Ahora comprendo | Augustus Nicodemus Lopes

Como ya comenté en algún momento, en esta época del año se celebra la Pascua en toda la cristiandad, ocasión que solo pierde en popularidad ante la Navidad. A pesar de esto, hay muchas concepciones erróneas y equivocadas sobre la fecha.

La Pascua es una fiesta judía. Su nombre, “pascua”, viene de la palabra hebrea “פסח” Pessach que significa “pasar por encima”, una referencia al episodio de la Décima Plaga narrado en el Antiguo Testamento, cuando el ángel de la muerte “pasó por encima” de las casas de los judíos en Egipto y no entró en ninguna de ellas para matar a los primogénitos. La razón fue que los israelitas habían sacrificado un cordero por orden de Moisés, y esparció su sangre en los umbrales de las puertas. Al ver la sangre, el ángel de la muerte pasaba de largo por aquella casa.

Para la gran mayoría de los jóvenes en Latinoamérica, la Pascua es solo una semana con feriado, excelente para ir a la playa o cualquier otro sitio. Mucho ha pasado en el mundo para que esta fecha se convierta en lo que es hoy.

Todo comenzó con el arresto y la muerte de un judío llamado Jesús de la ciudad de Nazaret durante una fiesta judía llamada Pascua hace dos mil años en Jerusalén. Antes de morir, instruyó a Sus discípulos a comer pan y beber vino en sus reuniones como símbolo de Su cuerpo y de la sangre que sería derramada.

De hecho, murió crucificado en un Viernes de Pascua y fue sepultado. Sin embargo, el domingo siguiente por la mañana, su tumba fue encontrada vacía y Sus discípulos salieron a anunciar al mundo que Él había resucitado y que se les había aparecido varias veces a muchos de ellos, incluso a un judío que anteriormente había sido enemigo de los cristianos llamado Saulo de Tarso.

El mensaje de Saulo y de otros cristianos es que Jesús murió por nuestros pecados, resucitó para nuestra salvación y resurrección.

Este mensaje dio vuelta al mundo y el cristianismo se convirtió en la religión más grande del planeta, con millones de adeptos en todos los países, profesando y declarando haber recibido a Jesús en sus corazones como su salvador personal y Señor de sus vidas.

Yo soy uno de ellos. Tenía 23 años cuando creí en este mensaje. En ese entonces era estudiante de Diseño Industrial en la Universidad Federal de Pernambuco. Mi vida consistía en estudiar, trabajar y frecuentar a los bares dentro y fuera del campus de la universidad.

Aquella noche de septiembre en Recife, cuando comprendí y creí en el mensaje de la resurrección de Jesús, mi vida tomó un rumbo diferente y mucho mejor.

Seguí en la universidad y disfrutando de los feriados de la Semana Santa, pero ahora sabía su verdadero significado. A diferencia de antes, cuando disfrutaba del feriado, pero sin saber que su origen es la muerte violenta de un hombre tan importante que dividió la historia del mundo en un antes y después de Él.

Augustus Nicodemus Lopes
Es un ministro presbiteriano, teólogo, profesor, conferenciante internacional y autor de éxito. Augustus tiene una licenciatura en teología en el Seminario Presbiteriano del Norte en Recife, Brasil, una Maestría en Teología en Nuevo Testamento de la Universidad Reformada de Potchefstroom, Sudáfrica, y un doctorado en interpretación bíblica en el Seminario Teológico de Westminster en Filadelfia. Él es también un pastor de la Primera Iglesia Presbiteriana de Recife.

El pecado que lleva a la muerte y la blasfemia contra el Espíritu Santo

Soldados de Jesucristo Blog

El pecado que lleva a la muerte y la blasfemia contra el Espíritu Santo

Por Augustus Nicodemus Lopes

No son pocos los predicadores de línea pentecostal que amenazan a los críticos de las actuales “manifestaciones espirituales” de cometer el pecado sin perdón, la blasfemia contra el Espíritu Santo. Pero, ¿será? El pecado que lleva a la muerte es mencionado por Juan en su primera carta: “Hay un pecado que lleva a la muerte; yo no digo que deba pedir por ése” (1 Jn. 5:16).

La muerte a la que Juan se refiere es la muerte espiritual eterna, la condenación final e irrevocable determinada por Dios, teniendo como castigo el sufrimiento eterno en el infierno. Todos los demás pecados pueden ser perdonados, pero el “pecado de muerte” acarrea de forma inexorable la condenación eterna de quien lo comete, a tal punto que el apóstol dice: “yo no digo que deba pedir por ése”. Y el apóstol continúa: “Toda injusticia es pecado; y hay pecado que no lleva a la muerte” (1 Jn. 5:17).

Juan no está sugiriendo que la distinción entre pecado mortal y pecado no mortal implique la existencia de pecados que no sean tan graves. Todo pecado es contra el Dios justo, contra su justicia; por lo tanto, todo pecado trae la muerte, que es la pena impuesta por Dios contra el pecado. Pero, para que sus lectores no queden aterrorizados, Juan explica que hay pecado que no lleva a la muerte (5:17). No todo pecado es el pecado mortal. Hay perdón y vida para los que no pecan para muerte. El Señor mismo invita a su pueblo a buscar el perdón que él concede:

Venid ahora, y razonemos —dice el Señor— aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque sean rojos como el carmesí, como blanca lana quedarán.. (Is. 1:18).

¿Qué es, entonces, el pecado que lleva a la muerte? El apóstol Juan no declara explícitamente a qué tipo de pecado se refiere. A través de los siglos, los estudiosos cristianos han intentado responder a esta pregunta. Algunos han entendido que Juan se refiere a la muerte física, y han sugerido que se trata de pecados que eran castigados con la pena de muerte conforme está en el Antiguo Testamento (Lv. 20:1-27Nm. 18:22). No serviría orar por los que cometieron pecados castigados con la muerte, pues serían ejecutados de cualquier forma por la autoridad civil. O bien, se trataba de pecados que el propio Dios castiga con la muerte aquí en este mundo, como lo hizo con los hijos de Elí (2 S. 2:25), con Ananías y Safira (Hch. 5:1-11) y con algunos miembros de la iglesia de Corinto que profanaban la Cena (1 Co. 11:30Ro. 1:32).

La Iglesia Católica Romana hizo una clasificación de pecados veniales y pecados mortales, incluyendo en los últimos los famosos siete pecados capitales, como asesinato, adulterio, glotonería, mentira, blasfemia, idolatría, entre otros. Este tipo de clasificación es totalmente arbitraria y no tiene apoyo en las Escrituras.

La interpretación que nos parece más correcta es que Juan se refiere a la apostasía, que en el contexto de sus lectores significaría abandonar la doctrina apostólica que habían oído y recibido, y seguir la enseñanza de los falsos maestros, que negaba la encarnación y la divinidad del Señor Jesús. “Se puede inferir del contexto que este pecado no es una caída parcial o la transgresión de un determinado mandamiento, sino apostasía, por la cual las personas se separan completamente de Dios” (Calvino).

Se trata, pues, de un pecado doctrinal, cometido de forma voluntaria y consciente, similar al pecado de blasfemia contra el Espíritu Santo, cometido por los fariseos, y que el Señor Jesús declaró que no habría perdón al que lo cometiera, ni en este mundo ni en el mundo venidero (cf. Mt. 12:32Mr. 3:29Lc. 12:10). En ambos casos, hay un rechazo consciente y voluntario de la verdad que ha sido claramente expuesta.

En el caso de los lectores de Juan, la apostasía sería más profunda, pues habrían participado de las iglesias cristianas, como si fueran cristianos, participado de las ordenanzas del bautismo y de la Cena, participado de los medios de gracia. Al igual que los falsos maestros que, antes, habían sido miembros de las iglesias, apostatar sería salir de ellas (2:19), y unirse a los predicadores gnósticos y abrazar su doctrina, que consistía en una negación de Cristo.

Tal pecado “lleva a la muerte” por su propia naturaleza, que es el rechazo final y decidido de aquel único que puede salvar, Jesucristo. “Este pecado lleva a quien lo comete inexorablemente a un estado de incorregible embotamiento moral y espiritual, porque pecó voluntariamente contra la propia conciencia” (John Stott).

Probablemente es sobre personas que apostataron de esta manera que el autor de Hebreos escribió, diciendo:

Porque en el caso de los que fueron una vez iluminados, que probaron del don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, que gustaron la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, pero después cayeron, es imposible renovarlos otra vez para arrepentimiento, puesto que de nuevo crucifican para sí mismos al Hijo de Dios y le exponen a la ignominia pública (He. 6:4-6).

Él describe esta situación como un vivir deliberado en el pecado después de recibir el pleno conocimiento de la verdad:

Porque si continuamos pecando deliberadamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio alguno por los pecados, sino cierta horrenda expectación de juicio, y la furia de un fuego que ha de consumir a los adversarios. (He. 10:26-27).

Este pecado es descrito como profanar la sangre de la alianza con que fue santificado el pecador y ultrajar el Espíritu de la gracia (He. 10:29), un lenguaje que claramente apunta a la blasfemia contra el Espíritu y la negación de Jesús como Señor y Cristo (ver también 2 Pedro 2:20-22, donde el apóstol Pedro se refiere a los falsos maestros). No es sin razón que el apóstol Juan desaconseja pedir por quien pecó de esa forma.

Alguien puede preguntar si Dios cierra la puerta del perdón si las personas que pecaron para muerte se arrepienten. Tales personas, sin embargo, no pueden arrepentirse. No lo desean. Y, además, el Señor determinó su condenación, hasta el punto que Juan no aconsejó que oráramos por ellas. “Tales personas fueron entregadas a un estado mental reprobable, están destituidas del Espíritu Santo, y no pueden hacer otra cosa que, con sus mentes obstinadas, volverse peores y peores, añadiendo más pecado a su pecado” (Calvino).

Notemos que en estos versículos Juan no llama “hermano” al que peca para muerte. Sólo declara que hay pecado que lleva a la muerte y que no recomienda orar por los que lo cometen. Es evidente que los nacidos de Dios jamás podrán cometer este pecado.

Por lo tanto, no se impresione con las amenazas de pastores del tipo “usted está blasfemando contra el Espíritu Santo” si lo que usted está haciendo es simplemente preguntando qué base bíblica hay para caerse en el Espíritu, reírse en el Espíritu, y otras “manifestaciones” atribuidas al Espíritu Santo.

Nuestra misión es predicar el Evangelio de la gracia de Dios en Jesucristo por todos los medios online, a todo el mundo.Contáctanos: contacto@sdejesucristo.org

Los discípulos confiesan sus pecados

Ministerios Ligonier

El Blog de Ligonier

Los discípulos confiesan sus pecados

Augustus Nicodemus Lopes

Nota del editor: Este es el séptimo capítulo en la serie «Discipulado», publicada por la Tabletalk Magazine.

El apóstol Juan describe en 1 Juan 1:8-9 dos formas de ver nuestros pecados y las consecuencias de cada uno de ellos. La primera es una renuencia para reconocer nuestra pecaminosidad (v. 8). La segunda es una actitud humilde y honesta de reconocimiento (v. 9). En esta última actitud nos concentraremos en este artículo.

Juan dice: «Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad» (v. 9). «Confesar» literalmente significa «decir lo mismo», es decir, estar de acuerdo con lo que otra persona dice. El contexto deja claro que confesar nuestros pecados significa estar de acuerdo con el diagnóstico de Dios de que somos pecadores y de que hemos pecado.

El perdón que Dios nos promete a través de la confesión no es un estímulo para continuar pecando.

Aunque la doctrina católica romana enseña la necesidad de confesar a un sacerdote para obtener absolución, el contexto de nuestro pasaje deja claro la enseñanza de Juan: primero debemos confesar nuestros pecados a Dios, porque solo Él puede perdonarnos y eliminar nuestra falta. Otros pasajes de la Escritura nos enseñan que, en ciertas ocasiones, es necesario confesar nuestra culpa a aquellos que han sido dañados por nuestro pecado, para que la comunión que ha sido interrumpida por nuestro error pueda ser restaurada (Luc 15:21).

Lo que todos los verdaderos creyentes experimentan cuando confiesan sus pecados es que Dios es fiel y justo para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad (1 Jn 1:9). La palabra «fiel» tiene que ver con ser confiable. La fidelidad o confiabilidad es uno de los atributos de Dios. Su fidelidad consiste en cumplir siempre lo que promete. Dios cumplirá Sus promesas de perdón hechas a Su pueblo, promesas que fueron selladas con la sangre de Jesús (ver 1:7), cuando humildemente le confesamos nuestros pecados. Por lo tanto, sabemos que la certeza del perdón no es una cuestión de sentir que hemos sido perdonados, sino de que Dios es fiel a lo que ha prometido y no puede fallar (2 Tim 2:13).

Juan agrega además que «Dios es justo» para perdonar nuestros pecados (1 Jn 1:9). La muerte sacrificial de Jesús es ciertamente el contexto de esta declaración. Dios hará lo correcto: nos perdonará y nos limpiará de todo mal, porque Jesucristo ya pagó por nuestra culpa.

Juan menciona dos cosas que Dios, el fiel y justo hará si confesamos nuestros pecados: perdonarnos y limpiarnos de toda maldad. Primero, Dios es fiel y justo para perdonar nuestros pecados (v. 9). Perdonar en el idioma griego, cuando se usa en conexión con el pecado, significa «remitir» o «cancelar». Segundo, Dios es fiel y justo para limpiarnos de toda maldad (v. 9; ver v. 7). Esta última oración enfatiza otro aspecto del perdón de Dios: elimina las manchas y las consecuencias del pecado en nuestra vida.

El perdón que Dios nos promete a través de la confesión no es un estímulo para continuar pecando. El propósito de la manifestación del perdón y la gracia de Dios es para que vivamos una vida sin pecado. Cualquiera que abuse de la confesión como una válvula de escape para el pecado ciertamente nunca ha sido verdaderamente perdonado por Dios y se está engañando a sí mismo.

Este artículo fue publicado originalmente en la Tabletalk Magazine.
Augustus Nicodemus Lopes
Augustus Nicodemus Lopes
El Dr. Augustus Nicodemus Lopes es pastor principal de la Iglesia Presbiteriana de Goiânia, Brasil, y vicepresidente de la Iglesia Presbiteriana de Brasil. Fue canciller de la Universidad Mackenzie Presbyterian en São Paulo, Brasil, y es autor de varios libros, entre ellos «The Supremacy and Sufficiency of Christ» [La supremacía y suficiencia de Cristo].