La reforma monástica 35
PARTE IV
Era de los altos ideales
La reforma monástica 35
La historia de Marta y María en el Evangelio muestra que la vida contemplativa ha de preferirse. María escogió la mejor parte. […] Pero la parte de Marta, si es la que nos ha tocado, ha de llevarse con paciencia.
Bernardo de Claraval
Através de toda la “era de las tinieblas”, siempre había quedado encendida la chispa de los ideales evangélicos. Los nobles que guerreaban entre sí, los miembros de los diversos partidos que se disputaban el papado, y los siervos que en fin de cuentas proveían el sustento de Europa, eran todos cristianos. Llamarlos “cristianos de nombre” sería inexacto, pues su fe, aunque quizá errada o inoperante, y ciertamente demasiado desentendida de los designios de Dios para la historia humana, era sincera. Se trataba más bien de personas para quienes la fe era ante todo el modo de ganar el cielo, y a quienes ese cielo les parecía tan real como la tierra en que vivían. Para ellas, la salvación del alma era el propósito último de la vida humana, y por ello los más atroces atropellos se excusaban sobre la base de su justificación eterna.
Pero la época era oscura y turbulenta. En medio de las rapiñas de los nobles, los sufrimientos de los oprimidos, la ambición de los prelados, y las invasiones de húngaros, normandos y sarracenos, las almas parecían peligrar. El pecado abundó, y la iglesia se vio obligada a ofrecer medios de gracia para su expiación. Así se desarrolló el sistema penitencial, que a la postre dio origen al conflicto entre protestantes y católicos en el siglo XVI. El noble que mataba a su pariente en el campo de batalla, o el prelado cuya ambición desbordaba, podían encontrar remedio en los sacramentos de la iglesia, y así subsistir en medio de la era tenebrosa en que les había tocado vivir.
Otro camino le quedaba al cristiano de aquella época. Puesto que la vida del común de las gentes estaba llena de desasosiego, violencias y tentaciones de toda clase, ¿por qué no apartarse de ella y seguir la senda del monaquismo? Durante toda la “era de las tinieblas”, la vida monástica ejerció una fascinación constante sobre los espíritus más religiosos.
Empero aun esa senda estrecha se había vuelto casi intransitable. Muchos monasterios fueron saqueados y destruidos por los invasores normandos y húngaros. Los que se encontraban en lugares más protegidos se volvieron juguete de las ambiciones de abades y prelados. Los nobles u obispos que eran sus supuestos protectores los utilizaban para sus propios fines. Al igual que el papado y los obispados, las abadías fueron objeto de codicia, y hubo quienes llegaron a ellas mediante la simonía o aun el homicidio, y luego las utilizaron para llevar una vida muelle muy distinta del ideal benedictino. Los monjes de vocación sincera se veían violentados por las circunstancias de la época. La Regla de San Benito apenas se cumplía. Y cuando algún monje devoto fundaba un nuevo monasterio, a la postre éste también se volvía presa de los ricos y poderosos.
La reforma cluniacense
En medio de todo esto, el duque Guillermo III de Aquitania fundó un pequeño monasterio en el año 909. En sí, esto no era nuevo, pues a través de la “era de las tinieblas” los señores feudales habían fundado casas monásticas. Pero varias decisiones sabias y circunstancias providenciales hicieron de aquel pequeño monasterio el centro de una gran reforma.
Para dirigir su fundación, Guillermo trajo a sus tierras a Bernón, quien se había distinguido por su firmeza al aplicar la Regla, y por sus propios esfuerzos en pro de la reforma de otros monasterios. Bernón le pidió a Guillermo que le concediera para su fundación un lugar llamado Cluny, que era el sitio favorito de caza del Duque. Este accedió a esa petición, y le concedió al nuevo monasterio las tierras aledañas necesarias para su sustento. El carácter de esa cesión fue de suma importancia, pues Guillermo, en lugar de retener el título y los derechos de patrono del monasterio, les donó las tierras a “santos Pedro y Pablo”, y colocó la nueva comunidad bajo la protección directa de la Santa Sede. Puesto que a la sazón el papado pasaba por una de sus peores épocas, esa supuesta protección no tenía otro propósito que prohibir la ingerencia de los señores feudales u obispos cercanos. Además, para evitar que el papado, corrupto como estaba, utilizara a Cluny para sus propios fines partidistas, Guillermo prohibió explícitamente que el papa invadiera o de cualquier otro modo tomara posesión de lo que pertenecía a los dos santos apóstoles.
Bernón gobernó a Cluny hasta el 926. De su época se conservan pocos datos, pues Cluny no fue sino un monasterio más de los muchos que Bernón reformó. A su muerte, le sucedió toda una serie de abades de gran habilidad y altos ideales, quienes hicieron de Cluny el centro de una gran reforma monástica: Odón (926–944), Aimardo (944–965), Mayeul (965–994), Odilón (994–1049) y Hugo (1049–1109). Seis abades extraordinariamente capaces y longevos rigieron los destinos de Cluny por doscientos años. Bajo su dirección, los ideales de la reforma monástica cobraron vuelos cada vez más altos. Aunque el séptimo abad, Poncio (1109–1122) no fue digno de sus antecesores, su sucesor, Pedro el Venerable (1122–1157), le devolvió a Cluny algo del lustre que había perdido.
Al principio, el propósito de los cluniacenses no era sino tener un lugar donde practicar a cabalidad la Regla de San Benito. Pronto ese ideal amplió sus horizontes, y los abades de Cluny, siguiendo el ejemplo de Bernón, se prestaron a reformar otros monasterios. Así surgió toda una red de “segundos Clunys”, que dependían directamente del abad del monasterio principal. No se trataba de una “orden” en el sentido estricto, sino de monasterios supuestamente independientes, pero todos bajo la supervisión del abad de Cluny, quien por lo general nombraba al prior de cada monasterio. Además, la reforma cluniacense se extendió a varios conventos de monjas, el primero de los cuales, Marcigny, fue fundado a mediados del siglo XI, cuando Hugo era abad de Cluny.
La principal ocupación de todos estos monjes, según lo estipulaba la Regla, era el oficio divino. A él los cluniacenses dedicaban toda su atención, hasta tal punto que en el apogeo de su observancia se cantaban ciento treinta y ocho salmos al día. Todo esto se hacía en medio de ceremonias cada vez más complejas, y por tanto los monjes de Cluny llegaron a dedicarse casi exclusivamente al oficio divino, dejando a un lado el trabajo manual que era tan importante en la tradición benedictina. Todo esto se justificaba alegando que la función de los monjes era orar y alabar a Dios, y que para hacerlo con toda pureza no debían enlodarse en los trabajos del campo.
En su apogeo, el celo reformador de Cluny no tenía limites. Tras regular la vida de centenares de casas monásticas, los cluniacenses comenzaron a soñar con reformar la iglesia. Era la época más oscura del papado, cuando los pontífices se sucedían unos a otros con rapidez vertiginosa, y cuando tanto los papas como los obispos se habían vuelto meros señores feudales, envueltos en todas las intrigas del momento. En tales circunstancias, el ideal monástico, tal como se practicaba en Cluny, ofrecía un rayo de esperanza. Al sueño de una reforma general según el modelo monástico se sumaron muchos que, sin ser todos cluniacenses, participaban de los mismos ideales. En contraste con la corrupción que existía en casi toda la iglesia en el siglo X y principios del XI, el movimiento cluniacense, y otros que siguieron el mismo patrón, parecían ser un milagro, un nuevo amanecer en medio de las tinieblas.
Por tanto, la reforma eclesiástica de la segunda mitad del siglo XI fue concebida en términos monásticos, aun por quienes no eran monjes. Cuando Bruno de Tula se dirigía como peregrino a Roma, donde habría de tomar la tiara y el título de León IX, tanto él como sus acompañantes iban imbuidos del ideal de reformar la iglesia según el patrón monástico establecido por Cluny. De igual modo que ese monasterio había podido llevar a cabo su obra por razón de su independencia de todo poder civil o eclesiástico, el sueño de aquellos reformadores era una iglesia en la que los obispos estuvieran libres de toda deuda al poder civil. La simonía (la compra y venta de cargos eclesiásticos) era por tanto uno de los principales males que había que erradicar. El nombramiento e investidura de los obispos y abades por los reyes y emperadores, con todo y no ser estrictamente simonía, se acercaba a ella, y debía prohibirse, sobre todo en aquellos países cuyos soberanos no tenían conciencia reformadora.
El otro gran enemigo de la reforma eclesiástica concebida en términos monásticos era el matrimonio de los clérigos. Durante siglos el celibato había tratado de imponerse; pero nunca se había hecho regla universal. Ahora, inspirados por el ejemplo monástico, los reformadores hicieron del celibato uno de los elementos principales de su programa. A la postre, lo que se había requerido sólo de los monjes se exigiría también de todos los clérigos.
La obediencia, otro de los pilares del monaquismo, lo sería también de la reforma del siglo XI. De igual modo que los monjes debían obediencia a sus superiores, toda la iglesia (de hecho, toda la cristiandad) debía estar supeditada al papa, quien encabezaría una gran renovación, como lo habían hecho dentro del ámbito monástico los abades de Cluny.
Por último, con respecto a la pobreza, tanto el monaquismo benedictino como la reforma que se inspiró en él sostenían una posición ambivalente. El buen monje no debía poseer cosa alguna, y su vida debía ser en extremo sencilla. El monasterio, en cambio, sí podía tener tierras y posesiones sin límite. Estas aumentaban constantemente gracias a los donativos y herencias que la casa recibía. A la larga se le hacía difícil al monje, con todo y ser personalmente pobre, llevar la vida sencilla que la Regla dictaba. Ya hemos dicho que los cluniacenses llegaron a negarse a cultivar la tierra, so pretexto de su dedicación exclusiva al culto divino, pero en realidad sobre la base de las muchas riquezas que su comunidad tenía. De igual modo, los reformadores se quejaban de la vida de lujo que los obispos llevaban, pero al mismo tiempo insistían en el derecho de la iglesia a tener amplias posesiones, supuestamente no para el uso de los prelados, sino para la gloria de Dios y el bienestar de los pobres. Pero a la postre tales posesiones dificultaban la labor reformadora, pues invitaban a la simonía, y el poder que los prelados tenían como señores feudales los envolvía constantemente en las intrigas políticas de la época.
Una de las principales causas de la decadencia del movimiento cluniacense fue la riqueza que pronto acumuló. Inspirados por la santidad de aquellos monjes, muchos nobles les hicieron donativos. Pronto la abadía de Cluny se volvió uno de los más suntuosos templos de Europa. Otras casas siguieron el mismo camino. Con el correr de los años, se perdió la sencillez de vida que era el ideal monástico, y otros movimientos más pobres y más recientes tomaron su lugar. Igualmente, una de las principales causas de los fracasos que sufrió la reforma del siglo XI fue la riqueza de la iglesia, que le hacía difícil desentenderse de las intrigas entre los poderosos, y tomar el partido de los oprimidos.
La reforma cisterciense
El movimiento de Cluny estaba todavía en su apogeo cuando, debido en parte a su inspiración, otros se lanzaron a empresas semejantes. En diversos lugares se renovó la vida eremítica, o por otros medios se intentó acentuar el rigor de la Regla. Así, por ejemplo, Pedro Damiano no se contentaba con el principio de “suficiencia” enunciado por San Benito para evitar la vida muelle, e insistía en la “penuria extremada”. A este espíritu rigorista se sumaba cierto descontento con el monaquismo cluniacense, que se había vuelto rico, y había elaborado sus rituales hasta tal punto que el trabajo manual se descuidaba. Estos sentimientos dieron lugar a varios nuevos movimientos monásticos, de los cuales el más importante fue el de los cistercienses.
La reforma eclesiástica de que trataremos en los dos próximos capítulos estaba en su auge cuando Roberto de Molesme decidió abandonar el monasterio de ese nombre y fundar uno nuevo en Cîteaux: de cuyo nombre latino, Cistertium, se deriva el término “cisterciense”. Poco después, por orden papal, Roberto tuvo que regresar a Molesme. Pero en Cîteaux quedó un pequeño núcleo de monjes, decidido a continuar la obra comenzada. El próximo abad, Alberico, logró que el papa Pascual II, en el 1110, colocara el nuevo monasterio bajo la protección de la Santa Sede, como lo estaba el de Cluny. Bajo Esteban Harding, el sucesor de Alberico, la comunidad continuó creciendo, y se hizo necesaria una nueva fundación en La Ferté.
Empero el gran desarrollo de la nueva orden tuvo lugar después de la entrada a ella de Bernardo de Claraval. Este tenía veintitrés años cuando se presentó en Cîteaux, y solicitó entrada a la comunidad con varios de sus parientes y amigos. Poco antes, había decidido que su vocación era unirse a ese monasterio, y se había dedicado a convencer a sus hermanos y demás allegados para que lo siguieran. El hecho de que se pudo presentar en Cîteaux con un nutrido grupo de reclutas era una de las primeras muestras de sus poderes de persuasión. Pocos años después el número de monjes en Cîteaux era tal que Bernardo recibió instrucciones de fundar una nueva comunidad en Claraval. Este nuevo monasterio pronto se volvió uno de los principales centros hacia donde se dirigían las miradas de toda la cristiandad occidental. Bernardo llegó a ser el más famoso predicador de toda Europa, que le dio el sobrenombre de “Doctor Melifluo”, porque las palabras de devoción brotaban de su boca como la miel de un panal. La fama de su santidad era tal que el movimiento cisterciense se vio invadido por multitudes que deseaban seguir el mismo camino.
Bernardo era ante todo monje. En la cita que encabeza el presente capítulo, lo vemos afirmar lo que él siempre creyó y el Señor había declarado: que la parte de María era mejor que la de Marta. Su deseo era pasar todo su tiempo meditando acerca del amor de Dios, particularmente en su revelación en la humanidad de Cristo. Esa humanidad era el tema principal de su contemplación. Esto llegó a tal punto que se cuenta de él que en cierta ocasión, cuando uno de sus acompañantes comentó en su presencia acerca de un lago junto al cual habían andado todo un día, Bernardo preguntó: “¿Qué lago?” Como monje, Bernardo insistía en la vida sencilla que había sido el ideal del monaquismo primitivo. En esa vida, el trabajo físico, particularmente en la agricultura, era importante.
Mientras los monjes de Cluny se excusaban de ese trabajo porque no querían que las vestimentas en las que adoraban a Dios se enlodaran, los cistercienses pensaban que todo teñido de las vestiduras era un lujo superfluo, y por ello se les conoció como “los monjes blancos”.
En su organización, el movimiento cisterciense debía ser sencillo. Pero era necesario evitar la excesiva centralización de Cluny, donde todo dependía del abad. Por ello, los monasterios cistercienses eran relativamente independientes, y mantenían sus vínculos mediante conferencias anuales en las que todos los abades se reunían. Además, los abades de las primeras casas tenían cierta autoridad sobre los demás. Pero aparte de esto cada monasterio era independiente.
Aunque Bernardo estaba convencido de que María había escogido la mejor parte, pronto se vio obligado a tomar el papel de Marta. A pesar de que su propósito explícito era dedicarse a la vida retirada, tuvo que intervenir como árbitro en varias disputas políticas y eclesiásticas. Su personalidad de tal modo dominó su época, que hemos de encontrarnos con él repetidamente en esta sección de nuestra historia, ya como el gran místico de la devoción a la humanidad de Cristo, ya como el poder detrás y por encima del papado, ya como el campeón de la reforma eclesiástica, ya como predicador de la segunda cruzada, o ya como el enemigo implacable de las nuevas corrientes teológicas.
Esta breve narración de los dos principales movimientos de reforma monástica de los siglos X al XII nos ha obligado a adelantarnos en algo al orden cronológico de nuestra historia.
Por tanto, volvamos a donde habíamos dejado la sección anterior, es decir, al año 1048, en tiempos del abad Odilón de Cluny, y medio siglo antes de la fundación de Cîteaux.
González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 351–356). Miami, FL: Editorial Unilit.
