Antes de que abandones a tu esposa

Coalición por el Evangelio

Antes de que abandones a tu esposa

5 exhortaciones para hombres que luchan en su matrimonio

MARSHALL SEGAL

Solía ​​preguntarme por qué tantos matrimonios terminaban en divorcio; por qué tantos de mis amigos de la escuela primaria, secundaria y de la universidad eran hijos de padres divorciados. En los años posteriores a la universidad, me preguntaba por qué tantos de mis compañeros ya se habían divorciado.

Después, me casé. Como cualquier otra persona casada, de repente sentí lo dolorosamente difícil que puede ser la comunicación entre un hombre y una mujer. Gemía por lo agotador que a veces se volvía el proceso de toma de decisiones. Veía cómo el matrimonio sacaba más pecado de mí que cualquier otra relación. Fui confrontado con lo orgulloso, defensivo y sensible que puedo ser cuando pecan contra mí. Tropecé con todas las típicas (y explosivas) minas maritales: el presupuesto, los horarios, la limpieza, los conflictos, los suegros. Comencé a notar lo mucho que nuestros antecedentes familiares estaban moldeando (y a menudo ejerciendo presión) a nuestra nueva familia.

El noviazgo había acentuado gratamente nuestras similitudes; el matrimonio acentuaba profundamente nuestras diferencias. Lo que se había sentido tan compatible, tan seguro, tan bueno, tan fácil en el altar, de repente se sentía a veces imposible. En otras palabras, descubrimos por qué muchas personas se divorcian.

Aunque el número de divorcios ha aumentado en los últimos años (al menos en Estados Unidos), la tentación de rendirnos y abandonar nuestros votos es casi tan antigua como el matrimonio mismo. Desde que el primer esposo y la primera esposa probaron el terrible fruto del pecado, Satanás ha sembrado la idea de que el divorcio podría ser realmente mejor que el matrimonio; que, independientemente de lo que Dios haya dicho sobre el matrimonio, Él seguramente entenderá por qué nuestro caso es diferente.

Dios confronta las tentaciones del divorcio directamente con una palabra dura, pero llena de esperanza a través del profeta Malaquías: un lugar en el que tal vez no se nos ocurriría buscar consejo y claridad matrimonial. No pretendo dirigirme aquí a esposos que han sufrido adulterio o abandono. Los hombres de la época de Malaquías, y los hombres que tengo en mente, eran esposos cuyo amor se había enfriado. Se fueron porque pensaron que otra mujer, otro matrimonio, otra vida, podría finalmente satisfacerlos.

Cinco llamados de atención de parte de Dios

El profeta Malaquías nos da una visión sorprendentemente clara y profunda (y a menudo pasada por alto) del matrimonio.

La pecaminosidad en el matrimonio comienza con la pecaminosidad en nuestra relación con Dios 

En los días de Malaquías, los esposos en Israel se estaban divorciando de sus esposas porque sus corazones se habían enfriado (Mal 2:16) y porque muchos de ellos querían casarse con mujeres extranjeras (Mal 2:11). ¿Por qué mujeres extranjeras? “Después del regreso del exilio en Babilonia, Judá era una región pequeña y desfavorecida del Imperio ersa, rodeada de vecinos mucho más poderosos. En tal situación, las conexiones matrimoniales eran un medio útil para obtener ventajas políticas y económicas” (Zephaniah, Haggai, Malachi, pág. 133). Básicamente, muchos de los hombres habían abandonado a sus esposas en busca de una mejor vida. Decidieron buscar provisión para sí mismos, aun si eso significaba sacrificar a su esposa e hijos.

Era un tiempo desolador cuando el pueblo regresaba del exilio. La carta comienza: “‘Yo los he amado’, dice el Señor. Pero ustedes dicen: ‘¿En qué nos has amado?’” (Mal 1:2). El pueblo se sentía abandonado por Dios. El sufrimiento los llevaba a la desesperación, algunos de ellos tan desesperados como para abandonar sus pactos y desertar a sus familias. Detrás de la infidelidad conyugal había un miedo y una lucha más profunda, no con un cónyuge, sino con Dios. La pecaminosidad en el matrimonio comienza con la pecaminosidad en nuestra relación con Dios.

Entonces, sabiendo algo de lo que estos hombres estaban enfrentando y cuán terriblemente respondieron, ¿cómo los confronta Dios y los llama al arrepentimiento y a la fidelidad en el matrimonio? Él los reprende recordándoles qué es el matrimonio y por qué vale la pena protegerlo y mantenerlo con todas nuestras fuerzas. Al hacerlo, nos da cinco grandes exhortaciones para los esposos cristianos que se sienten tentados a tirar la toalla.

1. Hiciste una promesa

“El Señor ha sido testigo entre tú y la mujer de tu juventud, contra la cual has obrado deslealmente, aunque ella es tu compañera y la mujer de tu pacto” (Malaquías 2:14).

Aunque ella es la mujer de tu pacto. Cuando Dios confronta a estos hombres que se han ido tras otras mujeres más deseables, ¿qué es lo primero que les recuerda? Hiciste una promesa. Desde el principio, Dios dijo: “el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Gn 2:24). Unirse no significa acercarse en un cálido y afectuoso abrazo, sino una devoción exclusiva y firme: un pacto (Dt 10:20Pr 2:16-17).

Cuando dijiste tus votos ante Dios y ante los testigos: “Te recibo a ti, para tenerte y protegerte de hoy en adelante, para bien y para mal, en la riqueza y en la pobreza, en salud y enfermedad, para amarte y cuidarte hasta que la muerte nos separe”, ¿qué quisiste decir? ¿Fue tu voto una simple ambición (“Bueno, lo intentamos…”) o fue una promesa?

Una boda no es una celebración debido a que una pareja ha encontrado el amor, sino porque se han manifestado una declaración de amor, se han prometido amor. Hacemos promesas precisamente porque, a pesar de lo comprometidos que nos sentimos con nuestro vestido blanco y nuestro esmoquin alquilado, es posible que queramos abandonarlo algún día. Porque el matrimonio es realmente difícil. Si abandonamos nuestra promesa cuando ya no nos sirve, demostramos que el voto no era realmente una promesa, sino solo una manera formal de obtener lo que queríamos.

2. El divorcio destruye lo que Dios hizo

“ ¿Acaso no hizo el Señor un solo ser, que es cuerpo y espíritu?” (Malaquías 2:15, NVI)

Mientras un hombre considera la idea del divorcio, debe recordar que el matrimonio es mucho más que “la unión legal o formalmente reconocida de dos personas como compañeros en una relación personal”. Un matrimonio es la unión de un hombre y una mujer por Dios. No solo por Dios, sino que en su unión tienen algo que le pertenece a Él, el espíritu. Esta no es meramente una unión social o física, sino espiritual. Como muchos oficiantes de bodas han señalado, “un cordel de tres hilos no se rompe fácilmente” (Ec 4:12): esposo, esposa y el Señor.

Una boda no es una celebración debido a que una pareja ha encontrado el amor, sino porque se han manifestado una declaración de amor, se han prometido amor 

La imagen que pinta el profeta se asemeja a una que Jesús mismo describe mientras cita a Génesis 2:24: “¿No han leído… ‘Por esta razón el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne’? Así que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, ningún hombre lo separe” (Mt 19:4-6). El divorcio destruye una obra maestra divina. Independientemente de cómo se conocieron, cómo fue su noviazgo y de cómo decidieron casarse, Dios los casó. Dios los hizo uno. ¿Destruirías lo que Él ha hecho?

3. El divorcio miente a los hijos acerca de Dios

“Y ¿por qué es uno solo? Porque busca descendencia dada por Dios” (Malaquías 2:15, NVI).

Dios hizo que el matrimonio fuera un pacto abundante, multiplicador y fructífero. “Dios creó al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Dios los bendijo y les dijo: ‘Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra…’”(Gn 1: 27-28). Cuando los hizo marido y mujer, estaba buscando una descendencia.

No cualquier descendencia, sino una descendencia que lo amara, honrara y obedezca: “El Señor tu Dios circuncidará tu corazón y el corazón de tus descendientes, para que ames al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas” (Dt 30:6). Dios quiere hijos que vivan para Él de nuestros matrimonios.

Estos descendientes no siempre son biológicos: “No tengo mayor gozo que este: oír que mis hijos andan en la verdad” (3 Jn 1:4). De modo que no tenemos que tener hijos o hijas para cumplir el mandato de Dios de ser fructíferos y multiplicarnos. De hecho, las dimensiones más importantes y duraderas son espirituales (hacer discípulos), no biológicas (tener bebés).

Entonces, ¿cómo podría tu divorcio afectar espiritualmente a tus hijos? ¿Qué daño, por décadas, podría hacerle? Si los matrimonios fieles despliegan la historia del evangelio (Ef 5:25), invitando a nuestros hijos al indescriptible amor de Dios en Cristo, ¿qué les muestra el divorcio? Imagina las barreras que podrías poner entre ellos y Dios. Imagina cómo el dolor y la traición podrían hacerlos cuestionar el amor y la fidelidad de Dios. Imagina cómo tu divorcio podría confundir y perturbar su fe (y la fe de otros jóvenes que te ven con admiración).

4. El divorcio hunde el alma en iniquidad

“‘Porque Yo detesto el divorcio’, dice el Señor, Dios de Israel, ‘y al que cubre de iniquidad su vestidura’, dice el Señor de los ejércitos. ‘Presten atención, pues, a su espíritu y no sean desleales’” (Malaquías 2:16).

La palabra más fuerte para estos maridos llega al final: si un hombre se divorcia de su esposa por falta de amor, “cubre de iniquidad su vestidura”. Suena bastante terrible, aun para los oídos modernos, pero ¿qué significa?

La vestidura es una metáfora común en las Escrituras que revela la calidad del carácter de una persona. El salmista dice de los impíos: “Por tanto, el orgullo es su collar; el manto de la violencia los cubre” (Sal 73:6). De manera similar, en el Nuevo Testamento, Jesús le dice a una de las siete iglesias: “Pero tienes unos pocos en Sardis que no han manchado sus vestiduras, y andarán conmigo vestidos de blanco, porque son dignos (Ap 3:4). Dios quiere decir que habían mantenido sus almas sin las manchas del pecado no arrepentido.

La iniquidad es una imagen no solo de la crueldad del divorcio. Es un acto malvado, especialmente en esa época, cuando una mujer dependía mucho más de su marido para provisión y protección. Aún hoy, abandonar a tu esposa es un acto de maldad en su contra (por muy civilizado que haya sido el proceso). Un hombre que se divorcia de su esposa daña a la persona que Dios le dio para proteger.

Sin embargo, la iniquidad es más que brutalidad relacional, porque este hombre usa la iniquidad como una vestidura. La iniquidad no es solo lo que este hombre hace, sino quién él es. Él no solo ha terminado su matrimonio con iniquidad, sino que ha hundido su alma en ella. Este tipo de corrupción es lo que Dios vio cuando miró hacia su mundo caído: “Pero la tierra se había corrompido delante de Dios, y estaba la tierra llena de violencia” (Gn 6:11). ¿Y cómo respondió Dios? Con un justo y devastador juicio contra ellos (Gn 6:13).

Entonces esta violencia, esta pecaminosidad impregnada de alma, no es solo iniquidad contra una esposa, sino contra Dios, contra su voluntad y sus mandamientos. La iniquidad no es simplemente dureza conyugal, sino agresión hacia Dios. Es el tipo de rebelión que dio una invitación a la inundación del mundo entero.

5. Dios escucha a los hombres que permanecen

La forma en que manejamos las luchas matrimoniales es tan crucial, en parte, porque Dios ha atado nuestra fidelidad en el matrimonio a nuestra experiencia de Dios. Ningún hombre puede abandonar a su esposa y seguir prosperando espiritualmente. “Ustedes, maridos, igualmente, convivan de manera comprensiva con sus mujeres, como con un vaso más frágil, puesto que es mujer, dándole honor por ser heredera como ustedes de la gracia de la vida, para que sus oraciones no sean estorbadas” (1 P 3:7). Aun si un hombre piensa que puede prosperar espiritualmente mientras descuida o abandona a su esposa (o si engaña a quienes lo rodean para que piensen así), es solo un espejismo que terminará en destrucción. Esa destrucción dañará mucho más que a él mismo.

Malaquías da la misma advertencia cuando confronta a los hombres: “Y esta otra cosa hacen: cubren el altar del Señor de lágrimas, llantos y gemidos, porque Él ya no mira la ofrenda ni la acepta con agrado de su mano”; en otras palabras, lloras porque tus oraciones están siendo estorbadas. “Y ustedes dicen: ‘¿Por qué?’. Porque el Señor ha sido testigo entre tú y la mujer de tu juventud, contra la cual has obrado deslealmente” (Mal 2:13-14). Dios se negó a recibir sus ofrendas o a responder sus oraciones porque se habían negado a amar a sus esposas.

Un hombre que se divorcia de su esposa daña a la persona que Dios le dio para proteger 

La forma en que trates a tu esposa afectará la forma en que Dios te trate a ti. No porque los maridos nos ganemos el amor de Dios por nuestras obras, sino porque nuestras obras revelan nuestra fe. Si somos fieles en el matrimonio solo cuando es agradable o conveniente, delatamos cuán pequeño son a nuestros ojos Dios y sus mandamientos. Mostramos si somos verdaderamente hombres de fe o hombres infieles. Aquellos que son infieles no son escuchados en el cielo.

Presten atención a su espíritu

Cuando Dios confronta a estos hombres y los llama a permanecer fieles a sus esposas, les manda, más de una vez: “Presten atención, pues, a su espíritu” (Mal 2:1516). A su espíritu. ¿Cómo luce eso para los hombres cristianos que luchan en sus matrimonios?

Más que nada, significa una comunión profunda, significativa y regular con el Novio fiel de nuestras almas. El Novio que se entregó a sí mismo por su esposa sucia e infiel, la iglesia, para santificarla y limpiarla (Ef 5:25-26). El Esposo que, a pesar de lo lejos que había corrido su esposa, del número de amantes que había conocido, de las veces que había mentido y se había ido, todavía le dice, nos dice:

“‘Sucederá en aquel día’, declara el Señor, ‘Que me llamarás Ishí (esposo mio)’… Te desposaré conmigo para siempre; sí, te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en misericordia y en compasión; te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás al Señor” (Oseas 2:16,19-20). 

Los hombres que quieren abandonar sus matrimonios harían bien en dedicar más tiempo a preguntarse por qué Dios aún no los abandona. Dedicar más tiempo considerando el fundamento que compró su perdón y su vida y más tiempo meditando en el día venidero de las bodas, cuando cantaremos:

“Regocijémonos y alegrémonos, y démosle a Él la gloria, porque las bodas del Cordero han llegado y Su esposa se ha preparado. Y a ella le fue concedido vestirse de lino fino, resplandeciente y limpio” (Apocalipsis 19:7-8).

Si nos faltan la fuerza, la paciencia y los recursos para permanecer en nuestro matrimonio y amar, no es porque Dios no los haya provisto. Es solo porque no hemos amado a la novia de nuestra juventud con la infinita ayuda divina.


Publicado originalmente en Desiring God. Traducido por Equipo Coalición.

Marshall Segal es el asistente ejecutivo de John Piper y editor asociado de Desiring God. Él es graduado de Bethlehem College & Seminary y vive con su esposa Faye en Minneapolis. Lo puedes seguir en Twitter.

¡No creas en ti mismo!

Coalición por el Evangelio

¡No creas en ti mismo!

El sutil orgullo que crece adentro

Marshall Segal 

Una de las cualidades más peligrosas del orgullo es que tiene la capacidad de colarse en lugares de nuestro corazón donde una vez vivieron otros pecados. Tan pronto empezamos a conquistar con la ayuda de Dios alguna actitud pecaminosa, hábito, o adicción, sucede que nos maravillamos de nuestra propia fuerza, resolución, o pureza, como si de alguna manera lográramos todo esto por nuestra cuenta. C.S. Lewis escribe: “Al diablo le gusta ‘curar’ una pequeña falla dándote una grande” (Mero Cristianismo, p. 127). La confianza que sentimos en nosotros mismos después de derrotar el pecado nos puede alejar más de Dios que ese pecado recién conquistado.

Si luchamos contra algunos pecados, pero le damos la bienvenida al orgullo, vamos a perder la guerra. Pero si sofocamos el orgullo, obligaremos a todos los demás pecados a morir de hambre al privarlos de su oxígeno.

La guerra del orgullo en tu contra

El orgullo perdura en nosotros más que la mayoría de los pecados porque no somos capaces de ver cuan venenoso y mortal realmente es. El orgullo colorea nuestra percepción de nosotros mismos y del mundo que nos rodea al soplar una especie de niebla espesa que traiciona la realidad. Paraliza nuestras almas y nos mantiene tan concentrados en nosotros mismos que quedamos casi físicamente incapaces de amar. Y nos maldice si se lo permitimos, arrastrándonos a la muerte, pero haciéndonos creer que estamos en control.

1. El orgullo te mentirá

El orgullo nos convence de que somos más importantes que Dios, y que nuestro punto de vista es mejor que el suyo. “Más engañoso que todo, es el corazón” (Jeremías 17:9). Tu corazón. Más específicamente, el orgullo en tu corazón (Abdías 1:3), que te dice que sabes más que el Dios que todo lo sabe. Podemos ser guiados a ciegas por nuestro orgullo, lo que Salomón llama “la lámpara de los impíos” (Proverbios 21:4).

C.S. Lewis, quien llama al orgullo “el gran pecado”, escribe: “Un hombre orgulloso siempre mira hacia abajo —con desdén— a las cosas y a las personas; y por supuesto, cuando estás mirando hacia abajo, no puedes ver lo que está por encima de ti” (p. 124). El orgullo fija nuestros ojos firmemente en nosotros mismos —en nuestras necesidades, nuestros dones, nuestro esfuerzo, nuestros problemas— y por lo tanto, aleja nuestros ojos de la soberanía, la suficiencia, y la belleza de Dios. Nubla nuestra visión de Él, y eleva nuestra visión de nosotros mismos. Y no solo nos ciega a Él, sino que también elimina cualquier motivación para buscarle (Salmo 10:4).

Y lo peor de todo, el orgullo usa a menudo una apariencia de piedad, pero carece por completo de poder (2 Timoteo 3:2-5), generando una falsa confianza y una segura destrucción.

2. El orgullo te paralizará

El orgullo nos hace ciegos y nos engaña, pero también nos paraliza, nos hace ineficaces e inútiles. Llegamos a estar tan centrados en nuestra propia vida que terminamos desperdiciándola. Una vez más, C.S. Lewis escribe: “El orgullo es un cáncer espiritual: se deshace de la posibilidad misma del amor, el contentamiento, o incluso del sentido común” (p. 125). Si no lo tratamos, el orgullo se multiplica y propaga, llegando incluso a corromper nuestras mejores actitudes y esfuerzos. Tenemos que matarlo, y matarlo consistentemente, probando rutinariamente nuestro corazón, y usando la espada del Espíritu, la palabra de Dios (Efesios 6:17).

Si sentimos una falta de compasión por las necesidades de aquellos que nos rodean, o una sequía en nuestra generosidad, o una frialdad en nuestra preocupación por los inconversos, o una indiferencia, o incluso reticencia, en servir o sacrificarse por los demás, muy probablemente las células malignas del orgullo están reproduciéndose en nuestras almas.

3. El orgullo te puede matar

Si permitimos que el orgullo viva libremente dentro de nosotros, seguramente nos va a matar. Su objetivo principal no es hacernos sentir mejor, sino dirigirnos al dolor y castigo eterno, separados de Dios. Salomón nos advierte: “Delante de la destrucción va el orgullo, y delante de la caída, la arrogancia de espíritu” (Proverbios 16:18). Isaías presenta esa aterradora advertencia con una mayor definición: “Porque el día del Señor de los ejércitos vendrá contra todo el que es soberbio y orgulloso, contra todo el que se ha ensalzado, y serán abatidos” (Isaías 2:12).

Todo orgullo debe perecer. De hecho, cada persona orgullosa debe pagar esa pena horrible. Pero Dios, en Cristo, hizo posible que nosotros podamos morir a nuestro orgullo sin tener que morir por ello. Jason Meyer escribe: “La gloria de Dios y el orgullo del hombre chocarán en uno de dos sitios: el infierno o la cruz. O bien pagamos por nuestros pecados en el infierno, o Cristo paga por nuestros pecados en la cruz” (Killjoys, p. 13, trad.).

Una de dos, o el orgullo te va a matar, o te rendirás a través de la fe y permitirás que Dios mate al orgullo que hay en ti.

Tu guerra contra el orgullo

Entonces, ¿cómo matar ese orgullo que amenaza con matarnos? Meyer continúa: “En última instancia, el orgullo es un asunto de adoración. No podemos pensar en nosotros mismos menos, a menos que pensemos en alguna otra cosa más” (p. 18). No derrotaremos al orgullo pensando más en nosotros mismos, sino centrándonos más en la búsqueda de Dios. Esto hace eco en la definición popular que C.S. Lewis da con respecto a la humildad: “La humildad no es pensar menos de nosotros mismos, sino pensar en nosotros mismos menos”.

En humildad nos ponemos menos atención, y como recompensa ganamos todo.

1. La humildad te abrirá los ojos

El Salmo 25:9 promete que Dios “dirige a los humildes en la justicia, y enseña a los humildes su camino”. Mientras que el orgullo nubla nuestra comprensión del bien y el mal, y nos ciega a Dios, la humildad sana nuestra ceguera y nos ayuda a ver de verdad. Todavía me acuerdo cuando me puse mi primer par de gafas durante el cuarto grado. No entendía el grado de mi ceguera hasta que miré a través de esos lentes. Lo mismo se aplica al orgullo y a la humildad.

El diablo nos ciega a Dios, invadiendo la luz con oscuridad (2 Corintios 4:4). Pero Dios inunda nuestra oscuridad con luz y visión, mostrándonos cuán bueno y verdadero es el Evangelio (2 Corintios 4:6). Vemos la recompensa infinita que tenemos en Cristo, y la desesperada necesidad que tenemos de Él. Meyer dice: “No nos volvemos mejores para necesitar menos de Dios. No. Mas bien, a medida que maduramos, aprendemos a depender más y más en nuestro Padre Celestial” (p. 16).

Si nuestra vida se centra en ver más a Dios y en ayudar a otros a ver más de Dios, estaremos mucho menos preocupados y seremos menos orgullosos.

2. La humildad va a satisfacer tu corazón

La humildad no solo nos cuida y nos muestra la realidad. La verdadera humildad delante de Dios, y su misericordia, satisface todos los anhelos que por el orgullo intentamos satisfacer nosotros mismos. Si supiéramos lo felices que seríamos sin nuestro orgullo, lo habríamos dejado hace ya mucho tiempo.

Dios mismo se deleita en el humilde. “Porque el Señor se deleita en su pueblo; adornará de salvación a los afligidos” (Salmo 149:4). Si estás en Cristo, Dios se complace genuinamente en ti. Dios ama dar gracia a los humildes – más gracia aún por encima de toda la gracia que ya nos ha mostrado. “Y todos, revístanse de humildad en su trato mutuo, porque Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes” (1 Pedro 5:5). El humilde ha podido experimentar una clase de gracia que los soberbios no conocen. A Dios le fascina encontrarse con los humildes, y les da fuerza en la debilidad (2 Corintios 12:9-10).

Los que han sido humillados por Dios, y en el proceso reciben más de Dios, pueden cantar: “En el Señor se gloriará mi alma; lo oirán los humildes y se regocijarán” (Salmo 34:2).

3. La humildad te librará del orgullo

Dios mismo, hablando a Salomón, promete a los humildes: “Si se humilla mi pueblo sobre el cual es invocado mi nombre, y oran, buscan mi rostro y se vuelven de sus malos caminos, entonces yo oiré desde los cielos, perdonaré su pecado y sanaré su tierra” (2 Crónicas 7:14). La libertad que, en nuestro orgullo, anhelamos tan desesperadamente, viene completa y libremente de parte de Dios y mediante la fe. La cura que tratamos de fabricar o ganar en nuestra fuerza, viene completa y libremente de las manos mismas del cirujano.

Santiago (al igual que Pedro) cita Proverbios, diciendo: “‘Dios resiste a los soberbios pero da gracia a los humildes’. Por tanto, sométanse a Dios. Resistan, pues, al diablo y huirá de ustedes. Acérquense a Dios, y Él se acercará a ustedes. Limpien sus manos, pecadores; y ustedes de doble ánimo, purifiquen sus corazones” (Santiago 4:6-8). Esa es una promesa increíble para todas las personas que luchamos contra el orgullo. Si huyes del diablo (y todas sus tentaciones al orgullo), no solo vas a poder escapar, sino que él va a acabar huyendo de ti. Y si humildemente sigues al Dios que has ofendido una y otra vez con tu orgullo, no solo Él te va a recibir, sino que va a correr hacia ti con todo amor y misericordia.

Cree en Dios

Hay que batallar contra el orgullo con la misma firmeza con la que luchamos en contra de todos los demás pecados. Y tal vez más, porque el orgullo es el “gran pecado” que alimenta a los otros. Te va a cegar y a engañar. Te va a paralizar, e incluso matar. A menos que, en humildad y fe, seas liberado de la tiranía del orgullo y del peso de tu rebelión contra Dios.

No creas en ti mismo; cree en Dios. Eres totalmente incapaz de lograr o ganar lo que más desesperadamente necesitas. La belleza del evangelio es que ya no necesitas hacerlo. Esa carga y responsabilidad ahora se apoya en los hombros de Cristo; y su libertad, humildad, y gozo, ahora descansan en los tuyos.

PUBLICADO ORIGINALMENTE EN DESIRING GOD. TRADUCIDO POR JUAN MANUEL LÓPEZ PALACIOS.

Nunca inofensivo, privado o seguro

Nunca inofensivo, privado o seguro

Luchando en contra de la pornografía con un placer superior

Conozco la esclavitud tentadora de la pornografía por experiencia propia. He luchado y perdido erráticamente a través de la escuela secundaria y la universidad. Visité mi primer sitio pornográfico en sexto grado cuando un compañero me envió un correo electrónico y disfrazó el enlace de modo que pareciera un proyecto escolar.

En diferentes momentos durante la próxima década de luchar con mi pecado, experimentando pequeñas victorias y a menudo muchas derrotas, tuve la idea de que el matrimonio podría curarme. En mi mente, pensé que sólo necesitaba una esposa para satisfacer mi deseo sexual e impaciencia. Así que me permití sumergirme en una relación tras otra, sabiendo que no había lidiado con la impureza que me atormentaba.

La realidad es que ninguna relación podría resolver mi pecado sexual —ninguna relación, es decir, a excepción de conocer a Cristo. Estaba buscando novias, y la esperanza de una futura esposa, para llenar un deseo que sólo Dios podía llenar. Estaba centrado en autodisciplinarme, en citas y el matrimonio, cuando Dios estaba tratando de enseñarme sobre el gozo y mostrándome dónde encontrar el placer verdadero.

La siesta que nunca termina

La pornografía parece devorar tanto (o más) pies cuadrados de terreno espiritual como cualquier otra amenaza para los jóvenes cristianos de hoy. Tenemos que tomar esta mala hierba más en serio donde sea que sus hojas espinosas comiencen a brotar. Aunque la pornografía pueda parecer inofensiva o privada, no lo es.

  • La pornografía nos ciega delante de Dios (Mateo 5:8). Empaña nuestros ojos delante de Su bondad, verdad y belleza.
  • La pornografía nos enseña a tratar a las mujeres como objetos, como a menos que humanas. Las presenta como posesiones para ser usadas y disfrutadas, para luego ser desechadas.
  • La pornografía promueve la esclavitud sexual —gente real retenida en contra de su voluntad y violadas repetidamente— en todo el mundo, incluso en los Estados Unidos, incluso en tu ciudad o la ciudad principal más cercana.
  • La pornografía menosprecia la verdadera belleza; al igual que el temor del Señor (Proverbios 31:30), y lo reemplaza con una imitación barata y que se desvanece.
  • La pornografía hace que el sexo sea momentáneo y sin importancia, como un cigarrillo, en lugar de ser importante y duradero, como lo es en el matrimonio.
  • La pornografía nos priva de algunas de las delicias que pudiéramos tener con nuestro cónyuge. Nos impide experimentar y disfrutar de ellos y sus cuerpos sin una sombra de imágenes de nuestro pasado.
  • La pornografía arruina rápidamente la confianza en una relación. Nos anima a mentir y a ocultarnos de los demás, a caminar en oscuridad y luego construir muros alrededor de nosotros en la oscuridad.
  • La pornografía atrofia groseramente nuestra madurez, el desarrollo de nuestra mente y nuestros dones, nuestra capacidad de entender a Dios y amar a los demás.
  • La pornografía persigue una licenciatura en el egoísmo, que nos enseña una y otra vez a centrarnos en nosotros mismos, a preferirnos a nosotros mismos y a servirnos a nosotros mismos.
  • La pornografía nos impide participar en todo tipo de ministerio, descalificando a muchos y desmotivando a otros más.
  • La pornografía le está enseñando a muchos niños una distorsión horrible y malvada del amor y el sexo, incluso antes de que sus padres le expliquen la verdad.

La pornografía no es una práctica inofensiva. Si continuamos complaciéndonos con ella, la pornografía robará todo de nosotros. Nos alejará de Cristo y todo aquello que Él quiso darnos a través de Su muerte: perdón, libertad, vida, esperanza, paz y gozo.

Silenciosamente secuestra a millones de personas llevándolas a una agonía interminable y consciente, alejándolas de Dios y de la gloria de encontrarnos con Él. Esclaviza a hombres y mujeres, matándolos de hambre día tras día sin nunca alimentarlos completamente, hasta que se pierden y quedan hambrientos para siempre.

La pornografía nos adormece. Pero no es sueño; es muerte. Se siente como una breve y cómoda siesta, pero nunca despertamos. En nuestra sociedad somos bombardeados constantemente con pornografía, saliendo de todos los poros de nuestros medios de comunicación y tecnología. La mala hierba se ha extendido sin parar por todas partes, incluso donde no es deseada y nos matará si se lo permitimos.

Diez formas de despertar

Uno de los momentos de mayor lucidez para mí en mi camino a la victoria sobre la pornografía, fue darme cuenta de que no era solo una cuestión de autocontrol. El fruto del Espíritu no funciona o crece de esa manera. Nuestros deseos rotos de imágenes o videos sugieren que todo fruto se está pudriendo, no sólo el autocontrol.

Nuestra lucha por la pureza no es meramente una lucha por el dominio propio. Es también una búsqueda y expresión de amor, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y gozo. Cuando nos centramos en la fuerza de voluntad y autonegación y nos olvidamos del resto, nos privamos de la mayoría de las armas que Dios nos ha dado para la guerra.

  1. Cada vez que evitamos mirar la inmodestia, miramos hacia otro lado en amor por nuestro (futuro) cónyuge, por nuestros (futuros) hijos y por la persona inmodesta en frente de nosotros, alguien hecho a la imagen de Dios.
  2. Cuando nos negamos a experimentar el pecado sexual, celebramos nuestra paz con Dios, comprada a un precio incalculable con la sangre de su Hijo. Nos negamos a volver a crucificar a Cristo con más rebelión, y optamos por descansar en el perdón y la vida que Él compró para nosotros.
  3. No complacernos con pornografía o cualquier otra actividad sexual antes del matrimonio puede ser el más brillante letrero de la paciencia hoy día. Nadie en el mundo espera que la evites, pero cuando lo haces, le dices en voz baja a Dios (y a cualquier otra persona que sepa) que Él y su plan son más de lo que jamás hubieras soñado para ti mismo.
  4. La pureza sexual es tanto o más acerca de tener paciencia que de lo que es de tener autocontrol, porque Dios quiere que disfrutes del sexo de la mejor manera posible, en la seguridad y estabilidad del matrimonio.
  5. Cambiamos manipulación y abuso por bondad cuando rechazamos la distorsión retorcida y corrupta que hace la pornografía del sexo. En lugar de aprender a usar a la gente para nuestros propios deseos, enseñamos al mundo a cómo vivir en favor de los intereses de los demás.
  6. La pornografía se ha ocultado en innumerables sitios del internet, difundiendo la maldad en muchos rincones de nuestro mundo. Cuando rechazamos su invitación, disminuimos su alcance e influencia, aunque solo sea por una persona. Y nos damos la oportunidad, en cambio, de ser un agente de la bondad, de usar las redes sociales como un canal para un mensaje totalmente diferente. Podemos llenar la web con enlaces de verdad y belleza, de artículos, vídeos y más cosas que declaren la grandeza de nuestro Dios y de Su amor por nosotros.
  7. Nadie elogia tu fidelidad a Dios cuando parece que no te cuesta absolutamente nada. Incluso cuando parezca que todos los demás de tu edad están lazándose de cabeza a las profundidades de la lujuria, actividad sexual y pornografía —y presumiendo de ello— podemos vivir (y esperar) dramáticamente diferente.
  8. No hay nada de extraño o radical sobre hundirse y gratificarse con el mundo, viendo la película explícitamente sexual que todos los demás están viendo o leyendo la novela romántica explícitamente sexual que al parecer disfrutan todos tus compañeros de clase. Lo que se destacará es nuestra feliz determinación de resistir todos los males en fidelidad a nuestro Rey y Amigo en el cielo.
  9. La educación sexual de la pornografía alienta una manipulación forzada e incluso brutalidad. Es simplemente sexo irreal. El sexo real, el sexo que dos personas pueden disfrutar de por vida sin aburrirse u ofender a Dios, es paciente, desinteresado y gentil.
  10. Por último, la batalla por la pureza no es una batalla en contra de tu gozo, o de no robar cualquier placer o la felicidad de ti en absoluto. Es una batalla por tu gozo, sí en el cielo, pero también ahora. Es posible que estés cambiando un momento de placer, pero en su lugar estás recibiendo una eternidad placentera.

Rechaza hacer clic y elige más de Dios

Aquellos que decidan ver menos ahora, verán más en la eternidad. “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8). Hay cosas que vemos y con las cuales nos gratificamos, que nos ciegan delante de Dios. No hay nada más espectacular y satisfactorio que ver y disfrutar de Dios, pero qué tan rápido y gentilmente cambiamos esa experiencia por unos míseros minutos de excitación.

Cada vez que nos exponemos y nos entretenemos con la impureza, estamos sacrificando nuestra conciencia y conocimiento de la virtud más alta, de la majestad más plena y del amor más grande que alguien haya experimentado alguna vez. Y cada vez que evitamos la pornografía u otro material sexualmente estimulante, nos preparamos para ver y disfrutar más de nuestro mayor tesoro.

Jesús dice: “El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo, que al encontrarlo un hombre, lo vuelve a esconder, y de alegría por ello, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo” (Mateo 13:44).

Cuando nos negamos a hacer clic en búsqueda de un mayor gozo en Jesús, estamos vendiendo lo que este mundo ofrece y comprando un tesoro de valor incalculable lleno de verdadera belleza y felicidad.


Publicado originalmente en DesiringGod.org | Traducido con permiso por Alicia Ferreira de Díaz

 

Marshall Segal es un escritor y editor para desiringGod.org.

Es graduado del Bethlehem College & Seminary.

Él y su esposa tiene un hijo y viven en Minneapolis.