotros mismos a tener uno más bajo, de la presunción a la modestia, de pensar como el fariseo a pensar como el publicano. Es una conversión de ese tipo la que tenemos que experimentar, si deseamos ser salvos. Esas son las conversiones que proceden del Espíritu Santo.
La siguiente cosa que se nos enseña en estos versículos es el grave pecado de poner obstáculos en el camino de los creyentes. Las palabras del Señor Jesús respecto a este punto son particularmente solemnes: “¡Ay del mundo por los tropiezos! […] ¡Ay de aquel hombre por quien viene el tropiezo!”.

Ponemos “tropiezos” u obstáculos en el camino de las almas de los hombres siempre que hacemos algo que los aparta de Cristo, o que los desvía del camino de la salvación, o que les hace sentir repulsión por la verdadera religión. Puede que lo hagamos directamente, al perseguir, ridiculizar, rebatir o disuadir su voluntad de servir a Cristo; o puede que lo hagamos indirectamente, al vivir de una forma que no concuerda con nuestra profesión de fe, o al hacer con nuestra conducta que el cristianismo no sea atractivo ni agradable. Siempre que hagamos algo así, estaremos cometiendo, según se deduce claramente de las palabras de nuestro Señor, un pecado grave.

Hay algo realmente temible en la doctrina que aquí se expone; debería despertarnos el deseo de someternos a un exhaustivo examen de conciencia. No basta con desear hacer el bien en este mundo: ¿estamos completamente seguros de no estar haciendo algún daño? Quizá no persigamos abiertamente a quienes sirven a Cristo, ¿pero estamos perjudicando a alguien con nuestra actitud o nuestro ejemplo? Es horrible pensar en el daño que puede llegar a hacer una sola persona cuya vida no concuerde con su profesión religiosa. Tal persona le da un buen pretexto al infiel, le da al hombre mundano una excusa para mantenerse en su indecisión, pone freno a quienes andan buscando la salvación y causa desánimo a los santos. Es, en definitiva, un sermón vivo, pero un sermón del diablo. Solo cuando llegue el día final se revelará la tremenda perdición de almas que los “tropiezos” habrán producido en la Iglesia de Cristo. Una de las acusaciones que Natán presentó contra David fue esta: “Has dado ocasión de blasfemar a los enemigos del Señor” (2 Samuel 12:14 LBLA).

La siguiente cosa que se nos enseña en estos versículos es la realidad del castigo futuro, después de la muerte. Nuestro Señor utiliza dos expresiones muy duras al hablar de esto. Habla de “ser echado en el fuego eterno” y también de “ser echado en el infierno de fuego”.

El significado de esas palabras es claro, inconfundible. En el mundo venidero existe un lugar de indescriptible sufrimiento, al que serán enviados para siempre quienes hayan muerto sin haberse arrepentido y sin haber creído. En la Escritura se revela un “hervor de fuego” que antes o después devorará a todos los adversarios de Dios (Hebreos 10:27). La misma fiable Palabra que ofrece un Cielo para todos aquellos que se arrepientan y se conviertan declara con total claridad que habrá un Infierno para todos los impíos.

No nos dejemos engañar por nadie que nos venga con palabras vanas acerca de tan terrible cuestión. En estos últimos días se han levantado hombres que niegan la eternidad de ese castigo futuro, repitiendo el viejo argumento del diablo de que no moriremos (cf. Génesis 3:4). No cedamos ante sus razonamientos, por muy convincentes que suenen. Mantengámonos firmes en “las sendas antiguas”. El Dios de amor y de misericordia es también un Dios de justicia: Él, con toda certeza, “dará la paga”. El diluvio en tiempos de Noé y la destrucción de Sodoma por el fuego tenían por objeto mostrarnos lo que Dios hará un día. Ninguna otra boca ha hablado con tanta claridad acerca del Infierno como la de Cristo. Aquellos cuyo corazón esté endurecido por el pecado descubrirán, a su pesar, que “la ira del Cordero” existe (Apocalipsis 6:16).

Lo último que se nos enseña en estos versículos es el valor que Dios da aun al más pequeño y humilde de los creyentes. “No es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos, que se pierda uno de estos pequeños”.
El propósito de estas palabras es alentar a todos los verdaderos cristianos, no solo a niños pequeños. El contexto en el que se encuentran —la parábola de las noventa y nueve ovejas y una que se descarrió— parece indicárnoslo sin dejar lugar a dudas. Su propósito es mostrarnos que nuestro Señor Jesús es un Pastor que cuida con mucho amor a cada una de las almas que se le han confiado. Él quiere tanto a la más joven, a la más débil y a la más enclenque de su rebaño como a la más fuerte; no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de su mano. Él las guiará con cuidado por el desierto de este mundo, y no las fatigará ni un solo día, para que no muera ninguna de ellas (cf. Génesis 33:13). Él las llevará en sus brazos al atravesar todas las dificultades, y las defenderá de todos sus enemigos. Aquello que dijo una vez se cumplirá literalmente: “De los que me diste, no perdí ninguno” (Juan 18:9).

Teniendo semejante Salvador, ¿quién temerá comenzar a esforzarse por ser un buen cristiano? Teniendo semejante Pastor, ¿quién, que haya comenzado a hacerlo, temerá perderse?

Ryle, J. C. (2001). Meditaciones sobre los Evangelios: Mateo (P. E. González, Trad.; pp. 243-248). Editorial Peregrino.