LA NECESIDAD DE DISCERNIMIENTO | DAVID F. BURT

LA NECESIDAD DE DISCERNIMIENTO
1 TESALONICENSES 5:21–22
Antes bien, examinadlo todo cuidadosamente, retened lo bueno; absteneos de toda forma de mal.

EXAMINADLO TODO (v. 21a)

Sin embargo, el mandato de no menospreciar las profecías no significa que no debamos examinarlas con discernimiento espiritual. Como norma, no debemos rechazar ninguna palabra antes de examinarla; pero, también por norma, debemos pasar toda palabra por la criba de las Escrituras y por lo que ya sabemos acerca del carácter y la revelación de Dios. No apagar el Espíritu no significa que tengamos que aceptar las intervenciones de cualquiera que venga diciendo que es portavoz del Espíritu. Al abandonar nuestras actitudes de desprecio, no debemos caer en el otro extremo y aceptar indiscriminadamente todo lo que nos dicen. La credulidad es tan peligrosa como la soberbia espiritual; la ingenuidad tan peligrosa como el escepticismo. Por tanto, Pablo nos advierte del peligro de descuidar nuestras facultades críticas. Nos dice: antes bien, examinadlo todo; es decir, ponedlo todo a prueba con cuidado.
Hay cosas que, superficialmente, parecen buenas. Hay manifestaciones que supuestamente provienen de Dios. Tales cosas no deben ser aceptadas sólo por sus apariencias, porque la credulidad no forma parte de la sencillez cristiana. Todo debe ser puesto a prueba.
Es cuestión de equilibrio. Ninguna predicación, enseñanza o exhortación debe ser tratada de antemano con desprecio. Pero toda predicación, enseñanza y exhortación, así como toda palabra profética, debe ser examinada, probada o sopesada. Dios nos ha dado una mente y una capacidad de discernimiento que debemos emplear siempre. Pero, a la vez, debemos tener cuidado, porque es fácil estar tan ocupados en nuestro análisis crítico de lo que escuchamos, que nunca lleguemos a prestarle la debida atención personal ni a aplicarlo a nuestras vidas. Así llegamos a practicar otra forma de desprecio. Debemos cultivar el hábito de escuchar todo mensaje que pretenda venir de parte de Dios con reverencia, con temor y con la buena disposición a someternos a sus directrices; pero también estando alerta, con vigilancia y con examen cuidadoso, no sea que se nos vayan infiltrando enseñanzas que no provienen de Dios.
Pablo no nos dice aquí con qué herramientas debemos llevar a cabo el examen. Pero en otros lugares sí. Podemos resumirlas de la manera siguiente:

  1. Las Escrituras
    El Espíritu Santo nunca inspira ninguna profecía que no concuerde con las Escrituras. El verdadero profeta no dirá nada que se oponga a lo que Dios ya ha revelado. Por lo tanto, necesitamos ser como los bereanos y escudriñar las Escrituras para ver si estas cosas son así (Hechos 17:11; cf. Isaías 8:20). Toda palabra humana debe ser cotejada con la palabra de Dios. Ésta es nuestra herramienta principal en este examen, la que decide en última instancia qué es bueno y qué no lo es.
  2. La persona de Jesucristo
    Todo profeta verdadero será ortodoxo en sus enseñanzas acerca de cómo es Dios y quién es Jesucristo:
    Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus para ver si son de Dios, porque muchos falsos profetas han salido al mundo. En esto conocéis el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en la carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios (1 Juan 4:1–3; cf. 2 Juan 9–10; 1 Corintios 12:3; Deuteronomio 13:1–5).
  3. El evangelio
    Pablo mismo asevera que cualquiera que no proclame el evangelio de la gracia de Cristo —es decir, las buenas nuevas de la remisión de nuestros pecados en virtud del sacrificio expiatorio de Cristo, y del don gratuito de la nueva vida por el Espíritu Santo— debe ser tratado como anatema (Gálatas 1:6–9). El tal no puede ser tenido por un profeta autorizado.
  4. El carácter del profeta
    Por sus frutos los conoceréis (Mateo 7:15–20). El maestro fiel debe ser identificado por la coherencia y la santidad de su vida.
  5. La naturaleza edificante del mensaje
    Todo lo que procede del Espíritu Santo edifica, purifica y contribuye a que los oyentes sean más como Cristo. Todo lo que perturba a la iglesia, causa divisiones o provoca rivalidades es del maligno.
  6. El amor
    Todo auténtico ministerio cristiano se lleva a cabo en un espíritu de amor fraternal. El que no ama, practica en vano los dones espirituales (1 Corintios 13). El que profetiza o predica sin amar, pone en duda la autenticidad de su llamamiento.
  7. El discernimiento espiritual
    Algunas personas han sido especialmente dotadas por el Señor para saber reconocer de qué espíritu es un profeta. El discernimiento de espíritus es uno de los dones que el Espíritu Santo reparte (1 Corintios 12:10). La iglesia hará bien en reconocer a los que tienen este don y seguir su consejo. De hecho, el discernimiento espiritual es una carencia importante en muchas congregaciones de hoy.

RETENED LO BUENO (v. 21b)

Una vez que hemos hecho el necesario examen, debemos aplicar a nuestras vidas todo lo que sea bueno. Al probar las monedas, debemos identificar las que son genuinas y emplearlas. El apóstol viene a decir: «Una vez que hayáis puesto a prueba lo que el profeta (o el predicador) diga, separad la escoria del metal y quedaos con lo bueno». Cuando el trigo y la cizaña han sido separados, quedaos con el trigo.
Esto último, por cierto, es el error de otras congregaciones de hoy. Ejercen mucho discernimiento, pero luego no aplican a sus propias vidas lo bueno que han discernido. Asisten como juez y jurado a las predicaciones. Lo examinan todo con lupa. Emiten opiniones críticas más o menos perspicaces. Pero, incluso cuando el sermón merece su aprobación entusiasta, se olvidan de la necesidad de ponerlo por obra. No se aferran a lo bueno. Así, el mensaje les resbala y vuelven a casa igual que salieron.
El verbo empleado —retened— es fuerte y activo. No se trata de escuchar la palabra con pasividad. Debemos «aferrarnos» a ella, «asir» sus implicaciones y abrazarlas. No satisfacemos nuestras obligaciones hacia lo bueno dándole nuestra aprobación crítica, sino agarrándolo con fuerza, determinados a no soltarlo nunca.
Aquí, pues, hay dos posibles peligros. El primero consiste en aceptar todo lo que nos llega desde el pulpito sin discernimiento espiritual y así tragarnos ideas erróneas. El segundo consiste en ser tan críticos que dejamos de aplicar a nuestras propias vidas la buena enseñanza.

ABSTENEOS DE TODA FORMA DE MAL (v. 22)

La contrapartida de aferrarnos a lo bueno es repudiar lo malo. Y esto es lo que Pablo procede ahora a decirnos. Pasa del mandamiento positivo al negativo. Nos dice: absteneos de toda forma de mal.
No es fácil dilucidar el énfasis que el apóstol tenía en mente en este contexto. ¿Quiere decir que, al examinar toda profecía que pretende ser palabra de Dios, debemos aferrarnos a lo bueno, a lo que es realmente de Dios, y repudiar toda enseñanza que no viene de él? ¿O quiere decir que, al adquirir elementos de juicio a través de las profecías recibidas, debemos aferrarnos a las buenas obras y abstenernos de las malas? Es decir, ¿se refiere a la mala profecía o a la mala vivencia? ¿Debemos rechazar a los falsos profetas y sus doctrinas erróneas, o las malas prácticas en nuestras propias vidas?
Nuevamente, la exhortación no podría ser más generalizada. Por tanto, quizás hagamos bien en darle el significado más amplio posible y tomar en consideración todas estas posibilidades. En realidad, no es cuestión de elegir entre abstenernos de las falsas profecías y abstenernos de las malas costumbres, porque éstas y aquéllas suelen ir juntas: la falsa doctrina conduce a malas obras (ver, por ejemplo, 2 Pedro 2:1–3). Debe haber una separación total y absoluta entre el creyente y la maldad. Éste debe vivir de tal manera que su vida sea un continuo alejamiento de los valores malos del presente siglo.
En todo caso, somos llamados a alejarnos radicalmente de toda forma de mal. Esta palabra puede referirse al aspecto visible de algo (pero nunca a su mera apariencia) o a las distintas variedades que puede tomar. La maldad toma muchas formas y se nos presenta de muchas maneras, pero debemos renunciar a todas ellas. Nuestra reacción debe ser evitar el mal en cualquier lugar donde aparezca. Debemos repudiarlo en nuestra manera de pensar, de hablar y de conducirnos.

RETENED LO BUENO (v. 21b)

Una vez que hemos hecho el necesario examen, debemos aplicar a nuestras vidas todo lo que sea bueno. Al probar las monedas, debemos identificar las que son genuinas y emplearlas. El apóstol viene a decir: «Una vez que hayáis puesto a prueba lo que el profeta (o el predicador) diga, separad la escoria del metal y quedaos con lo bueno». Cuando el trigo y la cizaña han sido separados, quedaos con el trigo.
Esto último, por cierto, es el error de otras congregaciones de hoy. Ejercen mucho discernimiento, pero luego no aplican a sus propias vidas lo bueno que han discernido. Asisten como juez y jurado a las predicaciones. Lo examinan todo con lupa. Emiten opiniones críticas más o menos perspicaces. Pero, incluso cuando el sermón merece su aprobación entusiasta, se olvidan de la necesidad de ponerlo por obra. No se aferran a lo bueno. Así, el mensaje les resbala y vuelven a casa igual que salieron.
El verbo empleado —retened— es fuerte y activo. No se trata de escuchar la palabra con pasividad. Debemos «aferrarnos» a ella, «asir» sus implicaciones y abrazarlas. No satisfacemos nuestras obligaciones hacia lo bueno dándole nuestra aprobación crítica, sino agarrándolo con fuerza, determinados a no soltarlo nunca.
Aquí, pues, hay dos posibles peligros. El primero consiste en aceptar todo lo que nos llega desde el pulpito sin discernimiento espiritual y así tragarnos ideas erróneas. El segundo consiste en ser tan críticos que dejamos de aplicar a nuestras propias vidas la buena enseñanza.

ABSTENEOS DE TODA FORMA DE MAL (v. 22)

La contrapartida de aferrarnos a lo bueno es repudiar lo malo. Y esto es lo que Pablo procede ahora a decirnos. Pasa del mandamiento positivo al negativo. Nos dice: absteneos de toda forma de mal.
No es fácil dilucidar el énfasis que el apóstol tenía en mente en este contexto. ¿Quiere decir que, al examinar toda profecía que pretende ser palabra de Dios, debemos aferrarnos a lo bueno, a lo que es realmente de Dios, y repudiar toda enseñanza que no viene de él? ¿O quiere decir que, al adquirir elementos de juicio a través de las profecías recibidas, debemos aferrarnos a las buenas obras y abstenernos de las malas? Es decir, ¿se refiere a la mala profecía o a la mala vivencia? ¿Debemos rechazar a los falsos profetas y sus doctrinas erróneas, o las malas prácticas en nuestras propias vidas?
Nuevamente, la exhortación no podría ser más generalizada. Por tanto, quizás hagamos bien en darle el significado más amplio posible y tomar en consideración todas estas posibilidades. En realidad, no es cuestión de elegir entre abstenernos de las falsas profecías y abstenernos de las malas costumbres, porque éstas y aquéllas suelen ir juntas: la falsa doctrina conduce a malas obras (ver, por ejemplo, 2 Pedro 2:1–3). Debe haber una separación total y absoluta entre el creyente y la maldad. Éste debe vivir de tal manera que su vida sea un continuo alejamiento de los valores malos del presente siglo.
En todo caso, somos llamados a alejarnos radicalmente de toda forma de mal. Esta palabra puede referirse al aspecto visible de algo (pero nunca a su mera apariencia) o a las distintas variedades que puede tomar. La maldad toma muchas formas y se nos presenta de muchas maneras, pero debemos renunciar a todas ellas. Nuestra reacción debe ser evitar el mal en cualquier lugar donde aparezca. Debemos repudiarlo en nuestra manera de pensar, de hablar y de conducirnos.

NUESTRA PARTICIPACIÓN EN LA IGLESIA LOCAL

¿Cómo, pues, debemos participar en la iglesia local? Pablo ya nos ha dado un buen surtido de respuestas:

Con respeto, aprecio y afecto hacia los líderes (vs. 12–13), reconociendo su derecho a dirigir a la congregación y a amonestar a sus miembros.

Esforzándonos por preservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz (v. 13b; Efesios 4:3).

Atendiendo a los desordenados, desanimados y débiles según sus necesidades, para que éstas no provoquen malestar en la iglesia (v. 14).

Prescindiendo de toda forma de venganza y haciendo bien a todos (v. 15).

Con una actitud positiva caracterizada por el gozo, la oración y la gratitud (vs. 16–18).
Ahora el apóstol añade tres consideraciones más:

No poniéndole trabas al Espíritu Santo en su labor de santificar a la iglesia mediante los dones que reparte entre los miembros, sino disponiéndonos a recibir su palabra, venga a través de quién venga y sea del carácter que sea (vs. 19–20).

Con discernimiento, con inteligencia espiritual y con la necesaria discriminación, no sea que el maligno infiltre en la iglesia ideas y prácticas que entorpezcan la obra (v. 21a).

Con la determinación de aferrarnos siempre a lo bueno y apartarnos del mal (vs. 21b–22).

La lista es larga y sus implicaciones inmensas. Pero ¡ojalá pudiéramos participar en congregaciones que se esfuercen por vivirlas!

Burt, D. F. (2003). 1 Tesalonicenses 5:1-28: Viviendo como Hijos del Día (pp. 153-160). Publicaciones Andamio.

ESPOSAS

ESPOSAS

Autor: David F. Burt

Mujeres, estad sujetas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. COLOSENSES 3:18
DEBERES DOMÉSTICOS (3:18)

a1Es bastante obvio que, con estas palabras, el apóstol comienza una nueva sección de la Epístola a los Colosenses. En la primera parte de la carta (1:1–2:19), ha exaltado la persona de nuestro Señor Jesucristo en contraste con los falsos maestros, que estaban devaluando la supremacía de su señorío y el carácter absolutamente único y suficiente de su obra salvadora. En la segunda parte (2:20–4:18), se dedica a explicar la clase de comportamiento que debe caracterizar a los creyentes. Hasta aquí ha hablado en términos generales, exponiendo principios aplicables a todos. Pero ahora se dirige a seis grupos sociales —esposas y maridos, hijos y padres, siervos y amos— para explicarles los especiales deberes domésticos que les atañen y cómo la nueva vida en Cristo debe manifestarse en cada una de estas áreas.
Hay un evidente cambio, entre el 3:17 y el 3:18, desde la «vida en iglesia» hacia la «vida en familia» y desde lo general hacia lo particular; pero también hay una clara continuidad. Pablo acaba de decirnos que «el nombre del Señor Jesucristo» debe caracterizar «todo lo que hacemos de palabra o de hecho»; o sea, que no existe ninguna área de nuestras vidas que no deba ser tocada y transformada por Cristo. Ahora procede a explicarnos cómo la presencia de Cristo cambia radicalmente nuestras relaciones y responsabilidades en el hogar.
Esta continuidad se nota bien por cuanto, en esta sección (3:18–4:1), las referencias «al Señor» son constantes. Las mujeres deben estar sujetas «como conviene en el Señor» (3:18). Los hijos deben ser obedientes «porque esto es agradable al Señor» (3:20). Los amos deben ser justos «sabiendo que tienen un Señor en el cielo» (4:1). Y, en cuanto a los siervos, deben «temer al Señor» (3:22), «hacerlo todo como para el Señor» (3:23), y «saber que del Señor recibirán recompensa, porque es a Cristo el Señor a quien sirven» (3:24). Aquí, pues, tenemos ejemplos prácticos de lo que significa «hacer todo en el nombre del Señor Jesús» (3:17).
De hecho, sólo es posible guardar las instrucciones de estos versículos si se ven como el resultado natural de la nueva vida en Cristo. En nuestra carnalidad egocéntrica no somos capaces de someternos a nadie ni nos gusta la obediencia. Intentamos salirnos siempre con la nuestra, hacer el mínimo de trabajo y esfuerzo y abusar de los demás desde nuestras posiciones de autoridad. En cambio, en Cristo tenemos:

1. Un modelo a seguir
Cristo es Rey de reyes y Señor de señores y, no obstante, estuvo dispuesto a humillarse y asumir un papel de esclavo. Si los maridos, padres y amos sufren alguna vez la tentación de utilizar su posición egoístamente, que recuerden que Cristo nunca abusó de su señorío, sino que lo utilizó siempre en bien de los demás. Si a las esposas, los hijos y los siervos les cuesta obedecer y someterse a la autoridad de otros, que recuerden que Jesús, aunque era Hijo, aprendió obediencia (Hebreos 5:8), que asumió voluntariamente forma de siervo, despojándose y humillándose a sí mismo (Filipenses 2:7–8), y en todo se negó a buscar su propia voluntad, sino que se sometió a la voluntad de Dios y vivió para su gloria (Juan 4:34).

2. Un nuevo poder y una nueva capacitación
Jesucristo no sólo no nos pide nada que él mismo no haya hecho, sino que nos da su propio Espíritu para capacitarnos para llevarlo a cabo. Separados de él no podemos hacer nada (Juan 15:5); pero, unidos a él por su Espíritu, «todo lo podemos en Cristo que nos fortalece» (Filipenses 4:13). Pablo no dirige estas instrucciones al público en general, sino a personas que han muerto y resucitado con Cristo y ya no viven ellas mismas, sino que Cristo vive en ellas (Gálatas 2:20).

3. Un Señor a quien dar cuentas
Jesucristo es también a quien tendremos que dar cuentas. Cuando ejercemos autoridad, debemos recordar siempre que estamos también bajo autoridad. El marido dará cuentas a Cristo de cómo ha tratado a su esposa, el padre a sus hijos y el amo a sus empleados. A mayores privilegios, mayores responsabilidades.

Así pues, asesorados y potenciados por Cristo y viviendo en el temor de Dios, descubrimos que son posibles la sumisión, la obediencia y el ejercicio sabio y desinteresado de la autoridad. En realidad, las órdenes prácticas de estos versículos no son más que el fruto en nosotros de la abundante vida de resurrección, el resultado normal de la eliminación en nosotros de la avaricia y la malicia (3:5–8) y de la adquisición de humildad, mansedumbre y amor por obra del Espíritu (3:12–14).
La relación entre la nueva vida en Cristo y el espíritu sumiso se ve aún más claramente en el texto paralelo de Efesios; porque, allí, Pablo dice explícitamente que la sumisión es una de las evidencias de la plenitud del Espíritu Santo en la vida del creyente: Sed llenos del Espíritu, … sometiéndoos unos a otros en el temor de Cristo, las mujeres a sus propios maridos como al Señor … (Efesios 5:18–22). O sea, la sumisión de la esposa a su marido sólo se puede entender y practicar como una extensión y consecuencia de la obra del Espíritu en su vida. O, para expresar la misma idea en términos negativos, la mujer que no se somete a su marido no puede ser, por definición, llena del Espíritu Santo.
LA SUMISIÓN DE LA MUJER (3:18)

El tema de la sumisión de la mujer es especialmente delicado en nuestros tiempos. En torno a él, los creyentes occidentales nos encontramos entre la espada y la pared. Por un lado, vivimos en una sociedad «post-cristiana», secularizada y humanista, sujeta a fuertes influencias feministas, donde predomina la enseñanza de la igualdad de hombres y mujeres a todos los efectos. En esta sociedad nuestra se considera que la mujer, lejos de someterse a su marido, debe emanciparse de semejante idea retrógrada. Ninguno de los dos cónyuges debe someterse al otro, sino que deben resolver todas las cuestiones mediante el diálogo y el consenso.
Por otro lado, estamos viendo el crecimiento rápido del islam en occidente. Además, los gobiernos europeos parecen desvivirse por hacer amplias concesiones a los inmigrantes musulmanes. Pero nuestra sociedad no parece entender que el humanismo occidental y el islam son ideológicamente incompatibles en sus conceptos acerca de la mujer y el matrimonio. Debemos recordar que el Corán dice explícitamente: Los hombres son superiores a las mujeres a causa de las cualidades mediante las cuales Dios los ha dotado a aquéllos por encima de éstas … Las mujeres virtuosas son obedientes y cuidadosas … Pero castigad a aquellas en las que sospecháis rebeldía. Alejadlas de vuestros lechos y azotadlas. Esta enseñanza es explicada por el islamista Yusuf Qaradawi, en su libro Lo lícito y lo ilícito (publicado en el año 2000), en estos términos: El hombre es el señor indiscutible, el dueño absoluto de la familia. La mujer no puede rebelarse a su autoridad y si osa hacerlo hay que castigarla. Esta enseñanza ayuda a explicar, a su vez, el episodio de hace un año cuando el imán Mohammed Kamal Mustafa, consejero de la Federación Española de Entidades Religiosas Islámicas, escribió un documento en el que dio consejos acerca de cómo hay que pegar a las mujeres: Utilizar una vara delgada y ligera, útil para golpearla incluso de lejos. Golpearla sólo en el cuerpo, en las manos, en los pies; nunca en la cara, porque se ven las cicatrices y los hematomas. Recordar que los golpes deben hacer sufrir psicológicamente, no sólo físicamente. En medio del furor social provocado por la publicación de este texto, el imán Mustafa fue a parar a la cárcel. Salió a su defensa el imán de Valencia, Abdul Majad Rejab: El imán Mustafa es islámicamente correcto; pegar a la mujer es un recurso; así como el imán de Barcelona, Abdelaziz Hazan: El imán Mustafa se limita a referir lo que está escrito en el Corán; si no lo hiciese, sería un hereje.
En medio de esta polarización entre feministas y machistas, que promete dar lugar a mucho debate y mucha crispación en los años próximos, los creyentes bíblicos seremos acusados por los feministas de sostener conceptos tan aberrantes como los musulmanes, y por los musulmanes de ser peligrosamente feministas. Necesitamos entender y definir con mucho cuidado la postura bíblica y no permitir que ésta sea identificada con ninguno de estos extremos. Más bien debemos entender que ambas posturas se alejan de la correcta relación entre marido y esposa en la voluntad revelada de nuestro Creador.
Tristemente, sin embargo, muchos cristianos han tragado sin contemplaciones la «corrección política» de nuestros días, es decir, el concepto humanista-feminista de la relación entre hombre y mujer. Aceptan sin cuestionarla la idea de que la esposa no debe someterse al marido salvo en la misma medida en que el marido se somete a la esposa. Suprimen de los votos matrimoniales toda referencia a la sumisión u obediencia de la esposa. Esta tendencia viene reforzada por la mayoría de pastores, consejeros matrimoniales y «ministerios a la familia», que excluyen de sus sermones y conferencias toda referencia a la autoridad del marido y a la sumisión de la esposa.
¿Cómo es esto posible, si la enseñanza bíblica es clara y contundente? ¿Cómo ha entrado entre nosotros el pensamiento humanista de nuestros días? Sin duda por muchas razones. Seguramente, la principal de ellas es que muchos creyentes se dejan llevar por sus propios intereses carnales y mundanos y se preocupan poco, en realidad, por lo que dice Dios. Pero entre estas muchas razones, destacan dos de tipo hermenéutico:

• Algunos comentaristas hacen auténticas piruetas de exégesis para hacer que el texto no diga lo que en realidad dice. Por ejemplo, afirman que, cuando Pablo dice que el marido es «cabeza» de la mujer, no tiene nada que ver con la autoridad y la sumisión. O nos aseguran que el verbo «sujetar» se refiere a la fidelidad matrimonial, no a la sumisión de la mujer, etc.

• Otros cortan por lo sano y proponen que esta clase de enseñanzas sólo tenía una vigencia limitada en el tiempo por razones del testimonio cristiano de aquel momento, pero que ahora está superada. Se trata de enseñanzas necesarias en su día, pero ahora desfasadas.

Sin embargo, existen muchas razones por las que es imposible sostener esta clase de argumentos sin hacer violencia a la buena hermenéutica:

• Las muchas formas en las que el tema de la sumisión de la mujer se presenta en el Nuevo Testamento hacen que el primero de estos argumentos sea insostenible. El vocablo empleado con más frecuencia para referirse a la sumisión es «sujeción» (′upotagë; 1 Timoteo 2:11) y «sujeto» (′upotassö; 1 Corintios 14:34; Efesios 5:24; Colosenses 3:18; Tito 2:5; 1 Pedro 3:1, 5). Por mucho que algunos quieran desvincular estas palabras de la idea de subordinación, una sola mirada al uso de ellas en las Escrituras indica que esto es imposible: se emplean en muchos contextos y muchas situaciones, pero la idea de sumisión está siempre presente. Estar «en sujeción» es lo mismo que estar bajo autoridad. Pero nos encontramos también con otros vocablos, como «respetar» (literalmente «temer» o «reverenciar»; Efesios 5:33) u «obedecer» (1 Pedro 3:6), que no dejan lugar a dudas acerca del énfasis general de la enseñanza apostólica acerca de las esposas. Asimismo nos encontramos con casos ejemplares, como el de Sara, recomendado como modelo a seguir a causa de su obediencia a Abraham y la manera respetuosa en que le llamaba «señor» (1 Pedro 3:6). Un peso tal de evidencias, con un énfasis tan unánime, hace trizas la noción de que la enseñanza bíblica no tenga que ver con la autoridad del marido y la sumisión de la esposa.

• Después, debemos tomar nota de la frecuencia con la que este tema es repetido en el Nuevo Testamento. Además de en nuestro texto, la idea de la sumisión de la mujer se encuentra implícita o explícitamente cada vez que sale en el Nuevo Testamento el tema de la relación entre hombres y mujeres:

La mujer casada está ligada por la ley a su marido mientras él vive (Romanos 7:2).
La cabeza de la mujer es el hombre … La mujer es la gloria del hombre. Porque el hombre no procede de la mujer, sino la mujer del hombre; pues en verdad el hombre no fue creado a causa de la mujer, sino la mujer a causa del hombre (1 Corintios 11:3–9).
Las mujeres guarden silencio en las iglesias, porque no les es permitido hablar, antes bien, que se sujeten como dice también la ley. Y si quieren aprender algo, que pregunten a sus propios maridos en casa (1 Corintios 14:34–35).
Las mujeres estén sometidas a sus propios maridos como al Señor. Porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia … Así como la iglesia está sujeta a Cristo, también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo … Que la mujer respete a su marido (Efesios 5:22–24, 33).
Que la mujer aprenda calladamente con toda obediencia. Yo no permito que la mujer enseñe ni que ejerza autoridad sobre el nombre, sino que permanezca callada (1 Timoteo 2:11–15).
Que [las ancianas] enseñen a las jóvenes a que amen a sus maridos, … a ser prudentes, puras, hacendosas en el hogar, amables, sujetas a sus maridos (Tito 2:5).
Vosotras, mujeres, estad sujetas a vuestros maridos … y que vuestro adorno no sea externo … sino … interno, con el adorno incorruptible de un espíritu tierno y sereno, lo cual es precioso delante de Dios. Porque así también se adornaban en otro tiempo las santas mujeres que esperaban en Dios, estando sujetas a sus maridos. Así obedeció Sara a Abráham, llamándole señor, y vosotras habéis llegado a ser hijas de ella (1 Pedro 3:1–6).

Resulta difícil relegar el tema de la sumisión de la mujer a un lugar insignificante o tratarlo como de vigencia sólo transitoria si resulta que sale a relucir cada vez que el Nuevo Testamento aborda las relaciones matrimoniales. Es evidente que, para los apóstoles, no era una enseñanza marginal y sin importancia, sino una que ocupa un lugar central en su enseñanza acerca de la familia y la iglesia.

• Por otro lado, el evidente paralelismo entre los tres grupos de esta sección de nuestra epístola (esposas y maridos, hijos y padres, esclavos y amos) hace que sea muy difícil eludir la idea de que nuestro texto enseñe realmente la sumisión de la esposa. Porque en cada pareja, el apóstol menciona en primer lugar la figura subordinada (esposas, hijos y esclavos), y le da instrucciones acerca de cómo debe sujetarse u obedecer; luego, en segundo lugar, menciona la figura dominante (maridos, padres y amos) y le da instrucciones de cómo debe mostrar consideración a sus subordinados.

• Tanta insistencia en este tema da a entender que la sumisión de la mujer era un problema serio en la iglesia primitiva. A veces se oye decir que «esta enseñanza refleja los valores del siglo I, porque en aquel entonces se esperaba que la mujer fuera sumisa»; pero, en realidad, la frecuencia de las exhortaciones bíblicas sugiere todo lo contrario: que las mujeres del siglo primero, igual que las del siglo XXI, tenían mucha dificultad en aceptar esta enseñanza, la cual era tan controvertida en aquel entonces como lo es ahora. A este respecto conviene tener en cuenta lo siguiente:

— En ciertos círculos del imperio romano se daba mucho protagonismo a las mujeres, tanto en el hogar como en la vida social. Esto era cierto especialmente en la vida religiosa: en algunas sectas religiosas había sacerdotisas además de sacerdotes, adivinas además de adivinos, brujas además de brujos, sibilas además de profetas. Es cierto que el cristianismo, con su énfasis en el liderazgo masculino en el hogar y en la iglesia, seguía en la línea del judaismo y de otras religiones de la época; pero no lo es que ésta fuera la línea seguida por todas las religiones de aquel entonces.

— Si bien la emancipación de la mujer en Cristo se entendía con la debida moderación en las comunidades hebreas, era malentendida en las gentiles, que no habían sido formadas en los conceptos del Antiguo Testamento.

— Es posible que las doctrinas de los falsos maestros de Colosas tuvieran rasgos «feministas». Al menos hay una clara tendencia feminista en algunos de los evangelios apócrifos de fechas posteriores. Obras gnósticas como el Evangelio de Santa María [Magdalena] o la Pistis Sophia dan a entender que María Magdalena fue la más íntima de los discípulos del Señor, que ella recibió de sus labios unas enseñanzas esotéricas que los demás discípulos eran incapaces de entender (¡doctrinas gnósticas, naturalmente!), que, después de la resurrección, ella fue la principal portavoz de los apóstoles en asuntos de fe y doctrina y que esto incluso despertó la envidia de Pedro. Queda claro que los gnósticos del siglo II envolvieron sus doctrinas en vestimentas «feministas» a fin de ganar prosélitos a través de las mujeres (cf. 2 Timoteo 3:6) en detrimento del evangelio apostólico con sus posturas aparentemente «machistas».

• Pero aún más importante que esos argumentos puntuales es el hecho de que esta enseñanza sobre la sumisión de la esposa encaja perfectamente en el conjunto de la enseñanza bíblica acerca del hombre y la mujer, enseñanza que se puede resumir en tres ideas principales:

—Antes de la caída en pecado, el hombre y la mujer fueron creados iguales en dignidad. Ambos fueron creados a imagen de Dios. Ambos ostentaron señorío sobre el mundo natural. Ambos disfrutaron de la comunión con Dios. Pero, aun así, fueron creados con diferencias de orientación y papel: Adán estaba orientado hacia la agricultura, Eva hacia el hogar; Adán tenía talante para dirigir y asumir responsabilidad, Eva para seguir y apoyar. Los dos asumieron esta diferencia con total naturalidad.

—La caída significó, entre otras cosas, el trastorno del orden establecido por Dios: en vez de escuchar la mujer la voz del hombre, Adán obedeció la voz de Eva (Génesis 3:17). Entonces, Dios anunció a Eva que la consecuencia sería la «guerra» entre los sexos: Tu deseo será para tu marido, y él tendrá dominio sobre ti (Génesis 3:16). A partir de aquel momento, la mujer intenta dominar el matrimonio con manipulaciones emocionales y victorias dialécticas. El varón responde con fuerza, violencia y en imposición tiránica.

—La nueva vida en Cristo pone fin tanto a la agresividad masculina (3:19) como a la manipulación femenina. La esposa cristiana debe asumir gozosamente el orden establecido por Dios antes de la caída y someterse voluntariamente al liderazgo del marido. El marido cristiano renuncia a todo uso de la agresión y la fuerza al ejercer su autoridad.

Éste no es el lugar para entrar más ampliamente en estos puntos. Pero esta visión del conjunto de la enseñanza bíblica sobre la mujer es la que apoya con más peso la idea de que, cuando los apóstoles hablan de la sumisión de la esposa, están diciendo realmente que la esposa cristiana debe someterse.

• Luego debemos considerar la clase de argumentos que los apóstoles emplean en torno a este tema. No apoyan su enseñanza sobre la sumisión de la mujer con argumentos acerca del testimonio cristiano en momentos y lugares puntuales, sino con argumentos que brotan del conjunto de las Escrituras. Las razones empleadas no son culturales ni temporales, sino bíblicas y universales. Arrancan de la historia de la creación y de la caída del ser humano y encuentran su clímax en Cristo. El matrimonio, según la Biblia, fue instituido por Dios en el momento de la creación, se desfiguró a causa de la caída del hombre, fue redimido por obra de Cristo y debe reflejar la relación entre Cristo y la iglesia. Las razones aducidas por los apóstoles por las cuales la mujer debe someterse a su marido tienen que ver con el orden y el propósito de la creación de la mujer (1 Corintios 11:8–10; 1 Timoteo 2:13), con la caída de Eva (1 Timoteo 2:14), con el ejemplo de las mujeres santas del Antiguo Testamento (1 Pedro 3:1–6) y con la relación de la iglesia con Cristo (Efesios 5:22–33), pero nunca con factores culturales contemporáneos.

Por todas estas razones, me parece improcedente intentar eludir las implicaciones de nuestro texto aduciendo argumentos lingüísticos o culturales. Pablo quiere decir justo lo que parece decir y, puesto que nuestro Creador es quien mejor entiende el don y el ministerio de cada uno de nosotros, no hacemos ningún favor a la mujer ni al matrimonio intentando hacer que la Biblia enseñe otra cosa diferente de la que enseña de verdad.
Sin embargo, antes de considerar lo que el texto quiere decir, es de suma importancia observar lo que no dice:

• No dice que la mujer es inferior al hombre. En esto, la Biblia se desmarca de lo que enseña el Corán. En el mundo antiguo en general, como en gran parte del mundo de hoy, la mujer era tratada como un ser inferior. No así en la revelación bíblica. Según ésta, la mujer fue creada a imagen de Dios, igual al varón en dignidad y entidad. Si preguntamos: ¿cómo puede no ser inferior si tiene que someterse?, nuestra respuesta arranca desde la misma esencia de nuestra fe cristiana, desde nuestra comprensión de la naturaleza de Dios: creemos que el Padre y el Hijo son «iguales» en dignidad y en esencia, pero que son diferentes en sus funciones y que el Hijo se somete al Padre (nunca se nos dice que el Padre se somete al Hijo). Quien dice que la igualdad y la sumisión son incompatibles está negando, en última instancia, la doctrina de la Trinidad.

• El texto no dice: Maridos, sujetad a vuestras esposas. La enseñanza del Corán acerca de las mujeres se dirige a los hombres: éstos son los que tienen que lograr la sumisión de sus esposas. Pero la enseñanza bíblica sobre este tema se dirige siempre a las mujeres. Ellas son las responsables, no sus maridos. Es así porque cualquier sujeción impuesta por el marido no es una auténtica sumisión, sino una subyugación, una represión. Para que la sumisión sea sumisión de verdad, tiene por definición que ser voluntaria.12

• El texto no dice: Maridos, azotad a vuestras esposas si son insumisas. El texto bíblico, en contraste con el Corán, no autoriza al marido a tomar medida disciplinaria alguna si la esposa no se somete a su autoridad. Al contrario, enseña que el marido no debe levantar siquiera la voz (3:19), ni mucho menos la mano.

• El texto no sugiere que la sumisión de la mujer puede servir al hombre como pretexto para tratar a su esposa como si fuera una esclava. Algunos maridos cristianos se olvidan de sus propias obligaciones y sacan provecho de esta clase de versículos, como si enseñasen que la esposa no existe más que para criar hijos y gratificar los deseos, las necesidades y los caprichos del marido.

• De hecho, el texto no habla (ni en el caso de las mujeres, ni en el de las cinco categorías restantes) de derechos, sino de responsabilidades. Esto no significa que nuestros derechos no existan o que carezcan de importancia. Pero es obvio que el hogar no funcionará bien si todos estamos mirando nuestros propios derechos y nadie está considerando los derechos de los demás. A la esposa le corresponde considerar los derechos de su marido, no los suyos propios. Al marido le corresponde atender a los derechos de la esposa, como Pablo está a punto de decir.

• El texto no dice: Mujeres, anulad vuestra personalidad. Puesto que la sumisión de la esposa es una decisión voluntaria y responsable de la mujer, no una imposición del marido, de ningún modo presupone la inferioridad de la mujer, ni la negación de su inteligencia ni de su personalidad.

• El texto no significa que la esposa tenga que soportar los malos tratos sin protestar ni tomar ninguna clase de medidas. Ella es una hija de Dios, creada a su imagen. Cristo está en ella tanto como en su marido (1:27). Tiene todo el derecho a exigir ser tratada con dignidad y respeto como alguien igual a su marido ante los ojos de Dios.

Habiendo visto, pues, algunas de las cosas que nuestro texto no dice, ahora podemos considerar lo que el texto sí viene a confirmar:

• En primer lugar, volvamos a insistir en lo que ya hemos dicho: que el texto se dirige a las mujeres, no a los maridos. Es decir, trata a la mujer como persona madura, capaz de asumir sus propias decisiones, no como una mera propiedad de su marido sin entidad propia. Ella es responsable por su propia sumisión. Si no está dispuesta a someterse voluntariamente, pocas medidas hay que el marido pueda tomar, aparte de la persuasión firme y cariñosa. Le es vetada toda acción violenta o forzada. Por eso mismo es muy importante que estas cosas se establezcan claramente en los votos nupciales y que la novia declare libre y voluntariamente ante los testigos presentes que ella está dispuesta a someterse a su marido en obediencia y respeto. Si no se ha comprometido a someterse, ¿cómo puede recriminarle su marido si ella, en lo sucesivo, no se somete? Por otro lado, la novia es necia si se casa voluntariamente con un hombre cuya autoridad y cuyo liderazgo no respeta y a quien no está dispuesta a someterse. Los votos nupciales no son mera palabrería o mero papel mojado, sino que establecen en qué consiste el compromiso matrimonial. En la boda, la novia creyente se entrega gozosamente a la autoridad de su novio como cabeza de familia.

• En segundo lugar, el texto da a entender que el orden en la sociedad y en la familia, establecido por Dios en el momento de la creación, debe ser respetado y restaurado en Cristo. Es apropiado que la mujer que «está en el Señor Jesucristo» acate el orden de Dios para el matrimonio. La sumisión de la mujer «conviene». No es aberrante. No es ofensiva. Está en armonía con el conjunto de las Escrituras y se corresponde con la voluntad del Señor. No es una mera exigencia temporal para el siglo I, sino un acatamiento de lo establecido por Dios en la creación:

Por tanto, una esposa cristiana tratará gustosamente de regular su conducta en armonía con este mandamiento; y no comenzará a pensar que la igualdad en su estado espiritual delante de Dios y la gran libertad que ahora posee como creyente (Gálatas 3:28) le dan derecho a olvidarse de que, en su sabiduría soberana, Dios ha hecho a la pareja humana de tal forma que es natural para el esposo guiar, y para la esposa seguir … Cualquier intento de cambiar este orden es desagradable a Dios. ¿Por qué debe incitarse a la mujer a hacer cosas contrarias a su naturaleza? Su propio cuerpo, lejos de preceder al de Adán en el orden de la creación, fue tomado del cuerpo de Adán. Su mismo nombre («Ish-sha») se derivaba del nombre de él («Ish»; Génesis 2:23). Sólo cuando la esposa reconoce esta distinción básica y actúa en conformidad con ella, puede ella ser una bendición para su esposo y puede ejercer una influencia benigna, muy poderosa y benéfica sobre él, y puede promover no sólo la felicidad de él, sino también la suya propia.

Por tanto, la esposa cristiana debe reconocer y respetar la autoridad de su marido como cabeza de familia. Si el marido es sabio, dará mucho lugar al diálogo, escuchará atentamente los criterios de su esposa y, en muchos casos, se dejará guiar por sus consejos. Pero, en última instancia, él es el responsable ante Dios de las decisiones tomadas en familia, no ella.

• Sin embargo, la sumisión de la esposa cristiana no se caracteriza sólo por la sujeción y la pasividad, sino que es altamente positiva y activa. Ella le trae bien y no mal todos los días de su vida (Proverbios 31:12). Una parte importante de esa sumisión es que ella ya no busca sus propios intereses, sino que se preocupa por … cómo agradar a su marido (1 Corintios 7:34).

• Tanto la autoridad del marido como la sumisión de la esposa tienen un límite determinado por lo que «conviene en el Señor». Si el marido le pide a su esposa algo que contravenga su conciencia cristiana, ésta debe negarse a obedecerle, dando prioridad a su obediencia a Cristo. Safira no pudo esquivar la culpa de su decepción aduciendo que sólo había seguido sumisamente las pautas establecidas por Ananías (Hechos 5:29).

• La contrapartida de la sumisión de la mujer es el amor abnegado del marido. La Biblia no enseña solamente la sumisión de la esposa, sino también el espíritu sacrificado con el que el marido debe amarla a ella. Desde luego, si el marido es arisco y antipático, esto no exime a la esposa cristiana de la responsabilidad de someterse a él (de la misma manera que la insubordinación de la esposa no exime al marido de la obligación de seguir amándole); pero, evidentemente, se le hace mucho más fácil y tolerable esta responsabilidad cuando el marido cumple su parte y es amante, solícito y cariñoso.

En resumidas cuentas, la enseñanza bíblica sobre la sumisión de la mujer, de la cual encontramos un breve sumario en nuestro texto, no es en absoluto equiparable a la enseñanza del islam:

• El Corán enseña: Los hombres son superiores a las mujeres. La Biblia nunca enseña la inferioridad de la mujer.

• El Corán dirige a los hombres las instrucciones acerca del comportamiento de las esposas. La Biblia las dirige a las mismas mujeres como personas responsables y capaces de tomar sus propias decisiones.

• El Corán supone que el hombre debe sojuzgar a la mujer. La Biblia enseña que la mujer debe someterse ella misma de forma voluntaria y libre, sin coacción alguna por parte del marido.

• El Corán dice con respecto a las esposas recalcitrantes: Castigadlas, … alejadlas de vuestros lechos y azotadlas. La Biblia nunca autoriza al hombre a que castigue a su esposa, sino que le exhorta a tratarla con el amor, el respeto y la dignidad que se merece como hija de Dios, coheredera de la gracia de la vida y hermana en Cristo.

Pero, igualmente, la enseñanza bíblica se distancia de lo «políticamente correcto» de la sociedad occidental de hoy:

• La sociedad moderna piensa que el hombre puede experimentar a su gusto con diferentes modelos de pacto matrimonial, convivencias y conceptos de familia. La Biblia enseña que el matrimonio y la familia fueron instituidos por Dios y deben llevarse de acuerdo con las instrucciones del Creador.

• La sociedad moderna entiende que la igualdad en dignidad de los seres humanos y la diferenciación en sus funciones son dos conceptos incompatibles. La Biblia presupone que entre los seres humanos existe una gran diversidad de dones, papeles y funciones; pero que estas diferencias no atentan contra la esencial igualdad de todos, pues todos han sido creados a la imagen de Dios.

• Por tanto, nuestros contemporáneos suponen que la sumisión de la esposa al marido es degradante (y abrigan cada vez más la idea de que toda enseñanza acerca de la sumisión de la esposa debe ser penalizada). En cambio, la Biblia enseña que la sumisión de la mujer «conviene» porque es la voluntad de Dios, quien ha dado al varón la capacidad para dirigir a la familia y a la mujer la capacidad para apoyarle y ser su ayuda idónea en esa dirección.

• La sociedad moderna supone que la sumisión es siempre humillante y que, lejos de someternos, debemos imponernos y defender nuestros derechos. En cambio, la Palabra de Dios nos enseña que el mismo Hijo de Dios nos dejó ejemplo humillándose y sujetándose a la voluntad del Padre (1 Corintios 11:3).

• En consecuencia, la sociedad moderna elimina del compromiso matrimonial toda referencia a la autoridad o la dirección de la familia por parte del marido y toda referencia a la obediencia o la sumisión de la esposa. En cambio, éstas son ideas básicas en el compromiso matrimonial tal y como lo entiende la Biblia.

En contraste tanto con el islam como con el humanismo occidental, la Palabra de Dios espera que la esposa cristiana asuma el papel de ayuda idónea, sometiéndose libre y voluntariamente al señorío de su marido: Mujeres, estad sujetas a vuestros maridos, como conviene en el Señor.
Burt, D. F. (2006). Deberes Domésticos y otros Asuntos: Colosenses 3:18-4:18 (pp. 9–28). Barcelona: Publicaciones Andamio.