La historia de una joven atrapada por una secta
por L.M.
(En este capítulo presentamos la triste pero verídica historia de una muchacha de dieciséis años, escrita por ella misma, una muchacha que se unió a una semisecta. Sugerimos que el lector intente ponerse en el lugar de ella y preguntar: ¿Qué hubiera podido hacer para no quedar atrapada en ese grupo? ¿En qué fallaron sus padres y los líderes de la iglesia a que fielmente asistía antes de comenzar en La Capilla? ¿Qué hizo el grupo semisectario para atraer a tantos jóvenes? ¿Hay lecciones para nosotros?)
La siguiente es una crónica de mi experiencia con una iglesia que denominaré La Capilla, de donde fui miembro durante un año. Creo que se ha incrementado el número de personas con experiencias similares a la mía, y por eso comparto este testimonio.
Crecí en un hogar cristiano. Mi padre era anciano en nuestra iglesia y mamá tenía parte activa en la congregación. Yo regularmente asistía a la iglesia con ellos. Leía la Biblia, oraba, creía en Dios y en Jesús como Hijo de Dios y Señor de mi vida, y pienso que mi vida reflejaba ese hecho.
Mis experiencias en La Capilla comenzaron cuando yo tenía sólo dieciséis años. Mi grupo de Muchachas Exploradoras contaba con una nueva líder un poco mayor que yo. Durante una reunión nos invitó a asistir a la iglesia con ella. La mayoría ya asistía a su propia iglesia, por lo que nadie prestó atención a su invitación, pero ella con persistencia comentaba cuán hermosa era esa iglesia donde se reunía y con insistencia nos animaba a ir. Algunas veces nos acosaba individualmente. En parte para apaciguarla pero más que nada para que dejara de invitarnos, acepté la invitación. Fue una gran experiencia. Me sentí muy «enganchada» con los cultos. Las personas siempre sonreían y parecían felices. La reunión era de un estilo espontáneo y realmente me atraía. La congregación, que en un 90% constaba de jóvenes universitarios, cantaba con un entusiasmo como nunca había visto antes, y todos tomaban notas durante el sermón. Después del servicio todos se abrazaban y conversaban; no disparaban a sus casas como en otras iglesias a las que había concurrido. Daba la impresión de que todos en un momento u otro se presentaban, conversaban, e invitaban a seguir concurriendo. Me preguntaron si había oído sobre algo llamado «charla espiritual» que estaba a cargo del copastor de la iglesia. Todos deseaban saber si yo había convenido en asistir a esa charla el martes siguiente.
Ese día en la iglesia había varias estudiantes de la secundaria con quienes había tenido trato superficial; sólo sabía sus nombres. Al día siguiente en la escuela cada una de ellas se me acercó en algún momento del día y preguntó si yo pensaba ir a la «charla espiritual» el martes y a una fiesta el miércoles por la noche. Yo estaba muy impresionada porque esta gente, a quien casi no conocía, me pedía que asistiera a las actividades de la iglesia. Lo pedían de tal manera que casi me sentía obligada a decir que sí.
Pronto empecé a asistir regularmente. Aún era muy feliz con mis propias creencias; simplemente quería asistir a esa iglesia pero sin involucrarme demasiado. Sin embargo, mi líder del grupo de Muchachas Exploradoras constantemente me pedía que me uniera a ellos. Había asistido sólo dos domingos cuando durante la invitación al concluir el culto, me presionó a que pasara adelante. Cuando le dije que no sentía la necesidad de hacerlo se sintió herida, y esa tarde conversamos nuevamente. Siguió insistiendo en yo debía hablar con el pastor de la iglesia. Por mi parte, no veía la necesidad de hacerlo ya que me sentía cómoda con lo que yo creía. Pero ella continuaba insistiendo, y al concluir el servicio el pastor mismo vino a pedirme que fuera a conversar con él. Yo sólo sonreí, preguntándome por qué me presionaban tanto.
Ante otra invitación del pastor, un domingo dije: —Bueno, sí.
—¡Qué bien! —respondió él—. ¿Qué te parece el miércoles a las cuatro?
Tenía una cita con el pastor.
Comenzó con una charla amena haciéndome preguntas sobre mi vida, mis pasatiempos, la escuela y luego sobre mi relación personal con Dios. Eran preguntas enfáticas: cuánto oraba, cuánto leía la Biblia, si creía que lo que decía la Biblia era verdad. Un estigma sentí en mi. Cuando me preguntó si me había bautizado, respondí que a los nueve años. Entonces me explicó que según Gálatas 3:26, Hechos 2:38 y 1 Pedro 3:21 uno no puede ser cristiano hasta que se bautiza correctamente. Dedujo que mi bautismo no era correcto y que por lo tanto yo no era cristiana. Agregó que el solo hecho de creerme cristiana no significaba que lo fuera. Cuando le hablé de los años en que yo había hecho todo lo posible para seguir el ejemplo de Cristo, «tapó» todo eso con el versículo de Gálatas 2:11, donde dice que el hombre no es salvado por sus obras sino por fe. Cuando le respondí que tenía fe en Cristo, me dijo que si así fuera hubiera sido bautizada en Cristo como Él deseaba. Me señaló Marcos 16:16: «El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado». Para cada pregunta mía él tenía una respuesta con muchos versículos de la Escritura que parecían apoyarla. Su forma de actuar y de hablarme era tal que casi empecé a creer en lo que decía. Al finalizar nuestra conversación me preguntó si deseaba ser bautizada para así llegar a ser cristiana. Yo precisaba tiempo para pensarlo, de modo que concertó una cita para el lunes siguiente y me dio una lista de Escrituras para estudiar. Me animó a tener antes del lunes estudio bíblico y oración con mi líder de las Muchachas Exploradoras.
Me retiré de su oficina confundida, no creyendo en todo lo que había dicho pero sí dudando de mi salvación. Necesitaba tiempo para estar sola y pensar. En el colegio mis nuevas amigas de la iglesia se acercaron; eran muy amables, caminaban juntas conmigo hasta la clase, comían conmigo y volvíamos juntas a mi casa todos los días. A menudo me encontraba con mi líder de Muchachas Exploradoras para conversar, estudiar la Biblia y orar. Casi todas las noches asistía a un culto en la iglesia.
En la próxima cita pastoral y sin mis «amigas guías» me sentí muy confundida. Ricardo, el pastor, afirmó que mi bautismo era el primer y más importante paso para ser cristiana. Yo no estaba del todo de acuerdo, pero reconocí que para ser miembro de ese grupo debía bautizarme en esa iglesia. Ellos aseguraban no tener membresía y que cualquier cristiano era bienvenido en su confraternidad; sin embargo, eran ellos los que decidían quién es cristiano y quién no. Yo realmente deseaba ser parte de ese grupo; me hacían sentir amada y todos siempre parecían felices y amorosos. Nunca había tenido tantos amigos que me hubieran aceptado aceptaron incondicionalmente. Descubrí que cuanto más hablaba el pastor, más le creía. Dos días más tarde me bauticé. Todos hicieron una fila para abrazarme, besarme y decirme cuán contentos estaban de que finalmente me hubiera convertido en su hermana y qué bueno había sido que Cristo me hubiera mostrado «el camino». Su entusiasmo era contagioso. Una de mis nuevas amigas en el colegio me preguntó si deseaba ser su «compañera de oración». Dijo que todos en la iglesia tenían dos o tres compañeros de oración con quienes se reunían una o dos veces por semana para conversar, estudiar y orar juntos. Ella llegó a ser mi tutora y me empezó a enseñarme más acerca de cómo llegar a ser y seguir siendo cristiana. Conversábamos sobre cómo crecíamos y a quién le testificábamos.
Aprendí que no debía asociarme con «gente que no fuera de nuestra iglesia», a no ser con la intención de invitarlos a asistir a nuestras reuniones. Como mi novio no quiso dejar la iglesia bautista, el pastor me leyó y explicó 2 Corintios 6:14, «No se unan en matrimonio con los que no aman al Señor» (VP). Luego, Biblia en mano, me señaló los puntos doctrinales incorrectos de la iglesia bautista. Como mi novio rehusaba unirse a nuestra iglesia el pastor me aseguró que no era creyente, y que yo debía decidir entre mi novio y la obediencia a Dios.
También tenía dos amigas íntimas, y se me permitía estar con ellas siempre y cuando existiera la posibilidad de que se unieran a la iglesia. De manera que aunque estaba perdiendo a todos mis amigos anteriores, estaba tan entusiasmada con esta nueva y gran iglesia que por el momento no los extrañaba pues estaba haciendo muchas amistades nuevas.
La Capilla virtualmente insumía todo mi tiempo. Los domingos había reuniones mañana y tarde; los lunes por la noche estudio bíblico; martes a la noche «charla espiritual»; miércoles, culto en la iglesia; viernes a la noche, devocional; jueves y sábado eran noches para sociabilidad con otras personas de la iglesia. Además pasaba mucho tiempo con mi compañera de oración y muchas veces salíamos de compras con un grupo de hermanas.
Debido a que estaba tanto tiempo en la iglesia, no sólo me desentendí de mis amigos anteriores sino que no tenía tiempo para otras actividades. Me habían explicado que el estudio bíblico y la comunión con mis hermanos eran más importantes que cualquier otra actividad. No era fácil faltar a un culto de la iglesia; si lo hacía, de alguna manera todos lo sabrían (como explicaré más adelante), lo mencionarían y averiguarían el motivo por el cual yo había faltado. Las personas se ofrecían para llevarme a la iglesia para asegurarse de que fuera. Cualquier actividad que estuviera en pugna con la iglesia no estaba permitida. Yo tocaba en una banda que practicaba miércoles y viernes, y me encantaba; me pidieron que la deje. Recibí permiso del director de la banda para salir más temprano los viernes a fin de no perder los devocionales, pero eso significaba que lo mismo iba a perder los cultos de los miércoles, por lo tanto debí recibir un permiso especial del pastor para poder participar en la banda los miércoles por la noche. De esta manera La Capilla comenzó a absorber mi vida.
Pocas semanas después de haberme convertido en miembro, repentinamente caí muy enferma y debí ser hospitalizada por varias semanas, a lo que siguieron largos meses de recuperación en casa. Las personas de la iglesia eran muy persistentes en sus visitas. Tal es así que mis padres se quejaron y los médicos declararon que era malo para mi salud. Nunca me dejaban sola. Durante dichas visitas querían averiguar qué hacía yo: si continuaba leyendo la Biblia, si invitaba a la gente del hospital a que fuera a la iglesia. Incluso me traían notas de los mensajes del pastor —ya que todos debían tomar notas—, listas de versículos bíblicos que debía memorizar y libros y tratados que pensaban yo debía leer. Durante la visita siguiente me preguntaban qué ayuda espiritual había recibido de esos libros; si no leía cierto libro o no copiaba las notas ni memorizaba los versículos bíblicos, a pesar de mi enfermedad me reprochaban el no usar mi tiempo en forma sabia.
Mi enfermedad se prolongaba, eventualmente hasta las personas más persistentes comenzaron a mostrar menos interés. Como sus visitas eran menos frecuentes, encontré tiempo para reflexionar; comencé a mirar la iglesia desde una perspectiva más objetiva. Un día vino a visitarme un joven y me preguntó si les había testificado a mis padres. Le contesté que los había estado invitando a la iglesia, pero él quiso saber si yo les explicaba cómo salvar sus almas. Mi padre era anciano en su iglesia y mi madre secretaria de la Comunidad de Universitarios, un grupo cristiano evangélico que ministra a los estudiantes universitarios de nuestra ciudad. Yo estaba segura ambos eran verdaderos cristianos y le expliqué esto al joven. Para mi sorpresa, comenzó a refutar punto por punto la doctrina de la iglesia a la que asistían mis padres. Él parecía conocer la doctrina mejor que yo; todo lo «respaldaba» con las Escrituras. Continuó diciendo que La Capilla no tenía tales defectos. Luego comenzó con las mismas críticas a la Comunidad de Universitarios. Su conclusión era que cualquiera que asistiera a esa iglesia o grupo paraeclesiástico no podía ser un cristiano verdadero. Sin haber conocido a mis padres, los consideró paganos.
Dejé que se fuera, asegurándole que les testificaría a mis paganos padres. El hecho de que mi madre fuera secretaria de la Comunidad Universitaria era de mucho interés para La Capilla ya que uno de sus mayores desafíos era convertir a un miembro de la Comunidad Universitaria a quien veían como organización rival. Siendo la hija de la secretaria, se esperaba que yo la «convirtiera».
Sólo le había confiado a este joven la cuestión de mi madre, pero en pocos días los demás miembros de la iglesia lo comentaban conmigo. Lo que me desconcertó fue que tantos lo supieran en tan poco tiempo; por lo tanto quise averiguarlo. Había ocurrido por medio del sistema de «compañeros de oración». Cada miembro tenía al menos un compañero de oración (pero por lo general otros dos) a quien le contaba absolutamente todo sobre sí mismo y sobre todos los demás. Ese compañero de oración luego lo revelaría a otro compañero de oración, quien a su vez lo comunicaba a sus propios compañeros de oración. Cualquier detalle que uno le confiara a un compañero de oración un día lunes, el día viernes se sabría en toda la iglesia. De esa manera los líderes podían controlar a todos.
Fue entonces que comprendí por qué, cuando recién comencé, seis u ocho personas a quienes casi no conocía me habían pedido que me uniera a la charla espiritual. Esto no solamente me había impresionado sino que además había sido un motivo de halago para mí, aunque también había sentido presionada a aceptar sus invitaciones. El sistema también cumple su función entre aquellos que comienzan a «flaquear». En pocos días toda la iglesia lo sabe y comienza a aplicar presión para que el alejamiento no se concrete.
Esperar que yo tratara de decirles a mis padres que no eran creyentes, fue lo que me hizo reconocer que La Capilla creía ser la única iglesia con la doctrina correcta. Todos en La Capilla creían que cualquiera que estuviera involucrado con otro grupo caminaba rumbo al infierno.
El requisito impuesto a los miembros era estudiar la doctrina a fin de que si nos encontrábamos con otro grupo, éstos supieran qué creíamos y nosotros pudiéramos demostrar que la doctrina de La Capilla era la única correcta. Siempre teníamos un argumento preparado sobre cualquier tema, y usábamos los mismos versículos vez tras vez. Cada uno de nosotros aprendía los mismos versículos; no había variación. Si alguno de afuera le hacía una pregunta a algún miembro, obtenía la misma respuesta que podía dar yo o cualquier otro miembro.
A esa altura me di cuenta de que quería dejar esa iglesia. Sin embargo, Julia, mi amiga íntima, se estaba por bautizar. Conociendo las reglas sobre las amistades entre los miembros y los que no lo fueran, reconocí que o bien debía quedarme y mantenerla como amiga, o dejar la iglesia y perder su amistad. Ninguna de las perspectivas me agradaba, por lo tanto decidí hablar con ella y hacerle ver ciertas cosas que yo comenzaba a descubrir en la iglesia. Quería que supiera que yo deseaba seguir siendo su amiga pero estaba planeando retirarme del grupo. Nunca pude llegar a ese punto de la conversación pues ni bien le hice saber mi sentir de que La Capilla no era la única iglesia verdadera, se inquietó tanto que llamó a su compañera de oración, quien a su vez llamó a otros cinco que vinieron al instante. Allí estaba yo, enfrentando a Julia, a sus compañeras de oración y a cinco hombres, todos sentados en círculo alrededor de mí con sus Biblias abiertas. Me aleccionaron sobre cómo y por qué La Capilla era la única iglesia verdadera, y para ello utilizaron todos los versículos que yo había aprendido. Sus argumentos estaban afablemente preparados, y mientras uno se dirigía a mí los otros preparaban el próximo versículo bíblico. No me daban tiempo de mirar los versículos ni de hablar. Alguien me hablaba constantemente; me sentí abrumada y desesperada sin preparación para debatir con ellos. Me interrumpían en la mitad de las frases; cuando a veces me daban la oportunidad de terminar una aseveración, continuaban como si yo no hubiese dicho nada, buscaban un versículo y alegaban: «La Biblia dice que…» y luego me preguntaban si tampoco estaba de acuerdo con la Biblia. Además, durante toda la tarde me clavaron la vista de manera amenazadora.1 Me pusieron tan nerviosa que no lo soporté, y a las 11 de la noche me rendí arrepentida y volví a la iglesia.
Para entonces estaba recobrando la salud y se me requería asistencia regular a los cultos. En los meses siguientes por vez primera hice un estudio de lo que era esa iglesia.
Sólo a los miembros bautizados se les permitía asistir a ciertas actividades. Mi hermano asistía regularmente pero había sido bautizado en otra iglesia y rehusó ser bautizado otra vez, por lo tanto había ciertas actividades a las que a él no lo invitaban. La primera vez que sucedió le pregunté a mi compañera de oración si habría habido una equivocación. Me contestó que como mi hermano no era miembro, no se lo invitaba a reuniones para «miembros solamente». Sorprendida, mencioné que la iglesia alegaba no tener membresía y decía estar «abierta a todos los cristianos». Con sencillez me respondió que mi hermano no era cristiano porque había sido bautizado en una iglesia errada. Después de esto mi hermano dejó de asistir.
Las reuniones para «miembros solamente» se anunciaban por invitación personal, y los que no pertenecían a la iglesia no podían asistir. En éstas se discutían asuntos que tanto ellos como los no miembros no comprenderían, tales como técnicas que se utilizarían al hacer visitación casa por casa. La idea era entrar a una casa con la intención de pedirle al residente que asista a la iglesia. Hay muchos manejos y trampas para manipular a la gente. Una vez que se abre la puerta y si la televisión está encendida, luego de presentarse, inmediatamente hay que demostrar interés en el programa que el otro está mirando.
—Oh, yo justamente estaba mirando este programa —había que decir aunque no fuera cierto—. ¿Le molestaría si me quedo a mirar con usted?
De esa manera una persona completamente extraña se siente obligada a dejar entrar al visitante. Una vez adentro, las instrucciones son ser lo más amable posible, tener conversaciones inteligentes, y tratar de averiguar todo sobre la persona antes de intentar convencerla de asistir a la iglesia. Se nos enseñaba a ir de a dos, ya que si surgía algún argumento religioso, uno de los dos podría hablar mientras el otro buscaba los versículos correspondientes. Si uno no podía pensar en una respuesta adecuada, seguramente el otro podría hacerlo.
Recibíamos instrucciones sobre cómo presionar para conseguir que la gente asista. Nunca había que darles la oportunidad de que se negaran. Debíamos insistir diciendo, por ejemplo: —Pasaré a buscarlos mañana a las 6:45.
Después de salir de ese hogar, debíamos tomar notas cuidadosamente para que la próxima vez la persona se impresione al creer que recordamos todo sobre ella. Era común dejar un efecto personal «olvidado» a fin de que hubiera una excusa para volver y así tener otra oportunidad de hablar con la persona.
Las reuniones exclusivamente para miembros eran también ocasiones para efectuar promesas sobre cuántas personas teníamos intención de invitar cada semana. Frecuentemente recibíamos instrucciones sobre el tema y nos presionaban para que apareciéramos con muchas visitas. Yo me preguntaba si mi presencia habría sido simplemente un número para mi líder de las Muchachas Exploradoras.
Más aún, se nos ordenaba aparentar que siempre estábamos felices. Era extremadamente importante sonreír siempre, y fui criticada por no hacerlo lo suficiente. Se nos decía cuán importante era aparentar interés durante un sermón para impresionar a los visitantes. Se nos indicaba cómo entablar amistad con extraños; cómo hacer para que las personas se sintieran amadas antes de que las invitáramos a la iglesia, cómo cantar con ganas y emoción, también para impresionar favorablemente a las visitas.
Permanecí en La Capilla durante seis meses más, fingiendo; pero no era feliz y quería retirarme. Hace falta una valentía fenomenal para hacerlo. Yo tenía miedo de lo que pudiera suceder. No quería otra escena como la anterior. No quería perder a mis amigos y ya no tenía otros fuera de la iglesia. Parecía no encontrar escapatoria ni a nadie que me ayudara. Necesitaba desesperadamente que alguien hablara conmigo, pero la iglesia había cortado mis vínculos con la gente que no pertenecía a ese grupo exclusivo.
Era difícil para mí confesarle a mis padres que me había equivocado. Sin embargo, cuando lo hice ellos me apoyaron y me animaron a hacer lo que debía. Lo correcto era seguir a Cristo. Había estado viviendo un engaño. También me di cuenta de que mi vida estaba siendo controlada por un grupo de personas en lugar de ser controlada por el Señor. En lugar de seguir las enseñanzas de la Biblia, yo estaba siguiendo las interpretaciones dadas por el pastor y el copastor.
La razón por la cual me quedé tanto tiempo en La Capilla fue mi amistad con Julia; pero cuanto más se involucraba ella en la iglesia, menos tiempo tenía para mí. Finalmente llegué al punto de estar lista para tomar una decisión. Querían manejar mi vida: ellos me decían qué Biblia debía leer, qué amigos podía tener, a qué colegio debía asistir. Por lo tanto casi al año de haber sido bautizada, le comuniqué a mi compañera de oración que me retiraba de la iglesia. Estaba preparada para cuando me preguntara por qué. Cuando lo hizo le di tres razones: (1) Dudaba seriamente de que esa doctrina de salvación fuera bíblica; (2) no creía que el pastor y el copastor fueran las únicas personas que conocieran la verdadera interpretación de la Biblia; (3) creía que hay cristianos verdaderos en otras iglesias.
Ella sacó su Biblia, pero le dije que no se molestara ya que sabía perfectamente bien lo que estaba por decir. Yo había tomado una decisión terminante ante Dios.
Sin embargo, en lugar de sentir el alivio que esperaba, me sentí tensa e insegura. Es difícil describir por qué precisé tanta valentía para retirarme. En parte, porque sabía que por medio del sistema de compañeros de oración muy pronto todos lo sabrían. El sólo pensar que toda la iglesia comentaría y oraría porque yo «renegaba», me acobardaba. Aunque había participado cuando otros habían «renegado», no estaba segura de cuánto podría soportar la presión que ellos pondrían sobre mí para tratar de que yo volviera. Hacía falta valor para no estar de acuerdo con personas a quienes había dedicado un año de mi vida… las mismas que me habían abrazado y asegurado cuánto me amaban. Cuando me retiré de la iglesia, dejé tras de mí el sentido de seguridad. Esa gente había sido una parte tan grande de mi vida, que aunque parezca extraño sentí un gran vacío. Repentinamente no tenía nada que hacer, estaba sola y sin amigos. Decidí tratar de ver si aún podía seguir mi amistad con chicas de la iglesia, especialmente con Julia.
Me integré a la iglesia bautista local y comencé a trabajar allí, caminando con el Señor de la mejor manera posible. Con esto deseaba demostrarle a los miembros de La Capilla que realmente era posible ser un cristiano verdadero sin estar unido a ellos.
Las chicas que asistían a La Capilla continuaban hablándome en la escuela y comiendo conmigo a la hora del almuerzo. Sin embargo, después de seis semanas fue como si mi período de gracia se hubiera extinguido. Un día mi anterior compañera de oración me llamó aparte y abrió su Biblia en 1 Corintios 5:11: «Más bien os escribí que no os juntéis con ninguno que, llamándose hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón; con el tal ni aun comáis». Prosiguió alegando que yo había rechazado a Cristo como mi Salvador, y con la aprobación del pastor ellas no se asociarían más con personas como yo. Luego me pidió que no me uniera más a la mesa donde almorzaban. Me sentí tan insultada y enfurecida que no pude pensar en nada que decir o hacer. Simplemente me fui. Después me di cuenta de la estupidez de la situación; yo no había rechazado a Cristo, sólo a su iglesia; no había fallado a las expectativas que Dios tenía con respecto a mí, solamente a las que tenían ellos. Dudo que alguna vez le hayan pedido a Dios su opinión sobre la situación. El versículo que utilizaron contra mí fue tomado de contexto en forma grosera. Mi ex amiga nunca me detalló exactamente a qué categoría de 1 Corintios 5:11 pertenecía yo. Yo sabía que no andaba en pecado sexual, no era avara, idólatra, borracha ni ladrona.
Las últimas palabras que me dirigió fueron: «Recuerda que aún te amamos». Palabras interesantes para alguien que me estaba rechazando. Me hicieron reconocer cuán vacío y superficial había sido todo. Cada vez que me habían abrazado, había sido para retenerme en la iglesia. Nunca me habían amado de verdad. Cuando los quise confrontar por sus creencias me esquivaron, incluso Julia que había sido mi buena amiga durante seis años. Por cierto que me sentí profundamente herida, confundida, asustada y enojada. Me habían despojado de un año de vida, de mi novio y de mi amiga íntima. Habían jugado con mis emociones y virtualmente habían controlado mi vida. Deseaba pagarles con la misma moneda, pero cualquier cosa que hiciera o dijera sería tomada como una venganza de mi parte y demostraría que yo era lo que ellos señalaban, una pagana.
Mis padres estaban muy molestos con la situación. Papá llamó por teléfono a los pastores para asegurarse de que estas adolescentes no estuvieran obrando por cuenta propia. Sin embargo, se enteró de que habían recibido instrucciones para hacerlo. Fue doloroso para mí comprender que el pastor que había compartido comidas conmigo, que me daba abrazos después de los cultos y me decía cuánto me amaba en Cristo, hubiera aleccionado a las que fueron mis amigas para que me dieran la espalda. Uno no puede describir con palabras el dolor de experiencias como ésta; sería difícil comprenderlo para una persona que no lo ha vivido. Yo había sido una cristiana fiel y confiada antes de ingresar a La Capilla, y después de esto mi confianza en Dios se vio severamente debilitada. Perdí confianza en la gente por temor a que llegaran a ser tan falsos como la gente de ese grupo.
En conclusión, creo que este tipo de iglesia está perjudicando a muchos. Reconozco que mis experiencias no son tan extrañas ni tan severas como las de otros. Las comparto para advertir a los jóvenes inseguros y solitarios que buscan un lugar donde sentirse cómodos. Los grupos como éste ofrecen lo que aparenta ser amor y aceptación, y a primera vista la iglesia puede parecer hermosa; pero luego los miembros confunden y presionan para que uno se involucre, y recién cuando es demasiado tarde uno reconoce que está siendo parte de una secta. Por otro lado, aquellos que no han tenido una experiencia previa con Dios, pueden desviarse totalmente por este mal ejemplo, creyendo que todas las iglesias son iguales.
Este grupo y otros similares están creciendo rápidamente. Es fundamental preguntarse cómo y por qué están creciendo. Funcionan de esa manera porque para ellos el fin justifica los medios, y lamentablemente están perjudicando a muchas personas vulnerables.
El gnosticismo: trasfondo doctrinal de 1 Juan
El alarmante crecimiento de las sectas en América Latina no es also nuevo. Mucho del Nuevo Testamento está escrito precisamente para contender con herejías. Es así a través de la historia de la iglesia cristiana. Los credos que antes citaban en los cultos de nuestras iglesias fueron elaborados para resolver controversias doctrinales. El gnosticismo es la herejía más perjudicial de los primeros tres siglos de la era cristiana, y en América Latina actualmente está resucitando con otros nombres. Es importante recordar que los gnósticos pretendían ser cristianos; esta secta comenzó dentro de la iglesia.
El fundamento de esta doctrina errónea es el siguiente: La materia física es algo maligno mientras el espíritu es eternamente puro y bueno. El cuerpo humano, siendo materia, es malo. El espíritu humano según ellos es eternamente bueno y no puede ser afectado por lo que uno hace en el cuerpo. La resultante doctrina de la salvación es saber cómo librar al espíritu del cuerpo. La manera gnóstica de lograr salvación es por medio de un conocimiento especial (griego: gnostik,«conocimiento»). Según ellos uno alcanza la salvación por medio de un autoconocimiento («una nueva luz») y no por conocer a Cristo Jesús como Salvador. A su vez la excelencia espiritual no consiste en vivir una vida santa sino en poseer un conocimiento superior. Este conocimiento, argumentan los gnósticos, se les revela el Cristo, mensajero del Dios verdadero, en forma directa. Cristo, según ellos, no es tanto un Salvador sino un revelador que vino para propagar la gnosis secreta a los privilegiados. Esta «nueva» enseñanza de los gnósticos está por encima de la Escritura. Es imprescindible adquirir la nueva luz aunque uno viole los mandamientos de la Escritura o entre en pecado y tinieblas para lograrlo. Para ellos el fin justifica los medios. Como en toda doctrina errónea, ésta ofrece una vía corta o mística para la vida cristiana que no incluye la sencilla obediencia a la Palabra de Dios. Por su puesto, socava la doctrina bíblica de la redención.
La clara enseñanza de Juan que Dios es luz, que no hay ningunas tinieblas en Él (1:5) y que quienes andan en tinieblas no practican la verdad (1:6), contradecía la doctrina de los gnósticos y resultaba ser un bálsamo para el alma de los fieles.
Las dos influencias principales que dieron forma a esta doctrina fueron:
1) Los docetistas1, que negaron la humanidad de Cristo. Una vez más vemos que el error principal de los sectarios tiene que ver con la persona de Cristo y la doctrina de la salvación. Los docetistas alegaban que Cristo sólo parecía tener un cuerpo humano, pero que la realidad era otra. Dicho de otra manera, los docetistas afirmaban que Dios durante su encarnación se había disfrazado como humano temporariamente. Llegaron al extremo de decir que cuando Cristo caminaba no dejaba huellas. El apóstol Juan refuta a sus oponentes con las palabras de 1 Juan 1:1, «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos [énfasis agregado] tocante al Verbo de vida.»
2) Los cerintios,2 que negaron la unidad de las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana. Ésta es la más conocida rama del gnosticismo, y mantenía que el Cristo divino se juntó con el Jesús humano durante el bautismo y lo dejó antes de su muerte. Para resolver un problema creado por su propia doctrina (alegaban que el cuerpo de Jesús también estaba lleno de maldad), decían que el Cristo divino purificó el cuerpo de Cristo mientras vivía en él.
Consecuencias en la vida de la iglesia
Consideremos ahora estas doctrinas malignas y apliquémoslas a la vida cristiana para ver sus consecuencias. Un error doctrinal no solamente deja su impacto inmediato sino además lo que llamo una «herencia» para las generaciones venideras. Tal es el caso del gnosticismo. En primer lugar, debido a que pocos realmente pudieron entender (o adquirir) el conocimiento especial para librar el espíritu del cuerpo, aparecieron dos niveles de personas en la iglesia: los «espirituales» (que pudieron librar el espíritu del cuerpo malo) y los «no espirituales» (que nunca encontraron la luz mística y especial requerida para librar su espíritu del cuerpo). El primer grupo llegó a la conclusión de que estaba bien no amar, menospreciar y hasta odiar al segundo grupo porque de todas maneras no eran «espirituales». A través del tiempo esta herejía ha adquirido otros nombres, y toma nueva vida cuando en una congregación alguien afirma haber recibido una nueva luz o unción, un conocimiento especial, una nueva enseñanza que los demás no tienen. Juan combate este error con las siguientes palabras: «Pero la unción que vosotros recibisteis de él permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe; así como la unción misma os enseña todas las cosas, y es verdadera, y no es mentira, según ella os ha enseñado, permaneced en él» (1 Juan 2:27). «Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?» (1 Juan 4:20).
La segunda consecuencia, igualmente devastadora, es culpar al cuerpo físico de sus propios pecados desenfrenados, como la inmoralidad. Los gnósticos razonaban diciendo que el espíritu —siendo eternamente bueno— no podría ser manchado por lo que el cuerpo —siendo eternamente malo— hiciera. ¿Qué se podía esperar de algo tan malo? Estaban resignados a aceptar que no existía manera de renovar la carne y que de todas maneras sus pecados no podían afectar al espíritu. Esta doctrina les permitió vivir como querían.
El correcto entendimiento de 1 Juan 1:9–10 contradice esta doctrina y destruye cualquier otro argumento que disculpe el pecado. «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros.»
Basándose en la misma doctrina junto con nuevas «revelaciones y luz», tiempo después varios grupos empezaron a interesarse en el tema de Satanás. Su razonamiento era que para derrotar a Satanás y experimentar la gracia de Dios era necesario conocer los «secretos» de Satanás y experimentar la maldad. «Pero a vosotros y a los demás que están en Tiapira, a cuantos no tienen esa doctrina [la doctrina de la profetisa Jezabel del versículo 20], y no han conocido lo que ellos llaman las profundidades de Satanás, yo os digo: No os impondré otra carga» (Apocalipsis 2:24).
Paradójicamente, otra consecuencia del gnosticismo fue el ascetismo. Que es vivir una vida dedicada a una rigurosa autodisciplina —por ejemplo el celibato, el ayuno y el duro trato del cuerpo— pensando que de esa manera uno puede agradar a Dios y librarse del pecado. Los gnósticos acetas más bien se hallan refutados en las enseñanzas del libro de Colosenses:
«Pues si habéis muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo, ¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: No manejes, ni gustes, ni aun toques (en conformidad a mandamientos y doctrinas de hombres), cosas que todas se destruyen con el uso? Tales cosas tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad y en duro trato del cuerpo; pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne»
(Colosenses 2:20–23)
Como en el caso de todas las sectas, la manera de discernir y refutar es un correcto y cuidadoso estudio de la Palabra de Dios.
VP «Dios Habla Hoy», 1994© por Sociedades Bíblicas Unidas.
1 Esto hace recordar el encuentro entre Pedro, Juan y el sanedrín en Hch. 4:5–11. El sanedrín, que consistía de 70 miembros, se reunía en semicírculo y ponían al demandante en medio. Seguramente todos estaban mirando a los apóstoles a fin de asustarlos.
1 De la palabra griega dokéo que significa “suponer” o “parecer”.
2 De fundador de la doctrina Cerinto quien estuvo presente en Efeso durante las mismas fechas que cuando Juan escribió esta carta.
Mirón, J. (1997). ¿Iglesia o secta? (pp. 93–115). Miami, Florida, EE. UU. de A.: Editorial Unilit.
