Para saber por qué el 31 de octubre celebramos el día de la Reforma, necesitamos volver casi 500 años al pasado y conocer un poco la historia de Martín Lutero.
Lutero fue un monje atormentado por la santidad de Dios y su propio pecado. Él buscaba la reconciliación con Dios a través de sus esfuerzos personales. Vivía en la ciudad de Wittenberg en Alemania, donde recibió su doctorado en teología en 1512, y empezó a enseñar la Biblia como profesor, cargo que mantuvo hasta el día de su muerte.
En 1517, la vida de la pequeña ciudad de Wittenberg empezaría a cambiar. Aquel año, el Papa León X autorizó reducciones en el castigo por los pecados a las personas que diesen dinero para la construcción de la Basílica de San Pedro en Roma. La forma en que se vendían y promocionaban estas reducciones, conocidas como indulgencias, resultó escandalosa para Lutero. «Tan pronto caiga la moneda a la cajuela, el alma del difunto al cielo vuela», exclamaba en público Juan Tetzel, el principal encargado de la venta de indulgencias.
95 tesis que hicieron historia
El 31 de octubre del año 1517, Lutero clavó 95 tesis al respecto en la puerta de la iglesia del castillo en Wittenberg. Todos los que fueron a la iglesia al día siguiente, el Día de los Santos según el calendario, vieron las tesis. Era normal clavar avisos en las puertas de la iglesia, pero aquel martillo cambiaría la historia.
Las tesis estaban en latín, la lengua de los estudiosos. Lutero quería un debate académico y no una revuelta pública. En sus tesis argumentó que el arrepentimiento requerido por Dios para el perdón de los pecados involucra una actitud interna en la persona, y no consistía solo en un acto exterior sacramental (como realizar un pago a la iglesia).
El monje agustino no actuó como un reformador en ese momento. No lo era. Más bien actuó como un católico que quería ver a su iglesia cada vez mejor. Pero, desde el punto de vista humano, los eventos salieron de control.
Algunas personas tomaron esas tesis y, gracias a la imprenta, en cuestión de días estaban siendo conversadas en toda Alemania. A gente muy poderosa no le gustó lo que Lutero enseñó (empezando por Juan Tetzel), y lo acusaron de hereje. Muchas otras personas estaban de acuerdo con las tesis. Así, Lutero se vio envuelto en diversos debates que, en la soberanía de Dios, lo presionaron a examinar conforme a la Biblia los cimientos del catolicismo romano.
Por ejemplo, Johann Eck, uno de los oponentes más formidables de Lutero, expresó en un debate en 1519 que el verdadero asunto de disputa era sobre autoridad: o el papa tiene la última palabra, o la tiene la Biblia. Lutero no había considerado eso con detenimiento hasta entonces. Así, Eck fue usado por Dios para conducir a Lutero a profundizar en lo que serían sus convicciones reformadas. El Señor tenía en mente una reforma, y usó hasta a los enemigos de ella para llevarla a cabo.
Redescubriendo la Palabra y el evangelio
La vida de Lutero fue transformada al conocer que la Palabra de Dios es la autoridad sobre todas las cosas
Estudiando la Palabra de Dios, la vida de Lutero fue transformada al conocer que ella es la autoridad sobre todas las cosas (no la tradición o el papa), y que el evangelio enseña que somos salvos totalmente por gracia, por la fe sola en Cristo Jesús, y no como enseñaba Roma. El evangelio revela el amor de Dios y nos libera de la carga insoportable de pretender ganarnos nuestras salvación. Así nos conduce a obedecer a Dios en libertad y gratitud.
Lutero se convirtió en un reformador que, por la gracia de Dios, transformó al mundo. Más y más hombres fueron transformados por la misma Palabra, y esto dio inició a la Reforma protestante. Aunque antes de él hubieron algunos hombres con convicciones similares, históricamente se recuerda el 31 de octubre del 1517 como el día que lo inició todo.
Este redescubrimiento del evangelio es considerado como el avivamiento en la Iglesia más importante en la historia luego de los días apostólicos de la Iglesia temprana. Este evento marcó el surgir del protestantismo y la separación de los protestantes de la iglesia falsa de Roma. Como ha dicho el historiador Carl Trueman: «La Reforma representa un movimiento de colocar a Dios, tal como Él se revela en Cristo, en el centro de la vida y pensamiento de la Iglesia». Este movimiento impactó al mundo, porque cuando la Iglesia se fortalece en la verdad, brilla con más intensidad y su influencia crece en la sociedad.
Recordando la Reforma
La mayoría de los cristianos no imaginan que sin la Reforma protestante, no solo el verdadero evangelio tal vez no hubiese llegado a nosotros, sino que incluso no habrían Biblias en nuestro idioma, y quizá hasta seríamos analfabetas. ¡Así de importante fue este mover de Dios!
Mientras hayan personas perdidas en sus pecados, y existan congregaciones afirmando un falso evangelio, no viviendo para la gloria de Dios y rechazando la autoridad de las Escrituras, todavía hay necesidad de proclamar el evangelio y defender la autoridad de la Palabra.
Hay mucho más para decir sobre la Reforma protestante. Lo cierto es que hoy es un día para recordarla, dar gracias al Señor por ella y preservar su Palabra para nosotros hoy, reflexionando sobre la necesidad que tenemos de ser más y más avivados por Él.
DIOS CASTIGARÁ A LOS MALOS Y BENDECIRÁ A LOS JUSTOS
Malaquías 3:13–4:3
Esta sección se une a la anterior para confirmar la radical necedad y distanciamiento del pueblo hacia Dios. No había terminado Dios de decir “probadme…” (v. 3:10b) , cuando el pueblo declara: “Está demás servir a Dios… ¿Qué provecho sacamos de guardar su ley…?” (v. 13). El pueblo rechaza a Dios porque las bendiciones de Dios no coinciden con su concepto egoísta y materialista de bendición. (¡Qué difícil le resulta al ser humano aprender a apreciar las cosas desde la perspectiva de Dios!; ver Mat. 6:33). El pueblo ha descubierto que la fidelidad a Dios, basada en la instrucción divina y no en sus deseos humanos, no pagaba nada valioso. La base utilitaria de la fe y la religión de muchos choca con el sistema de valores de Dios. Pero la serie de disputas proféticas no termina con una nota pesimista y amargada. En medio de una comunidad marcada por el materialismo, la desesperanza, el abandono de la fe y el cinismo, había un “remanente”, un “resto fiel” (3:16–18); es el grupo a quien Malaquías llama “los que temen a Jehovah”. A ellos Dios reconoce como su verdadero pueblo, “su especial tesoro” (comp. Éxo. 19:6; Deut. 7:6; 14:2; 26:18; Sal. 135:4). Ellos permanecen firmes en el Señor (Mal. 3:16; comp. Sal. 1) y llevan la marca de la justicia y el servicio (Mal. 3:18; comp. Mat. 25:31–46). Con el tema de el día se muestra la clara diferencia entre los justos y los malvados. Para los primeros ese día será de perdón (3:17) y de salvación plena (4:2); para los segundos, ese será un día de castigo y destrucción (4:1, 3). Con el tema del “día de Jehovah” el profeta Malaquías se une a la tradición de sus antecesores (Amós 5:18; Isa. 2:12; 13:6; 49:8; Jer. 30:7; Eze. 30:3; Joel 1:15; 2:11, 31) y, parafraseando, lo define así: “El reconocimiento de la presencia de Jehovah en su constante actividad de juicio y salvación” (vv. 1, 2). Y más específicamente: “El gran día en que Jehovah salvará de una vez por todas a su pueblo” (v. 3).
Semillero homilético ¿De qué lado estás? Malaquías 3:13–4:3 Introducción: La Biblia, sobre todo en las partes conocidas como “literatura sapiencial”, constantemente divide a la humanidad en dos clases: los sabios y los necios, los buenos y los malvados, los justos y los injustos. Este pasaje de Malaquías plantea también la conducta de esos dos grupos (3:13–15 y 3:16–18). I. ¿Quiénes son los necios?
Los que desestiman a Dios.
Los que prefieren a los arrogantes e impíos. II. ¿Quiénes son los sabios?
Son los prudentes y obedientes.
Los que sirven a Dios y lo respetan. III. El destino de cada uno.
El malvado será quemado como la paja.
El bueno será considerado como “especial tesoro”, será prosperado. Conclusión: Qué bien refleja este pasaje al Salmo 1. Este pasaje refleja refleja muy bien a Mateo 25:31–46. El Dr. Albert Schweitzer, médico, músico y teólogo, desafió al mundo entero en su discurso de aceptación del premio Nobel de la Paz en 1952: “La humanidad entera tiene que enfrentarse a la realidad de que el ser humano se ha convertido en un Superman, pero este superhombre con poderes “superhumanos” no ha logrado alcanzar el nivel de la razón sobrehumana. Lo más triste es que a medida que su poder aumenta, este superhombre cada día se hace más miserable. Debe sacudir nuestra consciencia el hecho de que a la vez que nos hacemos más superhombres nos volvemos más inhumanos”.
Connerly, R., Gómez C., A., Light, G., Martı́nez, J. F., Martı́nez, M., Morales, E., Moreno, P., Rodrı́guez, S., Ruiz, J., Samol, J. A., Sánchez, E., Sewell, D., Tiuc Sian, R., Welmaker, B., Wilson, R., Wyatt, J. C., Wyatt, R., & Editorial Mundo Hispano (El Paso, T. . with Bryan, J., Byrd, H., & Caruachı́n, C., Carroll R. y M. Daniel. (2003). Comentario bı́blico mundo hispano Oseas–Malaquı́as (1. ed., pp. 392-393). Editorial Mundo Hispano.
Como si no fuera suficiente que la crucifixión llevara un estigma tan vergonzoso, también estaba la humillante sencillez de la cruz, un repudio a la sabiduría del mundo.
Primera de Corintios 1:19-21 dice:
Pues está escrito:
Destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé el entendimiento de los entendidos.
¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el disputador de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo? Pues ya que en la sabiduría de Dios el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación.
Tanto los judíos como los gentiles disfrutaban de lo complejo, especialmente los griegos en sus sistemas filosóficos. Les encantaba la gimnasia mental y los laberintos intelectuales. Creían que la verdad era conocible, pero solo por las mentes elevadas. Este sistema más tarde se llegó a conocer como gnosticismo, que es la creencia de que ciertas personas, en virtud de sus elevados poderes de razonamiento, podían avanzar más allá del hoi polloi y ascender al nivel de iluminación.
En tiempos de Pablo, podemos encontrar por lo menos unas cincuenta filosofías diferentes que resonaban en el mundo griego y romano. Entonces, llegó el evangelio y dijo: “Nada de eso importa. Lo destruiremos por completo. Tomen toda la sabiduría del sabio, busquen lo mejor, busquen lo mejor de lo mejor, a los más educados, a los más capaces, a los más listos, a los más astutos, a los mejores en retórica, oratoria y lógica; busquen a todos los sabios, a todos los escribas, a todos los expertos legistas, a los grandes disputadores, y a todos ellos se los llamará necios”. El evangelio dice que todos son necios.
La cita de Pablo de Isaías 29:14, en el versículo 19, “destruiré la sabiduría de los sabios”, tenía que ser una afirmación hiriente para su audiencia. Estaba diciendo, básicamente: “Echaré por el suelo a todos sus filósofos y su filosofía”. Nada era sutil en Pablo, nada vago ni ambiguo. Pero el mensaje no era de Pablo. Como nos recalca cuando afirma: “Está escrito” –literalmente, “sigue escrito”– se posiciona como verdad divinamente revelada según la cual, el evangelio de la cruz no hace ninguna concesión a la sabiduría humana. Pablo no era sino el portavoz de Dios. El intelecto humano no juega papel alguno en la redención. Y en el versículo 20, es como si Pablo estuviera diciendo: “¿Qué piensan ustedes que pueden ofrecer? ¿Dónde está el escriba? ¿Qué contribución puede hacer el experto legista? ¿Dónde está el disputador? ¿Qué puede ofrecer? Todos son necios”.
Primera de Corintios 2:14 dice: “El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente”. Este es el problema. La persona inconversa puede tener grandes poderes de razonamiento e intelecto, pero cuando se trata de la realidad espiritual y la vida de Dios y la eternidad, no tiene nada para contribuir. Ya sea en Atenas o Roma, en Cambridge, Oxford, Harvard, Standford, Yale o Princeton, o en cualquier otra parte, toda la sabiduría compilada que está fuera de las Escrituras no es más que necedad.
Dios sabiamente estableció que nadie puede jamás llegar a conocerle por la sabiduría humana. La única manera en que alguien llega a conocer a Dios es por revelación divina y por el Espíritu Santo. La palabra final en cuanto a la sabiduría humana es que no tiene sentido. El hombre, por su sabiduría, no puede conocer a Dios.
Pues bien, ¿cómo puede, entonces, el hombre conocer a Dios si no es por medio de la sabiduría? “Mediante la locura de la predicación”. ¿Quiere usted que la gente conozca a Dios? Entonces, simplemente predique el mensaje. Jeremías 8:9 dice: “Los sabios se avergonzaron, se espantaron y fueron consternados; he aquí que aborrecieron la palabra de Jehová; ¿y qué sabiduría tienen?” Si se rechazan las Escrituras, no se tiene nada de sabiduría. Si se cambia el mensaje bíblico, no se puede predicar sabiduría.
No tenemos licencia artística para predicar el evangelio. Mire de nuevo 1 Corintios 1:18: “Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan –esto es, a nosotros– es poder de Dios”. Y luego, en el versículo 21: “Agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación”. Y los versículos 23-24: “Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero y para los gentiles locura; más para los llamados así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios”.
Pablo estaba dando un solo mensaje: el poder de Dios por la palabra de la cruz es lo que salva a las personas. Los hombres son instrumentos para entregar ese mensaje, pero el mensaje no surge de ellos, viene de Dios. Este es absolutamente el único mensaje que tenemos.
Cualquier otro mensaje es falso y absolutamente inaceptable, como Gálatas 1:8-9 declara sin disculpa ni componendas: “Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema”. Pero el cristianismo ligero, que es tan popular hoy, ha sustituido otro mensaje que trata de eliminar la ofensa de la cruz.
Casi nadie en estos días tolera la exclusividad y supremacía de Cristo, incluso algunos que profesan ser cristianos. El mensaje de la cruz no es políticamente correcto; es la singularidad del evangelio, aparte de todo lo demás, lo que fastidia a la gente. ¿Puede usted imaginarse por un momento lo que sucedería si algún personaje célebre o dirigente político sencillamente dijera: “Soy creyente, y si usted no lo es, va a ir al infierno”? ¡Uy!
Luego, imagínese que alguien dijera: “Todos los musulmanes, hindúes, budistas y los que creen que pueden ganarse la salvación, ya sean protestantes de teología liberal o católicos romanos, y también todos los mormones y los testigos de Jehová van al infierno eterno. Pero yo me intereso en usted tanto que quiero darle el evangelio de Jesucristo, porque eso es mucho más importante que las guerras en Medio Oriente, el terrorismo y cualquier política doméstica”.
No se puede ser fiel y popular; de modo que escoja.
Lo que Pablo estaba diciendo en 1 Corintios es que el evangelio choca con nuestras emociones, choca con nuestra mentalidad, choca con nuestras relaciones personales.
Hace añicos nuestras sensibilidades, nuestro pensamiento racional, nuestra tolerancia. Es difícil de creer. Desdichadamente, por esto la gente hace componendas, y cuando las hacen, se vuelven inútiles porque Dios salva a través de esta verdad.
La cruz en sí misma proclama el veredicto sobre el hombre caído. La cruz dice que Dios exige la pena de muerte por el pecado, mientras que nos proclama la gloria de la sustitución. Rescata al que perece. Los que perecen son los condenados, los arruinados, sentenciados, destruidos; son los perdidos, los que están bajo juicio divino por violaciones interminables de su santa Ley. Si usted y yo no abrazamos al Sustituto, sufrimos nosotros mismos esa muerte, y es una muerte que dura para siempre.
El mensaje de la cruz no tiene que ver con las necesidades que se sienten. No se trata de que Jesús le ama a usted tanto que quiere contentarle. Se trata de rescatarlo a usted de la condenación eterna, porque esa es la sentencia que pesa sobre la cabeza de todo ser humano. Así que el evangelio es una ofensa por cualquier lado que se vea. No hay nada en cuanto a la cruz que encaje cómodamente con la forma en que el hombre se ve a sí mismo.
El evangelio confronta al hombre y lo expone tal cual es. No se fija en el desencanto que siente. No le ofrece ningún alivio de sus luchas como ser humano. Más bien, va al asunto profundo y eterno del hecho de que él está condenado y desesperadamente necesita que le rescaten. Solo la muerte puede lograr el rescate, pero Dios, en su misericordia, ha provisto un Sustituto.
Predicamos un mensaje vergonzoso cuando predicamos a Jesús en la cruz. Morir crucificado era un insulto degradante, y la idea de adorar a un individuo que había muerto crucificado era absolutamente inimaginable. Por supuesto, hoy no vemos que crucifiquen a nadie como los lectores de Pablo veían en el siglo I, así que, en cierta medida, el impacto se pierde para nosotros.
Pero Pablo sabía a qué se enfrentaba: “La palabra de la cruz es locura a los que se pierden” (1 Corintios 1:18); “Los judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura” (vv. 22-23). El mensaje de la cruz es locura, moria en griego, que quiere decir fatuo, ignorante, insensato.
Los versículos 22 y 23 nos dicen que los judíos buscaban señal. “Si eres el Mesías”, le habían dicho a Jesús, “danos una señal”. Esperaban algún prodigio grandioso, sobrenatural, que identificara al Mesías prometido y lo condujera a Él. Querían algo espectacular. Aunque Jesús les había dado milagro tras milagro durante su ministerio, querían una especie de supermilagro que todos pudieran ver y decir: “¡Esa sí es la señal! ¡Esa es por fin la prueba de que este es el Mesías!”
A los griegos, por el contrario, no les interesaba tanto lo milagroso. No buscaban una señal sobrenatural; lo que buscaban era sabiduría. Querían validar la religión verdadera mediante alguna noción trascendental, alguna idea elevada, algún conocimiento esotérico, alguna especie de experiencia espiritual, tal vez una experiencia fuera del cuerpo o algún otro episodio imaginario y emocional.
Los griegos querían sabiduría y los judíos querían una señal. Dios les dio exactamente lo opuesto. Los judíos recibieron un Mesías crucificado: escandaloso, blasfemo, estrambótico, hiriente, increíble. Para los griegos que buscaban conocimiento esotérico, algo altilocuente y noble, ese sinsentido sobre el eterno Dios creador del universo crucificado era una insensatez.
Desde el punto de vista tanto griego como romano, el estigma de la crucifixión convertía en un absurdo absoluto la noción del evangelio que afirmaba que Jesús era el Mesías. Un vistazo a la historia de la crucifixión en Roma del siglo I revela lo que los contemporáneos de Pablo pensaban al respecto. Era una forma horrible de pena capital originaria, muy probablemente, del imperio persa; pero otros bárbaros la usaban también. El condenado sufría una muerte agonizantemente lenta por asfixia, y se debilitaba gradualmente al punto traumático de no poder levantarse con los clavos que sujetaban sus manos, ni de empujarse con el clavo que atravesaba sus pies, lo suficiente como para respirar profundamente.
Esto fijó el horror de la crucifixión en la mente judía. Los romanos llegaron al poder en Israel en el año 63 a.C., y usaron mucho la crucifixión. Algunos escritores dicen que las autoridades romanas crucificaron como a treinta mil personas en esa época. Tito Vespasiano crucificó tantos judíos en el año 70 d.C. que los soldados no tenían espacio para las cruces ni suficientes cruces para los cuerpos. No fue sino hasta el año 337, cuando Constantino abolió la crucifixión, que la cruz desapareció después de un milenio de crueldad en el mundo.
La crucifixión era una forma de ejecución repugnante, denigrante, reservada para lo peor de la sociedad. La idea de que un individuo que murió en la cruz hubiera sido una persona excepcional, elevada, noble, importante, era absurda. Los ciudadanos romanos, por lo general, estaban exentos de la crucifixión, excepto si cometían traición. Las autoridades reservaban la cruz para los esclavos rebeldes y los pueblos conquistados, y para los ladrones y asesinos más notorios. La política del Imperio Romano en cuanto a la crucifixión llevó a los romanos a tener a cualquier crucificado como digno de desprecio absoluto. Usaban la cruz solo para la escoria, para los más humillados, para los más bajos de los más bajos.
Los soldados primero azotaban a las víctimas, luego las obligaban a llevar su cruz, el instrumento de su propia muerte, al sitio de la crucifixión. Los letreros que les colgaban del cuello indicaban los crímenes que habían cometido, e iban totalmente desnudos. Luego, los soldados los ataban o clavaban al travesaño, los izaban para colocarlos en el poste vertical, y los dejaban allí colgados, desnudos. Los verdugos podían acelerar la muerte quebrándoles las piernas, porque eso hacía que la víctima no pudiera empujarse hacia arriba para poder llenarse los pulmones de aire. Si no les quebraban las piernas, la muerte podía tardar días. La humillación final era dejar el cuerpo colgado allí hasta que se pudriera.
Los gentiles también veían a todo crucificado con el más completo desdén. Era una escena prácticamente obscena. La sociedad educada simplemente no hablaba de la crucifixión. Cicerón escribió: “La sola palabra ‘cruz’ debería eliminarse, no solo de la persona del ciudadano romano, sino de sus pensamientos, sus ojos y sus oídos”.
Y ante todo esto, Pablo vino y todo lo que habló fue acerca de… ¡la cruz! Podemos captar algo del profundo desprecio que los gentiles tenían por cualquier crucificado en algunas de las afirmaciones paganas en cuanto a Cristo. Las palabras pintadas en una piedra en un salón de guardias de la Colina Palatina, cerca del Circo Máximo, en Roma, muestran la figura de un hombre con cabeza de asno colgando de una cruz. Debajo, se halla un hombre en gesto de adoración y la inscripción dice: “Elexa Manos adora a su Dios”. Tal repulsiva representación del Señor Jesucristo ilustra vívidamente el desdén del pagano por un crucificado, y particularmente por un Dios crucificado. La primera apología de Justino, en el año 152 d. C., resume la noción de los gentiles: “Proclaman que nuestra locura consiste en esto, que ponemos a un crucificado a un nivel igual al del Dios eterno e inmutable”. ¡Locura!
Si la actitud de los gentiles era mala, la actitud de los judíos era peor, e incluso más hostil. Detestaban la práctica romana y se mofaban de ella más que los romanos. En su opinión, el que acababa en una cruz cumplía Deuteronomio 21.23: “No dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el madero… porque maldito por Dios es el colgado”. ¿Quiere decir esto que el eterno Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Señor mismo, recibió maldición? ¿Cómo podía Dios maldecir a Dios? Es absolutamente impensable. ¿Qué Dios maldijo al Mesías? Para los judíos era inconcebible.
Veían la crucifixión no solo como un estigma social, sino como maldición divina. Así que el estigma de la cruz significaba, más allá de la desgracia social, la misma condenación divina. La Mishná, que es un comentario de la ley del Pentateuco producido en el siglo II d.C., indicaba que se debía crucificar solo a los blasfemos y a los idólatras, e incluso en esos casos, los verdugos colgaban sus cuerpos en la cruz solamente después de muertos. ¿Cómo podía el Mesías ser blasfemo? ¿Cómo podía Dios blasfemar contra Dios? Los judíos se atragantaban con la idea de un Cristo crucificado. Esto hacía al evangelio imposible de creer.
¿Piensa usted que tiene problemas en proclamar el evangelio hoy? Imagínese a los primeros cristianos. Si decían la verdad, enfrentaban un obstáculo masivo: sus afirmaciones eran locura, escandalosas, procaces, blasfemas, increíbles.
Pablo no era un predicador de mensaje fácil. Dios mismo, en forma del Cristo crucificado, era el mayor obstáculo para creer en Él. Francamente, no parece que Dios pudiese haber puesto una barrera más formidable a la fe en el primer siglo. No puedo pensar en una peor forma de mercadeo para el evangelio que predicarlo así.
¡No es extraño que tanto los gentiles como los judíos detestaron el mensaje de Pablo! Era un mensaje que estaba más allá de la credulidad humana. No era un mensaje fácil para el que busca, sino absurdo y hasta aberrante.
No estoy seguro de si usted ha notado, como yo, lo difícil que es para los creyentes en televisión o ante el público decir el nombre Jesús. Incluso líderes evangélicos bien conocidos evitan ese nombre al hablarle a un público numeroso, y evitan mencionar “cruz”, “pecado”, “infierno” y otros términos fundamentales de la fe. Hablan mucho de la fe de una manera general y poco comprometedora, pero esquivan cualquier afirmación que les exija adoptar una posición.
En los días que siguieron al ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, muchos estadounidenses instintivamente buscaron valor y solaz en Cristo. Pero incluso en ese entonces, en un servicio en la Catedral Nacional de Washington, D.C, que se transmitió en vivo a todo el mundo, un ministro cristiano elevó una oración en el nombre de Jesús, pero “respetando a todas las religiones”. ¿A todas las religiones? ¿A los druidas? ¿A los que adoran a los gatos? ¿A las brujas? Un ministro cristiano de una iglesia cristiana no debe sentirse obligado a condicionar ni a pedir disculpas por orar al único Salvador verdadero.
Pablo dio una afirmación impresionante en Romanos 1:16-17:
“Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío, primeramente, y también al griego. Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá”.
¿Por qué dijo Pablo: “No me avergüenzo del evangelio?” ¿Quién se va a avergonzar de noticias buenas como estas? Si alguien encuentra la cura para el SIDA, ¿lo abrumaría la vergüenza como para no proclamarla? Si alguien descubriera una cura para el cáncer, ¿sentiría tan terrible vergüenza como para no poder abrir la boca? ¿Por qué es tan difícil mencionar la cruz?
Aunque el mensaje de salvación que Pablo proclamaba era el mensaje más maravilloso e importante de la historia, el público y las autoridades lo habían tratado de manera humillante por predicarlo vez tras vez. Ya por aquel entonces en su ministerio, lo habían apresado en Filipos (Hechos 16:23-24), lo habían obligado a salir corriendo de Tesalónica (Hechos 17:10), lo habían hecho escabullirse de Berea (Hechos 17:14), se habían reído de él en Atenas (Hechos 17:32), lo habían tildado de loco en Corinto (1 Corintios 1:18, 23) y lo habían apedreado en Galacia (Hechos 14:19). Tenía muchas razones para avergonzarse, pero su entusiasmo por el evangelio no disminuía. Jamás, ni por un momento, consideró diluirlo para hacerlo más atractivo al público.
En algún momento u otro de nuestra vida como creyentes, todos hemos sentido vergüenza y hemos mantenido nuestra boca cerrada cuando debimos haberla abierto. O, llegada la oportunidad, nos hemos escondido detrás de algún mensaje inocuo tipo “Jesús te ama y quiere que seas feliz”. Si usted nunca se ha sentido avergonzado por proclamar el evangelio, probablemente nunca lo ha proclamado claramente, en su totalidad, tal como Jesús lo proclamó.
¿Por qué no puede el creyente ejecutivo de negocios testificar ante su junta administrativa? ¿Por qué el catedrático universitario creyente no puede pararse ante la facultad entera y proclamar el evangelio? Todos queremos que nos acepten, y sabemos, como Pablo lo descubrió tantas veces, que tenemos un mensaje que el mundo rechazará; y que mientras más nos aferremos a ese mensaje, más hostil se volverá el mundo. Así es como empezamos a sentir vergüenza. Pablo superó eso por la gracia de Dios y el poder del Espíritu, y dijo: “No me avergüenzo”. Es un ejemplo contundente para nosotros, porque sabemos el precio de la fidelidad a la verdad: el rechazo del público, la cárcel y, al final, la ejecución.
La naturaleza humana en realidad no ha cambiado gran cosa en toda la historia; la vergüenza y el honor eran asuntos muy serios en el mundo antiguo, tal como lo son hoy. Allá por el siglo IX antes de Cristo, el poeta épico Homero escribió: “El bien principal era que hablaran bien de uno, y el mal mayor, que hablaran mal de uno en la sociedad”. En el siglo I de nuestra era, el apóstol Pablo ministraba en una cultura sensible a la vergüenza, que buscaba el honor, y sin sentir vergüenza alguna, predicaba un mensaje ofensivo respecto de una persona a quien habían avergonzado en público. Era un mensaje muy hiriente. Era escandaloso. Era necio. Era insensato. Era anacrónico.
Sin embargo, como dice 1 Corintios 1:21, “agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación”. Era este escandaloso, hiriente, necio, ridículo, extraño, absurdo mensaje de la cruz el que Dios usaba para salvar a los que creen. Las autoridades romanas ejecutaron a su Hijo, el Señor del mundo, por un método reservado solo para las heces de la sociedad; sus seguidores tendrían que ser lo suficientemente fieles como para arriesgarse a sufrir el mismo fin vergonzoso.
Tal vez el mito dominante en la iglesia evangélica actual es que el éxito del cristianismo depende de lo popular que sea, y que el Reino de Dios y la gloria de Cristo de alguna manera avanzarán sobre la base del favor del público. Esta es una fantasía antigua. Recuerdo haber leído una cita del apologista Edward John Carnell en la biografía del predicador galés David Martyn Lloyd-Jones escrita por lan Murray. En sus años formativos en el Seminario Teológico Fuller, Carnell decía respecto del evangelicalismo: “Necesitamos prestigio desesperadamente”.
Los creyentes se han esforzado mucho por colocarse en posiciones de poder dentro de la cultura. Buscan influencia académica, política, económica, atlética, social, teatral y religiosa, y en toda otra forma posible, con la esperanza de lograr que los medios de comunicación masiva los tomen en cuenta. Pero cuando logran esa exposición, a veces mediante los medios de comunicación masiva, a veces en el ambiente de iglesias de mente bien abierta, presentan un evangelio reinventado y diseñado a la moda que sutilmente elimina la ofensa del evangelio, e invita a la gente al Reino por un sendero fácil. Descartan todas las cosas difíciles de creer en cuanto al sacrificio de uno mismo, a aborrecer a la familia y cosas por el estilo.
La ilusión es que podemos predicar nuestro mensaje más eficazmente desde las encumbradas perchas del poder e influencia culturales, y que una vez que hayamos captado la atención de todos, podemos conducir a más personas a Cristo si le quitamos al evangelio su aguijón y predicamos un mensaje que agrade al usuario. Pero para llegar a esas perchas encumbradas, algunas figuras públicas “cristianas” diluyen la verdad y la acomodan; luego, para mantenerse allí, ceden a la presión de perpetuar la enseñanza falsa para que su público siga siéndoles leal. Decir la verdad se convierte en una decisión profesional errónea.
Los pastores de las iglesias locales están entre los primeros en dejarse seducir para usar este evangelio de moda, diseñado para que encaje en el deseo del pecador y tergiversado astutamente para superar la resistencia del consumidor. Planifican las reuniones de la iglesia para que se vean, suenen, se sientan y huelan como el mundo, a fin de eliminar la resistencia del pecador y seducirle al Reino por un sendero fácil y familiar.
La idea es hacer que el cristianismo sea fácil de creer, pero la verdad simple, inmutable e inexorable es que el Evangelio es difícil de creer. Es más, si se deja sin ayuda al pecador, le es absolutamente imposible.
Esta es la filosofía de moda: “Si les gustamos, les gustará Jesús”. Esta estrategia funciona superficialmente, pero solo si comprometemos la verdad. No podemos simplemente criticar a los predicadores locales por reinventar el evangelio, porque no están actuando en forma distinta a los tele-evangelistas de renombre y otros evangélicos más ampliamente conocidos.
Para mantener sus cargos de poder e influencia tan pronto los han alcanzado, mantienen esta tenue alianza con el mundo en nombre del amor, el atractivo y la tolerancia, y para conservar contentos a los inconversos en la iglesia deben reemplazar la verdad con algo que aliente y que no ofenda. Como dijo cierto calvinista una vez: “A veces, no presentamos el evangelio lo suficientemente bien para que los que no son elegidos lo rechacen”.
Ahora bien, no quiero que se me malentienda. Estoy comprometido a proclamar el evangelio hasta donde me sea posible aquí y en todo el mundo. Prefiero que la justicia prevalezca sobre el pecado. Prefiero elevar a los justos y exponer el pecado tal y como es, en toda su capacidad destructora. Anhelo ver que la gloria de Dios se extienda hasta los confines de la tierra. Anhelo ver la luz divina inundando el reino de las tinieblas. Ningún hijo de Dios se contenta jamás con el pecado, la inmoralidad, la injusticia, el error y la incredulidad. El oprobio que cae sobre el Señor cae sobre mí, y el celo de su casa me consume, tal como a David y a Jesús.
Sin embargo, detesto las iglesias del mundo que se han convertido en refugio de herejes. Me disgusta una iglesia de la televisión que, en muchos casos, se ha convertido en cueva de ladrones. Me encantaría ver al Señor divino empuñando un látigo y azotando a la religión de nuestro tiempo. A veces, oro salmos que condenan a ciertas personas. Pero casi siempre, oro para que el Reino venga. La mayoría de las veces, oro que el evangelio penetre en el corazón de los perdidos. Comprendo por qué John Knox dijo: “Dame Escocia o me muero. ¿Para qué más podría yo vivir?” Comprendo por qué el misionero pionero Henry Martyn salió corriendo de un templo hindú exclamando: “No soporto vivir si deshonran a Jesús de esta manera”.
Fui a una entrevista radial en una emisora importante, en cierta ciudad grande, donde la animadora era una reconocida “consejera cristiana”. Ella tenía un programa diario de tres horas, aconsejando a los oyentes que llamaban para contarle toda clase de problemas, algunos muy serios. Pero por las preguntas que me hizo en el programa, me pareció que ella no había leído mucho en cuanto a la doctrina cristiana. Fuera del aire, durante los comerciales, me dijo:
“Usted usa la palabra ‘santificación’. ¿Qué quiere decir eso?”
Eso fue un indicio. Si ella no sabía lo que significaba la santificación, tenía tarea por hacer. Todavía estábamos fuera del aire, por lo que le pregunté:
“¿Cómo llegó usted a ser creyente? Nunca olvidaré su respuesta. Me dijo: “Fue fantástico. Un día, encontré el número de teléfono de Jesús, y desde entonces, hemos estado en contacto”.
“¿Qué?”, le pregunté, tratando de no parecer demasiado incrédulo. “¿Qué quiere decir?”
“¿Qué quiere decir con eso de ‘¿qué quiero decir?’”, me respondió bruscamente.
Ella no entendía que hasta su “testimonio” necesitaba una explicación. Luego, me preguntó:
“¿Cómo llegó usted a ser creyente?”
Entonces, empecé a hablarle brevemente del evangelio, pero me cortó y me dijo: “Eh, ¿qué pasó? No hay que andar entrando en todo eso, ¿verdad que no?”
Sí, claro que sí.
No le doy tregua a la forma como marcha el mundo. Me disgusta todo lo que deshonra al Señor. Estoy en contra de todo lo que Él está en contra y a favor de todo lo que Él respalda. Anhelo ver que se conduzca a las personas a la fe salvadora en Jesucristo. Detesto que los pecadores mueran sin esperanza. Me he consagrado a la proclamación del evangelio. No soy limitado en esto. Quiero ser parte del cumplimiento de la Gran Comisión. Quiero predicar el evangelio a toda criatura.
No es que no me interesen los perdidos del mundo, ni que haya hecho una tregua fácil con un mundo pecador que deshonra a mi Dios y a Cristo. Para mí la única pregunta es: ¿cómo hago mi parte? ¿Cuál es mi responsabilidad? Y desde luego, la respuesta no puede ser comprometer el mensaje. El mensaje no es mío; viene de Dios, y es por ese mensaje que Él salva.
No solo no puedo comprometer el mensaje, sino que tampoco puedo comprometer su costo. No puedo cambiar las condiciones. Sabemos que Jesús dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo” (véase Lucas 9:23). Jesús dijo que tenemos que llevar nuestra cruz hasta la misma muerte, si Él nos lo pidiera. No puedo evitar que ese evangelio ofenda a una sociedad llena de amor propio.
Y esto sé: la predicación de la verdad influye verdaderamente en el mundo y cambia realmente un alma a la vez. Eso sucede solo mediante el poder del Espíritu Santo que da vida, que envía luz y que transforma el alma, en perfecto cumplimiento del plan eterno de Dios. Su opinión o la mía no son parte de la ecuación.
El Reino no avanza mediante el ingenio humano. No avanza porque hayamos escalado a posiciones de poder e influencia en la cultura. No avanza de acuerdo a la popularidad en los medios de comunicación masivos o en las encuestas de opinión. No avanza como resultado de la preferencia del público.
El Reino de Dios avanza solo por el poder de Dios, a pesar de la hostilidad pública. Cuando proclamamos verdaderamente el mensaje salvador de Jesucristo en su totalidad, es franca y escandalosamente hiriente. Proclamamos un mensaje escandaloso. Desde la perspectiva del mundo, el mensaje de la cruz es vergonzoso. De hecho, es tan vergonzoso, tan antagónico y tan hiriente que incluso a los creyentes les cuesta proclamarlo, porque saben que producirá hostilidad y escarnio.
Muchas personas temen y se preocupan porque en la Biblia hay un pecado que se describe como “imperdonable”. Aunque el evangelio ofrece gratuitamente el perdón a todos los que se arrepienten de sus pecados, hay un límite colocado en el umbral de este crimen. El pecado imperdonable sobre el que advirtió Jesús se identifica con la blasfemia contra el Espíritu Santo. Jesús declaró que este pecado no puede ser perdonado ni en el presente ni en el futuro: Por tanto os digo: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. A cualquiera que dijere alguna palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero (Mateo 12:31–32). Ha habido varios intentos por identificar este crimen específico que es imperdonable. Se lo ha asignado a crímenes tan horrendos como el homicidio o el adulterio. Sin embargo, si bien estos dos crímenes son pecados horribles contra Dios, la Escritura deja muy en claro que pueden ser perdonados si la persona que los cometió se arrepiente. David, por ejemplo, era culpable de ambos, pero fue restaurado a la gracia. El pecado imperdonable con frecuencia suele ser identificado con la resistencia total y persistente a creer en Cristo. Como la muerte trae consigo el final de la oportunidad que una persona tiene para arrepentirse de su pecado y confiar en Cristo, la consecuencia de rehusarse a creer trae consigo el fin de la esperanza del perdón. Si bien la resistencia total y persistente a creer tiene estas consecuencias no explica de manera adecuada la advertencia de Jesús relacionada con la blasfemia contra el Espíritu Santo. La blasfemia es algo que se hace con los labios o con la pluma. Involucra palabras.
Aunque cualquier forma de blasfemia es un ataque grave al carácter de Dios, se la suele considerar perdonable. Cuando Jesús hace esta advertencia sobre el pecado imperdonable debemos considerarla en el contexto de sus acusadores que estaban afirmando que Él estaba en liga con Satanás. Su advertencia es seria y aterradora. No obstante, sobre la cruz, Jesús oró para que los que habían blasfemado contra Él fuesen perdonados por causa de su ignorancia. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Pero, sin embargo, si las personas han sido iluminadas por el Espíritu Santo hasta el grado de saber que Jesús es verdaderamente el Cristo, y luego lo acusan de ser satánico, han cometido un pecado que no tiene perdón. Los cristianos librados a sus propios recursos son capaces de cometer el pecado imperdonable, pero confiamos en que Dios en su gracia protectora guardará a sus escogidos de cometer dicho pecado. Cuando los cristianos fieles temen haber cometido dicho pecado, esta señal posiblemente ya nos esté indicando que no lo cometieron. Quienes cometan dicho pecado tendrán su corazón tan endurecido y se habrán abandonado tanto a su pecado que no sentirán ningún remordimiento.
Incluso en una cultura pagana y secular como la nuestra, las personas son reacias a blasfemar abiertamente contra Dios y contra Cristo. Aunque el nombre de Cristo es arrastrado por el barro cuando se echan temos y el evangelio es ridiculizado con chanzas y comentarios irreverentes, la gente evita relacionar a Jesús con Satanás. Si bien el ocultismo y el satanismo proveen un contexto de peligro inminente para cometer el pecado imperdonable, aunque la blasfemia radical ocurriera ahí, todavía podría ser perdonad porque habría sido cometida en ignorancia por aquellos que todavía no fueron iluminados por el Espíritu Santo. Resumen
La blasfemia contra el Espíritu Santo no debe ser equiparada al homicidio o el adulterio.
La blasfemia es un pecado contra Dios que involucra palabras.
La advertencia original de Cristo era en contra de atribuirle las obras de Dios el Espíritu Santo a Satanás.
Jesús oró pidiendo el perdón de los blasfemos que ignoraban su verdadera identidad.
Los cristianos nunca cometerán este pecado por la gracia protectora de Dios. Pasajes bíblicos para la reflexión Mateo 12:22–32 Lucas 23:34 1 Juan 5:16
Sproul, R. C. (1996). Las grandes doctrinas de la Biblia (pp. 173-175). Editorial Unilit.
La Iglesia Católica Romana divide el pecado en dos categorías, pecado mortal y pecado venial. El tema del pecado tal como lo enseña la Biblia es uno de los aspectos más importantes para entender la vida con Dios y lo que significa conocerle. En nuestro caminar en la vida, debemos saber cómo responder bíblicamente a nuestro propio pecado y a las manifestaciones de la pecaminosidad de la humanidad que enfrentamos en cada momento, día tras día. Las consecuencias de no tener una comprensión bíblica del pecado y, por lo tanto, no responder al pecado como corresponde, son devastadoras por encima de lo imaginable. Una interpretación incorrecta del pecado puede llevarnos a una eternidad separados de Dios en el infierno. Pero ¡alabado sea el glorioso nombre de nuestro Dios y Salvador Jesucristo! En Su Santa Palabra, Dios ha mostrado claramente lo que es el pecado, cómo nos afecta personalmente y cómo debemos enfrentarlo. Por lo tanto, al tratar de entender los conceptos de pecado mortal y venial, busquemos las respuestas definitivas en la Palabra de Dios, que es todo lo que necesitamos.
Para saber si la Biblia enseña los conceptos de pecado mortal y venial, nos serán de gran utilidad algunas descripciones básicas. Los conceptos de pecado mortal y venial son esencialmente católicos romanos. Los cristianos evangélicos y protestantes pueden o no estar familiarizados con estos términos. Las definiciones prácticas de los pecados mortales y veniales podrían ser las siguientes: Pecado Mortal es «pecado que causa muerte espiritual,» y Pecado Venial es «pecado que puede ser perdonado.» El pecado venial se usa siempre en contraposición al pecado mortal. Los pecados mortales son aquellos pecados que excluyen a las personas del reino; los pecados veniales son aquellos pecados que no excluyen a las personas de él. El pecado venial difiere del pecado mortal en el castigo que conlleva. El pecado venial merece un castigo temporal que se paga con la confesión o con el fuego del purgatorio, mientras que el pecado mortal merece la muerte eterna.
En el Catecismo de la Iglesia Católica se encuentra esta descripción del pecado mortal: «Para que un pecado sea mortal, deben cumplirse simultáneamente tres condiciones: ‘Pecado mortal es aquel cuyo objetivo es un asunto grave y que, además, se comete con pleno conocimiento y deliberado consentimiento'». De acuerdo con el Catecismo, «el asunto grave se especifica en los Diez Mandamientos». El Catecismo afirma además que el pecado mortal «produce la pérdida del amor y la privación de la gracia de santificación, es decir, del estado de gracia. Si no se redime mediante el arrepentimiento y el perdón de Dios, provoca la exclusión del reino de Cristo y la muerte eterna del infierno».
En cuanto al pecado venial, el Catecismo afirma lo siguiente: «Se comete pecado venial cuando, en un asunto menos grave, no se observa la norma prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en un asunto grave, pero sin total conocimiento o sin pleno acuerdo. El pecado venial debilita la caridad; manifiesta un afecto desordenado por los bienes de la creación; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y en la práctica del bien moral; merece pena temporal. El pecado venial intencionado y sin arrepentimiento nos predispone poco a poco a cometer el pecado mortal. Sin embargo, el pecado venial no nos pone en oposición directa con la voluntad y la amistad de Dios; no rompe la alianza con Dios. Con la gracia de Dios es un pecado humanamente reparable. ‘El pecado venial no priva al pecador de la gracia de la santificación, de la amistad con Dios, del amor y, por consiguiente, del gozo eterno'».
En pocas palabras, el pecado mortal es una violación intencional de los Diez Mandamientos (de pensamiento, palabra u obra), que se comete con pleno conocimiento de la gravedad del asunto, y tiene como consecuencia la pérdida de la salvación. La salvación se puede recuperar mediante el arrepentimiento y el perdón de Dios. El pecado venial puede ser una violación de los Diez Mandamientos o un pecado de naturaleza menor, pero se comete sin intención y/o sin pleno consentimiento. Aunque perjudica la relación con Dios, el pecado venial no implica que se pierda la vida eterna.
Bíblicamente, los conceptos de pecado mortal y venial presentan varios problemas: en primer lugar, estos conceptos presentan una imagen antibíblica de cómo Dios ve el pecado. La Biblia afirma que Dios será justo e imparcial a la hora de castigar el pecado y que en el día del juicio algunos pecados merecerán mayor castigo que otros (Mateo 11:22, 24; Lucas 10:12, 14). Sin embargo, el hecho es que todos los pecados recibirán el castigo de Dios. La Biblia enseña que todos pecamos (Romanos 3:23) y que la justa compensación por el pecado es la muerte eterna (Romanos 6:23). Más allá de los conceptos de pecado mortal y venial, la Biblia no afirma que algunos pecados merezcan la muerte eterna mientras que otros no. Todos los pecados son mortales en cuanto que un solo pecado hace que el culpable merezca la separación eterna de Dios.
El Apóstol Santiago explica este hecho en su carta (Santiago 2:10): «Porque cualquiera que guarda toda la ley, pero tropieza en un punto, se ha hecho culpable de todos (LBLA)». Notemos el uso que hace de la palabra «tropieza». Significa equivocarse o caer en el error. Santiago está pintando un cuadro de una persona que está tratando de hacer lo correcto y, sin embargo, tal vez sin querer, comete un pecado. ¿Cuál es la consecuencia? Dios, a través de su siervo Santiago, afirma que cuando una persona comete un pecado, aunque sea involuntario, es culpable de quebrantar toda la ley. Una buena ilustración de este hecho es imaginarse una ventana grande y entender que esa ventana es la ley de Dios. No importa si una persona lanza una piedrita muy pequeña a través de la ventana o varias piedras grandes. El resultado es el mismo: la ventana se rompe. De la misma manera, no importa si una persona comete un pecado pequeño o varios pecados grandes. El resultado es el mismo–la persona es culpable de quebrantar la ley de Dios. Y el Señor declara que no dejará impune al culpable (Nahum 1:3).
En segundo lugar, estos conceptos presentan una imagen antibíblica del pago que hace Dios por el pecado. En ambos casos de pecado mortal y venial, el perdón de la transgresión depende de que el ofensor haga algún tipo de restitución. En el Catolicismo Romano, esta restitución puede consistir en confesarse, hacer una oración determinada, recibir la Eucaristía u otro ritual similar. La idea básica es que para que el perdón de Cristo se aplique al infractor, éste debe realizar alguna obra, y entonces se concede el perdón. El pago y el perdón de la transgresión dependen de las acciones del ofensor.
¿Es esto lo que la Biblia enseña con respecto al pago por el pecado? La Biblia enseña claramente que el pago por el pecado no se encuentra ni se basa en las acciones del pecador. Considere las palabras de 1 Pedro 3:18, «Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu». Fíjate en la redacción: «Cristo padeció una sola vez por los pecados». Este pasaje enseña que para la persona que está creyendo en Jesucristo, todos sus pecados han sido resueltos en la cruz. Cristo murió por todos ellos. Esto incluye los pecados que el creyente cometió antes de la salvación y los que ha cometido y cometerá después de la salvación.
Colosenses 2:13 y 14 confirma este hecho: «Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, [Dios] os dio vida juntamente con él [Cristo], perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz». Dios «nos ha perdonado todas nuestras transgresiones». No sólo los pecados del pasado, sino todos ellos. Los clavó en la cruz y los quitó de en medio. Cuando Jesús, en la cruz, dijo: «Consumado es» (Juan 19:30), estaba afirmando que había cumplido todo lo necesario para conceder el perdón y la vida eterna a los que creyeran en Él. Por eso Jesús dice en Juan 3:18 que «el que cree en Él [Jesús] no es condenado». Pablo declara este hecho en Romanos 8:1: «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» ¿Por qué los creyentes no son juzgados? ¿Por qué no hay condenación para los que están en Cristo Jesús? Es porque la muerte de Cristo satisfizo la justa ira de Dios contra el pecado (1 Juan 4), y ahora los que confían en Cristo no soportarán la pena de ese pecado.
Mientras que los conceptos de pecado mortal y venial ponen en manos del infractor la responsabilidad de obtener el perdón de Dios por una determinada transgresión, la Biblia enseña que en la cruz de Cristo se perdonan todos los pecados del creyente. La Biblia enseña de palabra (Gálatas 6:7 y 8) y con el ejemplo (2 Samuel 11-20) que cuando un cristiano se involucra en el pecado, puede cosechar consecuencias temporales, físicas, emocionales, mentales y/o espirituales. No obstante, el creyente nunca tiene que volver a obtener el perdón de Dios debido al pecado personal porque la Palabra de Dios declara que la ira de Dios hacia el pecado del creyente fue satisfecha completamente en la cruz.
Tercero, estos conceptos presentan una imagen antibíblica del trato que Dios tiene con Sus hijos. Claramente, según el Catolicismo Romano, una de las consecuencias de cometer un pecado mortal es que le quita la vida eterna al ofensor. Asimismo, según este concepto, Dios concederá de nuevo la vida eterna mediante el arrepentimiento y las buenas obras.
¿Acaso la Biblia enseña que una persona verdaderamente salva por Dios a través de Cristo puede perder su salvación y recuperarla? Evidentemente no lo enseña. Una vez que una persona ha puesto su fe en Cristo para perdón de pecados y vida eterna, la Biblia enseña que esa persona está eternamente segura–no puede perderse. Consideremos las palabras de Jesús en Juan 10:27-28: «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano». Pensemos también en las palabras de Pablo en Romanos 8:38-39: «Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro».
Reflexionando sobre el hecho de la total satisfacción de la ira de Dios hacia nuestro pecado en la muerte de Cristo, nuestros pecados no pueden separarnos del amor de Dios. En amor, Dios decide tomar la muerte de Cristo como pago por los pecados de los creyentes y no los tiene en cuenta contra el creyente. Así, cuando el creyente comete un pecado, el perdón de Dios en Cristo ya está presente y, aunque el creyente pueda experimentar consecuencias de su propio pecado, el amor y el perdón de Dios nunca están en peligro. En Romanos 7:14-25, Pablo afirma claramente que el creyente luchará con el pecado durante toda su existencia terrenal, pero que Cristo nos salvará de este cuerpo de muerte. Y por tanto, «ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Romanos 8:1). Mientras que el concepto de pecado mortal enseña que una persona puede perder su salvación a través del pecado personal, la Biblia enseña que el amor y el favor de Dios nunca se apartarán de Sus hijos.
Algunos afirman que 1 Juan 5:16-17 es una prueba del concepto de pecado mortal y venial. En ese pasaje Juan dice: «Si alguno viere a su hermano cometer pecado que no sea de muerte, pedirá, y Dios le dará vida; esto es para los que cometen pecado que no sea de muerte. Hay pecado de muerte, por el cual yo no digo que se pida. Toda injusticia es pecado; pero hay pecado no de muerte». Consideramos que la «muerte» que se menciona aquí es la muerte física, no la muerte eterna en el infierno. Cuando una creyente continua en pecado sin arrepentirse, eventualmente llegara al punto en que Dios decida removerlo de este mundo. Dios a veces purifica Su iglesia removiendo a aquellos que obstinadamente lo desobedecen. El «pecado que lleva a la muerte» no resulta en la pérdida de la salvación, sino en la pérdida de la vida terrenal (ver 1 Corintios 11:30).
La gracia de Dios no sólo redime al creyente de toda acción contraria a la ley, sino que también lo guía a una vida santa y hace que sea celoso de las buenas obras. Esto no significa que el creyente nunca peque, sino que su pasión será honrar a Dios debido a la gracia de Dios obrando en la vida del creyente. El perdón y la santidad son dos lados de la misma moneda de la gracia de Dios–van juntos. Aunque a veces un creyente puede tropezar y caer en pecado–quizás hasta de una manera muy grave–el camino principal y la dirección de su vida será de santidad y pasión por Dios y Su gloria. Si uno sigue los conceptos de pecado mortal y venial, él o ella puede ser engañado a ver el pecado con una actitud frívola, pensando que él o ella puede pecar a voluntad y simplemente buscar el perdón de Dios en un momento determinado según su deseo personal. La Biblia nos enseña que el verdadero creyente nunca verá el pecado con ligereza y se esforzará, en la fortaleza de la gracia de Dios, por vivir una vida santa.
Basándonos en esta verdad bíblica, los conceptos de pecado mortal y venial no son bíblicos y deberíamos rechazarlos. En la muerte, sepultura y resurrección de Cristo, el problema de nuestro pecado está completamente resuelto, y no necesitamos mirar más allá de esa asombrosa demostración del amor de Dios por nosotros. Nuestro perdón y nuestra buena relación con Dios no dependen de nosotros, ni de nuestros defectos, ni de nuestra fidelidad. El verdadero creyente debe fijar sus ojos en Jesús y vivir a la luz de todo lo que Él hizo por nosotros. El amor y la gracia de Dios son realmente asombrosos. Vivamos a la luz de la vida que tenemos en Cristo. Por el poder del Espíritu Santo, que seamos victoriosos sobre todo pecado, ya sea «mortal», «venial», intencional o no intencional.