DIOS CASTIGARÁ A LOS MALOS Y BENDECIRÁ A LOS JUSTOS, Malaquías 3:13–4:3

DIOS CASTIGARÁ A LOS MALOS Y BENDECIRÁ A LOS JUSTOS

Malaquías 3:13–4:3

Esta sección se une a la anterior para confirmar la radical necedad y distanciamiento del pueblo hacia Dios. No había terminado Dios de decir “probadme…” (v. 3:10b) , cuando el pueblo declara: “Está demás servir a Dios… ¿Qué provecho sacamos de guardar su ley…?” (v. 13). El pueblo rechaza a Dios porque las bendiciones de Dios no coinciden con su concepto egoísta y materialista de bendición. (¡Qué difícil le resulta al ser humano aprender a apreciar las cosas desde la perspectiva de Dios!; ver Mat. 6:33).
El pueblo ha descubierto que la fidelidad a Dios, basada en la instrucción divina y no en sus deseos humanos, no pagaba nada valioso. La base utilitaria de la fe y la religión de muchos choca con el sistema de valores de Dios.
Pero la serie de disputas proféticas no termina con una nota pesimista y amargada. En medio de una comunidad marcada por el materialismo, la desesperanza, el abandono de la fe y el cinismo, había un “remanente”, un “resto fiel” (3:16–18); es el grupo a quien Malaquías llama “los que temen a Jehovah”. A ellos Dios reconoce como su verdadero pueblo, “su especial tesoro” (comp. Éxo. 19:6; Deut. 7:6; 14:2; 26:18; Sal. 135:4). Ellos permanecen firmes en el Señor (Mal. 3:16; comp. Sal. 1) y llevan la marca de la justicia y el servicio (Mal. 3:18; comp. Mat. 25:31–46).
Con el tema de el día se muestra la clara diferencia entre los justos y los malvados. Para los primeros ese día será de perdón (3:17) y de salvación plena (4:2); para los segundos, ese será un día de castigo y destrucción (4:1, 3).
Con el tema del “día de Jehovah” el profeta Malaquías se une a la tradición de sus antecesores (Amós 5:18; Isa. 2:12; 13:6; 49:8; Jer. 30:7; Eze. 30:3; Joel 1:15; 2:11, 31) y, parafraseando, lo define así: “El reconocimiento de la presencia de Jehovah en su constante actividad de juicio y salvación” (vv. 1, 2). Y más específicamente: “El gran día en que Jehovah salvará de una vez por todas a su pueblo” (v. 3).

Semillero homilético
¿De qué lado estás?
Malaquías 3:13–4:3
Introducción: La Biblia, sobre todo en las partes conocidas como “literatura sapiencial”, constantemente divide a la humanidad en dos clases: los sabios y los necios, los buenos y los malvados, los justos y los injustos. Este pasaje de Malaquías plantea también la conducta de esos dos grupos (3:13–15 y 3:16–18).
I. ¿Quiénes son los necios?

  1. Los que desestiman a Dios.
  2. Los que prefieren a los arrogantes e impíos.
    II. ¿Quiénes son los sabios?
  3. Son los prudentes y obedientes.
  4. Los que sirven a Dios y lo respetan.
    III. El destino de cada uno.
  5. El malvado será quemado como la paja.
  6. El bueno será considerado como “especial tesoro”, será prosperado.
    Conclusión: Qué bien refleja este pasaje al Salmo 1. Este pasaje refleja refleja muy bien a Mateo 25:31–46. El Dr. Albert Schweitzer, médico, músico y teólogo, desafió al mundo entero en su discurso de aceptación del premio Nobel de la Paz en 1952: “La humanidad entera tiene que enfrentarse a la realidad de que el ser humano se ha convertido en un Superman, pero este superhombre con poderes “superhumanos” no ha logrado alcanzar el nivel de la razón sobrehumana. Lo más triste es que a medida que su poder aumenta, este superhombre cada día se hace más miserable. Debe sacudir nuestra consciencia el hecho de que a la vez que nos hacemos más superhombres nos volvemos más inhumanos”.

Connerly, R., Gómez C., A., Light, G., Martı́nez, J. F., Martı́nez, M., Morales, E., Moreno, P., Rodrı́guez, S., Ruiz, J., Samol, J. A., Sánchez, E., Sewell, D., Tiuc Sian, R., Welmaker, B., Wilson, R., Wyatt, J. C., Wyatt, R., & Editorial Mundo Hispano (El Paso, T. . with Bryan, J., Byrd, H., & Caruachı́n, C., Carroll R. y M. Daniel. (2003). Comentario bı́blico mundo hispano Oseas–Malaquı́as (1. ed., pp. 392-393). Editorial Mundo Hispano.

El mundo no ha reconocido a su Mesías

El mundo no ha reconocido a su Mesías

Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalén unos magos… Oyendo esto, el rey Herodes se turbó, y toda Jerusalén con él.

Mateo 2:1-3

Así es como Emanuel vino a esta tierra. Nació sin intervención humana, pero también privado de las comodidades de los hogares humanos: fue “acostado en un pesebre” (Lc. 2:12). Había que constatar solemnemente dos hechos: (1) los hombres no podían traer a la existencia a este gran Redentor, que es el único que puede traer descanso a los hombres y dar gloria a Dios; y (2) no lo iban a recibir cuando viniera.

Sí, pero el Hijo de la virgen, acostado en un pesebre, era “Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (Mt. 1:23). Aquel Niño era “Dios… manifestado en carne… visto de los ángeles” (1 Ti. 3:16). Y de los labios de Dios surgió el mandato: “Adórenle todos los ángeles de Dios” (He. 1:6).

Sí, los ángeles lo adoraron, pero los hombres permanecieron indiferentes. Solo unos pocos, como aquellos sabios del lejano Oriente y los humildes pastores de las colinas circundantes, fueron tocados por este gran acontecimiento. Cegada por la incredulidad, la multitud no pudo reconocer la “señal” que Dios había dado (véase Is. 7:14); para ellos, Emanuel no era más que el “hijo del carpintero” (Mt. 13:55), y se creían tan buenos o incluso mejores que él. “En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Jn. 1:10-11).

Dios vio con qué desprecio era tratado su Hijo unigénito, y por eso, desde su trono eterno, pronunció estas palabras: “Yo publicaré el decreto; Jehová me ha dicho: Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy. Pídeme, y te daré por herencia las naciones” (Sal. 2:7-8). Pero cuando estuvo en este mundo, Jesús no pidió el trono universal, ni el poder para doblegar a los rebeldes con una vara de hierro (Sal. 2:9). En lugar de eso, él anduvo entre los hombres, lleno de gracia y de verdad. Emanuel había venido a reconciliar al mundo con Dios.

J. T. Mawson

© Believer’s Bookshelf Canada Inc.

El cínico que Dios ama | Corey Williams

El cínico que Dios ama

Corey Williams

Hay un cínico que Dios ama. Es un pesimista de las nuevas tendencias, ideas, paradigmas de la cultura, de la filosofía y de la teología. Vamos a conocerlo un poco, a ver cómo vive el día a día.

En primer lugar, pasaremos un tiempo en su estudio, porque es allí donde Dios formó al cínico que lleva dentro. Nada más entrar, el olor a libro viejo y mohoso te envuelve. En el centro del escritorio del hombre, una Biblia destrozada por la guerra está abierta en los Salmos. Las páginas se deshacen. Notas inteligibles, manchadas de café, marcan cada espacio abierto. En una estantería cercana, la sección más grande y prominente se titula «Clásicos». Tiene Acerca de la Trinidad de Atanasio, Confesiones de Agustín y ediciones impresas del Credo de los Apóstoles y la Confesión de Fe de Westminster. Lee de esta sección casi todos los días, repitiendo las verdades que los cristianos han abrazado durante siglos. En el resto de la habitación encontrarás una colección de libros de bolsillo de los puritanos, incluyendo títulos como The Bruised Reed de Richard Sibbes y The Mortification of Sin de John Owen. Otra estantería está dedicada a la Reforma, con libros de Lutero y Calvino. En su marcapáginas favorito, una cita de C.S. Lewis va de arriba a abajo: «Es una buena regla, después de leer un nuevo libro, no permitirse otro nuevo hasta haber leído uno viejo en medio». Tiene escrito en su pared el Eclesiastés 1:9: «Lo que fue, eso será, y lo que se hizo, eso se hará; no hay nada nuevo bajo el sol».

De la biblioteca, pasemos a su sala, donde lo encontramos recibiendo a un amigo. A este cínico le encanta la gente. Escuchemos su conversación. Hablan del último libro que hay en la mesita de noche del amigo. Es un nuevo tratado sobre la iglesia. Parece que este autor ha descubierto por qué las iglesias son tan malas en, bueno, todo. Han estado haciendo las cosas mal en la iglesia. Tiene una solución que, según le dice el amigo al cínico, «revolucionará la forma de hacer iglesia». ¿Notaste la respuesta del cínico? Se mordió el labio hasta que se puso blanco. ¿Qué estaba reteniendo? ¿Era una risa o un llanto? ¿O ambas cosas? Cuando el amigo se va, el cínico sacude la cabeza, sonríe perplejo y murmura «ahh, amigo, siempre persiguiendo la última moda. Siempre buscando soluciones en el futuro. Tengo que acordarme de enviarle algo de Chesterton».

Ahora vamos a hacer una visita social con nuestro cínico. Este domingo pasado, se presentó con unos visitantes, una pareja sentada frente a él en la iglesia. Nuestro hombre disfrutó de la conversación. Con el deseo de servirles mediante la gracia del compañerismo, invitó a los esposos a cenar a su casa la semana siguiente. Honrados por la invitación, aceptan de buen grado, pero insisten en ser los anfitriones. «Queremos estar en nuestra casa, por si pasa algo».

Este comentario enigmático confunde a nuestro hombre, pero como no quiere pescar detalles que no le han ofrecido, no hace preguntas. Tal vez tengan un hijo discapacitado o una mascota que se sabe que destroza la casa en su ausencia. Supone lo mejor—porque se niega a ser ese tipo de cínico—y se presenta en su casa el jueves siguiente a la hora acordada. En el interior no hay ni niños ni mascotas, por lo que nuestro hombre no puede encontrar una fuente inmediata del enigmático comentario. La pareja parece agradable, competente, inteligente, espiritualmente entusiasta y enamorada el uno del otro. ¿Dónde está el motivo de preocupación? No lo encuentra, hasta que la esposa da las obligadas instrucciones para la cena.

«Siéntete libre de servirte. Hay bandejas para ver la televisión y comeremos en la sala para poder ver las noticias. Acabamos de enterarnos de una nueva ley que el congreso está debatiendo y que podría ser el fin de la libertad religiosa en este país. Es horroroso. Tenemos que estar informados».

El corazón de nuestro cínico se hunde. Puede creer que esas leyes se debaten porque siempre lo han hecho y siempre lo harán. Ahora entiende el comentario del domingo pasado. Se han creído la mentira de que todas las noticias son urgentes. Están atrapados por unos medios de comunicación apocalípticos.

Nuestro hombre sabe que, en estas situaciones, la mejor manera de desenredar es una larga y pausada conversación sobre las verdades antiguas y las futuras promesas de Dios.

Con gentileza, sugiere que silencien el televisor y se trasladen al comedor para mantener esa conversación, pero ni el hombre ni la mujer escuchan. Se quedan con la boca abierta mientras la personalidad deslumbrante se inclina hacia la cámara—con disgusto en sus ojos y en su tono—y declara, con absoluta certeza, que el otro bando quiere atrapar a los que lo ven desde la seguridad del hogar. Afortunadamente, él, la cabeza parlante, ha descubierto lo que esos bribones están tramando y, en el próximo segmento, va a exponer sus fines malignos, así que deben—absolutamente deben—permanecer sintonizados después de los anuncios de pasta de dientes, camiones, aspiradoras y vacaciones en Disney. Nuestro hombre se acaba la comida—se toma en serio lo de disfrutar del don divino de la comida—se levanta, limpia su plato y sus utensilios, los devuelve a sus cajones y se marcha. La pareja no aparta la vista del televisor. En el camino a casa, nuestro hombre intenta pensar en un libro que pueda regalarles para que sus próximos invitados disfruten de una mejor velada. Cuando llega a su casa, ha decidido que lo que más necesita esta pareja es una lectura del libro del Apocalipsis, especialmente de los capítulos 21 y 22.

Ahora que ha visto a nuestro cínico en acción—leer libros antiguos, desconfiar de las ideas revolucionarias, rechazar la urgencia del mundo saturado de medios de comunicación en el que habita—veámoslo descansar. Está celebrando su cumpleaños 90. Más amigos y familiares de los que puede contar le rodean en este día tan especial. Ya no puede caminar. Su vista es débil. Pero el ingenio y la picardía son más agudos que nunca. A su alrededor hay vidas transformadas por su cinismo. Varios de los presentes en esta fiesta de cumpleaños recuerdan la calma que mostraba durante una u otra crisis nacional, cómo se burlaba amablemente de la hipérbole de la época, y cómo simplemente no se creía cuando alguien decía que los acontecimientos del momento iban a cambiar el mundo, y cómo eso les recordaba la soberanía de Dios en cada detalle. Otros nunca olvidarán sus consejos durante una crisis personal. En los conflictos matrimoniales, en los fracasos de liderazgo, en los ataques de ansiedad, siempre transmitía la verdad de ese antiguo y gastado Libro que tenía sobre su escritorio. Era cínico con respecto a la sabiduría del siglo XXI, pues no la creía superior a todo lo que ofrecía el primer siglo. Otros simplemente habían visto la paz en sus ojos y en su rostro.

Él era un hombre del pasado que estaba preparado para el futuro

Verle transcurrir el día con una visión cínica de la idea—tan común a lo largo de su vida—de que los acontecimientos actuales son los más importantes de nuestra vida, o de cualquier vida. Esa actitud ayudó a innumerables almas a captar otro mundo, un mundo en el que todo está bien, y la oscuridad del mundo ya está derrotada.

Unos días después, se escapa en medio de la noche, llamado al cielo por su Señor y Salvador. Dios le ha justificado, santificado y ahora glorificado. Se despierta en la presencia de su Señor, y escucha las palabras más dulces… «Bien hecho, buen siervo y fiel».
Tal vez, para nuestro hombre, había un anexo.

«Has sido fiel en la humildad, desconfiando de ti mismo y de los dogmas culturales que se arremolinaban a tu alrededor. En cambio, has confiado en mi revelación pasada para tu presente y tu futuro. Te has negado a comprar la ansiedad de esta época actual, creyendo, en cambio, que ‘el mundo pasa y también sus deseos; pero el que hace mi voluntad permanece para siempre’. Por eso, cínico amado, te haré gobernante de muchas cosas antiguas y atemporales. Entra en el gozo de tu Señor».

Corey Williams
Corey Williams is the Chief Communication Officer at The Master’s Seminary.

La vida con Dios | William VanDoodewaard

La vida con Dios

William VanDoodewaard

¿Por qué querría alguien ser cristiano? Los cristianos de la Iglesia primitiva eran marginados, despreciados y perseguidos. Lo mismo ocurre con muchos creyentes hoy en día: en la mayoría de los países, ser cristiano es, como mínimo, una pérdida social y económica. Pero a pesar de todas las aparentes desventajas, ser cristiano no solo es deseable, sino asombroso y glorioso. El apóstol Juan resume gran parte de la maravilla de ser cristiano cuando dice: «Nuestra comunión es con el Padre y con Su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1:3). El cristiano tiene comunión con Dios.

A causa del pecado, ningún ser humano tiene comunión con Dios por sí mismo. Dios es luz; nosotros nacemos en oscuridad. ¿Qué comunión tiene la luz con las tinieblas? Dios es vida; nosotros estamos muertos. ¿Qué comunión tiene la vida con la muerte? Dios es amor; nosotros somos enemistad. ¿Qué amistad puede haber entre Dios y el hombre? En nuestra condición natural, estamos sin esperanza y sin Dios en el mundo (Ef 2:12). Estamos «excluidos de la vida de Dios» por la ignorancia que hay en nosotros (4:18). En nuestro estado caído, no solo somos incapaces de reconciliarnos con Dios, sino que además no queremos hacerlo.

Pero Dios (2:4) en Su gracia ha abierto el camino de vuelta a la vida con Él, por medio de Jesucristo. Dios actuó unilateralmente para mostrarnos gracia, misericordia y amor en Cristo. El Hijo, dado en el amor del Padre, es el restaurador y el reconciliador. Por medio de Él, los pecadores son acogidos en la santa presencia de Dios (Ef 3:12; He 10:19-20).

Cuando el Espíritu nos lleva a Dios por medio de Cristo, entramos en la comunión de amor del Dios trino. Somos cambiados para amarlo y deleitarnos en Su entrega a nosotros y deleitarnos en entregarnos a Él. Es una comunión pura, santa y buena. Es una comunión de paz entre Dios y Su pueblo a través de la sangre de Jesús. Pase lo que pase al cristiano, está bajo la voluntad del Padre; el cristiano está a salvo por toda la vida y la eternidad. Nada puede separarnos del amor de Dios (Ro 8:38-39).

Tener comunión con Dios significa que el cristiano tiene el privilegio de conocer a Dios y ser conocido por Él. Tiene el privilegio de hablar con Dios en oración y escuchar a su Creador y Redentor hablar por Su Palabra y Espíritu. El cristiano tiene el privilegio de tener la presencia de Dios con él y en él, y el gozo de saber que un día será llevado a la gloria plena y brillante de la presencia de Dios. Verá y tendrá comunión con el Dios encarnado: Cristo Jesús, el Salvador ascendido y Rey de gloria.

El cristiano tiene el privilegio de ser restaurado a su diseño original por Aquel que lo hizo a él y a todas las cosas. El cristiano tiene el privilegio de disfrutar de la creación de Dios, ahora y siempre. Tiene el privilegio de ser consolado y pastoreado en esta vida por el Padre, quien obra todas las cosas para su bien. El cristiano tiene el gran gozo de saber que incluso las cosas buenas de aquí son solo el principio de lo que está por venir. Estos son regalos de Dios para Sus hijos. ¿Puede haber algo mejor que ser cristiano?

Este artículo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.

William VanDoodewaard
El Dr. William VanDoodewaard es profesor de historia de la iglesia en The Puritan Reformed Theological Seminary en Grand Rapids, Mich. Es autor o editor de varios libros, incluyendo The Quest for the Historical Adam y Charles Hodge’s Exegetical Lectures and Sermons on Hebrews .

¿Es Dios responsable de la maldad humana? | R.C.Sproul

¿Es Dios responsable de la maldad humana?

El 12 de febrero de 1938, dos hombres tuvieron una reunión privada en un retiro en la montaña. En el transcurso de la conversación, uno de ellos le dijo al otro: “Tengo una misión histórica, y cumpliré esa misión, porque la Providencia me ha destinado a hacerlo”. Este hombre entendía que el propósito de su vida estaba bajo la determinante influencia de la divina providencia. Él prosiguió y en el curso de la conversación le dijo al otro señor que cualquiera “que no esté conmigo será aplastado”.
El hombre que hizo esta apelación a un destino providencial fue Adolfo Hitler. De manera similar, cuando José Stalin fue ascendido al rol de primer ministro de la Unión Soviética, los obispos de la Iglesia Ortodoxa Rusa se regocijaron por este golpe de la providencia, pues estaban convencidos de que Dios había levantado a Stalin para que fuese un instrumento divino para el liderazgo del pueblo de Rusia. Hoy, no obstante, cuando las personas discuten sobre los males diabólicos que han sido perpetrados contra la raza humana, dos de los nombres que escuchamos con mayor frecuencia asociados con la maldad humana son los de Hitler y Stalin.
Cada vez que estudiamos la doctrina de la providencia y la cuestión del gobierno divino, inevitablemente escuchamos que las Escrituras enseñan que Dios levanta naciones y derriba naciones (Daniel 2:21; 4:17; Romanos 13:1). Esto plantea una pregunta: ¿Cómo se relaciona la providencia divina con los gobiernos malvados, las personas malvadas, y, en fin, toda la cuestión del mal? En el capítulo anterior, cité desde el capítulo tres de la Confesión de Fe de Westminster, que dice: “Dios desde la eternidad, por el sabio y santo consejo de su voluntad, ordenó libre e inalterablemente todo lo que sucede”. ¿Significa eso, entonces, que Dios ordenó a Hitler y a Stalin? ¿Ha sido ordenado el mal por la providencia de Dios?
Se ha dicho que la existencia del mal y la dificultad para explicarlo a la luz del concepto de un Dios soberano que se supone que es bueno es el “talón de Aquiles” del cristianismo. Según la mitología griega, cuando Aquiles nació, su madre lo sumergió en el Río Estigia con la intención de hacerlo inmortal. Pero cuando lo sumergió, lo sujetó del talón, y esa parte de su cuerpo no se sumergió, y por lo tanto no era invencible. Finalmente, Aquiles fue muerto cuando recibió una herida de flecha en su talón durante la guerra de Troya. Aquellos que aducen que el problema del mal es el talón de Aquiles del cristianismo quieren decir que es el punto más vulnerable del cristianismo. Si Dios ordena todo lo que sucede, pareciera que él ordena el mal. Y si Dios ordena el mal, se argumenta, él mismo es malo.
El filósofo John Stuart Mill (1806–1873) utilizó este argumento en sus objeciones hacia el cristianismo. Él escribió: “Ni siquiera en la más distorsionada y contraída teoría del bien que haya sido elaborada por el fanatismo religioso o filosófico puede pretenderse que el gobierno de la Naturaleza parezca la obra de un ser a la vez bueno y omnipotente”. Él estaba diciendo que debido a la innegable realidad del mal, no podía concebir un Dios que fuera tanto todopoderoso como totalmente justo.
Desde luego, algunos tratan de resolver esta dificultad negando la realidad del mal. Mary Baker Eddy, la fundadora de la Ciencia Cristiana, dijo que el mal es una ilusión. Una vez tuve un debate con un maestro de Ciencia Cristiana acerca de la cuestión del mal. Él insistía en que el mal es una ilusión, que en realidad no existe, mientras que yo insistía en que el mal es real. En un momento de la discusión dije: “Veamos si podemos recapitular sobre nuestras posturas. Usted dice que el mal es una ilusión. Yo digo que es real. ¿Cree usted que yo soy real?”. Él dijo que sí. Entonces pregunté: “¿Entiende que yo estoy diciendo que el mal es real y usted está diciendo que es una ilusión?”. Él dijo que lo entendía. Yo proseguí: “¿Cree usted que es bueno que yo le enseñe a la gente que el mal es real?”. Él dijo que no lo creía. Finalmente le pregunté: “¿Cree que sea malo que yo le enseñe a la gente que el mal es real?”. Él no supo qué decir en ese punto. Tuvo que concluir que yo también era una ilusión.

LA CAUSA Y EL EFECTO
En el capítulo uno observé que la cuestión clave para el hombre moderno es la causalidad, y esta pregunta en ningún lugar es más aguda que cuando hablamos del problema del mal. En mi primer año en la universidad, solo unos meses después de volverme cristiano, estaba jugando ping-pong un día en mi dormitorio, y justo en medio de una volea me vino un pensamiento (que de ninguna manera era original): “Si Dios es totalmente justo, solo es capaz de lo bueno; entonces, ¿cómo es posible que haya creado un mundo que está estropeado por el mal? Si Dios es la fuente de todas las cosas y es bueno, ¿cómo pudo existir el mal?”. Ese problema me preocupó profundamente en ese momento y me ha preocupado aún más desde entonces, y preocupa a muchas otras personas también.
Cuando comencé a reflexionar sobre estas cosas y a estudiar la cuestión de la causalidad, estudié, y más tarde enseñé, filosofía del siglo XVII. El filósofo más destacado durante ese periodo fue el matemático y académico francés René Descartes. A él le inquietaba mucho el razonamiento a partir de la causalidad. Él argumentaba a favor de la existencia del mundo diciendo que el universo requiere una causa suficiente, una causa que sea capaz de dar el resultado que ahora observamos. Por lo tanto, él argumentó desde la causa al efecto a la existencia de Dios, razonando a la inversa desde el universo hasta Dios. Uno de los principios que él usó en ese argumento a favor de la existencia de Dios fue este: “No puede haber nada en el efecto que no esté primero en la causa”. Dicho de otra forma: “En el efecto no puede haber más de lo que es inherente a la causa”.
Ese principio, que los pensadores han asumido durante milenios, es válido, y es crucial para otros argumentos a favor de la existencia de Dios. Por ejemplo, un argumento que usamos para probar la existencia de Dios es el argumento desde la personalidad humana. Podemos probar que tiene que haber una causa primera, que esta causa primera tiene que existir por sí misma y ser eterna, etc. Pero después de eso, la gente suele decir: “¿Cómo sabemos que esta causa primera es personal?”. Una de las formas en que yo respondo esta pregunta es decir: “¿Somos personas nosotros? ¿Existe tal cosa como la personalidad, que implica volición, inteligencia, afecto —las cosas que son esenciales para lo que somos como seres humanos?”. Si la persona concuerda en que los seres humanos son personales, que tienen inteligencia, intencionalidad, voluntad, y todo lo demás, yo puedo responder: “Bueno, no podemos tener una fuente impersonal para la personalidad. Tiene que haber personalidad en la causa si hay personalidad en el efecto”.
Pero ese argumento en particular, por válido que sea, puede ser contraproducente para el cristiano. Los críticos del cristianismo han respondido que si no puede haber más en el efecto de lo que es inherente a la causa, entonces Dios debe ser malo, porque si aquí tenemos un efecto que es malo, y si en el efecto no puede haber más de lo que es inherente a la causa, el mal debe existir en la causa.
¿Cómo respondemos a este argumento? La respuesta simple es que en la criatura hay algo que no reside en el creador: el pecado. Eso no significa que la criatura tenga algo más grande que el Creador; más bien la criatura tiene algo muy inferior al Creador.

UNA DEFINICIÓN DEL MAL
Para explicar lo que intento decir, quiero volverme a la definición histórica del mal. ¿Qué es el mal? Desde luego, no estoy hablando del mal natural o el mal metafísico; más bien estoy hablando del mal moral. Los seres humanos tienen al menos esto en común con Dios: somos criaturas morales. Por supuesto, vivimos en una época en la que muchos niegan esa proposición. Ellos dicen que nada es objetivamente bueno o malo. En lugar de ello, solo existen preferencias, lo que significa que todo es relativo. El bien y el mal son meras convenciones sociales que hemos recibido a través de distintas tradiciones.
Hace años, sufrí una calamidad de máxima envergadura: me robaron los palos de golf. Ese robo fue particularmente angustiante para mí porque los palos estaban en una bolsa de golf que me había regalado mi esposa, así que tenía valor sentimental. Además, yo tenía dos palos especialmente fabricados que me había dado un amigo que está en la Asociación de Golfistas Profesionales. Ahora bien, yo soy teólogo. Se supone que sé algo del pecado. Creo que he visto todo tipo de debilidad humana que exista bajo el sol, y entiendo las tentaciones que acompañan nuestra humanidad. Pero francamente, nunca he podido entender bien la mentalidad de la gente que roba, que realmente tiene la osadía de quedarse con la propiedad privada de otro. Un hombre trabaja largas horas a la semana, ganándose el salario con el sudor de su frente para poder comprar cierto producto que quiere o necesita. Otro hombre, al ver algo que quiere o necesita, simplemente lo toma sin invertir tiempo ni esfuerzo. No puedo entender esa mentalidad. Aunque somos maestros de la auto-justificación, expertos para presentar excusas por nuestros pecados, no puedo concebir cómo un ladrón puede mirarse en el espejo y ver cualquier cosa menos una persona indescriptiblemente egoísta y egocéntrica. En suma, me sorprende lo mala que puede ser la gente. Como podrás ver, no estoy en el bando de los que creen que el robo no sea objetivamente malo.
No necesitamos un complejo argumento filosófico para probar la maldad del robo. Es auto-evidente. Las personas saben instintivamente que robar la propiedad ajena es malo. Yo podría decir que no existe cosa tal como el mal y argumentar filosóficamente al respecto, pero el argumento se acaba cuando alguien echa mano de mi billetera. Entonces digo: “Eso no está bien, no es bueno. Eso es malo”.
¿Pero qué es el mal? El Catecismo Menor de Westminster define el así el pecado: “El pecado es cualquier falta de conformidad con la ley de Dios, o transgresión de ella” (PyR 14). Aquí la confesión define el pecado o el mal en términos tanto negativos como positivos. Hay pecados de omisión y pecados de comisión. Pero quiero concentrarme en la primera parte de la definición, “cualquier falta de conformidad con la ley de Dios”. El pecado es la falta de conformidad con el estándar que Dios establece para la justicia.
Los filósofos antiguos definían el mal en términos de “negación” y “privación”. Es decir, el mal es la negación de lo bueno y una privación (o falta) del bien. Algo que está por debajo de la plenitud de la justicia es malo. Los filósofos estaban mostrando que la única forma en que podemos describir y definir el mal es en términos negativos. Esto significa que el mal, por su propia naturaleza, es parasítico. Depende de su huésped para su existencia. Esto es lo que Agustín tenía en mente cuando dijo que solo algo bueno puede hacer lo malo porque el mal requiere volición, inteligencia, y sentido o conciencia moral: todo lo cual es bueno. Por lo tanto, algo le ocurre a un ser bueno que indica una pérdida, una carencia o una negación del bien.
Agustín tomó la postura de que es imposible concebir un ser que sea completamente malo. Sí, Satanás es radicalmente malo, pero fue creado como un ángel, lo que significa que era parte de la creación que Dios vio como muy buena. Por lo tanto, incluso Satanás fue creado bueno, tal como los hombres fueron creados buenos. En consecuencia, en el momento de la creación, el Dios eterno, que es absolutamente bueno, actuó como agente moral para crear otros agentes morales que eran buenos. Pero la gran diferencia entre el Creador y la criatura es que Dios es eterna e inmutablemente bueno, mientras que la criatura fue hecha mutablemente buena. Es decir, fue creada con la posibilidad de cambiar en su conformidad con la ley de Dios.
Vemos, pues, que no podemos entender la desobediencia sin tener primero un concepto de obediencia. La ilegalidad se define por la legalidad. La injusticia depende de una definición previa de justicia. El anticristo no puede existir sin su relación antitética con Cristo. Entendemos que el mal se define como una negación o falta de conformidad con los estándares de lo bueno.

LA ORDENACIÓN DEL MAL
La pregunta suprema es esta: “¿Dios hace lo malo?”. La Biblia es absolutamente clara: Dios es absolutamente incapaz de realizar el mal. No obstante, hemos afirmado que Dios ordena todo lo que sucede, y algunas de las cosas que suceden son malas. Por tanto, ¿ordena Dios el mal? Solo existe una respuesta bíblica a esa pregunta: sí. Si Dios no hubiera ordenado el mal, no habría mal, porque Dios es soberano.
Donde tropezamos y trastabillamos es en la palabra ordenar. Pensamos que afirmar la ordenación divina de todas las cosas debe significar que Dios hace el mal o bien lo impone a criaturas justas, obligando a personas inocentes a cometer actos pecaminosos. No. Él ordenó que sus criaturas tuviesen la capacidad para el mal. Él no las obligó a ejercer esa capacidad, pero sabía que la ejercerían. En ese punto, él tuvo que decidir. Podía destruir la creación para no permitir que el mal ocurriera. En el momento en que la Serpiente vino a Adán y Eva y comenzó a sugerir la desobediencia, Dios pudo haber liquidado a la Serpiente o haber liquidado a Adán y Eva. No habría habido pecado. Pero Dios, por motivos que solo él conoce, tomó la decisión de dejar que ocurriera. Dios no lo aprobó, pero no lo detuvo. Al decidir no detenerlo, lo ordenó.
Debo decir que no tengo idea de por qué Dios permite que el mal enlode su universo. Sin embargo, yo sé que cuando Dios ordena algo, su propósito es totalmente bueno. ¿Significa esto que yo creo que en última instancia el mal en realidad es bueno? No. Estoy diciendo que debe ser bueno que el mal exista, porque Dios ordena soberana y providencialmente solo lo que es bueno. En términos de su propósito eterno, Dios ha estimado que es bueno permitir que el mal ocurra en este mundo.
Eso no significa que los pecados que cometo, en tanto que contribuyen con el plan providencial de Dios y su gobierno de la historia del mundo, en realidad sean virtudes. La traición de Judas fue parte de la divina providencia en el plan de Dios para redimir al mundo. Judas no podría haber entregado a Cristo a Pilato sin el decreto providencial de Dios. Sabemos que este era el consejo predeterminado de Dios, y no obstante Dios no puso el mal en el corazón de Judas. Dios no forzó a Judas para que cometiera su diabólico pecado. Por lo tanto, Judas no podrá ponerse en pie en el día final y decir: “Si no hubiera sido por mí, no habría habido cruz, ni expiación, ni salvación; yo soy el que hizo posible todo esto”. Lo que hizo Judas fue totalmente malo, pero cuando Dios ordena todas las cosas que suceden, él no solo ordena los fines sino también los medios para esos fines, y él actúa a través de todas las cosas para llevar a cabo su justo propósito.
Uno de los versos más reconfortantes de la Escritura es Romanos 8:28: “Ahora bien, sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman, es decir, de los que él ha llamado de acuerdo a su propósito”. Solo un Dios de soberana providencia podría hacer una promesa así. Esta declaración no significa que todas las cosas sean buenas, sino que todas las cosas están dispuestas para bien. Solo pueden estar dispuestas para bien porque, por encima de todo mal, todos los actos de maldad humana, se yergue un Dios que ha asignado un destino tanto para el universo como para nosotros como individuos, y ese destino es perfectamente consistente con su justicia.
Capítulo cinco

Sproul, R. C. (2012). ¿Controla Dios todas las cosas? (E. Castro, Trad.; Vol. 14). Reformation Trust: A Division of Ligonier Ministries.

Dios hace que todo suceda | R.C.Sproul

Dios hace que todo suceda

R.C.Sproul

Uno de los conceptos dominantes en la cultura occidental durante los últimos doscientos años, como vimos en los capítulos anteriores, es que vivimos en un universo cerrado y mecanicista. Según la teoría, todo funciona conforme a leyes naturales fijas, y que no hay posibilidad de intrusión desde el exterior. Por lo tanto, el universo es como una máquina que funciona por sus propios mecanismos internos.
Sin embargo, incluso aquellos que introdujeron este concepto ya a comienzos del siglo XVII todavía planteaban la idea de que Dios construyó la máquina en un principio. Como pensadores y científicos inteligentes que eran, no podían deshacerse de la necesidad de un Creador. Ellos reconocían que no habría mundo para que ellos observaran si no hubiese una causa última de todas las cosas. Aun cuando se cuestionaba y desafiaba la idea de un Gobernador involucrado y providencial de los asuntos diarios, todavía se asumía tácitamente que tenía que haber un Creador por encima del orden creado.
En el concepto clásico, la providencia de Dios estaba muy estrechamente ligada a su rol como creador del universo. Nadie creía que Dios simplemente creó el universo y luego le volvió la espalda y perdió contacto con él, o que él volvió a sentarse en su trono del cielo y meramente observó el universo trabajar por su propio mecanismo interno, rehusando involucrarse personalmente en sus asuntos. La noción cristiana clásica más bien era que Dios es tanto la causa primaria del universo como también la causa primaria de todo lo que acontece en el universo.
Uno de los principios fundacionales de la teología cristiana es que nada en este mundo posee poder causal intrínseco. Nada tiene poder alguno salvo el poder que se le confiere —se le presta, por así decirlo— o se ejecuta a través de ello, que en última instancia es el poder de Dios. Es por eso que los teólogos y filósofos históricamente han hecho una distinción crucial entre causalidad primaria y causalidad secundaria.
Dios es la fuente de la causalidad primaria. En otras palabras, él es la causa primera. Él es el Autor de todo lo que hay, y sigue siendo la causa primaria de los acontecimientos humanos y de los sucesos naturales. Sin embargo, su causalidad primaria no excluye las causas secundarias. Sí, cuando cae la lluvia, el pasto se moja, no porque Dios moje directa e inmediatamente el pasto, sino porque la lluvia aplica humedad al pasto. Pero la lluvia no podría caer si no fuera por el poder causal de Dios que está por encima de cada actividad causal secundaria. El hombre moderno, sin embargo, se apresura a decir: “El pasto está mojado porque llovió”, y no sigue buscando una causa superior y última. La gente del siglo XXI al parecer piensa que podemos arreglárnoslas perfectamente con las causas secundarias sin pensar en la causa primaria.
El concepto básico aquí es que lo que Dios crea, él lo sustenta. Por lo tanto, una de las subdivisiones importantes de la doctrina de la providencia es el concepto de sustento divino. En palabras simples, esta es la clásica idea cristiana de que Dios no es el gran Relojero que fabrica el reloj, le da cuerda, y luego sale de escena. En lugar de eso, él preserva y sostiene aquello que crea.
Esto efectivamente lo vemos al comienzo mismo de la Biblia. Génesis 1:1 dice: “Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra”. La palabra hebrea traducida como “creó” es una forma del verbo bārā, que significa “crear”, “hacer”. Esta palabra entraña la idea de sostener. Me gusta ilustrar esta idea aludiendo a la diferencia en música entre una nota en staccato y una nota sostenida. Una nota en staccato es breve y cortante: “La la la la la”. Una nota sostenida se mantiene: “Laaaa”. Asimismo, la palabra bārā nos dice que Dios no simplemente trajo el mundo a existencia en un momento. El término indica que él continúa creándolo, por así decirlo. Él lo sostiene, lo cuida, y lo sustenta.
EL AUTOR DEL SER
Uno de los conceptos teológicos de la más profunda importancia es que Dios es el Autor del ser. Nosotros no podríamos existir sin un ser supremo, porque no tenemos el poder de ser por nosotros mismos. Si algún ateo pensara seria y lógicamente acerca del concepto de ser durante cinco minutos, ese sería el fin del ateísmo. Es un hecho ineludible que nadie en este mundo tiene el poder de ser dentro de sí mismo, y no obstante aquí estamos. Por lo tanto, en algún lugar debe haber alguien que sí tiene el poder de ser en sí mismo. Si tal ser no existe, científicamente sería del todo imposible que algo existiera. Si no hay un ser supremo, no podría haber ningún ser de ninguna especie. Si hay algo, debe haber algo que tenga el poder de ser; de lo contrario, nada sería. Es así de simple.
Cuando el apóstol Pablo se dirigió a los filósofos en el Areópago de Atenas, mencionó que había visto muchos altares en la ciudad, incluido uno “al dios no conocido” (Hechos 17:23a). Entonces él usó ese hecho como una entrada para hablarles la verdad bíblica: “Pues al Dios que ustedes adoran sin conocerlo, es el Dios que yo les anuncio. El Dios que hizo el mundo y todo lo que en él hay… da vida y aliento a todos y a todo… porque en él vivimos, y nos movemos, y somos” (vv. 23b–28a). Pablo dijo que todo lo que Dios crea es completamente dependiente del poder de Dios, no solo para su origen sino para la continuidad de su existencia.
A veces me impaciento con algunas de las licencias poéticas que se toman los autores de himnos. Un himno famoso incluye este verso: “¡Maravilloso amor! ¿Cómo puede ser que tú, mi Dios, murieras por mí?”. Es cierto, Dios murió en la cruz, por decirlo de alguna manera. El Dios-hombre, aquel que era Dios encarnado, murió por su pueblo. Pero la naturaleza divina no pereció en el Calvario. ¿Qué le sucedería al universo si Dios muriera? Si Dios dejara de existir, el universo perecería con él, porque Dios no solo lo ha creado todo, sino que lo sustenta todo. Nosotros dependemos de él, no solo para nuestro origen, sino también para nuestra continua existencia. Puesto que no tenemos el poder de ser en nosotros mismos, no duraríamos ni un segundo sin su poder sustentador. Eso es parte de la providencia de Dios.
Esta idea de que Dios sustenta el mundo —el mundo que él hizo y observa en los mínimos detalles— nos lleva al corazón del concepto de providencia, que es la enseñanza de que Dios gobierna su creación. Esta enseñanza tiene muchos aspectos, pero quiero enfocarme en tres de ellos en lo que resta de este capítulo: las verdades de que el gobierno de Dios sobre todas las cosas es permanente, soberano, y absoluto.
UN GOBIERNO PERMANENTE
Cada cierta cantidad de años, tenemos un cambio de gobierno en nuestro país cuando una nueva administración presidencial toma el mando. La Constitución limita el número de años que un presidente puede servir como jefe ejecutivo de la nación. Por lo tanto, según estándares humanos, los gobiernos van y vienen. Cada vez que un presidente entra en ejercicio, los medios informativos hablan del “periodo de luna de miel”, el tiempo cuando se mira al nuevo líder con favor, se lo recibe cálidamente, y todo lo demás. Pero a medida que cada vez más personas se molestan o decepcionan de sus políticas, su popularidad decae. Pronto escuchamos a algunos críticos opinando que necesitamos sacar al “vago” de su cargo. En otros países, tal disconformidad ocasionalmente ha conducido a la revolución armada, lo que ha acabado en el violento derrocamiento de presidentes o primeros ministros. Sea como fuere, ningún gobernador terrenal retiene el poder para siempre.
Dios, sin embargo, está sentado como el Gobernador supremo del cielo y la tierra. También él debe tolerar a personas desencantadas con su gobierno, que objetan sus políticas, y resisten su autoridad. Pero aunque la existencia misma de Dios puede ser negada, su autoridad puede ser resistida, y sus leyes desobedecidas, su gobierno providencial jamás puede ser derrocado.
El Salmo 2 nos da una vívida imagen del reino seguro de Dios. El salmista escribe: ¿Por qué se sublevan las naciones, y en vano conspiran los pueblos? Los reyes de la tierra se rebelan; los gobernantes se confabulan contra el Señor y contra su ungido. Y dicen: ‘¡Hagamos pedazos sus cadenas! ¡Librémonos de su yugo!’ ” (vv. 1–3, NVI). La imagen aquí es la de una cumbre de los poderosos gobernadores de este mundo. Ellos se reúnen para formar una coalición, una especie de eje militar, para planificar el derrocamiento de la autoridad divina. Es como si estuvieran planeando disparar sus misiles nucleares hacia el trono de Dios con el fin de volarlo del cielo. El objetivo de ellos es ser libre de la autoridad divina, arrojar las “cadenas” y el “yugo” con los que Dios los sujeta. Pero la conspiración no solo es contra “el Señor”, sino que también es contra “su ungido”. Aquí la palabra hebrea es māšîah, de donde proviene nuestra palabra castellana “Mesías”. Dios el Padre ha exaltado a su Hijo como cabeza de todas las cosas, con el derecho a gobernar a los gobernadores de este mundo. Aquellos que han sido investidos de autoridad terrenal se han reunido en un consejo para planificar cómo liberar al universo de la autoridad de Dios y de su Hijo.
¿Cuál es la reacción de Dios a esta conspiración terrenal? El salmista dice: “El rey de los cielos se ríe; el Señor se burla de ellos” (v. 4). Los reyes de la tierra se ponen en contra de Dios. Se conciertan con pactos y tratados solemnes, y se animan unos a otros a no vacilar sobre su decisión de destronar al Rey del universo. Pero cuando Dios mira todos estos poderes congregados, no tiembla de temor. Él se ríe, pero no con risa de diversión. El salmista describe la risa de Dios como risa de burla. Es la risa que expresa un poderoso rey cuando menosprecia a sus enemigos.
Pero Dios no meramente se ríe: “En su enojo los reprende, en su furor los intimida y dice: ‘He establecido a mi rey sobre Sión, mi santo monte’ ” (vv. 5–6, NVI). Dios reprenderá a las naciones rebeldes y afirmará al Rey que ha puesto en Sión.
Con frecuencia me asombra la diferencia entre el acento que encuentro en las páginas de las sagradas Escrituras y el que leo en las páginas de las revistas religiosas y escucho que se predica en los púlpitos de nuestras iglesias. Tenemos una imagen de Dios lleno de benevolencia. Lo vemos como un botones celestial al que podemos llamar cuando necesitamos servicio a la habitación, o como un Santa Claus cósmico que está presto a derramar regalos sobre nosotros. Él se complace en hacer cualquier cosa que le pidamos. Mientras tanto, él nos ruega amablemente que cambiemos nuestros caminos y vengamos a su Hijo, Jesús. Generalmente no escuchamos acerca de un Dios que ordena obediencia, que reafirma su autoridad sobre el universo e insiste en que nos inclinemos ante su Mesías ungido. No obstante, en la Escritura nunca vemos a Dios invitando a las personas a venir a Jesús. Él nos ordena que nos arrepintamos, y nos inculpa de traición a un nivel cósmico si decidimos no hacerlo. Una negativa a someterse a la autoridad de Cristo probablemente a nadie le causará problemas con la iglesia o el gobierno, pero ciertamente causará un problema con Dios.
En el Discurso del Aposento Alto (Juan 13–17), Jesús les dijo a sus discípulos que él se iba, pero prometió enviarles otro Consolador (14:16), el Espíritu Santo. Él dijo: “Cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (16:8). Cuando Jesús habló acerca de la venida del Espíritu Santo para convencer al mundo de pecado, él fue muy específico respecto al pecado en el que estaba pensando. Era el pecado de incredulidad. Él dijo que el Espíritu convencería “de pecado, por cuanto no creen en mí” (v. 9). Desde la perspectiva de Dios, la negativa a someterse al señorío de Cristo no simplemente se debe a una falta de convicción o de información. Dios lo considera como incredulidad, como la incapacidad de aceptar al Hijo de Dios por quien él es.
Pablo hizo eco de esta idea en el Areópago cuando dijo: “Dios pasó por alto aquellos tiempos de tal ignorancia, pero ahora manda a todos, en todas partes, que se arrepientan” (Hechos 17:30, NVI). Dios había sido paciente, dijo Pablo, pero ahora mandó que todos se arrepintieran y creyeran en Cristo. Rara vez escuchamos esta idea en los libros o desde el púlpito, la idea de que es nuestro deber someternos a Cristo. Pero si bien quizá no la escuchemos, esta no es una opción respecto a Dios.
En palabras simples, Dios impera sobre su universo, y su reinado no tendrá fin.
UN GOBIERNO SOBERANO
En nuestro país, vivimos en una democracia, así que nos cuesta entender la idea de soberanía. Nuestro contrato social declara que nadie puede gobernar aquí salvo con el consentimiento de los gobernados. Pero Dios no necesita nuestro consentimiento para gobernarnos. Él nos hizo, así que tiene un derecho intrínseco de gobernarnos.
En la Edad Media, los monarcas de Europa intentaban fundamentar su autoridad en el llamado “derecho divino de reyes”. Ellos declaraban que tenían un derecho dado por Dios para gobernar a sus compatriotas. La verdad es que solo Dios tiene semejante derecho.
En Inglaterra, el poder del monarca, que en otro tiempo fue muy grande, ahora es limitado. Inglaterra es una monarquía constitucional. La reina goza de toda la pompa y las galas de la realeza, pero el Parlamento y el primer ministro dirigen la nación, no el Palacio de Buckingham. La reina rige pero no gobierna.
Por el contrario, el Rey bíblico reina y gobierna a la vez. Y lleva a cabo su reinado, no por referéndum, sino por su soberanía personal.
UN GOBIERNO ABSOLUTO
El gobierno de Dios es una monarquía absoluta. A él no se le impone ninguna restricción externa. Él no tiene que respetar un equilibrio de poderes con un Congreso o una Corte Suprema. Dios es el Presidente, el Parlamento, y la Corte Suprema, todo en uno, porque él está investido con la autoridad de un monarca absoluto.
La historia del Antiguo Testamento es la historia del reino de Jehová sobre su pueblo. El motivo central del Nuevo Testamento es la realización sobre la tierra del reino de Dios en el Mesías, a quien Dios exalta a la mano derecha de autoridad y lo corona como el Rey de Reyes y Señor de señores. Él es el Gobernador último, aquel a quien debemos la lealtad última y la obediencia última.
Una de las grandes ironías de la historia es que cuando Jesús, quien era el Rey cósmico, nació en Belén, el mundo era gobernado por un hombre llamado César Augusto. Estrictamente hablando, sin embargo, la palabra “augusto” solo es apropiada para Dios. Significa “de suprema dignidad o grandeza; majestuoso; venerable; eminente”. Dios es el cumplimiento superlativo de todos estos términos, porque Dios el Señor omnipotente reina.

Sproul, R. C. (2012). ¿Controla Dios todas las cosas? (E. Castro, Trad.; Vol. 14). Reformation Trust: A Division of Ligonier Ministries.

¿QUÉ ES LA PROVIDENCIA? | R.C. Sproul

¿QUÉ ES LA PROVIDENCIA?

Un día, mientras miraba un programa de noticias, apareció un comercial sobre una serie de libros acerca de los problemas de la vida en el pasado. Una de las imágenes del comercial mostraba a un soldado confederado de la Guerra Civil acostado en una camilla siendo atendido por una enfermera y un médico de combate. Entonces el narrador me informó que leer este libro me ayudaría a entender cómo era estar enfermo a mediados del siglo XIX. Eso atrajo mi atención, porque muchas personas del siglo XXI están tan fuertemente atadas a este tiempo que rara vez piensan en cómo vivía la gente su vida diaria en las épocas y generaciones pasadas.
Esta es un área en la que me siento desacorde con mis contemporáneos. Yo pienso en la vida de las generaciones previas muy a menudo, porque tengo el hábito de leer libros que fueron escritos por personas que vivieron, en muchos casos, mucho antes del siglo XXI. Me gusta especialmente leer a los autores de los siglos XVI, XVII y XVIII.
En los escritos de estos autores continuamente observo un agudo sentido de la presencia de Dios. Estos hombres tenían un sentido de una providencia que lo abarcaba todo. Vemos un indicador de este sentido de que todo en la vida está bajo la dirección del gobierno del Dios todopoderoso en el hecho de que una de las primeras ciudades en lo que ahora es Estados Unidos de América fue Providencia, Rhode Island (fundada en 1636). Asimismo, la correspondencia personal de hombres de los siglos pasados, tales como Benjamin Franklin y John Adams, está marcada por la palabra “providencia”. La gente hablaba de una “Providencia benévola” o de una “Providencia airada”, pero a menudo había un sentido de que Dios estaba directamente involucrado en la vida diaria de las personas.
La situación es inmensamente distinta en nuestro propio tiempo. Mi difunto amigo James Montgomery Boice solía contar una divertida historia que ilustraba adecuadamente la mentalidad actual respecto a Dios y su involucramiento en el mundo. Había un montañista que resbaló en una saliente y estaba a punto de caer en picada cientos de metros a su muerte, pero cuando comenzó a caer, se agarró de una rama de un escuálido arbolito que crecía desde una grieta en la cara del precipicio. Mientras colgaba de la rama, las raíces del escuálido árbol empezaron a soltarse, y el montañista enfrentaba una muerte segura. En ese momento, gritó hacia el cielo: “¿Hay alguien allá arriba que pueda ayudarme?”. En respuesta, oyó una profunda voz barítona desde el cielo que decía: “Sí, aquí estoy, y te ayudaré. Suelta la rama y confía en mí”. El hombre miró al cielo y luego miró abajo al abismo. Finalmente, alzó la voz otra vez y dijo: “¿Hay alguien más allá arriba que pueda ayudarme?”.
Me gusta esa historia porque creo que tipifica la mentalidad cultural de nuestro tiempo. Primero, el montañista pregunta: “¿Hay alguien allá arriba?”. La mayoría de las personas del siglo XVIII asumía que había Alguien allá arriba. En sus mentes no cabía mucha duda de que un Creador todopoderoso gobernaba los asuntos del universo. Pero nosotros vivimos en un periodo de escepticismo sin precedentes acerca de la existencia misma de Dios. Es cierto que las encuestas regularmente nos dicen que entre el noventa y cinco y noventa y ocho por ciento de las personas en Estados Unidos creen en algún tipo de dios o poder superior. Yo supongo que eso puede explicarse en parte por el impacto de la tradición; cuesta abandonar las ideas que la gente ha valorado por generaciones, y en nuestra cultura todavía se confiere cierto estigma social al ateísmo desenfrenado. Además, yo creo que no podemos evadir la lógica de asumir que tiene que haber cierta especie de causa fundacional y última para este mundo tal como lo experimentamos. Pero por lo general, cuando presionamos a las personas y comenzamos a hablarles sobre su idea de un “poder superior” o un “ser supremo”, resulta ser un concepto que es más un “esto” que un “él”, una especie de energía o una fuerza indefinida. Es por eso que el montañista preguntó: “¿Hay alguien allá arriba?”. En ese momento crítico, reconoció su necesidad de un ser personal que estuviera a cargo del universo.
Hay otro aspecto de la anécdota que me parece significativo. Cuando estaba a punto de caer a su muerte, el montañista no preguntó simplemente “¿hay alguien allá arriba?”. Él especificó: “¿Hay alguien allá arriba que pueda ayudarme?”. Esa es la pregunta del hombre moderno. Quiere saber si hay alguien fuera de la esfera de la vida diaria que sea capaz de asistirlo. Pero yo creo que el montañista estaba haciendo una pregunta aún más fundamental. Él quería saber no solo si había alguien que pudiera ayudarlo, sino si había alguien que quisiera ayudarlo. Esta es la pregunta primordial en la mente del hombre y la mujer modernos. En otras palabras, ellos no solo quieren saber si existe la providencia, sino si ella es fría e insensible, o bondadosa y compasiva.
Por lo tanto, la pregunta por la providencia que quiero considerar en este breve libro no es meramente si hay alguien ahí, sino si ese alguien puede y quiere hacer cualquier cosa en este mundo en que vivimos.

Sproul, R. C. (2012). ¿Controla Dios todas las cosas? (E. Castro, Trad.; Vol. 14). Reformation Trust: A Division of Ligonier Ministries.

«La frase: ‘Dios odia al pecado pero ama al pecador’ no es bíblica» Paul Washer

Muchos objetarían cualquier enseñanza acerca del aborrecimiento divino de Dios basándose en la falsa suposición de que Dios es amor y que por lo tanto, no puede odiar.

Mientras que el amor de Dios es una realidad que va más allá de nuestra comprensión, también es importante ver que el amor de Dios es la misma razón para su aborrecimiento. No deberíamos decir que Dios es amor y que por lo tanto no puede aborrecer; al contrario, Dios es amor y por lo tanto, Él debe aborrecer.

Si una persona verdaderamente ama la vida, reconoce su santidad, estima a los niños como un don de Dios, entonces esa persona debe aborrecer el aborto. Es imposible amar a los niños apasionadamente y con toda pureza y ser indiferente hacia aquello que los destruye en el vientre.

De la misma manera, si Dios ama con enorme intensidad todo lo justo y bueno, entonces Él, con igual intensidad, debe aborrecer todo lo perverso y malo.

A todos se nos ha enseñado el popular eslogan: “Dios odia al pecado pero ama al pecador”, pero esta enseñanza es una negación de las Escrituras que claramente declaran lo contrario. El salmista, con la dirección del Espíritu Santo, escribió que Dios no solo aborrece la iniquidad, sino que aborrece también a “los hacedores de iniquidad”.

Debemos entender que es imposible separar al pecado del pecador. Dios no castiga el pecado, castiga a quien lo hace. No es el pecado el que es castigado en el infierno, sino el hombre que lo practica. Por esta razón el salmista declaró: “Los insensatos no estarán delante de tus ojos; aborreces a todos lo que hacen iniquidad” (Salmo 5:5).

Y, “El Señor está en su santo templo; el Señor tiene en el cielo su trono; sus ojos ven, sus párpados examinan a los hijos de los hombres. El Señor prueba al justo; pero al malo y al que ama la violencia, su alma los aborrece. Sobre los malos hará llover calamidades; fuego, azufre y viento abrasador será la porción del cáliz de ellos. Porque el Señor es justo y ama la justicia” (Salmo 11:4-7).

Es importante entender que los textos citados arriba no están solos en la Escritura, sino que están acompañados por otros pasajes que fortalecen el argumento. En Levítico, el Señor al pueblo de Israel que ellos no deben seguir las costumbres de las naciones que Él echa fuera delante de ellos, y entonces añade: “Porque ellos hicieron todas estas cosas, y los tuve en abominación” (Levítico 20:23).

Otra vez, en el libro de Deuteronomio, Él advirtió a su pueblo que los cananeos serían echados porque ellos fueron “abominación para el Señor” y cualquiera que hubiera participado en los mismos actos de injusticia sería una “abominación” a Él (Deuteronomio 18:12; 25:16).

En el libro de Salmos, Dios describe su sentencia hacia los israelitas incrédulos que rehusaron entrar en la tierra prometida diciendo: “Por cuarenta años me repugnó aquella generación” (Salmo 95:10).

Finalmente, en el libro de Tito, Pablo describe a aquellos que han hecho una vacía o superficial confesión de fe en Dios como “abominables” delante de Él; y Juan en la isla de Patmos describe el lago de fuego como la morada eterna de todos los que son “abominables” (Tito 1:16; Apocalipsis 21:8).

Casado con Ágota y padre de dos hijas, Will Graham (1985) sirve como pastor evangélico, profesor y blogger en la cuidad española de Almería (ubicada en el extremo sureste de la península). Soli Deo gloria.

El HOMBRE no tiene DERECHOS, sólo tiene PRIVILEGIOS 4/11 | Edgardo Piesco

Iglesia Bautista Castellana
Serie: La Oración en Lenguas
Edgardo Piesco es pastor de la primera Iglesia Evangélica establecida en Canadá: Iglesia Bautista Castellana, nuestra comunidad hispano-parlante está constituida por inmigrantes provenientes de toda Latinoamérica. Oficiamos servicios en español y otros especiales en inglés para los jóvenes que dominan éste, como primera lengua. Nuestro objetivo primordial es hacer conocer el evangelio a nuestra comunidad en una actitud seria y de respeto por la dignidad humana.

¿Por quién muere JESÚS? | Samuel Pérez Millos

Samuel Pérez Millos
Nació en Vigo (Pontevedra) España en 27 de Enero de 1943. Fui guiado en el estudio de la Palabra de la mano del insigne teólogo español Dr. Francisco Lacueva. Master en Teología por el IBE (Instituto Bíblico Evangélico) actualmente es miembro de la Junta Rectora del IBSTE (Instituto Bíblico y Seminario Teológico de España) y profesor activo en las áreas de Prologómena, Bibligrafía y Antropología. Une a su preparación académica la valiosa experiencia vital y pastoral de su anterior labor por más de 25 años como pastor de la Primera Iglesia Evangélica de Vigo (España).

Autor de más de treinta obras de teología y estudios bíblicos, conferenciante en el ámbito internacional y consultor adjunto de la Editorial CLIE en el área de lenguas bíblicas.