¿Por quién muere JESÚS? | Samuel Pérez Millos

Samuel Pérez Millos
Nació en Vigo (Pontevedra) España en 27 de Enero de 1943. Fui guiado en el estudio de la Palabra de la mano del insigne teólogo español Dr. Francisco Lacueva. Master en Teología por el IBE (Instituto Bíblico Evangélico) actualmente es miembro de la Junta Rectora del IBSTE (Instituto Bíblico y Seminario Teológico de España) y profesor activo en las áreas de Prologómena, Bibligrafía y Antropología. Une a su preparación académica la valiosa experiencia vital y pastoral de su anterior labor por más de 25 años como pastor de la Primera Iglesia Evangélica de Vigo (España).

Autor de más de treinta obras de teología y estudios bíblicos, conferenciante en el ámbito internacional y consultor adjunto de la Editorial CLIE en el área de lenguas bíblicas.

Yo soy un católico, ¿por qué debo considerar el convertirme en cristiano?

Primero, por favor comprende que no intentamos ofenderte en la redacción de esta pregunta. Verdaderamente recibimos preguntas de católicos, tales como; “¿Cuál es la diferencia entre católicos y cristianos?” En conversaciones cara a cara con católicos, literalmente hemos escuchado, “Yo no soy cristiano, soy católico” Para muchos católicos, el término “cristiano” y “protestante” son sinónimos. Con todo lo expuesto, el intento de este artículo es que los católicos estudien lo que dice la Biblia acerca de ser un cristiano, y quizás consideren que la fe católica no es la mejor representación de lo que describe la Biblia.

La diferencia clave entre católicos y cristianos es la visión que se tiene de la Biblia. Los católicos ven la autoridad de la Biblia al mismo nivel de la autoridad de la Iglesia y la tradición. Los cristianos ven la Biblia como la suprema autoridad para la fe y la práctica. La pregunta es, ¿cómo se presenta la Biblia a sí misma? 2 Timoteo 3:16-17 nos dice, “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra.” La Escritura, por sí misma, es suficiente para que el cristiano sea enteramente preparado para toda buena obra. Este texto nos dice que la Escritura no es “solo el principio”, o “solo las bases”, o el “cimiento para una más completa tradición eclesiástica.” Por el contrario, la Escritura es perfecta y totalmente suficiente para todo en la vida cristiana. La Escritura puede enseñarnos, reprendernos, corregirnos, entrenarnos, y equiparnos. Los cristianos bíblicos no niegan el valor de las tradiciones de la iglesia. Más bien, los cristianos sostienen que para que una tradición de la iglesia sea válida, debe estar basada en una clara enseñanza de la Escritura, así como estar en concordancia con la misma. Amigo católico, estudia la Palabra de Dios por ti mismo. En la Palabra de Dios encontrarás la descripción y la intención de Dios para Su iglesia. 2 Timoteo 2:15 dice, “Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad.”

Una segunda diferencia clave entre católicos y “cristianos bíblicos” es el entendimiento de la manera en que podemos aproximarnos a Dios. Los católicos tienden a aproximarse a Dios a través de intermediarios, tales como María o los santos. Los cristianos se aproximan a Dios directamente, ofreciendo oraciones a nadie más que a Dios mismo. La Biblia proclama que nosotros podemos aproximarnos al trono de Gracia de Dios confiadamente (Hebreos 4:16). La Biblia es perfectamente clara en que Dios desea que le oremos a Él, que tengamos comunicación con Él, que le pidamos a Él las cosas que necesitamos (Filipenses 4:6; Mateo 7:7-8; 1 Juan 5:14-15). No hay necesidad de mediadores o intermediarios, porque Cristo es nuestro único y solo mediador (1 Timoteo 2:5), y tanto Cristo como el Espíritu Santo, están ya intercediendo a nuestro favor (Romanos 8:26-27; Hebreos 7:25). Amigo católico, Dios te ama íntimamente y ha provisto una puerta abierta para una comunicación directa a través de Jesucristo.

La diferencia más crucial entre católicos y “cristianos bíblicos” está en el tema de la salvación. Los católicos ven la salvación casi enteramente como un proceso, mientras que los cristianos ven la salvación de dos formas; como un estado y un proceso. Los católicos se ven a sí mismos como “siendo salvados”, mientras que los cristianos se ven a sí mismos como “habiendo sido salvados”. 1 Corintios 1:2 nos dice, “… a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos…” Las palabras “santificados” y “santos” vienen de la misma raíz griega. Este verso establece ambas cosas, que los cristianos son santificados y llamados a ser santos. La Biblia presenta la salvación como un regalo que es recibido al momento en que una persona pone su fe en Jesucristo como su Salvador (Juan 3:16). Cuando una persona recibe a Cristo como Salvador, él / ella es justificada, (declarada justa – (Romanos 5:9), redimida (rescatada de la esclavitud del pecado – 1 Pedro 1:18), reconciliada, (logrando la paz con Dios – Romanos 5:1), santificada (puesta aparte para los propósitos de Dios – 1 Corintios 6:11), y renacida como una nueva creación (1 Pedro 1:23; 2 Corintios 5:17). Cada una de estas características son hechos consumados que son recibidos al momento de la salvación. Los cristianos son entonces llamados a vivir y practicar (llamados a ser santos), lo que ya es una realidad, posicionalmente (santificados).

El punto de vista católico es que la salvación se recibe por fe, pero entonces ésta debe ser “mantenida” por buenas obras y participación en los Sacramentos. Los cristianos bíblicos no niegan la importancia de las buenas obras o que Cristo nos llama a observar las ordenanzas en memoria de Él y en obediencia a Él. La diferencia es que el punto de vista cristiano es que estas cosas son el resultado de la salvación, y no un requerimiento para la salvación, o un medio para mantener la salvación. La salvación es una obra completa, comprada por el sacrificio expiatorio de Jesucristo (1 Juan 2:2). Como resultado, todos nuestros pecados son perdonados y se nos promete la vida eterna en el cielo, al momento en que recibimos el regalo que Dios nos ofrece – la salvación a través de Jesucristo (Juan 3:16).

Amigo católico, ¿deseas esta “salvación tan grande” (Hebreos 2:6)? Si es así, todo lo que debes hacer es recibirla (Juan 1:12), a través de la fe (Romanos 5:1). Dios nos ama y nos ofrece la salvación como un regalo (Juan 3:16). Si recibimos Su gracia, por fe, tenemos la salvación como nuestra eterna posesión (Efesios 2:8-9). Una vez salvados, nada podrá separarnos de Su amor (Romanos 8:38-39). Nada puede arrebatarnos de Su mano (Juan 10:28-29). Si deseas esta salvación, si deseas obtener el perdón de todos tus pecados, si deseas tener la seguridad de tu salvación, si deseas tener acceso directo al Dios que te ama – recíbela y es tuya.

Esta es la salvación por la que Jesús murió para concedérnosla y la que Dios ofrece como un regalo.

¿Puede un cristiano perder la salvación?

Antes de que esta pregunta sea respondida, se debe definir el término “cristiano”. Un “cristiano” no es una persona que haya dicho una oración, o pasado al frente, o que haya crecido en una familia cristiana. Mientras que cada una de estas cosas pueden ser parte de la experiencia cristiana, no son éstas las que “hacen” que una persona sea cristiana. Un cristiano es una persona que ha recibido por fe a Jesucristo y ha confiado totalmente en Él como su único y suficiente Salvador y, por lo tanto, tiene el Espíritu Santo (Juan 3:16; Hechos 16:31; Efesios 2:8-9).

Así que, con esta definición en mente, ¿puede un cristiano perder la salvación? Quizá la mejor manera de responder a esta importante y crucial pregunta, es examinando lo que la Biblia dice que ocurre en la salvación, y entonces estudiar lo que implicaría perder la salvación.

Un cristiano es una nueva criatura. “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17). Un cristiano no es simplemente una versión «mejorada» de una persona; un cristiano es una criatura completamente nueva. Él está “en Cristo”. Para que un cristiano perdiera la salvación, la nueva creación tendría que ser destruida.

Un cristiano es redimido. “Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:18-19). La palabra “redimido” se refiere a una compra que ha sido hecha, un precio que ha sido pagado. Fuimos comprados y Cristo pagó con Su muerte. Para que un cristiano perdiera la salvación, Dios tendría que revocar Su compra por la que pagó con la preciosa sangre de Cristo.

Un cristiano es justificado. “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1). “Justificar” significa “declarar justo”. Todos los que reciben a Jesucristo como Salvador son “declarados justos” por Dios. Para que un cristiano perdiera la salvación, Dios tendría que retractarse de lo dicho en Su Palabra y “cancelar” lo que Él declaró previamente. Los absueltos de culpa tendrían que ser juzgados de nuevo y declarados culpables. Dios tendría que revertir la sentencia dictada por el tribunal divino.

A un cristiano se le promete la vida eterna. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, más tenga vida eterna” (Juan 3:16). La vida eterna es una promesa de vida para siempre en el Cielo con Dios. Dios hace esta promesa – “cree, y tendrás vida eterna”. Para que un cristiano perdiera la salvación, la vida eterna tendría que ser definida nuevamente. Si a un cristiano se le ha prometido vivir para siempre, ¿cómo entonces puede Dios romper esta promesa, quitándole la vida eterna?

Un cristiano es marcado por Dios y sellado por el Espíritu. «En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria» (Efesios 1:13-14). En el momento de la fe, el nuevo cristiano es marcado y sellado con el Espíritu, a quien se le prometió que actuaría como depósito para garantizar la herencia celestial. El resultado final es que la gloria de Dios es alabada. Para que un cristiano pierda la salvación, Dios tendría que borrar la marca, retirar el Espíritu, cancelar el depósito, romper Su promesa, revocar la garantía, guardar la herencia, renunciar a la alabanza y disminuir Su gloria.

A un cristiano se le garantiza la glorificación. “Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó” (Romanos 8:30). De acuerdo a Romanos 5:1, la justificación es nuestra al momento de la fe en Cristo. Según Romanos 8:30, la glorificación viene con la justificación. Todos aquellos a quienes Dios justifica, se les promete la glorificación. La glorificación se refiere a un cristiano recibiendo un perfecto cuerpo glorificado en el Cielo. Si un cristiano pudiera perder la salvación, entonces Romanos 8:30 sería un error, porque Dios no puede garantizar la glorificación para todos aquellos a quienes Él predestinó, llamó, y justificó.

Un cristiano no puede perder la salvación. La mayoría, si no todo, de lo que la Biblia dice que nos sucede cuando recibimos a Cristo, sería invalidado si la salvación se perdiera. La salvación es el don de Dios, y los dones de Dios son «irrevocables» (Romanos 11:29). Un cristiano no puede ser creado sin una nueva creación. Los redimidos no pueden ser recomprados. La vida eterna no puede ser temporal. Dios no puede renegar de Su Palabra. Las Escrituras dicen que Dios no puede mentir (Tito 1:2).

Las objeciones más frecuentes a la creencia de que un cristiano no puede perder la salvación son; (1) ¿qué hay de aquellos que son cristianos y continuamente viven una vida inmoral sin arrepentirse? – y – (2) ¿qué pasa con aquellos que son cristianos, pero luego rechazan la fe y niegan a Cristo? El problema con estas dos objeciones es la suposición de que todos los que se dicen ser “cristianos” han nacido de nuevo. La Biblia declara que un verdadero cristiano ya no continuará viviendo una vida inmoral sin arrepentirse (1 Juan 3:6). (2) La Biblia también declara que alguien que se separa de la fe, demuestra que realmente nunca fue un cristiano (1 Juan 2:19). Puede haber sido religioso, puede haber aparentado, pero nunca nació de nuevo por el poder de Dios. «Por sus frutos los conoceréis» (Mateo 7:16). Los redimidos de Dios pertenecen al «que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios» (Romanos 7:4).

Nada puede separar a un cristiano del amor del Padre (Romanos 8:38-39). Nada puede arrebatar a un cristiano de la mano de Dios (Juan 10:28-29). Dios garantiza la vida eterna y mantiene la salvación que Él nos ha dado. El Buen Pastor busca la oveja perdida y, «cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso; y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos» (Lc 15:5-6). El cordero es encontrado, y el Pastor soporta alegremente la carga; nuestro Señor asume toda la responsabilidad de llevar al perdido a casa sano y salvo. Judas 24-25 enfatiza aún más la bondad y fidelidad de nuestro Salvador: “Y Aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén”.

¿Puedo tener seguridad de salvación?

Johannes Pflaum

Hay mucha polémica alrededor de la pregunta de si el creyente puede o no tener seguridad de salvación, pero existen tres aspectos que consolidan su certeza y demuestran el poderoso estímulo que significa este conocimiento para el renacido.

En primer lugar, la seguridad de salvación no está fundamentada en el hombre ni en su manera de vivir. Pensando de manera contraria, se crea una seudo seguridad, al creer que somos salvos por nuestra buena conducta, según el lema: “Dios debe estar contento conmigo”.

Aunque una persona dedique cada hora de su vida, durante cien años, a entregarse completamente al Señor, este esfuerzo no la salva ni le asegura el perdón de sus pecados. Nuestra perdición es demasiado grande. Esta es la razón por la que Pablo enfatiza en Efesios 2:8-9: “porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”.

Hace algunos años, una mujer me contó de su difunta madre. Ella había sido fiel en la asistencia en su iglesia donde, además, se desempeñaba como colaboradora, pero en su lecho de muerte se vio atormentada por las dudas acerca de su salvación. Me entristecí mucho al escuchar cómo la hija intentó consolarla: le recordó su fiel asistencia y colaboración con la iglesia. Le dijo además que nunca había asistido a los bailes y que siempre había huido de todas las prácticas pecaminosas, terminando su razonamiento de manera casi sugestiva: “¡si alguien debe ser salva, eres tú!”.

Seguir a Cristo con nuestras propias fuerzas y esforzarnos por conducirnos de manera piadosa, no puede darnos la seguridad de ser salvos, pues esta seguridad no está condicionada por nuestra manera de vivir o rendimiento personal. Es así que Romanos 3:24 dice: “[…] siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús”.

En segundo lugar, la seguridad de salvación se obtiene tan solo a partir de la convicción de nuestra perdición. La Epístola a los romanos responde de manera magistral a la pregunta de por qué la salvación es solo por fe y por gracia. Allí podemos notar cómo el apóstol Pablo, de manera llamativa, desarrolla el plan de Dios a través de las “buenas nuevas”. A causa de su composición, la epístola nos muestra el camino a la salvación y la seguridad del perdón de nuestros pecados.

Después de la introducción, Pablo no comienza su enseñanza hablando acerca del amor y la misericordia de Dios para con todos los hombres, sino que en los tres primeros capítulos da cuatro “golpes de timbal” de diferentes tonalidades. En el primer capítulo, a partir del versículo 18, abre nuestros ojos a la justa ira de Dios y su juicio sobre la incredulidad y el pecado de las naciones, quienes le dieron la espalda. En su rebelión contra el Creador, el hombre se ha enredado en el pecado y la impiedad, por lo que ha caído bajo el justo juicio divino.

Luego, Pablo se dirige al hombre moral y religioso, quien de seguro se encuentra horrorizado ante la impiedad de las naciones, mencionada un capítulo antes. Pero el apóstol demuestra, en los primeros 17 versículos del capítulo 2, que este hombre religioso y moralista también está bajo el juicio de Dios. No importa lo ejemplar que pueda ser para los demás la vida de una persona: si no se arrepiente delante de Dios, si niega el juicio divino que recae sobre su vida, evidencia entonces su pecado y egoísmo, por lo que se mantiene bajo este juicio.

En la segunda parte del capítulo 2, el apóstol aclara que incluso el judío, que pertenece al pueblo elegido de Dios, no se salvará por su conocimiento de la ley ni por su esfuerzo en practicarla, sino que, a pesar de esto, será condenado.

A partir del versículo 9 del capítulo 3, Pablo hace sonar el cuarto “sonido del timbal”. A pesar de todo lo dicho, aún corremos el peligro de considerarnos bastante buenos. Es así que el apóstol vuelve a demostrarnos toda nuestra perdición. Todos los hombres, gentiles o judíos, que se revuelcan en el lodo del pecado o se esfuerzan en alcanzar un estatus moral, sean cristianos o de otra religión, están bajo el juicio de Dios: “no hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Ro. 3:10-12).

Reconocer nuestra perdición, el hecho que no tenemos ni una sola chispa de bondad en nosotros, que no hay nada que podamos presentar que agrade en lo más mínimo a Dios, es la base fundamental sobre la que se genera la verdadera seguridad de la salvación. Hay una gran diferencia entre aceptar de manera intelectual Romanos 7:18 y dejar que la luz de la Biblia penetre todo mi ser y me permita verme como Dios me ve: “y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo”.

Es asombroso el nivel de “humanismo cristiano” que aún experimentamos en la actualidad, predicado incluso entre cristianos con buenos fundamentos bíblicos. En teoría, concordamos con que el hombre es pecador y está perdido, pero al mismo tiempo nos esforzamos por ganarnos el favor de Dios y contribuir en algo con nuestra salvación. Todos tenemos innato el concepto de mérito, pero mientras persigamos este afán, no llegaremos a tener una verdadera seguridad de nuestra salvación.

El orden de la Epístola a los romanos nos deja ver que solo a través del reconocimiento de nuestra propia perdición podremos llegar a tener la certeza de la salvación.

En tercer lugar, esta seguridad solo se fundamenta en Cristo y Su obra. Como hemos visto, la Biblia afirma que no hay nada en nosotros que pueda generarla. La certeza de ser salvos y haber sido perdonados está garantizada tan solo en Cristo y Su obra perfecta. Por lo tanto, la razón por la que tenemos esta convicción se encuentra fuera de nosotros. El poeta Johann Andreas Rothe (1688-1758) lo expresó en un himno con estas palabras:

He hallado el fundamento
que para siempre sujetará mi ancla:
¿dónde, si no en las heridas de Jesús?
Allí estaba, ya antes de que existiera el mundo,
el fundamento que permanecerá inamovible
aun cuando pasen cielo y tierra.
Es la eterna misericordia,
que sobrepasa todo pensamiento.
Son los brazos de amor abiertos
de Aquel que se inclina hacia el pecador,
de Aquel cuyo corazón se quiebra,
venga o no venga a él el hombre.
Sobre este fundamento permaneceré
mientras esta tierra sea mi hogar.
Determinará mi pensar y actuar
mientras lata el corazón.
Y un día cantaré con sumo gozo:
¡Oh, infinito mar de misericordia!

La Epístola a los hebreos nos muestra de manera singular la exclusiva importancia del Señor Jesús y de Su obra perfecta en nuestra salvación. El capítulo 6 nos habla del ancla del alma, referente a nuestra esperanza y salvación. También allí podemos ver que el fundamento donde está anclada se encuentra fuera de nosotros: en Cristo y en la expiación de nuestros pecados, obtenida a nuestro favor en el santuario celestial. Hebreos 6:18-19 (lbla) dice: “[…] los que hemos huido para refugiarnos, echando mano de la esperanza puesta delante de nosotros, la cual tenemos como ancla del alma, una esperanza segura y firme, y que penetra hasta detrás del velo”.

El hecho de que el ancla de nuestra salvación esté fijada fuera de nosotros, nos asegura un agarre firme y permanente que no depende de nuestra percepción. Esto mismo fue lo que llevó al apóstol Pablo a comenzar la Carta a los efesios con una suprema alabanza a Dios, agradeciéndole por todas las bendiciones espirituales con las cuales ya nos ha bendecido en el cielo:

“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de Su voluntad, para alabanza de la gloria de Su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por Su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de Su gracia, que hizo sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia.” (Ef. 1:3-8).

Durante los tres años de discipulado con Jesús, Pedro vivió convencido de su propia capacidad y entrega personal. Esta es la razón por la cual era tan rápido para interrumpir o proponer soluciones a su Señor. Estaba seguro de que amaba al Señor un poco más que los otros discípulos, que era un poco más fiel que los demás (Juan 13:37). Sin embargo, la noche en que Jesús fue arrestado lo negó tres veces, no quedó nada de este alto concepto de sí mismo. Pedro aprendió que el Señor no dependía de su amor y fidelidad, sino que era él quien necesitaba por completo de la fidelidad y el amor de su Señor. El apóstol entendió que el fundamento de su salvación no se hallaba en él mismo, sino en Cristo. Este descubrimiento es clarificado de forma maravillosa a través de las palabras iniciales de la Primera carta de Pedro: “bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros” (1 P. 1:3-4).

Por otra parte, en la ya citada Epístola a los hebreos se expresa, a través de muchos de sus pasajes, la misma seguridad, una certeza que se fundamenta tan solo en la perfecta obra de salvación del Señor Jesús:

“Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura. Mantengamos firme sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió.” (He. 10:19-23).

El Señor vivió y cumplió de manera perfecta la justicia que Dios exige de nosotros, pagando todos nuestros pecados con Su sangre derramada en la cruz, sacrificándose como un Cordero sin defecto. Por eso, la fe bíblica está basada de forma exclusiva en la obra de Cristo: ¡el creyente es salvo tan solo por Jesucristo!

Se atribuye a Spurgeon la siguiente afirmación: “cuando se acerca la muerte, toda mi teología se reduce a cuatro palabras: Jesús murió por mí”. Por otra parte, Martín Lutero definió su fe, fundamentada únicamente en la obra perfecta del Señor Jesús, con las siguientes palabras:

Debido a mi maldad y debilidad innatas, hasta hoy me ha sido imposible cumplir con las demandas de Dios. Si no se me concediera la fe en que Dios me perdonó, por causa de Cristo, mis fracasos que cada día lloro, entonces todo se acabaría para mí. Debería desesperarme. Pero no lo haré. Colgarme de un árbol como Judas –no lo haré–. Más bien me colgaré del cuello de Cristo, tal como la mujer pecadora, aunque soy aún peor que ella. Me aferro a mi Señor Jesús, y Él entonces le dirá al Padre: “Padre, a ese apéndice de ahí déjalo pasar. Bien es verdad que no guardó tus mandamientos, que los ha transgredido todos, pero se ha aferrado a mí. Padre, también morí por él. ¡Déjalo deslizarse por la puerta!”. ¡Que esta sea mi fe!

CULPA

EL EFECTO DE LA REVELACIÓN GENERAL

“Porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó.”

Romanos 1:19

Las Escrituras dan por sentado, y la experiencia lo confirma, que los seres humanos tienen inclinación natural por alguna forma de religión, y con todo, no adoran a su Creador, cuya revelación general de sí mismo lo da a conocer de manera universal. Ni el ateísmo teórico, ni el monoteísmo moral son naturales en nadie: el ateísmo es siempre una reacción contra una creencia preexistente en Dios o en dioses, y el monoteísmo natural sólo ha venido a aparecer a raíz de la revelación especial.

Las Escrituras explican este estado de cosas, diciéndonos que el egoísmo pecaminoso y la aversión a lo que nuestro Creador proclama sobre sí mismo conducen a la humanidad a la idolatría, la cual significa la transferencia de nuestra adoración y homenaje a algún poder u objeto diferente al Dios Creador (Isaías 44:9–20; Romanos 1:21–23; Colosenses 3:5). De esta forma, los humanos apóstatas “detienen con injusticia la verdad” y cambian “la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles” (Romanos 1:18, 23). Sofocan y mitigan tanto como pueden la conciencia que les da la revelación general de que hay un Juez-Creador trascendente, y adhieren su indestructible sensación de que existe lo divino a objetos indignos de ello. Esto conduce a su vez a una drástica decadencia moral, con su consiguiente angustia, como primera manifestación de la ira de Dios contra la apostasía del ser humano (Romanos 1:18, 24–32).

Hoy en día, la gente idolatra en el occidente, y de hecho adora una serie de objetos seculares, como la empresa, la familia, el fútbol, y sentimientos placenteros de diversas clases. La decadencia moral sigue siendo la consecuencia, tal como lo era cuando los paganos adoraban ídolos físicamente reales en los tiempos bíblicos.

Los seres humanos no pueden suprimir por entero su sensación de que hay un Dios, ni la de su juicio presente y futuro; Dios mismo no está dispuesto a permitírselo. Siempre queda algún sentido de lo que es correcto o incorrecto, y de que somos responsables ante un Juez divino que es santo. En nuestro mundo caído, todos aquéllos cuya mente no se halla deteriorada de alguna forma, tienen una conciencia que en algunos puntos los guía, y que de vez en cuando los condena, diciéndoles lo que deberían sufrir por las maldades que han cometido (Romanos 2:14 ss.), y cuando la conciencia habla en esos términos, constituye en verdad la voz de Dios.

En cierto sentido, la humanidad caída es ignorante con respecto a Dios, puesto que aquello que la gente quiere creer, y de hecho cree, acerca de los destinatarios de su adoración, falsifica y distorsiona la revelación de Dios, de la cual no pueden escapar. No obstante, en otro sentido, todos los seres humanos siguen estando conscientes de que hay un Dios, y se sienten culpables, además de tener incómodos indicios de que se aproxima un juicio que ellos no quisieran que se produjera. Sólo el Evangelio de Cristo puede poner paz en este perturbador aspecto de la situación del ser humano

 Packer, J. I. (1998). Teologı́a concisa: Una guı́a a las creencias del Cristianismo histórico (pp. 23–24). Miami, FL: Editorial Unilit.

 

¿La regeneración precede necesariamente a la conversión?

¿La regeneración precede necesariamente a la conversión?
Por Thomas Schreiner

La respuesta a la pregunta es: «sí», pero antes de explicar por qué esto es así, se debe explicar brevemente qué significan los términos «regeneración» y «conversión».

La regeneración significa nacer de nuevo o nacer de lo alto (Jn. 3:3, 5, 7, 8). El nuevo nacimiento es la obra de Dios, de manera que todos los que han nacido de nuevo, «nacen del Espíritu» (Jn. 3:8). O, como dice 1 Pedro 1:3, es Dios quien «nos hizo renacer para una esperanza viva» (1 P. 1:3). El medio que Dios utiliza para otorgar esa nueva vida es el evangelio, porque los creyentes «han nacido de nuevo, no de simiente perecedera, sino de simiente imperecedera, mediante la palabra de Dios que vive y permanece» (1 P. 1:23; Stg. 1:18). La regeneración, o nacer de nuevo, es un nacimiento sobrenatural. Así como no podemos hacer nada para nacer físicamente —¡simplemente sucede!— tampoco podemos hacer algo para producir nuestro nuevo nacimiento espiritual.

La conversión ocurre cuando los pecadores se vuelven a Dios en arrepentimiento y fe para salvación. Pablo describe la conversión de los tesalonicenses con estas palabras: «porque ellos mismos cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis, y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios para servir al Dios vivo y verdadero» (1 Ts. 1:9). Los pecadores se convierten cuando se arrepienten de sus pecados y se vuelven en fe a Jesucristo, confiando en Él para el perdón de sus pecados.

Pablo afirma que los inconversos están muertos en sus «delitos y pecados» (Ef. 2:1; 2:5). Se encuentran bajo la potestad del mundo, la carne y el diablo (Ef. 2:2-3). Todos nacemos en el mundo como hijos o hijas de Adán (Ro. 5:12-19). Por tanto, todos entramos al mundo siendo esclavos del pecado (Ro. 6:6, 17, 20). Nuestras voluntades están esclavizadas al mal y, por esa razón, no tienen ninguna inclinación o deseo de hacer lo correcto o volverse a Jesucristo. Dios, no obstante, por su increíble gracia «nos dio vida juntamente con Cristo» (Ef. 2:5). Esta es la manera de Pablo de decir que Dios ha regenerado a su pueblo (Tit. 3:5). Él ha soplado aliento de vida en nosotros donde antes no lo había, y el resultado de esta nueva vida es la fe, porque la fe también es «don de Dios» (Ef. 2:8).

Varios textos de 1 Juan demuestran que la regeneración precede a la fe. Los textos son los siguientes:

«Si sabéis que él es justo, sabed también que todo el que hace justicia es nacido de él» (1 Jn. 2:29).
«Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios» (1 Jn. 3:9).
«Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios» (1 Jn. 4:7).
«Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por él» (1 Jn. 5:1).
Podemos hacer dos observaciones a partir de estos textos. En primer lugar, en cada ejemplo, el verbo «nacer» (gennaô) se encuentra en el presente perfecto, denotando una acción que precede a la acción humana de practicar la justicia, evitar el pecado, amar o creer.

En segundo lugar, ningún evangélico diría que antes de nacer de nuevo debemos practicar la justicia, porque tal declaración enseñaría una justicia en base a las obras. Tampoco diríamos que primero debemos evitar el pecado, para luego nacer de Dios, porque tal creencia sugeriría que las obras humanas producen el nacimiento espiritual. Tampoco diríamos que primero debemos demostrar un gran amor por Dios, y luego Él nos hace renacer. No, queda claro que practicar la justicia, evitar el pecado y amar son todas consecuencias o resultados del nuevo nacimiento. Pero si este es el caso, entonces debemos interpretar 1 Juan 5:1 de la misma manera, porque la estructura del versículo es la misma que encontramos en los textos relacionados con practicar la justicia (1 Jn. 2:29), evitar el pecado (1 Jn. 3:9) y amar a Dios (1 Jn. 4:7). Se deduce, entonces, que 1 Juan 5:1 enseña que primero Dios nos da nueva vida, y luego creemos que Jesús es el Cristo.

Vemos la misma verdad en Hechos 16:14. Primero, Dios abre el corazón de Lidia y la consecuencia es que ella presta atención y cree en el mensaje proclamado por Pablo. Asimismo, nadie puede ir a Jesús en fe a no ser que Dios haya obrado en su corazón para atraerlo a la fe en Cristo (Jn. 6:44). Pero todos aquellos que el Padre ha atraído o entregado al Hijo ciertamente pondrán su fe en Jesús (Jn. 6:37).

Dios nos regenera y luego creemos, por consiguiente, la regeneración precede a nuestra conversión. Por tal motivo, damos toda gloria Dios por nuestra conversión, ya que el volvernos a Él es completamente una obra de Su gracia.

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Meditando en las bendiciones del año que termina
Thomas Schreiner es profesor de interpretación del Nuevo Testamento en el Southern Baptist Theological Seminary en Louisville, Kentucky, Estados Unidos, y pastor de predicación en Clifton Baptist Church.