La era de las tinieblas

PARTE III

La era de las tinieblas

Bajo el régimen de los bárbaros 26

Si sólo para esto los bárbaros fueron enviados dentro de las fronteras romanas, para que [… ] la iglesia de Cristo se llenase de hunos y suevos, de vándalos y borgoñones, de diversos e innumerables pueblos de creyentes, loada y exaltada ha de ser la misericordia de Dios, [… ] aunque esto sea mediante nuestra propia destrucción.

a1

El viejo Imperio Romano estaba enfermo de muerte, y no lo sabía. Allende sus fronteras del Rin y del Danubio bullía una multitud de pueblos prontos a irrumpir hacia los territorios romanizados. Estos pueblos, a quienes los romanos, siguiendo el ejemplo de los griegos, llamaban “bárbaros”, habían habitado los bosques y las estepas de la Europa oriental durante siglos. Desde sus mismos inicios el Imperio Romano se había visto en la necesidad constante de proteger sus fronteras contra las incursiones de los bárbaros. Para ello se construyeron fortificaciones a lo largo del Rin y del Danubio, y en la Gran Bretaña se construyó una muralla que separaba los territorios romanizados de los que aún quedaban en manos de los bárbaros. A fin de viabilizar la defensa, se hicieron repartos de tierras entre los soldados, que en calidad de colonos vivían en ellas, a condición de acudir al campo de batalla en caso necesario.

De este modo el Imperio Romano pudo defender sus fronteras hasta mediados del siglo IV. Pero a partir de entonces su defensa se hizo cada vez más difícil, hasta que por fin toda la porción occidental del Imperio sucumbió ante el empuje de los invasores.

Las causas y las etapas del desastre

Se ha discutido mucho acerca de las causas de la caída del Imperio Romano. En la misma época en que los acontecimientos estaban teniendo lugar, no faltaron paganos que dijeron que el desastre se debía a que el Imperio había abandonado sus viejos dioses, y que por tanto éstos le habían retirado su protección. Esta acusación, que ya desde el siglo segundo se acostumbraba dirigir a los cristianos ante cualquier calamidad, no presentaba novedad alguna. Frente a ella, los cristianos respondían que la causa de los acontecimientos que estaban teniendo lugar era el pecado de los romanos, y en particular de los paganos entre ellos. Dios estaba castigando a Roma, no sólo por haber perseguido a los cristianos, sino también y sobre todo por sus costumbres licenciosas y por su falta de fe. En épocas más recientes, ha habido historiadores que han adoptado una de estas dos explicaciones, aunque modificándolas de acuerdo a los nuevos tiempos. Así, por ejemplo, hay quien dice que Roma cayó por haberse hecho cristiana, pues el pacifismo que predicaban los cristianos debilitó su poderío militar. Empero tal opinión se olvida de que, cuando Roma cayó, tanto los que la defendían como los godos que la tomaron eran cristianos, según veremos más adelante. Frente a tal opinión, hay quienes repiten todavía la interpretación según la cual la caída del Imperio se debió a sus vicios, y toman de ello lección que ha de ser aplicada en nuestros días. Pero el hecho es que no hay pruebas de que los vicios de los romanos hayan sido mayores en el siglo quinto que en el primero.

Las razones de la caída del Imperio son mucho más complejas. El Imperio tenía que sucumbir, porque era imposible mantener el desequilibrio que existía entre la vida de sus súbditos y la de los bárbaros. A un lado del Rin y del Danubio, la vida era mucho más fácil que al otro lado. En consecuencia, los bárbaros se sentían atraídos por las riquezas del Imperio. Frente a ellos, los defensores de la vieja civilización, acostumbrados como estaban a la vida muelle que dan las riquezas, podían ofrecer poca resistencia efectiva.

Por estas razones, cuando los bárbaros comenzaron a atravesar las fronteras, y por alguna razón el Imperio no estaba pronto a la defensa, se acudió repetidamente al recurso de los ricos: comprar la buena voluntad de la oposición. A los bárbaros se les daban entonces tierras, y bajo el título de “federados” se les permitía vivir dentro de las fronteras del Imperio, a cambio de que lo defendieran contra cualquiera otra incursión por parte de algún otro grupo. El resultado fue que pronto la mayor parte del ejército estuvo constituida por soldados bárbaros, frecuentemente bajo el mando de oficiales del mismo origen. Tales tropas se consideraban a sí mismas romanas, y en ocasiones defendieron el Imperio valientemente. Pero en otras ocasiones sencillamente se rebelaron contra la autoridad imperial, y siguieron sus propios intereses. Buena parte de los bárbaros que causaron gran consternación en la cuenca del Mediterráneo eran de hecho soldados del Imperio. Así, por ejemplo, el godo Alarico, cuyas tropas tomaron y saquearon a Roma en el 410, era oficial del ejército romano, y como tal había luchado en la batalla de Aquilea en el 394, bajo el mando del emperador Teodosio.

Por su parte, los romanos también sentían cierta curiosa atracción hacia los bárbaros. Señal de esto es el hecho de que muchos emperadores gustaban rodearse de una guardia de soldados germanos. En medio de su vida muelle y aburrida, no faltaban romanos que miraran con nostalgia hacia la vida al otro lado de las fronteras. Esto llegó a tal punto que la princesa Honoria le envió al huno Atila una carta de amor y un anillo, ofreciéndosele en matrimonio.

Además, hoy sabemos que en regiones muy distantes de las fronteras del Imperio estaban teniendo lugar acontecimientos que a la postre precipitarían las invasiones de los bárbaros.

Durante siglos los hunos habían vivido en las estepas asiáticas. Los hunos son probablemente los mismos que aparecen en los anales chinos bajo el nombre de yung-nu, y contra los cuales se comenzó a construir en el siglo III a.C. la Gran Muralla de la China. Puesto que la resistencia china era invencible, los hunos comenzaron su expansión hacia el occidente. Además, es posible que ellos mismos hayan sido empujados por los mongoles y por cambios en el clima, que los obligaban a buscar nuevas tierras. En todo caso, a principios de la era cristiana los hunos atravesaron el Ural, penetrando así en Europa, y comenzaron a ejercer presión sobre los pueblos germánicos que vivían en la Europa oriental. Alrededor del año 370, los hunos cayeron sobre los ostrogodos, quienes dominaban la costa norte del Mar Negro, y destruyeron su imperio. Un fuerte contingente ostrogodo, al mando de Atanarico, se dirigió hacia los montes Cárpatos, donde comenzó a presionar a los visigodos (véase el mapa).

El resultado de todo esto fue que una muchedumbre de visigodos, al mando de Fritigernes, se presentó ante las fronteras del Danubio pidiendo instalarse en territorio romano. Tras una serie de negociaciones, los visigodos fueron admitidos en calidad de “federados”. Pero pronto se rebelaron y tomaron las armas contra el Imperio. Fue entonces que tuvo lugar la batalla de Adrianópolis (año 378), a que nos hemos referido en la sección anterior. Allí la caballería goda derrotó a la infantería romana, y durante cuatro años los godos desolaron la comarca, llegando hasta las murallas mismas de Constantinopla. Por fin, en el 382, el emperador Teodosio logró un tratado de paz con ellos.

Empero la paz no duró largo tiempo. Roma no estaba dispuesta a compartir sus riquezas con los godos, ni tampoco a defenderlas. Por tanto, en el 395 los godos se paseaban de nuevo por Grecia, saqueando los campos y las pequeñas poblaciones, y obligando a los habitantes de la región a refugiarse en las ciudades amuralladas, donde el pánico y el hambre abundaban. Luego siguieron su marcha por toda la costa este del mar Adriático, penetraron en Italia, y en el 410 tomaron y saquearon la ciudad de Roma. Alarico, el jefe que había guiado a su pueblo en estas últimas campañas, murió el mismo año. Pero ya los visigodos habían mostrado su poderío. Continuaron hacia el sur de Italia, pensando atravesar el Mediterráneo y establecerse en Africa. Pero una tormenta se lo impidió, y decidieron entonces marchar hacia el norte, donde se establecieron por algún tiempo en el sur de lo que hoy es Francia. Fue allí que se entrevistaron con ellos los emisarios del emperador Honorio, que venían a solicitar sus servicios para luchar contra los bárbaros que se habían establecido en España.

A fines del año 406 y principios del 407, se habían desplomado las fronteras del Rin. Una muchedumbre de pueblos germanos penetró entonces en el Imperio, y desoló los campos de lo que hoy es Francia. De allí, los suevos y los vándalos pasaron a España, donde parecían haberse establecido definitivamente. Fue contra estos pueblos que el emperador Honorio solicitó los servicios de los visigodos, a la sazón bajo el mando de Ataúlfo, cuñado del difunto Alarico.

Ataúlfo y los suyos marcharon a España y, aunque el jefe godo murió en Barcelona en el 415, la conquista de la Península continuó. Pronto los suevos quedaron arrinconados en el noroeste de la península, mientras que los vándalos que no fueron exterminados se vieron obligados a partir hacia las Islas Baleares (año 426) o hacia el norte de Africa (año 429). Los visigodos quedaron entonces como dueños de toda España (excepto los territorios suevos) y buena parte de las Galias.

Pero la política de Honorio no había dado buenos resultados, pues ahora los vándalos invadían el norte de Africa. Como hemos visto en la sección anterior, se encontraban frente a las murallas de Hipona cuando murió San Agustín en el 430. Nueve años más tarde tomaron la ciudad de Cartago, y desde allí dirigieron ataques contra las islas del Mediterráneo (Sicilia, Cerdeña y Córcega). Por fin, en junio del 455, tomaron y saquearon la ciudad de Roma, tomando por excusa el asesinato del emperador Valentiniano III, cuya viuda e hijas decían defender.

En el entretanto, la Galia (aproximadamente el territorio de la actual Francia y Suiza) sufrió las consecuencias de ser uno de los principales caminos por los cuales los bárbaros se adentraban en el Imperio. La ola de vándalos, suevos y alanos que cruzó el Rin a partir del 406 desoló la región antes de continuar su marcha hacia España. Tras ellos, particularmente en el sur y el oeste de la Galia, vinieron los visigodos. En el 451, las hordas de Atila sembraron el terror, y muchos esperaban su retorno cuando Atila murió en el 453 y el imperio de los hunos se deshizo. En el sudeste de la Galia los borgoñones habían recibido tierras como “federados” del Imperio. Pero a partir del 456 se salieron de sus territorios y comenzaron a hacerles la guerra a sus vecinos y a conquistar sus tierras y sus ciudades. Mientras tanto, en el norte de la Galia, los francos, que también habían sido “federados” del Imperio, se extendían hacia el oeste, hasta las fronteras de los territorios visigodos.

En vista de todos estos desastres, las tropas romanas sencillamente abandonaron la Gran Bretaña, dejando la isla a merced de los anglos y sajones, que pronto la invadieron.

Por último, los ostrogodos, que se habían recuperado de su gran derrota a manos de los hunos, se posesionaron de Italia y de toda la región al norte de esta península.

En resumen, a fines del siglo V la porción occidental del Imperio Romano había quedado dividida entre una serie de reinos bárbaros. De éstos los más importantes eran el de los vándalos en el norte de Africa, el de los visigodos en España, los siete reinos de los anglos y los sajones en la Gran Bretaña, el de los francos en la Galia, y el de los ostrogodos en Italia. Cada uno de ellos recibirá especial atención en una sección aparte del presente capítulo. Pero antes de pasar a tales secciones hay dos aclaraciones que son de gran importancia para el curso futuro de la historia de la iglesia.

Los reinos germánicos

La primera de estas aclaraciones es que los diversos jefes o reyes bárbaros no se consideraban a sí mismos independientes del Imperio Romano. Muchos de ellos habían cruzado las fronteras con permiso del Imperio, para establecerse como “federados”. Otros, aunque al principio invasores, habían terminado poniendo sus armas al servicio del Imperio frente a algún otro pueblo bárbaro. A la postre, todos continuaban declarándose súbditos del Imperio Romano. Su propósito no había sido destruir la civilización romana, sino participar de sus beneficios. Por tanto, aun cuando muchas veces sus campañas y sus políticas destruyeron mucho de esa civilización, a la larga casi todos los pueblos establecidos en el viejo Imperio terminaron por romanizarse. Esto puede verse hasta el día de hoy en los idiomas que se hablan en España, Portugal, Francia e Italia, cuyas raíces se encuentran mucho más en la lengua latina que en las de los bárbaros. La segunda aclaración es que muchos de estos invasores eran cristianos. En el siglo IV, cuando los visigodos se encontraban al norte del Danubio, había habido entre ellos misioneros provenientes de la porción oriental del Imperio Romano. El más famoso de ellos, de quien sólo conocemos el nombre godo de Ulfilas, había diseñado un modo de escribir la lengua gótica, y había traducido las Escrituras a ella. Además, en tiempos del emperador Constancio había habido en Constantinopla un fuerte contingente de soldados godos al servicio del Imperio. Muchos de estos soldados se hicieron cristianos, y después regresaron a su pueblo con su fe. Puesto que todos estos contactos tuvieron lugar en época del apogeo del arrianismo en el Oriente, los visigodos se convirtieron a esa forma de la fe cristiana. A través de ellos, también los ostrogodos, los vándalos y otros pueblos bárbaros se hicieron cristianos arrianos. La falta de documentos nos impide conocer los detalles de esta rápida y enorme expansión del cristianismo allende las fronteras del Imperio. Si los conociéramos, probablemente serían una de las más interesantes páginas en la historia de la iglesia. En todo caso, el hecho es que muchos de los bárbaros que en el siglo V se establecieron en Africa, España e Italia eran arrianos. Esto tuvo serias consecuencias, pues hasta entonces la cuestión del arrianismo nunca había sido debatida en la porción occidental del Imperio como lo había sido en la oriental. Por tanto, buena parte de la historia de la iglesia durante los siglos V y VI consistirá en el conflicto entre el arrianismo y la fe católica. (El modo en que aquí utilizamos el término “fe católica” no se refiere al catolicismo romano actual, sino sencillamente a la fe de quienes aceptaban la doctrina trinitaria que había sido promulgada en los concilios de Nicea y Constantinopla. En este sentido, tanto los protestantes como los católicos del siglo XX sostienen la “fe católica” frente al arrianismo). Lo que estaba en juego era, primero, si los arrianos obligarían a los católicos a convertirse, o viceversa; y, segundo, si los bárbaros que todavía eran paganos se harían católicos o arrianos. Pasemos entonces a narrar el curso de los acontecimientos en los principales reinos bárbaros.

El reino vándalo de Africa

Uno de los reinos de más breve duración fue el que establecieron los vándalos al norte de Africa. Y sin embargo, su corta existencia fue de gran importancia para la historia de la iglesia. Al mando de Genserico, los vándalos tomaron la ciudad de Cartago en el 439, e hicieron de ella la capital de su reino.

Pronto éste se extendió a toda la mitad occidental de la costa norte de Africa. Desde allí emprendieron una serie de incursiones que pronto los hicieron árbitros de la navegación en el Mediterráneo oriental. Así se hicieron dueños de Cerdeña, Córcega y, por algún tiempo, Sicilia. Por fin, en el 455 tomaron y saquearon la ciudad de Roma. Y en ese caso el estropicio fue aún mayor que cuando Alarico y los godos tomaron la ciudad.

Genserico era arriano convencido, y por tanto trató de forzar a sus súbditos a aceptar la fe arriana. Puesto que en los territorios que había conquistado había muchos creyentes católicos (así como donatistas, según hemos narrado en la sección anterior), pronto se desató la persecución. Todas las iglesias fueron confiscadas y entregadas a los arrianos, al tiempo que se expulsaba del país a los obispos católicos.

A la muerte de Genserico, en el 477, le sucedió Unerico, quien al principio fue más comedido en su política religiosa. Pero Genserico había establecido toda una jerarquía arriana, bajo la dirección de un patriarca de Cartago, y cuando hubo un conflicto entre dicho patriarca y el obispo católico de la ciudad la persecución se desató con más fuerza que antes. Unerico les prohibió a sus súbditos vándalos hacerse católicos o asistir al culto católico. Poco después prohibió enteramente el culto católico, y expulsó a los obispos y a buena parte del clero de esa persuasión. Muchos fueron torturados, y a algunos se les cortó la lengua. Fue por razón de esta persecución que el término “vandalismo” adquirió el sentido que hoy tiene.

Unerico murió en el 484, y entonces amainó la persecución. La política del rey Trasamundo fue dejar que el catolicismo muriera por sí sólo, sin perseguirlo abiertamente. Con ese propósito continuó la prohibición de que los vándalos se hicieran  católicos nicenos, y promovió debates entre los católicos y los arrianos. En tales debates el obispo Fulgencio de Ruspe salió a relucir como uno de los grandes defensores de la ortodoxia.

Por fin, bajo el gobierno de Ilderico, se les dio más libertad a los católicos. Fulgencio de Ruspe se puso a la cabeza de un movimiento renovador, y junto al obispo Bonifacio de Cartago convocó a un sínodo que se reunió en el 525.

Pero el reino de los vándalos estaba destinado a desaparecer pronto. La porción oriental del Imperio Romano, con su capital en Constantinopla, estaba gozando de un nuevo despertar bajo el reinado de Justiniano. Uno de los sueños de Justiniano era restaurar la perdida unidad del Imperio, y por ello tan pronto como los vándalos le dieron ocasión para ello envió a su general Belisario al mando de una flota que se apoderó de Cartago en el 533, y pronto destruyó el reino vándalo. A partir de entonces el arrianismo fue desapareciendo del norte de Africa.

Todo esto, sin embargo, tuvo funestas consecuencias para la iglesia en la región. Ya hemos señalado en la sección anterior que la iglesia en el norte de Africa se hallaba dividida a causa del cisma donatista. Ese cisma persistía aún. A ello vino a sumarse ahora medio siglo de gobierno arriano, y una nueva conquista por parte de tropas que en fin de cuentas eran casi tan extranjeras como los vándalos mismos. El resultado de todo esto fue que la región quedó tan dividida, y el cristianismo en ella tan debilitado, que la conquista árabe siglo y medio después fue relativamente fácil, y después de esa conquista la fe cristiana desapareció.

El reino visigodo de España

En sus primeros tiempos, el reino visigodo se extendía a buena parte de lo que hoy es Francia, y su capital estuvo en ciudades francesas tales como Tolosa y Burdeos. Pero a principios del siglo VI el reino de los francos, bajo la dirección de Clodoveo, comenzó a ensancharse hacia el occidente a expensas de los visigodos. En el 507, en la batalla de Vouillé, Clodoveo los derrotó y dio muerte a su rey Alarico II. A partir de entonces, el reino de los visigodos se fue replegando cada vez más, hasta que llegó a ser un reino casi puramente español.

Por otra parte, no toda España estaba en manos de los visigodos, pues los suevos conservaban aún su independencia en la esquina noroeste de la Península. Al establecerse allí, los suevos eran paganos. Pero pronto se hizo sentir la presencia de los antiguos habitantes de la región, que eran católicos, así como de los vecinos visigodos, que eran arrianos. Por tanto, algunos suevos se hicieron católicos, y otros se hicieron arrianos. La conversión definitiva del reino al catolicismo tuvo lugar alrededor del año 550, cuando el rey arriano Cararico le pidió a San Martín de Tours (cuya vida hemos narrado en la sección anterior, y cuya memoria era muy venerada en la región) que sanase a su hijo enfermo. Cuando su hijo se curó, Cararico se hizo católico, como lo había sido Martín de Tours. Entonces tomó por consejero en asuntos religiosos al abad de un monasterio cercano, Martín, a quien hizo arzobispo de Braga. Puesto que esa ciudad era la capital del reino, Martín de Braga quedó al frente de toda la iglesia en el país, y se dedicó a persuadir a todos de la verdad de la doctrina trinitaria. A su muerte, en el año 580, el arrianismo casi había desaparecido. Mientras tanto, el reino de los visigodos se había establecido firmemente en el resto de la Península Ibérica, expulsando a los vándalos y sometiendo a los alanos (otro pueblo bárbaro que había llegado poco antes). Bajo el gobierno de Leovigildo, la capital se estableció definitivamente en Toledo, que hasta entonces había sido una ciudad de importancia secundaria. Fue también Leovigildo quien conquistó el reino de los suevos, unos cinco años después de la muerte de Martín de Braga. Puesto que Leovigildo era arriano, esto introdujo de nuevo el arrianismo en los antiguos territorios de los suevos.

Empero no le quedaba mucho tiempo de vida al arrianismo en España. Al igual que en el norte de Africa y en otras regiones del Imperio, la vieja población católica no estaba dispuesta a hacerse arriana, al tiempo que los bárbaros conquistadores tendían cada vez más a adaptarse a las costumbres y las creencias de los conquistados. Luego, el reino estaba maduro para su conversión al catolicismo cuando una serie de circunstancias políticas llevaron a esa conversión. El hijo de Leovigildo, Hermenegildo, se había casado con una princesa franca de fe católica. Pero la madre de Leovigildo, Goswinta, quien era arriana fanática, temía que su nieto se dejara llevar por la fe de su esposa, y la hizo secuestrar. En respuesta a ello, Hermenegildo huyó de la corte y se retiró a Sevilla, donde el obispo Leandro lo convirtió a la fe católica. El resultado fue que cuando Hermenegildo tomó las armas contra su padre, su campaña fue una cruzada en pro de la doctrina trinitaria frente al arrianismo. La campaña de Hermenegildo no tuvo buen éxito, pues fue derrotado y muerto por las tropas leales al rey. Pero a la muerte de Leovigildo su hijo Recaredo, hermano de Hermenegildo, siguió la política religiosa de su difunto hermano y se hizo católico. En una gran asamblea que tuvo lugar en Toledo en el año 589, Recaredo declaró su fe católica en presencia de Leandro de Sevilla, e invitó a los obispos presentes a aceptar la misma fe. Al parecer, los obispos no pusieron mayores reparos, y pronto la mayoría de los clérigos del reino era ortodoxa.

Políticamente, la monarquía visigoda siempre fue en extremo inestable. El fratricidio era cosa relativamente común, pues, aunque la monarquía era electiva, de hecho casi siempre fue hereditaria, y esto parece haber incitado las ambiciones políticas de quienes querían posesionarse de las coronas de sus hermanos antes de que su descendencia directa llegase a la mayoría de edad. De los treinta y cuatro reyes visigodos, sólo quince murieron en el campo de batalla o de muerte natural. Los demás fueron asesinados o derrocados.

Frente a tal inestabilidad política, la iglesia se presentó como un factor de orden y estabilidad, sobre todo después de la conversión del reino al catolicismo, cuando cesaron las constantes contiendas entre católicos y arrianos. Pronto el arzobispo de Toledo llegó a ser el segundo personaje del reino, y los concilios de obispos que se reunían periódicamente en la capital tenían funciones legislativas, no sólo para la iglesia, sino para la totalidad del orden social.

El personaje más distinguido de la iglesia española durante todo este período fue sin lugar a dudas Isidoro de Sevilla, hermano menor de Leandro, a quien este último había educado tras la muerte de sus padres. Isidoro fue un erudito en medio de un mar de ignorancia. Sus conocimientos del latín, el griego y el hebreo le permitieron recopilar buena parte de los conocimientos de la antigüedad, y transmitírselos a las generaciones sucesivas. Esto lo hizo Isidoro en parte mediante la escuela que fundó en Sevilla, pero sobre todo a través de sus obras.Estos escritos no son en modo alguno originales. Isidoro no es un pensador de altos vuelos al estilo de Orígenes o de Agustín. Pero el valor de sus obras está precisamente en el modo en que recopilan los conocimientos que lograron sobrevivir a las invasiones de los bárbaros y al caos que sobrevino. Aunque Isidoro compuso comentarios bíblicos y obras de carácter histórico, su escrito más notable es Etimologías, que consiste en una verdadera enciclopedia del saber de la época. Aunque desde nuestra perspectiva del siglo XX mucho de lo que allí se dice puede parecer ridículo y erróneo, el hecho es que las Etimologías de Isidoro fueron uno de los principales instrumentos con que contó la Edad Media para conocer algo de la ciencia de los antiguos. En ella se incluyen, no sólo asuntos propiamente teológicos, sino también conocimientos y opiniones en los campos de la medicina, la arquitectura, la agricultura, y muchos otros.

Los estudios de Isidoro le dejaron aún tiempo para ocuparse de la vida práctica de la iglesia. A la muerte de su hermano Leandro, lo sucedió como obispo de Sevilla, y como tal tuvo que presidir sobre varios concilios que en gran medida determinaron el curso de la iglesia y hasta del reino visigodo. De estos concilios, probablemente el más importante fue el que se reunió en Toledo en el año 633.

Puesto que ese concilio nos da idea de la gloria y la miseria de la iglesia bajo el régimen visigodo, conviene que nos detengamos a discutir algunas de sus decisiones. En el campo político, la más importante acción del concilio fue apoyar las acciones de Sisenando, quien había usurpado el trono de Svintila. Sisenando se presentó ante el concilio en actitud humilde, postrándose en tierra y pidiendo la bendición de los que estaban allí reunidos. Estos lo recibieron con gran alborozo. Isidoro lo ungió, como antaño Saúl había sido ungido, y el concilio decretó:

Acerca de Svintila, quien renunció al reino y se deshizo de las señales del poder por temor a sus propios crímenes, decretamos […] que ni él ni su esposa ni sus hijos sean jamás admitidos a la comunión […] ni los elevemos de nuevo a los puestos que perdieron por su maldad. […] Además se les desposeerá de todo lo que han robado de los pobres.

En el campo propiamente teológico, el concilio afirmó una vez más la doctrina trinitaria, frente a los arrianos, y decretó que el bautismo debía hacerse mediante una sola inmersión, pues la triple inmersión podía dar a entender que la Trinidad estaba dividida y que por tanto los arrianos tenían razón.

Además, el concilio legisló cuidadosamente acerca de la vida moral de los obispos y demás clérigos, y en particular acerca de sus matrimonios, que sólo deben tener lugar después de consultar con el obispo. Pero los castigos que señala para los clérigos que se unan ilegítimamente a mujeres son a todas luces injustos, pues mientras se ordena que la mujer sea “separada y vendida por el obispo”, se dice sencillamente que el clérigo “hará penitencia por algún tiempo”.

Sin embargo, en su legislación acerca de los judíos, el concilio (presidido por el hombre más ilustrado de su época) nos da muestras más claras de la barbarie que reinaba. Aunque el concilio declara que no se ha de obligar a los judíos a convertirse, decreta además que los judíos que fueron convertidos a la fuerza en tiempos del “religiosísimo príncipe Sisebuto” no tendrán libertad de volver a su antigua fe, pues tal cosa sería blasfemia contra el nombre del Señor. Para evitar que los judíos conversos regresen a su vieja fe, se les prohíbe todo trato con los no conversos (aun cuando éstos sean sus parientes más cercanos). Si algún converso resulta conservar todavía algunas de sus antiguas prácticas o creencias (particularmente “las abominables circuncisiones”), sus hijos le serán arrebatados, “para que sus padres no los contaminen”. Y si algún judío no converso está casado con mujer cristiana, se le hará saber que tiene que escoger entre hacerse cristiano y separarse de su mujer. Tras la separación, los hijos irán con la madre. Pero si el caso es inverso, y la madre es judía, los hijos irán con el padre cristiano.

Isidoro de Sevilla murió en el año 636, tres años después del concilio cuyos principales decretos hemos resumido. Tras su muerte, no hubo otro personaje de igual estatura en toda la iglesia visigoda. Pero si la iglesia carecía de dirigentes notables, el estado estaba en peores circunstancias. El rey Sisenando murió también en el 636, y siguió la interminable lista de usurpaciones y crímenes políticos.

Chindasvinto, por ejemplo, se afianzó en el trono, y aseguró la sucesión de su hijo Recesvinto, al matar a setecientos hombres cuyas mujeres e hijos repartió entre sus allegados. A la muerte de Recesvinto, los nobles eligieron a Wamba, quien tuvo que luchar contra rebeliones en diversas partes y a la postre fue destronado. Esta larga historia de traiciones, conspiraciones y crímenes continuó hasta el año 711, cuando ocupaba el trono el rey Rodrigo, y las huestes musulmanas pusieron fin al reino visigodo. Empero la narración de tales acontecimientos pertenece a otro capítulo de esta Tercera Sección. Baste señalar aquí que en medio de todas estas idas y venidas políticas fue la iglesia, mucho más que el régimen político, la que le dio cierta medida de estabilidad a la vida.

El reino franco en la Galia

Durante la mayor parte del siglo V, los borgoñones compartieron con los francos el dominio de la Galia. Mientras los francos eran paganos, los borgoñones eran arrianos. Pero sus reyes no persiguieron a los habitantes católicos del país, como lo habían hecho los vándalos en el norte de Africa. Al contrario, estos reyes hicieron todo lo posible por establecer buenas relaciones con el pueblo conquistado, en su mayoría católico. Gondebaldo, por ejemplo, contó entre sus más cercanos consejeros al obispo católico Avito de Viena (la misma ciudad cuyos mártires ocuparon nuestra atención en la Sección Primera de esta historia). Aunque el propio Gondebaldo no se hizo católico, su hijo Segismundo sí dio ese paso, y por tanto a partir del año 516 sus territorios estuvieron unidos bajo una sola fe. Cuando los borgoñones fueron conquistados por los francos en el 534, conservaron su fe católica.

Por su parte, los francos, que a la larga se posesionarían de toda la Galia y le darían el nombre de “Francia”, eran paganos.

Cuando por primera vez penetraron en los territorios del Imperio, estaban mucho menos organizados que los visigodos o los borgoñones. Además, sus contactos con la civilización romana habían sido más escasos. Lejos de estar unidos bajo un solo jefe, estaban divididos en diversas ramas y tribus, cada una con su propio jefe. Pero poco después de su asentamiento en el norte de la Galia comenzaron a unirse bajo la dirección inteligente y poderosa de Meroveo, su hijo Childerico y su nieto Clodoveo. En el año 486, este último comenzó una serie de maniobras políticas y de conquistas que pronto lo hicieron dueño del norte de la Galia.

Clodoveo y sus francos habían tenido amplias oportunidades de conocer la fe cristiana, pues todavía habitaban en la Galia los descendientes de los pueblos romanizados que habían sido conquistados por los francos. Puesto que parte del propósito de los francos era llegar a ser partícipes de la civilización romana, estos antiguos habitantes de la región eran respetados y escuchados por sus conquistadores. Además, Clodoveo se había casado con la princesa borgoñona Clotilde, que era cristiana.

Fue en medio de la campaña contra los alemanes, uno de los grupos que le disputaban el dominio de la Galia, que Clodoveo se convirtió. Se cuenta que le prometió a Jesucristo, el Dios de Clotilde, que si le daba la victoria se convertiría. Tras una ardua batalla, los alemanes fueron derrotados, y Clodoveo recibió el bautismo el día de Navidad del año 496, junto a varios de sus nobles, de manos del obispo católico Remigio de Reims. Este acontecimiento fue de gran importancia, pues a raíz de él el pueblo franco se hizo católico, y a la postre daría origen al gran imperio de Carlomagno.

Tras la muerte de Clodoveo, los francos continuaron aumentando su poderío. En el año 534 se anexaron el reino borgoñón, y dos años después tomaron algunas de las provincias que habían pertenecido a los ostrogodos. Además se extendieron hacia el este, allende el Rin, a territorios que hoy forman parte de Alemania, y que nunca habían sido conquistados por el Imperio Romano.

A pesar de todo esto, sin embargo, los francos no lograban constituirse en una gran potencia, pues tenían la costumbre de dividir sus reinos entre sus hijos. Así, por ejemplo, a la muerte de Clodoveo sus territorios fueron divididos entre sus cuatro hijos, y la conquista de los borgoñones fue posible sólo porque tres de ellos se unieron en un propósito común. Además, muchos de los descendientes de Clodoveo se mostraron incapaces de gobernar, y a la postre hubo quienes lo hicieron en su nombre.

El antiguo reino de Clodoveo estaba dividido en varias porciones cuando, en el siglo VII, comenzó el ascenso de la familia de los carolingios, que reciben ese nombre porque varios de ellos se llamaban Carlos, que en latín es Carolus. El primero de los carolingios fue Pipino el Viejo, quien poseía enormes extensiones de tierra y utilizaba sus ingresos para sus propósitos políticos. Su nieto, Pipino de Heristal, ocupó el cargo de “mayordomo de palacio” de uno de los reinos francos. Desde esta posición, Pipino era de hecho el rey. Pero no trató de deponer a quien reinaba de nombre, sino que continuó manteniendo la ficción de que quienes gobernaban eran los descendientes de Clodoveo. Mediante una política hábil y varias campañas militares, Pipino de Heristal logró reunir bajo su poder todos los territorios de los francos, aunque sin darles una unidad visible. Su nieto Carlos Martel (es decir, “el martillo”) aumentó el prestigio de la familia al derrotar a los musulmanes en la batalla de Tours (también llamada de Poitiers) en el año 732. A su muerte, era quien de hecho gobernaba todos los territorios francos, aunque siempre supuestamente en nombre de los descendientes de Clodoveo. Por fin, el hijo de Carlos Martel, Pipino el Breve, decidió deshacerse de un rey inútil, Childerico III, “el estúpido”. Con la anuencia del papa Zacarías, obligó a Childerico a renunciar al trono y a tomar la tonsura y el hábito de la vida monástica. Entonces Pipino tomó para sí el título de rey, aunque no lo tomó por cuenta propia, ni por elección de los nobles, como se había hecho anteriormente entre los pueblos bárbaros, sino que fue ungido por el obispo Bonifacio, bajo órdenes del papa Zacarías.

La unción de Pipino por Bonifacio es de importancia, pues tenemos aquí la transición de la vieja monarquía electiva o hereditaria a la monarquía por derecho divino, pero sobre todo porque el hijo de Pipino, a quien la posteridad conoce como Carlomagno, llevó el reino franco a la cumbre de su poder.

En medio de todo este proceso, la iglesia jugó un papel doble. A veces, cuando había reyes poderosos como Clodoveo, pareció sencillamente prestarle su apoyo al poder real. Pronto se estableció la costumbre de que los obispos fueran nombrados, o bien por el rey, o al menos con su consentimiento. La consecuencia de esto fue que muchos obispos eran funcionarios reales más que pastores, y que muchos nombramientos se hicieron por razones políticas. Aunque buena parte de las tierras pertenecía a los obispados (y a veces precisamente por eso), los obispos no eran verdaderos pastores, sino más bien señores feudales que debían su posición a la protección de algún rey u otro señor poderoso. En tal situación, el servicio a los pobres se descuidaba, y se hacía poco por regular la vida eclesiástica. En el año 742 Bonifacio (el mismo que poco después consagraría a Pipino como rey) le escribía al papa Zacarías diciéndole que el gobierno de la iglesia estaba prácticamente en manos de señores laicos, y que un concilio de obispos para regular y renovar la vida de la iglesia era cosa desconocida en el reino franco.

Las Islas Británicas

Aun en los tiempos de mayor gloria del Imperio Romano, éste no había conquistado todas las Islas Británicas, sino que se había limitado a la porción sur de la Gran Bretaña (lo que hoy es Inglaterra). Al norte, quedaban los territorios de los pictos y escotos (en lo que hoy es Escocia), separados del mundo romano por una muralla que el emperador Adriano había hecho construir. Además, Irlanda no había sido invadida por los romanos. Luego, cuando las legiones romanas, en medio del desastre de las invasiones de los bárbaros, se retiraron de la Gran Bretaña, lo que de hecho abandonaron fue la porción sur de la isla.

En esa zona, sin embargo, había una numerosa población de gentes cristianas y romanizadas. Algunas de estas personas se replegaron a zonas más fácilmente defendibles, mientras que otras permanecieron en sus antiguas tierras, donde quedaron bajo el régimen de los bárbaros que pronto invadieron la región.

Estos bárbaros procedían del continente, y eran en su mayoría anglos y sajones. A la postre, quedaron organizados en siete reinos principales (aunque hubo otros más efímeros y de menor importancia): Kent, Essex, Sussex, Anglia Oriental, Wessex, Northumbria y Mercia. Los gobernantes de todos estos reinos eran paganos, aunque había entre sus súbditos un buen número de cristianos cuyos antepasados habían vivido en esas tierras desde antes de las invasiones.

También antes de las invasiones había ocurrido otra cosa de gran importancia para la historia del cristianismo en las Islas Británicas. Se trata de la misión de Patricio a Irlanda. Patricio era un joven cristiano que vivía en la Gran Bretaña, donde su padre era oficial del ejército romano. Cuando todavía era muy joven, una banda de irlandeses que asaltó la zona en que él vivía lo apresó y lo llevó prisionero a Irlanda. Allí vivió por varios años como esclavo, pastoreando ganado, añorando su hogar, y profundizando su fe. Por fin, mediante arreglos con el capitán de un barco, logró escapar, pero antes de poder regresar a su hogar fue llevado al continente, donde pasó muchas dificultades antes de regresar a la Gran Bretaña.

De vuelta a su hogar, Patricio gozaba de lo que parecía ser un merecido reposo cuando recibió en sueños un llamamiento de ir como misionero a Irlanda, el mismo lugar donde hasta poco tiempo antes había sido esclavo. Así lo hizo, y con grave peligro de su vida comenzó a predicar en Irlanda. Tras una nueva serie de dificultades, comenzó a ver los resultados de su obra, y se cuenta que su éxito fue tal que en ocasiones bautizó a multitudes de irlandeses, sencillamente mandándoles a todos que se introdujeran en las aguas de un río, y entonces él pronunciaba la fórmula bautismal sobre la muchedumbre. Pronto comenzó a ordenar e instruir sacerdotes irlandeses para que sirvieran de pastores a los recién convertidos.

La iglesia que Patricio fundó en Irlanda tenía varias características que la distinguían del cristianismo en el resto de Europa. De ellas la más notable era que, en vez de ser gobernada por obispos, quienes tenían autoridad eran los abades de los conventos. Además, el Domingo de Resurrección se celebraba en una fecha distinta, las tonsuras de los clérigos eran diferentes, etc.

Poco después de la obra de Patricio, Irlanda se había vuelto un centro misionero. Puesto que ya entonces los bárbaros habían invadido la Gran Bretaña, y puesto que en todo caso los pictos y escotos del norte de esa isla nunca habían sido cristianos, buena parte de la labor misionera de los irlandeses iba dirigida hacia la Gran Bretaña.

El más famoso e importante de estos primeros misioneros irlandeses fue Columba, quien se había educado en Irlanda en un monasterio que conservaba mucha de la sabiduría de la antigüedad. Alrededor del año 563, Columba y doce compañeros se establecieron en la pequeña isla de Iona, frente a las costas de Escocia. Allí fundaron un monasterio con el propósito de que fuese un centro misionero para la conversión de los pictos. A partir de allí, Columba y sus compañeros hicieron varias visitas a los territorios de los pictos, hasta que lograron la conversión del rey Bridio y de la mayoría de sus súbditos.

A partir de Iona, el cristianismo se extendió también hacia los reinos de los anglos y los sajones. Casi cuarenta años después de la muerte de Columba, el rey de Northumbria, Osvaldo, se vio obligado por circunstancias políticas a refugiarse en Iona. Cuando en el año 635 llegó el momento de la batalla decisiva en la defensa de su reino frente a los bretones, se cuenta que vio en sueños a Columba, quien le daba valor. A la mañana siguiente, antes que el enemigo se preparase para la batalla, Osvaldo levantó una ruda cruz, y le pidió la victoria al Dios de Columba. Entonces él y los suyos se lanzaron sobre los bretones, que huyeron despavoridos. El resultado fue que todo el reino de Northumbria se hizo cristiano. A petición de Osvaldo, los monjes de Iona enviaron misioneros a su reino. Uno de ellos, Aidán, fundó en la isla de Lindisfarne un monasterio semejante al que Columba había fundado en Iona. A partir de allí, la fe cristiana se expandió a varios otros reinos de la Gran Bretaña.

Los monjes misioneros provenientes de Irlanda eran a la vez personas devotas y estudiosas. Los monasterios irlandeses fueron uno de los pocos centros donde se preservó el conocimiento de la antigüedad durante el período caótico que siguió a las invasiones de los bárbaros.

Empero no sólo de Irlanda llegaron misioneros a la Gran Bretaña. Cuenta la leyenda que Gregorio el Grande, uno de los más notables papas, cuya vida y obra discutiremos más adelante, se paseaba por el mercado en la ciudad de Roma cuando le llamaron la atención unos jóvenes rubios que estaban a la venta como esclavos.

—¿De qué país son esos jóvenes?— preguntó Gregorio.

—Son anglos— le contestaron.

—Anglos han de ser en verdad, pues tienen rostros de ángeles.

¿Dónde está el país de los anglos? —En Deiri.

—De ira son en verdad, pues han sido llamados de la ira a la misericordia de Dios. ¿Cómo se llama su rey?

—Aella.

—¡Aleluya! Hay que hacer que en ese país se alabe el nombre de Dios.

Es posible que este diálogo, que nos cuentan cronistas antiguos, nunca haya tenido lugar. Pero en todo caso no cabe duda de que Gregorio sintió desde joven una atracción por el país de los anglos. En cierta ocasión trató de ir como misionero a esos territorios. Pero era demasiado popular en Roma. El pueblo se amotinó y no lo dejó partir. En el año 590, según veremos más adelante, llegó a ser papa.

Nueve años más tarde dio muestras de su antiguo interés por el país de los anglos enviándoles una misión de varios monjes encabezada por Agustín, procedente del mismo monasterio a que había pertenecido Gregorio antes de ser papa.

Tras algunas vacilaciones, Agustín y los suyos llegaron al reino de Kent, en la Gran Bretaña. El rey de ese país era Etelberto, quien se había casado con una princesa cristiana y había dado muestras de favorecer la predicación del cristianismo en sus territorios. Al principio los misioneros no lograron muchos conversos. Pero cuando por fin el propio Etelberto se convirtió siguió una conversión en masa. En Canterbury, la capital de Kent, se fundó un arzobispado, y Agustín fue el primero en ocuparlo. A su muerte, menos de diez años después de su llegada a la Gran Bretaña, todo el reino de Kent era cristiano, y había conversos en todas las regiones vecinas.

El proceso de conversión de los siete reinos, sin embargo, no tuvo lugar sin dificultades y oposición. En el propio caso de Kent, tras la muerte de Etelberto se siguió una breve reacción pagana, aunque el nuevo rey se convirtió poco tiempo después. Uno de los episodios más curiosos en toda esta historia tuvo lugar en el pequeño reino de Anglia Oriental. Alrededor del año 630 reinaba allí Sigeberto, quien durante un período de exilio en Francia se había convertido y hecho bautizar. Sigeberto hizo venir de Kent al obispo Félix, quien llegó con un contingente de misioneros y maestros. Pronto el reino se hizo cristiano, y el propio rey decidió dedicarse a la vida monástica. Tras abdicar en favor de un pariente, se retiró a un monasterio, donde recibió la tonsura y se dedicó a la vida contemplativa.

Pero algún tiempo después el rey pagano de Mercia, Penda, atacó a Anglia Oriental. Carentes de dirección militar, los habitantes del país acudieron a su antiguo rey, suplicándole que marchara con ellos al campo de batalla. Sigeberto les recordó que sus votos monásticos le prohibían tomar la espada. Por fin, el rey monje se dejó persuadir, y salió a la batalla al frente de sus tropas.

¡Pero armado de un garrote! Los cristianos fueron derrotados por las tropas de Penda, y Sigeberto murió en la batalla. Pero su memoria fue venerada por largos años, y finalmente no sólo Anglia Oriental, sino también Mercia, se hicieron cristianas.

Todo lo que antecede ha de servirnos para colocar la obra de Agustín de Canterbury en su justa perspectiva. A menudo se ha dicho que fueron Agustín y sus sucesores quienes lograron la conversión de la Gran Bretaña. Esto no es toda la verdad, pues según hemos visto Columba y sus sucesores lograron al menos tantos conversos como Agustín y los suyos. Pero esto no ha de restarle importancia a la misión de Agustín. Esa misión es importante por dos razones. En primer lugar, se trata de la primera ocasión en toda la historia de la iglesia en la que tenemos datos fidedignos donde se nos presenta un papa u obispo de Roma que envía misioneros a tierras lejanas. En segundo lugar, la misión de Agustín es importante porque a través de ella el cristianismo en las Islas Británicas estableció relaciones estrechas con el del resto de la Europa occidental.

Según hemos dicho anteriormente, el cristianismo irlandés que Columba y los suyos llevaron a la Gran Bretaña difería en algunos detalles del que se practicaba en el resto de Europa occidental. Aunque estos detalles podrían parecer insignificantes, el hecho es que impedían el contacto directo e ininterrumpido entre las iglesias de las islas y las del continente. A partir de Kent y los demás reinos del sur avanzaba el cristianismo procedente de Roma. A partir de Irlanda, Escocia y los reinos del norte avanzaba el que venía de Irlanda e Iona. El conflicto era inevitable cuando ambas formas se encontraran.

En el reino de Northumbria el contraste entre estas dos formas de práctica cristiana se hizo insoportable. El rey seguía el cristianismo de origen irlandés, y la reina seguía el de origen romano. Puesto que las fechas en que se celebraba la Resurrección eran distintas, el rey estaba celebrando el Domingo de Resurrección con fiestas y gran regocijo mientras la reina se retiraba para celebrar el Domingo de Ramos con ayuno y penitencia.

Para resolver estas dificultades, se reunió un sínodo en Whitby en el ano 663. Los misioneros irlandeses y sus seguidores defendieron su posición ante el sínodo diciendo que su tradición era la que habían recibido de Columba. Pero los misioneros romanos contestaban que la autoridad de San Pedro era superior a la de Columba, puesto que al apóstol le habían sido dadas las llaves del Reino. Al oír esto, se cuenta que el rey les preguntó a los que defendían la tradición irlandesa: —¿Estáis de acuerdo en lo que dicen vuestros contrincantes, que San Pedro tiene las llaves del Reino?

—Sin lugar a dudas— le respondieron.

—Entonces no hay por qué discutir más. Yo he de obedecer a San Pedro, no sea que al llegar al cielo me cierre las puertas y no me deje entrar.

En consecuencia, el sínodo de Whitby optó por las tradiciones del continente europeo, y rechazó las de los irlandeses. Aunque la historia que acabamos de narrar puede dar la impresión de que todo se debió a la ingenuidad de un rey, el hecho es que había fuertes razones por las que a la larga el cristianismo de las Islas Británicas tendría que seguir las costumbres del resto del cristianismo occidental. De otro modo, habría quedado aislado del resto de Europa. Y, gracias a la decisión de Whitby y de otros concilios semejantes, la iglesia en las Islas Británicas pudo ser uno de los más fuertes medios de contacto entre esas islas y el continente.

Los reinos bárbaros de Italia

En nuestra rápida ojeada a los diversos reinos que los bárbaros fundaron en la Europa occidental, nos falta dirigir la mirada hacia la península italiana. Allí el Imperio continuó existiendo por algún tiempo, aunque era más fantasma que realidad. Diversos generales bárbaros se adueñaron del poder, uno tras otro, y pretendieron gobernar en nombre de los emperadores. Estos últimos eran poco más que simples figuras decorativas que residían en Roma, lejos de las campañas militares, mientras los generales que de veras gobernaban vivían en Milán, mucho más cerca de las fronteras.

Por fin, en el año 476, el general Odoacro, al mando de las tropas hérulas, depuso al último de los emperadores de Occidente, el débil Rómulo Augústulo. Pero aún entonces no se deshizo Odoacro del fantasma imperial. En lugar de pretender gobernar por cuenta propia, le escribió al emperador Zenón, quien gobernaba en Constantinopla, diciéndole que ahora que no había emperador en Occidente el Imperio había quedado unido de nuevo, y poniéndose bajo sus órdenes. A cambio, Zenón le dio a Odoacro el titulo de “patricio” y lo nombró para que en su nombre gobernara sobre Italia.

Empero las relaciones entre Zenón y Odoacro fueron deteriorándose, y a la postre el emperador de Constantinopla decidió acudir a los ostrogodos para deshacerse de los hérulos. Bajo el mando de Teodorico, los ostrogodos invadieron Italia, y en el 493 el reino de los hérulos había desaparecido.

Teodorico trató de ser un buen gobernante, y al principio de su reinado se rodeó de consejeros sabios tomados de entre los habitantes anteriores del país. Empero su régimen tropezaba con una gran dificultad: Teodorico y los ostrogodos eran arrianos (también lo habían sido antes que ellos los hérulos), mientras que los italorromanos que formaban la mayoría de la población eran católicos. El poder militar estaba en manos de los primeros, mientras que la administración civil quedaba necesariamente en manos de los últimos, pues entre los ostrogodos hasta el propio rey era analfabeto. Pronto los italorromanos comenzaron a soñar de una invasión por parte de las fuerzas del Imperio de Oriente, desde Constantinopla. Puesto que el Imperio de Oriente (también llamado Imperio Bizantino) era católico, tal invasión volvería a colocar la fe católica por encima de la arriana. Hasta qué punto tales sueños llegaron a convertirse en conspiración, y cuántos participaban en ella, es algo que no nos es dado saber. Pero en todo caso Teodorico creyó que de hecho había una conspiración, y que algunos de sus consejeros italorromanos estaban involucrados en ella. Boecio, quien dirigía toda la administración civil bajo Teodorico, y quien era sin lugar a dudas uno de los pocos sabios de la época, fue encarcelado y muerto. En la cárcel escribió su famosa obra Sobre la consolación de la filosofía, en la que ésta se le presenta para recordarle que la verdadera felicidad no consiste en el prestigio humano ni en los bienes materiales. Antes había compuesto numerosos comentarios sobre diversas obras de la antigüedad, y fue por tanto a través de él que buena parte de la Edad Media conoció esos escritos. Junto a Boecio murió su suegro Símaco, quien era presidente del senado romano. Y dos años después, en el 526, el papa Juan murió también en las cárceles de Teodorico. A partir de entonces, los italorromanos reconocieron a Boecio, Símaco y Juan como mártires, y su oposición al régimen ostrogodo se recrudeció.

El sucesor de Boecio en el gobierno civil, Casiodoro, trató de mediar entre los arrianos y los católicos, aunque sin comprometer su fe católica. Por fin, convencido quizá de que Teodorico no le permitiría llevar a cabo su programa de gobierno, se retiró a Vivario, donde se dedicó a la vida monástica. Allí compuso numerosas obras, de las cuales la más importante fue Instituciones de las letras divinas y seculares. Esta obra era un resumen de los conocimientos de la antigüedad, y sobre ella se basó buena parte de la educación medieval.

Teodorico murió en el 526, y su nieto y sucesor Atalarico siguió una política más moderada para con los católicos. Pero cuando un nuevo rey, Teodato, volvió a establecer los antiguos rigores contra los italorromanos, la corte de Constantinopla llegó a la conclusión de que era el momento de invadir Italia.

A la sazón reinaba en Constantinopla Justiniano, uno de los más grandes emperadores de la Edad Media, quien tenía el sueño de restaurar el viejo Imperio. Ya hemos visto que su general Belisario puso fin al reino de los vándalos en el Africa. Y ese mismo general emprendió una campaña que, tras veinte años de luchas, puso fin al reino ostrogodo.

Empero el régimen imperial en Italia estaba destinado a durar poco. En el 562 los ostrogodos habían sido definitivamente derrotados, y ya en el 568 un nuevo pueblo invasor se lanzó sobre el país. Se trataba de los lombardos, quienes, al igual que los invasores anteriores, venían huyendo de otros enemigos más temibles, en este caso los ávaros. Los lombardos penetraron en Italia al mando de su rey Alboino, y pronto se posesionaron del norte del país (especialmente de la cuenca del río Po, que hasta el día de hoy se llama “Lombardía”).

Puesto que eran arrianos, sembraron el terror entre los católicos de la región. Afortunadamente para estos últimos, a la muerte de Alboino, los lombardos, en lugar de continuar como un reino unido, se dividieron en treinta y cinco ducados independientes, apenas capaces de retener los territorios que habían conquistado. Cuando, diez años más tarde, comenzaron a sentir la presión de los francos, volvieron a organizarse como monarquía. Pero su invasión había perdido ya su ímpetu inicial.

El resultado de la presencia de los lombardos fue un estado de constante guerra y ansiedad. Puesto que los lombardos no habían conquistado toda la región, las zonas que todavía estaban bajo el gobierno de Constantinopla temían ser atacadas. Estas zonas eran principalmente dos: el exarcado de Ravena, y Roma y sus alrededores. Constantinopla estaba pasando por momentos difíciles, y por tanto ni Ravena ni Roma podían esperar ayuda de ella. El resultado fue que los obispos de Roma (los papas) quedaron a cargo del gobierno y la defensa de la ciudad. El papa Gregorio el Grande (el mismo que envió a Agustín a Inglaterra) se quejaba de la situación siempre tensa, pues le parecía que se veía rodeado de espadas. Y llegó a escribir: “Ya ni sé si mi oficio es el de pastor o el de príncipe temporal. Tengo que ocuparme de todas las cosas, incluso de la defensa, y de pagar a los soldados”.

En tales circunstancias, los papas miraron en derredor suyo en busca de apoyo, y lo encontraron entre los francos. En el año 751 el rey lombardo Astolfo tomó el exarcado de Ravena, y el papa Zacarías se sintió más solo que nunca. En vista de esta nueva actividad conquistadora entre los lombardos, Zacarías autorizó a Bonifacio para que ungiese a Pipino el Breve como rey de los francos. Poco después, Pipino invadió a Italia, donde obligó a los lombardos a cederle al papa buena parte del exarcado de Ravena. A cambio, el nuevo papa, Esteban II, lo ungió de nuevo. Por fin, en circunstancias semejantes, Carlomagno acudió en socorro del papa Adriano I y destruyó el reino lombardo, tomando para sí el título de “rey de los francos y los lombardos”.

Durante todo este período, la cultura sufrió graves reveses Solo brevemente en la corte lombarda en Pavía, y en Roma en tiempos de Gregorio el Grande, se produjeron obras literarias o artísticas dignas de memoria. También entre los lombardos el monaquismo fue, como en tantos otros lugares, un remanso en el que algunos pudieron dedicarse al estudio. Esta fue una de las fuentes adonde el reino de Carlomagno fue a beber para dar lugar a lo que se ha llamado “el renacimiento carolingio”. Empero esa historia pertenece a otro capítulo de la presente sección.

Resumen y conclusiones

Los siglos V al VIII fueron un período de oscuridad y zozobras en la Europa occidental. Las invasiones de los bárbaros pusieron fin al poderío efectivo del Imperio Romano en la región, aunque durante siglos muchos de esos mismos bárbaros siguieron considerándose súbditos de ese Imperio.

Desde el punto de vista religioso, los bárbaros reintrodujeron en la Europa occidental dos elementos que poco antes parecían estar prontos a desaparecer: el paganismo y el arrianismo. Casi todos los invasores eran arrianos: los vándalos, los visigodos, los suevos, los ostrogodos, los borgoñones y los lombardos. A la larga, todos estos pueblos o bien desaparecieron (los vándalos y los ostrogodos), o bien se hicieron católicos (los suevos, los visigodos y los borgoñones). En cuanto a los pueblos paganos, todos se hicieron católicos. Algunas de estas conversiones fueron el resultado de la presión que ejercía algún pueblo vecino. Pero en su mayor parte fueron sencillamente el resultado del proceso de asimilación que tuvo lugar tras las invasiones. Los bárbaros no penetraron en el Imperio para destruir la civilización romana, sino para participar de ella. Por esa razón pronto la mayoría de ellos olvidó las lenguas bárbaras y comenzó a hablar (mal o bien) el latín. Este es el origen de nuestras lenguas romances modernas. De igual modo, los bárbaros abandonaron sus viejas creencias y acabaron por aceptar las de los pueblos conquistados. Este es el origen del cristianismo occidental, tal como lo conoció la Edad Media.

En todo este proceso, hay dos elementos en la vida de la iglesia que se destacan por su importancia en la conversión de los bárbaros y en la preservación de la cultura antigua. Estos dos elementos son el monaquismo y el papado. Al narrar nuestra historia, nos hemos referido a monjes tales como Isidoro de Sevilla, Columba y Agustín de Canterbury. También nos hemos visto obligados a referirnos a papas tales como Juan, Zacarías, Esteban II y, sobre todo, Gregorio el Grande. Si no hubiésemos pospuesto la discusión de las controversias cristológicas para otro capítulo, también habríamos tenido ocasión de referirnos al papa León. Por tanto, antes de continuar con nuestra narración, debemos detenernos en los próximos dos capítulos, para dedicarle uno al desarrollo del monaquismo en este período, y otro al desarrollo del papado.

Además, aunque durante el presente capítulo nos hemos referido constantemente al Imperio de Oriente (o Bizantino), sólo lo hemos hecho cuando nos ha sido indispensable para narrar la historia de los acontecimientos que estaban teniendo lugar en la Europa occidental. Por ello, después de tratar acerca del monaquismo y del papado, y antes de retomar el orden cronológico de nuestra narración, nos detendremos a discutir el curso del cristianismo en el Oriente

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 233–262). Miami, FL: Editorial Unilit.

El fin de una era 25

El fin de una era 25

El mundo se va a la ruina. ¡Sí! Pero a pesar de ello, y para vergüenza nuestra, nuestros pecados siguen viviendo y hasta prosperan. La gran ciudad, la capital del Imperio Romano, ha sido consumida en un gran incendio, y por toda la tierra los romanos vagan en su exilio. Las iglesias que antaño fueron veneradas no son ya sino montones de polvo y cenizas.

Jerónimo

a1Al morir Agustín, los vándalos le ponían sitio a la ciudad de Hipona. Poco después, eran dueños de todo el norte de Africa —hasta los límites del viejo imperio occidental—. Unos años antes, en el 410, la capital del Imperio, Roma la eterna, había sido tomada y saqueada por Alarico y sus tropas godas. Aún antes, en el 378, en la batalla de Adrianápolis, un emperador había sido derrotado y muerto por los godos, cuyas tropas habían llegado hasta las afueras mismas de Constantinopla. Lo que sucedía era que el viejo Imperio —al menos en su porción occidental— se desmoronaba. Durante varios siglos las legiones romanas habían contenido a los pueblos germánicos tras las fronteras del Rin y del Danubio. En la Gran Bretaña, una muralla separaba la parte romanizada de la que quedaba bajo el dominio de los “bárbaros”. Pero ahora todos esos diques estaban rotos. En una serie de oleadas al parecer interminables, los diversos pueblos bárbaros atravesaban las fronteras, saqueaban villas y ciudades, y por fin iban a establecerse permanentemente en algún territorio hasta entonces romano. Allí fundaban sus propios reinos, a veces teóricamente sujetos al Imperio, pero siempre independientes. La unidad del viejo Imperio había llegado a su fin.

En la próxima sección de esta historia trataremos acerca de las consecuencias de todo esto para la vida de la iglesia. Pero ahora, al terminar esta Segunda Sección, conviene que nos detengamos para hacer un breve inventario de lo que hemos visto en esta “era de los gigantes”.

El gran tema que de un modo u otro domina todo este período es el de las relaciones entre la fe y la cultura —o, en sus términos institucionales, entre la iglesia y el estado—. En Constantino y sus seguidores, el estado decidió tomar el nombre de Cristo. A esto la iglesia no podía oponerse con éxito alguno. Pero sí podía seguir varias alternativas. El retiro de los monjes y el cisma de los donatistas son en cierto sentido respuestas radicales al reto planteado por Constantino. En el extremo opuesto se encuentra Eusebio de Cesarea —y probablemente otros millares de cristianos cuyos nombres la historia no ha registrado— desde cuya perspectiva lo que estaba sucediendo era casi el cumplimiento de las promesas bíblicas. Entre estos dos extremos, sin embargo, se halla la mayoría de los “gigantes” a quienes hemos dedicado la presente sección. Los repetidos exilios de Atanasio, la firmeza de Ambrosio ante Teodosio, los sermones de Ambrosio y de Juan Crisóstomo contra la injusticia social, y la resistencia de Basilio ante Valente, son muestra de que estos gigantes de la fe no capitularon, ni se dejaron arrastrar por el poder, el prestigio y las promesas del Imperio.

Ante nuestros ojos, que miran los acontecimientos con la fácil sabiduría que nos da el hecho de vivir después de ellos, pudiera parecer que la iglesia de aquellos tiempos debió haber sido más firme en su oposición a las injusticias que existían en un Imperio que pretendía llamarse cristiano. Pero si vemos las cosas, no desde nuestra perspectiva del siglo XX, sino desde la de una iglesia que acababa de pasar por la era de los mártires, no podemos menos que sorprendernos ante la firmeza y la sabiduría de quienes continuaron luchando por su fe contra peligros antes inesperados. Antonio y Pacomio en el desierto con sus oraciones y con su ejemplo; Atanasio en el exilio con su pluma; Macrina llamando a obediencia a Basilio con su cariño de hermana; Crisóstomo desde el púlpito con su oratoria dorada, y desde el destierro con su recia humildad; Ambrosio a la puerta de la iglesia ante el Emperador; Jerónimo en la ciudad de David traduciendo la Biblia contra el consejo de muchos; Agustín en su retiro meditando y escribiendo acerca del sentido de la fe cristiana; todos ellos fueron gigantes en medio de la sucesión ininterrumpida de gentes de fe de quienes podría decirse, con palabras prestadas de la Epístola a los Hebreos, que de ellos el mundo no era digno.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 231–233). Miami, FL: Editorial Unilit.

Agustín de Hipona 24

Agustín de Hipona 24

Cuando pensaba consagrarme por entero a tu servicio, Dios mío […], era yo quien quería hacerlo, y yo quien no quería hacerlo. Era yo mismo. Y porque ni quería del todo, ni del todo no quería, luchaba conmigo mismo y me hacía pedazos.

Agustín de Hipona

a1Toma y lee. Toma y lee. Toma y lee. Estas palabras, que algún niño gritaba en sus juegos infantiles, flotaban por sobre la verja del huerto de Milán e iban a estrellarse en los oídos del abatido maestro de retórica que bajo una higuera clamaba: “¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo? ¿Mañana y siempre mañana? ¿Por qué no termina mi inmundicia en este preciso momento?” Las palabras que el niño gritaba le parecieron señal del cielo. Poco antes había dejado en otra parte del huerto un manuscrito que había estado leyendo. Ahora se levantó, lo tomó, y leyó las palabras del apóstol Pablo: “No en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne” (Romanos 13:13–14). En respuesta a estas palabras del Apóstol, Agustín —que así se llamaba aquel maestro de retórica— decidió allí mismo lo que había estado tratando de decidir por largo tiempo. Se dedicó por entero a la vida religiosa, dejó su ocupación magisterial, y como resultado de todo ello la posteridad le conoce como “San Agustín”.
Empero para comprender el alcance y sentido de aquella experiencia del huerto de Milán es necesario detenernos a narrar la vida del joven Agustín hasta aquel momento crucial.
Camino a la conversión

Agustín nació en el año 354, en la población de Tagaste, en el norte de Africa. Su padre era un pequeño oficial romano, de religión pagana. Pero su madre, Mónica, era cristiana ferviente, cuya oración constante por la conversión de su esposo a la postre hallaría respuesta. Agustín no parece haber tenido relaciones muy estrechas con su padre, pues escasamente lo menciona en sus obras. Pero Mónica sí supo ganarse su afecto, hasta tal punto que, aún después de grande, buena parte de la vida de Agustín tuvo lugar a la sombra de su madre. En todo caso, ambos padres del joven Agustín sabían que su vástago poseía una inteligencia poco común, y por ello se esmeraron en ofrecerle la mejor educación disponible. Con ese propósito en mente le enviaron primero a la cercana ciudad de Madaura, y después a Cartago.
Agustín tenía unos diecisiete años cuando llegó a la gran ciudad que por varios siglos había sido el centro político, económico y cultural del Africa de habla latina. Aunque no parece haber descuidado sus estudios, pronto se dedicó a disfrutar de los diversos placeres que Cartago le ofrecía. Fue allí que conoció a una mujer a quien hizo su concubina, y de quien tuvo su único hijo, Adeodato.
La disciplina que Agustín estudiaba, la retórica, servía para preparar abogados y funcionarios públicos. Su propósito era aprender a hablar y escribir de modo elegante y convincente, y para nada importaba que lo que se decía fuese cierto o no. Los profesores de filosofía podían preocuparse por la naturaleza de la verdad. Los de retórica se ocupaban sólo del buen decir. Por tanto, lo que se suponía que Agustín persiguiera en Cartago no era la verdad, sino sólo el modo de convencer a los demás de que lo que decía era cierto y justo.
Pero entre las obras de la antigüedad que los estudiantes de retórica debían leer se encontraban las de Cicerón, el famoso orador de la era clásica romana. Y Cicerón, además de orador, había sido filósofo. Por tanto, leyendo una de sus obras, Agustín se convenció de que no bastaba con el buen decir. Era necesario buscar la verdad. Esa búsqueda le llevó ante todo al maniqueísmo. El maniqueísmo era una religión de origen persa, fundada por Mani en la primera mitad del siglo III. Según Mani, la difícil situación humana se debe a que en cada uno de nosotros hay dos principios. Uno de ellos es espiritual y luminoso.
El otro —la materia— es físico y tenebroso. En todo el universo hay dos principios igualmente eternos: la luz y las tinieblas. De algún modo que los maniqueos explicaban mediante una serie de mitos, estos dos principios se han mezclado y confundido, y la condición humana se debe a esa confusión.
La salvación consiste entonces en separar estos dos elementos, y en preparar nuestro espíritu para su regreso al reino de la luz, y su fusión final con la luz eterna. Puesto que toda nueva mezcla es necesariamente mala, los verdaderos creyentes han de hacer todo lo posible por evitarla—y por tanto los maniqueos, aunque no condenaban el uso del sexo, sí condenaban la procreación. Según Mani, esta doctrina había sido revelada en diversos tiempos a varios profetas, entre quienes se contaban Buda, Zoroastro, Jesús y, por último, el propio Mani. En tiempos de Agustín, el maniqueísmo se difundía por toda la cuenca del Mediterráneo, y su principal medio de difusión era su aureola de ser una doctrina eminentemente racional. Al igual que el gnosticismo en épocas anteriores, el maniqueísmo ahora explicaba sus doctrinas sobre la base de observaciones astronómicas. Además, buena parte de su propaganda consistía en ridiculizar las doctrinas de la iglesia, y particularmente las Escrituras, cuyo materialismo y lenguaje primitivo eran objeto de crítica y de burla.
Todo esto parecía responder a las dudas de Agustín, que se centraban en dos puntos. El primero de ellos era que las Escrituras cristianas eran, desde el punto de vista de la retórica, una serie de escritos poco elegantes y hasta bárbaros, en los que se hacía caso omiso de muchas de las reglas del buen decir, y en las que aparecía toda una serie de crudos episodios acerca de violencias, violaciones, engaños, etc. El segundo era la cuestión del origen del mal. Mónica le había enseñado que había un solo Dios. Pero Agustín miraba en derredor suyo, y dentro de sí mismo, y se preguntaba de dónde venía todo el mal que había en el mundo. Si Dios era la suprema bondad, no podía haber creado el mal. Y si Dios había creado todas las cosas, no podía ser tan bueno y sabio como Mónica y la iglesia pretendían. En ambos puntos, el maniqueísmo parecía ofrecerle la respuesta. Las Escrituras —particularmente el Antiguo Testamento— no eran de hecho palabra del principio de la luz eterna. El mal tampoco era producto de ese principio, sino de su contrario, el principio de las tinieblas.
Por todas estas razones Agustín se hizo maniqueo. Pero siempre le quedaban dudas, y por ello permaneció por nueve años como mero “oyente” del maniqueísmo, sin tratar de pasar al rango de los “perfectos”. Cuando, en las reuniones de los maniqueos, expresaba sus dudas, se le decía que se trataba de cuestiones muy profundas, y que el gran sabio maniqueo, un tal Fausto, le respondería. Cuando por fin llegó la tan ansiada visita, Fausto resultó ser un fatuo cuya ciencia no era mayor que la de los otros maestros del maniqueísmo. Desilusionado, Agustín decidió llevar su búsqueda de la verdad por otros rumbos. Además, sus estudiantes cartagineses no se comportaban tan bien como él lo hubiera deseado, y por tanto decidió probar fortuna en Roma. Pero los estudiantes romanos, aunque se conducían mejor, no le pagaban, y por esa razón se trasladó a Milán, donde estaba vacante una posición como maestro de retórica.
En Milán, Agustín se hizo neoplatónico. El neoplatonicismo era una doctrina muy popular en esa época. Puesto que no podemos describir aquí toda esa filosofía, baste decir que el neoplatonicismo era tanto una doctrina como una disciplina. Se trataba de llegar a conocer el Uno inefable, del cual provenían todas las cosas, mediante una combinación de estudio y contemplación mística, cuyo resultado final era el éxtasis. En contraste con el maniqueísmo, el neoplatonicismo creía que había un solo principio, del cual provenía toda realidad, mediante una serie de emanaciones —como los círculos concéntricos que se producen en una piscina al caer una piedra—. Las realidades que se aproximan más a ese Uno son superiores, y las que más se alejan de él son inferiores. El mal no proviene entonces de un principio distinto del Uno inefable, sino que consiste en apartarse de ese Uno, y dirigir la mirada y la intención hacia la multiplicidad infinita del mundo material. Todo esto servía de respuesta a una de las viejas interrogantes de Agustín, es decir, la cuestión del origen del mal. Desde esta perspectiva, era posible afirmar que un solo ser, de infinita bondad, era la fuente de toda la creación, sin negar el mal que hay en ella. Además, el neoplatonicismo le ayudó a Agustín a concebir a Dios y el alma en términos menos materialistas que los que había aprendido de los maniqueos.
Quedaba todavía la otra duda. ¿Cómo podían las Escrituras, con su lenguaje rudo y sus historias de violencias y rapiñas, ser Palabra de Dios? Fue aquí que apareció en escena Ambrosio de Milán. Como maestro de retórica, Agustín fue a escuchar la predicación del famoso obispo. Su propósito no era oír lo que Ambrosio decía, sino cómo lo decía. Si Ambrosio tenía tanta fama de buen orador, esto tenía que deberse a su uso de la retórica. Por tanto, por motivos puramente profesionales, Agustín fue a la iglesia repetidamente, a oír la predicación de Ambrosio.
Empero, según le oía, iba prestándole menos atención al modo en que el obispo organizaba sus sermones, y más a lo que decía en ellos. Ambrosio utilizaba el método alegórico en la interpretación de muchos de los pasajes en los que Agustín había encontrado dificultades.
Puesto que ese método era perfectamente aceptable en la ciencia retórica de la época, Agustín no podía ofrecer objeción alguna. Pero lo que Ambrosio estaba haciendo, aun sin saberlo, era mostrarle al maestro de retórica la riqueza y el valor de las Escrituras.
A partir de entonces, las dificultades intelectuales quedaron vencidas. Pero había otras. Agustín no iba a hacerse cristiano a medias. Si decidía aceptar la fe de su madre, lo haría de todo corazón, y le dedicaría la vida entera. Debido al ejemplo monástico, así como a su propia formación neoplatónica, Agustín estaba convencido de que, de hacerse cristiano, debería renunciar a su carrera como maestro de retórica, a todas sus ambiciones, y a todo goce de los placeres sensuales. Este último punto era la dificultad principal que todavía le detenía. Según él mismo nos cuenta, su oración constante era: “Dame castidad y continencia. Pero no demasiado pronto”. Fue entonces que se recrudeció en él la batalla entre el querer y el no querer. Estaba decidido a hacerse cristiano. Pero todavía no. Sabía que ya no podía interponer dificultades de orden intelectual, y por tanto su lucha consigo mismo era tanto más intensa. Además, por todas partes le llegaban noticias de otras personas que habían hecho lo que él no se atrevía a hacer, y sentía envidia. Una de ellas era el famoso filósofo Mario Victorino, quien había traducido al latín las obras de los neoplatónicos que Agustín tanto apreciaba, y que un buen día se presentó en la iglesia de Roma para hacer profesión pública de su fe cristiana. Poco después de haber recibido noticias de la acción de Mario Victorino, Agustín supo de dos altos funcionarios que habían leído la Vida de San Antonio, escrita por Atanasio, y habían dejado todos sus cargos y sus honores para dedicarse a una vida semejante. En ese momento, no pudiendo tolerar la compañía de sus amigos—ni tampoco la suya—huyó al huerto, donde lo encontramos al principio de este capítulo, y donde tuvo lugar su conversión.
La vida contemplativa

Tras su conversión, Agustín comenzó a dar los pasos necesarios para poner por obra su decisión. Solicitó el bautismo, y lo recibió de manos de Ambrosio —quien, como hemos dicho anteriormente, no parece haberse percatado de las dotes excepcionales de su converso—. Renunció a su posición como maestro de retórica. Y, junto a un grupo de amigos y su madre Mónica, decidió regresar al norte de Africa, para allí dedicarse a la vida contemplativa.
Mónica le había acompañado en buena parte de sus viajes, pues había quedado viuda y ahora se dedicaba por entero a la vida religiosa y a cuidar de su hijo. Algún tiempo antes, por insistencia de su madre, Agustín había despedido a la concubina con quien había vivido varios años —y cuyo nombre ni siquiera menciona— y se había quedado con Adeodato. Ahora, junto a Mónica, Adeodato y otros amigos, partió de regreso al Africa. En el puerto de Ostia, empero, Mónica enfermó y murió, y Agustín quedó desolado hasta tal punto que él y sus compañeros permanecieron varios meses más en Roma antes de partir para el Africa.
Cuando por fin llegaron a Tagaste, Agustín vendió la mayor parte de sus propiedades, les dio el dinero a los pobres, y se dedicó a la vida retirada en compañía de Adeodato y sus amigos. No se trataba, sin embargo, de una vida excesivamente austera, al estilo de los monjes del desierto, sino más bien de una vida disciplinada dedicada al estudio, la devoción y la meditación.
Allí Agustín escribió sus primeras obras cristianas. En algunas de ellas se veía todavía el sello neoplatónico. Pero a pesar de ello pronto se le reconoció en la región circundante como un cristiano dedicado, hábil maestro y director espiritual de sus compañeros de retiro. En Casicíaco —que así se llamaba el lugar de su retiro—Agustín era perfectamente feliz, y no tenía más ambición que la de continuar todo el resto de su vida en el mismo orden.
Ministro de la iglesia

Empero había quien tenía otros propósitos para su vida. En el año 391, Agustín visitó la ciudad de Hipona para entrevistarse con un amigo a quien deseaba invitar a que se uniera al grupo de Casicíaco. Cuando fue a la iglesia de la ciudad, el obispo Valerio predicó acerca de cómo Dios enviaba pastores para su rebaño, y le pidió a la congregación que le rogase a Dios le indicase si había entre ellos una persona a quien Dios había enviado para ser su ministro, ahora que él estaba envejeciendo. Naturalmente, la reacción de la congregación fue exactamente la que el obispo deseaba, y Agustin, en contra de todas sus intenciones, fue ordenado. Cuatro años más tarde, fue hecho obispo de Hipona juntamente con Valerio, quien temía que alguna otra iglesia le arrebatara su presa. Puesto que en esa época estaba prohibido que un obispo fuese trasladado de una ciudad a otra, de ese modo Valerio se aseguraba de que Agustín pasaría el resto de sus días en Hipona. (Aunque Agustín no lo sabía, también estaba prohibido que hubiese dos obispos en la misma iglesia.) Como ministro y como obispo, Agustín siguió viviendo una vida semejante a la que había llevado en Casicíaco. Pero ahora sus esfuerzos no podían dedicarse tanto a la contemplación como a sus responsabilidades pastorales. Fue en cumplimiento de esas responsabilidades que escribió una serie de obras que hicieron de él el teólogo de más importancia en la iglesia occidental desde tiempos del apóstol Pablo.
Teólogo de la iglesia occidental

Muchas de sus primeras obras iban dirigidas contra los maniqueos. Puesto que él mismo había contribuido al maniqueísmo de algunos de sus amigos, ahora se sentía obligado a refutar las doctrinas que antes había sustentado. Por tanto, contra los maniqueos escribió obras en las que trataba sobre la autoridad de las Escrituras, sobre el origen del mal y sobre el libre albedrío.
Particularmente la cuestión del libre albedrío era de suma importancia para Agustín en su polémica contra el maniqueísmo. Los maniqueos sostenían que todo estaba predeterminado, y que el ser humano no tenía libertad alguna. Frente a tales opiniones, Agustín salió en defensa del libre albedrío. La libertad humana es tal que, según Agustín, ella es su propia causa. Esto quiere decir que cuando actuamos libremente lo hacemos, no por tal o cual razón externa, o por tal o cual inclinación intrínseca a nuestra propia naturaleza, sino movidos por nosotros mismos. La decisión libre no es producto de las circunstancias ni de la naturaleza, sino producto de sí misma. Naturalmente, esto no quiere decir que las circunstancias no influyan sobre nuestras decisiones. Lo que quiere decir es más bien que sólo ha de llamarse libertad lo que hacemos, no movidos por circunstancias externas o por determinantes internas, sino movidos por nuestra propia libertad.
Esto era importante para poder responder a la cuestión del  origen del mal. Agustín insistía en que había un solo Dios, cuya bondad era infinita. ¿Cómo entonces explicar el origen del mal? Sencillamente, diciendo que la libertad es creación de Dios, y es por tanto buena; pero que la libertad es capaz de hacer sus propias decisiones, y que el origen del mal está en las malas decisiones hechas por voluntades angélicas —los ángeles caídos— y humanas. De este modo, Agustín afirmaba tanto la realidad del mal como la creación de todas las cosas por un Dios bueno.
Esto a su vez quiere decir que el mal no es “algo”, no es una “cosa”, como pretendían los maniqueos al hablar de las tinieblas. El mal es una decisión, una dirección, una falta o negación del bien.
En uno de los primeros capítulos de esta sección tratamos acerca del cisma donatista. El lector recordará que ese cisma había tenido lugar en el norte de Africa, precisamente en la región en donde Agustín era ahora pastor. Por tanto, parte de su labor teológica consistió también en refutar el donatismo. Frente a los donatistas, Agustín insistió en que la validez de los sacramentos no depende de la virtud moral de la persona que los administra. De ser así, estaríamos constantemente en dudas acerca de si hemos recibido o no un sacramento válido. Esta posición de Agustín ha sido sostenida por toda la iglesia occidental desde sus días.
También frente a los donatistas Agustín desarrolló la teoría de la guerra justa. Como hemos dicho anteriormente, algunos de entre los donatistas —los circunceliones— se habían dado a la violencia. Esto tenía raíces sociales y económicas de las que Agustín no estaba enterado. Pero en todo caso para el obispo de Hipona tales desmanes debían ser reprimidos. Por ello declaró que una guerra es justa sólo cuando se cumplen varias condiciones. La primera de éstas es que el propósito mismo de la guerra ha de ser justo —no puede ser justa una guerra que se lleva a cabo por ambiciones territoriales, o por el mero gusto de guerrear—. La segunda condición es que sólo las autoridades tienen derecho a llevar a cabo una guerra justa. Al establecer esta condición, Agustín quería sencillamente asegurarse de que no dejaba el campo abierto a las venganzas personales. Pero en siglos posteriores el resultado de esta regla sería que los poderosos tendrían derecho a hacer la guerra contra los débiles, pero no viceversa. Esto podía verse ya en el caso de los circunceliones. Por último, la tercera regla —y para Agustín la más importante—era que, aún en medio de la lucha, el motivo de amor debe perdurar.
Fue sin embargo contra los pelagianos que Agustín escribió sus más importantes obras teológicas. Pelagio era un monje de origen británico que se había hecho famoso por su austeridad. Para él, la vida cristiana consistía en un esfuerzo constante mediante el cual uno vencía sus pecados y lograba la salvación. Pelagio afirmaba, al igual que Agustín, que Dios nos ha hecho libres, y que el mal tiene su origen en la voluntad —tanto la del Diablo como la de los seres humanos—. Según él veía las cosas, esto quería decir que el ser humano tiene siempre el poder necesario para sobreponerse al pecado. Lo contrario sería excusar el pecado.
Frente a esto, Agustín recordaba su experiencia de los años cuando al mismo tiempo quería hacerse cristiano, y no lo quería. Para él, la voluntad humana no era tan sencilla como lo pretendía Pelagio. Hay casos en los que deseamos algo, y al mismo tiempo no lo deseamos. Lo que es más, todos sabemos que aunque queramos querer algo, no por ello lo lograremos. La voluntad no es siempre dueña de sí misma.
Según Agustín, el pecado es una realidad tan poderosa que se posesiona de nuestras voluntades, y mientras estamos en pecado no nos es posible querer —de veras querer— librarnos de él. Lo más que podemos lograr es esa lucha entre el querer y el no querer, que sólo sirve para mostrarnos la impotencia de nuestra voluntad frente a ella misma. El pecador no puede querer sino el pecado.
Esto no quiere decir, sin embargo, que toda libertad haya desaparecido. El pecador sigue siendo libre para escoger entre varias alternativas. Pero la alternativa que no puede escoger por sí mismo es la de dejar de pecar. Como dice Agustín, antes de la caída teníamos libertad para no pecar y para pecar. Pero después de la caída y antes de la redención la única libertad que nos queda es la de pecar.
Cuando somos redimidos, lo que sucede es que la gracia de Dios obra en nosotros, llevándonos del miserable estado en que nos hallábamos a un nuevo estado, en el que queda reinstaurada nuestra libertad, tanto para pecar como para no pecar. Por fin, en el cielo, sólo tendremos libertad para no pecar.
Como en el caso anterior, esto no quiere decir que no tendremos libertad alguna. Al contrario, en la vida celestial continuarán ofreciéndosenos diversas alternativas. Pero ninguna de ellas será pecado. Volviendo entonces al momento de la conversión, ¿cómo podemos hacer la decisión de aceptar la gracia? Según Agustín, sólo por obra de la gracia misma. En consecuencia, la conversión no tiene lugar por iniciativa del ser humano, sino por iniciativa de la gracia divina. Esa gracia es irresistible, y Dios se la da a quienes ha predestinado para ello —y aquí Agustín cita a San Pablo.
Frente a todo esto, Pelagio afirmaba que cada uno de nosotros viene al mundo completamente libre para pecar, o para no pecar. No hay tal cosa como el pecado original, ni una corrupción de la naturaleza humana que nos obligue a caer. Si caemos, es por cuenta y decisión propia. Los niños no tienen pecado alguno hasta que ellos mismos, individualmente, deciden pecar.
A Pelagio y sus seguidores les parecía que tales doctrinas excusaban el pecado, pues si decimos que el ser humano caído no tiene libertad sino para pecar, en realidad estamos dándole permiso para pecar, y diciéndole que no tiene que esforzarse para no pecar. Lo que hay que señalar, sin embargo, es que Agustín sí creía que el cristiano, por gracia, tiene la capacidad de hacer el bien, y que por tanto tiene la obligación de hacerlo. Son los inconversos, los que viven todavía fuera de la gracia de Dios, quienes no pueden sino pecar y pecar.
La controversia duró varios años, y los pelagianos fueron condenados. Según quienes les condenaron —y fue la mayor parte de la iglesia— los niños sí tienen pecado, y necesitan ser bautizados. Pero esto no quiere decir que las doctrinas de Agustín fueran aceptadas por la mayor parte de la iglesia. Su aseveración de la corrupción humana, del pecado original y de la necesidad de la gracia, sí fue aceptada. Pero sus doctrinas de la gracia irresistible y de la predestinación encontraron pocos adeptos hasta la época de la Reforma protestante en el siglo XVI.
En toda esta controversia había una cuestión mucho más profunda, que a menudo pasa inadvertida. De lo que se trataba era de una sicología en extremo simplista por parte de Pelagio, frente a una gran habilidad introspectiva por parte de Agustín. Agustín sabía por experiencia propia que la voluntad humana era mucho más compleja de lo que pretendía Pelagio. Y, una vez tomado ese punto de partida, su lógica inflexible le llevó a las doctrinas de la gracia irresistible y de la predestinación. Como veremos más adelante, Martín Lutero, tras experiencias semejantes a las de Agustín, llegó a conclusiones parecidas.
Dos grandes obras de Agustín merecen atención especial. La primera de ellas es sus Confesiones. Esta obra es una autobiografía espiritual donde Agustín nos narra —o más bien le narra a Dios en oración— el peregrinaje y las luchas que hemos descrito más arriba. Se trata de una obra única en la antigüedad, que no conoció escritos de este tipo. Y se trata también de una obra de extraordinario interés y valor sicológico, aún en el siglo XX.
La otra obra que merece atención especial es La ciudad de Dios. Su motivo fue la caída de Roma en el año 410. Como vimos en el caso de Jerónimo, el mundo se conmovió ante ese acontecimiento. Puesto que todavía había un fuerte número de paganos en diversas regiones del Imperio, no faltaron quienes dijeron que la razón por la que Roma había caído era que se había dedicado al cristianismo y había abandonado los viejos dioses que la habían hecho grande.
Frente a tales acusaciones, Agustín escribió La ciudad de Dios, una verdadera enciclopedia histórica en la que dice que hay dos ciudades, cada cual fundada sobre un amor. La ciudad de Dios está fundada sobre el amor a Dios. La ciudad terrena está fundada sobre el amor a sí mismo. En la historia humana, estas dos ciudades aparecen continuamente mezcladas. Pero a pesar de ello existen entre ambas una oposición inevitable, y una guerra sin cuartel. A la postre, sólo permanecerá la ciudad de Dios. Pero entretanto aparecen en la historia humana reinos y naciones, fundados sobre el amor de sí mismo, que son expresiones de la ciudad terrena. Todos estos reinos y naciones tienen que sucumbir y desaparecer, hasta que llegue el fin, cuando sólo subsista la ciudad de Dios. En el caso particular de Roma y su imperio, Dios les permitió crecer como lo hicieron para que sirvieran de medio para la propagación del evangelio. Pero ahora que esa función se ha cumplido, Dios ha hecho que Roma siga el destino de todos los reinos humanos, recibiendo el justo castigo por sus pecados y por su egoísmo.
El impacto de Agustín

Agustín fue el último sobreviviente de la “era de los gigantes”. Cuando murió, los vándalos se encontraban a las puertas de la ciudad de Hipona, anunciando una nueva edad. Por tanto, la obra de Agustín fue como el canto de cisne de una edad que moría.
Y a pesar de ello, su obra no quedó olvidada entre los escombros de la civilización que se derrumbaba. Agustín fue el maestro por excelencia de la nueva era. Durante toda la Edad Media, ningún teólogo fue más citado que él, y por tanto a la postre se convirtió en uno de los grandes doctores de la Iglesia Católica Romana. Y sin embargo, Agustín fue también el autor favorito de los grandes reformadores protestantes del siglo XVI. Luego, de entre todos aquellos gigantes, ninguno tan notable como este último, que llevó a cabo su obra en una pequeña ciudad del norte de Africa, pero cuyo impacto se hizo sentir en los siglos por venir en todo el cristianismo occidental —tanto católico como protestante.
González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 221–229). Miami, FL: Editorial Unilit.

Jerónimo 23

Jerónimo 23

Quizá me culpes en secreto por atacar a alguien a espaldas suyas. Francamente confieso que me dejo llevar de la indignación. No puedo escuchar pacientemente tales sacrilegios.

Jerónimo

a1De todos los gigantes del siglo cuarto, ninguno es tan interesante como Jerónimo. Y es interesante, no por su santidad, como Antonio el ermitaño, no por su intuición religiosa, como Atanasio, no por su firmeza ante la injusticia, como Ambrosio, no por su devoción pastoral, como Crisóstomo, sino por su lucha gigantesca e interminable con el mundo y consigo mismo. Aunque se le conoce por “San Jerónimo”, no fue de los santos a quienes les es dado gozar en esta vida de la paz de Dios. Su santidad no fue humilde, apacible y dulce, sino orgullosa, borrascosa y amarga. Jerónimo deseó siempre ser más que humano, y por tanto no tenía paciencia para quienes le parecían indolentes, ni para quienes de algún modo se atrevían a criticarle. Entre las muchas personas que fueron objeto de sus ataques hirientes se contaban, no sólo los herejes, los ignorantes y los hipócritas, sino también Juan Crisóstomo, Ambrosio de Milán, Basilio de Cesarea y Agustín de Hipona. Quienes se atrevían a criticarle no eran sino “asnos de dos patas”. Pero a pesar de esta actitud —y en parte debido a ella— Jerónimo se ha ganado un lugar entre los gigantes del cristianismo en el siglo IV.
Jerónimo nació alrededor del año 348, en un remoto rincón del norte de Italia. Por su fecha de nacimiento, era menor que muchos de los gigantes que hemos estudiado en esta Segunda Sección. Pero Jerónimo nació viejo, y por tanto pronto se consideró mucho mayor que sus coetáneos. Y, lo que es todavía más sorprendente, muchos de ellos pronto llegaron a verlo como una imponente y vetusta institución.
Cuando tenía unos veinte años de edad recibió el bautismo, y pocos años más tarde decidió viajar hacia el oriente. Jerónimo se había dedicado al estudio de las letras, y en ese campo el occidente latino sentía gran admiración hacia el oriente griego. Además, tras una experiencia en la ciudad de Tréveris cuyo carácter preciso nos es desconocido, decidió dedicarse al estudio de las divinas letras, y en ese campo también el oriente era famoso. Su primer visita fue a Antioquía, donde se dedicó a aprender mejor el griego. Poco después le pidió a un judío converso que le enseñara el hebreo.
Pero todo esto no bastaba. Jerónimo sentía todavía un amor ardiente hacia las letras paganas y hacia la vida sensual. Tratando de vencer sus tentaciones se dedicó a la vida austera, y estudió la Biblia con más asiduidad. Se retiró por fin de Antioquía, a vivir como ermitaño en Calcis. Pero aun allí le seguían sus tentaciones. El mismo había llevado consigo su biblioteca, y en la cueva en que vivía se dedicaba al estudio, a copiar libros, y a componer tratados. Su espíritu se sacudió cuando, en medio de una enfermedad grave, soñó que estaba en el juicio final, y que el juez le preguntaba: “¿Quién eres?” “Soy cristiano”, contestaba Jerónimo. Y el juez le respondía. “Mientes. No eres cristiano, sino ciceroniano”. A partir de entonces Jerónimo se dedicó con redoblado ahínco al estudio de las Escrituras, aunque nunca dejó de citar ni de leer e imitar a los escritores paganos.
También el sexo le obsesionaba. Jerónimo quería librarse por entero de él. Pero aun en su retiro de Calcis le seguían los sueños y los recuerdos de las danzarinas de Roma. El único modo en que se podía deshacer de esas tentaciones era castigando su propio cuerpo, y por tanto se dedicó a llevar una vida austera hasta la exageración. Andaba sucio, y hasta llegó a decir y practicar que quien había sido lavado por Cristo no tenía necesidad de lavarse de nuevo. Y todavía esto no bastaba. Era necesario ocupar su mente con algo que desalojara los recuerdos de Roma. Fue entonces, que decidió a estudiar el hebreo. A su mente adiestrada en la literatura clásica, el hebreo, con sus letras raras y sus aspiraciones, le parecía bárbaro. Pero como cristiano, se decía que era la lengua en que estaban escritos los libros sagrados, y que por tanto era divina. Además, fue en este período que Jerónimo escribió la Vida de San Pablo el Ermitaño a que nos hemos referido anteriormente.
Empero Jerónimo no estaba hecho para la vida del anacoreta.  Probablemente antes de cumplir los tres años de ermitaño, regresó a la civilización. En Antioquía fue ordenado presbítero. Estuvo en Constantinopla antes y durante el Concilio Ecuménico del año 381. A la postre retornó a Roma, donde el obispo Dámaso, buen conocedor de la naturaleza humana, le hizo su secretario privado, y le dio toda clase de oportunidades para dedicarse al estudio y a escribir. Fue Dámaso quien primero le sugirió la obra que a la larga consumiría buena parte de su vida y sería su principal monumento: una nueva traducción de la Biblia al latín. Aunque Jerónimo dio algunos pasos en ese sentido en Roma, no fue sino después, en Belén, que se dedicó a esa tarea.
Por lo pronto, Jerónimo encontró su solaz entre un grupo de mujeres pudientes y devotas. En el palacio de la viuda Albina y de su hija — también viuda— Marcela, vivía un grupo de mujeres que se dedicaban a la vida austera, la meditación religiosa y el estudio de las Escrituras. Además de las dos mencionadas arriba, entre estas mujeres estaban Marcelina (la hermana de Ambrosio de Milán), Asela, la hija de Marcela, y Paula, que junto a su hija Eustoquio figuraría desde entonces en la vida de Jerónimo. El secretario del obispo visitaba esta casa repetidamente, pues entre estas mujeres encontró discípulas consagradas, que absorbían sus conocimientos con avidez. Pronto algunas empezaron a estudiar griego y hebreo, y Jerónimo sostenía con ellas discusiones acerca del texto bíblico que no le era posible sostener con sus contemporáneos varones.
Resulta interesante notar que Jerónimo, quien nunca supo sostener relaciones amistosas con sus colegas varones, pudo hacerlo con este grupo de mujeres. Y esto a pesar de que el sexo siempre le obsesionó, y sentía horror al pensar acerca de la fisiología femenina. Pero entre estas santas mujeres, que le escuchaban con avidez y que no podían pretender corregirle, Jerónimo se encontraba tranquilo y a gusto, y fueron por tanto ellas, y no el resto del mundo, quienes conocieron la devoción y dulzura que se escondían en el fondo de su alma.
Mientras todo esto sucedía, sin embargo, Jerónimo seguía haciendo enemigos entre los allegados al obispo Dámaso. De no haber sido por el apoyo de éste último, sus años de paz en Roma nunca habrían tenido lugar. Por tanto, cuando Dámaso murió, a fines del 384, la tormenta se desencadenó. Basilla, una de las hijas de Paula, murió, y algunos decían que su muerte se había debido a la vida excesivamente rigurosa que Jerónimo le había impuesto. Siricio, el sucesor de Dámaso, no apreciaba los estudios de Jerónimo, y por fin éste decidió partir de Roma hacia Tierra Santa —o, como él diría, “de Babilonia hacia Jerusalén”.
Paula y Eustoquio le siguieron por otro camino, y juntos fueron en peregrinación por Palestina. Después, Jerónimo siguió hacia el Egipto, donde visitó las escuelas de Alejandría y las cuevas del desierto. A mediados del año 386, sin embargo, estaba de regreso en Palestina, donde él y Paula decidieron dedicarse a la vida monástica. No se trataba empero del rigor extremo de los monjes del desierto, sino de una vida de austeridad moderada, dedicada principalmente al estudio. Puesto que Paula era rica, y Jerónimo tenía algunos medios, fundaron en Belén dos monasterios —uno para mujeres bajo la dirección de Paula, y otro para hombres bajo Jerónimo—. Este último se dedicó a estudiar más detalladamente el hebreo, para traducir la Biblia, y al mismo tiempo les enseñaba el latín a los niños de la localidad, y el griego y el hebreo a las monjas de Paula.
Pero sobre todo Jerónimo se dedicó a la obra que seria su principal monumento literario: la traducción de la Biblia al latín. Naturalmente, ya en esa época había otras traducciones de las Escrituras. Pero todas habían sido hechas partiendo de la Septuaginta, es decir, la traducción del Antiguo Testamento del hebreo al griego. Por tanto, era necesaria una nueva traducción, hecha directamente del hebreo.
Jerónimo se dedicó a producirla, aunque su obra se vio constantemente interrumpida por su enorme correspondencia, sus constantes controversias, y las calamidades que sacudían al mundo.
Aunque a la postre la versión de Jerónimo —que se conoce como la Vulgata— se impuso en toda la iglesia de habla latina, al principio no fue tan bien recibida como Jerónimo hubiera deseado. Naturalmente, la nueva traducción de la Biblia —como toda nueva traducción— cambiaba algunos de los pasajes favoritos de algunas personas, y muchos se preguntaban qué derecho tenía Jerónimo de cambiar las Escrituras.
Además, muchos habían aceptado la leyenda según la cual la Septuaginta había sido escrita por setenta traductores que, aunque trabajaban separadamente, coincidieron hasta en los más mínimos detalles de su traducción. De este modo se justificaba la versión griega, y se afirmaba que era tan inspirada como el original hebreo. Por tanto, cuando Jerónimo publicó una nueva versión que difería de la Septuaginta, no faltaron quienes le acusaron de faltarles el respeto a las Escrituras. Tales criticas no provenían sólo de gentes ignorantes, sino hasta de algunos de los sabios más distinguidos de la época. Desde el norte de Africa, Agustín le escribió: Te ruego que no dediques tus esfuerzos a traducir al latín los sagrados libros, a menos que sigas el método que seguiste antes en tu versión del libro de Job, es decir, añadiendo notas que muestren claramente en qué puntos difiere esta versión tuya de la Septuaginta, cuya autoridad no conoce igual. […]
Además, no me imagino cómo ahora, después de tanto tiempo, pueda descubrirse en los manuscritos hebreos cosa alguna que no hayan visto antes tantos traductores, y tan buenos conocedores de la lengua hebrea.
Jerónimo al principio no le contestó, y cuando por fin lo hizo, sencillamente le dio a entender a Agustín que no debía buscar la propia gloria atacando a quien era mayor que él. De manera sutil, al tiempo que parecía alabarle, Jerónimo le daba a entender a Agustín que el combate sería desigual, y que por tanto el obispo haría bien dejando de criticar al viejo erudito.
Aunque la mayor parte de las controversias de Jerónimo terminaron en querellas nunca subsanadas, en el caso de Agustín la situación fue distinta, pues años más tarde Jerónimo se vio en la necesidad de refutar la herejía de los pelagianos —acerca de la cual trataremos en el próximo capítulo— y para ello se vio obligado a acudir a las obras de Agustín. Su próxima carta al sabio obispo muestra una admiración que Jerónimo reservaba para muy pocas personas.
Todo esto puede dar a entender que Jerónimo era una persona insensible, preocupada sólo por su propio prestigio. Al contrario, su espíritu era en extremo sensible, y precisamente por esa razón tenía que presentar ante el mundo una fachada rígida e imperturbable. Quizá nadie sabía esto tan bien como Paula y su hija Eustoquio. Pero Paula murió en el 404, y Eustoquio en el 419, y Jerónimo quedó solo y desolado. Su dolor era tanto mayor por cuanto sabía que no era sólo él quien se acercaba al fin, sino toda una era. Unos pocos años antes, el 24 de agosto del 410, Roma había sido tomada y saqueada por los godos bajo el mando de Alarico. Ante la noticia, todo el mundo se estremeció. Cuando Jerónimo lo supo, en su retiro en Belén, le escribió a Eustoquio:
¿Quién podría creer que Roma, construida mediante la conquista del mundo, ha caído? ¿Que la madre de muchas naciones se ha vuelto a su tumba? […] Mis ojos se obscurecen a causa de mi edad […] y con la luz que tengo por las noches no puedo leer los libros en hebreo, que hasta de día me son difíciles de leer a causa de lo pequeñas que son las letras.
Casi diez años vivió Jerónimo después de la caída de Roma. Fueron años de soledad, controversias y dolor. Por fin, unos pocos meses después de la muerte de Eustoquio, el viejo erudito entregó el espíritu.
González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 215–220). Miami, FL: Editorial Unilit.

 

Juan Crisóstomo 22

Juan Crisóstomo 22

¿Cómo piensas cumplir los mandamientos de Cristo, si te dedicas a reunir intereses amontonando préstamos, comprando esclavos como ganado, uniendo negocios a negocios? . . . Y esto no es todo. A todo esto le añades la injusticia, adueñándote de tierras y casas, y aumentando la pobreza y el hambre.

Juan Crisóstomo

a1Cien años después de su muerte, Juan de Constantinopla recibió el título por el que le conoce la posteridad: Juan Crisóstomo —el del habla dorada. Ese título era bien merecido, pues en un siglo que produjo a oradores tales como Ambrosio de Milán y Gregorio de Nacianzo, Juan de Constantinopla descolló por encima de todos— gigante por encima de los gigantes.

Para Juan, sin embargo, el púlpito no fue sencillamente una tribuna desde donde ofreció brillantes piezas de oratoria. Fue más bien expresión oral de su vida toda, escenario de su batalla contra los poderes del mal, vocación ineludible que a la postre le costó el destierro y hasta la vida.

Voz del desierto que clama en la ciudad

Crisóstomo fue por encima de todas las cosas monje. Antes de ser monje fue abogado, educado en su propia ciudad natal de Antioquía por el famoso orador pagano Libanio. Se cuenta que cuando alguien le preguntó al viejo maestro quién debería ser su sucesor, contestó: “Juan, pero los cristianos se han adueñado de él”.

Antusa, la madre de Juan, era cristiana ferviente, y amaba a su hijo con un amor hondo y posesivo. A los veinte años de edad el joven abogado solicitó que se añadiera su nombre a la  lista de los que se preparaban para el bautismo, y tres años después, tras el período de preparación que se requería entonces, recibió las aguas bautismales de manos del obispo Melecio. Todo esto era del agrado de Antusa. Pero cuando su hijo le anunció su propósito de apartarse de la ciudad y dedicarse a la vida monástica, era demasiado, y Antusa le obligó a prometerle que nunca la abandonaría mientras ella viviera.

La respuesta de Juan fue sencillamente organizar un monasterio en su propia casa. Allí vivió en compañía de tres amigos de sentimientos semejantes hasta que, muerta su madre, se fue a vivir entre los monjes en las montañas de Siria. Cuatro años pasó aprendiendo la disciplina monástica, y otros dos practicándola con todo rigor en medio de la más completa solitud. Como él mismo diría, esa vida monástica no era quizá la mejor preparación para la tarea pastoral: “Muchos de los que han pasado del retiro monástico a la vida activa del sacerdote o del obispo resultan completamente incapaces de enfrentarse a las dificultades de la nueva situación.” En todo caso, cuando Juan regresó a Antioquía tras sus seis años de retiro monástico, fue ordenado diácono, y poco después presbítero. Como tal, comenzó a predicar, y pronto su fama se extendió por toda la iglesia de habla griega.

Cuando en el año 397 quedó vacante el episcopado de Constantinopla, Juan fue obligado por mandato imperial a ocupar ese cargo. Tal era su popularidad en Antioquía, que las autoridades guardaron el secreto de lo que se tramaba. Sencillamente se le invitó a visitar una capilla en las afueras de la ciudad, y cuando estaba lejos de la población se le ordenó montar en la carroza imperial, en la que fue trasladado a Constantinopla contra su propia voluntad. Allí fue consagrado obispo —o patriarca, pues el obispo de esa ciudad ostentaba ese título— a principios del año 398.

Constantinopla era una ciudad rica, dada al lujo y a las intrigas políticas. Esta situación se empeoraba por cuanto el gran emperador Teodosio había muerto, y los dos hijos que le habían sucedido —Honorio y Arcadio— eran indolentes e ineptos. Arcadio, quien supuestamente gobernaba el Oriente desde Constantinopla, se dejaba gobernar a su vez por el chambelán de palacio, Eutropio, quien utilizaba su poder para satisfacer sus propias ambiciones y las de sus adeptos. Eudoxia, la emperatriz, se sentía humillada por el poder del chambelán—aunque de hecho era a Eutropio que le debía el haberse casado con Arcadio. En la propia elección de Juan no habían faltado intrigas de las que él mismo no estaba enterado, pues Teófilo, el patriarca de Alejandría, había hecho todo lo posible por colocar sobre el trono episcopal de Constantinopla a un alejandrino, y había sido Eutropio quien había impuesto su voluntad y nombrado al antioqueño Juan.

El nuevo obispo de Constantinopla no estaba enterado de todo esto. Por lo que sabemos de su carácter, es muy probable que aun estando enterado hubiera procedido como lo hizo. El antiguo monje seguía siéndolo, y no podía tolerar el modo en que los habitantes ricos de Constantinopla pretendían compaginar el evangelio con sus propios lujos y comodidades.

Su primer objetivo fue reformar la vida del clero. Algunos sacerdotes que decían ser célibes tenían en sus casas mujeres a las que llamaban hermanas espirituales, y esto era ocasión de escándalo para muchos. Otros clérigos se habían hecho ricos, y vivían tan lujosamente como los potentados de la gran ciudad. Las finanzas de la iglesia estaban completamente desorganizadas, y la tarea pastoral no era atendida. Pronto Juan se enfrentó a todos estos problemas, prohibiendo que las “hermanas espirituales” vivieran con los sacerdotes, y exigiendo que éstos llevaran una vida austera. Las finanzas fueron colocadas bajo un sistema de escrutinio detallado. Los objetos de lujo que había en el palacio del obispo fueron vendidos para dar de comer a los pobres. Y el clero recibió órdenes de abrir las iglesias por las tardes, de modo que las gentes que trabajaban pudieran asistir a ellas. De más está decir que todo esto, aunque le ganó el respeto de muchos, también le granjeó el odio de otros.

Empero la reforma no podía limitarse al clero. Era necesario que los laicos también llevasen vidas más acordes al mandato evangélico. Y por tanto el orador del habla dorada tronaba desde el púlpito: Ese freno de oro en la boca de tu caballo, ese aro de oro en el brazo de tu esclavo, esos adornos dorados de tus zapatos, son  señal de que estás robando al huérfano y matando de hambre a la viuda. Después que hayas muerto, quien pase ante tu gran casa dirá: “¿Con cuántas lágrimas construyó ese palacio? ¿Cuántos huérfanos se vieron desnudos, cuántas viudas injuriadas, cuántos obreros recibieron salarios injustos?” Y así, ni siquiera la muerte te librará de tus acusadores.

Era el monje del desierto que clamaba en la ciudad. Era la voz del cristianismo antiguo que no se doblegaba ante las tentaciones del cristianismo imperial. Era un gigante cuya voz hacía temblar los cimientos mismos de la sociedad —no porque su habla fuese de oro, sino porque su palabra era de lo alto.

La vuelta al desierto

Los poderosos no podían tolerar aquella voz que desde el púlpito de la iglesia de Santa Sofía—la más grande de toda la cristiandad—les llamaba a una obediencia absoluta al evangelio en que decían creer. Eutropio, quien le había hecho nombrar obispo, esperaba favores y concesiones especiales. Pero para Juan, en cambio, Eutropio no era sino un creyente más, y era necesario predicarle el evangelio con todas sus demandas. El resultado era que Eutropio se arrepentía, no de sus pecados, sino de haber hecho traer a Juan desde Antioquía.

Por fin el conflicto estalló a causa del derecho de asilo. Algunos fugitivos de la tiranía de Eutropio se refugiaron en la iglesia de Santa Sofía. El chambelán sencillamente envió a sus soldados a buscarles. Pero el obispo se mostró inflexible, y les prohibió a los soldados entrar al santuario. Eutropio protestó ante el emperador, pero Crisóstomo acudió a su púlpito, y por primera vez Arcadio se negó a acceder a las demandas de su favorito. El ocaso de Eutropio comenzaba, y era el humilde pero austero monje quien lo había ocasionado.

Poco después una serie de circunstancias políticas provocó la caída definitiva de Eutropio. Esto era lo que el pueblo esperaba. Pronto las multitudes se lanzaron a la calle pidiendo venganza contra quien los había oprimido y explotado. Eutropio no tuvo otra alternativa que correr a Santa Sofía y abrazarse al altar. Cuando el pueblo llegó en su búsqueda, Crisóstomo salió a su encuentro, e invocó el mismo derecho de asilo que antes había invocado contra Eutropio. Frente al pueblo, frente al ejército, y por último frente al emperador, Crisóstomo defendió la vida de Eutropio, quien continuó refugiado en Santa Sofía hasta que trató de escapar y sus enemigos lo capturaron y dieron muerte.

Empero había otros enemigos que Crisóstomo se había granjeado entre los poderosos. Eudoxia, la esposa del emperador, resentía el poder creciente del obispo. Además, lo que se decía desde el púlpito de Santa Sofía no le venía bien a la emperatriz  —o le venía demasiado bien—. Cuando Crisóstomo describía la pompa y necedad de los poderosos, Eudoxia sentía que los ojos del pueblo se clavaban en ella. Era necesario hacer callar aquella voz del desierto que clamaba en Santa Sofía. La emperatriz le hizo donativos especiales a la iglesia. El obispo le dio las gracias. Y siguió predicando igual que antes.

Entonces la emperatriz acudió a métodos más directos. Cuando Crisóstomo tuvo que ausentarse de la ciudad para atender a ciertos asuntos eclesiásticos en Efeso, Eudoxia se alió con Teófilo de Alejandría. Al regresar de Efeso, Crisóstomo se encontró acusado de una larga serie de cargos ridículos ante un pequeño grupo de obispos que Teófilo había reunido en Constantinopla. Crisóstomo no les hizo el menor caso, y sencillamente continuó predicando y atendiendo a sus deberes pastorales. Teófilo y los suyos lo declararon culpable, y le pidieron a Arcadio que lo desterrara. A instancias de Eudoxia, el emperador accedió al pedido de los obispos, y ordenó que Juan Crisóstomo abandonara la ciudad.

La situación era tensa. El pueblo estaba indignado. Los obispos y el clero de las cercanías se reunieron en Constantinopla, y le prometieron su apoyo a Crisóstomo. Todo lo que éste tenía que hacer era dar la orden, y los obispos se constituirían en un sínodo que condenaría a Teófilo y los suyos, al tiempo que el pueblo se sublevaría y sacudiría los cimientos mismos del Imperio. Con una sola palabra del elocuente obispo, toda la conspiración caería por tierra. Arcadio y Eudoxia lo sabían, y se preparaban para la lucha. Crisóstomo también lo sabía. Pero amaba demasiado la paz, y por ello se preparaba para el exilio. A los tres días de recibir la orden imperial, se despidió de los suyos se entregó a las autoridades.

El pueblo, empero, no estaba dispuesto a rendirse tan fácilmente. Las calles bullían de gentes prontas a amotinarse. Los soldados y la pareja imperial no se atrevían a aparecer en público. Esa noche, como una señal de la ira divina, la tierra tembló. Pocos días después, ante las súplicas asustadas de Eudoxia, Crisóstomo regresó a la ciudad y a su púlpito, en medio de las aclamaciones del pueblo.

Aunque el obispo había regresado, las razones del conflicto no estaban resueltas. Tras varios meses de intrigas, confrontaciones y vejaciones, Crisóstomo recibió una nueva orden de exilio. Y otra vez, aun contra el consejo de muchos de sus seguidores, se entregó a los soldados tranquila y secretamente, a fin de evitar un disturbio cuyas consecuencias el pueblo sufriría.

Pero el disturbio era inevitable. En la catedral de Santa Sofía y sus alrededores el pueblo se reunió, y mientras la multitud forcejeaba con el ejército estalló un incendio que consumió la catedral y varios edificios vecinos. Tras el disturbio vinieron la investigación y la venganza. La causa del incendio nunca se supo, pero muchos fueron torturados, y los más conocidos amigos del depuesto obispo fueron enviados al exilio.

Mientras tanto, el predicador del habla de oro marchaba al exilio en la remota aldea de Cucuso. Puesto que carecía de púlpito, tomó la pluma, y el mundo se conmovió. El obispo de Roma, Inocencio, abrazó su causa, y muchos siguieron su ejemplo. Sólo los tímidos y los aduladores —además de Teófilo de Alejandría—justificaban las acciones del emperador. La controversia hervía por todas partes. La pequeña aldea de Cucuso parecía haberse vuelto el centro del mundo.

A la postre los enemigos de Crisóstomo decidieron que aun la remota aldea de Cucuso estaba demasiado cerca, y ordenaron que el depuesto obispo fuese llevado aun más lejos, a un frío e ignoto rincón en las costas del Mar Negro. Los soldados que debían acompañarle en su viaje recibieron indicaciones de que no era necesario preocuparse demasiado por la salud de su prisionero, y que si éste no llegaba a su destino, tal cosa no sería muy lamentable. La salud de Crisóstomo flaqueaba, y cuando creyó que le había llegado el momento de morir pidió que le llevasen a una pequeña iglesia en el camino, tomó la comunión, se despidió de los que lo rodeaban, y terminó su vida con su más breve y elocuente sermón: “En todas las cosas, gloria a Dios. Amén”. Las vidas de Crisóstomo y Ambrosio, comparadas, nos sirven de indicio de los distintos rumbos que a la larga tomarían las iglesias de Oriente y de Occidente. Ambrosio se enfrentó al más poderoso emperador de su época, y resultó vencedor.

Crisóstomo, por su parte, fue destituido y enviado al exilio por el débil Arcadio. A partir del siglo próximo, la iglesia de Occidente —es decir, la de habla latina— se haría cada vez más poderosa, en medio de los desastres que destruyeron el poder del Imperio. En el Oriente, por el contrario, el Imperio perduraría mil años más. Unas veces fuerte y otras débil, este vástago oriental del viejo Imperio Romano —el llamado Imperio Bizantino— guardaría celosamente sus prerrogativas sobre la iglesia. Teodosio no fue el último emperador de Occidente que tuvo que humillarse ante un obispo de habla latina. Y Juan Crisóstomo —el del habla de oro— no fue el último obispo de habla griega enviado al exilio por un emperador de Oriente.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 209–214). Miami, FL: Editorial Unilit.

Ambrosio de Milán 21

Ambrosio de Milán 21

Dios ordenó que todas las cosas fueran producidas, de modo que hubiera comida en común para todos, y que la tierra fuese la heredad común de todos. Por tanto, la naturaleza ha producido un derecho común a todos; pero la avaricia lo ha vuelto el derecho de unos pocos.

Ambrosio de Milán

Entre los muchos gigantes cristianos que el siglo IV produjo, ninguno llevó una vida tan interesante como Ambrosio de Milán.

Su elección al episcopado

a1Corría el año 373 cuando la muerte del obispo de Milán vino a turbar la paz de esa gran ciudad. Auxencio, el difunto obispo, había sido puesto en ese cargo por un emperador arriano, quien había enviado al exilio al obispo anterior. Ahora que la sede estaba vacante, la elección amenazaba convertirse en un tumulto que podía volverse sangriento, pues tanto los arrianos como los nicenos estaban decididos a asegurarse de que uno de los suyos resultara electo.

A fin de evitar un motín, Ambrosio, el gobernador de la ciudad, se presentó en la iglesia en que iba a tener lugar la elección. Su gobierno justo y eficiente le había ganado las simpatías del pueblo. Natural de Tréveris, Ambrosio era hijo de un alto funcionario del Imperio, y por tanto esperaba que su carrera política le llevaría a posiciones cada vez más elevadas. Pero, a fin de que esa carrera no fuese arruinada, era necesario evitar un desorden violento en la elección del nuevo obispo de Milán.

Con esto en mente, Ambrosio se presentó en la iglesia, pidió la palabra, y comenzó a exhortar al pueblo con la elocuencia que más tarde le haría famoso. Según Ambrosio hablaba, la multitud se calmaba, y por tanto parecía que la gestión del gobernador tendría buen éxito. De pronto, un niño gritó: “¡Ambrosio, obispo!” Inesperadamente, el pueblo también empezó a gritar: “¡Ambrosio, obispo! ¡Ambrosio, obispo! ¡Ambrosio! ¡Ambrosio! ¡Ambrosio!”.

Para Ambrosio, ese grito de la muchedumbre podría ser el fin de su carrera política. Por tanto se abrió paso a través del pueblo, fue al pretorio, y condenó a tortura a varios presos, en la esperanza de perder su popularidad. Pero el populacho le seguía y no se dejaba convencer. Entonces el joven gobernador hizo traer a su casa mujeres de mala fama, para así destruir la opinión que el público tenía de él. Pero las gentes se agolpaban frente a su casa y seguían clamando que querían que Ambrosio fuera su obispo. Dos veces trató de huir de la ciudad o esconderse, pero sus esfuerzos resultaron fallidos. Por fin, rindiéndose ante la insistencia del pueblo y el mandato imperial, accedió a ser obispo de Milán.

Ambrosio, sin embargo, ni siquiera había sido bautizado, pues en esa época muchas personas—especialmente las que ocupaban altos cargos públicos —demoraban su bautismo hasta el final de sus días—. Por tanto, fue necesario empezar por bautizarle. Después, en el curso de una semana, fue hecho sucesivamente lector, exorcista, acólito, subdiácono, diácono y presbítero, hasta que fue consagrado obispo ocho días después, el primero de diciembre del año 373.

El pastor de Milán

Aunque Ambrosio no había querido ser obispo, una vez que aceptó ese cargo se dedicó a cumplir sus funciones a cabalidad. Para ayudarle en las labores administrativas de la iglesia, llamó junto a sí a su hermano Uranio Sátiro, quien era gobernador de otra provincia. Además hizo venir al presbítero Simpliciano, quien años antes le había enseñado los rudimentos de la fe cristiana, para que fuera su maestro de teología. Puesto que Ambrosio era un hombre culto, y se dedicó a sus estudios con asiduidad, pronto llegó a ser uno de los mejores teólogos de toda la iglesia occidental. Aunque Uranio Sátiro murió poco después a consecuencias de un naufragio, el tiempo que pasó con Ambrosio ayudó al nuevo obispo a poner sus asuntos en orden, y a tomar las riendas de la iglesia que le había tocado dirigir.

Poco después de la muerte de su hermano, los acontecimientos le dieron a Ambrosio la ocasión de mostrar el modo en que entendía sus responsabilidades pastorales. Un fuerte contingente godo atravesó las fronteras del Danubio con la anuencia de las autoridades imperiales, pero luego se rebeló y cometió grandes desmanes en las regiones al este de Milán.

Como resultado de los mismos, fueron muchos los refugiados que llegaron a la ciudad, y muchos otros los cautivos que permanecían presos en espera de rescate. Ante esta situación, Ambrosio hizo fundir y vender parte de los tesoros de la iglesia, para ayudar a los refugiados y para pagar el rescate de los cautivos. Inmediatamente los arrianos le acusaron de haber cometido un sacrilegio. Ambrosio respondió:

Es mucho mejor guardar para el Señor almas que oro. Porque quien envió a los apóstoles sin oro, sin oro juntó también las iglesias. La iglesia tiene oro, no para almacenarlo, sino para entregarlo, para gastarlo en favor de quienes tienen necesidades…. Mejor sería conservar los vasos vivientes, que no los de oro.

De igual modo, al escribir acerca de los deberes de los pastores, Ambrosio les dice que la verdadera fortaleza consiste en apoyar a los débiles frente a los poderosos, y que deben ocuparse de invitar a sus fiestas y banquetes, no a los ricos que pueden recompensarlos, sino a los pobres, que tienen mayor necesidad y que no pueden ofrecerles recompensa alguna.

Otra ocasión tuvo Ambrosio de poner estos principios en práctica cuando, poco después de la muerte de Valente, el nuevo emperador, Graciano, condenó injustamente a muerte a un noble pagano. Aunque el hombre en cuestión no era parte de la grey de Ambrosio, el obispo creía que sus deberes se extendían más allá de los miembros de su iglesia. Empero Graciano, quien probablemente sospechaba lo que Ambrosio quería de él, se negaba a darle audiencia. Por fin, Ambrosio se introdujo subrepticiamente en el lugar en donde el emperador daba una exhibición de caza, y allí lo importunó para que perdonara la vida al reo. Al principio el emperador y su séquito se indignaron contra quien interrumpía sus diversiones. Pero a la postre, sobrecogido por el valor del obispo y por la justicia de su petición, Graciano perdonó al condenado, y le agradeció a Ambrosio el que le hubiera obligado a hacer justicia.

Empero Ambrosio nunca se enteró de su triunfo más importante. Entre sus oyentes en la catedral de Milán se encontraba un joven intelectual que había seguido una larga peregrinación espiritual. Ahora, los sermones de Ambrosio fueron uno de los instrumentos que Dios utilizó para su conversión. Aquel joven se llamaba Agustín, y aunque fue Ambrosio quien lo bautizó, el obispo de Milán no parece haberse percatado de las dotes excepcionales de su nuevo converso, que después llegaría a ser el más famoso de todos los “gigantes” de su época.

El obispo frente a la corona

La labor pastoral de Ambrosio no se limitó a la predicación, la administración de los sacramentos, la dirección de los asuntos económicos de la iglesia, etcétera. Puesto que se trataba de un verdadero gigante, ubicado en una de las principales ciudades del Imperio, y puesto que se trataba también de un hombre de principios firmes y convicciones profundas, resultaba inevitable que a la larga chocara con las autoridades civiles.

Los más importantes conflictos de Ambrosio con la corona fueron los que le colocaron frente a frente con la emperatriz Justina. En el Occidente gobernaba, además de Graciano, su medio hermano Valentiniano II. Puesto que éste era menor de edad, la regencia había caído sobre Graciano. Empero en ausencia de Graciano la madre de Valentiniano, Justina, gozaba de gran poder, y se proponía utilizar ese poder para afianzar a su hijo en el trono y para promover la causa arriana, de la que era partidaria convencida. Frente a sus designios se alzaba Ambrosio, cuya política consistía en procurar, cada vez que una sede cercana resultaba vacante, que fuera un obispo ortodoxo quien la ocupara.

Por otra parte, Justina le debía grandes favores a Ambrosio, pues cuando hubo una rebelión en las Galias, y el usurpador Máximo derrotó y mató a Graciano, el trono de Valentiniano parecía derrumbarse, y en aquella ocasión Ambrosio fue como embajador ante el usurpador y lo convenció de que no invadiera los territorios de Valentiniano.

Pero a pesar de estas deudas de gratitud, Justina estaba decidida a obligar a Ambrosio a cederle una basílica para que fuese celebrado en Milán el culto arriano. Ambrosio se negaba, y se siguieron una serie de confrontaciones memorables. En una ocasión, cuando Ambrosio y su congregación se encontraban sitiados en la basílica por las tropas imperiales, Ambrosio venció la resistencia de los sitiadores dirigiendo a los fieles en el canto de himnos de entusiasmo y esperanza. De hecho, Ambrosio se hizo también famoso por los himnos que introdujo en el culto cristiano, y que fueron una de sus principales armas contra sus enemigos. En otra ocasión, cuando se le ordenó que entregase los vasos sagrados, Ambrosio respondió:

No puedo tomar nada del templo de Dios, ni puedo entregar lo que recibí, no para entregar, sino para guardar. En esto actúo en bien del emperador, puesto que no conviene que yo los entregue, ni tampoco que él los reciba.

Fue en medio de aquella contienda constante con la emperatriz que Ambrosio mandó excavar bajo una de las iglesias de la ciudad, y dos esqueletos decapitados fueron descubiertos. Alguien recordó que de niño había oído hablar de los mártires Gervasio y Protasio, e inmediatamente los restos fueron bautizados con esos nombres. Pronto corrieron rumores de milagros que ocurrían en virtud de las “sagradas reliquias”, y el pueblo se unió cada vez más en defensa de su obispo.

Por último, la enemistad de Justina hacia Ambrosio le costó el trono y la vida a su hijo, pues en una larga serie de maquinaciones dirigidas contra el obispo, Justina sólo logró que el usurpador Máximo atravesara los Alpes e invadiera sus territorios. Teodosio, el emperador de Oriente, acudió en defensa del niño Valentiniano, y derrotó a Máximo. Pero cuando Teodosio regresó a sus territorios dejó a Valentiniano al cuidado del conde Arbogasto, quien primero lo oprimió y por fin lo hizo matar. Así quedó Teodosio como dueño único del Imperio.

Teodosio era ortodoxo —de hecho, fue él quien convocó el Concilio de Constantinopla, que señaló el triunfo final de la fe nicena—. Pero a pesar de ello, bajo su gobierno Ambrosio volvió a chocar con la autoridad imperial. Dos fueron los mayores conflictos entre el obispo y el emperador. En ambos Ambrosio resultó vencedor, aunque con toda justicia debemos decir que en el primer caso era Teodosio quien tenía razón, y la victoria de Ambrosio trajo graves consecuencias.

El primer conflicto se produjo cuando un grupo de cristianos fanáticos en la pequeña población de Calínico quemó una sinagoga judía. El emperador ordenó que los culpables fueran castigados, y que además reconstruyeran la sinagoga destruida. Frente a él, Ambrosio decía que era impío por parte de un emperador cristiano obligar a otros cristianos a construir una sinagoga judía. Tras varios encuentros, el emperador cedió, los judíos se quedaron sin sinagoga, y los incendiarios resultaron impunes. Esto sentó un triste precedente, pues mostraba que en un imperio que se daba el nombre de cristiano quienes no lo fueran no podrían gozar de la protección de la ley.

El otro conflicto se debió a una causa mucho más justa. En Tesalónica se había producido un motín, y el pueblo sublevado había matado al comandante de la ciudad. Ambrosio, que conocía el carácter irascible del emperador, se presentó ante él y le aconsejó responder con mesura. Pero una vez que el obispo hubo partido, los cortesanos le aconsejaron a Teodosio que tomara medidas fuertes contra los habitantes de Tesalónica. Arteramente, Teodosio hizo correr la noticia de que la ciudad estaba perdonada. Pero cuando la mayor parte de la población se hallaba en el circo celebrando el perdón imperial, las tropas rodearon el lugar y, por orden de Teodosio, mataron a siete mil personas.

Al enterarse de lo sucedido, Ambrosio resolvió exigir de Teodosio un arrepentimiento público. Cuando algún tiempo después Teodosio se presentó ante la iglesia, el Obispo salió a la puerta y, alzando la mano frente al Emperador, le dijo: ¡Detente! Un hombre como tú, manchado de pecado, con las manos bañadas en sangre de injusticia, es indigno, hasta tanto se arrepienta, de entrar en este recinto sagrado, y de participar de la comunión.

Ante esta actitud por parte del Obispo, varios de los cortesanos quisieron usar de violencia con él. Pero el Emperador reconoció la justicia de lo que Ambrosio le decía, y dio muestras públicas de su arrepentimiento. Como señal de ello, y como una confesión de su carácter irascible, Teodosio ordenó que cualquier pena de muerte no se haría efectiva sino treinta días después de ordenada.

A partir de entonces, las relaciones entre Teodosio y el obispo de Milán fueron cada vez más cordiales. Cuando por fin el Emperador se vio próximo a la muerte, llamó a su lado al obispo que se había atrevido a censurarle públicamente.

Ya en esa época la fama de Ambrosio era tal que Fritigilda, la reina de los bárbaros marcomanos, le pidió que le escribiera un manual de instrucción acerca de la fe cristiana.

Tras leer el que Ambrosio le envió, Fritigilda decidió visitarle. Pero cuando iba camino de Milán supo que el famoso obispo de esa ciudad había muerto. Fue el 4 de abril del año 397, Domingo de Resurrección.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 204–208). Miami, FL: Editorial Unilit.

Los Grandes Capadocios 20

Los Grandes Capadocios 20

No a todos, mis amigos, no a todos, les corresponde filosofar acerca de Dios, puesto que el tema no es tan sencillo y bajo. No a todos, ni ante todos, ni en todo momento, ni sobre todos los temas, sino ante ciertas personas, en ciertas ocasiones, y con ciertos límites.

Gregorio de Nacianzo

a1La región de Capadocia se encontraba al sur de Asia Menor, en territorios que hoy pertenecen a Turquía.
Allí florecieron tres dirigentes eclesiásticos que bien merecen contarse entre los “gigantes” del siglo cuarto. Estos tres gigantes son Basilio de Cesarea, el teólogo a quien la posteridad conoce como “el Grande”, su hermano Gregorio de Nisa, famoso por sus obras acerca de la contemplación mística, y el amigo de ambos, Gregorio de Nacianzo, el gran orador y poeta, muchos de cuyos himnos son obras clásicas para la iglesia de habla griega. Pero antes de pasar a relatar su vida y obra, debemos detenernos a hacerle justicia a otro personaje no menos meritorio, aunque a menudo olvidado en medio de una historia en la que se reconoce poco la obra de las mujeres. Se trata de Macrina, la hermana de Basilio y de Gregorio de Nisa.

Macrina de Capadocia

La familia de Macrina, Basilio y Gregorio era profundamente religiosa, y sus raíces cristianas se extendían por lo menos hasta dos generaciones atrás. Sus abuelos maternos, Basilio y Macrina, habían pasado siete años escondidos en los bosques cuando la persecución de Decio. Durante ese exilio les acompañaban varios miembros de su casa, entre los que se contaban sus dos hijos, Gregorio y Basilio. Este Gregorio —tío de nuestros capadocios— más tarde llegó a ser obispo. En cuanto a Basilio, el padre de los hermanos cuya vida ahora narramos, llegó a ser un famoso abogado y maestro de retórica, y se casó con una cristiana de nombre Emilia—a quien la posteridad conoce como “Santa Emilia” —cuyo padre había sido también cristiano, y había muerto como mártir—. Luego, los abuelos de nuestros capadocios, tanto por línea materna como por línea paterna, habían sido cristianos, y uno de sus tíos era obispo.

Basilio y Emilia tuvieron diez hijos —cinco mujeres y cinco varones—. De las primeras, sólo conocemos el nombre de Macrina. De los varones, cuatro nombres nos son conocidos: Basilio, Naucracio, Gregorio y Pedro. De estos diez hermanos, cuatro han recibido el título de “santos”: Macrina, Basilio, Gregorio y Pedro. Al parecer, casi todas las mujeres eran mayores que los varones. De ellas, la de más edad era Macrina. Basilio era el mayor de los varones que vivían, pues el otro hermano, cuyo nombre desconocemos, había muerto en la infancia. Pero aun así Macrina era diez años mayor que Basilio.

A los doce años, Macrina era ya una mujer hermosa, y sus padres dieron los pasos que se acostumbraba entonces para preparar su matrimonio. Entre sus muchos pretendientes, escogieron a un joven pariente del agrado de Macrina, y que proyectaba hacerse abogado. Todo parecía estar listo cuando el joven novio murió inesperadamente. Tras un tiempo prudencial, los padres de Macrina comenzaron a hacer arreglos para que su hija pudiera casarse con algún otro pretendiente. Pero la joven se negó a acceder a tales preparativos, diciendo que su compromiso era como un matrimonio, y que su esposo estaba esperándola en el cielo. Por fin hizo votos en el sentido de no casarse jamás, y de dedicarse a la vida religiosa en el seno de su hogar, al tiempo que acompañaba y ayudaba a su madre.

Dos o tres años antes del compromiso de Macrina, había nacido Basilio, un niño enfermizo por cuya salud sus padres oraron sin cesar, hasta que una visión le prometió a Basilio el padre que su hijo viviría. Una mujer campesina fue traída para amamantar al pequeño Basilio, quien trabó así una fuerte amistad con su hermano de leche, Doroteo—más tarde presbítero.

Basilio era el orgullo de un padre que había tenido que esperar más de diez años por un hijo varón. En él se cifraban sus esperanzas de que alguien continuaría su renombre como abogado y orador, y por ello Basilio recibió la mejor educación disponible. Estudió primero en Cesarea, la ciudad principal de Capadocia; después en Antioquía, en Constantinopla, y por último en Atenas. Fue allí que estudió junto al joven Gregorio, que después llegaría a ser obispo de Nacianzo, así como junto al príncipe Juliano, conocido después como “el Apóstata”.

Cuando Basilio regresó a Cesarea después de tales estudios, venía hinchado de su propia sabiduría. Todos lo respetaban, tanto por sus conocimientos como por el prestigio de su familia. Pronto le fue ofrecida —y él aceptó— la cátedra de retórica de la Universidad de Cesarea.

Fue entonces que Macrina intervino. Sin ambages le dijo a su hermano que estaba envanecido, como si él fuese el mejor de todos los habitantes de Cesarea, y que haría bien en no citar tanto a los autores paganos y tratar de vivir más de lo que enseñaban y aconsejaban los cristianos. Basilio trató de excusarse, y hacía todo lo posible por no prestarle atención a su hermana, que después de todo carecía de los conocimientos que él había adquirido en Constantinopla, Antioquía y Atenas.

En esto estaban las cosas cuando llegaron noticias desoladoras. Unos años antes Naucracio, el hermano que seguía en edad a Basilio, se había retirado a la propiedad campestre que la familia tenía en Anesi. Allí llevaba una vida de contemplación, atendiendo a las necesidades de los naturales del lugar. Un día en que parecía encontrarse en perfecto estado de salud salió a pescar, y murió de repente.

Tales noticias conmovieron a Basilio. Por razones de su edad, él y Naucracio habían estado muy unidos. En los últimos años sus caminos se habían apartado, pues mientras Naucracio había abandonado las pompas del mundo, Basilio se había dedicado precisamente a buscar esas pompas —y las había alcanzado.

El golpe fue tal que Basilio decidió reformar su vida. Renunció a su cátedra y a todos sus demás honores, y le pidió a Macrina que le enseñase los secretos de la vida religiosa. Poco antes había muerto el anciano Basilio, y ahora fue ella quien se ocupó de consolar y de fortalecer a una familia abatida.

El modo en que Macrina buscaba esa consolación, sin embargo, consistía en hacerles pensar acerca de los goces de la vida religiosa. ¿Por qué no retirarse a las tierras de Anesi, y dedicarse a llevar una vida de renunciación y contemplación? La verdadera felicidad no se halla en las glorias del mundo, sino en el servicio de Dios. Y ese servicio se cumple tanto mejor cuando uno se deshace de todo lo que le ata al mundo. El vestido y la comida debían ser sencillos. El lecho, duro. Y la oración, constante. En otras palabras, lo que Macrina proponía era una vida semejante a la que llevaban los monjes del desierto. Pero a esto le añadía otro elemento. Macrina y su madre Emilia no vivirían solas, sino que tratarían de reclutar un número reducido de mujeres que quisieran acompañarlas en esta empresa.

Macrina, Emilia y varias otras mujeres se retiraron a Anesi, al tiempo que Basilio, siguiendo los sueños de su hermana, partía para el Egipto y otras regiones cercanas para aprender más acerca de la vida de los monjes. Puesto que a la postre fue Basilio quien más hizo por difundir y regular la vida monástica en la iglesia de habla griega, y puesto que fue Macrina quien lo inspiró a ello y quien se lanzó a la empresa antes que su hermano, podemos decir que la verdadera fundadora del monaquismo griego fue Macrina, quien pasó el resto de sus años en la comunidad monástica de Anesi. Más adelante veremos cuán grande fue su impacto sobre Basilio, que también siguió la vida monástica.

Por fin, en el año 380, poco después de la muerte de Basilio, su hermano Gregorio de Nisa fue a visitarla. Su fama era tal, que se le conocía sencillamente como “la Maestra”. Acerca de aquella visita, Gregorio nos ha dejado datos preciosos en su obra Acerca del alma y de la resurrección. Allí, comienza diciéndonos: “Basilio, grande entre los santos, había partido de esta vida, y marchado a estar con Dios, y todas las iglesias sentían la necesidad de lamentar su muerte. Pero su hermana la Maestra todavía vivía, y por tanto fui a visitarla”. Gregorio, sin embargo, no hallaría fácil consuelo en presencia de su hermana, que se encontraba sufriendo un fuerte ataque de asma en su lecho de muerte. “La presencia de la Maestra”, nos cuenta Gregorio, “despertó todo mi dolor, pues ella también estaba postrada para morir”.

Macrina lo dejó llorar, y una vez que hubo expresado su dolor comenzó a consolarlo hablándole de la esperanza cristiana de la resurrección. Por fin, tras haberlo animado y consolado en la fe, Macrina murió tranquilamente. Gregorio cerró sus ojos, pronunció el oficio fúnebre, y salió a continuar la obra que le habían encomendado ella y su hermano.

Basilio el Grande

Tiempo antes, Basilio había regresado de su viaje al Egipto, Palestina, y otras tierras donde había monjes de quienes aprender la vida contemplativa. En Ibora, cerca de Anesi, él y su amigo Gregorio de Nacianzo fundaron una comunidad para hombres semejante a la que Macrina había fundado para mujeres. Para Basilio, la vida comunitaria era un elemento esencial, pues quien vive solo no tiene a quién servir, y el meollo de la vida monástica está en el servicio a los demás. El mismo siempre se mostró dispuesto a ese servicio, y realizó las tareas más despreciables entre sus monjes. Pero al mismo tiempo se dedicó a escribir reglas y principios para ordenar su vida. De estas reglas se deriva toda la legislación de la iglesia griega con respecto a la vida monástica, y por tanto a menudo se le da a Basilio el título de “padre del monaquismo oriental”.

Pero la vida retirada era un lujo de que Basilio no podría disfrutar por mucho tiempo. Apenas llevaba seis años en Ibora cuando fue ordenado presbítero aun en contra de su voluntad. Basilio y el obispo de Cesarea no se llevaban bien, y tras varios conflictos nuestro presbítero decidió regresar a Ibora. Allí permaneció hasta que Valente llegó al trono imperial. Puesto que éste era arriano, el obispo de Cesarea decidió olvidarse de sus rencillas con Basilio y mandar a buscar al santo monje, que podría ser un aliado poderoso contra los embates del arrianismo. Basilio salió de su retiro y se preparó para la lucha.

La situación en Cesarea era triste. El mal tiempo había creado gran escasez de alimentos, y los ricos almacenaban todo lo que podían conseguir. Basilio comenzó a predicar contra tales prácticas, al tiempo que vendía todas sus propiedades para alimentar a los pobres. Además, decía, si cada cual tomara sólo lo que le hace falta, y diera a los demás lo que necesitan, no habría ricos ni pobres.

Cuando murió el obispo y la sede quedó vacante, los nicenos estaban convencidos de que era necesario que Basilio fuese electo para ocupar el cargo. Los arrianos, por su parte, trataron de hacer todo lo posible por evitarlo. Con este propósito centraron su atención sobre lo único que podría impedir que Basilio fuese un buen obispo, su salud endeble. Pero entre los presentes estaba el obispo Gregorio de Nacianzo —el padre del amigo de Basilio— quien respondió a tal objeción preguntando si se trataba de elegir a un obispo o a un gladiador. A la postre, Basilio resultó electo. El nuevo obispo de Cesarea —se trata de Cesarea en Capadocia, y no de Cesarea en Palestina, donde el famoso historiador Eusebio había sido obispo— sabía que su elección le acarrearía conflictos con el emperador, que era arriano. Poco después de la elección de Basilio, Valente anunció su propósito de visitar la ciudad de Cesarea. Tales visitas imperiales por lo general traían tristes consecuencias para los nicenos, pues el emperador hacía todo lo posible por fortalecer el bando arriano en cada ciudad que visitaba.

A fin de preparar el camino para la visita imperial, numerosos funcionarios llegaron a Cesarea. Una de las tareas que el emperador les había encomendado era que doblegaran el ánimo del nuevo obispo mediante promesas y amenazas. Pero Basilio no era fácil de doblegar. Por fin, en una entrevista acalorada, el prefecto pretoriano, Modesto, perdió la paciencia, y amenazó a Basilio con confiscación de bienes, exilio, torturas y muerte. A esto Basilio respondió: “Lo único que poseo que puedas confiscar son estos harapos y algunos libros. Tampoco me puedes exiliar, pues dondequiera que me mandes seré huésped de Dios. En cuanto a las torturas, ya mi cuerpo está muerto en Cristo. Y la muerte me hará un gran favor, pues me llevará más presto hasta Dios”. Era una escena que recordaba los antiguos tiempos de las persecuciones. Sorprendido, Modesto le confesó que nunca se habían atrevido a hablarle en tales términos. A ello, Basilio respondió “Quizá ello se deba a que nunca te has tropezado con un verdadero obispo”.

Por fin Valente llegó a Cesarea. Cuando llevó su ofrenda ante el altar, nadie se acercaba a recibirla. Valente se sentía humillado y conmovido ante tal firmeza, hasta que a la postre el propio Basilio, dando muestras de que con ello era él quien le hacía un favor al emperador, y no viceversa, se acercó y tomó su ofrenda.

Pocos días después el hijo de Valente cayó gravemente enfermo. Los médicos no ofrecían esperanza alguna, y el Emperador se vio obligado a acudir a las oraciones del famoso Obispo de Cesarea. Basilio oró por el muchacho, tras exigirle a Valente que el niño fuese bautizado y educado en la fe ortodoxa. El enfermo mejoró, y Basilio partió con el beneplácito imperial. Pero en ausencia del obispo los arrianos de la corte convencieron a Valente de que la mejoría era sólo una coincidencia, y que no tenía que cumplir la promesa hecha a Basilio. Tan pronto como Valente se dejó convencer por los arrianos, el niño enfermó de nuevo y murió. Desde entonces el Emperador sintió hacia el Obispo de Cesarea un odio incontenible, unido a un profundo temor.

Ese odio y temor se pusieron de manifiesto en el último intento por parte de Valente de oponerse a Basilio. El Emperador decidió que el mejor modo de tratar con el obispo recalcitrante era enviarle al exilio. Con ese propósito decidió firmar un edicto de destierro. Pero cuenta un cronista que cada vez que tomaba la pluma para sellar su decisión con su firma, la pluma se le rompía. Valente sencillamente no podía refrenar el temor que le dominaba. Por fin, convencido de que estaba recibiendo una advertencia de lo alto, el Emperador decidió que lo más sabio era dejar en paz al venerado obispo de Cesarea.

A partir de entonces Basilio pudo dedicarse por entero a las labores de su episcopado. Además de actuar como hábil pastor, continuó organizando y dirigiendo la vida monástica. También introdujo algunas reformas en la liturgia, aunque la llamada “Liturgia de San Basilio” no es verdaderamente suya, sino que es producto de fecha posterior.

En medio de todas estas labores, Basilio se encontraba profundamente envuelto en las controversias acerca de la doctrina de la Trinidad, a la que se oponían los arrianos. Mediante una amplia correspondencia y varios tratados teológicos, Basilio contribuyó al triunfo final de la doctrina trinitaria que el Concilio de Nicea había proclamado. Empero, al igual que Atanasio, no pudo ver ese triunfo final, pues murió pocos meses antes de que el Concilio de Constantinopla, en el año 381, confirmara la doctrina nicena.

Gregorio de Nisa

El hermano menor de Basilio, Gregorio de Nisa, era de un temperamento completamente opuesto al del famoso obispo de Cesarea.

Mientras Basilio era arrogante, tempestuoso e inflexible, Gregorio prefería el silencio, la quietud y el anonimato. No estaba en su sangre ni en sus propósitos hacerse campeón de causa alguna, sino sólo de la “descansada vida” del que “huye del mundanal ruido”. Su educación, aunque buena, no fue esmerada como la de Basilio. Y aunque por un tiempo quiso ser abogado y profesor de retórica, como su padre y su hermano mayor, lo cierto es que nunca abrazó esas metas con el fervor con que lo había hecho Basilio, y que tampoco se interesó en distinguirse como el más hábil orador de la comarca.

Mientras Basilio y su amigo Gregorio de Nacianzo se dedicaban con fervor a la vida monástica, el joven Gregorio se casó con una hermosa joven, Teosebia, con quien parece haber sido muy feliz. Cuando, años más tarde, escribió un tratado Acerca de la virginidad, los argumentos que ofreció en defensa de ese estado eran característicos de su temperamento. Según él, quien no se casa no tiene que pasar por el dolor de ver a su esposa en dolores de parto, ni por el dolor aún mayor de perderla. Para él la vida retirada era un modo de evitar las luchas y los dolores de la vida activa.

Por todas estas razones, Gregorio de Nisa fue, de entre los Grandes Capadocios, el que más se distinguió por su vida mística y por sus escritos en donde la describía y sentaba pautas para quienes decidieran seguirla. Hasta el día de hoy, sus obras místicas se encuentran entre las obras clásicas de la literatura contemplativa.

Pero las luchas de la época eran demasiado urgentes para que una persona del calibre de Gregorio pudiese sustraerse de ellas. Cuando el emperador Valente, en un intento de limitar el poder de Basilio, dividió la provincia de Capadocia en dos, éste respondió nombrando nuevos obispos para varias pequeñas poblaciones y hasta aldeas. Una de estas nuevas sedes era la de Nisa, y Basilio llamó a su hermano para que la ocupara. En realidad Gregorio no le prestó gran apoyo pues pronto se vio obligado a huir de su iglesia y esconderse hasta la muerte de Valente. Pero poco después, cuando tanto Valente como Basilio habían muerto, Gregorio quedó como uno de los principales jefes del partido niceno, y como tal lo recibió y lo trató el Concilio de Constantinopla, en el año 381.

Aunque era persona callada y humilde, los escritos de Gregorio muestran el fuego interior de su espíritu, tanto en las obras místicas como en las que dedicó a la controversia trinitaria. Al igual que Basilio, Gregorio ayudó a aclarar la doctrina nicena, y así contribuyó a su triunfo en Constantinopla.

Después de ese gran concilio, el emperador Teodosio lo tomó por uno de sus principales consejeros en materias teológicas, y Gregorio se vio obligado a viajar por diversas partes del Imperio, y hasta por Arabia y Babilonia. Todo esto, aunque de gran valor, siempre le pareció un obstáculo que le impedía regresar a la vida tranquila que tanto amaba.

Finalmente, tras asegurarse de que la causa nicena quedaba firmemente establecida, Gregorio volvió a su retiro, e hizo todo lo posible por apartarse de la atención del mundo. En esto tuvo tal éxito, que la fecha y circunstancias de su muerte nos son desconocidas.

Gregorio de Nacianzo

El tercero de los tres Grandes Capadocios fue Gregorio de Nacianzo, el joven a quien Basilio había conocido cuando ambos estudiaban juntos. Gregorio era hijo del obispo de Nacianzo, también llamado Gregorio, y de su esposa Nona —puesto que en esa época todavía no se prohibía que los obispos fueran casados—. El padre de nuestro Gregorio había sido hereje, pero a través de su matrimonio con Nona se había convertido, y algún tiempo después había pasado a ocupar el cargo de obispo de su población. Al igual que en el caso de Basilio, la familia de Gregorio era de una devoción profunda, hasta tal punto que la tradición les ha dado el título de “santos”, además de al propio Gregorio, a sus padres Gregorio el Mayor y Nona, a sus hermanos Cesario y Gorgonia, y a su primo hermano Anfiloquio.

Al igual que Basilio, Gregorio dedicó buena parte de su juventud al estudio. Tras pasar algún tiempo en Cesarea, fue a estudiar a Atenas, donde permaneció unos catorce años, y donde trabó amistad tanto con Basilio como con el príncipe Juliano. Tenía treinta años cuando decidió regresar a su tierra natal, donde se dedicó a llevar una vida ascética en compañía de Basilio. En el entretanto, su hermano Cesario se había hecho un médico famoso y establecido su residencia en Constantinopla,  donde sirvió primero a Constancio y después a Juliano. Pero ni en un caso ni en otro Cesario se dejó llevar, ya fuera por el arrianismo de Constancio, ya por el paganismo de Juliano.

En Nacianzo, Gregorio pronto se destacó por su oratoria hábil, y el resultado fue que, cuando menos lo esperaba, fue ordenado presbítero a la fuerza. Entonces huyó a Ibora, donde Basilio había fundado su pequeña comunidad monástica. Pero a la postre decidió regresar a Nacianzo, y allí pronunció un famoso discurso acerca de las obligaciones del pastor. Ese discurso comenzaba diciendo: “Fui vencido, y confieso mi derrota”.

A partir de entonces, Gregorio se vio cada vez más envuelto en las controversias de la época. Cuando, poco después, Basilio se vio obligado a nombrar varios nuevos obispos, para contrarrestar las acciones de Valente, uno de ellos fue Gregorio, a quien hizo obispo de Sasima, una aldea que era poco más que una encrucijada en el camino. Gregorio siempre vio esta acción de Basilio como una imposición, y la amistad entre ambos sufrió. Poco después murieron, en rápida sucesión, Cesario, Gorgonia, Gregorio el Mayor y Nona. Solo y entristecido, Gregorio se apartó de su iglesia, para dedicarse a la meditación. En su retiro estaba cuando le llegó la noticia de la muerte de Basilio, con quien todavía no estaba totalmente reconciliado. El golpe fue rudo, y dejó a Gregorio abatido. Pero cuando por fin se recobró había tomado la decisión de intervenir en la contienda de que había tratado de sustraerse, y a la que Basilio había dedicado tantas energías. En el año 379 se presentó en Constantinopla. Era todavía la época en que el arrianismo gozaba del apoyo del poder político. No había en toda la ciudad ni una sola iglesia ortodoxa. En casa de un pariente, Gregorio comenzó a celebrar servicios ortodoxos. En las calles las gentes le apedreaban. En más de una ocasión grupos de monjes arrianos irrumpieron en sus cultos y profanaron su altar. Pero en medio de todo ello Gregorio seguía firme. Los himnos que componía, la firmeza de su convicción, y el poder de su oratoria sostenían el ánimo de su pequeña congregación. Fue en medio de estas luchas que Gregorio pronunció sus Cinco discursos teológicos acerca de la Trinidad, que aún hasta el día de hoy son tenidos por una de las mejores exposiciones de la doctrina trinitaria.

Por fin sus esfuerzos recibieron su recompensa. A fines del año 380, el emperador Teodosio entraba triunfante en Constantinopla. Teodosio era un general ortodoxo, natural de España, que pronto echó a los arrianos de la ciudad. Pocos días después, el emperador se hizo acompañar de Gregorio en su visita a la catedral de Santa Sofía. Todos estaban reunidos allí, en medio de un día tenebroso, cuando un rayo de sol se abrió paso por entre las nubes y fue a dar sobre Gregorio. Inmediatamente los presentes vieron en esto una señal del cielo y comenzaron a dar gritos: “¡Gregorio obispo, Gregorio obispo, Gregorio obispo!” Puesto que esto convenía a sus intereses, Teodosio inmediatamente dio su aprobación. Gregorio, empero, no deseaba tal cargo, y fue necesario convencerle y proceder a una elección en regla. El oscuro monje de Nacianzo era ahora Patriarca de Constantinopla.

Algunos meses más tarde, cuando el emperador convocó a un concilio que se reunió en Constantinopla, fue Gregorio de Nacianzo, como obispo de la capital, quien presidió las primeras sesiones. En esas tareas, Gregorio estaba fuera de su ambiente, y según él decía, los obispos se comportaban como un enjambre de avispas alborotadas. Cuando algunos de sus opositores sacaron a relucir el hecho de que Gregorio era obispo de Sasima, y que por tanto no podía serlo también de Constantinopla, Gregorio se mostró pronto a renunciar a un cargo que nunca había deseado, y así lo hizo. Nectario, el gobernador civil de Constantinopla, fue electo obispo de esa ciudad, y ocupó el cargo con relativa distinción hasta que le sucedió Juan Crisóstomo, de quien hemos de ocuparnos más adelante.

El Concilio de Constantinopla reafirmó lo que había dicho el de Nicea acerca de la divinidad del Verbo, y añadió que lo mismo podría decirse del Espíritu Santo. Luego, fue ese concilio el que proclamó definitivamente la doctrina de la Trinidad. En gran medida, sus decisiones, y la teología que esas decisiones reflejaban, fueron obra de los Grandes Capadocios.

En cuanto a Gregorio, regresó a su tierra natal y se dedicó a las tareas pastorales y a componer himnos. Cuando supo que Teodosio pensaba convocar otro concilio y pedirle a él que lo presidiera, Gregorio se negó rotundamente. Murió por fin, apartado de las pompas civiles y eclesiásticas, en su retiro en Arianzo, cuando tenía unos sesenta años de edad.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 193–202). Miami, FL: Editorial Unilit.

Atanasio de Alejandría 19

Atanasio de Alejandría 19

Los resultados de la encarnación del Salvador son tales y tantos que quien intente enumerarlos podría compararse a quien contempla la vastedad del mar y trata de contar sus olas.

Atanasio de Alejandría

a1Entre las muchas personas que asistieron al Concilio de Nicea se encontraba un joven diácono alejandrino de tez oscura, y tan corto de estatura que sus enemigos se burlaban de él llamándole enano. Se trataba de Atanasio, el secretario de Alejandro, que pronto vendría a ser una de las figuras centrales de la controversia, y el principal y más decidido defensor de la fe nicena.

Los primeros años

Nos es imposible saber el lugar y la fecha exactos del nacimiento de Atanasio, aunque parece haber sido en una pequeña aldea o ciudad de poca importancia a orillas del Nilo, alrededor del año 299. Puesto que hablaba el copto, que era el idioma de los habitantes originales de la región que habían sido conquistados por los griegos y los romanos, y puesto que su tez era oscura, como la de los coptos, es muy probable que haya pertenecido a ese grupo, y que por tanto su procedencia social se encuentre en las clases bajas del Egipto. Ciertamente, Atanasio nunca pretendió ser persona distinguida, ni conocedora de las sutilezas de la cultura grecorromana.

Sabemos también que desde fecha muy temprana Atanasio se relacionó estrechamente con los monjes del desierto. Jerónimo nos dice que nuestro personaje le regaló un manto a Pablo el ermitaño. Y el propio Atanasio, que escribió la Vida de San Antonio, dice que acostumbraba visitar a este famoso monje y lavarle las manos. Este último detalle ha hecho pensar a algunos que de niño Atanasio sirvió a Antonio. Aunque esto es posible, sólo tenemos indicios de ello, y por tanto es aventurado asegurarlo. Pero lo que sí resulta indubitable es que a través de toda su vida Atanasio tuvo relaciones estrechísimas con los monjes del desierto, que en más de una ocasión le protegieron frente a las autoridades, según veremos más adelante. De los monjes Atanasio aprendió una disciplina rígida para con su persona, y una austeridad que le ganó la admiración de sus amigos y por lo menos el respeto de sus enemigos. De todos los opositores del arrianismo, Atanasio era el más temible. Y esto, no porque su lógica fuese más sutil —que no lo era— ni porque su estilo fuese el más pulido —que tampoco lo era— ni porque Atanasio estuviera dotado de gran habilidad política —que no lo estaba— sino porque Atanasio se hallaba cerca del pueblo, y vivía su fe y su religión sin las sutilezas de los arrianos ni las pompas de tantos otros obispos de grandes sedes. Su disciplina monástica, sus raíces populares, su espíritu fogoso y su convicción profunda lo hacían invencible.

Aún antes de estallar la controversia arriana, Atanasio había escrito dos obras, una Contra los gentiles, y otra Acerca de la encarnación del Verbo. Nada hay en estas obras de las especulaciones de Clemente o de Orígenes. Pero sí hay una profunda convicción de que el hecho central de la fe cristiana, y de toda la historia humana, es la encarnación de Jesucristo. La presencia de Dios en medio de la humanidad, hecho hombre: he ahí el meollo del cristianismo según Atanasio lo entiende.

En un bello pasaje, Atanasio compara la encarnación a la visita del emperador en una ciudad. El emperador decide visitarla, y toma por residencia una de las casas de la misma. El resultado es que, no sólo esa casa, sino toda la ciudad, reciben un honor y una protección especial, de tal modo que los bandidos no se atreven a atacarla. De igual modo el Monarca del universo ha venido a visitar nuestra ciudad humana, viviendo en una de nuestras casas, y gracias a su presencia en Jesús todos nosotros quedamos protegidos de los ataques y artimañas del maligno. Ahora, en virtud de esa visita de Dios en Jesucristo, somos libres para llegar a ser lo que Dios quiere que seamos, es decir, seres capaces de vivir en comunión con El.

Como se ve, la presencia de Dios en la historia era el elemento central de la fe de Atanasio —como lo ha sido para tantos otros cristianos a través de los siglos—. Por tanto, no ha de sorprendernos el hecho de que Atanasio viera en las doctrinas arrianas una grave amenaza a la fe cristiana. En efecto, lo que Arrio decía era que quien había venido en Jesucristo no era Dios mismo, sino un ser inferior, una criatura. El Verbo era la primera de las criaturas de Dios, pero siempre una criatura. Tales opiniones Atanasio no podía aceptar —como tampoco podían aceptarla los monjes que se habían retirado al desierto por amor de Dios encarnado, ni los feligreses que se reunían a participar de la liturgia que Atanasio dirigía. Para él, la controversia arriana no era cuestión de sutilezas teológicas, sino que tenía que ver con el centro mismo de la fe cristiana.

Cuando Alejandro, el obispo de Alejandría, enfermó de muerte, todos daban por sentado que Atanasio sería su sucesor. Pero Atanasio, que no quería sino vivir tranquilamente ofreciendo los sacramentos y adorando con el pueblo, se retiró al desierto. En su lecho de muerte, Alejandro lo buscó, probablemente para hacerles ver a los presentes que deseaba que Atanasio le sucediera; pero Atanasio no estaba allí. Por fin, varias semanas después de la muerte de Alejandro, y contra los deseos del propio Atanasio, el joven pastor fue elegido obispo de Alejandría. Era el año 328, y ese mismo año el emperador Constantino levantó la sentencia de exilio contra Arrio. El arrianismo comenzaba a ganar terreno, y la lucha se preparaba.

El primer exilio

Eusebio de Nicomedia y los demás dirigentes arrianos sabían que Atanasio era uno de sus enemigos más temibles. Por tanto, pronto empezaron a hacer todo lo posible por destruirle, haciendo circular rumores en el sentido de que practicaba la magia, y que tiranizaba a sus súbditos entre los cristianos del Egipto. Por fin Constantino le ordenó que se presentara ante un concilio reunido en Tiro, donde tendría que responder a graves cargos. En particular, se le acusaba de haber matado a un tal Arsenio, obispo de una secta rival, y haberle cortado la mano para usarla en ritos mágicos. Atanasio fue a Tiro, según se le ordenaba, y después de escuchar la acusación que contra él se hacía hizo introducir en la sala a un hombre encubierto con una gran manta. Tras asegurarse de que varios de los presentes conocían a Arsenio, hizo descubrir el rostro del encapuchado, y sus acusadores quedaron confundidos al reconocer al obispo que supuestamente había sido muerto. Pronto, sin embargo, alguien dijo que, aunque Atanasio no había matado a Arsenio, sí le había cortado la mano. Ante la insistencia de la asamblea, Atanasio descubrió una de las manos de Arsenio, y mostró que estaba intacta. “¡Fue la otra!” gritaron algunos de los presentes, que se habían dejado convencer por los rumores echados a rodar por los arrianos. Entonces Atanasio mostró que la otra mano de Arsenio estaba también en su lugar, y en tono sarcástico preguntó: “Decidme, ¿qué clase de monstruo creéis que es Arsenio, que tiene tres manos?” Ante estas palabras, unos rompieron a reír, mientras otros no pudieron sino decir que los arrianos los habían engañado. El concilio terminó en el más completo desorden, y Atanasio quedó libre.

El obispo de Alejandría aprovechó esta oportunidad para presentar su caso ante el emperador. Se fue a Constantinopla y un buen día saltó ante el caballo del emperador, lo sujetó por la brida, y no lo soltó hasta que Constantino le prometió que le daría una audiencia. Quizá debido a la influencia de Eusebio de Nicomedia en la corte tales métodos eran necesarios. Pero quien conociera a Constantino sabría que en aquella acción el joven obispo se había ganado a la vez el respeto y el odio del emperador. Cuando algún tiempo más tarde Eusebio de Nicomedia le dijo a Constantino que Atanasio se había jactado de poder detener los envíos de trigo de Alejandría a Constantinopla, Constantino creyó lo que le decía el obispo arriano, y ordenó que Atanasio fuese exiliado a Tréveris, en el Occidente.

Pero poco después Constantino murió —luego de ser bautizado por Eusebio de Nicomedia— y le sucedieron sus tres hijos Constantino II, Constante y Constancio. Los tres hermanos, después de la matanza de todos sus parientes a que nos hemos referido antes, decidieron que todos los obispos que estaban exiliados por su oposición al arrianismo podían volver a sus sedes, y Atanasio pudo regresar del exilio.

Las muchas vicisitudes

Empero el regreso de Atanasio a Alejandría no fue el fin, sino el comienzo de toda una vida de luchas y de exilios repetidos. En Alejandría había algunos que apoyaban a los arrianos, y que ahora decían que Atanasio no era el obispo legítimo de esa ciudad. Quien pretendía tener derecho a ese cargo era un tal Gregorio, arriano, que contaba con el apoyo del gobierno. Puesto que Atanasio no quería entregarle las iglesias, Gregorio se decidió a tomarlas por la fuerza, y en consecuencia se produjeron tales desmanes que Atanasio decidió que, a fin de evitar más ultrajes y profanaciones, era mejor que él se ausentara de la ciudad y le dejara el campo libre a Gregorio. Sin embargo, cuando llegó al puerto y trató de obtener pasaje, descubrió que el gobernador había prohibido que abandonara la ciudad, o que se le ofreciera pasaje para hacerlo. Por fin logró convencer a uno de los capitanes de navío que lo sacara a escondidas del puerto de Alejandría, y lo llevara a Roma.

El exilio de Atanasio en Roma fue fructífero, pues tanto los nicenos como los arrianos le habían pedido al obispo de Roma, Julio, que les prestase su apoyo. Ahora la presencia de Atanasio contribuyó grandemente al triunfo de la causa nicena en esa ciudad, y por fin un sínodo reunido en ella declaró que Atanasio era el obispo legítimo de Alejandría, y que Gregorio era un usurpador. Aunque por lo pronto, dada la situación política, esto no quería decir que Atanasio podía regresar a Alejandría, sí significaba que la iglesia occidental le prestaba su apoyo moral, con el que Gregorio no podía ya contar. Por fin, tras una larga serie de negociaciones, Constante, quien había quedado como único emperador en el Occidente tras la muerte de su hermano Constantino II, apeló a su otro hermano, Constancio, quien gobernaba en el Oriente, para que se le permitiese a Atanasio volver a su ciudad.

Puesto que en ese momento Constancio tenía razones para tratar de ganarse la amistad de su hermano, accedió a las peticiones de este último, y una vez más Atanasio pudo regresar a Alejandría.

Los desmanes de Gregorio en Alejandría habían sido tales que el pueblo ahora recibió a Atanasio como un héroe o un libertador. Las gentes se lanzaron a la calle para aclamarle. Y los monjes descendieron del desierto para darle la bienvenida. Ante tales muestras de la popularidad de Atanasio, sus enemigos no se atrevieron a atacarlo directamente por algún tiempo, y Atanasio y la iglesia de Alejandría gozaron de un período de relativa tranquilidad que duró unos diez años, durante los cuales Atanasio fortaleció sus alianzas con otros obispos ortodoxos mediante una nutrida correspondencia, y escribió además varios tratados contra los arrianos.

Pero el emperador Constancio era arriano decidido, y estaba dispuesto a deshacerse del campeón de la fe nicena. Mientras vivió Constante, Constancio no se atrevió a atacar a Atanasio abiertamente. Después un tal Magnencio trató de usurpar el trono occidental, y Constancio se vio obligado a concentrar sus esfuerzos en la campaña contra él.

Por fin, en el año 353, Constancio se sintió suficientemente fuerte para dar rienda suelta a su política proarriana. Por la fuerza fue obligando a todos los obispos a aceptar la doctrina arriana. Se cuenta que cuando le ordenó a un grupo de obispos que condenara a Atanasio, le respondieron que no podían hacerlo, puesto que los cánones de la iglesia prohibían que se condenara a alguien sin darle oportunidad de defenderse. A esto respondió indignado el emperador: “Mi voluntad es también un canon de la iglesia”. En vista de tal actitud por parte del emperador, muchos obispos firmaron la condenación de Atanasio, y los que se negaron a hacerlo fueron enviados al destierro.

En el entretanto, Constancio hacía todo lo posible por alejar a Atanasio de Alejandría, donde era demasiado popular. Le escribió una carta diciéndole que estaba dispuesto a concederle la audiencia que él le había pedido. Pero Atanasio le contestó muy cortésmente que había habido algún error, pues él no había pedido audiencia ante el emperador, y que en todo caso no quería malgastar el tiempo de su señor. El emperador entonces mandó concentrar en Alejandría todas las legiones disponibles en las cercanías, pues temía que se produjera una sublevación. Una vez que las tropas estuvieron disponibles, el gobernador le ordenó a Atanasio, en nombre del emperador, que abandonase la ciudad. Atanasio le respondió mostrándole la vieja orden escrita en la que Constancio le daba permiso para regresar a Alejandría, y le dijo al gobernador que ciertamente debía haber alguna equivocación, pues el emperador no podría contradecirse de ese modo.

Poco después, cuando Atanasio estaba celebrando la comunión en una de sus iglesias, el gobernador hizo rodear el templo, y de pronto irrumpió en el santuario al frente de un grupo de soldados armados. El tumulto fue enorme, pero Atanasio no se inmutó, sino que les ordenó a los fieles que cantaran el Salmo 136: “Porque para siempre es su misericordia”. Los soldados se abrían paso a través de la multitud, mientras unos cantaban y otros trataban de escapar. Alrededor de Atanasio los pastores que estaban presentes formaron un círculo. Atanasio se negaba a huir hasta tanto no se asegurara de que su grey estaba a salvo. A la postre, en medio del tumulto, Atanasio se desmayó, y fue entonces que sus clérigos aprovecharon para sacarle a escondidas de la iglesia y ponerle a salvo.

A partir de entonces, Atanasio pareció ser un fantasma. Por todas partes se le buscaba; pero las autoridades no podían dar con él. Lo que había sucedido era que se había refugiado entre los monjes del desierto. Estos monjes tenían modos de comunicarse entre sí, y cada vez que los oficiales del emperador se acercaban al escondite del obispo, sencillamente le hacían trasladar a otro monasterio. Durante cinco años Atanasio vivió entre los monjes del desierto. Y durante esos cinco años la causa nicena sufrió rudos golpes. La política imperial no se ocultaba ya en su apoyo a los arrianos.

Por la fuerza, varios sínodos se declararon en favor del arrianismo. A la postre, hasta el anciano Osio de Córdoba y el obispo de Roma, Liberio, firmaron confesiones de fe arriana. Aunque eran muchos los obispos y demás dirigentes eclesiásticos que se habían convencido de que el arrianismo no era aceptable, era difícil oponérsele cuando el estado lo apoyaba tan decididamente. Por fin un concilio reunido en Sirmio promulgó lo que más tarde se llamó “la blasfemia de Sirmio”, que era un documento que abiertamente rechazaba la fe proclamada en el Concilio de Nicea.

Inesperadamente Constancio murió, y le sucedió Juliano el apóstata. Puesto que Juliano no tenía interés alguno en apoyar  uno u otro de los dos bandos en contienda, sencillamente ordenó que se cancelaran todas las órdenes de exilio expedidas contra los obispos. El propósito de Juliano era que los dos bandos se desangraran mutuamente, al tiempo que él seguía adelante con su programa de restaurar el paganismo. Pero en todo caso el resultado del advenimiento de Juliano al poder fue que Atanasio pudo regresar a Alejandría y dedicarse a una urgente tarea de diplomacia teológica.

El acuerdo teológico

Durante sus años de lucha, Atanasio se había percatado de que la razón por la que muchos se oponían al Credo de Nicea era que temían que la aseveración de que el Hijo era de la misma substancia del Padre pudiera entenderse como queriendo decir que no hay distinción alguna entre el Padre y el Hijo. Por esa razón, algunos preferían decir, en lugar de “de la misma substancia”, “de semejante substancia”. Las dos palabras griegas son homousios (de la misma substancia) y homoiusios (de semejante substancia). El Concilio de Nicea había dicho que el Hijo era homousios con el Padre. Ahora algunos decían que, aunque la declaración del Concilio les parecía peligrosa, estaban dispuestos a afirmar que el Hijo era homoiusios con el Padre.

Anteriormente, Atanasio habría insistido exclusivamente en la fórmula de Nicea, y declarado que quienes insistían en decir “de semejante substancia” eran tan herejes como los arrianos. Pero ahora, tras varios años de experiencia, el viejo obispo de Alejandría estaba dispuesto a ver la preocupación legítima de estos cristianos que, al mismo tiempo que no querían ser arrianos, tampoco estaban dispuestos a abandonar completamente toda distinción entre el Padre y el Hijo, pues esa distinción se encontraba en la Biblia y había sido doctrina de la iglesia desde sus mismos inicios.

Ahora, mediante toda una serie de negociaciones, Atanasio se acercó a estos cristianos, y les hizo ver que la fórmula de Nicea podía interpretarse de tal modo que hiciera justicia a las preocupaciones de quienes preferían decir “de semejante substancia”. Por fin, en un sínodo reunido en Alejandría en el año 362, Atanasio y sus seguidores declararon que era aceptable hablar del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo como “una substancia” (una “hipóstasis”), siempre que esto no se entendiera como si no hubiera distinción alguna entre los tres, y también como “tres substancias” (tres “hipóstasis”), siempre que esto no se entendiera como si hubiera tres dioses.

Sobre la base de este entendimiento, la mayoría de la iglesia se fue reuniendo de nuevo en su apoyo al Concilio de Nicea, hasta que —según veremos más adelante— el Segundo Concilio Ecuménico, reunido en Constantinopla en el 381, ratificó la doctrina nicena. Empero Atanasio no viviría para ver el triunfo final de la causa a que había dedicado casi toda su vida.

Continúan las vicisitudes

Aunque Juliano se había propuesto no perseguir a los cristianos, pronto comenzaron a perturbarle las noticias que le llegaban de Alejandría. En otras ciudades la restauración del paganismo marchaba más o menos lentamente. Pero en Alejandría no marchaba. En efecto, el obispo de esa ciudad, al tiempo que se dedicaba a sanar las heridas causadas por los largos años de controversias, se dedicaba también a fortalecer la iglesia. Su prestigio era tal que los programas de Juliano no tenían éxito alguno. Aun más, el viejo obispo se oponía abiertamente a los designios del emperador, y esa oposición inspiraba a las masas. En vista de todo esto, Juliano decidió enviar a Atanasio a un nuevo exilio.

Tras una serie de episodios que no es necesario narrar aquí, resultó claro que Juliano deseaba que Atanasio abandonara, no sólo Alejandría, sino también el Egipto. Atanasio se veía obligado a acceder a lo primero, ya que en la ciudad no había verdaderamente dónde esconderse. Pero decidió permanecer en el Egipto, escondido una vez más entre los monjes. Para evitar esto, los soldados imperiales recibieron órdenes de arrestarle. Fue entonces que ocurrió el episodio famoso que narramos a continuación.

Atanasio se encontraba en una embarcación que remontaba el Nilo, dirigiéndose hacia las moradas de los monjes, cuando se acercó el bote, más veloz, que conducía a los soldados que lo perseguían. “¿Habéis visto a Atanasio?”, gritaron los del otro bote. “Sí”, les contestó Atanasio con toda veracidad, “va delante de vosotros, y si os apresuráis le daréis alcance”. Ante estas noticias, el oficial ordenó que los que remaban apresuraran el ritmo, y pronto dejaron atrás a Atanasio y los suyos.

Como hemos visto, empero, el reinado de Juliano no duró mucho. A su muerte le sucedió Joviano, quien, además de ser tolerante con todos los bandos en disputa, sentía una admiración profunda hacia Atanasio. Una vez más el obispo alejandrino fue llamado del exilio, aunque no pudo permanecer mucho tiempo en su sede antes que el nuevo emperador lo llamara a Antioquía, para que el famoso obispo le instruyese acerca de la verdadera fe. Cuando por fin Atanasio regresó a Alejandría, todo parecía indicar que su larga cadena de destierros había llegado a su fin.

Pero aún le restaba a Atanasio uno más, pues a los pocos meses Joviano murió y su sucesor, Valente, se declaró defensor de los arrianos. Por diversas razones hubo motines en Alejandría, y Atanasio, temiendo que el nuevo emperador lo culpara por esos motines, y que tratara de tomar venganza sobre los fieles de la ciudad, decidió retirarse una vez más. Pero pronto resultó claro que Valente, al mismo tiempo que hacía todo lo posible por restaurar la preponderancia del arrianismo, no se atrevería a tocar al venerable obispo de Alejandría. Las experiencias de Constancio y Juliano bastaban para mostrarle que el pequeño Atanasio era un gigante a quien era mejor dejar en paz.

Por tanto, Atanasio pudo permanecer en Alejandría, pastoreando su grey, hasta que la muerte lo reclamó en el año 373.

Atanasio nunca vio el triunfo final de la causa nicena. Pero quien lea sus obras se percatará de que su convencimiento de la justicia de esa causa era tal que siempre confió que, antes o después de su muerte, la fe nicena se impondría. De hecho, tras las primeras luchas, Atanasio comenzó a ver alrededor suyo, en diversas regiones del imperio, a otros gigantes que comenzaban a alzarse en pro de la misma causa.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 181–192). Miami, FL: Editorial Unilit.

La reacción pagana: Juliano el Apóstata 18

La reacción pagana: Juliano el Apóstata 18

Este muy humano príncipe [Constancio], aunque éramos parientes cercanos, nos trató del siguiente modo. Sin juicio alguno mató a seis primos comunes, a mi padre, que era su tío, a otro tío nuestro por parte de padre, y a mi hermano mayor.

Juliano el Apóstata

a1Juliano tenía sobradas razones para no sentir simpatías hacia Constancio, o hacia la fe cristiana que éste profesaba. En efecto, a la muerte de Constantino había ocurrido una matanza de todos los parientes del gran emperador, excepto sus tres hijos. Las circunstancias en que esto ocurrió no están del todo claras, y por tanto quizá sea injusto culpar a Constancio por el hecho. A la muerte de Constantino la sucesión resultó dudosa por un breve período, y fue entonces que los soldados de Constantinopla mataron a casi toda la parentela del difunto emperador. Pero esto no lo hicieron para que otra dinastía ocupara el trono, sino todo lo contrario, para asegurarse de que nadie reclamara el poder, que les correspondía exclusivamente a los tres hijos de Constantino. De ellos, sólo Constancio estaba a la sazón en Constantinopla, y por tanto la opinión común fue siempre que Constancio había ordenado la muerte de sus parientes.

En todo caso, haya o no mandado Constancio a matar a la familia de Juliano, el hecho es que éste último estaba convencido de que su primo era el culpable. El padre de Juliano, Constancio, era medio hermano de Constantino, y por tanto Juliano y el emperador Constancio eran primos hermanos (véase el cuadro genealógico en la página siguiente). Lo que Juliano sospechaba —y lo que se decía en voz baja por todo el Imperio— era que, temiendo que alguno de estos parientes cercanos del gran emperador pretendiera el trono, Constancio había ordenado que todos fueran muertos.

La larga ruta hacia el poder

De toda aquella familia, sólo sobrevivieron Juliano y su medio hermano Galo, varios años mayor que él. Juliano después pensó que se les había perdonado la vida porque los soldados tuvieron misericordia de su tierna edad —seis años— y de la enfermedad al parecer mortal de su hermano. Pero lo más probable parece ser que fue Constancio quien dispuso que no fueran muertos estos dos últimos vástagos de la casa de Constancio Cloro, pues eran demasiado jóvenes para dirigir una rebelión, y si llegaba el momento en que ni Constancio ni sus dos hermanos dejaban descendencia, siempre sería posible acudir a Galo o a Juliano, que para esa época serían ya mayores.

En el entretanto, Galo y Juliano fueron apartados de la corte, y mientras el mayor de los dos hermanos se dedicaba al ejercicio físico, el menor se interesaba cada vez más en los estudios filosóficos. Ambos habían sido bautizados e instruidos en las doctrinas cristianas, y durante su exilio de la corte fueron ordenados como lectores de la iglesia.

A la postre, Constancio tuvo que acudir a Galo, pues en el año 350 había quedado como dueño único del Imperio, y no tenía hijos que le ayudaran a gobernar o que pudieran asegurar la sucesión al trono. Por tanto, en el año 351, Constancio llamó a Galo y le dio el título de César, confiándole el gobierno de la porción oriental del Imperio. Pero Galo no resultó buen gobernante, y además se le acusó de conspirar contra Constancio para apoderarse del trono. En el año 354 Constancio lo hizo arrestar y decapitar.

Mientras tanto, Juliano había continuado sus estudios de filosofía, especialmente en la ciudad de Atenas, donde estaba la escuela más famosa en estas materias, y donde lo conoció Basilio de Cesarea, cuya vida y obra discutiremos más adelante.

Fue en Atenas que Juliano se inició en las antiguas religiones de misterio. Definitivamente había abandonado el cristianismo, y buscaba la verdad y la belleza en la literatura y la religión de la época clásica.

Por fin, tras vencer los temores que infundía en él la experiencia que había tenido en el caso de Galo, Constancio decidió llamar a Juliano al poder, dándole el título de César y confiándole el gobierno de las Galias. Nadie esperaba que Juliano fuese un gran gobernante, pues se había pasado la vida entre libros y filósofos, y en todo caso los recursos que Constancio le dio eran harto escasos. Pero Juliano sorprendió a quienes no esperaban gran cosa de él. Su administración de las Galias fue sabia, y en sus campañas contra los bárbaros se mostró hábil general y se hizo popular entre sus soldados.

Todo esto no era completamente del agrado de su primo el emperador Constancio, quien pronto empezó a temer que Juliano conspirase contra él y tratara de arrebatarle el trono. Luego, la tensión fue aumentando entre ambos parientes. Cuando Constancio, en preparación para una campaña contra los persas, ordenó que buena parte de las tropas que estaban en las Galias se dirigieran hacia el Oriente, esas tropas se sublevaron y proclamaron a Juliano “Augusto” —es decir, emperador supremo—. Constancio no pudo hacer nada por el momento, pues la amenaza persa le parecía seria. Pero tan pronto como ese peligro se disipó, marchó a enfrentarse con Juliano y sus soldados rebeldes. Cuando la guerra parecía inevitable, y ambos bandos se preparaban para una lucha sin cuartel, Constancio murió, y Juliano no tuvo mayores dificulatades en marchar a Constantinopla y adueñarse de todo el Imperio. Era el año 361

La primera acción de Juliano fue tomar venganza contra los principales responsables de sus infortunios, y contra quienes habían tratado de mantenerlo alejado del poder durante su exilio. Con este propósito se nombró un tribunal que supuestamente debía ser independiente, pero que de hecho respondía a los deseos del nuevo emperador, y que condenó a muerte a varios de sus peores enemigos.

Aparte de esto, Juliano fue un gobernante hábil, que supo poner en orden la administración del Imperio. Pero no es por ello que más se le recuerda, sino por su política religiosa, que le ha ganado el epíteto de “el Apóstata”.

La política religiosa de Juliano

Esa política consistió, por una parte, en restaurar la perdida gloria del paganismo y, por otra, en impedir el progreso del cristianismo.

Tras el advenimiento de Constantino, el paganismo había ido perdiendo su antiguo lustre. El propio Constantino, aunque no persiguió a los paganos, sí saqueó varios de sus templos a fin de obtener obras de arte para Constantinopla. Esta política continuó bajo el régimen de los hijos de Constantino, que al tiempo que legislaban en pro del cristianismo iban colocando cada vez más trabas para el culto. Cuando Juliano llegó al trono, los templos se encontraban casi completamente abandonados,y había sacerdotes paganos que andaban harapientos, buscando su sustento de diversos modos, y apenas ocupándose del culto.

Juliano trató de instaurar una reforma total del paganismo. Con ese propósito ordenó que todos los objetos y propiedades que hubieran sido tomados de los templos debían ser devueltos. Pero además empezó a organizar el sacerdocio pagano en una jerarquía semejante a la de la iglesia cristiana. Por encima de los sacerdotes de cada región había archisacerdotes, que a su vez estaban bajo el pontífice máximo de la provincia, mientras que por encima de todos estaba el sumo pontífice, que era el propio Juliano. En esta jerarquía, los sacerdotes debían llevar una vida ejemplar, ocupándose, no sólo del culto, sino también de las obras de caridad. Resulta claro que, a pesar de sus sentimientos anticristianos, buena parte de la reforma pagana de Juliano se inspiraba en el ejemplo de la iglesia cristiana.

Al tiempo que promulgaba estas leyes, Juliano se ocupaba de restaurar el culto pagano de modo más directo. El se consideraba elegido de los dioses para esta obra, y por tanto mientras esperaba a que todo el Imperio regresara a su antigua fe se sentía obligado a rendirles a los dioses el culto que otros no les rendían. Por orden de Juliano hubo sacrificios masivos, en los que se ofrecieron a los dioses cientos de toros y otros animales. Pero Juliano se percataba de que su reforma no era tan popular como él hubiera deseado. Las gentes se burlaban de los sacrificios, a veces al mismo tiempo que participaban en ellos. Por esta razón era necesario, no sólo promover el paganismo, sino también atacar al cristianismo, que era su rival más poderoso.

Con este propósito en mente Juliano tomó una serie de medidas, aunque con toda justicia hay que decir que nunca decretó la persecución contra la iglesia. Si en algunos lugares hubo cristianos que perdieron la vida, esto se debió a motines populares o al excesivo celo de las autoridades locales, pues Juliano estaba convencido de que su causa no progresaría mediante la persecución.

Más bien que perseguir a los cristianos, Juliano siguió una política doble de dificultar su propaganda y ridiculizarlos. En el primer sentido, prohibió que los cristianos enseñaran las letras clásicas. De este modo, al tiempo que evitaba lo que para él era un sacrilegio, se aseguraba de que los cristianos no pudieran utilizar las grandes obras de la antigüedad pagana para difundir su propia doctrina, como habían venido haciéndolo desde tiempos de Justino en el siglo segundo. Para ridiculizar a los cristianos, Juliano empezó por darles el nombre de “galileos”, por el que siempre se refería a ellos. Además compuso una obra Contra los galileos, en la que mostraba su conocimiento de las Escrituras cristianas, y ridiculizaba su contenido así como las enseñanzas de Jesús. Por último se dispuso a reconstruir el Templo de Jerusalén, no porque sintiera simpatías hacia los judíos, sino porque pensaba que de ese modo podría contradecir a los cristianos que pretendían que la destrucción del Templo había sido cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento. En todos estos proyectos se ocupaba Juliano cuando le sorprendió la muerte.

Muerte de Juliano

Basilio de Cesarea, el obispo cristiano que había sido condiscípulo de Juliano en Atenas, había tenido una visión en la que San Mercurio, uno de los viejos mártires de Cesarea, descendía del cielo y atravesaba el corazón de Juliano con una lanza. La visión de Basilio no se cumplió, pero poco después, cuando Julliano dirigía sus tropas en una campaña contra los persas, fue alcanzado por una lanza enemiga, y murió. Se cuenta que sus últimas palabras fueron “¡Venciste, Galileo!”, pero esto no es sino una leyenda poco digna de crédito.

En todo caso, aunque Juliano no haya pronunciado esas palabras, el hecho es que, aún en vida de Juliano, el Galileo había vencido. Las reformas religiosas vencido. Las reformas religiosas del emperador apóstata nunca lograron arraigo entre el pueblo, que se burlaba de ellas, pues el paganismo había perdido su fuerza vital y no podía ser resucitado mediante decretos imperiales.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 177–181). Miami, FL: Editorial Unilit.

La controversia arriana y el Concilio de Nicea 17

La controversia arriana y el Concilio de Nicea 17

Y [creemos] en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, engendrado como el Unigénito del Padre, es decir, de la substancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consubstancial al Padre. . .

Credo de Nicea

a1Desde sus mismos inicios, la iglesia había estado envuelta en controversias teológicas. En tiempos del apóstol Pablo fue la cuestión de la relación entre judíos y gentiles; después apareció la amenaza del gnosticismo y de otras doctrinas semejantes; en el siglo III, cuando Cipriano era obispo de Cartago, se debatió la cuestión de la restauración de los caídos. Todas éstas fueron controversias importantes, y a veces amargas. Pero en aquellos casos había dos factores que limitaban el fragor de las contiendas.

El primero era que el único modo de ganar el debate frente a los contrincantes era la fuerza del argumento o de la fe. Cuando dos bandos diferían en cuanto a cuál de ellos interpretaba el evangelio correctamente, no era posible acudir a las autoridades imperiales para zanjar las diferencias.

El segundo factor que limitaba el alcance de las controversias es que quienes estaban envueltos en ellas siempre tenían otras preocupaciones además de la cuestión que se discutía. Pablo, al mismo tiempo que escribía contra los judaizantes, se dedicaba a la labor misionera, y siempre estaba expuesto a ser encarcelado, azotado, o quizá muerto. Tanto Cipriano como sus contrincantes sabían que la persecución que acababa de pasar no era la última, y que por encima de ambos bandos todavía estaba el Imperio, que en cualquier momento podía desatar una nueva tormenta. Y lo mismo puede decirse de los cristianos que en el siglo segundo discutían acerca del gnosticismo.

Pero con el advenimiento de la paz de la iglesia las circunstancias cambiaron. Ya el peligro de la persecución parecía cada vez más remoto, y por tanto cuando surgía una controversia teológica quienes estaban envueltos en ella se sentían con más libertad para proseguir en el debate. Mucho más importante, sin embargo, fue el hecho de que ahora el estado estaba interesado en que se resolvieran todos los conflictos que pudieran aparecer entre los fieles. Constantino pensaba que la iglesia debía ser “el cemento del Imperio”, y por tanto cualquier división en ella le parecía amenazar la unidad del Imperio. Por tanto, ya desde tiempos de Constantino, según veremos en el presente capítulo, el estado comenzó a utilizar su poder para aplastar las diferencias de opinión que surgían dentro de la iglesia. Es muy posible que tales opiniones disidentes de veras hayan sido contrarias a la verdadera doctrina cristiana, y que por tanto hayan hecho bien en desaparecer. Pero el peligro estaba en que, en lugar de permitir que se descubriera la verdad mediante el debate teológico y la autoridad de las Escrituras, muchos gobernantes trataron de simplificar este proceso sencillamente decidiendo que tal o cual partido estaba errado, y ordenándole callar. El resultado fue que en muchos casos los contendientes, en lugar de tratar de convencer a sus opositores o al resto de la iglesia, trataron de convencer al emperador. Pronto el debate teológico descendió al nivel de la intriga política —particularmente en el siglo V, según veremos en la próxima sección de esta historia.

Todo esto comienza a verse en el caso de la controversia arriana, que comenzó como un debate local, creció hasta convertirse en una seria disensión en la que Constantino creyó deber intervenir, y poco después dio en una serie de intrigas políticas. Pero si nos percatamos del espíritu de los tiempos, lo que ha de sorprendernos no es tanto esto como el hecho de que a través de todo ello la iglesia supo hacer decisiones sabias, rechazando aquellas doctrinas que de un modo u otro ponían en peligro el mensaje cristiano.

Los orígenes de la controversia arriana

Las raíces de la controversia arriana se remontan a tiempos muy anteriores a Constantino, pues se encuentran en el modo en que, a través de la obra de Justino, Clemente de Alejandría, Orígenes y otros, la iglesia entendía la naturaleza de Dios. Según dijimos en nuestra Primera Sección, cuando los cristianos de los primeros siglos se lanzaron por el mundo a proclamar el evangelio, se les acusaba de ateos e ignorantes. En efecto, ellos no tenían dioses que se pudieran ver o palpar, como los tenían los paganos. En respuesta a tales acusaciones, algunos cristianos apelaron a aquellas personas a quienes la antigüedad consideraba sabios por excelencia, es decir, a los filósofos. Los mejores de entre los filósofos paganos habían dicho que por encima de todo el universo se encuentra un ser supremo, y algunos habían llegado hasta a decir que los dioses paganos eran hechura humana. Apelando a tales sabios, los cristianos empezaron a decir que ellos también, al igual que los filósofos de antaño, creían en un solo ser supremo, y que ese ser era Dios. Este argumento era fuertemente convincente, y no cabe duda de que contribuyó a la aceptación del cristianismo por parte de muchos intelectuales.

Pero ese argumento encerraba un peligro. Era muy posible que los cristianos, en su afán por mostrar la compatibilidad entre su fe y la filosofía, llegaran a convencerse a sí mismos de que el mejor modo de concebir a Dios era, no como lo habían hecho los profetas y otros autores escriturarios, sino más bien como Platón, Plotino y otros. Puesto que estos filósofos concebían la perfección como algo inmutable, impasible y estático, muchos cristianos llegaron a la conclusión de que tal era el Dios de que hablaban las Escrituras. Naturalmente, para esto era necesario resolver el conflicto entre esa idea de Dios y la que aparece en las Escrituras, donde Dios es activo, donde Dios se duele con los que sufren, y donde Dios interviene en la historia.

Este conflicto entre las Escrituras y la filosofía en lo que se refiere a la doctrina de Dios se resolvió de dos modos.

Uno de ellos fue la interpretación alegórica de las Escrituras. Según esa interpretación, dondequiera que las Escrituras se referían a algo “indigno” de Dios —es decir, a algo que se oponía al modo en que los filósofos concebían al ser supremo— esto no debía interpretarse literalmente, sino alegóricamente. Así, por ejemplo, si las Escrituras se refieren a Dios hablando, esto no ha de entenderse literalmente, puesto que un ser inmutable no habla.

Intelectualmente, esto satisfizo a muchos. Pero emocionalmente esto dejaba mucho que desear, pues la vida de la iglesia se basaba en la idea de que era posible tener una relación íntima con un Dios personal, y el ser supremo inmutable, impasible, estático y lejano de los filósofos no era en modo alguno personal.

Esto dio origen al segundo modo de resolver el conflicto entre la idea de Dios de los filósofos y el testimonio de las Escrituras. Este segundo modo era la doctrina del Logos o Verbo, según la desarrollaron Justino, Clemente, Orígenes y otros. Según esta doctrina, aunque es cierto que Dios mismo —el “Padre”— es inmutable, impasible, etc., Dios tiene un Verbo, Palabra, Logos o Razón que sí es personal, y que se relaciona directamente con el mundo y con los seres humanos. Por esta razón, Justino dice que cuando Dios le habló a Moisés, quien habló no fue el Padre, sino el Verbo.

Debido a la influencia de Orígenes y de sus discípulos, este modo de ver las cosas se había difundido por toda la iglesia oriental —es decir, la iglesia que hablaba griego en lugar de latín—. Este fue el contexto dentro del cual se desarrolló la controversia arriana, y a la larga el resultado de esa controversia fue mostrar el error de ver las cosas de esta manera. El lector encontrará una representación gráfica del punto de partida de la mayoría de los teólogos orientales en el esquema número 1, de la página siguiente.

La controversia surgió en la ciudad de Alejandría, cuando Licinio gobernaba todavía en el este y Constantino en el oeste. Todo comenzó en una serie de desacuerdos teológicos entre Alejandro, obispo de Alejandría, y Arrio, uno de los presbíteros más prestigiosos y populares de la ciudad.

Aunque los puntos que se debatían eran diversos y sutiles, toda la controversia puede resumirse a la cuestión de si el Verbo era coeterno con el Padre o no. La frase principal que se debatía era si, como decía Arrio, “hubo cuando el Verbo no existía”. Alejandro sostenía que el Verbo había existido siempre junto al Padre. Arrio arguía lo contrario.

Aunque esto pueda parecernos pueril, lo que estaba en juego era la divinidad del Verbo. Arrio decía que el Verbo no era Dios, sino que era la primera de todas las criaturas. Nótese que lo que Arrio decía no era que el Verbo no hubiera preexistido antes del nacimiento de Jesús. En esa preexistencia todos estaban de acuerdo. Lo que Arrio decía era que el Verbo, aún antes de toda la creación, había sido creado por Dios. Alejandro decía que el Verbo, por ser divino, no era una criatura, sino que había existido siempre con Dios. Dicho de otro modo, si se tratara de trazar una línea divisoria entre Dios y las criaturas, Arrio trazaría la línea entre Dios y el Verbo, colocando así al Verbo como la primera de las criaturas (esquema 2), mientras que Alejandro trazaría la línea de tal modo que el Verbo quedara junto a Dios, en distinción de las criaturas (esquema 3).

Cada uno de los dos partidos tenía —además de ciertos textos bíblicos favoritos—razones lógicas por las que le parecía que la posición de su contrincante era insostenible. Arrio, por una parte, decía que lo que Alejandro proponía era en fin de cuentas abandonar el monoteísmo cristiano, pues según el esquema de Alejandro había dos que eran Dios y por tanto dos dioses. Alejandro respondía que la posición de Arrio negaba la divinidad del Verbo, y por tanto de Jesucristo. Además, puesto que la iglesia desde los inicios había adorado a Jesucristo, si aceptáramos la propuesta arriana tendríamos, o bien que dejar de adorar a Jesucristo, o bien que adorar a una criatura.

Ambas alternativas eran inaceptables, y por tanto Arrio debía estar equivocado.

El conflicto salió a la luz pública cuando Alejandro, apelando a su responsabilidad y autoridad episcopal, condenó las doctrinas de Arrio y le depuso de sus cargos en la iglesia de Alejandría. Arrio no aceptó este veredicto, sino que apeló a la vez a las masas y a varios obispos prominentes que habían sido sus condiscípulos en Antioquía. Pronto hubo protestas populares en Alejandría, donde las gentes marchaban por las calles cantando los refranes teológicos de Arrio.

Además, los obispos a quienes Arrio había escrito respondieron declarando que Arrio tenía razón, y que era Alejandro quien estaba enseñando doctrinas falsas. Luego, el debate local en Alejandría amenazaba volverse un cisma general que podría llegar a dividir a toda la iglesia oriental.

En esto estaban las cosas cuando Constantino, que acababa de derrotar a Licinio, decidió tomar cartas en el asunto. Su primera gestión consistió en enviar al obispo Osio de Córdoba, su consejero en materias eclesiásticas, para que tratara de reconciliar a las partes en conflicto. Pero cuando Osio le informó que las raíces de la disputa eran profundas, y que la disensión no podía resolverse mediante gestiones individuales, Constantino decidió dar un paso que había estado considerando por algún tiempo: convocar a una gran asamblea o concilio de todos los obispos cristianos, para poner en orden la vida de la iglesia, y para decidir acerca de la controversia arriana.

El Concilio de Nicea

El concilio se reunió por fin en la ciudad de Nicea, en el Asia Menor y cerca de Constantinopla, en el año 325. Es esta asamblea la que la posteridad conoce como el Primer Concilio Ecuménico —es decir, universal.

El número exacto de los obispos que asistieron al concilio nos es desconocido, pero al parecer fueron unos trescientos. Para comprender la importancia de lo que estaba aconteciendo, recordemos que varios de los presentes habían sufrido cárcel, tortura o exilio poco antes, y que algunos llevaban en sus cuerpos las marcas físicas de su fidelidad. Y ahora, pocos años después de aquellos días de pruebas, todos estos obispos eran invitados a reunirse en la ciudad de Nicea, y el emperador cubría todos sus gastos. Muchos de los presentes se conocían de oídas o por correspondencia. Pero ahora, por primera vez en la historia de la iglesia, podían tener una visión física de la universalidad de su fe. En su Vida de Constantino Eusebio de Cesarea nos describe la escena:

Allí se reunieron los más distinguidos ministros de Dios, de Europa, Libia [es decir, Africa] y Asia. Una sola casa de oración, como si hubiera sido ampliada por obra de Dios, cobijaba a sirios y cilicios, fenicios y árabes, delegados de la Palestina y del Egipto, tebanos y libios, junto a los que venían de la región de Mesopotamia. Había también un obispo persa, y tampoco faltaba un escita en la asamblea. El Ponto, Galacia, Panfilia, Capadocia, Asia y Frigia enviaron a sus obispos más distinguidos, junto a los que vivían en las zonas más recónditas de Tracia, Macedonia, Acaya y el Epiro. Hasta de la misma España, uno de gran fama [Osio de Córdoba] se sentó como miembro de la gran asamblea. El obispo de la ciudad imperial [Roma] no pudo asistir debido a su avanzada edad, pero sus presbíteros lo representaron.

Constantino es el primer príncipe de todas las edades en haber juntado semejante guirnalda mediante el vínculo de la paz, y habérsela presentado a su Salvador como ofrenda de gratitud por las victorias que había logrado sobre todos sus enemigos. En este ambiente de euforia, los obispos se dedicaron a discutir las muchas cuestiones legislativas que era necesario resolver una vez terminada la persecución. La asamblea aprobó una serie de reglas para la readmisión de los caídos, acerca del modo en que los presbíteros y obispos debían ser elegidos y ordenados, y sobre el orden de precedencia entre las diversas sedes.

Pero la cuestión más escabrosa que el Concilio de Nicea tenía que discutir era la controversia arriana. En lo referente a este asunto, había en el concilio varias tendencias.

En primer lugar, había un pequeño grupo de arrianos convencidos, capitaneados por Eusebio de Nicomedia —personaje importantísimo en toda esta controversia, que no ha de confundirse con Eusebio de Cesarea—. Puesto que Arrio no era obispo, no tenía derecho a participar en las deliberaciones del concilio. En todo caso, Eusebio y los suyos estaban convencidos de que su posición era correcta, y que tan pronto como la asamblea escuchase su punto de vista, expuesto con toda claridad, reivindicaría a Arrio y reprendería a Alejandro por haberle condenado.

En segundo lugar, había un pequeño grupo que estaba convencido de que las doctrinas de Arrio ponían en peligro el centro mismo de la fe cristiana, y que por tanto era necesario condenarlas. El jefe de este grupo era Alejandro de Alejandría.

Junto a él estaba un joven diácono que después se haría famoso como uno de los gigantes cristianos del siglo IV, Atanasio.

Los obispos que procedían del oeste, es decir, de la región del Imperio donde se hablaba el latín, no se interesaban en la especulación teológica. Para ellos la doctrina de la Trinidad se resumía en la vieja fórmula enunciada por Tertuliano más de un siglo antes: una substancia y tres personas.

Otro pequeño grupo —probablemente no más de tres o cuatro— sostenía posiciones cercanas al “patripasionismo”, es decir, la doctrina según la cual el Padre y el Hijo son uno mismo, y por tanto el Padre sufrió en la cruz. Aunque estas personas estuvieron de acuerdo con las decisiones de Nicea, después fueron condenadas. Empero, a fin de no complicar demasiado nuestra narración, no nos ocuparemos más de ellas.

Por último, la mayoría de los obispos presentes no pertenecía a ninguno de estos grupos. Para ellos, era una verdadera lástima el hecho de que, ahora que por fin la iglesia gozaba de paz frente al Imperio, Arrio y Alejandro se hubieran envuelto en una controversia que amenazaba dividir la iglesia. La esperanza de estos obispos, al comenzar la asamblea, parece haber sido lograr una posición conciliatoria, resolver las diferencias entre Alejandro y Arrio, y olvidar la cuestión.

Ejemplo típico de esta actitud es Eusebio de Cesarea, el historiador a quien dedicamos nuestro segundo capítulo. En esto estaban las cosas cuando Eusebio de Nicomedia, el jefe del partido arriano, pidió la palabra para exponer su doctrina. Al parecer, Eusebio estaba tan convencido de la verdad de lo que decía, que se sentía seguro de que tan pronto como los obispos escucharan una exposición clara de sus doctrinas las aceptarían como correctas, y en esto terminaría la cuestión. Pero cuando los obispos oyeron la exposición de las doctrinas arrianas su reacción fue muy distinta de lo que Eusebio esperaba. La doctrina según la cual el Hijo o Verbo no era sino una criatura —por muy exaltada que fuese esa criatura— les pareció atentar contra el corazón mismo de su fe. A los gritos de “¡blasfemia!”, “¡mentira!” y “¡herejía!”, Eusebio tuvo que callar, y se nos cuenta que algunos de los presentes le arrancaron su discurso, lo hicieron pedazos y lo pisotearon.

El resultado de todo esto fue que la actitud de la asamblea cambió. Mientras antes la mayoría quería tratar el caso con la mayor suavidad posible, y quizá evitar condenar a persona alguna, ahora la mayoría estaba convencida de que era necesario condenar las doctrinas expuestas por Eusebio de Nicomedia.

Al principio se intentó lograr ese propósito mediante el uso exclusivo de citas bíblicas. Pero pronto resultó claro que los arrianos podían interpretar cualquier cita de un modo que les resultaba favorable —o al menos aceptable—. Por esta razón, la asamblea decidió componer un credo que expresara la fe de la iglesia en lo referente a las cuestiones que se debatían. Tras un proceso que no podemos narrar aquí, pero que incluyó entre otras cosas la intervención de Constantino sugiriendo que se incluyera la palabra “consubstancial” —palabra ésta que discutiremos más adelante en este capítulo— se llegó a la siguiente fórmula, que se conoce como el Credo de Nicea:

Creemos en un Dios Padre Todopoderoso, hacedor de todas las cosas visibles e invisibles.

Y en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios; engendrado como el Unigénito del Padre, es decir, de la substancia del Padre, Dios de Dios; luz de luz; Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no hecho; consubstancial al Padre; mediante el cual todas las cosas fueron hechas, tanto las que están en los cielos como las que están en la tierra; quien para nosotros los humanos y para nuestra salvación descendió y se hizo carne, se hizo humano, y sufrió, y resucitó al tercer día, y vendrá a juzgar a los vivos y los muertos.

Y en el Espíritu Santo.

A quienes digan, pues, que hubo cuando el Hijo de Dios no existía, y que antes de ser engendrado no existía, y que fue hecho de las cosas que no son, o que fue formado de otra substancia o esencia, o que es una criatura, o que es mutable o variable, a éstos anatematiza la iglesia católica.

Esta fórmula, a la que después se le añadieron varias cláusulas —y se le restaron los anatemas del último párrafo— es la base de lo que hoy se llama “Credo Niceno”, que es el credo cristiano más universalmente aceptado. El llamado “Credo de los Apóstoles”, por haberse originado en Roma y nunca haber sido conocido en el Oriente, es utilizado sólo por las iglesias de origen occidental —es decir, la romana y las protestantes—. Pero el Credo Niceno, al mismo tiempo que es usado por la mayoría de las iglesias occidentales, es el credo más común entre las iglesias ortodoxas orientales —griega, rusa, etc.

Detengámonos por unos instantes a analizar el sentido del Credo, según fue aprobado por los obispos reunidos en Nicea. Al hacer este análisis, resulta claro que el propósito de esta fórmula es excluir toda doctrina que pretenda que el Verbo es en algún sentido una criatura. Esto puede verse en primer lugar en frases tales como “Dios de Dios; luz de luz; Dios verdadero de Dios verdadero”. Pero puede verse también en otros lugares, como cuando el Credo dice “engendrado, no hecho”. Nótese que al principio el mismo Credo había dicho que el Padre era “hacedor de todas las cosas visibles e invisibles”. Por tanto, al decir que el Hijo no es “hecho”, se le está excluyendo de esas cosas “visibles e invisibles” que el Padre hizo. Además, en el último párrafo se condena a quienes digan que el Hijo “fue hecho de las cosas que no son”, es decir, que fue hecho de la nada, como la creación. Y en el texto del Credo, para no dejar lugar a dudas, se nos dice que el Hijo es engendrado “de la substancia del Padre”, y que es “consubstancial al Padre”. Esta última frase, “consubstancial al Padre”, fue la que más resistencia provocó contra el Credo de Nicea, pues parecía dar a entender que el Padre y el Hijo son una misma cosa, aunque su sentido aquí no es ése, sino sólo asegurar que el Hijo no es hecho de la nada, como las criaturas.

En todo caso, los obispos se consideraron satisfechos con este credo, y procedieron a firmarlo, dando así a entender que era una expresión genuina de su fe. Sólo unos pocos —entre ellos Eusebio de Nicomedia— se negaron a firmarlo. Estos fueron condenados por la asamblea, y depuestos. Pero a esta sentencia Constantino añadió la suya, ordenando que los obispos depuestos abandonaran sus ciudades. Esta sentencia de exilio añadida a la de herejía tuvo funestas consecuencias, como ya hemos dicho, pues estableció el precedente según el cual el estado intervendría para asegurar la ortodoxia de la iglesia o de sus miembros.

La controversia después del concilio

El Concilio de Nicea no puso fin a la discusión. Eusebio de Nicomedia era un político hábil —y además parece haber sido pariente lejano de Constantino—. Su estrategia fue ganarse de nuevo la simpatía del emperador, quien pronto le permitió regresar a Nicomedia. Puesto que en esa ciudad se encontraba la residencia veraniega de Constantino, esto le proporcionó a Eusebio el modo de acercarse cada vez más al emperador. A la postre, hasta el propio Arrio fue traído del destierro, y Constantino le ordenó al obispo de Constantinopla que admitiera al hereje a la comunión. El obispo debatía si obedecer al emperador o a su conciencia cuando Arrio murió.

En el año 328 Alejandro de Alejandría murió, y le sucedió Atanasio, el diácono que le había acompañado en Nicea, y que desde ese momento sería el gran campeón de la causa nicena. A partir de entonces, dicha causa quedó tan identificada con la persona del nuevo obispo de Alejandría, que casi podría decirse que la historia subsiguiente de la controversia arriana es la biografía de Atanasio. Puesto que más adelante le dedicaremos todo un capítulo a Atanasio, no entraremos aquí en detalles acerca de todo esto. Baste decir que, tras una serie de manejos, Eusebio de Nicomedia y sus seguidores lograron que Constantino enviara a Atanasio al exilio. Antes habían logrado que el emperador pronunciara sentencias semejantes contra varios otros de los jefes del partido niceno. Cuando Constantino decidió por fin recibir el bautismo, en su lecho de muerte, lo recibió de manos de Eusebio de Nicomedia.

A la muerte de Constantino, tras un breve interregno, le sucedieron sus tres hijos Constantino II, Constante y Constancio. A Constantino II le tocó la región de las Galias, Gran Bretaña, España y Marruecos. A Constancio le tocó la mayor parte del Oriente. Y los territorios de Constante quedaron en medio de los de sus dos hermanos, pues le correspondió el norte de Africa, Italia, y algunos territorios al norte de Italia (véase el mapa en la página 177). Al principio la nueva situación favoreció a los nicenos, pues el mayor de los tres hijos de Constantino favorecía su causa, e hizo regresar del exilio a Atanasio y los demás. Pero cuando estalló la guerra entre Constantino II y Constante, Constancio, que como hemos dicho reinaba en el Oriente, se sintió libre para establecer su política en pro de los arrianos.

Una vez más Atanasio se vio obligado a partir al exilio, del cual volvió cuando, a la muerte de Constantino II, todo el Occidente quedó unificado bajo Constante, y Constancio tuvo que moderar sus inclinaciones arrianas. Pero a la larga Constancio quedó como dueño único del Imperio, y fue entonces que, como diría Jerónimo —a quien también dedicaremos un capítulo más adelante— “el mundo despertó como de un profundo sueño y se encontró con que se había vuelto arriano”. De nuevo los jefes nicenos tuvieron que abandonar sus diócesis, y la presión imperial fue tal que a la postre los ancianos Osio de Córdoba y Liberio —el obispo de Roma— firmaron una confesión de fe arriana.

En esto estaban las cosas cuando un hecho inesperado vino a cambiar el curso de los acontecimientos. A la muerte de Constancio le sucedió su primo Juliano, conocido por los historiadores cristianos como “el Apóstata”. Aprovechando las contiendas entre los cristianos, la reacción pagana había llegado al poder.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 169–177). Miami, FL: Editorial Unilit.