Los propósitos inconmovibles de Dios

Los propósitos inconmovibles de Dios
Por Douglas F. Kelly

Serie: Un mundo nuevo y desafiante

Nota del editor:Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Un mundo nuevo y desafiante

En Hebreos 12 se abordan los vastos cambios que se avecinan en la iglesia y en la cultura como orquestados por Dios para el avance de Su reino de gracia: «“AÚN UNA VEZ MÁS, YO HARÉ TEMBLAR NO SOLO LA TIERRA, SINO TAMBIÉN EL CIELO”. Y esta expresión: Aún, una vez más, indica la remoción de las cosas movibles, como las cosas creadas, a fin de que permanezcan las cosas que son inconmovibles» (vv. 26-27).

Los períodos de cambio, a veces vertiginosos y violentos, son ordenados providencialmente por Dios para el avance de Su reino inmutable e inconmovible. Los cambios en la cultura mundial, a menudo acompañados de una «sacudida» literal de las instituciones establecidas, dan paso a algo mejor, algo que nunca podrá ser sacudido. Se trata del reino glorioso del Cristo crucificado y resucitado, de quien Isaías dice: «El aumento de su soberanía y de la paz no tendrán fin» (Is 9:7).

Mientras intentamos mantener el equilibrio en medio del oleaje de cambios tan rápidos que irrumpen constantemente sobre nosotros, nuestra actitud debe estar informada por la perspectiva de Hebreos 12 e Isaías 9. Con el plan sereno de Dios en mente, no tenemos excusa para el pánico o el desaliento, ni siquiera ante los cambios aterradores y las alteraciones en los sistemas económicos y políticos en los que tenemos que vivir. Este siglo XXI no es, por ejemplo, una ocasión para que los cristianos se desalienten ante la certeza de la islamización de Europa. Philip Jenkins, en su libro God’s Continent [El continente de Dios], sostiene que este escenario sombrío está muy lejos de ser cierto. Tampoco es el momento de apretar las manos ante la «inevitable» secularización de Estados Unidos, prevista desde hace tiempo. Se podría argumentar fácilmente que las estadísticas actuales en realidad apuntan en otra dirección. Un destacado sociólogo de la religión del sur de Estados Unidos, el profesor Samuel Hill, predijo a principios de la década de 1960 (cuando era mi muy respetado profesor) que el evangelismo en el sur sería en gran medida eliminado por el secularismo estadounidense en los próximos treinta o cuarenta años. Pero recientemente, en la década de los 2000, ha llegado a la conclusión de que ha ocurrido precisamente lo contrario: el cristianismo evangélico es incluso más fuerte en los estados del sur que hace cuarenta años.

Es probable, aunque no seguro, que los últimos ciento cincuenta años nos hayan situado entre las cuatro o cinco grandes «sacudidas» de la historia occidental desde la encarnación de Cristo hace unos dos mil años. En el año 70 d. C., Jerusalén fue sacudida por el ejército romano y el antiguo sistema judío de iglesia-estado, que había obstaculizado de muchas maneras la expansión del evangelio, perdió su mayor poder. Su pueblo se dispersó y muchas partes del mundo se abrieron de una manera nueva a la misión victoriosa de la iglesia cristiana.

En un plazo de cuatrocientos o quinientos años de expansión cristiana, el mismo y poderoso Imperio romano, que en su día persiguió a la iglesia y luego estableció nominalmente el cristianismo, también se vio sacudido por su propia corrupción que lo hizo impotente para hacer frente a las invasiones bárbaras. La caída de un poderoso imperio centralizado dio paso al eventual surgimiento de reinos cristianos descentralizados en gran parte de Europa oriental y especialmente occidental. El estado central romano dejó de ser la institución clave de Europa; durante más de mil años fue sustituido por la iglesia cristiana. Después de la caída de Jerusalén, millones de personas fueron llevadas a la fe en Cristo. Después de la caída de Roma, muchos más millones fueron ganados para Cristo en toda Europa.

Alasdair MacIntyre, en su libro After Virtue [Tras la virtud], identifica lo que ocurrió. Un imperio mundial fue sustituido funcionalmente por comunidades morales y cívicas más locales: «Un punto de inflexión crucial… se produjo cuando los hombres y mujeres de buena voluntad se apartaron de la tarea de apuntalar el Imperio romano y dejaron de identificar la continuación de la civilidad y la comunidad moral con el mantenimiento de ese imperio. Lo que se propusieron lograr en su lugar —a menudo sin reconocer plenamente lo que estaban haciendo— fue la construcción de nuevas formas de comunidad dentro de las cuales se pudiera sostener la vida moral, de modo que tanto la moralidad como la civilidad pudieran sobrevivir a las edades venideras de barbarie y oscuridad» (p. 244).

Otra sacudida masiva de las instituciones establecidas limitó gravemente el control de Europa occidental por parte del sistema católico romano tras mil años de aparente hegemonía. La Reforma protestante irrumpió como un maremoto en Alemania alrededor del año 1520 y se extendió en casi todas direcciones. Esta sacudida llegó en las alas de un renacimiento religioso, a menudo acompañado de un resurgimiento del nacionalismo y acelerado por la invención reciente de la imprenta. El evangelio de la salvación por la gracia de Dios a través de la fe en Jesucristo ascendió, causando el colapso en muchas tierras de la síntesis medieval entre el sacramentalismo y la justicia por las obras. La ruptura de la unidad católica romana provocada por las estructuras políticas terrenales dentro de la cristiandad europea dio paso a algo más fiel al evangelio de Cristo: un retorno reformador a las verdades de la Sagrada Escritura y la gozosa liberación de millones de almas de la falta de seguridad de salvación, que formaba parte del sistema penitencial medieval.

Sospecho que nuestra cultura occidental se encuentra ahora, una vez más, en una época de sacudidas masivas «de las cosas movibles» para que permanezcan las cosas que son inconmovibles. Las secuelas de la anterior Revolución industrial, seguidas por la más reciente Revolución de la información, y la incredulidad radical de las diversas fases de la Ilustración europea se han unido y han constituido el desafío más severo para el cristianismo en toda su peregrinación de dos mil años. Además de estos emisores de profundas ondas de choque, a principios del siglo XXI se está produciendo el inicio del desmoronamiento del otrora poderoso estado-nación.

Irónicamente, fueron los rápidos cambios tecnológicos los que hicieron posible el estado-nación y es también la tecnología la que está erosionando su viabilidad y relevancia en la actualidad. En Comunidades imaginadas, Benedict Anderson sostiene que la invención de la imprenta y la precisión en el control del tiempo fue lo que permitió el desarrollo del estado-nación moderno en el siglo XVI. Pero las nuevas tecnologías están conduciendo a la irrelevancia del estado-nación. El Dr. Jonathan Sacks, rabino jefe de las Congregaciones Hebreas Unidas de Gran Bretaña y su Mancomunidad de Naciones, nos muestra lo que está ocurriendo actualmente: «Las nuevas formas de tecnología, especialmente la tecnología de la información, fragmentan la cultura… [y] amenazan la existencia misma del estado-nación… Las nuevas tecnologías de comunicación global e instantánea no son marginales a la forma en que vivimos nuestras vidas. Afectan las formas más fundamentales en las que pensamos, actuamos y nos asociamos… La tecnología de la información cambia la vida sistemáticamente. Reestructura la conciencia; transforma la sociedad… El crecimiento de la informática, el módem, el teléfono móvil, la Internet, el correo electrónico y la televisión por satélite cambiarán la vida… La nuestra es una época de transición» (The Home We Build Together [El hogar que construimos juntos] [Londres: Continuum, 2007], 67-68).

Tal vez lo más característico de lo que Alvin Tofler denominó hace varios años como «el shock del futuro» es la enorme rapidez de los cambios que nos hace dar vueltas y vueltas. Tom Hayes y Michael S. Malone lo describen en un reciente artículo del Wall Street Journal como «El siglo de los diez años»: «Los cambios que antes llevaban generaciones —ciclos económicos, ciclos culturales, migraciones masivas, cambios en las estructuras de las familias e instituciones— ahora se desarrollan en cuestión de años». Señalan que «cuando el disco duro de un ordenador se ve abrumado con demasiada información se dice que está fragmentado o “fraccionado”. Hoy en día, el rápido e inquietante ritmo de cambio nos ha dejado a todos un poco, bueno, “fraccionados”» (11 de agosto de 2009, A17).

Sin embargo, el gran punto de vista de Hebreos 12 sobre todo cambio nos da esperanza. En toda la historia, en lugar de volver a sentirnos «fraccionados» y desconcertados, podemos enfrentarnos al futuro desconocido con una confianza gozosa y unas manos fuertes para aprovechar las nuevas oportunidades para la difusión del evangelio y la renovación de la cultura sobre una base más bíblica. En todos los grandes cambios que hemos estudiado —desde Jerusalén hasta Roma, pasando por el fin de la dominación católica medieval—, después de cada colapso de las estructuras de autoridad, se ha producido el avance de algo que generalmente honra más a Cristo y edifica más a la humanidad. Las viejas estructuras fueron derribadas para dar paso al crecimiento del reino de Dios en Cristo. ¿Por qué habría de ser diferente con el derribo de nuestros estados nacionales secularizados hoy en día? El dominio de ellos será reemplazado por algo más susceptible a la difusión de las buenas noticias de Jesucristo y a la liberación de millones de hombres y mujeres por el poder del Espíritu Santo. Todavía no sabemos cómo será, ¡pero sí sabemos quién está al mando!

Los cambios, por lo demás agotadores, que constituyen «el siglo de los diez años», ofrecen a la iglesia notables oportunidades de ofrecer algo mejor a una sociedad «fragmentada». Hablemos solo de una. La iglesia debería emplear una respuesta clásica al cambio tecnológico de «palabras a imagen», que ha acortado la capacidad de atención de la gente a tan solo tres minutos. ¿Por qué no volver a exigir a nuestros hijos que memoricen partes de la Sagrada Escritura y de los catecismos de la iglesia? Eso hará maravillas para aumentar su capacidad de comprensión y concentración en cada área de la verdad. Al volver a eso y a los otros elementos bíblicos de la adoración y el servicio, la iglesia estará siempre por delante de la curva: un refugio para los fragmentados y un instrumento poderoso de redención y renovación a medida que se mueve para habitar el terreno que está siendo desocupado por la sacudida de las cosas que pueden ser cambiadas por Aquel que no puede ser conmovido ni cambiado.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Douglas F. Kelly
El Dr. Douglas F. Kelly es profesor emérito de teología en el Reformed Theological Seminary. Es autor de varios libros, entre ellos If God Already Knows, Why Pray? [Si Dios ya sabe ¿por qué orar?]

¿Por qué debo orar?

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El Blog de Ligonier

Serie: Preguntas claves sobre la oración.

¿Por qué debo orar?

Douglas F. Kelly

Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Preguntas claves sobre la oración.

Nuestro Dios triuno es una comunión de amor santo entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Juan 1:1, hablando de la relación entre el Hijo y el Padre, llama al Hijo «la Palabra» y dice que «la Palabra era Dios». Esto muestra la comunión personal que comparten las personas de la Trinidad y este tipo de intercambio implica  hablar. Las oraciones de los creyentes a su Padre celestial a través de Cristo y en el Espíritu reflejan el eterno hablar en la Deidad, en cuya imagen fueron primero creados y luego recreados en la regeneración. Oramos porque fuimos hechos para tener comunión con Dios. 

Desde el principio, el pueblo de Dios ha sido llamado a la oración. En el Edén, el Señor caminó y habló con los portadores de Su imagen. Pero después de seguir las mentiras de Satanás y rebelarse contra Dios, cuando apareció el Señor, ellos se escondieron. La oración fue, de la manera más radical, obstaculizada. 

Pero Dios hizo una promesa de gracia después de anunciar el juicio sobre el diablo, Adán y Eva. En Génesis 3:15, el Señor prometió que la simiente de Eva heriría la cabeza de la serpiente. Definitivamente, el Señor Jesucristo, «el Verbo hecho carne» (Jn 1:14), es esa simiente (Gál 3:16). Todo el Antiguo Testamento preparó Su venida victoriosa para restaurar a los hijos de Adán a la comunión cara a cara con su Señor, que era el propósito de Su creación y que solo podía cumplirse en su recreación en y por medio de Cristo. Después de la caída, el Señor no dejó de hablarnos. 

Oramos porque Dios nos llama a hablar con Él, y los corazones creyentes no pueden hacer otra cosa que responder.

Por lo tanto, Su pueblo debía seguir hablando con Él. Y así, en todo el Antiguo Testamento encontramos a Dios hablando a creyentes y creyentes hablándole a Él en todo tipo de situaciones. Enoc caminó con Dios, por lo que habría hablado con frecuencia con Él. Lo mismo fue con Noé y luego a través de Abraham, Isaac, Jacob, los doce patriarcas de Israel, David y los profetas. 

David, en particular, proveyó en el libro de los Salmos un registro muy honesto de las oraciones de los santos en sus fortalezas y en sus pecados, en sus alegrías y en sus penas. Las oraciones y alabanzas, las confesiones de pecado y las alegres declaraciones de fe de los Salmos han informado a todas las ramas de la Iglesia. 

El Salmo 27:8 resume ambos lados de la oración: “Cuando dijiste: Buscad mi rostro, mi corazón te respondió: Tu rostro, Señor, buscaré”. Oramos porque Dios nos llama a hablar con Él, y los corazones creyentes no pueden hacer otra cosa que responder, incluso cuando no estamos seguros de qué decir. Nuestras oraciones son dirigidas por el Espíritu Santo de modo que, incluso cuando no sabemos cómo orar, el Espíritu hace eco en nosotros de las intercesiones de Cristo en el cielo (Rom 8:26-27). Esas oraciones en el nombre de Jesús son las precursoras de toda bendición. Porque, hablando en general, con mucha oración hay mucha bendición; con poca oración hay poca bendición.

Este articulo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Douglas F. Kelly
Douglas F. Kelly

El Dr. Douglas F. Kelly es profesor emérito de teología en el Reformed Theological Seminary. Es autor de varios libros, entre ellos If God Already Knows, Why Pray? [Si Dios ya sabe ¿por qué orar?]