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Serie: La historia de la Iglesia | Siglo IV

Contra Mundum

Por Ken Jones

Nota del editor: Este es el séptimo artículo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo IV

Como se ha ilustrado en otros artículos de esta serie, el siglo IV fue un período muy interesante en la historia de la Iglesia. Luego de soportar mucha persecución en su carácter de religión despreciada ante los ojos de Roma, la conversión de Constantino y el Edicto de Milán del año 313 dieron origen a una política de tolerancia del cristianismo. Con las amenazas externas a la Iglesia algo atenuadas, las amenazas internas comenzaron a surgir una vez más. La herejía no era novedad para la Iglesia. El apóstol Pablo enfrentó el reto de los judaizantes en el siglo I, y, entre otros, Ireneo refutó a los gnósticos y los marcionitas en el siglo II. En el siglo IV, la herejía más preponderante fue la doctrina respecto a la persona de Cristo de un presbítero de Alejandría llamado Arrio. Alejandro, el obispo de Alejandría, refutó la enseñanza de Arrio y sus seguidores, lo que posteriormente llevó al emperador Constantino a convocar el primer concilio ecuménico en Nicea durante el invierno de los años 324-325.

La controversia nunca es placentera, pero en la vida de la Iglesia algunas de las controversias más amargas han producido los frutos más dulces y perdurables. La controversia arriana no solo produjo el Credo Niceno del año 325 (que sigue siendo recitado en muchas iglesias al día de hoy), sino que también puso en la palestra a un verdadero héroe de la fe: Atanasio de Alejandría. Nacido alrededor del año 296, Atanasio fue algo así como un prodigio teológico y fue criado desde una temprana edad en el hogar y bajo la tutela del obispo Alejandro. Al momento del Concilio de Nicea, Atanasio era diácono y asistió al concilio como secretario de Alejandro. Incluso en su rol como secretario, Atanasio contribuyó significativamente a la redacción del credo. Sin embargo, fue después del concilio que el legado de Atanasio se forjó, cuando asumió el oficio de obispo en el año 328, luego de la muerte de Alejandro. Hay tres lecciones acerca de este campeón de la ortodoxia que quisiera que la Iglesia contemporánea considerara.

En primer lugar, Atanasio refutó el arrianismo motivado por su implicación práctica. Dicho de otro modo, en este debate teológico de finos matices Atanasio estaba preocupado por las implicaciones de esta herejía para la salvación. Dos de sus escritos reflejan sus inquietudes prácticas y pastorales.  La encarnación del Verbo expone el hecho de que en la encarnación, Dios el Verbo, Jesucristo, se hizo humano para renovar lo que era humano, para santificar lo que se había corrompido en Adán. En Discursos contra los arrianos, por su parte, Atanasio argumenta que solo Dios inicia y logra la salvación, y también señala que era necesario que nuestro Salvador fuera tanto completamente humano (para renovar la humanidad) como completamente divino (para lograr la reconciliación). 

Los cristianos evangélicos tienden a mantenerse al margen de las controversias teológicas porque asumen que solo se trata de teólogos ejercitando sus músculos intelectuales en debates especulativos que no tienen relevancia para la fe personal. Si bien puede haber instancias en que ese sea el caso, muchas de las controversias actuales, como «la controversia sobre el señorío de Cristo en la salvación», el documento ecuménico «Evangélicos y católicos juntos» y la «Nueva Perspectiva sobre Pablo», son muy prácticas. Al igual que Atanasio, debemos entender sus implicaciones para la fe «que de una vez para siempre fue entregada».

Lo segundo que podemos aprender de Atanasio es que no debe buscarse la unidad aparte de, o a costa de, la verdad. El Concilio de Nicea produjo el credo que estableció la fórmula ortodoxa sobre la naturaleza de Cristo. Todos los que no se conformaron a este credo fueron considerados herejes, lo que ocasionó el exilio de Arrio y sus partidarios. Diez años más tarde, líderes importantes de la Iglesia convencieron al emperador Constantino de restaurar a Arrio. Entonces, Constantino le escribió una carta a Atanasio (que para ese entonces ya era obispo) instándolo a recibir a Arrio, «cuyas opiniones habían sido distorsionadas». Atanasio rehusó volver a admitir a Arrio y sus seguidores porque «no podía existir comunión entre la Iglesia y aquel que negaba la divinidad de Cristo». Considerando que el emperador y muchos de los otros obispos estaban ejerciendo presión para la restauración de Arrio, habría sido fácil, por no decir entendible, que Atanasio cediera, pero él no cedió. La lección para nosotros es obvia: cuando las personas con las que tenemos comunión se apartan de los fundamentos de la fe, no están más que quebrantando esa comunión. Esta es la clara enseñanza de la Escritura: Gálatas 1:6-92 Juan 7-11Judas 3-4. La separación es dolorosa, pero a veces es necesaria. La posterior restauración de Arrio y sus seguidores tuvo como resultado que el arrianismo llegara a dominar en las provincias orientales de la Iglesia.

Una tercera lección que podemos aprender de Atanasio es su valiente determinación para defender la verdad. La restauración de Arrio y sus seguidores condujo a la expulsión de Atanasio en el año 335. A pesar de que fue restaurado poco antes de la muerte de Constantino en 337, ese fue solo el comienzo. En total, Atanasio fue exiliado cinco veces. Podemos aprender dos cosas de las expulsiones de Atanasio. Primero, no permitió que las experiencias lo amargaran o lo hundieran en la tristeza. Al igual que Pablo durante sus diversos encarcelamientos, Atanasio fue bastante productivo en el exilio. Segundo, el exilio no hizo que este santo se desmoronara y transigiera. Nuestro adversario busca agotarnos con sus ataques, y si el primero no funciona, puede que el tercero o el cuarto sí lo haga. Atanasio fue tan valiente para defender la verdad luego de su quinto y último exilio como lo fue después del primero. ¿Qué podemos aprender de este audaz hombre de fe? Podemos aprender que defendemos o negamos el evangelio en las doctrinas que sostenemos y que la comunión cristiana es un asunto de unidad doctrinal. Por último, debemos aferrarnos al evangelio con firmeza sin importar las consecuencias.


Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Ken Jones
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El reverendo Ken Jones es pastor de la Glendale Missionary Baptist Church en Miami, FL.

¿Cómo me ayuda el Espíritu Santo cuando oro?

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Serie: Preguntas claves sobre la oración.

¿Cómo me ayuda el Espíritu Santo cuando oro?

Ken Jones

Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Preguntas claves sobre la oración.

En Romanos 8:26, el apóstol Pablo dice: “Y de la misma manera, también el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; porque no sabemos orar como debiéramos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles”.

Antes de abordar el cómo el Espíritu nos ayuda en la oración, establezcamos dos verdades fundamentales. Primero, cada creyente es habitado por el Espíritu Santo. En Romanos 8:9, el Apóstol dice: “Sin embargo, vosotros no estáis en la carne sino en el Espíritu, si en verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros. Pero si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de Él” (ver también Ef 1:13-14).

El Espíritu que habita en nosotros ilumina nuestras mentes para comprender la gracia de Dios en Cristo a través de los medios ordinarios de la Palabra y los sacramentos.

Segundo, los instrumentos usados por el Espíritu que mora en nuestro interior para ayudar y fortalecer a los creyentes son los medios de gracia designados por Dios. Las declaraciones a este efecto están contenidas tanto en los estándares luteranos como en los reformados. La explicación de Lutero en su Catecismo Menor sobre el tercer artículo del Credo Apostólico es un buen ejemplo: “Creo que ni por mi propia razón, ni por mis propias fuerzas soy capaz de creer en Jesucristo, mi Señor, o venir a Él; sino que el Espíritu Santo me ha llamado mediante el Evangelio, me ha iluminado con sus dones.”. En resumen, el Espíritu que habita en nosotros ilumina nuestras mentes para comprender la gracia de Dios en Cristo a través de los medios ordinarios de la Palabra y los sacramentos. Y, como nos indican pasajes tales como Efesios 4:15-16 y Hebreos 10:24-25, el Espíritu Santo también nos ministra a través de una comunión vital y vibrante dentro del cuerpo de Cristo.

 Volviendo al tema de la oración, Pablo, comenzando en Romanos 7:7, analiza la realidad, las implicaciones y lucha contra el pecado remanente, llevándolo a gritar: “¡Miserable de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?” (Rom 7:24). La respuesta que él da, por supuesto, es Cristo. Así que, a través de Romanos 7 y 8, Pablo hace referencia a modo de contraste entre la debilidad de nuestra carne y la ayuda del Espíritu. No siempre nos sentimos o actuamos como hijos de Dios, pero el Espíritu nos da testimonio de que lo somos (Rom 8:15-17).

La razón por la que Pablo no sabe orar como debiera es porque se siente indigno de pedirle a Dios por causa de su pecado remanente. Pero el Espíritu ayuda a los pecadores creyentes a venir confiadamente al trono de la gracia, recordándonos, a través de los medios designados por Dios, que a través de nuestra unión con Cristo somos verdaderamente hijos de Dios y coherederos con Cristo. Por lo tanto, cuando clamamos: “Abba, Padre”, somos escuchados por un Padre amoroso y lleno de gracia. El Espíritu Santo, entonces, nos ayuda en la oración recordándonos quiénes somos y haciéndonos comprender la gracia del Señor a quien le oramos.

Este articulo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Ken Jones
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El reverendo Ken Jones es pastor de la Glendale Missionary Baptist Church en Miami, FL.

Los discípulos tropiezan

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Los discípulos tropiezan

Ken Jones

Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie «Discipulado», publicada por la Tabletalk Magazine.

No hay ambigüedad en lo que dice el apóstol Juan en 1 Juan 1:8: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros». Por lo tanto, cualquier noción bien intencionada pero equivocada de perfeccionismo cristiano debe ser descartada. Parece que todas las exhortaciones de Juan en esta carta descansan en tres verdades fundamentales: no debemos pecar (2:1), pecaremos (1:8, 10), y tenemos perdón y propiciación por nuestros pecados (1:9 ; 2:1-2).

Un verdadero sentido de nuestras faltas en cuanto a pensamientos, palabras y hechos magnifica la gracia de Dios que salva a los pecadores.

Mi enfoque aquí está en el hecho de que los cristianos realmente pecan. Esta verdad es el resultado lógico y bíblico de la doctrina de la justificación por gracia solamente a través de la fe en Cristo solamente, cuya justicia nos es imputada incluso cuando nuestra culpa es imputada a Él. Nuestra justificación o buena posición ante Dios no se debe a que en la actualidad somos intrínsecamente justos o a que tenemos justicia infundida en nosotros. Somos justos ante Dios porque Él nos acredita y nos cubre con lo que los primeros teólogos protestantes llamaron una justicia «ajena» o «extranjera», que por supuesto es la justicia de Cristo. La justicia de Cristo es completa, lo que significa que satisface todas las demandas de la santa ley de Dios.

Además, la justicia de Cristo es de valor eterno, lo que significa que nunca expira. Es esta justicia absoluta,objetiva , e infalible a la cual nuestra fe se aferra en la persona y la obra de Cristo. La fe genuina lleva a los creyentes a la unión con Cristo y, por lo tanto, los cubre objetivamente con Su perfecta obediencia y Su sangre purificadora. Subjetivamente, somos despertados a por lo menos tres realidades: (1) la profundidad de nuestra caída (Rom 7:13-19); (2) un deseo genuino de hacer lo que agrada a Dios (Fil 2:13; es la combinación de la conciencia de nuestra naturaleza caída y este deseo dado por Dios de hacer lo que agrada a Dios lo que crea la tensión de que Pablo habla de en Rom 7:12-25); y (3) conocimiento de la generosidad de la gracia de Dios en Cristo que salva a los pecadores (1 Tim 1:15).

Estar enraizados en estas verdades y estudiarlas a fondo debería permitirnos no solo comprender la veracidad de la afirmación del apóstol en 1 Juan 1:8, sino hacerlo de una manera que no nos haga complacientes con el hecho de que como cristianos, permanecemos pecadores. Por el contrario, un verdadero sentido de nuestras faltas en cuanto a pensamientos, palabras y hechos magnifica la gracia de Dios que salva a los pecadores. Y la gracia de Dios magnificada desencadena la gratitud que se manifiesta en hacer lo que agrada a Dios.

Sí, los discípulos tropiezan, pero Dios usa su tropiezo para mostrarles más y más de la gracia que es más grande que todos sus pecados.

Este artículo fue publicado originalmente en la Tabletalk Magazine.
Ken Jones
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El reverendo Ken Jones es pastor de la Glendale Missionary Baptist Church en Miami, FL.