El legendario detective de Sir Arthur Conan Doyle —Sherlock Holmes— es una de las creaciones más intrigantes de la ficción literaria. Es, sencillamente, extraordinario. Su famoso compañero, el Dr. John Watson, es ordinario, al menos en comparación. A menudo se ha retratado erróneamente a Watson como torpe, pero eso va en contra del intento de Doyle de que el lector promedio se identifique con Watson.
En este conocido diálogo entre Holmes y Watson, vea con qué personaje se identifica más:
HOLMES: Tu ves, pero no observas. La diferencia es clara. Por ejemplo, has visto con frecuencia los escalones que conducen desde el vestíbulo a esta habitación.
WATSON: Con frecuencia.
HOLMES: ¿Con qué frecuencia?
WATSON: Bueno, cientos de veces.
HOLMES: Entonces, ¿cuántos hay?
WATSON: ¿Cuántos? No lo sé.
HOLMES: ¡Exacto! No has observado. Y sin embargo, has visto. Ese es precisamente mi punto. Yo sé que hay diecisiete escalones, porque los he visto y los he observado.[1]
Probablemente no sepa cuántos escalones sube cada día, y por eso se identifica con Watson. Pero aquí Holmes está planteando una idea similar a la que Jesús plantea en Mateo 6:25‒34. Allí, Jesús aborda directamente el tema de la preocupación, diciéndonos qué hacer al respecto y por qué. Al igual que Holmes, dice que debemos mirar bien a nuestro alrededor y observar, o pensar profundamente sobre el significado de lo que vemos. Esto es lo que Jesús nos dice que meditemos si queremos liberarnos de la preocupación:
“Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?
”Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo? Y por el vestido, ¿por qué os afanáis?
”Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos. Y si la hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe?
”No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas.
”Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal” (énfasis añadido).
La frase repetida con frecuencia “No os afanéis” es el tema principal. El Señor está emitiendo una orden de cese y abandono contra la ansiedad, basada en el cuidado soberano del Dios amoroso y omnipotente. Mientras que muchos profesionales mundanos ofrecen sugerencias terapéuticas y farmacológicas para controlar la preocupación, Jesús nos ordena que la dejemos por completo.
La próxima vez analizaremos más detenidamente Sus instrucciones.
Las Escrituras son claras en cuanto al tema de la homosexualidad: es pecado, tanto en el deseo como en el acto.
Eso debería ser suficiente para todos los cristianos. Pero la Biblia también ilustra los efectos devastadores de la homosexualidad.
La imagen más impactante de la capacidad destructiva de la homosexualidad se encuentra en Génesis 19. Dos ángeles visitaron a Lot, sobrino de Abraham, en la ciudad de Sodoma, que estaba invadida por el pecado y la perversión sexual.
“Llegaron, pues, los dos ángeles a Sodoma a la caída de la tarde; y Lot estaba sentado a la puerta de Sodoma. Y viéndolos Lot, se levantó a recibirlos, y se inclinó hacia el suelo, y dijo: Ahora, mis señores, os ruego que vengáis a casa de vuestro siervo y os hospedéis, y lavaréis vuestros pies; y por la mañana os levantaréis, y seguiréis vuestro camino. Y ellos respondieron: No, que en la calle nos quedaremos esta noche. Mas él porfió con ellos mucho, y fueron con él, y entraron en su casa” (vv. 1–3).
Sin duda, Lot sabía qué tipo de corrupción reinaba en su ciudad y las malas intenciones que sus ciudadanos tendrían hacia sus espléndidos visitantes angelicales. Estaba claro que quería proteger a sus huéspedes, a los que sus vecinos nunca habían visto. Sin embargo, ya habían llamado la atención de los hombres de Sodoma.
“Aún no se habían acostado cuando los hombres de la ciudad de Sodoma rodearon la casa. Todo el pueblo sin excepción, tanto jóvenes como ancianos, estaba allí presente. Llamaron a Lot y le dijeron: ¿Dónde están los hombres que vinieron a pasar la noche en tu casa? ¡Échalos afuera! ¡Queremos tener relaciones sexuales con ellos!” (vv. 4–5, NVI).
No hay timidez en su demanda ilícita: no se avergüenzan de su objetivo y no intentan disimular sus malas intenciones. La perversión sexual dominaba tanto la ciudad que una multitud de presuntos violadores se había reunido abiertamente frente a la puerta de Lot, exigiendo acceso a sus visitantes.
Tontamente, Lot trató de razonar con la multitud lujuriosa.
“Entonces Lot salió a ellos a la puerta, y cerró la puerta tras sí, y dijo: Os ruego, hermanos míos, que no hagáis tal maldad. He aquí ahora yo tengo dos hijas que no han conocido varón; os las sacaré fuera, y haced de ellas como bien os pareciere; solamente que a estos varones no hagáis nada, pues que vinieron a la sombra de mi tejado” (vv. 6–8).
La oferta de Lot de entregar a sus dos hijas ilustra la influencia corrosiva de una corrupción tan generalizada. En el momento en que llegaron estos dos visitantes, supo que serían el blanco de toda la ciudad. De hecho, estaba dispuesto a sacrificar a sus propias hijas a la multitud para proteger a estos ángeles de ser acosados. El pecado sexual era tan común en esa ciudad que consideró la virginidad de sus propias hijas como una posible moneda de cambio.
Pero su oferta no interesó a la multitud. Su lujuria se centraba en los dos ángeles. “Y ellos respondieron: Quita allá; y añadieron: Vino este extraño para habitar entre nosotros, ¿y habrá de erigirse en juez? Ahora te haremos más mal que a ellos. Y hacían gran violencia al varón, a Lot, y se acercaron para romper la puerta” (v. 9). No dudaron en recurrir a la fuerza —y potencialmente al asesinato— solo para satisfacer su deseo ilícito.
Apretujándose contra la puerta, el apetito de la multitud no se calmaba. El intento de Lot de salvar a los ángeles había fracasado; ahora les tocaba a ellos salvarle de los habitantes de Sodoma. “Entonces los varones alargaron la mano, y metieron a Lot en casa con ellos, y cerraron la puerta. Y a los hombres que estaban a la puerta de la casa hirieron con ceguera desde el menor hasta el mayor, de manera que se fatigaban buscando la puerta” (vv. 10–11).
Estos hombres estaban tan consumidos por la lujuria que ni siquiera el hecho de quedar milagrosamente ciegos los disuadió de su malvada persecución. Algunos teólogos liberales han tratado de argumentar que el gran pecado de Sodoma no fue sexual en absoluto, sino que fue una falta de hospitalidad. Judas 7 descarta tal disparate: “Como Sodoma y Gomorra y las ciudades vecinas, las cuales de la misma manera que aquellos, habiendo fornicado e ido en pos de vicios contra naturaleza, fueron puestas por ejemplo, sufriendo el castigo del fuego eterno”.
Sodoma no es solo un ejemplo del juicio decisivo de Dios contra los pecadores rebeldes. Es una vívida ilustración del peligro destructivo de los deseos sexuales desviados. La lujuria de esos hombres estaba completamente fuera de control. Los llevó a casi matar a Lot y derribar su puerta. Los llevó a andar a tientas a pesar de la ceguera repentina, aún persiguiendo la satisfacción pecaminosa. Tal es la corrupción consumidora de la lujuria desenfrenada.
“Gay” es un término absurdo para describir a aquellos que se han entregado al pecado homosexual. Ellos son todo menos gay. Es un estilo de vida de desesperanza y soledad, dedicado a un esfuerzo perpetuo e infructuoso por enterrar su enorme culpa bajo una campaña de autojustificación. Es un intento interminable por silenciar los gritos de la conciencia en pos de placeres malignos insatisfacibles.
El término gay es totalmente erróneo. Homosexual es el descriptor clínico. Pero el término bíblico es sodomita, e identifica el pecado por lo que realmente es: una pasión devastadora y lujuria totalmente fuera de control.
Romanos 1 nos dice exactamente cómo es esto. Cuando las personas rechazan a Dios y suprimen la verdad de Su existencia, Él las entrega a la homosexualidad (Ro. 1:24–27) y luego las entrega a una mente depravada (Ro. 1:28). Una mente depravada significa que usted ni siquiera está en condiciones de funcionar. Las personas pasan de una revolución sexual a la homosexualidad y, finalmente, a la demencia.
¿Qué puede haber más insensato que ignorar por completo la diferencia entre un hombre y una mujer? Eso es exactamente lo que hace el movimiento transgénero. Pero incluso la homosexualidad pervierte el diseño de Dios del hombre y la mujer, y demuestra que los homosexuales han negado la realidad misma. Por eso, Romanos 1:26 describe a los homosexuales como personas que tienen “pasiones vergonzosas” y “cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza”. La homosexualidad es degradante y, literalmente, va en contra de la naturaleza misma.
En pocas palabras, la homosexualidad es un pecado autodestructivo.
A medida que continúa Romanos 1, Pablo explica esa realidad con mayor detalle en lo que se refiere tanto a los individuos como a la sociedad en general. Eso es lo que veremos en el próximo blog.
Como si no fuera suficiente que la crucifixión llevara un estigma tan vergonzoso, también estaba la humillante sencillez de la cruz, un repudio a la sabiduría del mundo.
Primera de Corintios 1:19-21 dice:
Pues está escrito:
Destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé el entendimiento de los entendidos.
¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el disputador de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo? Pues ya que en la sabiduría de Dios el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación.
Tanto los judíos como los gentiles disfrutaban de lo complejo, especialmente los griegos en sus sistemas filosóficos. Les encantaba la gimnasia mental y los laberintos intelectuales. Creían que la verdad era conocible, pero solo por las mentes elevadas. Este sistema más tarde se llegó a conocer como gnosticismo, que es la creencia de que ciertas personas, en virtud de sus elevados poderes de razonamiento, podían avanzar más allá del hoi polloi y ascender al nivel de iluminación.
En tiempos de Pablo, podemos encontrar por lo menos unas cincuenta filosofías diferentes que resonaban en el mundo griego y romano. Entonces, llegó el evangelio y dijo: “Nada de eso importa. Lo destruiremos por completo. Tomen toda la sabiduría del sabio, busquen lo mejor, busquen lo mejor de lo mejor, a los más educados, a los más capaces, a los más listos, a los más astutos, a los mejores en retórica, oratoria y lógica; busquen a todos los sabios, a todos los escribas, a todos los expertos legistas, a los grandes disputadores, y a todos ellos se los llamará necios”. El evangelio dice que todos son necios.
La cita de Pablo de Isaías 29:14, en el versículo 19, “destruiré la sabiduría de los sabios”, tenía que ser una afirmación hiriente para su audiencia. Estaba diciendo, básicamente: “Echaré por el suelo a todos sus filósofos y su filosofía”. Nada era sutil en Pablo, nada vago ni ambiguo. Pero el mensaje no era de Pablo. Como nos recalca cuando afirma: “Está escrito” –literalmente, “sigue escrito”– se posiciona como verdad divinamente revelada según la cual, el evangelio de la cruz no hace ninguna concesión a la sabiduría humana. Pablo no era sino el portavoz de Dios. El intelecto humano no juega papel alguno en la redención. Y en el versículo 20, es como si Pablo estuviera diciendo: “¿Qué piensan ustedes que pueden ofrecer? ¿Dónde está el escriba? ¿Qué contribución puede hacer el experto legista? ¿Dónde está el disputador? ¿Qué puede ofrecer? Todos son necios”.
Primera de Corintios 2:14 dice: “El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente”. Este es el problema. La persona inconversa puede tener grandes poderes de razonamiento e intelecto, pero cuando se trata de la realidad espiritual y la vida de Dios y la eternidad, no tiene nada para contribuir. Ya sea en Atenas o Roma, en Cambridge, Oxford, Harvard, Standford, Yale o Princeton, o en cualquier otra parte, toda la sabiduría compilada que está fuera de las Escrituras no es más que necedad.
Dios sabiamente estableció que nadie puede jamás llegar a conocerle por la sabiduría humana. La única manera en que alguien llega a conocer a Dios es por revelación divina y por el Espíritu Santo. La palabra final en cuanto a la sabiduría humana es que no tiene sentido. El hombre, por su sabiduría, no puede conocer a Dios.
Pues bien, ¿cómo puede, entonces, el hombre conocer a Dios si no es por medio de la sabiduría? “Mediante la locura de la predicación”. ¿Quiere usted que la gente conozca a Dios? Entonces, simplemente predique el mensaje. Jeremías 8:9 dice: “Los sabios se avergonzaron, se espantaron y fueron consternados; he aquí que aborrecieron la palabra de Jehová; ¿y qué sabiduría tienen?” Si se rechazan las Escrituras, no se tiene nada de sabiduría. Si se cambia el mensaje bíblico, no se puede predicar sabiduría.
No tenemos licencia artística para predicar el evangelio. Mire de nuevo 1 Corintios 1:18: “Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan –esto es, a nosotros– es poder de Dios”. Y luego, en el versículo 21: “Agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación”. Y los versículos 23-24: “Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero y para los gentiles locura; más para los llamados así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios”.
Pablo estaba dando un solo mensaje: el poder de Dios por la palabra de la cruz es lo que salva a las personas. Los hombres son instrumentos para entregar ese mensaje, pero el mensaje no surge de ellos, viene de Dios. Este es absolutamente el único mensaje que tenemos.
Cualquier otro mensaje es falso y absolutamente inaceptable, como Gálatas 1:8-9 declara sin disculpa ni componendas: “Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema”. Pero el cristianismo ligero, que es tan popular hoy, ha sustituido otro mensaje que trata de eliminar la ofensa de la cruz.
Casi nadie en estos días tolera la exclusividad y supremacía de Cristo, incluso algunos que profesan ser cristianos. El mensaje de la cruz no es políticamente correcto; es la singularidad del evangelio, aparte de todo lo demás, lo que fastidia a la gente. ¿Puede usted imaginarse por un momento lo que sucedería si algún personaje célebre o dirigente político sencillamente dijera: “Soy creyente, y si usted no lo es, va a ir al infierno”? ¡Uy!
Luego, imagínese que alguien dijera: “Todos los musulmanes, hindúes, budistas y los que creen que pueden ganarse la salvación, ya sean protestantes de teología liberal o católicos romanos, y también todos los mormones y los testigos de Jehová van al infierno eterno. Pero yo me intereso en usted tanto que quiero darle el evangelio de Jesucristo, porque eso es mucho más importante que las guerras en Medio Oriente, el terrorismo y cualquier política doméstica”.
No se puede ser fiel y popular; de modo que escoja.
Lo que Pablo estaba diciendo en 1 Corintios es que el evangelio choca con nuestras emociones, choca con nuestra mentalidad, choca con nuestras relaciones personales.
Hace añicos nuestras sensibilidades, nuestro pensamiento racional, nuestra tolerancia. Es difícil de creer. Desdichadamente, por esto la gente hace componendas, y cuando las hacen, se vuelven inútiles porque Dios salva a través de esta verdad.
La cruz en sí misma proclama el veredicto sobre el hombre caído. La cruz dice que Dios exige la pena de muerte por el pecado, mientras que nos proclama la gloria de la sustitución. Rescata al que perece. Los que perecen son los condenados, los arruinados, sentenciados, destruidos; son los perdidos, los que están bajo juicio divino por violaciones interminables de su santa Ley. Si usted y yo no abrazamos al Sustituto, sufrimos nosotros mismos esa muerte, y es una muerte que dura para siempre.
El mensaje de la cruz no tiene que ver con las necesidades que se sienten. No se trata de que Jesús le ama a usted tanto que quiere contentarle. Se trata de rescatarlo a usted de la condenación eterna, porque esa es la sentencia que pesa sobre la cabeza de todo ser humano. Así que el evangelio es una ofensa por cualquier lado que se vea. No hay nada en cuanto a la cruz que encaje cómodamente con la forma en que el hombre se ve a sí mismo.
El evangelio confronta al hombre y lo expone tal cual es. No se fija en el desencanto que siente. No le ofrece ningún alivio de sus luchas como ser humano. Más bien, va al asunto profundo y eterno del hecho de que él está condenado y desesperadamente necesita que le rescaten. Solo la muerte puede lograr el rescate, pero Dios, en su misericordia, ha provisto un Sustituto.
Predicamos un mensaje vergonzoso cuando predicamos a Jesús en la cruz. Morir crucificado era un insulto degradante, y la idea de adorar a un individuo que había muerto crucificado era absolutamente inimaginable. Por supuesto, hoy no vemos que crucifiquen a nadie como los lectores de Pablo veían en el siglo I, así que, en cierta medida, el impacto se pierde para nosotros.
Pero Pablo sabía a qué se enfrentaba: “La palabra de la cruz es locura a los que se pierden” (1 Corintios 1:18); “Los judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura” (vv. 22-23). El mensaje de la cruz es locura, moria en griego, que quiere decir fatuo, ignorante, insensato.
Los versículos 22 y 23 nos dicen que los judíos buscaban señal. “Si eres el Mesías”, le habían dicho a Jesús, “danos una señal”. Esperaban algún prodigio grandioso, sobrenatural, que identificara al Mesías prometido y lo condujera a Él. Querían algo espectacular. Aunque Jesús les había dado milagro tras milagro durante su ministerio, querían una especie de supermilagro que todos pudieran ver y decir: “¡Esa sí es la señal! ¡Esa es por fin la prueba de que este es el Mesías!”
A los griegos, por el contrario, no les interesaba tanto lo milagroso. No buscaban una señal sobrenatural; lo que buscaban era sabiduría. Querían validar la religión verdadera mediante alguna noción trascendental, alguna idea elevada, algún conocimiento esotérico, alguna especie de experiencia espiritual, tal vez una experiencia fuera del cuerpo o algún otro episodio imaginario y emocional.
Los griegos querían sabiduría y los judíos querían una señal. Dios les dio exactamente lo opuesto. Los judíos recibieron un Mesías crucificado: escandaloso, blasfemo, estrambótico, hiriente, increíble. Para los griegos que buscaban conocimiento esotérico, algo altilocuente y noble, ese sinsentido sobre el eterno Dios creador del universo crucificado era una insensatez.
Desde el punto de vista tanto griego como romano, el estigma de la crucifixión convertía en un absurdo absoluto la noción del evangelio que afirmaba que Jesús era el Mesías. Un vistazo a la historia de la crucifixión en Roma del siglo I revela lo que los contemporáneos de Pablo pensaban al respecto. Era una forma horrible de pena capital originaria, muy probablemente, del imperio persa; pero otros bárbaros la usaban también. El condenado sufría una muerte agonizantemente lenta por asfixia, y se debilitaba gradualmente al punto traumático de no poder levantarse con los clavos que sujetaban sus manos, ni de empujarse con el clavo que atravesaba sus pies, lo suficiente como para respirar profundamente.
Esto fijó el horror de la crucifixión en la mente judía. Los romanos llegaron al poder en Israel en el año 63 a.C., y usaron mucho la crucifixión. Algunos escritores dicen que las autoridades romanas crucificaron como a treinta mil personas en esa época. Tito Vespasiano crucificó tantos judíos en el año 70 d.C. que los soldados no tenían espacio para las cruces ni suficientes cruces para los cuerpos. No fue sino hasta el año 337, cuando Constantino abolió la crucifixión, que la cruz desapareció después de un milenio de crueldad en el mundo.
La crucifixión era una forma de ejecución repugnante, denigrante, reservada para lo peor de la sociedad. La idea de que un individuo que murió en la cruz hubiera sido una persona excepcional, elevada, noble, importante, era absurda. Los ciudadanos romanos, por lo general, estaban exentos de la crucifixión, excepto si cometían traición. Las autoridades reservaban la cruz para los esclavos rebeldes y los pueblos conquistados, y para los ladrones y asesinos más notorios. La política del Imperio Romano en cuanto a la crucifixión llevó a los romanos a tener a cualquier crucificado como digno de desprecio absoluto. Usaban la cruz solo para la escoria, para los más humillados, para los más bajos de los más bajos.
Los soldados primero azotaban a las víctimas, luego las obligaban a llevar su cruz, el instrumento de su propia muerte, al sitio de la crucifixión. Los letreros que les colgaban del cuello indicaban los crímenes que habían cometido, e iban totalmente desnudos. Luego, los soldados los ataban o clavaban al travesaño, los izaban para colocarlos en el poste vertical, y los dejaban allí colgados, desnudos. Los verdugos podían acelerar la muerte quebrándoles las piernas, porque eso hacía que la víctima no pudiera empujarse hacia arriba para poder llenarse los pulmones de aire. Si no les quebraban las piernas, la muerte podía tardar días. La humillación final era dejar el cuerpo colgado allí hasta que se pudriera.
Los gentiles también veían a todo crucificado con el más completo desdén. Era una escena prácticamente obscena. La sociedad educada simplemente no hablaba de la crucifixión. Cicerón escribió: “La sola palabra ‘cruz’ debería eliminarse, no solo de la persona del ciudadano romano, sino de sus pensamientos, sus ojos y sus oídos”.
Y ante todo esto, Pablo vino y todo lo que habló fue acerca de… ¡la cruz! Podemos captar algo del profundo desprecio que los gentiles tenían por cualquier crucificado en algunas de las afirmaciones paganas en cuanto a Cristo. Las palabras pintadas en una piedra en un salón de guardias de la Colina Palatina, cerca del Circo Máximo, en Roma, muestran la figura de un hombre con cabeza de asno colgando de una cruz. Debajo, se halla un hombre en gesto de adoración y la inscripción dice: “Elexa Manos adora a su Dios”. Tal repulsiva representación del Señor Jesucristo ilustra vívidamente el desdén del pagano por un crucificado, y particularmente por un Dios crucificado. La primera apología de Justino, en el año 152 d. C., resume la noción de los gentiles: “Proclaman que nuestra locura consiste en esto, que ponemos a un crucificado a un nivel igual al del Dios eterno e inmutable”. ¡Locura!
Si la actitud de los gentiles era mala, la actitud de los judíos era peor, e incluso más hostil. Detestaban la práctica romana y se mofaban de ella más que los romanos. En su opinión, el que acababa en una cruz cumplía Deuteronomio 21.23: “No dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el madero… porque maldito por Dios es el colgado”. ¿Quiere decir esto que el eterno Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Señor mismo, recibió maldición? ¿Cómo podía Dios maldecir a Dios? Es absolutamente impensable. ¿Qué Dios maldijo al Mesías? Para los judíos era inconcebible.
Veían la crucifixión no solo como un estigma social, sino como maldición divina. Así que el estigma de la cruz significaba, más allá de la desgracia social, la misma condenación divina. La Mishná, que es un comentario de la ley del Pentateuco producido en el siglo II d.C., indicaba que se debía crucificar solo a los blasfemos y a los idólatras, e incluso en esos casos, los verdugos colgaban sus cuerpos en la cruz solamente después de muertos. ¿Cómo podía el Mesías ser blasfemo? ¿Cómo podía Dios blasfemar contra Dios? Los judíos se atragantaban con la idea de un Cristo crucificado. Esto hacía al evangelio imposible de creer.
¿Piensa usted que tiene problemas en proclamar el evangelio hoy? Imagínese a los primeros cristianos. Si decían la verdad, enfrentaban un obstáculo masivo: sus afirmaciones eran locura, escandalosas, procaces, blasfemas, increíbles.
Pablo no era un predicador de mensaje fácil. Dios mismo, en forma del Cristo crucificado, era el mayor obstáculo para creer en Él. Francamente, no parece que Dios pudiese haber puesto una barrera más formidable a la fe en el primer siglo. No puedo pensar en una peor forma de mercadeo para el evangelio que predicarlo así.
¡No es extraño que tanto los gentiles como los judíos detestaron el mensaje de Pablo! Era un mensaje que estaba más allá de la credulidad humana. No era un mensaje fácil para el que busca, sino absurdo y hasta aberrante.
No estoy seguro de si usted ha notado, como yo, lo difícil que es para los creyentes en televisión o ante el público decir el nombre Jesús. Incluso líderes evangélicos bien conocidos evitan ese nombre al hablarle a un público numeroso, y evitan mencionar “cruz”, “pecado”, “infierno” y otros términos fundamentales de la fe. Hablan mucho de la fe de una manera general y poco comprometedora, pero esquivan cualquier afirmación que les exija adoptar una posición.
En los días que siguieron al ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, muchos estadounidenses instintivamente buscaron valor y solaz en Cristo. Pero incluso en ese entonces, en un servicio en la Catedral Nacional de Washington, D.C, que se transmitió en vivo a todo el mundo, un ministro cristiano elevó una oración en el nombre de Jesús, pero “respetando a todas las religiones”. ¿A todas las religiones? ¿A los druidas? ¿A los que adoran a los gatos? ¿A las brujas? Un ministro cristiano de una iglesia cristiana no debe sentirse obligado a condicionar ni a pedir disculpas por orar al único Salvador verdadero.
Pablo dio una afirmación impresionante en Romanos 1:16-17:
“Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío, primeramente, y también al griego. Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá”.
¿Por qué dijo Pablo: “No me avergüenzo del evangelio?” ¿Quién se va a avergonzar de noticias buenas como estas? Si alguien encuentra la cura para el SIDA, ¿lo abrumaría la vergüenza como para no proclamarla? Si alguien descubriera una cura para el cáncer, ¿sentiría tan terrible vergüenza como para no poder abrir la boca? ¿Por qué es tan difícil mencionar la cruz?
Aunque el mensaje de salvación que Pablo proclamaba era el mensaje más maravilloso e importante de la historia, el público y las autoridades lo habían tratado de manera humillante por predicarlo vez tras vez. Ya por aquel entonces en su ministerio, lo habían apresado en Filipos (Hechos 16:23-24), lo habían obligado a salir corriendo de Tesalónica (Hechos 17:10), lo habían hecho escabullirse de Berea (Hechos 17:14), se habían reído de él en Atenas (Hechos 17:32), lo habían tildado de loco en Corinto (1 Corintios 1:18, 23) y lo habían apedreado en Galacia (Hechos 14:19). Tenía muchas razones para avergonzarse, pero su entusiasmo por el evangelio no disminuía. Jamás, ni por un momento, consideró diluirlo para hacerlo más atractivo al público.
En algún momento u otro de nuestra vida como creyentes, todos hemos sentido vergüenza y hemos mantenido nuestra boca cerrada cuando debimos haberla abierto. O, llegada la oportunidad, nos hemos escondido detrás de algún mensaje inocuo tipo “Jesús te ama y quiere que seas feliz”. Si usted nunca se ha sentido avergonzado por proclamar el evangelio, probablemente nunca lo ha proclamado claramente, en su totalidad, tal como Jesús lo proclamó.
¿Por qué no puede el creyente ejecutivo de negocios testificar ante su junta administrativa? ¿Por qué el catedrático universitario creyente no puede pararse ante la facultad entera y proclamar el evangelio? Todos queremos que nos acepten, y sabemos, como Pablo lo descubrió tantas veces, que tenemos un mensaje que el mundo rechazará; y que mientras más nos aferremos a ese mensaje, más hostil se volverá el mundo. Así es como empezamos a sentir vergüenza. Pablo superó eso por la gracia de Dios y el poder del Espíritu, y dijo: “No me avergüenzo”. Es un ejemplo contundente para nosotros, porque sabemos el precio de la fidelidad a la verdad: el rechazo del público, la cárcel y, al final, la ejecución.
La naturaleza humana en realidad no ha cambiado gran cosa en toda la historia; la vergüenza y el honor eran asuntos muy serios en el mundo antiguo, tal como lo son hoy. Allá por el siglo IX antes de Cristo, el poeta épico Homero escribió: “El bien principal era que hablaran bien de uno, y el mal mayor, que hablaran mal de uno en la sociedad”. En el siglo I de nuestra era, el apóstol Pablo ministraba en una cultura sensible a la vergüenza, que buscaba el honor, y sin sentir vergüenza alguna, predicaba un mensaje ofensivo respecto de una persona a quien habían avergonzado en público. Era un mensaje muy hiriente. Era escandaloso. Era necio. Era insensato. Era anacrónico.
Sin embargo, como dice 1 Corintios 1:21, “agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación”. Era este escandaloso, hiriente, necio, ridículo, extraño, absurdo mensaje de la cruz el que Dios usaba para salvar a los que creen. Las autoridades romanas ejecutaron a su Hijo, el Señor del mundo, por un método reservado solo para las heces de la sociedad; sus seguidores tendrían que ser lo suficientemente fieles como para arriesgarse a sufrir el mismo fin vergonzoso.
Tal vez el mito dominante en la iglesia evangélica actual es que el éxito del cristianismo depende de lo popular que sea, y que el Reino de Dios y la gloria de Cristo de alguna manera avanzarán sobre la base del favor del público. Esta es una fantasía antigua. Recuerdo haber leído una cita del apologista Edward John Carnell en la biografía del predicador galés David Martyn Lloyd-Jones escrita por lan Murray. En sus años formativos en el Seminario Teológico Fuller, Carnell decía respecto del evangelicalismo: “Necesitamos prestigio desesperadamente”.
Los creyentes se han esforzado mucho por colocarse en posiciones de poder dentro de la cultura. Buscan influencia académica, política, económica, atlética, social, teatral y religiosa, y en toda otra forma posible, con la esperanza de lograr que los medios de comunicación masiva los tomen en cuenta. Pero cuando logran esa exposición, a veces mediante los medios de comunicación masiva, a veces en el ambiente de iglesias de mente bien abierta, presentan un evangelio reinventado y diseñado a la moda que sutilmente elimina la ofensa del evangelio, e invita a la gente al Reino por un sendero fácil. Descartan todas las cosas difíciles de creer en cuanto al sacrificio de uno mismo, a aborrecer a la familia y cosas por el estilo.
La ilusión es que podemos predicar nuestro mensaje más eficazmente desde las encumbradas perchas del poder e influencia culturales, y que una vez que hayamos captado la atención de todos, podemos conducir a más personas a Cristo si le quitamos al evangelio su aguijón y predicamos un mensaje que agrade al usuario. Pero para llegar a esas perchas encumbradas, algunas figuras públicas “cristianas” diluyen la verdad y la acomodan; luego, para mantenerse allí, ceden a la presión de perpetuar la enseñanza falsa para que su público siga siéndoles leal. Decir la verdad se convierte en una decisión profesional errónea.
Los pastores de las iglesias locales están entre los primeros en dejarse seducir para usar este evangelio de moda, diseñado para que encaje en el deseo del pecador y tergiversado astutamente para superar la resistencia del consumidor. Planifican las reuniones de la iglesia para que se vean, suenen, se sientan y huelan como el mundo, a fin de eliminar la resistencia del pecador y seducirle al Reino por un sendero fácil y familiar.
La idea es hacer que el cristianismo sea fácil de creer, pero la verdad simple, inmutable e inexorable es que el Evangelio es difícil de creer. Es más, si se deja sin ayuda al pecador, le es absolutamente imposible.
Esta es la filosofía de moda: “Si les gustamos, les gustará Jesús”. Esta estrategia funciona superficialmente, pero solo si comprometemos la verdad. No podemos simplemente criticar a los predicadores locales por reinventar el evangelio, porque no están actuando en forma distinta a los tele-evangelistas de renombre y otros evangélicos más ampliamente conocidos.
Para mantener sus cargos de poder e influencia tan pronto los han alcanzado, mantienen esta tenue alianza con el mundo en nombre del amor, el atractivo y la tolerancia, y para conservar contentos a los inconversos en la iglesia deben reemplazar la verdad con algo que aliente y que no ofenda. Como dijo cierto calvinista una vez: “A veces, no presentamos el evangelio lo suficientemente bien para que los que no son elegidos lo rechacen”.
Ahora bien, no quiero que se me malentienda. Estoy comprometido a proclamar el evangelio hasta donde me sea posible aquí y en todo el mundo. Prefiero que la justicia prevalezca sobre el pecado. Prefiero elevar a los justos y exponer el pecado tal y como es, en toda su capacidad destructora. Anhelo ver que la gloria de Dios se extienda hasta los confines de la tierra. Anhelo ver la luz divina inundando el reino de las tinieblas. Ningún hijo de Dios se contenta jamás con el pecado, la inmoralidad, la injusticia, el error y la incredulidad. El oprobio que cae sobre el Señor cae sobre mí, y el celo de su casa me consume, tal como a David y a Jesús.
Sin embargo, detesto las iglesias del mundo que se han convertido en refugio de herejes. Me disgusta una iglesia de la televisión que, en muchos casos, se ha convertido en cueva de ladrones. Me encantaría ver al Señor divino empuñando un látigo y azotando a la religión de nuestro tiempo. A veces, oro salmos que condenan a ciertas personas. Pero casi siempre, oro para que el Reino venga. La mayoría de las veces, oro que el evangelio penetre en el corazón de los perdidos. Comprendo por qué John Knox dijo: “Dame Escocia o me muero. ¿Para qué más podría yo vivir?” Comprendo por qué el misionero pionero Henry Martyn salió corriendo de un templo hindú exclamando: “No soporto vivir si deshonran a Jesús de esta manera”.
Fui a una entrevista radial en una emisora importante, en cierta ciudad grande, donde la animadora era una reconocida “consejera cristiana”. Ella tenía un programa diario de tres horas, aconsejando a los oyentes que llamaban para contarle toda clase de problemas, algunos muy serios. Pero por las preguntas que me hizo en el programa, me pareció que ella no había leído mucho en cuanto a la doctrina cristiana. Fuera del aire, durante los comerciales, me dijo:
“Usted usa la palabra ‘santificación’. ¿Qué quiere decir eso?”
Eso fue un indicio. Si ella no sabía lo que significaba la santificación, tenía tarea por hacer. Todavía estábamos fuera del aire, por lo que le pregunté:
“¿Cómo llegó usted a ser creyente? Nunca olvidaré su respuesta. Me dijo: “Fue fantástico. Un día, encontré el número de teléfono de Jesús, y desde entonces, hemos estado en contacto”.
“¿Qué?”, le pregunté, tratando de no parecer demasiado incrédulo. “¿Qué quiere decir?”
“¿Qué quiere decir con eso de ‘¿qué quiero decir?’”, me respondió bruscamente.
Ella no entendía que hasta su “testimonio” necesitaba una explicación. Luego, me preguntó:
“¿Cómo llegó usted a ser creyente?”
Entonces, empecé a hablarle brevemente del evangelio, pero me cortó y me dijo: “Eh, ¿qué pasó? No hay que andar entrando en todo eso, ¿verdad que no?”
Sí, claro que sí.
No le doy tregua a la forma como marcha el mundo. Me disgusta todo lo que deshonra al Señor. Estoy en contra de todo lo que Él está en contra y a favor de todo lo que Él respalda. Anhelo ver que se conduzca a las personas a la fe salvadora en Jesucristo. Detesto que los pecadores mueran sin esperanza. Me he consagrado a la proclamación del evangelio. No soy limitado en esto. Quiero ser parte del cumplimiento de la Gran Comisión. Quiero predicar el evangelio a toda criatura.
No es que no me interesen los perdidos del mundo, ni que haya hecho una tregua fácil con un mundo pecador que deshonra a mi Dios y a Cristo. Para mí la única pregunta es: ¿cómo hago mi parte? ¿Cuál es mi responsabilidad? Y desde luego, la respuesta no puede ser comprometer el mensaje. El mensaje no es mío; viene de Dios, y es por ese mensaje que Él salva.
No solo no puedo comprometer el mensaje, sino que tampoco puedo comprometer su costo. No puedo cambiar las condiciones. Sabemos que Jesús dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo” (véase Lucas 9:23). Jesús dijo que tenemos que llevar nuestra cruz hasta la misma muerte, si Él nos lo pidiera. No puedo evitar que ese evangelio ofenda a una sociedad llena de amor propio.
Y esto sé: la predicación de la verdad influye verdaderamente en el mundo y cambia realmente un alma a la vez. Eso sucede solo mediante el poder del Espíritu Santo que da vida, que envía luz y que transforma el alma, en perfecto cumplimiento del plan eterno de Dios. Su opinión o la mía no son parte de la ecuación.
El Reino no avanza mediante el ingenio humano. No avanza porque hayamos escalado a posiciones de poder e influencia en la cultura. No avanza de acuerdo a la popularidad en los medios de comunicación masivos o en las encuestas de opinión. No avanza como resultado de la preferencia del público.
El Reino de Dios avanza solo por el poder de Dios, a pesar de la hostilidad pública. Cuando proclamamos verdaderamente el mensaje salvador de Jesucristo en su totalidad, es franca y escandalosamente hiriente. Proclamamos un mensaje escandaloso. Desde la perspectiva del mundo, el mensaje de la cruz es vergonzoso. De hecho, es tan vergonzoso, tan antagónico y tan hiriente que incluso a los creyentes les cuesta proclamarlo, porque saben que producirá hostilidad y escarnio.
La iglesia de hoy, la iglesia «de Jesucristo», se esfuerza mucho por parecerse lo más posible a la cultura, en lugar de huir de esas cosas.
Durante décadas, ha sido popular para los líderes de la iglesia hacer que la gente venga a la iglesia y se sienta como si estuviera en algún evento mundano. La iglesia se ha vuelto amigable con el pecador en lugar de asustar al pecador. Se ha convertido en afirmadora en lugar de condenatoria, sentimental en lugar de teológica, informal en lugar de solemne, entretenida en lugar de edificante, engañosa en lugar de honesta, frívola en lugar de cultual… ya nos hacemos una idea.
A las iglesias no les gusta la idea de que son una ofensa para la cultura, y piensan que si pueden acercarse a todo lo que la gente disfruta en la cultura, de alguna manera podrán ganársela.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Hay corrientes filosóficas que nos han empujado en esta dirección, como el pragmatismo. El pragmatismo es una filosofía que dice que el valor de cualquier cosa viene determinado por sus consecuencias prácticas. Eso es un poco diferente de otra corriente filosófica, el utilitarismo. El utilitarismo dice que la utilidad es la norma de lo que es bueno. Si funciona, si produce el efecto deseado, entonces lo hacemos. Esta es la filosofía.
La iglesia, por extraño que parezca, ha comprado en la filosofía del pragmatismo y el utilitarismo y decidió que si atrae a una multitud, es bueno; y si funciona, vamos a usarlo, incluso si no logra ser una separación del mundo.
Así que la iglesia se ha adaptado al mundo pagano. Los líderes de la iglesia hablan menos de teología y más de metodología. Hablan menos de doctrina y más de estrategia.
A medida que el mundo pagano se vuelve más hostil a la verdad de Dios, a medida que se vuelve más hostil al pueblo de Dios, las iglesias transigirán. Ya han demostrado que lo harán. Transigirán para ser más atractivas. No quieren ser perseguidas, no quieren ser rechazadas, no quieren ser ignoradas, no quieren ser perseguidas, y entonces se alinearan con las expectativas del mundo. Cortejarán al mundo siendo como el mundo.
Jesús le dice esto a la iglesia de Pérgamo:
12 Y escribe al ángel de la iglesia en Pérgamo: El que tiene la espada aguda de dos filos dice esto:
13 Yo conozco tus obras, y dónde moras, donde está el trono de Satanás; pero retienes mi nombre, y no has negado mi fe, ni aun en los días en que Antipas mi testigo fiel fue muerto entre vosotros, donde mora Satanás. 14 Pero tengo unas pocas cosas contra ti: que tienes ahí a los que retienen la doctrina de Balaam, que enseñaba a Balac a poner tropiezo ante los hijos de Israel, a comer de cosas sacrificadas a los ídolos, y a cometer fornicación. 15 Y también tienes a los que retienen la doctrina de los nicolaítas, la que yo aborrezco. (Apocalipsis 2:12-15)
Tienes algunas personas allí que están jugando con la idolatría y la inmoralidad. Es algo así como Balaam, y es lo que los nicolaítas defienden. Hay gente que es arrastrada de nuevo a los pecados muy familiares de los cuales han sido liberados.
Balaam, según Deuteronomio 23, es un personaje del Antiguo Testamento. Era un famoso hechicero de un lugar llamado Pethor en Mesopotamia. Conocía al Dios de Israel – todo el mundo conocía al Dios de Israel por lo que el Dios de Israel había hecho al liberar a Su pueblo de Egipto. Pero Balaam era un hechicero que estaba en esto, como todos los hechiceros, por el dinero. Así que puso sus servicios esotéricos a disposición de cualquiera que le pagara.
Recuerdas la historia. Tres veces Balaam intenta maldecir a Israel, pero no puede hacerlo. Así que desarrolla otra estrategia. Si no puede maldecirlos, decide que los corromperá. Así que consiguió que un grupo de mujeres de Moab sedujeran a hombres judíos para que se casaran entre ellos; y así arrastró a esos hombres a una vida idólatra e inmoral en Moab. Volvieron a comer cosas sacrificadas a los ídolos, y volvieron a cometer idolatría – las mismas cosas que habían visto en Egipto.
La maldición no funcionó, pero la corrupción sí. La unión blasfema con el mundo destruyó el poder de Israel y le quitó su protección. El plan tuvo éxito. Pero Dios, en Números 24, intervino, castigando severamente a Israel y a los líderes y detuvo su caída.
Así que el punto que nuestro Señor está haciendo a la iglesia en Pérgamo es, “Ustedes tienen algunas personas allí que están actuando como Balaam, y los están seduciendo para que regresen a la misma cultura de la que han sido liberados, para que participen en su idolatría y su inmoralidad.” Algunos en Pérgamo estaban cayendo ante las seductoras sirenas de la cultura del diablo.
Hablando en términos prácticos, ¿cómo se veía esto? Algunos en la iglesia de Pérgamo estaban asistiendo a fiestas paganas con libertinaje e inmoralidad, y luego venían a la iglesia. Y aparentemente la iglesia no había tomado acción para confrontarlo y corregirlo.
¿Y que de los Nicolaítas? ¿Cuál era su problema? Era esencialmente lo mismo que los que seguían el error de Balaam. Estaba llevando a la gente de vuelta al mundo del que habían sido rescatados.
Dos de los primeros padres de la iglesia, Ireneo y Clemente de Alejandría, escribieron esto sobre los nicolaítas: “Viven vidas de indulgencia desenfrenada, abandonándose al placer como cabras, llevando una vida de autoindulgencia.”
La iglesia en Pérgamo tenía gente viviendo como paganos, y la iglesia había tolerado esta enseñanza y este compromiso, corrompiendo la casa del Señor. No estaban separados.
Así que Jesús ordena: “Arrepentíos.” Vuélvete y vete por el otro camino. Deja de tolerar el compromiso mundano.
Si usted tiene personas en su asamblea que vienen a adorar a Cristo y luego regresan y caen en los pecados de la cultura, usted debe confrontarlos. La iglesia de hoy no debe dejar de excluir a los incrédulos de la comunión del cuerpo de Cristo. Siempre nos alegramos cuando los no creyentes vienen y escuchan el mensaje, pero no pueden participar con el pueblo de Dios hasta que sean hijos de Dios.
La iglesia debe confrontar a los creyentes que profesan vivir vidas pecaminosas, que afirman haber sido liberados y redimidos del mundo, pero que literalmente viven como vive el mundo. Tienen que ser confrontados.
Si no hacemos eso, mira el “pues si no”: “pues si no, vendré a ti pronto, y pelearé contra ellos con la espada de mi boca.” Esta es una iglesia al borde del juicio.
Ahora, por supuesto, queremos alcanzar. Queremos dar la bienvenida a los no creyentes para que escuchen el evangelio y sean redimidos. Queremos que los creyentes pecadores reciban gracia y abundante perdón. Pero no toleramos el pecado como si fuera aceptable, y no vivimos lo más cerca posible de la corrupción del mundo.
Todo Comienza con Dios – Incluyendo el Evangelismo by Cameron Buettel
“En el principio creó Dios…” (Génesis 1:1)
La historia de redención de Dios comienza con Él mismo. Y es ahí donde debemos empezar cuando predicamos el Evangelio.
Eso no quiere decir que se requiera un discurso exhaustivo sobre el carácter y la naturaleza de Dios, o una investigación completa de sus atributos infinitos, para comprender y creer en el Evangelio. Ni siquiera nuestras mentes iluminadas por el Espíritu pueden comprender a Dios en toda Su plenitud; cuánto más una mente que aún está oscurecida por el pecado.
Sin embargo, no podemos presentar con precisión el Evangelio sin antes derribar las ideas falsas e idólatras sobre Dios que dominan el mundo. Hoy en día, la gente fabrica descuidadamente un dios basándose únicamente en su sentimentalismo y sus preferencias espirituales. Pero esta práctica popular es tan inútil como tratar de reescribir la ley de la gravedad o desear que desaparezca por completo. Dios es eterno (Isaías 57:15) e inmutable (Malaquías 3:6), y exige nuestra reverencia en Sus términos, no en los nuestros.
Dios se presenta a sí mismo en las Escrituras como el Dios vivo y verdadero. Él dice: «Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay Dios» (Isaías 45:5). Además, la Palabra de Dios revela que el único Dios verdadero existe eternamente en tres Personas distintas.
La Trinidad
La doctrina de la Trinidad es imposible de comprender, pero como John MacArthur indica, es una doctrina incuestionablemente enseñada en la Biblia:
“No obstante, aunque la plenitud de la Trinidad está mucho más allá de la comprensión humana, se trata indiscutiblemente del modo en que Dios se ha revelado en la Biblia: como un Dios que existe en la eternidad en tres personas…
“Las Escrituras son claras en que estas tres personas juntas son un Dios y solo uno (Dt. 6:4). Juan 10:30 y 33, explican que el Padre y el Hijo son uno. Primera Corintios 3:16 muestra que el Padre y Espíritu son uno. Romanos 8:9 deja en claro que el Hijo y el Espíritu son uno. Además, Juan 14:16, 18 y 23, demuestran que el Padre, el Hijo, y el Espíritu son uno… Es decir, la Biblia deja en claro que Dios es un solo Dios (no tres), pero que el único Dios es una Trinidad de personas”[1].
Dios debe ser presentado como Trino para que pueda ser proclamado fielmente. Además, la Trinidad adquiere gran importancia en el ámbito de la evangelización porque las tres Personas desempeñan papeles distintos en la salvación de los pecadores. El Padre elige (Efesios 1:3-6); el Hijo redime (Efesios 1:7-12); y el Espíritu Santo convence (Juan 16:8), regenera (Tito 3:5) y habita en los creyentes (Efesios 1:13-14).
Creador y Juez
La Biblia presenta al Dios Trino como el Creador de todas las cosas, incluyendo la humanidad (Génesis 1). Como tal, Él es dueño legítimo de Su creación (Salmo 50:10-12) y exige adoración de nosotros, Sus criaturas (Éxodo 20:2-5; Mateo 4:10).
Pero la humanidad caída se niega en rebeldía a adorar al Creador. La comunión abierta que debería existir entre Dios y el hombre está ahora bloqueada por un muro de hostilidad divina (Salmo 5:5). La justa ira de Dios hacia los pecadores puede ser un tema desagradable para la sensibilidad moderna, pero es una verdad necesaria para despertar la indiferencia espiritual de nuestra época.
Aunque el carácter y la naturaleza de Dios es un tema inagotable, el evangelista debe esforzarse por inculcar algún sentido de la supremacía y soberanía de Dios en los corazones de los pecadores. Debe explicarles por qué deben temblar al pensar en el día en que estarán ante el tribunal del Dios santo (Hebreos 9:27). John MacArthur lamenta las tendencias evangelísticas modernas, las cuales como él comenta, hacen justamente lo contrario:
“’El principio de la sabiduría es el temor de Jehová’ (Salmo 111:10). Mucho de la evangelización contemporánea intenta despertar cualquier cosa menos el temor de Dios en la mente de los pecadores. Por ejemplo: ‘Dios te ama y tiene un plan maravilloso para tu vida’, es la línea para abrir la típica apelación evangelística. Esta clase de evangelismo está muy lejos de la imagen de un Dios al que debe temerse. El remedio para tal manera de pensar es la verdad bíblica de la santidad de Dios” [2].
Santo
Las Escrituras atribuyen el superlativo más fuerte para referirse a Dios como «santo, santo, santo» (Isaías 6:3; Apocalipsis 4:8). Paul Washer señala que la santidad de Dios: “No es solamente un atributo entre muchos, sino que es el mismo contexto en el cual todos los otros atributos divinos se definen y se entienden”[3]. Nuestro énfasis evangelístico en la santidad de Dios no pretende ignorar sus otros atributos, como el amor, la misericordia y la gracia. Más bien, Sus otros atributos encuentran su significado dentro del contexto de la santidad de Dios.
La palabra «santo» se traduce de la palabra hebrea qadosh, y se refiere a la trascendencia de Dios. Como Creador, Él trasciende Su creación y es totalmente distinto de todo lo que ha hecho. Independientemente de su tamaño o esplendor, nada en la creación se acerca ni remotamente a las perfecciones de Dios.
Entonces, ¿por qué es tan importante explicar que el Creador del universo es santo? Porque nosotros, en nuestro estado pecaminoso, somos la antítesis de todo lo que Él es. No hay mayor dicotomía que demuestre nuestra enorme necesidad que la yuxtaposición entre un Dios santo y hombres pecadores. John MacArthur señala las terribles implicaciones de ese abismo infinito:
“El Eterno es completamente Santo y Su ley por consiguiente exige santidad perfecta: ‘Porque yo soy Jehová vuestro Dios; vosotros por tanto os santificaréis, y seréis santos, porque yo soy santo (Levítico 11:44) … Aun el evangelio requiere esta santidad: ‘Sed santos, porque yo soy santo’ (1 Pedro 1:16). ‘Seguid…la santidad, sin la cual nadie verá al Señor’ (Hebreos 12:14). Porque Él es santo, Dios aborrece el pecado”[4].
El Lugar Principal de Dios
Cuando los creyentes pensamos en Dios en términos del Evangelio, solemos hacer hincapié en Su amor y Su misericordia. Y aunque esos son atributos vitales, los cuales están entretejidos en todo el evangelio, no debemos cometer el error de descuidar Su naturaleza Trina, Su soberanía sobre la creación y Su santidad. Si lo hacemos, el resultado suele ser la proclamación de un evangelio centrado en el hombre, que presenta a Dios simplemente como un héroe que se aparece en última instancia para salvar el día.
La verdad es que los pecadores están en la mira de Dios. Son creación de Dios y han violado Su ley. Dios es el Salvador sólo porque Él es Aquel de quien los pecadores deben ser salvados, porque “Él no dejará impune al culpable” (Éxodo 34:7).
Cuando ponemos a Dios en el centro del Evangelio, adquirimos una perspectiva clara de la ofensa del pecado del hombre y la magnitud de su culpa.
Diciendo la Verdad Sobre el Hombre by Cameron Buettel
Durante una entrevista en 1970, el Dr. Martyn Lloyd-Jones concluyó que la doctrina de la evolución del hombre es fundamentalmente errónea en dos aspectos: “Critico la visión moderna del hombre por dos motivos: uno es que le da demasiado crédito al hombre en ciertas áreas. Y segundo, que no le da suficiente crédito al hombre en otras áreas”.
Jones se refería a las dos verdades bíblicas que los evolucionistas niegan rotundamente. Ellos identifican al hombre como “simplemente un animal” y se niegan a reconocer que fue creado a imagen de Dios. Por otro lado, la sabiduría secular de nuestros días declara al hombre moralmente neutral y se niega a reconocer lo que es tan dolorosamente obvio: que todas las personas son pecadoras por naturaleza.
Hechos a la Imagen de Dios
La Biblia deja claro que la humanidad no es simplemente una especie de animal que compite en la lucha por la supervivencia. Las Escrituras declaran que Dios hizo al hombre para que fuera la cúspide de Su creación:
“Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Génesis 1:26-28).
No hay nada sin sentido o aleatorio en la existencia humana. Fuimos diseñados originalmente para dominar el mundo que Dios creó. El hombre, como portador de la imagen de Dios, tiene una misión divina que lo diferencia por completo del reino animal.
Pero, ¿qué significa exactamente que el hombre fue creado a imagen de Dios?
Aunque el tema de imago Dei es un tema teológico profundo en sí mismo, contiene una verdad inherente que es vital para el evangelismo: El hombre es una criatura moral que debe rendir cuentas a Dios. James Montgomery Boice resaltó esa implicación crítica:
“Un elemento que le pertenece a aquel que fue creado a la imagen de Dios es la moralidad. La moralidad incluye además dos elementos: la libertad y la responsabilidad. Ahora bien, la libertad que poseen los hombres y las mujeres no es absoluta. Incluso al principio, el primer hombre, Adán, y la primera mujer, Eva, no fueron autónomos. Eran criaturas y tenían la responsabilidad de reconocer su condición mediante su obediencia”[1].
Comprender que hemos sido creados a imagen de Dios conlleva un sentimiento de honor, pero también conlleva una gran responsabilidad. Nuestra moralidad inherente no respalda nuestros principios morales. Más bien, nos condena por nuestra incapacidad de comportarnos moralmente. Nuestro conocimiento del bien y del mal, y el hecho de que continuamente violamos esa moralidad, nos apunta a la realidad histórica de la caída de Adán.
Caídos
¿Somos pecadores porque pecamos, o pecamos porque somos pecadores? Tenga cuidado con la respuesta a esa pregunta porque no es un juego de palabras. Sólo hay una respuesta que es bíblicamente cierta.
Cuando Adán cayó en el Jardín, su pecado se transmitió a la naturaleza de todos sus descendientes. No son nuestros pecados los que nos hacen pecadores. Nuestros pecados revelan nuestra verdadera naturaleza pecaminosa. John MacArthur explica:
“Toda la humanidad estaba sumida en esta condición de culpabilidad debido al pecado de Adán. ‘Porque, así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores’ (Romanos 5:19). Esta es la doctrina del pecado original, una verdad que Pablo explica en Romanos 5:12-19…Demostramos nuestra complicidad voluntaria a la rebeldía de Adán cada vez que pecamos. Y como nadie con la excepción de Jesús ha vivido jamás una vida sin pecado, nadie está realmente en posición de dudar de la doctrina del pecado original, y mucho menos de considerarla injusta”[2].
El pecado original es una verdad bíblica que puede demostrarse empíricamente. Cuando la Biblia nos dice que todo el mundo es pecador (Romanos 3:23), esto ratifica lo que la suma de nuestra experiencia de vida ya ha demostrado. El pecado original es la razón por la que tenemos desde guerras mundiales hasta cerraduras en nuestras puertas. Por eso la gente se enferma y muere. ¡Es por eso que estamos muriendo! No hay ningún lugar donde huir de la realidad y del impacto del primer acto de rebeldía de Adán en el Jardín. Y no hay forma de eludir nuestros propios crímenes de complicidad posteriores.
Culpables y Sin Excusa
El fracaso del hombre en honrar y obedecer a su Creador nunca se ha debido a la ignorancia por parte de la humanidad, ni a la falta de pruebas por parte de Dios. “Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Romanos 1:20).
Cuando proclamamos al Dios de las Escrituras a los pecadores, no estamos tratando de suplir su falta de educación teológica. Estamos presentando una verdad que resuena claramente con lo que ellos ya saben instintivamente. La Palabra de Dios nos dice que los pecadores no están desinformados acerca de la verdad de Dios, sino que suprimen esa verdad “con injusticia” (Romanos 1:18). En pocas palabras, el problema principal del hombre siempre ha sido el amor al pecado, no la falta de educación.
“Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido” (Romanos 1:21). Dios hace responsable al hombre pecador por no haberle adorado correctamente. Y en el Día del Juicio, le tendremos que rendir cuentas por no haberlo hecho (Hebreos 9:27).
Ese juicio se extenderá a todas nuestras acciones (Apocalipsis 20:11-12), palabras (Mateo 12:36-37) e incluso, pensamientos (Mateo 5:27-28; 1 Corintios 4:5). No habrá dónde esconderse, ni nada que ocultar en el Día del Juicio.
Amonestar vs. Agradar
Los evangelistas fieles nunca consuelan a los pecadores que no se han arrepentido. Por el contrario, debemos amonestarlos. Debemos exponer lo terrible y ofensivo del pecado confrontándolos con una norma objetiva de justicia. Puesto que el pecado se define bíblicamente como infracción de la ley (1 Juan 3:4), John MacArthur aboga por el uso de la ley de Dios al exponer el pecado, diciendo:
“Jesús y los apóstoles no dudaron en usar la ley en su gestión evangelizadora. Ellos sabían que la ley revela nuestro pecado (romanos 3:20) y es un tutor para conducirnos a Cristo (Gálatas 3:24). Es la manera en que Dios hace que los pecadores entiendan su propia incapacidad. Claramente, Pablo entendió el lugar crucial de la ley en los contextos evangelísticos. Pero muchos hoy creen que la ley, con su exigencia inflexible de la santidad y la obediencia, es contraria e incompatible con el evangelio.
“¿Por qué deberíamos hacer tales distinciones donde las Escrituras no la hace? Si las Escrituras advirtieran en contra de predicar el arrepentimiento, la obediencia, la justicia o el juicio para los incrédulos, eso sería diferente. Pero la Biblia no contiene tales advertencias. Todo lo contrario…Si queremos seguir un modelo bíblico, no podemos ignorar el pecado, la justicia y el juicio porque son los temas por los cuales el Espíritu Santo condena al incrédulo (Juan 16:18). ¿Podemos omitirlos del mensaje y todavía llamarlo el evangelio?”[3].
Algunos sostienen que es mejor predicar sobre el amor de Dios que sobre el pecado del hombre. Puede parecer una idea mucho más agradable y atractiva, pero la Escritura revela el amor de Dios por medio de la pecaminosidad humana: “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8). No predicar sobre el pecado deja sin sentido el amor de Dios y sin propósito la cruz de Cristo.
Si queremos proclamar fielmente el evangelio, tenemos que dejar que la gloriosa luz de la obra salvadora de Cristo brille sobre el pecado del hombre. La cruz nunca será considerada como la solución al pecado del hombre, a menos que primero el problema sea explicado. Y el problema principal se muestra gráficamente en el contraste entre la santidad de Dios y la pecaminosidad del hombre. Cuanto más polarizamos estas dos verdades, más profunda es la representación de la obra redentora de Cristo. Consideraremos esto en el siguiente blog.
El Esposo que se Parece a Cristo by John MacArthur
Pídale al hombre común de la calle que dé una palabra que encarne la esencia del liderazgo, y él probablemente le sugerirá palabras como autoridad, control o poder.
La visión de la Escritura acerca del liderazgo es caracterizada por una palabra diferente: amor.
El liderazgo piadoso está siempre impulsado por el amor, y es singularmente y claramente reflejado en el diseño de Dios para el matrimonio. Dios divinamente ordenó la relación entre esposos y esposas para ser un reflejo de la relación de Cristo con la iglesia. La sumisión de la esposa al esposo, está diseñada como una ilustración viviente de la sumisión de la iglesia a su Señor. El esposo, por el contrario, está supuesto a ser una ilustración viviente de Cristo, quien “amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:25, énfasis agregado). Note que el acento es completamente en el sacrificio, y servicio de Cristo por el bien de la iglesia.
“Para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha. Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama.” Efesios 5:26-28)
El punto completo de Pablo es que, el marido muestra mejor el liderazgo que es de acuerdo a Cristo, a través del sacrificio voluntario y amoroso para el bienestar de su esposa.
La tendencia pecaminosa del hombre caído es dominar a sus esposas con fuerza bruta. Aun algunos hombres cristianos son culpables de ser muy agresivos con su autoridad en el hogar. Pero los déspotas dictatoriales y maridos con mano dura son antitéticos al patrón del liderazgo que Cristo nos dio.
El amor que se parece a Cristo.
El amor auténtico es incompatible con un aproche despótico y dominante del liderazgo. Si el modelo de este amor es Cristo, quien “no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28), entonces el esposo que piensa que él existe para ser servido por su esposa y sus hijos, no podría estar más lejos de la marca.
Considere las consecuencias del mandato de amar. Esto sugiere que el amor genuino no es simplemente un sentimiento o una atracción involuntaria. Implica una elección voluntaria. Lejos de ser algo en lo que “caemos” por circunstancia fortuita, el amor auténtico y que se parece a Cristo involucra un compromiso deliberado y voluntario, de sacrificar lo que sea que podamos, por el bien de la persona que amamos.
Cuando Pablo les mandó a los esposos a amar a sus esposas, él estaba exigiendo todas las virtudes trazadas en 1 Corintios 13, incluyendo la paciencia, amabilidad, generosidad, humildad, mansedumbre, consideración, liberalidad, dulzura, confianza, bondad, sinceridad, y sufrimiento. Es significativo que todas las propiedades del amor resaltan el altruismo y el sacrificio. El esposo y padre piadoso debe hacerse a sí mismo siervo de todos (cf. Marcos 9:35)
Un modelo conformado a Cristo
¿Cómo, en términos prácticos, debería un marido demostrar su amor por su esposa? El amor de Cristo por Su iglesia es el patrón y prototipo perfecto para la relación de cada marido con su esposa. Eso eleva el amor del esposo por su esposa a un nivel altísimo y santo. El esposo que abusa su rol como cabeza de familia, deshonra a Cristo, corrompe el simbolismo sagrado de la unión matrimonial, y peca directamente en contra de su Cabeza, Cristo (1 Corintios 11:3).
Entonces, el deber del marido de amar a su esposa con un amor que se parezca a Cristo, es de suprema importancia. A nadie en la familia se le es dada una responsabilidad mayor (la exhortación de Pablo es la más larga y más detallada sección de Efesios 5:22-6:9).
El amor de Cristo fue un amor auto sacrificado. Él “amó a la iglesia y se dio a sí mismo por ella” (Efesios 5:25). Jesús mismo indicó que de todas las cualidades del amor, un deseo de sacrificarse a sí mismo es la más mayor cualidad: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13). El amor auténtico es siempre auto sacrificado.
La persona que ama en forma sacrificada es humilde, mansa, y más preocupada por los demás que por sí misma. De nuevo, Cristo es el modelo. A pesar de que Él existió eternamente como Dios, y por lo tanto era merecedor de toda la adoración y honor, Él dejó todo eso a un lado, para venir a la tierra y morir por los pecadores. La Escritura dice:
“Sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte en la cruz” (Filipenses 2:7-8).
Las demandas a los esposos ni se acercan en severidad. Aun así, necesitamos el mismo deseo de hacer cualquier sacrificio, por amor a nuestras esposas e hijos. Cualquier otra cosa no es un liderazgo piadoso.