Padre, he pecado | Charles Spurgeon

18 de febrero
«Padre, he pecado».
Lucas 15:18
Es muy cierto que aquellos a quienes Cristo ha lavado en su preciosa sangre no necesitan, como criminales delincuentes, hacer confesión de pecado ante Dios el Juez. Cristo ha quitado, en el sentido legal, todos sus pecados para siempre; de suerte que ellos no están más en el lugar donde podrían ser condenados, sino que son eternamente aceptos en el Amado. Sin embargo, habiendo llegado a ser hijos, y ofendiendo como hijos, ¿no deben ir todos los días ante su Padre celestial para confesarle sus pecados y reconocer sus iniquidades? La naturaleza enseña que es deber de los hijos extraviados hacer confesión a su padre terrenal; y la gracia de Dios en el corazón nos enseña que nosotros, como cristianos, tenemos el mismo deber para con nuestro Padre que está en los cielos.

Puesto que diariamente ofendemos, no debemos irnos a descansar sin un perdón diario; ya que, suponiendo que mis transgresiones contra mi Padre no fuesen enseguida llevadas a él para que las lave con el poder purificador del Señor Jesús, ¿cuál sería la consecuencia? Si no he buscado el perdón y no he sido lavado de las ofensas contra mi Padre, entonces me sentiré distanciado de él, dudaré de su amor para conmigo, temblaré ante él, temeré orar, seré igual que el hijo pródigo, quien, aunque muchacho, estaba sin embargo lejos de su padre. Pero si, con el pesar de un hijo por haber ofendido a tan misericordioso y amante Padre, voy a él y le digo todo, y no descanso hasta que sienta su perdón, entonces experimentaré un santo amor hacia mi Padre y no seguiré mi carrera cristiana solo como salvo, sino como uno que goza de paz con Dios por medio de Jesucristo el Señor.

Hay una gran diferencia entre confesar el pecado como delincuente y confesarlo como hijo.

El seno del Padre es el lugar para las confesiones del penitente: a nosotros se nos ha limpiado una vez por todas, pero nuestros pies aún necesitan ser lavados de la contaminación de nuestro andar diario como hijos de Dios.

Spurgeon, C. H. (2012). Lecturas vespertinas: Lecturas diarias para el culto familiar (S. D. Daglio, Trad.; 4a edición, p. 57). Editorial Peregrino.

En Jesús tengo paz | Charles Spurgeon

7 de febrero

«Y oyeron una gran voz del cielo que les decía: Subid acá». Apocalipsis 11:12

Dejando de lado la consideración de estas palabras en su conexión profética, considerémoslas, más bien, como la invitación de nuestro Gran Precursor a su santificado pueblo. A su debido tiempo «una gran voz del cielo» se dirigirá a todo creyente, diciéndole: «Sube acá». Esto debiera ser para los santos un asunto de gozosa expectativa. En lugar de temer el tiempo cuando dejaremos este mundo para ir al Padre, debiéramos estar suspirando por la hora de nuestra emancipación. Nuestro canto debería ser: En Jesús tengo paz, y no debo temer que se acerque la muerte fatal; porque al fin de esta vida fugaz yo tendré libre acceso al Edén celestial.

A nosotros no se nos llama abajo, al sepulcro, sino arriba: al Cielo. Nuestros espíritus, nacidos para el Cielo, debieran suspirar por su ambiente natal. Con todo, el llamamiento celestial debería ser objeto de paciente espera por nuestra parte. Nuestro Dios sabe mejor que nosotros cuándo debe llamarnos para ir arriba. No tenemos que querer anticipar el momento de nuestra partida. Sé que un fuerte amor nos hará exclamar: «¡Oh Señor de los Ejércitos, divide las olas y llévanos a todos al Cielo!».

Sin embargo, la paciencia debe tener su obra completa: Dios ordena con perfecta sabiduría el tiempo más apropiado que los redimidos deben vivir aquí. Sin duda, si el pesar pudiese experimentarse en los cielos, los santos lamentarían no haber vivido más aquí para hacer mayor bien. ¡Oh, cómo ansiamos más gavillas para los graneros del Señor! ¡Más joyas para su corona! No obstante, ¿cómo conseguirlo sin trabajar más? Es cierto que tenemos que considerar el otro lado del asunto: pues viviendo aquí menos tiempo, nuestros pecados serán menos. Sin embargo, cuando estamos enteramente sirviendo al Señor, y él nos permite esparcir la preciosa simiente y recoger a ciento por uno, nos vemos tentados a decir que está bien quedarnos donde estamos.

Ya nos diga nuestro Maestro: «Ven», o nos diga: «Quédate», estemos igualmente contentos, mientras él nos favorece con su presencia.

Spurgeon, C. H. (2012). Lecturas vespertinas: Lecturas diarias para el culto familiar (S. D. Daglio, Trad.; 4a edición, p. 46). Editorial Peregrino.

«No temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo»

8 de abril

«No temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo»

Salmo 23:4

¡ Mirad cuán independiente de las circunstancias externas hace al cristiano el Espíritu Santo! ¡Qué luz tan brillante resplandece dentro de nosotros cuando fuera no hay más que tinieblas! ¡Cuán firmes, felices, tranquilos y llenos de paz podemos estar aunque el mundo nos sacuda de acá para allá y se conmuevan los pilares de la tierra! Aun la muerte misma, con todo su influjo, no tiene poder para interrumpir la música del corazón cristiano; antes, al contrario, ella hace que esa música sea más dulce, más clara, más celestial. Finalmente, el último acto bondadoso que la muerte podrá efectuar será dejar que la melodía terrenal se funda con el coro celeste, y el gozo terrenal, con la felicidad eterna. Tengamos confianza, pues, en el poder del Espíritu bendito para confortarnos. Querido lector, ¿estás presintiendo la pobreza? No temas; el divino Espíritu es capaz de darte en tu necesidad una abundancia mayor que la del rico. Tú no sabes qué goces pueden estar guardados para ti en la choza en torno de la cual la gracia plantará rosas de alegría. ¿Te estás dando cuenta de que tus fuerzas físicas disminuyen? ¿Esperas sufrir largas noches de tristeza y días de dolor? ¡Oh, no estés melancólico! Esa cama puede llegar a ser un trono para ti. Tú conoces poco tocante a cómo todo dolor que atraviesa tu cuerpo puede ser un fuego purificador que consuma tus escorias, un destello de gloria que ilumine las partes secretas de tu alma. ¿Se están oscureciendo tus ojos? Jesús será tu luz. ¿Te están fallando los oídos? El nombre de Jesús será la mejor música para tu alma, y su persona, tu placer predilecto. Sócrates solía decir: «Los filósofos pueden ser felices sin la música». Y los cristianos pueden ser más felices que los filósofos cuando se ven privados de todas las causas externas de regocijo. En ti, Dios mío, mi corazón vencerá, venga lo que venga de los males exteriores. ¡Oh bendito Espíritu, por tu poder mi corazón estará muy gozoso aunque todas las cosas de aquí abajo me fallen!

Spurgeon, C. H. (2012). Lecturas vespertinas: Lecturas diarias para el culto familiar. (S. D. Daglio, Trad.) (4a edición, p. 107). Moral de Calatrava, Ciudad Real: Editorial Peregrino.

EL INFIERNO

EL INFIERNO

Autor: Robert Charles Sproul

a1Frecuentemente hemos escuchado afirmaciones tales como “La guerra es un infierno” o “Pasé por un infierno”. Estas expresiones, por supuesto, no deben ser tomadas en un sentido literal. Más bien están reflejando nuestra tendencia a utilizar la palabra infierno como un término descriptivo de la experiencia humana más espantosa. Sin embargo, no hay ninguna experiencia humana en este mundo que pueda compararse con el infierno. Si tratamos de imaginar el sufrimiento más atroz aquí y ahora, nuestra imaginación todavía no habrá alcanzado la realidad espantosa del infierno.

El infierno es considerado algo trivial cuando se lo utiliza en expresiones soeces. El utilizar esta palabra con ligereza puede ser un tibio intento humano de considerar el concepto con ligereza o de una manera entretenida. Solemos burlarnos de las cosas que más temor nos causan como un esfuerzo fútil para quitarles las garras y los colmillos, reduciendo así su poder amenazador.

No hay ningún concepto bíblico más horrendo ni más aterrador que la idea del infierno. Es tan poco popular que muy pocos creerían en este concepto si no fuera que nos viene de las propias enseñanzas de Cristo.

Casi toda la enseñanza bíblica sobre el infierno nos viene de labios de Jesús. Es en esta doctrina, más que en ninguna otra, donde se pone más a prueba la lealtad del cristiano a la enseñanza de Cristo. Los cristianos modernos han hecho muchos esfuerzos para minimizar el infierno de manera de eludirlo o de suavizar la enseñanza de Jesús. La Biblia nos describe al infierno como un lugar de oscuridad, un lago de fuego, un lugar de llanto y de crujir de dientes, un lugar de eterna separación de las bendiciones de Dios, una prisión, un lugar de tormento donde el gusano no morirá jamás. Estas imágenes tan gráficas del castigo eterno nos llevan a preguntarnos: ¿Debemos tomar estas descripciones literalmente o son solo símbolos?

Yo sospecho que se tratan de símbolos, pero eso no es ningún alivio. No debemos pensar que son simplemente símbolos. Es muy probable que el pecador en el infierno prefiera un lago literalmente de fuego como su morada eterna que la realidad del infierno representada en la imagen del lago de fuego. Si estas imágenes son símbolos, entonces debemos concluir que la realidad es peor que lo que el símbolo sugiere. La función de los símbolos es señalar algo más allá de ellos, hacia un estado más intenso que el contenido del símbolo. No puede servir de ningún consuelo para aquellos que los consideran simplemente como símbolos el que Jesús haya utilizado los símbolos más espantosos que sea posible imaginar.

Un suspiro de alivio parece escucharse cuando alguien declara: “El infierno es el símbolo de la eterna separación de Dios”. Ser separado de Dios por la eternidad no representa una gran amenaza para la persona impenitente. Los impíos no quieren otra cosa que estar separados de Dios. El problema que tendrán en el infierno no será la separación de Dios, será la presencia de Dios lo que los atormentará. En el infierno, Dios estará presente en la plenitud de su ira divina. Estará allí para ejercer su justo castigo sobre los malditos. Lo conocerán entonces como el fuego consumidor.

De cualquier modo que analicemos el concepto del infierno siempre termina siendo un lugar de crueldad y de castigo. Sin embargo, si es que hay algún consuelo en el concepto del infierno es la plena seguridad que no habrá crueldad allí. Es imposible que Dios sea cruel. La crueldad implica infligir un castigo que sea más severo o más duro que el crimen. La crueldad está en la esencia misma de la injusticia. Dios es incapaz de infligir un castigo injusto. El Juez de todo el mundo sin duda hará lo que es el bien. Ninguna persona inocente sufrirá bajo su mano.

Posiblemente el aspecto más aterrador del infierno es su eternidad. Las personas pueden soportar la más angustiante de las agonías siempre y cuando sepan que en algún momento ha de terminar. En el infierno esta esperanza no existirá. La Biblia nos enseña con claridad que el castigo ha de ser eterno. Se utiliza la misma palabra para referirse a la vida eterna y la muerte eterna. El castigo implica dolor. La aniquilación, que algunos han postulado, no implica dolor. Jonathan Edwards, al predicar sobre Apocalipsis 6:15–16 dijo: “Los hombres malvados de aquí en más desearán con todas sus fuerzas convertirse en nada y dejar de ser para poder escapar de la ira de Dios”.

El infierno, entonces, es una eternidad frente a la ira de Dios, justa y siempre ardiendo; un tormento en el sufrimiento, del cual no hay escapatoria posible ni alivio. Comprender esto es crucial para apreciar la obra de Cristo y para predicar su evangelio.
Resumen

1. El sufrimiento en el infierno no es comparable a ninguna experiencia de miseria que podamos hallar en esta tierra.
2. El infierno fue incluido con claridad en la enseñanza de Jesús.
3. Si las descripciones bíblicas del infierno son símbolos, entonces la realidad será peor que los símbolos.

4. El infierno es la presencia de Dios en su ira y en su juicio.
5. No hay crueldad en el infierno. El infierno será un lugar de perfecta justicia.
6. El infierno es eterno. No hay ninguna escapatoria ni por el arrepentimiento ni por la aniquilación.
Pasajes bíblicos para la reflexión

Mateo 8:11–12
Marcos 9:42–48
Lucas 16:19–31
Judas 1:3–13
Apocalipsis 20:11–15

Sproul, R. C. (1996). Las grandes doctrinas de la Biblia (pp. 317–319). Miami, FL: Editorial Unilit.