¿Han cesado los dones Espirituales?

Macleod Donald

¿Han cesado los dones Espirituales?

Hasta aquí no hemos dicho nada acerca de la más controversial de las afirmaciones pentecostales, a saber, que la prueba del bautismo en el Espíritu es la posesión de ciertos dones espirituales, especialmente el don de lenguas. El protestantismo, tradicionalmente ha mantenido la opinión que los dones milagrosos han cesado con la era apostólica. Sin embargo, Edward Irving, (1792–1834) afirmó que los dones eran para todas las edades de la iglesia y bajo su influencia, un grupo de cristianos en Londres formaron la Iglesia Católica Apostólica completa, con apóstoles, profetas, sanidades y el hablar en lenguas. El movimiento de Irving se petrificó. Pero en el siglo XX, del seno del movimiento wesleyano derivado del movimiento de santidad, se levantaron las iglesias pentecostales, manteniendo, según uno de sus voceros representativos, que «en la Biblia el hablar en lenguas es la única evidencia del bautismo en el Espíritu». Desde la segunda guerra mundial, los adherentes de esta opinión se han multiplicado dentro de las principales denominaciones, dando lugar al neo-pentecostalismo. Las iglesias reformadas no han estado exceptuadas y muchas de las iglesias independientes de Inglaterra y Gales se han dividido trágicamente sobre este tema.
Cualquier respuesta bíblica a este movimiento debe insistir en dos puntos fundamentales: primero, que algunos de los dones han cesado; y segundo, que la Iglesia de hoy permanece como una institución completamente carismática. Este capítulo tiene que ver sólo con el primer punto, pero debemos tener en mente que, a largo plazo, la preocupación por la naturaleza carismática positiva de la iglesia es más importante que la negación de las modernas pretensiones carismáticas.

El apostolado

La posición pentecostal requiere la perpetuación de la exacta situación que prevalecía en la iglesia apostólica. En particular requiere que tengamos todos los dones, todas las experiencias y todos los oficios de los que gozaba la iglesia primitiva. Sin embargo, la desesperanza de esta demanda llega a ser evidente cuando reflexionamos en el oficio del apostolado. Que sus dones tenían el claro propósito de ser temporales queda demostrado por el hecho de que, un requisito esencial para su apostolado era que hayan visto al Cristo resucitado. Por eso, Pedro establece en Hechos 1:21–22 que la persona escogida para reemplazar a Judas debe ser «testigo con nosotros de su resurrección». Pablo relacionó claramente su apostolado con este hecho, «y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí» (1 Coro. 15:8, 9). Cuando los gálatas negaron el apostolado de Pablo, el asunto estaba relacionado con este hecho, que Pablo no era un verdadero apóstol porque nunca había visto a Cristo y había recibido su evangelio solo de segunda mano. Pablo protesta vigorosamente que él no ha recibido su evangelio de parte de los hombres, sino por revelación de Jesucristo (Gál. 1:12). Su llamado a ser apóstol estaba íntimamente ligado al hecho de haber visto al Hijo de Dios (Gál. 1:16).
El argumento de la irrepetible naturaleza de los requisitos del apostolado se refuerza con el hecho que los apóstoles nunca designaron sucesores, ni establecieron los requisitos que debían tener dichos sucesores. Ellos estuvieron contentos con dejar a los evangelistas la fundación de nuevas iglesias, y el cuidado de las ya existentes a los pastores y maestros. El más cercano sucesor de un apóstol que tenemos es Timoteo, pero se habla de él como un evangelista cuya autoridad no va más allá de implementar, en las iglesias, las ordenanzas que Pablo estableció.
La naturaleza temporal del apostolado está implícita en su misma naturaleza. Era fundacional, la iglesia se edifica «sobre el fundamento de los apóstoles y profetas» (Ef. 2:20). La misma idea ocurre en Apoc. 21:14, donde se nos dice que los muros de Jerusalén tenían doce fundamentos inscritos con los nombres de los doce apóstoles. Claro que es verdad que la edificación del templo espiritual continúa en nuestra era cristiana (1 Pedro 2:5) cuando cada piedra es escogida y preparada. Pero el echar las bases o fundamentos, tuvo lugar una vez para siempre en la encarnación. Cristo es la piedra angular. Los apóstoles son los fundamentos. Lo de una vez para siempre se ve claramente en el Nuevo Testamento mismo. Así como Cristo se ofreció una vez para siempre, de la misma manera lo es la fe, una vez por todas entregada a los santos (Judas 3). Consecuentemente, la actitud correcta frente a la tradición apostólica no es la de desarrollarla y añadir a ella sino la de «retenerla» (2 Tes. 2:15). Es una herencia sagrada que debe ser conservada (1 Tim. 6:20)
La unicidad del período durante la puesta autoritativa de los fundamentos es inherente al Nuevo Testamento, por ello, Oscar Cullmann está en lo correcto al afirmar que «el escándalo del cristianismo es creer que estos pocos años, que para la historia secular no tienen ni mayor ni menor significación que otros períodos, son el centro y la norma de la totalidad del tiempo».
Profecía
Con igual confianza podemos sostener que el don de profecía ha cesado. En el Nuevo Testamento, la profecía no era meramente un don expositivo que capacitaba a un hombre para desentrañar el significado de una vasta revelación, como lo era en el Antiguo Testamento. Los profetas eran órganos de revelación, hombres a quienes Dios les daba a conocer su voluntad y a quienes Él les autorizó actuar como sus voceros. En la iglesia de Corinto, por ejemplo, los profetas eran hombres que tuvieron revelación y «entendieron todos los misterios». Algunas veces, la revelación era una predicción, otras veces era una directiva, y en otras ocasiones (como en el Apocalipsis de Juan), era un complejo y sostenido descubrimiento de la mente de Dios que abarcaba una amplia variedad de temas doctrinales, exhortativos y escatológicos.
Por lo tanto, tenemos el derecho de esperar de los profetas, «misterios y revelaciones». Cuando aplicamos este criterio a las profecías modernas, queda demostrado, muy dolorosamente, que el don de profecía ha cesado. Las razones no están lejos de ser halladas.
En primer lugar, así como el apostolado, la profecía era fundacional. El fundamento al que se refiere Ef. 2:20, es el de los apóstoles y profetas. Durante el tiempo de echar los fundamentos, así como sus predecesores del Antiguo Testamento, los profetas estaban produciendo material que más tarde sería incorporado en la Biblia. Además, estos profetas estaban resolviendo la urgente necesidad de instrucción y guía para las responsabilidades diarias, hasta que la iglesia tuviese suficiente Escritura. Pero estas responsabilidades no podían prolongarse más allá de la misma época de echar los fundamentos.
En segundo lugar, incluso dentro del mismo Nuevo Testamento, hay evidencia de que el restablecimiento del oficio profético (después de un largo silencio desde Malaquías a Juan el Bautista) fue solamente transicional. Mientras figura en forma prominente en la vida de la iglesia que se nos da en 1 Corintios 12 al 14, se encuentra casi ausente en las últimas epístolas de Pablo, es decir en las pastorales (Timoteo y Tito). Está ausente también en otros libros tardíos del Nuevo Testamento tales como en 1 Juan. Esto sugiere, con fuerza, que el ministerio de los profetas estaba ya suprimiéndose, incluso antes que el canon se cerrara.
En tercer lugar, siendo el ministerio profético revelacional, estaba íntimamente relacionado al desarrollo del canon. Mientras el canon estaba incompleto, la iglesia tenía que poseer otros medios de acceso a la mente de Dios, principalmente mediante la profecía. Ahora que el canon está completo, todo lo necesario para la salvación, o está claramente expresado en la Biblia, o puede deducirse de ella por buena y necesaria consecuencia, tal como nos lo recuerda la Confesión de Fe de Westminster. Afirmar que la profecía es aún necesaria, es afirmar que la Biblia es incompleta e imperfecta y que por lo tanto, necesita suplementarse. Ya sea que esta suplementación se ofrezca por los profetas pentecostales o por los decretos papales, el principio es el mismo: la conciencia de la Iglesia está siendo atada mediante algo adicional a la Biblia.


Hablar en lenguas

El hablar en lenguas tiene un lugar especial en el pentecostalismo, no sólo como el común de los dones sino como la señal inicial del bautismo en el Espíritu, el medio de manifestar profunda devoción, y muy a menudo, como el supremo objetivo del anhelo cristiano. A pesar de todos los argumentos avanzados por los carismáticos, no vemos razón alguna para abandonar el punto de vista tradicional de que el don de las lenguas ha cesado con los apóstoles.
Por ejemplo, parece indiscutible que como cuestión de hecho este don ha desaparecido. Esto no significa que durante los siglos I y XIX no hayan habido pretensiones reclamando que este don aún existe. Pero estas pretensiones fueron esporádicas, localizadas y discutibles. Michael Harper cita a Justino Mártir en apoyo a la perpetuidad de los dones. Cullmann, con la misma confianza cita también a Justino Mártir en contra. Más significativo aún, durante el largo período entre el Nuevo Testamento y Edwrad Irving, el don de lenguas nunca fue reclamado ni siquiera por los líderes más prominentes de la Iglesia. Esto es cierto de Padres de la Iglesia tales como Atanasio y San Agustín, Bernardo y Crisóstomo, es verdad también de los Reformadores como Martín Lutero, Zwinglio, Calvino y Knox, lo es también de prominentes predicadores modernos como Whitfield, Chalmers, Spurgeon y Lloyd-Jones.
El hecho de que este don no haya sido concedido a estos grandes hombres de Dios es, con toda seguridad, la respuesta total a la pretensión de Wesley (y con frecuencia repetida por los pentecostales), que la razón por la cual estos y otros dones declinaron era porque «los cristianos se volvieron paganos y sólo tenían una forma muerta de cristianismo». Es absurdo despreciar como muertos, o como a caracoles inertes del cristianismo a Chalmers o a Spurgeon, o a las iglesias que ellos representaron.
Otro hecho que pesa fuertemente contra el punto de vista pentecostal es que, en la actualidad, es extremadamente difícil estar seguro en qué consiste exactamente el don de lenguas. Sería realmente temerario aquel hombre que emprenda la tarea de probar mediante exégesis del Nuevo Testamento que, lo que se entiende hoy por don de lenguas corresponde al don que prevalecía en el tiempo de los apóstoles.
Por lo menos existen dos niveles de incertidumbre. En primer lugar, está muy lejos de ser claro que el fenómeno descrito en Hechos 2 sea el mismo del de 1 Corintios 14. El uno se describe como «hablar en otras lenguas», y el otro como «hablar en lenguas». En el libro de Hechos, los que hablaron en otras lenguas fueron fácilmente entendidos por la multitud, pero en Corinto sólo podían ser entendidos por aquellos que tenían el don especial de interpretación. En Corinto, los que hablaban lenguas eran una señal del juicio de Dios sobre los no creyentes, de lo cual no hay rastro alguno en el libro de Hechos. En vista de estas dificultades, no podemos asumir livianamente que los dos fenómenos fueron iguales.
En segundo lugar, hay incertidumbre en cuanto a la naturaleza misma de las lenguas, y no solamente hay discrepancias en cuanto a lo que ocurrió con las lenguas en el Nuevo Testamento, sino que también hay desacuerdo en cuanto a lo que ocurre en las reuniones pentecostales de hoy día. Según algunos carismáticos, las lenguas son lenguas extranjeras que pueden reconocerse como tales, y que en principio, pueden traducirse. Según otros, las lenguas son una forma de discurso extático, en el cual el cristiano expresa conceptos y emociones que transcienden el lenguaje, es lo que Donald Gee llama «una expresión casi espontánea, de algo que de otra manera sería indecible». Dichas expresiones no sólo serían imposibles de traducir, sino también imposibles de interpretar. Según otros hablar en lenguas es «una manifestación del Espíritu de Dios empleando los órganos del habla humana». De acuerdo con esta opinión, aunque las expresiones tienen un patrón de lenguaje, las cuerdas vocales son controladas no por el intelecto humano (¿el cual permanece inmóvil?, 1 Cor. 14:14, NEB) sino por el Espíritu Santo.
Por el momento, no es importante definir esta cuestión de identificación. Sólo necesitamos notar que no hay acuerdo entre los eruditos del Nuevo Testamento, o entre los mismos pentecostales, en cuanto a lo que era o es el hablar lenguas. Si el don de lenguas debía ser la señal inicial del bautismo en el Espíritu esta situación es extraña. ¿Cómo puedo yo saber que he hablado en lenguas, cuando no sé lo que era el hablar en lenguas?
Importancia decreciente
Al problema de identificación debemos añadir que, en el mismo Nuevo Testamento, podemos ver una importancia decreciente del hablar en lenguas. En el mismo libro de Hechos que nos lleva hasta el primer encarcelamiento de Pablo en Roma, el don de lenguas es aún prominente. Este don está todavía en evidencia cuando Pablo escribe su primera carta a los Corintios. Pero en las cartas pastorales ya no se menciona este don aún cuando Pablo está preocupado en establecer los requisitos para el oficio (el cual no incluye el don de hablar en lenguas), y en dar instrucciones detalladas en cuanto a la conducción en el Servicio de Adoración y el comportamiento de los cristianos en las reuniones públicas. Además, el don de lenguas no se menciona, incluso en ocasiones de desorden, en las epístolas del Señor a las siete iglesias de Asia (Apocalipsis 2 y 3). Tampoco se menciona el don de lenguas en las epístolas de Juan a pesar de que estas epístolas muestran un considerable interés en el ministerio del Espíritu.
Estos hechos demuestran con fuerza que, el transicionalismo que hemos aplicado al don de la profecía, se aplica igualmente al don de lenguas. Ya en el tiempo que el canon estaba completo, el don de lenguas había, virtualmente, desaparecido.
Este no es un argumento que los pentecostales aceptan fácilmente. Ellos afirman que eso es equivalente a meter tijeras a la Biblia y desechar grandes trozos de ella. Parte de la respuesta a ello es que las porciones cortadas no son tan grandes, porque las referencias al don de lenguas son notablemente pocas. Además, afirmar que el don de lenguas ya no existe en la Iglesia no significa que las referencias bíblicas a dicho don no tengan nada que enseñarnos hoy. Por ejemplo, el comer comida ofrecida a los ídolos ya no es un tema vivo (hasta donde sabemos). Pero los principios que Pablo establece en el transcurso de la discusión acerca de ello, son aún relevantes para la vida y práctica cristianas. Del mismo modo, a pesar que el don de lenguas ha cesado, la enseñanza de Pablo en 1 Corintios 14 tiene aún mucho que decir acerca de la naturaleza de la adoración y del uso de los dones que aún continúan en la Iglesia.
Más importante aún, en la práctica, cada cristiano acepta que algunas partes de la Biblia han sido abolidas. Ya no ofrecemos los sacrificios que se prescriben en Levítico, ya no limpiamos leprosos según el ritual del Antiguo Testamento. Ni siquiera los teonomistas apedrearían a los adúlteros y a los que quebrantan el día de reposo, ni administran la circuncisión ni celebran la pascua.
Pero, ¿no deja aquello al Nuevo Testamento aún intacto, de tal modo que para cada cosa que reclamamos precedente en el Nuevo Testamento siga siendo la norma? Desde el momento que aceptamos que ya no podemos seguir teniendo apóstoles, hemos quebrantado este principio. Hemos reconocido que la Iglesia del Nuevo Testamento tenía algo que nosotros no vamos a tener. En realidad, el rango de principios y prácticas abolidas es mucho más amplio de lo que a simple vista esperaríamos. Hoy en día, los misioneros ya no están regidos por la directiva de Lucas 10:4 «No llevéis bolsa, ni alforja, ni calzado; y a nadie saludéis por el camino». Tampoco están bajo las órdenes de confinar su evangelización a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt. 10:6). Del mismo modo, ya no estamos obligados a los arreglos eclesiásticos de Hechos capítulos 2 al 5, por lo cual los apóstoles se encargaban de todo lo que era enseñanza y toda la administración, y los cristianos practicaban una propiedad común de los bienes. Incluso cuando miramos el atestiguamiento del Bautismo en el Espíritu Santo, sólo encontramos lo que es una vergüenza para el pentecostalismo, porque la señal en Hechos 2:2–3 no era hablar en lenguas solamente, sino «un viento recio y lenguas repartidas como de fuego». Si el don de lenguas es normativo y perpetuo ¿por qué no lo son las otras señales?
La verdad es que simplemente no podemos congelar la revelación en Hechos 2:4 o en 1 Corintios 14:26, como tampoco podemos congelarla en Lucas 10:4 o Levítico 17. La revelación es progresiva y acumulativa, y aunque Dios nunca niega la verdad de lo que Él ha revelado anteriormente, Él decreta que algunas estructuras e instituciones sean abolidas. La segunda epístola de Pablo a Timoteo no sólo tiene el mismo derecho de ser nuestra norma como lo es la primera epístola a los Corintios, pero dondequiera que difieran, la primera epístola a Timoteo, tiene mayor derecho de ser nuestra norma porque se encuentra más lejos en la línea de la revelación acumulativa.
La razón para la gradual desaparición del don de lenguas es exactamente el mismo que la que se aplica al de profecía. El don de lenguas era un don revelatorio. Como los mismos teólogos pentecostales lo admiten, el hablar en lenguas más la interpretación equivale a profecía, «En el Espíritu él habló misterios». Como tal, satisfizo las necesidades de la Iglesia mientras el canon estaba en formación, pero ello daría lugar al ministerio expositivo del maestro cuando la revelación estaba completa.

Un esquema no bíblico

El espacio sólo nos permite una breve mención de otro argumento, todo el esquema en el que el pentecostalismo coloca el don de lenguas es anti-bíblico. La pretensión no sólo es que el hablar en lenguas persiste en la Iglesia, sino que es la indispensable señal inicial de un bautismo especial en el Espíritu después de la conversión, el cual eleva a los que lo experimentan a una «super-vida» o más profunda devoción, poder grandioso y el encuentro de un nuevo gozo. Esta perspectiva es totalmente falsa. Como ya hemos visto anteriormente, algunas de las grandes figuras de la Iglesia post-apostólica nunca hablaron en lenguas y tendrían que ser desechados como cristianos de segunda categoría, si es que la doctrina pentecostal fuera verdadera. Además, hay una considerable ambigüedad en su doctrina. ¿Es el bautismo/hablar en lenguas algo que se logra por nuestra propia santidad? ¿O es aquel la causa de nuestra santidad? Lógicamente, esperamos que sea lo segundo, que el bautismo en el Espíritu es la precondición de la «super-vida». En efecto, el orden es comúnmente revertido por los pentecostales. Los «siete pasos fáciles» de Torrey incluyen la renuncia a todo pecado conocido y hace que la santidad sea la condición del bautismo en el Espíritu. El planteamiento de Wesley, en el sentido que la Iglesia no tiene dones espirituales porque está espiritualmente muerta, pertenece a la misma perspectiva pentecostal. Si la propia Iglesia pudiese revivir entonces el Espíritu retornaría.


Dos puntos más debemos presentar.

Es muy difícil defender que el hablar en lenguas del modo que hoy prevalece, sea una señal especial de espiritualidad cristiana cuando, según muchos observadores, el mismo fenómeno puede encontrarse entre las religiones no cristianas tales como la religión musulmana. El mismo problema está inherente en la incidencia del hablar en lenguas entre los católico-romanos. No vamos a tomarnos la molestia de negar que muchos católico romanos son devotos, aunque son cristianos mal guiados, pero es difícil creer que cualquiera que goce de una gran medida de la plenitud del Espíritu pueda tener tan poco entendimiento de la Biblia, y tan poco entendimiento de la experiencia de la salvación, como para adorar imágenes, rendir homenaje a la virgen, y distanciarse a sí mismo (mediante un anatema) de la doctrina de Lutero acerca de la justificación.
Finalmente, no hay en el Nuevo Testamento la más mínima sugerencia de que el hablar en lenguas sea una señal de espiritualidad especial. La iglesia en Corinto no se quedaba atrás en ningún don (1 Cor. 1:7). Sin embargo estaba rodeada por una multitud de problemas que iban desde la desunión hasta la herejía y la inmoralidad. Ciertamente no era una iglesia con «super-vida». Además, en 1 Corintios 13, Pablo deja claramente establecido que es posible hablar en lenguas humanas y angelicales y sin embargo no tener amor. El mismo Cristo habló en el mismo sentido en Mateo 7:22. Los hombres pueden estar en la capacidad de reclamar que han profetizado, que han echado fuera demonios y han realizado milagros (todos en el nombre de Cristo), y sin embargo, ser totalmente extraños a la comunión con el Salvador. Y cuando Pablo pregunta «¿Todos hablan lenguas?», claramente espera la respuesta «¡No!» Pablo no da la menor idea que ello es una omisión grande que ellos debieran remediar instantáneamente.

Macleod, D. (2005). El bautismo con El Espíritu Santo: Una perspectiva bíblica y Reformada (A. R. Alvarado, Trad.; 1a ed., pp. 50-62). CLIR; Sola Scriptura.

La realidad del ministerio del Espíritu Santo | Macleod Donald

Macleod Donald

La realidad del ministerio del Espíritu
Parece natural (puede ser hasta gratificante) que las opiniones expresadas en los capítulos precedentes debieran provocar preguntas de parte de los lectores preocupados.

¿Una relación viva con Dios?
La pregunta más grande que surge es si el Espíritu Santo está o no realmente presente en las vidas personales de los creyentes. ¿Tiene el creyente una relación viva con Dios? ¿Trata directamente con nosotros el Espíritu Santo?

Las respuestas a estas interrogantes deben ser enfáticas: «Sí, el ministerio del Espíritu Santo es la realidad más importante en nuestras vidas, y el Nuevo Testamento lo proclama con una sorprendente amplitud de vocabulario».

El Espíritu Santo mora en el creyente. Este hecho escasamente necesita ser argumentado. Lo más importante es notar que esta morada no es ocasional sino intermitente. Es permanente y continua. Él permanece en nosotros. El cristiano es irreversiblemente un ser humano espiritual, aún cuando no se comporte como tal. No deviene en espiritual cuando tiene ciertos sentimientos o certezas de victorias y revelaciones. El cristiano es espiritual todo el tiempo.

Frente a los hechos, la imagen del creyente cuya vida, en ciertos momentos, es interrumpida por el Espíritu Santo, es una vida muy elevada, por lo tanto, la perspectiva defendida en los primeros capítulos de este libro parece muy fría y racionalista por contraste.

Pero lo que estamos reclamando es una perspectiva de la vida cristiana que sea consistentemente sobrenatural. Como miembro del cuerpo de Cristo, la vida y el poder del Salvador corren por las venas de los creyentes. Como una rama de la vid, el creyente nunca es independiente del tronco principal. Está enraizado en Cristo y está fundado en Cristo y es nutrido por Él. Todo esto es cierto todo el tiempo, cuando enfrentamos la tentación, la responsabilidad y el dolor. No son menos ciertos cuando buscamos saber la voluntad de Dios, o cuando estamos tratando de hilvanar todos los detalles de nuestra situación, y cuando estamos enseñando la Palabra de Dios.

El Espíritu nos convence de pecado. Esto es, obviamente, de gran importancia en las primeras etapas de nuestra recuperación espiritual. Pero no termina allí. Cuando Dios quebrantó el corazón de David él ya no era un creyente nuevo (Salmo 51:8). David era un creyente maduro. Lo mismo fue cierto de Pedro cuando negó a su Señor, él salió afuera y lloró amargamente. El caso particular de David nos demuestra cuán ciego puede ser un cristiano frente a sus propios pecados, hasta que el Espíritu viene y nos conduce a nuestra verdadera realidad. Para muchos, la más profunda convicción de pecado no ocurre al comienzo de su vida espiritual, sino muchos años después, cuando el Espíritu los levanta de su caída, un camino que siempre pasa por las profundidades.

Que el Espíritu nos guía, es algo claramente establecido en Rom. 8:14, donde dice que «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios». Este pasaje no se refiere a lo que comúnmente llamamos guía, ni al hecho de que Dios nos protege de las duras realidades de la vida. «La finalidad de la dirección espiritual de la que Pablo habla aquí no es para capacitarnos para escapar de las dificultades, peligros, pruebas o sufrimientos de esta vida, sino específicamente para capacitarnos a fin de vencer al pecado» nos dice B.B. Warfield. Pablo relaciona la dirección del Espíritu directamente con «la mortificación de las obras del cuerpo». La acción del Espíritu subyace detrás de nuestro odio contra el pecado, de nuestra hambre y sed de justicia, y de nuestra lucha contra los efectos de nuestras propias personalidades.

El Espíritu nos ayuda. Esto se refiere específicamente a «nuestras enfermedades». Somos por nosotros mismos incapaces e incompetentes, pero el Espíritu nos ayuda. Lo crucial aquí es que la obra del Espíritu no es vicaria. De la misma manera que no asegura inmunidad frente a la presión, tampoco lleva nuestras cargas en nuestro lugar. El lleva la carga con nosotros, no por nosotros. ¿Con qué finalidad? Con la finalidad de que los que empiezan clamando «¡no podemos llevarla!» terminen siendo «más que vencedores». No sólo sobreviven, sino que triunfan en la misma situación donde, alguna vez, creían imposible vivir una vida cristiana efectiva.

El Espíritu testifica que somos hijos de Dios. Todos concuerdan que, en alguna manera, este testimonio implica «las marcas de la gracia». Pero algunos argumentan que, además, existe un testimonio inmediato del Espíritu Santo. Esto constituye una equivocación. Una vez que hemos aceptado que el testimonio es mediante la Biblia y que, de alguna manera, se relaciona con las marcas de la gracia, dicho testimonio nunca puede ser inmediato. El testimonio del Espíritu no es un paso adicional, independiente de los otros dos. Es testigo, usando la evidencia, y la evidencia que el Espíritu usa es la obra de Dios en nuestras vidas.

Hay una similitud interesante entre la actividad del Espíritu de ser testigo de nuestra filiación y su actividad de dar testimonio que la Biblia es la palabra de Dios. Según la Confesión de Fe de Westminster, la Biblia «abundantemente evidencia por sí misma ser la Palabra de Dios» (ver, Capítulo I., sec. V). Tiene todas las características que uno puede esperar de un libro inspirado por Dios: altura, unidad, majestad, integridad y «muchas otras incomparables excelencias». Sin embargo, a pesar de esta evidencia (no sólo adecuada y abundante), muchos hombres siguen sin convencerse, otros nunca llegan más allá de tener un mero alto concepto por la Biblia, y hasta creyentes experimentan flujos y reflujos en cuanto a la seguridad de la salvación. La sola evidencia no es suficiente. El Espíritu Santo tiene que dar coherencia a dicha evidencia y lo hace influenciando nuestras mentes y corazones, haciéndolos sensibles y dispuestos a responder ante la evidencia.
Sucede lo mismo con la seguridad de nuestra filiación. La Biblia no contiene una declaración específica en cuanto a que cualquiera de nosotros sea un hijo de Dios. Solamente dice «a todos cuantos recibieron a Cristo, a ellos les dio autoridad para llegar a ser hijos de Dios». La pregunta en la que necesitamos certeza del Espíritu Santo es esta ¿pertenecemos a este grupo? Jonathan Edwards decía «Las promesas y los juramentos de Dios son seguros, pero no pueden dar segura esperanza y consuelo a ninguna persona en particular, más allá de lo que podemos saber, que dichas promesas son hechas para esa persona».

¿Soy yo uno de aquellos a quienes se le han hecho estas promesas? Si lo somos, entonces nuestras vidas contendrán evidencia de ello. La enseñanza de George Gillespie es interesante aquí (en su libro «preguntas misceláneas», capítulo XXI). En determinado momento él escribe así: «Dios no hace ninguna prueba mediante calificación y confianza en un testimonio interior bajo la noción del testimonio del Espíritu Santo; cuando no hay la menor evidencia de alguna verdadera marca de la gracia, esta manera es engañosa y entrampadora para la conciencia». Pero en otro momento él lo manifiesta de este modo: «Todas tus marcas te dejarán en las tinieblas si el Espíritu de gracia no abre tus ojos para que tú puedas conocer las cosas que te son dadas por Dios gratuitamente». Y luego concluye, «En el asunto de la seguridad y plena persuasión (de la salvación), las evidencias de la gracia, y el testimonio del Espíritu, son dos causas o ayudas concurrentes; ambas son necesarias. Sin las evidencias de la gracia, cualquier ‘seguridad’ no es una seguridad certera ni bien fundada. Sin el testimonio del Espíritu no es una seguridad pletórica o plena».

Hay «excelencias incomparables» mediante las cuales evidenciamos, abundantemente, ser hijos de Dios, tales como «Creemos, tenemos hambre y sed de la justicia, amamos a nuestros hermanos, nos acercamos en oración a Dios con franqueza». Pero así como las evidencias de la autoría de Dios en la Biblia no siempre persuaden ni convencen, igual lo es en el asunto de la seguridad de la salvación del creyente. La evidencia siempre está allí. Sin embargo, el verdadero creyente «puede esperar mucho y luchar con muchas dificultades antes de participar de ella». (Confesión de Fe de Westminster, Cap. XVIII., sec., III). Además, «la seguridad de la salvación de los verdaderos creyentes puede ser sacudida de diferentes maneras, disminuida e interrumpida». (Confesión de fe de Westminster, Cap. XVIII., sec., IV)

La dificultad es que necesitamos más evidencia. Para citar otra vez a George Gillespie, «Las marcas de la gracia son inútiles, indiscernibles, e insatisfactorias para el alma que ha desertado y que está nublada». Necesitamos el testimonio del Espíritu Santo por medio de y con las marcas de la gracia. Esto no significa que Él nos guía a través de un extenso y laberintoso argumento, que revisa todos los eslabones de la cadena de evidencias que nos guían a la seguridad. La seguridad puede obtenerse en un instante, tal como una mente entrenada puede resumir en un instante una situación militar, médica o política. Las cosas importantes son: Primero, que el Espíritu nunca da testimonio sin la evidencia y, segundo, la evidencia por sí sola nunca es suficiente para darnos «plena seguridad e infalible persuasión».

El Espíritu está también relacionado con el testimonio en otro sentido (y más importante), el sentido de nuestro testimonio de Cristo. En realidad, para esto fue dado: «Recibiréis poder y me seréis testigos» (Hechos 1:8). El derramamiento del Espíritu convierte a todo el pueblo del Señor en profetas (Hechos 2:17). Solamente Él puede darnos el mensaje, las palabras, el estímulo y la sabiduría para dar testimonio efectivo. Esto lo vemos claramente en el sermón de Pedro en el Pentecostés, notable por su nuevo y profundo entendimiento, su tremendo manejo del lenguaje, su valentía y su tacto. En el poder del Espíritu, este completo novicio, habló en público dando un mensaje que llegó directamente a las conciencias de sus oyentes sin antagonizarlos. Este es el poder que necesitamos si es que vamos a restablecer la causa cristiana en la Gran Bretaña de hoy.

El Espíritu ayuda en tiempos de crisis. Nuestro Señor hace esta promesa en forma explícita, y la relaciona, en primera instancia, a situaciones donde la fe de los cristianos está siendo probada, «No os preocupéis acerca de lo que diréis. El Espíritu Santo le enseñará en ese mismo momento lo que debéis decir». (Lucas 12:12). Esto se cumplió cuando Pedro y Juan fueron arrestados y llevados delante del Sanedrín. Cuando fueron desafiados en cuanto a la autoridad de su predicación y sanidad, Pedro fue lleno del Espíritu Santo (Hechos 4:8). Pablo tuvo una experiencia similar en Pafos. Cuando Elimas el mago intentó prejuiciar al Procónsul en contra del cristianismo, Pablo fue lleno del Espíritu y anuló eficazmente el poder del hechicero.

Hay muchas situaciones de la vida que no podemos planificar y que nunca podemos esperar manejarlas en base a nuestras propias fuerzas de la habilidad y la experiencia. No tiene sentido preocuparse por ellas. En vez de ello, debemos capacitarnos para confiar implícitamente en las promesas de Dios que Él nos dará lo que necesitemos para manejar dichas emergencias.

Finalmente, el Espíritu es la fuente de los dones que necesitamos para el servicio cristiano. Ya hemos discutido este aspecto de la enseñanza del Nuevo Testamento. El punto que necesita ser enfatizado una y otra vez es nuestra dependencia en todo lo que buscamos hacer por Cristo. Nunca podemos tener las cosas bajo control. Ninguna tecnología religiosa o eclesiástica puede garantizar el éxito. Ni siquiera podemos confiar en la posesión general de dones. Tiene que haber una obra específica de Dios en el mismo punto en el cual trabajamos. Además, a diferencia de la gracia (charis) los dones espirituales (charísmata), no son necesariamente permanentes. El Espíritu del Señor se apartó de Saúl y lo dejó destituido del don político que una vez tenía tan abundantemente. Lo mismo le sucedió a Sansón, aunque su don le fue restaurado, fue un supremo trágico esfuerzo al final. Un pastor no debe presumir de que sus dones le son permanentes. Si contristamos al Espíritu Santo, o si fallamos en «avivar el fuego del don» (2 Tim. 1:6) nuestros poderes serán revocados y nos veremos sin nada más que con el cascarón vacío del oficio.

El rol del Espíritu en la orientación (Guía)
Pero ¿qué rol tiene el Espíritu en la orientación, asumiendo que ya no hay lugar para la revelación especial?

En primer lugar, sin el Espíritu no podemos entender lo que enseña la Biblia. En todas las decisiones que tomamos debemos obedecer las reglas generales de la Palabra (Confesión de Fe de Westminster, Cap. I., sec., VI). Pero la Confesión también nos dice que la iluminación interna del Espíritu es esencial para el entendimiento mismo de la Palabra. Sin este entendimiento espiritual, torceremos la Biblia según nuestros propios prejuicios y terminaremos destruyéndonos a nosotros mismos.

En segundo lugar, necesitamos la ayuda el Espíritu para evaluar las situaciones correctamente, especialmente en tiempos de crisis. Aquí es donde entra el don de la sabiduría. Sin este don llegaremos a conclusiones «según la carne», viendo las cosas no desde el punto de vista de Dios sino del hombre. No es un asunto fácil trascender el interés personal, las normas mundanas y los fuertes grupos de presión, y que arribemos a una evaluación que haga justicia a los criterios espirituales, a las perspectivas del Reino de Dios, y la predominante importancia de la gloria del Salvador.

En tercer lugar, necesitamos el Espíritu para que nos haga estar dispuestos a hacer la voluntad de Dios. Es simplista asumir que el problema involucrado en la orientación es algo puramente intelectual de determinar lo que tenemos que hacer. A veces, la lucha real comienza solamente cuando hemos llegado a conocer la voluntad de Dios, porque eso traerá conflicto con nuestros acariciados prejuicios y ambiciones. Dios no dejó a Jonás con ninguna duda si debía ir a Nínive o no.

Pero de todos modos huyó. Por eso, la oración pidiendo orientación no solamente debe implicar oración por tener luz, sino también oración para estar dispuestos a seguir dicha luz.
Pero todo esto está muy lejos de que el Espíritu nos da revelación directa y especial, y muchos cristianos lo encuentran desconcertante. Hasta donde a ellos les concierne, el negar la guía personal e inmediata es negar la realidad de la religión experimental misma.

Implicaciones históricas
Tratemos de sacar nuestras implicaciones históricas. Esta idea mística de la orientación puede, virtualmente, ser universal entre los cristianos de hoy. Pero no siempre lo fue así. La Confesión de Fe de Westminster, por ejemplo, declara categóricamente que «aquellas maneras anteriores de Dios para revelar su voluntad a su pueblo han cesado ahora». (Confesión de Fe de Westminster Cap., I., sec. I). Más adelante afirma la perfección de la Biblia, «Todo el consejo de Dios concerniente a todas las cosas necesarias para la salvación del hombre, la fe y la vida está expresamente establecida en la Biblia, o pueden deducirse de ella por buena y necesaria consecuencia». (Cap. I., sec. VI). Luego sobre la base de esta perfección añade que nada debe añadirse a la Biblia «ya sea por nuevas revelaciones del Espíritu o las tradiciones de los hombres». Ya sea que la Confesión esté en lo correcto o no, estas palabras muestran claramente que la teología clásica del siglo XVII consideraba cualquier pretensión de revelación adicional como inconsistente con la suficiencia y finalidad de la Biblia.

En los últimos 150 años la posición de la Confesión ha sido descartada. Swedenborg y José Smith, los fundadores de las grandes sectas modernas han pretendido haber tenido revelaciones especiales. Los «profetas» pentecostales declaran que las reciben constantemente. Hasta el libro «Los días de los padres en Ross-shire» del Dr. John Kennedy, describe (y recomienda) un experimentalismo místico que es difícil de compatibilizar con la enseñanza de la Confesión.

Pero también ha habido otras voces. Por ejemplo, el profesor John Murray escribe, «la Palabra de Dios es la norma perfecta y suficiente de práctica. El corolario de esto es que no debemos buscar, depender o demandar nuevas revelaciones del Espíritu». Murray también habla «del error de pensar que aún cuando el Espíritu no nos provee de revelación especial en forma de palabras, visiones o sueños, sin embargo, El nos provee de algún sentimiento, impresión o convicción directa que debemos considerarlas como que el Espíritu nos informa acerca de su mente y voluntad en una situación particular».

El profesor Paul Wooley compartía el punto de vista del profesor Murray. El dice que hay una consecuencia muy importante con respecto a la suficiencia de la Biblia, «Dios, en la actualidad, no guía a su pueblo sin usar la Biblia. No hay ‘corazonadas’ divinamente dadas. Dios no da a su pueblo impresiones mentales directas para hacer esto o aquello. La gente no escucha la voz de Dios que les habla dentro de ellos. No hay comunicación no escrita inmediata y directa entre Dios y los seres humanos individuales. Si en realidad la Biblia no es suficiente, ni siquiera es necesaria. Por otro lado, si tales comunicaciones realmente tuvieran lugar, cada cristiano sería potencialmente un autor de la Biblia».

Es importante notar lo que los evangélicos piensan en cuanto a las revelaciones. Cuando la Confesión dice que «aquellas maneras anteriores en que Dios se reveló a sí mismo han cesado ahora» se está refiriendo a las teofanías, sueños, visiones, declaraciones proféticas y a la tradición apostólica. Cuando, hoy en día, los evangélicos reclaman tener revelación directa ellos no están pensando en alguna de las mencionadas. Están hablando de un estado de la conciencia, de sentimientos complejos que, según dicen, indican la voluntad de Dios. La misma impresión mental es la revelación de lo que Dios quiere que hagan. Una propuesta de sermón, una propuesta de movilización, una propuesta de renuncia se siente bien. No hay nada malo en tener tales sentimientos, ni tampoco con el actuar con base en ellos. Como lo señala el profesor Murray, no debemos caer en la trampa de que «un fuerte y arrollador sentimiento o impresión o convicción es necesariamente irracional o místico». Puesto que nuestra mente es limitada, puede ser que la manera en que todas las consideraciones relevantes se centran en nuestro consciente. Pero de todas maneras, sigue siendo sólo un sentimiento o una impresión. Incluso cuando ello es absolutamente correcto, no por eso es una revelación. Un hombre que diga que uno más uno es igual a dos, podrá tener una arrolladora impresión de que está diciendo exactamente la verdad. Pero, entonces, lo mismo sentirán algunos que digan que la tierra es plana. La veracidad de sus respectivas convicciones no pueden decidirse mediante lo que ellos sientan respecto a ellas.

La orientación (Guía) en la Iglesia primitiva
Parece que detrás de la idea de que los creyentes siguen siendo guiados mediante revelación directa, subyace la suposición que fuese lo que fuere, lo que la gente gozó durante la era apostólica eso debemos gozar hoy también. Pero si miramos muy de cerca, descubrimos que en aquellos primeros tiempos, las cosas no fueron exactamente como lo suponemos.

Por ejemplo, la verdadera razón por la cual, la iglesia primitiva tuvo apóstoles y profetas era precisamente porque todos los creyentes no tenían revelación especial. Hombres como Agabo, necesitaban de ambas porque el canon aún no había sido completado y porque el ministerio de Espíritu, íntimo y decisivo como era, dejaba grandes áreas de incertidumbre.

Es interesante también que, en momentos críticos en el desarrollo de la iglesia no se dio orientación divina especial. En Hechos 1:21–26, por ejemplo, cuando los discípulos decidieron elegir al sucesor de Judas, no hubo ninguna revelación. Tenían que recurrir a echar suertes, y está muy lejos de ser claro que mediante la suerte la voluntad de Dios fuera expresada (excepto en el sentido general de que la caída del dado siempre estará dentro del decreto divino). En realidad no se escucha más acerca de Matías.

Lo mismo encontramos en relación a la elección de los siete en Hechos 6:1–6. La decisión marcó un gran paso hacia adelante en la organización de la iglesia. Pero fue movido por una simple emergencia que resultó del reclamo de los helenistas que sus viudas estaban siendo olvidadas. En todos los instantes, los líderes de la iglesia son guiados por nada más que «la luz de la naturaleza y la prudencia cristiana». Argumentaron simplemente que no es correcto perder su tiempo en la administración, que dichas tareas deben ser realizadas por otros y que quienes deben ser elegidos sean hombres llenos del Espíritu Santo y de sabiduría. La decisión final es tomada sobre la base de que la propuesta «agradó a toda la multitud».

Cuando Pablo prepara la elección de presbíteros en Galacia (Hechos 14:23) estos son nombrados por elección popular. Y cuando Tito los seleccionaba en Creta, a él se le encomienda fijarse en ciertas cualidades y basar su decisión sobre esto (Tito 1:5–9).

Es ciertamente significativo que la toma de decisiones, en una comunidad tan obviamente carismática como la iglesia primitiva, haya sido tan frecuentemente un asunto de mero sentido común. Es mucho más fascinante aún el notar que incluso cuando se dio orientación divina, los detalles quedaron para ser trabajados según lo juzgaran las personas involucradas. El envío de Pablo y Bernabé es un asunto de revelación directa, la cual no es muy sorprendente si consideramos que ello marca el efectivo inicio de la misión a los gentiles. Pero una vez que los misioneros son ordenados, toda la evidencia sugiere que ellos tenían que arreglar los detalles por sí mismos, qué lugares visitar, con quiénes ir, cómo viajar, cuánto tiempo estar. Al tomar estas decisiones ellos son, por su puesto, hombres llenos del Espíritu, pero hay muy poca evidencia de revelación directa y de ninguna manera existe la inclinación de considerar sus propios sentimientos como sinónimos de la voluntad de Dios. Todos los problemas ordinarios de los misioneros están presentes, incluso el amargo sabor del abandono sufrido por Juan Marcos en Panfilia.

La misma situación se repite en Hechos 16. Fueron prohibidos por el Espíritu Santo de predicar en Asia. Luego, ellos muy humanamente intentaron dirigirse a Bitinia, pero nuevamente fueron impedidos. Entonces tomaron su propia decisión de dirigirse a Troas. En Troas, Pablo recibe la visión (no una impresión mental) de un varón macedonio, «¡ven y ayúdanos!» ¡Tremendo drama! Pero de allí en adelante la historia es una historia humana de viajar a Samotracia, luego a Neápolis y finalmente a Filipos. Una vez llegados a Filipos, decidieron (sin ninguna revelación) descender a la ribera del río en el día sábado. Como resultado de aquella decisión se convirtió Lidia. Pero, claro está, sin ninguna guía directa, Pablo reprende a la niña poseída por un demonio, luego siguió un aparente desastre. Son tomados presos y eventualmente expulsados.

La visita de Pablo a Atenas establece los mismos principios. No es una revelación la que lo trae a Pablo aquí, sino el mero hecho de que hasta allí es donde los llevaron escoltados los hermanos de Berea (Hechos 17:15). En Atenas Pablo predica su gran sermón delante del Areópago, sin embargo, no porque se le dio un mensaje sino porque su alma es provocada por la idolatría y la superstición que ve a su alrededor. El sermón en sí es un modelo de la juiciosa aplicación de la verdad bíblica a una audiencia particular y hasta peculiar.

Historias notables
El argumento que hemos planteado en este capítulo casi siempre es contrarrestado con anécdotas. Todos saben notables historias de hombres y mujeres que han tenido un arrollador sentimiento, que debían seguir una acción en cierta dirección. Obedecieron aquel sentimiento y el resultado los reivindicó en forma gloriosa.

Es peligroso permitir que la teología sea guiada por las historias extra-bíblicas. Pero permitiendo la relevancia de tales incidentes por un momento, es muy seguro que podemos encontrarles muchos paralelos en fuentes no cristianas. Cada directivo tiene corazonadas. También Winston Churchill tenía un arrollador sentimiento que estaba en la dirección correcta cuando, en 1939 escribía, «me sentía como si estuviese caminando con el destino, y que toda mi vida pasada había sido una preparación para esta hora y para esta prueba». Además, por cada corazonada que resulta ser correcta hay muchas que no lo son. «Que la gente tiene corazonadas es obvio» escribe Paul Wooley, «que muchas de esas corazonadas resultan muy bien y otras muy mal, es también obvio». Pero solamente la que resultó exitosa es la que se cuenta.

Luego tenemos el consejo de M’Cheyne, «tu texto, tus pensamientos, tus palabras – tómalos de Dios». Esto puede no ser tan ofensivo como parece. ¿Cuándo la palabra del predicador es de Dios? Hasta donde a nosotros concierne, la palabra del predicador es de Dios cuando se basa, por sus cuatro lados, en la Biblia. Cómo nos sentimos en relación a ella es algo inmaterial. Ciertamente necesitamos sabiduría para saber qué parte de la Biblia debemos exponer en una situación dada. En efecto, el poseer tal sabiduría es un aspecto indispensable de quien es llamado a predicar. Pero incluso si nuestro juicio titubea, la Palabra de Dios sigue siendo Palabra de Dios, que desea exposición reverente y una atención responsiva. La autoridad radica en la Biblia misma y no en nuestras impresiones mentales.

Pero ¿es qué no hemos experimentado situaciones cuando estábamos seguros de que Dios nos había dado la Palabra? No, porque antes que comenzáramos a predicar habíamos llegado a sostener las mismas opiniones sobre este tema que las que sostenemos hoy en día. Pero lo que sabíamos era una adecuada medida de confianza que habíamos preparado algo que podríamos predicar con libertad. Podemos dormir bien la noche anterior. Pero las muchas veces que no hemos podido (en efecto, con bastante frecuencia) el sermón no salió bien y fue una agonía el predicarlo. En otras ocasiones, hemos tenido la experiencia contraria, un sermón en el que no teníamos confianza y una noche sin dormir. Pero cuando llegó el día, salió bien, al menos en la medida en que la predicación misma fue una experiencia gozosa y hasta tonificante.

Los sentimientos que tenemos antes de predicar y los que tenemos durante el sermón no son importantes, excepto para nosotros mismos. Lo que importa es la verdad que predicamos y por lo que debemos orar no es por seguridad antes de predicar o por libertad cuando estamos predicando sino por sabiduría y valentía para declarar todo el consejo de Dios.

El lugar de la mente
No olvidemos que la iglesia aún goza de la revelación. La Biblia es la Palabra viva de Dios que continúa dándonos guía clara y abundante. Pero cuando tenemos que decidir cómo llegar a Edimburgo, o a Bombay, estamos en la misma situación de Pablo cuando estaba tratando ir desde Troas a Samotracia. Tenemos que pensar. De hecho, es bastante sorprendente cuánto énfasis pone la Biblia en el rol de la mente en la vida cristiana. Tenemos que transformarnos mediante la renovación de nuestras mentes (Rom. 12:2). Tenemos que ceñirnos los lomos de nuestra mente (1 Pedro 1:13). Servimos a la ley de Dios con nuestras mentes (Rom. 7:25). Obviamente, no se nos llama a servir a Dios abandonando nuestro intelecto sino consagrándolo y aplicándolo. Volviendo al modelo con el que iniciamos, tenemos que pensar lo que Cristo pensó.

El intelecto no es, como lo hemos enfatizado repetidamente, ordinario en sí mismo, pues está habitado por el Espíritu Santo, y no piensa o juzga, de la misma manera que el intelecto del hombre natural. Pero lo nuevo del intelecto regenerado no es el único elemento carismático en la toma de decisiones por parte del cristiano. Tenemos que vérnoslas con el don de la sabiduría, «si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios» (Stgo. 1:5). Esto es más que sentido común y mucho más que la visión diaria del hombre nacido de nuevo. Es un charisma especial, que capacita a hombres como Salomón y Esteban para dirigir la iglesia y para resolver los problemas que se suscitan en la consejería y la administración. No implica que Dios nos revela las conclusiones, pero probablemente implica un conocimiento instintivo de lo que es correcto hacer. El don está disponible a todos nosotros y al mirar los inimaginables problemas que enfrentan la iglesia y la sociedad, debemos estar más y más conscientes de que nada menos que una sagacidad sobrenatural, podrá resolver nuestras necesidades.

Mucha gente dirá que la línea que hemos tomado en este tema no es estimulante porque pone en duda la experiencia de muchos creyentes. Frente a esto podemos decir una sola cosa, que piensen cuán desanimador es para cada creyente ordinario cuando escucha a otros hablar de estas maravillosas experiencias que ellos nunca han tenido. Nuestras propias reflexiones se originaron muchos años atrás, precisamente de tales desánimos. Por lo tanto, fue una poderosa ayuda saber que no estábamos solos en esta carencia. Si lo que hemos dicho ayuda en algo a alguien a aceptarse a sí mismo delante de Dios, a pesar de no escuchar voces, ver visiones o tener arrolladoras certezas, entonces estaremos felices.

Macleod, D. (2005). El bautismo con El Espíritu Santo: Una perspectiva bíblica y Reformada (A. R. Alvarado, Trad.; 1a ed., pp. 100-117). CLIR; Sola Scriptura.