Patricio: misionero a Irlanda

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Serie: La historia de la Iglesia | Siglo V

Patricio: misionero a Irlanda

Por George Grant

Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo V

Un pequeño grupo de cristianos ha mantenido fielmente un legado evangélico de un siglo en el corazón de la ciudad de Yakarta. La Capilla Reformada, plantada por misioneros holandeses durante la era colonial, ha mostrado con gracia el amor de Cristo a la nación musulmana más grande del mundo, tanto en palabras como en hechos. A pesar de que muchos de los miembros de la congregación habían sido recientemente oprimidos, tiranizados y forzados a huir de sus hogares en la isla de Sumatra, respondieron rápidamente al desastre del tsunami que llevó a muchos de sus antiguos perseguidores al horror de la muerte, la destrucción y la pérdida. Han recaudado fondos para auxiliar. Han enviado médicos, enfermeras, técnicos e ingenieros para ayudar. Han movilizado toda la ayuda que pudieron conseguir. Se han apresurado, en tal momento de necesidad, para cuidar a hombres y mujeres que sabían que eran sus enemigos, y enemigos de Dios.

Ese es el evangelio en acción. Es la esencia misma del impulso misionero. Siempre ha sido así y siempre lo será. Fue el tipo de cosas que Patricio de Irlanda había entendido demasiado bien. De hecho, era la historia de su vida.

Patricio era un contemporáneo más joven de Agustín de Hipona y Martín de Tours, los héroes de la fe del siglo V que sentaron las bases para la gran civilización de la cristiandad. Al parecer, nació en el seno de una familia romana patricia, en una de las pequeñas ciudades cristianas cerca de la actual Glasglow (pudo ser Bonavern o bien Belhaven). Aunque sus piadosos padres, Calpurnius y Concessa, lo criaron en la fe cristiana, posteriormente llegó a confesar que prefería más los placeres pasajeros del pecado. Un día, cuando era adolescente mientras jugaba junto al mar, unos piratas merodeadores capturaron a Patricio y lo vendieron como esclavo a un pequeño rey tribal celta llamado Milchu. Durante los siguientes seis años de cautiverio sufrió gran adversidad, hambre, desnudez, soledad y tristeza mientras atendía los rebaños de su amo en el valle de Braid y en las laderas de Slemish.

Fue en medio de esta situación tan terrible que Patricio comenzó a recordar la Palabra de Dios que su madre le había enseñado. Lamentando su vida pasada de búsqueda de placer egoísta, se volvió a Cristo como su Salvador. Más adelante, escribió acerca de su conversión: «Yo tenía dieciséis años, no conocía al Dios verdadero y era llevado en cautiverio; pero en esa tierra extraña, el Señor abrió mis ojos incrédulos, y, aunque tarde, recordé mis pecados, me convertí con todo mi corazón al Señor mi Dios, que consideró mi humilde condición, tuvo piedad de mi juventud e ignorancia, y me consoló como un padre consuela a sus hijos. Cada día cuidaba de las ovejas y oraba a menudo durante el día, el amor de Dios y un santo temor hacia Él aumentaban cada vez más y más en mí. Mi fe comenzó a crecer y mi espíritu se conmovió fervientemente. A menudo, oraba hasta cien veces en un solo día, y casi la misma cantidad de veces por la noche. Incluso cuando me quedaba en el bosque o en la montaña, me levantaba antes del amanecer para orar, en la nieve, las heladas y la lluvia. No padecí ningún tipo de enfermedad y no había debilidad en mí. Ahora me doy cuenta que fue porque el Espíritu me estaba madurando y preparando para una obra venidera».

Increíblemente, Patricio llegó a amar a las mismas personas que lo habían humillado, abusado y que se habían burlado de él. Anhelaba que conocieran la bendita paz que había encontrado en el evangelio de Cristo. Posteriormente, rescatado por medio de un notable giro de acontecimientos, Patricio regresó con su familia en Gran Bretaña. Pero su corazón estaba cada vez más con los feroces pueblos celtas que había llegado a conocer tan bien. Se sorprendió al darse cuenta de que en realidad deseaba regresar a Irlanda y compartir el evangelio con ellos.

Aunque sus padres se entristecían al verlo alejarse de casa una vez más, apoyaron de mala gana sus esfuerzos para recibir capacitación teológica en el continente. Su educación clásica había sido interrumpida por su cautiverio, así que estaba muy atrasado académicamente con respecto a sus compañeros. Pero lo que le faltaba en conocimiento, lo compensaba con celo. En poco tiempo había obtenido autorización para evangelizar a sus antiguos captores.

Así Patricio regresó a Irlanda. Predicó a las tribus paganas en la lengua irlandesa que había aprendido cuando era esclavo. Su disposición a llevar el evangelio a las personas menos probables y menos amables que se pueda imaginar, tuvo un éxito extraordinario. Y ese éxito continuaría durante casi medio siglo de evangelización, plantación de iglesias y reforma social. Más adelante escribiría que la gracia de Dios había bendecido tanto sus esfuerzos que «muchos miles nacieron de nuevo para Dios». De hecho, según el cronista de la iglesia primitiva W.D. Killen: «No hay duda razonable de que Patricio predicó el evangelio, que fue un evangelista celoso y eficiente y que tiene derecho a ser llamado el Apóstol de Irlanda» (Ecclesiastical History of Ireland, London, 1875 [Historia Eclesiástica de Irlanda, Londres, 1875]).

Sabemos que el reino de los cielos le pertenece a «aquellos que han sido perseguidos por causa de la justicia» (Mt 5:10) y que, al final, grandes bendiciones y recompensas le aguardan a los que son insultados, calumniados y turbados en gran manera y, con todo, perseveran en su llamado (Mt 5:12-13). Sabemos que a menudo en «aflicciones, en privaciones, en angustias, en azotes, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en desvelos, en ayunos» es que nuestro verdadero temple es probado (2 Co 6:4-5). Sin embargo, muchas veces olvidamos que esas cosas no son simplemente para soportarlas. Ellas, en realidad, enmarcan nuestro más grande llamado. Ellas establecen los fundamentos de nuestros ministerios más efectivos. Somos liberados para tener una gran efectividad cuando, como Patricio, llegamos a amar a los enemigos de Dios y a los nuestros.

Jesús dijo: «Bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen» (Mt 5:44, RV60); y otra vez: «Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os aborrecen» (Lc 6:27). He ahí el impulso misionero. La vida de Patricio, como la de aquellos creyentes desinteresados en Yakarta, nos ofrece un impresionante recordatorio de esa paradoja extraordinaria del evangelio.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
George Grant
George Grant

George Grant es el pastor de Parish Presbyterian Church (PCA), el fundador de Franklin Classical School, Chalmers Fund, y King’s Meadow Study Center, y el autor de más de 70 libros.

Nuestros padres del siglo IV

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Serie: La historia de la Iglesia | Siglo IV

Nuestros padres del siglo IV

Por George Grant

Nota del editor: Este es el octavo artículo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo IV

Al igual que con los padres fundadores de los Estados Unidos, muchos mencionan a los padres de la Iglesia, pero son pocos los que realmente han llegado a leer sus escritos. Es común que se haga referencia a ellos, pero rara vez los vemos citados. Aunque son una parte fundamental de los eslóganes tradicionalistas, la realidad es que han contribuido muy poco a las tradiciones que se supone han inspirado. Hoy en día, estos padres de la Iglesia son desconocidos para la mayoría. Hay muy poco conocimiento sobre aquellos que le siguieron a los apóstoles, incluso en aquellas comunidades que ponen mucho énfasis en la sucesión apostólica (los católicos, los ortodoxos, los anglicanos y los coptos). Sus palabras y obras no suelen usarse más que para ser veneradas anecdóticamente.

La ironía de esto va más allá de lo obvio, pues la realidad es que los escritos de los padres de la Iglesia son completamente legibles y están ampliamente disponibles. Los primeros cristianos eran tanto alfabetizados como literarios. Eran gente del Libro y de los libros. Como resultado, sus cartas, sermones, tratados, comentarios, manifiestos, credos, diálogos, proverbios, epigramas y sagas fueron cuidadosamente preservados y antologizados a lo largo de los siglos. Los creyentes que fueron acosados y perseguidos durante la época imperial fueron consolados por su sabiduría pastoral. Los medievalistas basaron su cosmovisión en los fundamentos patrísticos a lo largo de la era de la cristiandad. Los reformadores protestantes consideraron sus preceptos con cuidado durante los tumultuosos días de la Reforma. De hecho, casi todas las generaciones de cristianos hasta finales del siglo XIX hicieron del estudio de sus ideas un aspecto elemental de la educación clásica.

Lamentablemente, la lectura de sus obras exige una cierta cantidad de diligencia, reflexión y discernimiento —como es necesariamente el caso de todo escrito sustancioso— lo cual probablemente es la causa por la cual leer y estudiar la literatura patrística pasó de moda a finales de siglo XX.

Teóricamente, la patrística continúa siendo atractiva para nosotros. Repetimos la piadosa letanía de los reformadores: volvamos al patrón de la Iglesia primitiva; restauremos la integridad de la adoración como algo primordial; eliminemos las capas acumuladas de prácticas, rituales y ceremonias tradicionales. De alguna manera, nos imaginamos que la patrística nos apoya en esto. Suponemos que es simplista, primitiva y básica. Por lo que con frecuencia nos sorprendemos al descubrir que en realidad es complicada, refinada y madura. Y si hay algo a lo cual la Iglesia moderna se opone es a la profundidad, a la sofisticación y a la perspicacia. El resultado es que continuamos con una ingenuidad despreocupada, diciendo: «No me confundan con los hechos».

En términos generales, la época de los padres, en la Iglesia Occidental, fue durante los primeros cinco siglos después de Cristo. En la Iglesia Oriental, la era patrística se extiende hasta abarcar a Juan Damasceno a mediados del siglo VIII. Los eruditos han seguido la tradición de organizar a los escritores en cuatro grupos. En el primer grupo están los padres apostólicos y los apologistas, o aquellos escritores que eran más o menos contemporáneos con la formación del canon del Nuevo Testamento. Todos estos escribieron en griego. En el segundo grupo están aquellos escritores del tercer siglo, aproximadamente desde los tiempos de Ireneo hasta el Concilio de Nicea. Estos escribieron en griego y en latín. En el tercer grupo están los padres latinos posnicenos, aquellos escritores de la época de los grandes concilios ecuménicos. En el cuarto grupo están los padres griegos posnicenos, aquellos escritores de la Edad de Oro bizantina.

La mayoría de las colecciones modernas de la patrística solamente incluyen escritos del primer grupo, lo cual es una gran pena. En realidad, la cúspide del período patrístico fue el siglo IV. Estos cien años fueron asombrosos, comenzando con Atanasio (296-373), quien se mantuvo contra mundum (contra el mundo) y concluyendo con Agustín (354-430), quien estableció los fundamentos de la civilización occidental. En el ínterin, hombres como Alejandro de Alejandría (267-328), Julio de Roma (337-352), Hilario de Poitiers (315-368), Basilio de Cesarea (330-379), Gregorio Nacianceno (330-390), Martín de Tours (335-397) y Gregorio de Nisa (335-394) pelearon y ganaron la gran lucha por la ortodoxia bíblica contra los arrianos, y comenzaron las primeras protestas contra las herejías de los apolinaristas y los monofisitas. Fue en el siglo IV que Juan Crisóstomo (344-407) revitalizó tanto la predicación como la liturgia de la Iglesia. Fue en el siglo IV que San Jerónimo de Belén (347-420) realizó el trabajo textual esencial sobre el cual la Iglesia se apoyaría por más de un milenio. Fue en el siglo IV que se revelaron los errores del pelagianismo, el donatismo y el celestianismo.

En tiempos como estos, en los cuales el evangelio está siendo atacado como en ningún otro momento desde el siglo IV, vale la pena tomarnos el tiempo para considerar los patrones de fidelidad que tuvieron los héroes de esa época. Nos convendría aprender de sus vidas y ministerios. Sin duda, sería beneficioso que siguiéramos los pasos de sus grandes batallas, de modo que podamos estar en condiciones para luchar las nuestras.

Por consiguiente, leer sobre estos padres, aprender de estos padres e imitar a estos padres no sería meramente un ejercicio de curiosidad por lo antiguo ni de idealismo nostálgico. Más bien, podría llegar a ser, aparte del estudio de las Escrituras mismas, lo que más nos ayude en nuestros discipulados.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
George Grant
George Grant es el pastor de Parish Presbyterian Church (PCA), el fundador de Franklin Classical School, Chalmers Fund, y King’s Meadow Study Center, y el autor de más de 70 libros.

Una pasión por la verdad

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Una pasión por la verdad

Por George Grant

El príncipe de los predicadores, Charles Haddon Spurgeon, escribió una vez en su maravilloso libro John Plowman’s Talks [Las conversaciones de John Plowman]: «Quisiera que todo el mundo supiera leer y escribir y cifrar; de hecho, no creo que un hombre pueda saber demasiado; pero fíjate, el conocimiento de estas cosas no es educación; y hay millones de tus lectores y escritores que son tan ignorantes como el becerro del vecino Norton».

Esas masas ignorantes de las que escribió Spurgeon no son los que no terminaron sus lecciones. Son más bien aquellos que sí terminaron, o más bien aquellos que ingenuamente pensaron que las lecciones eran el tipo de cosas que podían ser terminadas.

La excelencia educativa desde una perspectiva bíblica no tiene tanto que ver con la cantidad de datos acumulados en la cabeza de un estudiante, sino con la forma de pensar y actuar entretejida en la vida de un estudiante.

La educación no tiene un término, un extremo polar, una línea final, un resultado. En cambio, es un depósito, una donación, una promesa e incluso una pequeña muestra del futuro. Para muchos, es triste decirlo, esta perspectiva exclusivamente cristiana es una cosmovisión totalmente foránea: una noción extraña, una paradoja arcaica, un misterio insondable. Las mentes embotadas por la asfixiante conformidad de la cultura popular no pueden sondear las profundidades o explorar la amplitud de la virtud distintivamente cristiana del contentamiento esperanzador ante las tareas perpetuas. Así se apresuran hacia lo que piensan que será el final de esto, aquello u otro capítulo de sus vidas. Están desesperados por terminar la escuela. Así, por ejemplo, la graduación no es para ellos el hito que marca un nuevo comienzo, sino que marca una conclusión. Luego, van a toda prisa por sus vidas y carreras: se arrastran con impaciencia durante la semana de trabajo, ansiosos para que llegue el fin de semana; trabajan solo para que les lleguen las vacaciones y continúan así su camino hacia la jubilación, siempre llegando al final de las cosas hasta que por fin las cosas llegan a su final.

Pero en el marco de la cosmovisión cristiana, el contentamiento esperanzador frente a las responsabilidades interminables es una virtud que continuamente genera en nosotros la expectación por nuevos comienzos, no viejas resoluciones. Es una virtud que produce en nosotros una nueva confianza tanto en el presente como en los días venideros. Eso es así simplemente porque es una virtud enraizada en un entendimiento de la buena providencia de Dios y en las riquezas del pacto de Su gracia.

Nosotros más que nadie, que fuimos traídos de muerte a vida, que fuimos traídos desde el fin de nosotros mismos al umbral de la eternidad, nosotros más que nadie entendemos esto. Esto es, de hecho, la esencia misma del evangelio. La crucifixión no es la terminación de la obra mediadora de Cristo, sino la conjunción de dos comienzos: la encarnación y la resurrección. Es el eje de la civilización que delimita una nueva creación: «Las cosas viejas pasaron; he aquí, son hechas nuevas» (2 Co 5:17).

Así que ahora somos un pueblo innatamente optimista, siempre comenzando de nuevo, afirmando nuestra fe en pleno acuerdo con los patriarcas y la patrística: «Ahora bien, la fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve» (Heb 11:1).

De modo que, por ejemplo, toda conversación respecto a la educación es para nosotros un recordatorio de que apenas hemos comenzado a aprender a cómo aprender. Es una afirmación de que aunque nuestra magnífica herencia nos ha dado a conocer las espléndidas maravillas de la literatura y el arte y la música y la historia y la ciencia y las ideas en el pasado, apenas comenzamos a conocerlas y que una aventura de toda una vida en estos vastos y portentosos escenarios aún nos espera. De hecho, las lecciones más valiosas que la educación puede transmitir son siempre las lecciones que nunca terminan. Eso es, en realidad, el corazón de la filosofía cristiana en cuanto a la educación.

Por lo tanto, la excelencia educativa desde una perspectiva bíblica no tiene tanto que ver con la cantidad de datos acumulados en la cabeza de un estudiante, sino con la forma de pensar y actuar entretejida en la vida de un estudiante. Ese es el gran legado de la cristiandad.

Lamentablemente, esta no es una perspectiva particularmente popular en estos días. El trabajo duro y la disciplina sustancial necesaria para el aprendizaje de por vida no están en boga. Representan arcaísmos, que hace mucho tiempo fueron dejados en el polvo del tiempo por los nuevos artilugios de la contemporaneidad industrial y la modernidad progresiva.

Considera la lectura, por ejemplo. Mucho antes de que la pesadilla de la televisión invadiera cada una de nuestras vigilias, C.S. Lewis comentó que aunque la mayoría de la gente en las culturas industriales modernas son al menos marginalmente capaces de leer, simplemente no lo hacen. En su sabio y maravilloso libro An Experiment in Criticism [Un experimento en criticismo] escribió: «La mayoría, aunque a veces son lectores frecuentes, no le dan mucha importancia a la lectura. Ellos recurren a ella como el último recurso. La abandonan con diligencia tan pronto como aparece cualquier pasatiempo alternativo. Está reservada para viajes en tren, enfermedades, momentos extraños de soledad forzada o para el proceso llamado “leer hasta quedarnos dormido”. A veces la combinan con conversaciones aleatorias; a menudo, mientras escuchan la radio. Pero la gente que ama la literatura está siempre buscando tiempo libre y quietud para leer, y lo hace con toda atención. Cuando se les niega un tiempo de lectura dedicado y sin interrupciones, incluso por unos días, se sienten empobrecidos».

Además, Lewis admitió que hay un profundo desconcierto por parte de la masa de la ciudadanía sobre los gustos y hábitos de los letrados: «Es bastante claro que la mayoría, si hablaran sin pasión y fueran totalmente elocuentes, no nos acusarían de que nos gustan los libros equivocados, sino de hacer tanto alboroto por cualquier libro en absoluto. Consideramos como ingrediente principal de nuestro bienestar algo que para ellos es marginal. Por lo tanto, decir simplemente que a ellos les gusta una cosa y a nosotros otra es dejar fuera casi todos los hechos».

Todo esto no implica ningún indicio de vileza moral por parte de la bohemia moderna; más bien, es reconocer la simple realidad del enorme abismo que existe entre los que leen y los que no, entre los muchos populares y los pocos peculiares. Es para reconocer que la educación exige lo segundo, manteniendo al mismo tiempo una firme incompatibilidad con lo primero.

Y ahí está el problema. Queremos tener nuestro pastel y comerlo también; una perspectiva tan improbable como un avistamiento de Elvis, una reunión de los Beatles o que una buena legislación salga de Washington.

El problema de la lectura seria es parte integral de virtualmente todos los otros problemas de la modernidad: la lectura seria es a menudo un trabajo laborioso que requiere una disciplina inquebrantable, y si hay algo a lo que los modernos tenemos aversión, es al trabajo disciplinado. En esta extraña época de «a quién le pueda interesar» y de «todo al instante», llena de comidas en el microondas, edificios prefabricados, ventanas de autoservicio, aprobaciones de crédito sin esperas y fórmulas de entretenimiento predigeridas, tendemos a querer reducirlo todo al nivel del menor común denominador y al más rápido plazo de entrega, que parece ser cada vez más bajo y cada vez más rápido con cada día que pasa.

Incluso la Iglesia ha sido presa de este «espíritu de los tiempos». Si realmente dependiera de nosotros, no querríamos que la adoración fuera tan terriblemente exigente. No quisiéramos una doctrina que desafíe nuestros conceptos favoritos. Solo quisiéramos la música con la que nos sentimos cómodos. Solo nos interesa una predicación que nos tranquilice, que refuerce nuestras preferencias particulares, que nos dé una sensación de serenidad… y todo en un tiempo récord. Queremos un cambio rápido; una gracia barata; banalidades inspiradoras; una teología de calcomanías para autos; una fe fácil. Queremos un cristianismo ligero. Queremos las lindas noticias, no necesariamente las buenas nuevas.

Por las mismas razones, cuando leemos preferimos la literatura chatarra. Los hechos predigeridos del USA Today son mucho más fáciles de tragar que el Magnalia Christi Americana de Cotton Mather. Acéptalo, Dan Brown, Danielle Steele y Tom Clancy son más fáciles de digerir que Abraham Kuyper, Thomas Chalmers y Merle d’Aubigne. La lectura es una disciplina, y toda disciplina es difícil. Sin embargo, así es como es con cualquier cosa que valga la pena en realidad.

En su destacado libro The Moral Sense [El Sentido Moral] James Q. Wilson señala ese punto con gran claridad. Él argumenta que «las mejores cosas de la vida» siempre «nos cuestan algo». Debemos sacrificarnos para alcanzarlas, para lograrlas, para mantenerlas e incluso para disfrutarlas.

Esa es una de las lecciones más importantes que podemos aprender en la vida. Es el mensaje que sabemos debemos inculcar en nuestros hijos: la paciencia, el compromiso, la diligencia, la constancia y la disciplina al final dará sus frutos si estamos dispuestos a aplazar la gratificación lo suficiente como para que las semillas que hemos sembrado germinen y produzcan fruto.

Un enfoque frívolo, superficial e impreciso a cualquier cosa —ya sea los deportes, los estudios, los negocios o el matrimonio— es en última instancia contraproducente. Es poco probable que satisfaga cualquier apetito, al menos, no por mucho.

Fue el abandono moderno de este tipo de excelencia educativa, este patrón de aprendizaje de por vida que provocó que G.K. Chesterton comentara: «La gran tradición intelectual que nos llega del pasado nunca se interrumpió o perdió a causa de nimiedades como el saqueo de Roma, el triunfo de Atila o todas las invasiones bárbaras de la Edad Media. Se perdió después de la introducción de la imprenta, el descubrimiento de América, la llegada de las maravillas de la tecnología, el establecimiento de la educación universal y toda la iluminación del mundo moderno. Fue allí, si acaso, donde se perdió o quebró con impaciencia el largo, delgado y delicado hilo que había descendido desde la lejana antigüedad; el hilo de ese inusual pasatiempo humano: el hábito de pensar».

Si queremos evitar la tendencia de la modernidad maligna, si queremos recuperar nuestra herencia cristiana en la educación, si queremos transmitir esa herencia a nuestros hijos y nietos, si queremos emprender el inicio de comienzos interminables, entonces debemos volver a las tontas certezas de la experiencia de la cristiandad: la excelencia educativa es trabajo duro, y exige una visión para el aprendizaje a lo largo de toda la vida.

Este artículo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
George Grant
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George Grant es el pastor de Parish Presbyterian Church (PCA), el fundador de Franklin Classical School, Chalmers Fund, y King’s Meadow Study Center, y el autor de más de 70 libros.