El hombre que no puede salvarse a sí mismo salva a los demás | D.A. Carson

El hombre que no puede salvarse a sí mismo salva a los demás (Mt. 27:41–42)

La burla continúa en los versículos 41 y 42: “De la misma manera se burlaban de Él los jefes de los sacerdotes, junto con los maestros de la ley y los ancianos. ‘Salvó a otros —decían—, ¡pero no puede salvarse a sí mismo! ¡Y es el Rey de Israel! Que baje ahora de la cruz, y así creeremos en Él’ ”. ¿Cómo definimos hoy día el verbo “salvar”? Si le preguntáramos al azar a una persona en las calles de la ciudad lo que significa “salvar”, ¿cuál sería la respuesta? Un notario podría decir que es firmar o poner las iniciales de uno al final de un documento para que valga lo enmendado o añadido. El portero del equipo de fútbol salva el partido al evitar que se anote un gol. Un corredor podría pensar en recorrer la distancia entre dos puntos o saltar (“salvar”) una valla en su carrera. Si le preguntáramos a un historiador, podría pensar en hacer la salva a la comida o bebida de los reyes. Las personas que se mencionan en los versículos 41 y 42, desde luego, no se refieren a ninguna de esas cosas. Lo que dicen es que Jesús aparentemente “salvó” a muchas otras personas —sanó a los enfermos, echó fuera demonios, alimentó a los hambrientos, incluso resucitó algunos muertos— pero ahora no era capaz de “salvarse” a sí mismo de la ejecución. No debía ser muy buen Salvador, entonces. Por lo tanto, aun su aseveración formal de que Jesús “salvó” a otros, la pronuncian con ironía en un contexto que le hace aparecer como incapaz. Este supuesto Salvador resultó ser una desilusión y un fracaso y, una vez más, los allí presentes disfrutaron de sus burlas ingeniosas. Nuevamente, los que se burlan dicen más de lo que saben. Mateo sabía, los lectores sabemos y Dios sabe que, en un sentido profundo, si Jesús ha de salvar a los demás, realmente no puede salvarse a sí mismo. Debemos empezar por ver la manera en que el propio Mateo introduce el verbo “salvar”. La primera vez que aparece es en el primer capítulo del libro. Dios le dice a José que el bebé en el vientre de su prometida ha sido engendrado por el Espíritu Santo. Además, le da instrucciones adicionales: “Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados” (1:21). “Jesús” es la versión griega de “Josué”, que significa algo así como “YHVH salva”. Al anunciar este significado de manera tan clara al principio de su Evangelio, Mateo les informa a sus lectores sobre la misión de Jesús el Mesías, ya que reporta la razón por la cual Dios mismo le puso nombre: Jesús vino a salvar a su pueblo de sus pecados. Debemos leer todo el Evangelio de Mateo con este anuncio inicial en mente. Si en Mateo 2, el niño Jesús de cierta manera recapitula el descenso de Israel a Egipto, es su manera de identificarse con ellos porque vino a salvar a su pueblo de sus pecados. Si experimenta tentaciones por parte de Satanás y vence sobre ellas, es porque debe mostrarse apartado del pecado—por más tentado que esté— para poder salvar a su pueblo de sus pecados. Si en Mateo 5 al 7 —conocido como el Sermón del Monte— Jesús ofrece incomparables y articulados preceptos del reino de los cielos y de cómo éste llena las expectativas del Antiguo Testamento es, en cierta manera, porque la transformación de las vidas de los seres humanos pecaminosos es parte de la misión de Jesús: Él vino a salvar a su pueblo de sus pecados, tanto de la práctica pecaminosa como de la culpa. Si en los capítulos 8 y 9 Mateo presenta una serie de milagros de sanidad y poder repletos de símbolos, es porque revocar la enfermedad y destruir demonios son componentes inevitables de salvar a su pueblo de sus pecados. Es por eso que Mateo 8:17 cita a Isaías 53:4: “Él cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores”, porque su nombre es Jesús —“YHVH Salva” y vino a salvar a su pueblo de sus pecados—. Si Mateo 10 habla acerca de una misión de entrenamiento, es porque ésta forma parte de la preparación para la extensión del ministerio terrenal de Jesús hacia el futuro, cuando se prediquen las buenas nuevas del evangelio del reino a todo el mundo, porque Jesús vino a salvar a su pueblo de sus pecados. De esta manera podemos analizar todos los capítulos del Evangelio de Mateo y aprender la misma lección una y otra vez: Jesús vino a salvar a su pueblo de sus pecados. Mateo sabía esto, los lectores lo sabemos y Dios lo sabe. Sabemos que Jesús estuvo colgado en esa cruz maldita porque vino a salvar a su pueblo de sus pecados. Incluso las palabras de institución de la última cena nos preparan para entender la importancia de la sangre de Jesús vertida en la cruz: “Esto es mi sangre del pacto, que es derramada por muchos para el perdón de pecados” (26:28). Para usar el lenguaje de Pedro, Jesús murió —el justo por los injustos— para acercarnos a Dios; para usar las palabras del propio Jesús, vino a dar su vida en rescate por muchos. Cuando yo era niño tenía una imaginación muy retorcida, aún más retorcida, sospecho, que ahora. A veces me gustaba leer una historia, detenerme en un punto crucial de la narración y preguntarme cómo se desarrollaría si cambiaran ciertos puntos determinantes. Mi historia bíblica favorita para hacer este ejercicio, un tanto dudoso, era la crucifixión de Jesús. Los que se burlaban gritaban con ironía y sarcasmo: “Salvó a otros ¡pero no puede salvarse a sí mismo! ¡Y es el Rey de Israel! Que baje ahora de la cruz, y así creeremos en Él”. En mi mente me imaginaba a Jesús recobrando sus fuerzas y saltando de la cruz, sano y exigiendo su ropa. ¿Qué pasaría? ¿Cómo se desarrollaría la trama en ese caso? ¿Creerían en Él? En un nivel, por supuesto que sí; ésta sería una demostración de poder extraordinaria y convincente. Seguramente los que antes se burlaban habrían huido rápidamente de la escena. Pero, en el sentido cristiano completo, ¿creerían en Él? ¡Por supuesto que no! Creer en Jesús, en el sentido cristiano, significa confiar plenamente en Él como Aquél que cargó nuestro pecado en su propio cuerpo en ese madero, como Aquél cuya vida, muerte y resurrección —ofrecida en nuestro lugar— nos ha reconciliado con Dios. Si Jesús hubiera saltado de la cruz, los que estaban allí observando no hubieran podido creer en Él en ese sentido, porque Él no se habría sacrificado por nosotros, de manera que no habría nada en lo cual confiar, aparte de nuestra inútil y vacía auto-justificación. De repente, las palabras de burla adquieren un nuevo peso y significado. “Salvó a otros —decían— pero no puede salvarse a sí mismo”. La ironía más profunda es que, en un sentido que ellos no comprendían, estaban diciendo la verdad. Si Él se hubiera salvado a sí mismo, no hubiera podido salvar a los demás; la única manera de salvar a otros era precisamente renunciando a salvarse a sí mismo. En la ironía detrás de la ironía intencional de los que se burlaban, expresaron una verdad que ellos mismos no vieron. El hombre que no puede salvarse a sí mismo salva a otros. Una de las razones por las cuales estaban tan ciegos es que ellos pensaban en términos de restricciones meramente físicas. Cuando decían que “no puede salvarse a sí mismo”, querían decir que los clavos lo sujetaban, los soldados evitaban un rescate y su debilidad e incapacidad garantizaban su muerte. Para ellos, las palabras “no puede salvarse a sí mismo” expresaban una imposibilidad física. Pero aquellos que conocen a Jesús son plenamente conscientes de que ni los clavos ni los soldados podían detener el camino de Emmanuel. La verdad es que Jesús no podía salvarse a sí mismo, no por algún impedimento físico, sino por un imperativo moral. Vino a cumplir la voluntad de su Padre y no iba a permitir que le desviaran de esta misión. Aquél que clamó con angustia en el huerto de Getsemaní: “Hágase tu voluntad y no la mía” estaba comprometido con un mandato moral de parte de su Padre celestial, tanto así que, al final, era impensable desobedecer. No fueron los clavos lo que sujetaron a Jesús a esa horrible cruz; fue su decisión incondicional, por amor a su Padre, de cumplir Su voluntad y, dentro de ese marco, fue su amor por los pecadores como yo. Realmente, no podía salvarse a sí mismo. Quizás parte de nuestra dificultad en comprender esta verdad se debe a que la noción del imperativo moral se ha disipado mucho en el pensamiento occidental. ¿Habéis visto la película Titanic que dirigió James Cameron? Este gran barco estaba lleno de las personas más adineradas del mundo y, según la película, mientras se hundía el barco, los hombres ricos comenzaron a pelear por los pocos e inadecuados botes salvavidas, dando empujones a las mujeres y los niños en su deseo desesperado de sobrevivir. Los marineros británicos sacaron sus pistolas y dispararon al aire gritando: “¡Fuera! ¡Fuera! ¡Las mujeres y los niños primero!”. En realidad, esto no sucedió así. El testimonio unánime de los sobrevivientes afirma que los hombres se quedaron atrás, animando a las mujeres y a los niños a subir a los botes salvavidas. John Jacob Astor —el hombre más rico del mundo en su época, algo así como Bill Gates en nuestros tiempos— estuvo allí. Arrastró a su esposa hasta uno de los botes, la montó y se retiró del lugar. Alguien le instó a que se metiera en el bote con ella. Él rehusó hacerlo, pues había pocos botes y debían hacer subir primero a las mujeres y a los niños. Se quedó en el barco y se ahogó. El filántropo Benjamin Guggenheim estuvo presente. Viajaba con su amante pero, al percibir que probablemente no sobreviviría, le dijo a uno de sus sirvientes: “Dile a mi esposa que Benjamin Guggenheim conoce su deber” y se quedó en el barco y se ahogó. No hay un solo relato de algún hombre rico que desplazara a las mujeres y los niños en su afán por sobrevivir. Cuando se reseñó la película en el periódico New York Times, el crítico se preguntó por qué el productor y el director de la película habían tergiversado tan descaradamente la historia en este aspecto. Dijo que la escena, tal y como se había planteado, no hubiera sido posible. ¿Marineros británicos sacando pistolas? La mayoría de los policías británicos no llevan pistolas y los marineros británicos definitivamente que tampoco. ¿Por qué, entonces, distorsionaron intencionadamente la historia? Y luego el crítico respondió a su propia pregunta: si el productor y el director hubieran mostrado la realidad, nadie les hubiera creído. Rara vez he leído una acusación más condenatoria hacia el desarrollo de la cultura occidental —particularmente la anglosajona— en el último siglo. Hace cien años, nuestra cultura preservaba bastantes residuos de la virtud cristiana de sacrificarse a uno mismo por el bien de los demás, del imperativo moral que busca el bien ajeno por encima del propio. De manera que tanto cristianos como no creyentes entendían que era honroso —aunque común y corriente— elegir la muerte por el bien de otros. Tan sólo un siglo más tarde dicha acción se ha vuelto tan inverosímil que ha sido necesario tergiversar la historia. Hemos llegado a una etapa en la que no se entiende fácilmente lo que es un imperativo moral, interno y poderoso. No debe sorprendernos, entonces, que haya que explicar y justificar la obligación moral bajo la cual operó Jesús. Más aún, los cristianos de hoy día entenderán que el cristianismo bíblico y auténtico no se trata nunca de normas ni reglas, de una liturgia pública ni de la moralidad privada. El cristianismo bíblico conlleva la transformación de hombres y mujeres, personas que disfrutan de naturalezas regeneradas por el poder del Espíritu de Dios. Queremos agradar a Dios, queremos ser santos, queremos confesar que Jesús es el Señor. En fin, por la gracia asegurada en la cruz de Cristo, nosotros mismos experimentamos algo de ese imperativo moral transformador: aprendemos a odiar y a temerle a los pecados que antes amábamos, ansiamos la obediencia y la santidad que antes detestábamos. Tristemente, somos terriblemente inconsistentes en todo esto, pero hemos probado un poco de los poderes de la era venidera, por lo cual sabemos cómo se siente tener un imperativo moral transformador en nuestras vidas y anhelamos su perfección en el triunfo final de Cristo. Es por esto que los cristianos nos regocijamos en esta doble ironía: el hombre que no puede salvarse a sí mismo salva a los demás.

Carson, D. A. (2011). Escándalo: La Cruz y la Resurrección de Jesús (G. Muñoz, Trad.; 1a Edición, pp. 26-31). Publicaciones Andamio.