La ética en fluctuación | Bruce P. Baugus

La ética en fluctuación
Por Bruce P. Baugus

Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine:La historia de la Iglesia | Siglo XX

La ética del siglo XX fue una época en la que se cosechó la tempestad tras haber sembrado aquellos vientos en los albores de la modernidad. La era moderna del pensamiento occidental comenzó en el siglo XVII, cuando algunos pensadores abandonaron el enfoque agustiniano de la teología como un ejercicio de fe en busca de entendimiento, optando en su lugar por un nuevo enfoque que a grandes rasgos equivalía a la razón, en sentido estricto, en busca de razones o justificaciones para creer. Así comenzó la búsqueda de la teología racional.

AQUELLOS VIENTOS
A principios de la era moderna, algunos teólogos racionales parecían seguros de que podían justificar la creencia en los fundamentos principales del cristianismo basándose en estrechas premisas racionalistas (como William Chillingworth y John Tillotson). Pero a finales de siglo, ni siquiera John Locke, el pretendido defensor racional de la fe, pudo encontrar la manera de justificar la creencia en doctrinas tan básicas para la ortodoxia como la Trinidad y la encarnación. En el siglo XVIII, algunos de los brotes unitarios (y arrianos) de la teología racional habían florecido en variedades de deísmo en todo el mundo occidental (como John Toland, Anthony Collins y Matthew Tindal en Inglaterra; Voltaire y Jean Jacques Rousseau en Francia; y Benjamin Franklin y Thomas Jefferson en Norteamérica). Con el tiempo, y quizá afortunadamente, David Hume dio un último empujón a todo el proyecto de la teología racional, y este se derrumbó.

Sin embargo, mientras se derrumbaba la esperanza de una justificación racional del cristianismo como religión revelada divinamente, la confianza en la existencia y cognoscibilidad de un orden moral racional seguía siendo alta. Tan alta, de hecho, que los pensadores de toda la era de la razón, incluido Baruch Spinoza, siguieron considerando la ética como el único aspecto de la enseñanza bíblica que podía obtener el asentimiento racional y el consentimiento universal. Algunos pensadores de la Ilustración llegaron a pensar que la ética podría justificar la teología sobre la sola base de la razón humana.

En la estructura de pensamiento ampliamente agustiniana que prevaleció durante la época medieval, la ética seguía a la teología y descansaba sobre ella. Es decir, se suponía que nuestro conocimiento de la forma en que los seres humanos debían comportarse en el mundo dependía de quién era Dios y de lo que Él quería, y estaba determinado por ello. A lo largo de los siglos se sucedieron los debates sobre muchos subpuntos, pero pocos teólogos habían imaginado un orden distinto a este. De hecho, la relación entre la teología y la ética era tan estrecha que tanto los pensadores católicos romanos como los protestantes trataban la ética como una rama de la teología.

Ese orden fue cuestionado por las nuevas variedades modernistas del racionalismo. Cuando Immanuel Kant escribió a finales del siglo XVIII, el contenido de la teología racional se había reducido en gran medida a lo que los teólogos racionales imaginaban que debía ser cierto de Dios para mantener el orden moral (y, por tanto, la civilización). La contribución de Kant en este frente fue exponer la cuestión abierta y honestamente, y proporcionar un marco filosófico creativo y formidable para dar a los pensadores de la Ilustración un lugar donde situarse.

En la propuesta de Kant, la teología está impulsada por las exigencias de la razón práctica que rige nuestra forma de vivir en el mundo. La idea es bastante simple: para vivir una vida moral, hay que creer ciertas cosas. Una de esas cosas es que hacer lo correcto conduce a la felicidad personal. Sin embargo, es evidente que cumplir con nuestro deber moral no siempre conduce a la felicidad personal en esta vida; a menudo conduce al sufrimiento. Por tanto, Kant argumentó que debemos creer que existe algún tipo de vida después de la muerte en la que el bien es recompensado con la felicidad. Kant dijo que no podemos saber si este estado de cosas realmente existe, pero nos encontramos en la peculiar situación de tener que creer en tal estado para hacer lo que la razón exige que sea nuestro deber. Es más, concluía Kant, también debemos creer que lo que la razón nos exige está respaldado por la autoridad divina y que, por tanto, es lo que Dios ordena, del mismo modo que también debemos creer que Dios recompensará a quienes cumplan con su deber en esta vida con una felicidad sin fin en la otra.

LA TEMPESTAD
En cierto modo, el marco de Kant completó la reestructuración de la ética a partir de la visión anterior que prevalecía en Occidente; en otros aspectos, aceleró la desintegración del amplio consenso moral que era sustentado por la visión anterior. Anteriormente, la ética se enfocaba a menudo como una rama de la teología; después de Kant, la ética se ha enfocado generalmente como una disciplina autónoma, tal y como se había concebido en antaño en Atenas. Mientras los occidentales siguieran pensando más o menos como cristianos en cuestiones morales y respaldando los principales contornos del pensamiento moral cristiano, tal como se revelan en la Escritura y se resumen en el Decálogo, esto parecía razonable. Pero la suposición de que las nociones humanas de moralidad eran estables resultó ingenua. Una vez cortados los cables teológicos, la ética fue arrastrada por la tempestad.

Pensadores posteriores propondrían principios metaéticos derivados de la antropología, la sociología, la psicología y, finalmente, incluso de la biología. Mientras tanto, las críticas suspicaces al evangelio expresadas en el siglo XVIII (como las de Hermann Reimarus) fueron desarrolladas y extendidas a la enseñanza moral cristiana por pensadores del siglo XIX como Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud. Las particularidades de sus críticas variaron ampliamente, pero estos «maestros de la sospecha», como los llama Paul Ricoeur, propusieron cada uno de ellos contranarrativas de la moral cristiana que la presentaban como un desarrollo histórico desviado o debilitador y como un impedimento para el progreso personal y social.

Por muy duras y desvinculadas de la realidad histórica que fueran a veces estas contranarrativas, la sospecha hacia el cristianismo es lo único que nos queda cuando se rechaza la posibilidad de una verdad revelada. El hecho de que el cristianismo exista como una fuerza potente en el mundo y tenga la estructura y la forma que tiene exige una explicación. Pero si la teología cristiana no es verdadera, dice el razonamiento, entonces la enseñanza y la práctica cristianas deben servir a algún otro propósito que el que aparentan o pretenden servir. Algunos sospechan que el cristianismo es un mecanismo para hacer frente a la desesperación, el miedo, los deseos insatisfechos o el sufrimiento; otros sospechan que es un instrumento de opresión que permite a sus seguidores frenar e imponer su voluntad colectiva a los demás; y otros sospechan que el discurso moral carece de sentido o que la propia moral es una ilusión evolutiva.

Esta tempestad de sospechas abrió un camino a lo largo del siglo XX, lo que resulta evidente en la creciente sensación de crisis reflejada en la literatura a medida que el intento cada vez más desesperado de justificar la moralidad sobre bases no teológicas seguía vacilando y luego fracasaba. A medida que se acercaba el colapso, una propuesta metaética siguió a otra en rápida sucesión: las variedades del utilitarismo (como el de Henry Sidgwick) dieron paso a una especie de contienda entre el realismo (como el de George Edward Moore) y el emotivismo (como el de Alfred Jules Ayer), luego con el prescriptivismo (como el de Richard Mervyn Hare), y así sucesivamente. Aunque de las fértiles mentes filosóficas del siglo fluyeron ideas y reflexiones intrigantes, algunos teóricos se desesperaron por no hallar una justificación no teológica de la moralidad y pidieron a sus colegas que abandonaran el proyecto (como hizo Richard Rorty), mientras que otros declararon que la libertad humana y la moralidad eran un mero espejismo (como dijo Michael Ruse).

Mientras tanto, la crítica suspicaz a la ética cristiana se profundizó y extendió. Los discípulos de los maestros de la sospecha del siglo XX —y otros que llegaron a compartir su estado de ánimo— lanzaron acusaciones contra tal o cual punto de la enseñanza cristiana por generar o perpetuar la injusticia social. A veces, la supuesta injusticia era bastante real, pero no se podía atribuir a la enseñanza bíblica, aunque en algunos casos (como en el racismo) la injusticia se podía atribuir a distorsiones y abusos de la Escritura por parte de algunos segmentos de la comunidad cristiana profesante. En otros casos (como el del aborto), la supuesta injusticia (negar los «derechos reproductivos», en este caso) podía atribuirse a la enseñanza cristiana, pero no era una injusticia real (porque la enseñanza cristiana sobre el aborto prohíbe el asesinato; no niega los «derechos reproductivos»). Sin embargo, en cada caso, la cuestión era complicada.

La tesis de Lynn White Jr. de mediados de siglo, Las raíces históricas de nuestra crisis ecológica, es un ejemplo ilustrativo. White sostiene que la doctrina cristiana de la creación y la visión del dominio humano sobre la naturaleza están detrás de la crisis ecológica global. Mientras estas creencias sigan conformando el pensamiento occidental, será imposible avanzar significativamente en esta cuestión. O se revisan las enseñanzas cristianas o se rechaza el propio cristianismo. Por su parte, como eclesiástico presbiteriano (e hijo de un ministro presbiteriano), White abogó por revisar la enseñanza cristiana siguiendo las líneas sugeridas por la vida de Francisco de Asís.

Aproximadamente la misma crítica se repitió a lo largo del siglo con cada nueva cuestión cultural de importancia moral. Además de sus doctrinas sobre la creación y el dominio humano, los puntos de vista del cristianismo sobre la exclusividad de la salvación en Cristo (solo Jesús es el camino hacia Dios), el género (dos y solo dos sexos complementarios), el matrimonio (divorcio restringido, jefatura masculina, solo matrimonio entre un hombre y una mujer), la vida humana (prohibición del aborto a petición, de la investigación que destruye embriones humanos, del suicidio, de la eutanasia y de las tecnologías reproductivas que destruyen la vida), el sexo (prohibición de las relaciones sexuales fuera del matrimonio y de los anticonceptivos que destruyen la vida, y reconocimiento de la pecaminosidad de la atracción, la orientación, la identidad y los actos sexuales entre personas del mismo sexo), entre otros, han recibido críticas constantes, la mayoría de las veces en nombre de la libertad y la igualdad. Se insinúa que, para corregir estas injusticias y lograr un progreso social significativo, estos puntos de la doctrina cristiana deben revisarse o rechazarse. De cualquier modo, el futuro será poscristiano.

LA IGLESIA EN LA TEMPESTAD
A principios del siglo XX, la cultura ambiental estadounidense en general respaldaba la enseñanza moral cristiana y muchos padres no creyentes querían que sus hijos aprendieran a vivir como nos enseña la Biblia. A finales de siglo, la cultura ambiental consideraba cada vez más la moral cristiana tradicional como regresiva, como un obstáculo para el progreso social y como una amenaza para la igualdad humana, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Incluso se sospechaba que el elevado ideal del amor cristiano era un artificio político, lo que parecía plausible en el fragor de la guerra cultural que asolaba la escena estadounidense de posguerra. Nuestros vecinos de mentalidad secular habían hecho su elección y rechazaban la moral cristiana.

Mientras tanto, el protestantismo de principios de siglo se veía sacudido por encarnizados debates teológicos sobre la autoridad, fiabilidad e interpretación de la Escritura y otros muchos puntos de doctrina. Sin embargo, la gente a ambos lados de estos debates podía contar, por lo general, con que sus oponentes compartían la misma perspectiva moral general. A finales de siglo, esto ya no era así. Las iglesias que acomodaron sus puntos de vista doctrinales a las sensibilidades de la cultura del ambiente siguieron también el camino revisionista de la concesión moral; las iglesias que se negaron a comprometer sus normas doctrinales también se resistieron a la concesión moral, aunque con diversos grados de reflexión y acercamiento cultural.

Una breve comparación de los dos mayores organismos presbiterianos de Norteamérica a finales de siglo resulta esclarecedora. La Iglesia Presbiteriana del Norte, la mayoritaria, empezó a comisionar a mujeres como obreras eclesiásticas hacia 1938, y luego comenzó a ordenar a mujeres como ministras en 1956. La Iglesia del Norte hizo de las relaciones raciales una prioridad en 1963, estableciendo el Consejo sobre iglesia y raza, que impulsó muchos otros programas de justicia racial en el futuro. En 1970, la Iglesia del Norte pidió la liberalización de las leyes sobre el aborto, y en 1992, la reunificada Iglesia Presbiteriana (PCUSA) adoptó la postura proelección de que el aborto es «moralmente aceptable» en muchas circunstancias, pero que debe ser una medida de «último recurso». Relajó las restricciones sobre el divorcio en 1952 y de nuevo en 1981. Ya en 1978, el informe de un comité de estudio de la Iglesia del Norte pedía la ordenación de los homosexuales no célibes, aunque la Iglesia Presbiteriana (PCUSA) no siguió este consejo oficialmente hasta 2011. No obstante, a finales de siglo, la Iglesia Presbiteriana (PCUSA) tenía al menos un ministro abiertamente transexual y, desde entonces, ha eliminado de sus normas de ordenación el requisito de fidelidad conyugal o castidad en la soltería y ha redefinido el matrimonio como entre «dos personas» para dar cabida al matrimonio entre personas del mismo sexo.

La mayoría de estos mismos asuntos también llevaron a la Iglesia Presbiteriana de América (PCA por sus siglas en inglés) a un estudio y un autoexamen más profundos, pero a menudo con resultados muy distintos de los observados en la Iglesia Presbiteriana (PCUSA). Por ejemplo, la PCA sigue enseñando, practicando y defendiendo el complementarismo y la ordenación exclusivamente masculina (reafirmada en 2017). Mantiene la postura provida de que el aborto a demanda es moralmente inadmisible (1978, reafirmada en 1980, 1986 y 1987), solo reconoce el adulterio y el abandono como motivos de divorcio (1972, 1992), y sostiene que la homosexualidad es pecaminosa y que los homosexuales no célibes están descalificados para ocupar cargos eclesiásticos (1977/1980, reafirmada en 1999 y 2019). La PCA no reconoce el matrimonio entre personas del mismo sexo y ha tomado medidas recientes para aclarar esta postura.

En general, las iglesias mayoritarias han seguido aflojando en sus líneas teológicas para acomodarse a los fuertes vientos culturales. Curiosamente, mientras se balancean con la cultura, han experimentado fuertes descensos en el número de sus miembros. Mientras tanto, las iglesias evangélicas conservadoras han reforzado sus líneas de conducta para resistir esos mismos vientos y han crecido incluso cuando han sido marginadas por la sociedad en general por no comprometer sus enseñanzas morales. En un curioso giro de la historia, a finales del siglo XX, muchos protestantes evangélicos descubrieron que sus puntos de vista morales tenían más en común con sus vecinos católicos romanos conservadores que con sus homólogos mayoritarios. También descubrieron una creciente confianza y valentía en sus convicciones a medida que los asuntos que les lanzaba la tormenta les obligaban a estudiar, examinar sus corazones y sufrir por sus creencias.

CONCLUSIÓN
El siglo XX, como he dicho anteriormente, fue una época de cosechar la tormenta que trajeron aquellos vientos que se sembraron en los albores de la modernidad. La tormenta aún está aquí y no ha disminuido. Pero, tras un siglo de luchar contra una cuestión moral tras otra, los evangélicos confesionales tienen sus pies morales más firmes en medio de la tormenta y están mejor preparados ahora de lo que estuvieron un siglo antes. Esto no garantiza que no sigan habiendo concesiones, pero el camino de la fidelidad está iluminado por la infalible Palabra de Dios, que es suficiente para guiarnos a través de lo que muy probablemente serán días aún más oscuros y tormentosos.

Publicado originalmente en: Tabletalk Magazine

El Dr. Bruce P. Baugus es profesor asociado de filosofía y teología en el Reformed Theological Seminary en Jackson, Mississippi, y es un anciano docente en la Iglesia Presbiteriana en Estados Unidos. Es autor de Reformed Moral Theology.

¿Es mejor orar en voz alta o en silencio?

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El Blog de Ligonier

Serie: Preguntas claves sobre la oración.

¿Es mejor orar en voz alta o en silencio?

Bruce P. Baugus

Nota del editor: Este es el séptimo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Preguntas claves sobre la oración.

La oración es el impulso natural de la fe y la devoción vigilante de la esperanza. Cuando oramos, derramamos los deseos de nuestros corazones ante Dios en adoración, confesión, petición, intercesión y agradecimiento, sometiéndonos a Su voluntad. La oración es una acción apasionada que involucra todo lo que somos y aspiramos ser ante Dios.

Jesús enseñó a los discípulos a orar por medio de Su instrucción y de Su ejemplo.

No es sorprendente, entonces, que todo el alcance y la fuerza de la pasión de nuestra vida forme parte de la oración. Aquellos que andan según el Espíritu demuestran paciencia y dominio propio en todas las cosas, pero los discípulos fieles también depositan su ira, frustración, angustia, confusión e incluso su incredulidad y desesperación ante Dios en oración. Mientras hacemos esto, podríamos encontrarnos clamando al Señor en voz alta o podríamos notar que nuestras palabras nos fallan.

Afortunadamente, no existe ninguna razón bíblica para creer que orar en voz alta sea más o menos eficaz que orar en silencio. Podemos hacer cualquiera de las dos. La Escritura está llena de ejemplos de oraciones públicas expresadas en todo tipo de ocasiones, desde la oración larga de Salomón en la dedicación del templo (1 Re 8) hasta el clamor de agonía (y de esperanza inquebrantable) en las cuatro palabras que Cristo exclamó en la cruz (Mt 27:46). Con todo, Jesús también le enseñó a Sus discípulos que nuestro Padre escucha las oraciones expresadas en silencio o en secreto, y Pablo nos dice que el Espíritu, quien fortalece nuestra fe y esperanza por medio de la oración, también intercede por nosotros con gemidos tan profundos que resultan indecibles (Mt 6:5-6Rom 8:26).

No obstante, hay buenas razones por las cuales nos convendría orar en silencio en algunas ocasiones y en voz alta en otras. Jesús, por ejemplo, advierte a Sus discípulos sobre los hipócritas que aman orar en lugares públicos para ser vistos por los demás. Él afirma que esa apariencia de santidad será la única recompensa que ellos recibirán (Mt 6:5). Los hipócritas no oran en secreto; sin embargo, el que ama a Dios ora continuamente en secreto y está listo para orar en voz alta cuando se presenta una ocasión apropiada.

Y la ocasión se presentará. La oración, como parte esencial de la devoción de la Iglesia (Hch 2:42), no solo es un acto privado de los creyentes individuales, sino una actividad compartida. Una manera de compartir en oración es orando en voz alta con otros por ánimo y edificación mutua. La oración también debe ser enseñada. Jesús enseñó a los discípulos a orar por medio de Su instrucción y de Su ejemplo. De la misma manera, los ministros enseñan a aquellos a quienes sirven, los padres enseñan a sus hijos, y todos nosotros nos enseñamos los unos a los otros al orar juntos. En otras palabras, el amor por los demás nos impulsará no solo a orar por ellos en secreto, sino a veces a orar con ellos en voz alta.

Cualquiera que sea la manera en la que oremos, estamos seguros de que nuestro Dios tiene cuidado de nosotros y siempre escucha las oraciones de Su pueblo.

Este articulo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Bruce P. Baugus
Bruce P. Baugus

El Dr. Bruce P. Baugus es profesor asociado de filosofía y teología en el Reformed Theological Seminary en Jackson, Mississippi, y es un anciano docente en la Iglesia Presbiteriana en Estados Unidos. Es autor de Reformed Moral Theology.

¿Es esta vida lo único que existe?

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Serie: Dando una respuesta

¿Es esta vida lo único que existe?

Bruce P. Baugus

Nota del editor: Este es el undécimo capítulo en la serie Dando una respuesta, publicada por Tabletalk Magazine.

Dios «ha puesto la eternidad en sus corazones», dice el Predicador acerca de los hijos de los hombres (Ec 3:11). La idea no es solo que conservamos un concepto intelectual o una noción de la eternidad sino que tenemos un sentido profundamente arraigado de que nuestra vida actual en este mundo no es lo único que existe, que hay un «para siempre» que hace que esta vida sea mucho más transcendental de lo que muchos se atreven a imaginar, y que revela la vanidad de vivir solo para las cosas de este siglo. 

Es imposible entender las obras y enseñanzas de Jesús sin presuponer la existencia eterna del ser humano.

Esta consciencia de la eternidad pertenece a lo que Juan Calvino llama el sensus divinitatis, e inevitablemente orienta aun a los no regenerados a nuestro futuro eterno. Esto es evidente en la fascinación humana con la vida después de la muerte y la manera en la que hablamos de los que han «partido». También es visible en cómo los humanos religiosos se han portado en todas las épocas, incluyendo la nuestra. Lo que nos sucede después de la muerte es una doctrina cardinal en casi todas las religiones y normalmente se considera como algo decisivo para la forma en que debemos vivir esta vida en preparación para lo que sigue. 

Que la eternidad esté en nuestros corazones es una de las razones por las cuales las personas que están dedicadas a la búsqueda de placeres temporales comúnmente encuentran la vida tan vacía. Como observa C.S. Lewis, nuestros anhelos son más profundos y llegan más lejos y aspiran a cosas mucho más altas de lo que cualquier cosa a la mano puede satisfacer. Vivir para el presente exige que reprimamos activamente este sentir interno de la eternidad y que neguemos nuestros anhelos (y aspiraciones) más profundas a fin de tranquilizarnos a nosotros mismos con anhelos mucho más superficiales. 

Curiosamente, los antiguos epicúreos identificaron el miedo a la muerte como el mayor obstáculo para una vida entregada a los placeres temporales; una evidencia más del sentido universal de la eternidad (y la expectativa de juicio). Para librarse del miedo a la muerte, idearon  una antropología atomista en la cual no somos nada más que seres materiales sensibles. Su única esperanza, en otras palabras, era que la muerte fuera en realidad nuestro destino final. Ahí es donde más o menos donde muchos estadounidenses se encuentran en la actualidad y es uno de los propulsores detrás de la aceptación popular del naturalismo metafísico en el Occidente secular. Si la muerte no es nuestro destino final, debemos enfrentarnos a la vanidad de cualquier vida no vivida para la eternidad. 

No obstante, sin importar cuán vigorosamente uno niegue la vida después de la muerte, la sensación de que hay algo más allá que solo esta vida persiste obstinadamente; tan obstinadamente que Immanuel Kant, quien negaba que alguien pudiera saber tal cosa, sin embargo, admitió que debemos creer por lo menos que existe la vida después de la muerte para vivir correctamente en esta vida. 

Kant estaba parcialmente en lo correcto, la razón sola «no puede» penetrar la eternidad para descubrir «la obra que Dios ha hecho desde el principio y hasta el fin» (Ec 3:11). Y aun así, el sentido de eternidad está impreso en nuestros corazones tan firmemente como lo está la conciencia de Dios y de la obra de la ley (Rom 1:19-222:14-16). Nuestras conciencias, deseos, aspiraciones y miedos nos traicionan. 

Jesús no se movía en una cultura post-ilustrada de agnósticos seculares como muchos de nosotros, pero aun el judaísmo del Segundo Templo tenía a sus saduceos que negaban la resurrección. Sus negaciones, sin embargo, no detuvieron a Jesús; Él simplemente señaló cuán básica es la suposición de una vida después de la muerte (y una resurrección futura) para toda la estructura de la revelación bíblica y sugirió que aquellos que negaban esto no entendían las Escrituras ni el poder de Dios (Mr 12:18-27). 

La suposición de las Escrituras es también la suposición de Cristo. Es imposible entender las obras y enseñanzas de Jesús sin presuponer la existencia eterna del ser humano. Jesús no discutió tanto este tema sino que más bien presionó a la gente para que se enfrentaran al dilema en el que se encontraban. Solo hay dos estados eternos: un reino glorioso de paz y justicia en el cual los justos se deleitan completamente en Dios en medio de una creación nueva e incorruptible, y un lugar horrible de tinieblas de afuera, un fuego inextinguible y un tormento que hace crujir los dientes (Mt 8:11-1213:40-4249-5022:1-1324:36-25:46). Cristo habló de estos dos estados en términos claros, dio advertencias sobrias e hizo promesas preciosas basadas en sus realidades. 

Es más, Jesús afirma audazmente que el destino eterno de cada persona depende de si uno lo recibe a Él por fe tal como Él se nos es ofrecido en el Evangelio o si uno lo rechaza para presentarse ante  Dios en el juicio final con solo nuestra conciencia condenatoria como abogada. 

«Yo soy la resurrección y la vida», Jesús le dijo a Marta: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (Jn 11:25-26). A continuación, le hizo directamente a ella y a cada uno de nosotros la pregunta crucial: «¿Crees esto?»

Este artículo fue publicado originalmente en la Tabletalk Magazine.
Bruce P. Baugus
Bruce P. Baugus

El Dr. Bruce P. Baugus es profesor asociado de filosofía y teología en el Reformed Theological Seminary en Jackson, Mississippi, y es un anciano docente en la Iglesia Presbiteriana en Estados Unidos. Es autor de Reformed Moral Theology.