Cómo vivir fielmente con ansiedad | Aaron L. Garriott

Cómo vivir fielmente con ansiedad | Aaron L. Garriott

Por Aaron L. Garriott

Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: La ansiedad.
La ansiedad es desconcertante y elusiva. Algunas personas han experimentado una ansiedad debilitante que los ha llevado a la parte trasera de una ambulancia, mientras que otras tienen el pensamiento ansioso ocasional que pasa brevemente por sus mentes antes de caer en un sueño tranquilo. Para algunos, la ansiedad puede dificultar la realización de tareas diarias rudimentarias. Para otros, la ansiedad aparece solo unas pocas veces al año y no interrumpe significativamente su vida cotidiana. Cualquiera que sea la forma que tome la ansiedad, los cristianos necesitan saber cómo enfrentarla con directivas bíblicas y sabiduría para nuestros corazones inquietos. Cuando la ansiedad asoma su fea cabeza, ¿qué debemos hacer? Cuando la ansiedad es un compañero constante para el cristiano, ¿cómo permanecemos fieles?

Antes de considerar estas preguntas, vale la pena señalar que nuestros instintos de autopreservación dados por Dios son buenos. Dios creó nuestros cerebros para alertarnos sobre el potencial peligro. Pero nuestros cerebros están sujetos a los efectos de la caída, por lo que nuestros sistemas de detección de peligros a veces pueden desviarnos. Por eso, no toda la ansiedad se debe simplemente a no prestar atención a los mandatos y apropiarse de las promesas de Mateo 6. El Dr. R.C. Sproul observó: «Nuestro Señor mismo dio la instrucción de no estar ansiosos por nada. Aún así, somos criaturas que, a pesar de nuestra fe, somos dadas a la ansiedad y, a veces, incluso a la melancolía». Somos criaturas con un cuerpo y un alma, por lo tanto, somos seres completos y complejos. No somos gnósticos, con un foco solo en lo espiritual a expensas de lo físico. La Biblia no hace eso (ver 1 Re 19; 1 Tim 5:23), así que nosotros tampoco deberíamos hacerlo. Considera al hombre que apenas sobrevivió a un accidente automovilístico fatal y le resulta increíblemente difícil volver a montarse en un automóvil. ¿Es la raíz de su lucha física o espiritual? La respuesta es ambas. Todo lo que experimentamos como espíritus encarnados es físico y espiritual.

Aprendemos mucho acerca de nuestra experiencia física a través de la investigación científica de la revelación general de Dios en la naturaleza. Dado que toda verdad es verdad de Dios, podemos aceptar libremente los aportes de la investigación científica que estén en sumisión a la Palabra de Dios. Cuando se trata de condiciones como la ansiedad y la melancolía, las investigaciones sugieren claramente que algunas personas tienen una mayor tendencia a trastornos cognitivos y circuitos cerebrales defectuosos. Independientemente de la mezcla específica de causas físicas y espirituales de la ansiedad, las Escrituras ofrecen un camino a seguir. Con ese fin, este artículo se centrará en cómo los cristianos que luchan con la ansiedad pueden vivir fielmente con ella, buscar ser libres de ella y descubrir los propósitos redentores del Señor en y a través de ella.

En la lucha contra la ansiedad, podemos ser nuestro peor enemigo. La ansiedad, el trauma y la melancolía a menudo se perpetúan debido a hábitos no saludables (por ej.: mala alimentación, falta de ejercicio, falta de sueño), patrones de pensamiento no saludables (por ej.: autocompasión, pensamientos no provechosos, emociones sin control) y falta de disciplina (por ej.: ociosidad, aislamiento). Richard Baxter observó: «Las personas que ya son propensas a la melancolía son fácilmente y con frecuencia arrojadas aún más profundamente en ella por medio de patrones indisciplinados de pensamiento o emociones sin control». El cristiano ansioso debe ser vigilante, tal vez más que otros. Debemos vigilar cuidadosamente nuestros patrones de pensamiento (1 Co 4:20; Fil 4:8), hábitos de conducta (1 Tim 4:16) e influencias de enseñanza (2 Tim 4:3-4); dedicarnos a la oración (Fil 4:6), al autocontrol (1 Co 7:5; 9:25; Gal 5:23) y disciplina (1 Co 9:27; Tit 1:8); y medir nuestras emociones, sentimientos y reacciones con el estándar de la Palabra autoritativa de Dios (1 Jn 3:20). Charles Spurgeon, después de haber lidiado con sus propios ataques de ansiedad y desesperación, le recordaba a su pueblo con frecuencia que los sentimientos son volubles: «El que vive de los sentimientos será feliz hoy e infeliz mañana».

Podríamos pensar que la solución a los sentimientos y pensamientos que surgen espontáneamente es simplemente cambiar nuestros sentimientos; deshacernos de estas alarmas incómodas. Pero cambiar nuestros sentimientos no es el objetivo; la obediencia fiel lo es. A veces, esa obediencia fiel implica el largo y doloroso proceso de aprender a ser un espectador desapegado de sentimientos y pensamientos no deseados. Este tipo de perseverancia ardua y fiel sin importar los sentimientos puede ser difícil. Podríamos tener dificultades para levantarnos de la cama por la mañana, reflexionando sobre todo lo que implica el día que tenemos por delante: correos electrónicos constantes, malas noticias potenciales, tareas monótonas, niños necesitados, facturas pendientes que pagar. Con espíritu de oración, confiamos en que el Señor nos sostendrá a medida que damos un paso a la vez. Jesús nos dice: «Bástele a cada día sus propios problemas» (Mt 6:34). A veces, la tarea es suficiente problema. Poniendo un pie delante del otro, seguimos adelante.

Liberarse de la ansiedad que paraliza requiere permanecer en presencia de una incertidumbre dolorosa mientras mantenemos la fe. Específicamente, en la agonía de la angustia producida por la ansiedad, es vital que aprovechemos nuestra unión mística con el Salvador sufriente. Martín Lutero, durante episodios de turbulencia emocional en los que Satanás acusaba su conciencia, se visualizaba a sí mismo sufriendo con Cristo en Su aflicción. Lutero creía que los dardos llameantes del maligno y los angustiosos picos de ansiedad son una ocasión para sufrir en unión con nuestro Salvador, para mortificar los restos del viejo yo y para ser despojados de nuestra necesidad de control y certeza. Durante el ataque angustiante de la ansiedad perturbadora, no cedemos al pánico, sino que trabajamos para comprender objetivamente las respuestas de nuestra mente. El salmista nos recuerda que debemos aquietar nuestras mentes: «Estad quietos, y sabed que yo soy Dios» (Sal 46:10). Nos mantenemos quietos y firmes. Como nos recuerda el viejo himno: «Si se desploma todo aquí, me aferro a Cristo mi mástil». En la tempestad, los cristianos confían y obedecen. Independientemente de si el Señor nos da un alivio total en esta vida, nos esforzamos por ser fieles a pesar de nuestras ansiedades y por arrepentirnos cuando permitimos que la ansiedad gobierne nuestras vidas.

Sin duda, no es fácil analizar cuáles ansiedades son pecaminosas. El puritano John Flavel ofrece una simple prueba de fuego: «Mientras el miedo te despierte a orar […] es útil para tu alma. Cuando solo produce distracción y abatimiento de la mente, es pecado y la trampa de Satanás». Además, debemos examinar qué pensamientos y sentimientos consideramos como verdaderos. Lo más importante, ¿a dónde llevamos nuestras ansiedades? ¿Venimos al Señor con nuestra ansiedad a refugiarnos en Él, o nos sentamos y reflexionamos sobre ella, buscando alivio en nosotros mismos? Dejamos por nuestra cuenta, buscaríamos refugio de la tormenta de ansiedad en los alimentos, tecnología, sustancias u otras cisternas agrietadas. Si sucumbimos a nuestras tendencias internas (conducta evasiva, introspección, autopsias mentales constantes o tácticas de autoayuda), las alarmas de ansiedad solo aumentarán de volumen. Necesitamos una palabra externa.

La ansiedad persistente debe ser enfrentada con promesas, como sugiere John Owen:

Una alma pobre, que ha estado perpleja durante mucho tiempo en la angustia y la ansiedad de la mente, encuentra una dulce promesa, que es Cristo en una promesa adecuada para todas sus necesidades, que viene con misericordia para perdonarlo, con amor para abrazarlo, con Su sangre para purificarlo; y es levantado para apoyarse en cierta medida sobre esta promesa.

¿Descansas en promesas divinas o caes en pánico cuando eres incapaz de ser racional porque la ansiedad ha intensificado su control? El salmista modela un mejor camino: «Cuando mis inquietudes se multiplican dentro de mí, tus consuelos deleitan mi alma» (Sal 94:19). De hecho, el libro de los Salmos debería ser un jardín frecuentado por el alma agobiada por la ansiedad. El padre de la iglesia primitiva Atanasio argumentó que el salterio es una minibiblia (presagiando a Lutero) y un índice de cada emoción humana posible (presagiando a Calvino). En una carta a su amigo Marcelino, Atanasio escribió: «En el salterio aprendes sobre ti mismo. Encuentras representados en ella todos los movimientos de tu alma, todos sus cambios, sus altibajos, sus fracasos y recuperaciones». Haríamos bien en visitar los salmos, tanto antes de la tumultuosa tormenta de ansiedad como durante su aguacero más fuerte, pues están familiarizados con todos nuestros sentimientos y emociones. Necesitamos el consejo empático del salterio porque el pecado distorsiona nuestras cualidades dadas por Dios y a Satanás le encanta explotar esas distorsiones. Por ejemplo, el deseo apropiado por la excelencia puede transformarse en perfeccionismo, o la responsabilidad en hiperresponsabilidad. Considera cómo Dios creó a las madres para cuidar de manera única a sus hijos. Sin embargo, la madre primeriza que cuida a su recién nacido puede experimentar un miedo abrumador en cada llanto. Esto puede catapultar rápidamente a las madres amorosas a la desesperación bajo el peso de la hiperresponsabilidad y el miedo. Los salmos son correctivos, recordándole a su corazón ansioso y oprimido que el Señor tiene el control en Su trono cuidando de Su pueblo (ver Sal 121:3-4).

El cuidado providencial de Dios por Su pueblo se ve en cada página de la Escritura. Jesús prohíbe la ansiedad excesiva por la vida, porque traiciona con desconfianza el cuidado amoroso de nuestro Padre. La preocupación desmesurada por nuestros asuntos mundanos revela en quién confiamos realmente. Jesús dirige nuestra mirada al cuidado que nuestro Padre celestial por las aves que Él mismo abastece. Y si Él cuida tanto de las aves como de los lirios del campo, de tal manera que exhiben una gloria mayor que la de Salomón, ¿no debemos estar seguros de que Él suplirá todas nuestras necesidades (Mt 6:28-30; ver Rom 8:32)? Jesús nos recuerda además que la ansiedad mundana excesiva es inútil (Mt 6:27). Pero la prohibición de Cristo está acompañada por una alternativa reconfortante, como señala Calvino: «Aunque los hijos de Dios no están libres de trabajo y ansiedad, sin embargo, podemos decir correctamente que no tienen que estar ansiosos por la vida. Pueden disfrutar de un reposo tranquilo debido a su confianza en la providencia de Dios».

En esa sola palabra se encuentra la clave para vivir fielmente con una ansiedad que persiste: providencia. El Catecismo de Heidelberg define la providencia como el «poder todopoderoso y omnipresente de Dios por el cual Él sostiene y gobierna el cielo, la tierra y todas las criaturas como si estuvieran en Su mano […] y todas las cosas no nos vienen por azar, sino de Su mano paternal» (pregunta 27). Entonces, nuestra ansiedad no es por casualidad; no es un accidente. Viene de Su mano paternal. ¿Crees eso? Debemos hacerlo si queremos sofocar las garras del miedo que paraliza. Si se plantea y maneja adecuadamente, la ansiedad ofrece la oportunidad de cultivar la dependencia y la cálida comunión con el Dios de toda consolación (2 Cor 1:3-4). Richard Sibbes propone tiernamente: «Si consideramos de qué amor paternal vienen las aflicciones, cómo ellas no son solo moderadas sino que son endulzadas y santificadas al ser enviadas a nosotros, ¿cómo puede esto hacer otra cosa sino ministrar por medio del consuelo en las mayores y aparentes incomodidades?». Pablo cuenta su aflicción, un aguijón colocado en su carne que Dios se negó a quitar. En cambio, Él consoló a Su siervo: «Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad». Por tanto, Pablo resolvió gloriarse gozosamente en sus debilidades: «Para que el poder de Cristo more en mí. Por eso me complazco en las debilidades […] porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12:7-10).

La dolorosa trampa providencialmente llevó a cabo la obra redentora del Señor en y a través del apóstol. Así también nuestras debilidades pueden llevarnos a sentir un mayor amor por el Salvador y un desagrado por las cosas de este mundo. Flavel ofreció esta esperanza al cristiano que siempre está ansioso y abatido: «La sabiduría de Dios ha ordenado esta aflicción sobre Su pueblo para fines y usos misericordiosos. Él la usa para hacerlos más tiernos; vigilantes, atentos y cuidadosos en sus caminos; a fin de que puedan evitar y escapar de tantos problemas como sea posible. Esta es una barrera para evitar que te desvíes. En las grandes pruebas, lo que parece ser una trampa podría ser una ventaja para ti». ¿Ansiedad ventajosa? ¿Cómo? Primero, Flavel continúa: «Las enfermedades del cuerpo y las angustias de la mente sirven para amargar las comodidades y los placeres de este mundo para ti. Hacen que la vida sea menos deseable para ti que para los demás. Hacen que la vida sea más pesada para ti que para otros que disfrutan más de su placer y dulzura». Además, ellos «pueden facilitar la muerte y hacer que tu separación de este mundo sea más fácil para ti. Tu vida es de poco valor para ti ahora, debido a la gravosa carga que arrastras detrás de ti. Dios sabe cómo usar estas cosas en el camino de Su providencia para tu gran ventaja». Segundo, la ansiedad nos impulsa a una comunión más cercana con Dios: «Cuantos mayores sean tus peligros, más frecuentes serán tus acercamientos a Él. Sientes que necesitas brazos eternos debajo de ti para soportar estos problemas más pequeños, que no son nada para otras personas». Tercero, como Pablo enseña, el Señor muestra Su poder a través de nuestras debilidades. Por lo tanto, Flavel concluye: «No dejes que esto te desanime. Las debilidades naturales podrían hacer que la muerte sea menos terrible. Podrían acercarte más a Dios y proporcionarte una oportunidad adecuada para la exhibición de Su gracia en tu momento de necesidad».

De manera contraintuitiva, replantear nuestra perspectiva de la ansiedad acosadora de una carga a una oportunidad apropiada es un gran avance para vivir libres de ansiedad. Cuantas más ansiedades vienen, más oportunidades tenemos de echarlas sobre Aquel que tiene cuidado de nosotros (1 Pe 5:7).

Juan Bunyan, habiendo admitido que «hasta el día de hoy» experimentó ansiedades del corazón, concluye su relato autobiográfico con una perspectiva curiosa:

Estas cosas las veo y siento continuamente, y con las que estoy afligido y oprimido; sin embargo, la sabiduría de Dios los ordena para mi bien. 1. Me hacen aborrecerme a mí mismo. 2. Me impiden confiar en mi corazón. 3. Me convencen de la insuficiencia de toda justicia inherente en mí. 4. Me muestran la necesidad de acudir a Jesús. 5. Me presionan para orar a Dios. 6. Me muestran la necesidad que tengo de velar y estar sobrio. 7. Y me llevan a mirar a Dios, a través de Cristo, para que me ayude, y me sostenga en este mundo.

Esperaríamos que el poderoso puritano inglés terminara su autobiografía con una palabra de triunfo y victoria. En cambio, ¿qué encontramos? El aguijón sigue ahí, pero también el Salvador.

Bunyan, como Lutero y Spurgeon, creía fervientemente que la sabiduría de Dios ordena nuestras aflicciones y debilidades para nuestro bien (Rom 8:28). Las ansiedades dolorosas le dieron una oportunidad adecuada de acudir a Jesús, quien se compadece de nuestras flaquezas (Heb 4:15), nos lleva en Sus brazos (Sal 28:9), y muestra Su gracia suficiente a través de nuestras debilidades (2 Cor 12:9).

Ya sea que la ansiedad sea un invitado ocasional o un compañero constante, no estamos solos en nuestra batalla. El Señor no abandonará Su herencia (Sal 94). Él está siempre presente con Su pueblo, trayendo consuelo a los abatidos y quebrantados de corazón (Sal 34:18). Animémonos unos a otros (1 Tes 5:11); estimulándonos unos a otros al amor y a las buenas obras (Heb 10:24); y llevando las cargas de los demás (Gal 6:2), recordándonos unos a otros que la batalla con el miedo, la ansiedad y la melancolía cesará. Hasta entonces, nos esforzamos por la gracia de Dios por ser fieles, templados y esperanzados, porque se acerca el día en que el hueco en el estómago producido por la ansiedad será un recuerdo lejano, y también lo serán los restos de la desconfianza pecaminosa. De hecho, las lágrimas, el dolor, el duelo y la noche misma ya no existirán (Ap 21:4; 22:5).

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Aaron L. Garriott
Aaron L. Garriott es editor principal de Tabletalk Magazine, profesor adjunto residente en la Reformation Bible College de Sanford, Fla., y graduado del Reformed Theological Seminary en Orlando, Fla.

Responder al llamado de Dios | R.C. Sproul

Responder al llamado de Dios
Por R.C. Sproul
Cada día vivimos sometidos a un montón de autoridades que delimitan nuestra libertad: desde los padres hasta los policías de tránsito y los cazadores de perros. Todas las autoridades deben ser respetadas y, como dice la Biblia, honradas. Pero solo una autoridad tiene el derecho intrínseco de atar la conciencia. Solo Dios puede imponer una obligación absoluta, y lo hace por el poder de Su voz santa.

Él llama al mundo a la existencia por medio de un mandato divino, de un decreto santo. Él llama a Lázaro, quien estaba muerto y descompuesto, a la vida. Él llama a personas que no eran nadie: «Mi pueblo». Él llama de las tinieblas a la luz. Él nos llama eficazmente a la redención. Él nos llama a servir.

Nuestra vocación lleva ese nombre por su raíz latina vocatio, «un llamado». El término «elección vocacional» es una contradicción de términos para el cristiano. Es cierto que la escogemos y que, de hecho, podemos desobedecerla. Pero previo a la elección y colocado sobre ella con poder absoluto está el llamado divino, la imposición de un deber del que no nos atrevemos a huir.

Fue la vocación lo que llevó a Jonás a emprender su viaje hacia Tarsis e hizo que los navegantes aterrorizados lo arrojaran al mar para calmar la tempestad vengativa. Fue la vocación lo que provocó el grito angustiado de Pablo: «¡… ay de mí si no predico el evangelio!» (1 Co 9:16). Fue la vocación lo que puso una horrenda copa de amargura en las manos de Jesús.

Dios no siempre nos llama a una vocación glamorosa, y muchas veces su fruto en este mundo es agridulce. Sin embargo, Dios nos llama de acuerdo a nuestros dones y talentos, y nos dirige hacia los servicios que serán más útiles para Su reino. Cuánto hubiéramos perdido si Jonás hubiera llegado a Tarsis, si Pablo se hubiera negado a predicar, si Jeremías se hubiera rehusado a ser profeta o si Jesús hubiera rechazado amablemente la copa.

Coram Deo: vivir delante del rostro de Dios
Piénsalo… ¿cuáles serían las pérdidas espirituales si no respondes al llamado de Dios?

Para estudiar más a fondo
2 Corintios 10:15-16
Romanos 15:20
Filipenses 1:17

Publicado originalmente en el Blog de Ligonier Ministries.
R.C. Sproul
El Dr. R.C. Sproul fue fundador de Ministerios Ligonier, primer ministro de predicación y enseñanza en Saint Andrew’s Chapel en Sanford, Florida, y primer rector del Reformation Bible College. Fue autor de más de cien libros, entre ellos La santidad de Dios.

La vida con Dios | William VanDoodewaard

La vida con Dios

William VanDoodewaard

¿Por qué querría alguien ser cristiano? Los cristianos de la Iglesia primitiva eran marginados, despreciados y perseguidos. Lo mismo ocurre con muchos creyentes hoy en día: en la mayoría de los países, ser cristiano es, como mínimo, una pérdida social y económica. Pero a pesar de todas las aparentes desventajas, ser cristiano no solo es deseable, sino asombroso y glorioso. El apóstol Juan resume gran parte de la maravilla de ser cristiano cuando dice: «Nuestra comunión es con el Padre y con Su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1:3). El cristiano tiene comunión con Dios.

A causa del pecado, ningún ser humano tiene comunión con Dios por sí mismo. Dios es luz; nosotros nacemos en oscuridad. ¿Qué comunión tiene la luz con las tinieblas? Dios es vida; nosotros estamos muertos. ¿Qué comunión tiene la vida con la muerte? Dios es amor; nosotros somos enemistad. ¿Qué amistad puede haber entre Dios y el hombre? En nuestra condición natural, estamos sin esperanza y sin Dios en el mundo (Ef 2:12). Estamos «excluidos de la vida de Dios» por la ignorancia que hay en nosotros (4:18). En nuestro estado caído, no solo somos incapaces de reconciliarnos con Dios, sino que además no queremos hacerlo.

Pero Dios (2:4) en Su gracia ha abierto el camino de vuelta a la vida con Él, por medio de Jesucristo. Dios actuó unilateralmente para mostrarnos gracia, misericordia y amor en Cristo. El Hijo, dado en el amor del Padre, es el restaurador y el reconciliador. Por medio de Él, los pecadores son acogidos en la santa presencia de Dios (Ef 3:12; He 10:19-20).

Cuando el Espíritu nos lleva a Dios por medio de Cristo, entramos en la comunión de amor del Dios trino. Somos cambiados para amarlo y deleitarnos en Su entrega a nosotros y deleitarnos en entregarnos a Él. Es una comunión pura, santa y buena. Es una comunión de paz entre Dios y Su pueblo a través de la sangre de Jesús. Pase lo que pase al cristiano, está bajo la voluntad del Padre; el cristiano está a salvo por toda la vida y la eternidad. Nada puede separarnos del amor de Dios (Ro 8:38-39).

Tener comunión con Dios significa que el cristiano tiene el privilegio de conocer a Dios y ser conocido por Él. Tiene el privilegio de hablar con Dios en oración y escuchar a su Creador y Redentor hablar por Su Palabra y Espíritu. El cristiano tiene el privilegio de tener la presencia de Dios con él y en él, y el gozo de saber que un día será llevado a la gloria plena y brillante de la presencia de Dios. Verá y tendrá comunión con el Dios encarnado: Cristo Jesús, el Salvador ascendido y Rey de gloria.

El cristiano tiene el privilegio de ser restaurado a su diseño original por Aquel que lo hizo a él y a todas las cosas. El cristiano tiene el privilegio de disfrutar de la creación de Dios, ahora y siempre. Tiene el privilegio de ser consolado y pastoreado en esta vida por el Padre, quien obra todas las cosas para su bien. El cristiano tiene el gran gozo de saber que incluso las cosas buenas de aquí son solo el principio de lo que está por venir. Estos son regalos de Dios para Sus hijos. ¿Puede haber algo mejor que ser cristiano?

Este artículo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.

William VanDoodewaard
El Dr. William VanDoodewaard es profesor de historia de la iglesia en The Puritan Reformed Theological Seminary en Grand Rapids, Mich. Es autor o editor de varios libros, incluyendo The Quest for the Historical Adam y Charles Hodge’s Exegetical Lectures and Sermons on Hebrews .

La vida con Dios | William VanDoodewaard 

La vida con Dios

William VanDoodewaard 

¿Por qué querría alguien ser cristiano? Los cristianos de la Iglesia primitiva eran marginados, despreciados y perseguidos. Lo mismo ocurre con muchos creyentes hoy en día: en la mayoría de los países, ser cristiano es, como mínimo, una pérdida social y económica. Pero a pesar de todas las aparentes desventajas, ser cristiano no solo es deseable, sino asombroso y glorioso. El apóstol Juan resume gran parte de la maravilla de ser cristiano cuando dice: «Nuestra comunión es con el Padre y con Su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1:3). El cristiano tiene comunión con Dios.

A causa del pecado, ningún ser humano tiene comunión con Dios por sí mismo. Dios es luz; nosotros nacemos en oscuridad. ¿Qué comunión tiene la luz con las tinieblas? Dios es vida; nosotros estamos muertos. ¿Qué comunión tiene la vida con la muerte? Dios es amor; nosotros somos enemistad. ¿Qué amistad puede haber entre Dios y el hombre? En nuestra condición natural, estamos sin esperanza y sin Dios en el mundo (Ef 2:12). Estamos «excluidos de la vida de Dios» por la ignorancia que hay en nosotros (4:18). En nuestro estado caído, no solo somos incapaces de reconciliarnos con Dios, sino que además no queremos hacerlo.

Pero Dios (2:4) en Su gracia ha abierto el camino de vuelta a la vida con Él, por medio de Jesucristo. Dios actuó unilateralmente para mostrarnos gracia, misericordia y amor en Cristo. El Hijo, dado en el amor del Padre, es el restaurador y el reconciliador. Por medio de Él, los pecadores son acogidos en la santa presencia de Dios (Ef 3:12; He 10:19-20).

Cuando el Espíritu nos lleva a Dios por medio de Cristo, entramos en la comunión de amor del Dios trino. Somos cambiados para amarlo y deleitarnos en Su entrega a nosotros y deleitarnos en entregarnos a Él. Es una comunión pura, santa y buena. Es una comunión de paz entre Dios y Su pueblo a través de la sangre de Jesús. Pase lo que pase al cristiano, está bajo la voluntad del Padre; el cristiano está a salvo por toda la vida y la eternidad. Nada puede separarnos del amor de Dios (Ro 8:38-39).

Tener comunión con Dios significa que el cristiano tiene el privilegio de conocer a Dios y ser conocido por Él. Tiene el privilegio de hablar con Dios en oración y escuchar a su Creador y Redentor hablar por Su Palabra y Espíritu. El cristiano tiene el privilegio de tener la presencia de Dios con él y en él, y el gozo de saber que un día será llevado a la gloria plena y brillante de la presencia de Dios. Verá y tendrá comunión con el Dios encarnado: Cristo Jesús, el Salvador ascendido y Rey de gloria.

El cristiano tiene el privilegio de ser restaurado a su diseño original por Aquel que lo hizo a él y a todas las cosas. El cristiano tiene el privilegio de disfrutar de la creación de Dios, ahora y siempre. Tiene el privilegio de ser consolado y pastoreado en esta vida por el Padre, quien obra todas las cosas para su bien. El cristiano tiene el gran gozo de saber que incluso las cosas buenas de aquí son solo el principio de lo que está por venir. Estos son regalos de Dios para Sus hijos. ¿Puede haber algo mejor que ser cristiano?

Este artículo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
William VanDoodewaard
El Dr. William VanDoodewaard es profesor de historia de la iglesia en The Puritan Reformed Theological Seminary en Grand Rapids, Mich. Es autor o editor de varios libros, incluyendo The Quest for the Historical Adam y Charles Hodge’s Exegetical Lectures and Sermons on Hebrews .

Pensar lógicamente es bíblico | R.C. Sproul

Pensar lógicamente es bíblico

R.C. Sproul

Hace varios años me pidieron dar un discurso en un importante seminario teológico estadounidense. Durante el discurso, hablé sobre el papel crítico de la lógica en la interpretación bíblica, y les pedí a los seminarios que incluyeran cursos de lógica en sus currículos obligatorios. En casi cualquier materia de seminario se exige que los estudiantes aprendan por lo menos algo de los idiomas bíblicos originales: hebreo y griego. Se les enseña a analizar el trasfondo histórico del texto, y aprenden principios básicos de interpretación.

Todas estas son habilidades importantes y valiosas para que los estudiantes sean buenos administradores de la Palabra de Dios. Sin embargo, la razón principal por la cual ocurren errores en la interpretación bíblica no se debe a que el lector carece de conocimiento del hebreo, o de la situación en la que se escribió el libro bíblico. La causa número uno de malentender las Escrituras viene por hacer inferencias ilegítimas del texto. Creo firmemente que estas inferencias erróneas serían menos probables si los intérpretes bíblicos fueran más hábiles en los principios básicos de la lógica.

La causa número uno de malentender las Escrituras viene por hacer inferencias ilegítimas del texto.

Permíteme darte un ejemplo del tipo de inferencias erróneas que tengo en mente. Dudo que yo haya tenido una discusión sobre la elección soberana de Dios sin que alguien me cite Juan 3:16 diciéndome: “¿Pero no dice la Biblia que ‘de tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo unigénito, para que todo aquél que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna’”? Inmediatamente concuerdo con ellos; la Biblia dice eso. Si tradujéramos esa verdad en proposiciones lógicas, diríamos que todos los que creen tendrán vida eterna, y que nadie que tenga vida eterna se pierde, porque perderse o tener la vida eterna son polos opuestos en términos de las consecuencias de ese creer. Sin embargo, este texto no dice absolutamente nada sobre la capacidad humana de creer en Jesucristo. No nos dice nada sobre quién creerá. Jesús dijo: “Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me envió” (Jn. 6:44). Aquí tenemos un negativo universal que describe el aspecto de la capacidad humana. Ninguna persona tiene la capacidad de venir a Jesús a menos que Dios cumpla con una condición en particular (a saber, “traerlos”); sin embargo, esto se olvida a la luz de Juan 3:16, que no dice nada sobre un requisito previo para la fe. Entonces, Juan 3:16, uno de los textos más famosos en toda la Biblia, se destroza rutinaria, regular, y sistemáticamente con inferencias e implicaciones erróneas.

¿Por qué ocurren tales inferencias ilegítimas? La teología cristiana clásica, particularmente la teología reformada, habla sobre los efectos noéticos del pecado. La palabra noético deriva de la palabra griega nous, que a menudo se traduce como “mente”. Entonces, los efectos noéticos del pecado son esas consecuencias de la Caída del hombre (Gn. 3) en el intelecto humano. Todos los humanos, incluyendo todas nuestras facultades, quedaron devastadas por la corrupción de la naturaleza humana. Nuestros cuerpos mueren a causa del pecado, la voluntad humana está en un estado de esclavitud moral (en cautividad a los deseos e impulsos del corazón), y nuestras mentes, igualmente, están caídas. La Caída ha debilitado severamente nuestra propia capacidad de pensar. Yo diría que Adán, antes de la Caída, tenía un coeficiente intelectual fuera de serie. Dudo que hacía inferencias ilegítimas cuando cuidaba el jardín. Por el contrario, su mente era ágil y aguda, pero él perdió eso cuando cayó, y nosotros lo perdimos con él.

Todos los humanos, incluyendo todas nuestras facultades, quedaron devastadas por la corrupción de la naturaleza humana.

Sin embargo, el hecho de que hayamos caído no significa que ya no tengamos la capacidad de pensar. Todos somos propensos al error, pero también podemos aprender a razonar de una manera ordenada, lógica, y persuasiva. Es mi deseo ver a cristianos pensando con la máxima fuerza y ​​claridad. Entonces, como cuestión de disciplina, nos beneficia mucho estudiar y dominar los principios elementales del razonamiento para que podamos, con la ayuda de Dios el Espíritu Santo, superar hasta cierto punto los estragos que el pecado causa en nuestro pensamiento.

No creo ni por un momento que, mientras el pecado esté en nosotros, podamos llegar a ser perfectos en nuestro razonamiento, porque el pecado nos predispone en contra de la ley de Dios mientras vivamos, y tenemos que luchar para vencer estas distorsiones básicas de la verdad de Dios. Pero si amamos a Dios no solo con todo nuestro corazón, alma, y fuerzas, sino también con nuestra mente (Mr. 12:30), seremos rigurosos al entrenar nuestras mentes.

Sí, Adán tenía una mente aguda antes de la Caída, pero creo que el mundo nunca ha experimentado un pensamiento tan sólido como se manifestó en la mente de Cristo. Pienso que parte de la humanidad perfecta de nuestro Señor se demostró en que nunca hizo una inferencia ilegítima, nunca saltó a una conclusión que no estuviera justificada por las premisas. Su pensamiento era coherente y claro como el agua. Nuestro Señor nos llama a imitarlo en todas las cosas, incluyendo su pensar. Por lo tanto, en tu vida, tu principal y sincera prioridad debe ser amarlo con toda tu mente.

Publicado originalmente en Ligonier. Traducido por Rachel Hannah.
Imagen: Lightstock.
R.C. Sproul es el fundador de Ligonier Ministries, el maestro principal de la programación de radio Renewing Your Mind, y el editor general de la Biblia de estudio Reformation.

Dios hace que todo suceda | R.C.Sproul

Dios hace que todo suceda

R.C.Sproul

Uno de los conceptos dominantes en la cultura occidental durante los últimos doscientos años, como vimos en los capítulos anteriores, es que vivimos en un universo cerrado y mecanicista. Según la teoría, todo funciona conforme a leyes naturales fijas, y que no hay posibilidad de intrusión desde el exterior. Por lo tanto, el universo es como una máquina que funciona por sus propios mecanismos internos.
Sin embargo, incluso aquellos que introdujeron este concepto ya a comienzos del siglo XVII todavía planteaban la idea de que Dios construyó la máquina en un principio. Como pensadores y científicos inteligentes que eran, no podían deshacerse de la necesidad de un Creador. Ellos reconocían que no habría mundo para que ellos observaran si no hubiese una causa última de todas las cosas. Aun cuando se cuestionaba y desafiaba la idea de un Gobernador involucrado y providencial de los asuntos diarios, todavía se asumía tácitamente que tenía que haber un Creador por encima del orden creado.
En el concepto clásico, la providencia de Dios estaba muy estrechamente ligada a su rol como creador del universo. Nadie creía que Dios simplemente creó el universo y luego le volvió la espalda y perdió contacto con él, o que él volvió a sentarse en su trono del cielo y meramente observó el universo trabajar por su propio mecanismo interno, rehusando involucrarse personalmente en sus asuntos. La noción cristiana clásica más bien era que Dios es tanto la causa primaria del universo como también la causa primaria de todo lo que acontece en el universo.
Uno de los principios fundacionales de la teología cristiana es que nada en este mundo posee poder causal intrínseco. Nada tiene poder alguno salvo el poder que se le confiere —se le presta, por así decirlo— o se ejecuta a través de ello, que en última instancia es el poder de Dios. Es por eso que los teólogos y filósofos históricamente han hecho una distinción crucial entre causalidad primaria y causalidad secundaria.
Dios es la fuente de la causalidad primaria. En otras palabras, él es la causa primera. Él es el Autor de todo lo que hay, y sigue siendo la causa primaria de los acontecimientos humanos y de los sucesos naturales. Sin embargo, su causalidad primaria no excluye las causas secundarias. Sí, cuando cae la lluvia, el pasto se moja, no porque Dios moje directa e inmediatamente el pasto, sino porque la lluvia aplica humedad al pasto. Pero la lluvia no podría caer si no fuera por el poder causal de Dios que está por encima de cada actividad causal secundaria. El hombre moderno, sin embargo, se apresura a decir: “El pasto está mojado porque llovió”, y no sigue buscando una causa superior y última. La gente del siglo XXI al parecer piensa que podemos arreglárnoslas perfectamente con las causas secundarias sin pensar en la causa primaria.
El concepto básico aquí es que lo que Dios crea, él lo sustenta. Por lo tanto, una de las subdivisiones importantes de la doctrina de la providencia es el concepto de sustento divino. En palabras simples, esta es la clásica idea cristiana de que Dios no es el gran Relojero que fabrica el reloj, le da cuerda, y luego sale de escena. En lugar de eso, él preserva y sostiene aquello que crea.
Esto efectivamente lo vemos al comienzo mismo de la Biblia. Génesis 1:1 dice: “Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra”. La palabra hebrea traducida como “creó” es una forma del verbo bārā, que significa “crear”, “hacer”. Esta palabra entraña la idea de sostener. Me gusta ilustrar esta idea aludiendo a la diferencia en música entre una nota en staccato y una nota sostenida. Una nota en staccato es breve y cortante: “La la la la la”. Una nota sostenida se mantiene: “Laaaa”. Asimismo, la palabra bārā nos dice que Dios no simplemente trajo el mundo a existencia en un momento. El término indica que él continúa creándolo, por así decirlo. Él lo sostiene, lo cuida, y lo sustenta.
EL AUTOR DEL SER
Uno de los conceptos teológicos de la más profunda importancia es que Dios es el Autor del ser. Nosotros no podríamos existir sin un ser supremo, porque no tenemos el poder de ser por nosotros mismos. Si algún ateo pensara seria y lógicamente acerca del concepto de ser durante cinco minutos, ese sería el fin del ateísmo. Es un hecho ineludible que nadie en este mundo tiene el poder de ser dentro de sí mismo, y no obstante aquí estamos. Por lo tanto, en algún lugar debe haber alguien que sí tiene el poder de ser en sí mismo. Si tal ser no existe, científicamente sería del todo imposible que algo existiera. Si no hay un ser supremo, no podría haber ningún ser de ninguna especie. Si hay algo, debe haber algo que tenga el poder de ser; de lo contrario, nada sería. Es así de simple.
Cuando el apóstol Pablo se dirigió a los filósofos en el Areópago de Atenas, mencionó que había visto muchos altares en la ciudad, incluido uno “al dios no conocido” (Hechos 17:23a). Entonces él usó ese hecho como una entrada para hablarles la verdad bíblica: “Pues al Dios que ustedes adoran sin conocerlo, es el Dios que yo les anuncio. El Dios que hizo el mundo y todo lo que en él hay… da vida y aliento a todos y a todo… porque en él vivimos, y nos movemos, y somos” (vv. 23b–28a). Pablo dijo que todo lo que Dios crea es completamente dependiente del poder de Dios, no solo para su origen sino para la continuidad de su existencia.
A veces me impaciento con algunas de las licencias poéticas que se toman los autores de himnos. Un himno famoso incluye este verso: “¡Maravilloso amor! ¿Cómo puede ser que tú, mi Dios, murieras por mí?”. Es cierto, Dios murió en la cruz, por decirlo de alguna manera. El Dios-hombre, aquel que era Dios encarnado, murió por su pueblo. Pero la naturaleza divina no pereció en el Calvario. ¿Qué le sucedería al universo si Dios muriera? Si Dios dejara de existir, el universo perecería con él, porque Dios no solo lo ha creado todo, sino que lo sustenta todo. Nosotros dependemos de él, no solo para nuestro origen, sino también para nuestra continua existencia. Puesto que no tenemos el poder de ser en nosotros mismos, no duraríamos ni un segundo sin su poder sustentador. Eso es parte de la providencia de Dios.
Esta idea de que Dios sustenta el mundo —el mundo que él hizo y observa en los mínimos detalles— nos lleva al corazón del concepto de providencia, que es la enseñanza de que Dios gobierna su creación. Esta enseñanza tiene muchos aspectos, pero quiero enfocarme en tres de ellos en lo que resta de este capítulo: las verdades de que el gobierno de Dios sobre todas las cosas es permanente, soberano, y absoluto.
UN GOBIERNO PERMANENTE
Cada cierta cantidad de años, tenemos un cambio de gobierno en nuestro país cuando una nueva administración presidencial toma el mando. La Constitución limita el número de años que un presidente puede servir como jefe ejecutivo de la nación. Por lo tanto, según estándares humanos, los gobiernos van y vienen. Cada vez que un presidente entra en ejercicio, los medios informativos hablan del “periodo de luna de miel”, el tiempo cuando se mira al nuevo líder con favor, se lo recibe cálidamente, y todo lo demás. Pero a medida que cada vez más personas se molestan o decepcionan de sus políticas, su popularidad decae. Pronto escuchamos a algunos críticos opinando que necesitamos sacar al “vago” de su cargo. En otros países, tal disconformidad ocasionalmente ha conducido a la revolución armada, lo que ha acabado en el violento derrocamiento de presidentes o primeros ministros. Sea como fuere, ningún gobernador terrenal retiene el poder para siempre.
Dios, sin embargo, está sentado como el Gobernador supremo del cielo y la tierra. También él debe tolerar a personas desencantadas con su gobierno, que objetan sus políticas, y resisten su autoridad. Pero aunque la existencia misma de Dios puede ser negada, su autoridad puede ser resistida, y sus leyes desobedecidas, su gobierno providencial jamás puede ser derrocado.
El Salmo 2 nos da una vívida imagen del reino seguro de Dios. El salmista escribe: ¿Por qué se sublevan las naciones, y en vano conspiran los pueblos? Los reyes de la tierra se rebelan; los gobernantes se confabulan contra el Señor y contra su ungido. Y dicen: ‘¡Hagamos pedazos sus cadenas! ¡Librémonos de su yugo!’ ” (vv. 1–3, NVI). La imagen aquí es la de una cumbre de los poderosos gobernadores de este mundo. Ellos se reúnen para formar una coalición, una especie de eje militar, para planificar el derrocamiento de la autoridad divina. Es como si estuvieran planeando disparar sus misiles nucleares hacia el trono de Dios con el fin de volarlo del cielo. El objetivo de ellos es ser libre de la autoridad divina, arrojar las “cadenas” y el “yugo” con los que Dios los sujeta. Pero la conspiración no solo es contra “el Señor”, sino que también es contra “su ungido”. Aquí la palabra hebrea es māšîah, de donde proviene nuestra palabra castellana “Mesías”. Dios el Padre ha exaltado a su Hijo como cabeza de todas las cosas, con el derecho a gobernar a los gobernadores de este mundo. Aquellos que han sido investidos de autoridad terrenal se han reunido en un consejo para planificar cómo liberar al universo de la autoridad de Dios y de su Hijo.
¿Cuál es la reacción de Dios a esta conspiración terrenal? El salmista dice: “El rey de los cielos se ríe; el Señor se burla de ellos” (v. 4). Los reyes de la tierra se ponen en contra de Dios. Se conciertan con pactos y tratados solemnes, y se animan unos a otros a no vacilar sobre su decisión de destronar al Rey del universo. Pero cuando Dios mira todos estos poderes congregados, no tiembla de temor. Él se ríe, pero no con risa de diversión. El salmista describe la risa de Dios como risa de burla. Es la risa que expresa un poderoso rey cuando menosprecia a sus enemigos.
Pero Dios no meramente se ríe: “En su enojo los reprende, en su furor los intimida y dice: ‘He establecido a mi rey sobre Sión, mi santo monte’ ” (vv. 5–6, NVI). Dios reprenderá a las naciones rebeldes y afirmará al Rey que ha puesto en Sión.
Con frecuencia me asombra la diferencia entre el acento que encuentro en las páginas de las sagradas Escrituras y el que leo en las páginas de las revistas religiosas y escucho que se predica en los púlpitos de nuestras iglesias. Tenemos una imagen de Dios lleno de benevolencia. Lo vemos como un botones celestial al que podemos llamar cuando necesitamos servicio a la habitación, o como un Santa Claus cósmico que está presto a derramar regalos sobre nosotros. Él se complace en hacer cualquier cosa que le pidamos. Mientras tanto, él nos ruega amablemente que cambiemos nuestros caminos y vengamos a su Hijo, Jesús. Generalmente no escuchamos acerca de un Dios que ordena obediencia, que reafirma su autoridad sobre el universo e insiste en que nos inclinemos ante su Mesías ungido. No obstante, en la Escritura nunca vemos a Dios invitando a las personas a venir a Jesús. Él nos ordena que nos arrepintamos, y nos inculpa de traición a un nivel cósmico si decidimos no hacerlo. Una negativa a someterse a la autoridad de Cristo probablemente a nadie le causará problemas con la iglesia o el gobierno, pero ciertamente causará un problema con Dios.
En el Discurso del Aposento Alto (Juan 13–17), Jesús les dijo a sus discípulos que él se iba, pero prometió enviarles otro Consolador (14:16), el Espíritu Santo. Él dijo: “Cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (16:8). Cuando Jesús habló acerca de la venida del Espíritu Santo para convencer al mundo de pecado, él fue muy específico respecto al pecado en el que estaba pensando. Era el pecado de incredulidad. Él dijo que el Espíritu convencería “de pecado, por cuanto no creen en mí” (v. 9). Desde la perspectiva de Dios, la negativa a someterse al señorío de Cristo no simplemente se debe a una falta de convicción o de información. Dios lo considera como incredulidad, como la incapacidad de aceptar al Hijo de Dios por quien él es.
Pablo hizo eco de esta idea en el Areópago cuando dijo: “Dios pasó por alto aquellos tiempos de tal ignorancia, pero ahora manda a todos, en todas partes, que se arrepientan” (Hechos 17:30, NVI). Dios había sido paciente, dijo Pablo, pero ahora mandó que todos se arrepintieran y creyeran en Cristo. Rara vez escuchamos esta idea en los libros o desde el púlpito, la idea de que es nuestro deber someternos a Cristo. Pero si bien quizá no la escuchemos, esta no es una opción respecto a Dios.
En palabras simples, Dios impera sobre su universo, y su reinado no tendrá fin.
UN GOBIERNO SOBERANO
En nuestro país, vivimos en una democracia, así que nos cuesta entender la idea de soberanía. Nuestro contrato social declara que nadie puede gobernar aquí salvo con el consentimiento de los gobernados. Pero Dios no necesita nuestro consentimiento para gobernarnos. Él nos hizo, así que tiene un derecho intrínseco de gobernarnos.
En la Edad Media, los monarcas de Europa intentaban fundamentar su autoridad en el llamado “derecho divino de reyes”. Ellos declaraban que tenían un derecho dado por Dios para gobernar a sus compatriotas. La verdad es que solo Dios tiene semejante derecho.
En Inglaterra, el poder del monarca, que en otro tiempo fue muy grande, ahora es limitado. Inglaterra es una monarquía constitucional. La reina goza de toda la pompa y las galas de la realeza, pero el Parlamento y el primer ministro dirigen la nación, no el Palacio de Buckingham. La reina rige pero no gobierna.
Por el contrario, el Rey bíblico reina y gobierna a la vez. Y lleva a cabo su reinado, no por referéndum, sino por su soberanía personal.
UN GOBIERNO ABSOLUTO
El gobierno de Dios es una monarquía absoluta. A él no se le impone ninguna restricción externa. Él no tiene que respetar un equilibrio de poderes con un Congreso o una Corte Suprema. Dios es el Presidente, el Parlamento, y la Corte Suprema, todo en uno, porque él está investido con la autoridad de un monarca absoluto.
La historia del Antiguo Testamento es la historia del reino de Jehová sobre su pueblo. El motivo central del Nuevo Testamento es la realización sobre la tierra del reino de Dios en el Mesías, a quien Dios exalta a la mano derecha de autoridad y lo corona como el Rey de Reyes y Señor de señores. Él es el Gobernador último, aquel a quien debemos la lealtad última y la obediencia última.
Una de las grandes ironías de la historia es que cuando Jesús, quien era el Rey cósmico, nació en Belén, el mundo era gobernado por un hombre llamado César Augusto. Estrictamente hablando, sin embargo, la palabra “augusto” solo es apropiada para Dios. Significa “de suprema dignidad o grandeza; majestuoso; venerable; eminente”. Dios es el cumplimiento superlativo de todos estos términos, porque Dios el Señor omnipotente reina.

Sproul, R. C. (2012). ¿Controla Dios todas las cosas? (E. Castro, Trad.; Vol. 14). Reformation Trust: A Division of Ligonier Ministries.

¿Qué es el evangelio? | Ray Ortlund

Nota del editor: Esta publicación es la primera parte de la serie Las Buenas Nuevas,  publicada por la Tabletalk Magazine.

En cierto sentido, toda la Biblia es el evangelio. Al leerla desde Génesis hasta Apocalipsis, vemos la vasta extensión del maravilloso mensaje de Dios para la humanidad.

Pero muchos leen toda la Biblia y su comprensión del evangelio difiere ampliamente, no están claros, o simplemente están equivocados. Algunos hablan del evangelio en términos del favor de Dios derramando prosperidad financiera. Otros describen una utopía política en el nombre de Cristo. Y otros hacen hincapié en seguir a Cristo, proclamar Su reino o buscar la santidad. Algunos de estos temas son bíblicos, pero ninguno de ellos es el evangelio.

Afortunadamente, encontramos pasajes bíblicos que nos dicen, explícita y claramente, qué es el evangelio. Por ejemplo, el apóstol Pablo explica lo que es “de primera importancia” dentro del mensaje bíblico:

Ahora os hago saber, hermanos, el evangelio que os prediqué, el cual también recibisteis, en el cual también estáis firmes, por el cual también sois salvos, si retenéis la palabra que os prediqué, a no ser que hayáis creído en vano. Porque yo os entregué en primer lugar lo mismo que recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras (1 Cor 15:1-4).
Pablo les recuerda a los creyentes de Corinto el mensaje del evangelio y su relevancia integral para ellos. Ellos lo recibieron; ellos están cimentados en él; ellos están siendo salvados por él. Estos beneficios, sagrados y poderosos, fluyen en su vida diaria mientras se aferran a la Palabra del evangelio que Pablo les dio. Los corintios no merecen tal bendición, pero el evangelio anuncia la gracia de Dios en Cristo para los que no la merecen. El único fracaso catastrófico de los corintios sería la incredulidad. Con tantas cosas buenas que decir sobre el evangelio, no es de extrañar que Pablo lo califique como “de primera importancia” en sus prioridades.

¿Qué es, entonces, el evangelio? Primeramente, el evangelio es la buena noticia de Dios: que “Cristo murió por nuestros pecados”. La Biblia dice que Dios creó a Adán sin pecado, apto para gobernar sobre una creación buena (Gen 1). Entonces, Adán se separó de Dios y arrastró a toda la humanidad con él a la culpa, la miseria y la ruina eterna (capítulo 3). Pero Dios, en Su gran amor por nosotros, unos rebeldes ahora totalmente indignos de Él, envió un mejor Adán, que vivió la vida perfecta que nunca hemos vivido y murió la muerte criminal que no queremos morir. “Cristo murió por nuestros pecados” en el sentido de que, en la cruz, Él expió los crímenes que hemos cometido contra Dios, nuestro Rey. Jesucristo, muriendo como nuestro sustituto, absorbió en Sí mismo toda la ira de Dios contra la verdadera culpa moral de Su pueblo. No dejó deuda sin pagar. Él mismo dijo: “Consumado es” (Jn 19:30). Y siempre diremos: “¡El Cordero que fue inmolado es digno!” (Ap 5:12).

Segundo, el evangelio dice: “Él fue sepultado”. Esto hace énfasis en que los sufrimientos y la muerte de Jesús fueron completamente reales, extremos y definitivos. La Biblia dice: “Y fueron y aseguraron el sepulcro; y además de poner la guardia, sellaron la piedra” (Mt 27:66). Después de matarlo, Sus enemigos se aseguraron de que todos supieran que Jesús estaba más muerto que una piedra. No solo la muerte de nuestro Señor fue tan definitiva como la muerte puede ser, sino que también fue humillante: “Se dispuso con los impíos Su sepultura” (Is 53:9). En Su asombroso amor, Jesús se identificó por completo con pecadores enfermos como nosotros, sin omitir nada.

Tercero, el evangelio dice: “Él fue resucitado al tercer día”. Hace años, escuché a S. Lewis Johnson decirlo de esta manera: “La resurrección es el ‘¡Amén!’ de Dios al ‘¡Consumado es!’ de Cristo. Jesús fue “resucitado para nuestra justificación” (Rom 4:25). Su obra en la cruz logró expiar nuestros pecados, de manera obvia. Además, por Su resurrección, Cristo “fue declarado Hijo de Dios con poder”, es decir, nuestro Mesías triunfante que reinará para siempre (Rom. 1: 4). Solo el Cristo resucitado puede decirnos: “No temas, Yo soy el primero y el último, y el que vive, y estuve muerto; y he aquí, estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del Hades” (Ap 1:17-18). Aquel que vive conquistó la muerte y ahora está preparando un lugar para nosotros: un cielo nuevo y una tierra nueva, donde todo Su pueblo vivirá gozosamente con Él para siempre.

Este es el evangelio de la inmensa gracia de Dios hacia pecadores como nosotros. Cualquier otra cosa que se pudiese decir, solamente nos diría más sobre la poderosa obra de Jesucristo. Permanezcamos firmes en la Palabra que se nos predicó. Si creemos en este evangelio, no creeremos en vano.

Publicado originalmente en la Tabletalk Magazine.
Ray Ortlund
El Dr. Ortlund es pastor principal de Immanuel Church en Nashville, Tenn., presidente de Renewal Ministries, y autor de varios libros, incluyendo When God Comes to Church.

Cambios doctrinales | Keith A. Mathison

Cambios doctrinales
Por Keith A. Mathison

Nota del editor: Este es el quinto y último capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo XX

Los que vivían al iniciar el siglo XX lo hacían en un mundo que ya había experimentado y seguía experimentando cambios sin precedentes. Habían caído antiguos imperios y otros estaban alcanzando la cima de su poder con el colonialismo en su apogeo. Las guerras provocadas por todos estos acontecimientos parecían no tener fin. Además, la segunda Revolución industrial estaba creando cambios sociales y económicos masivos a medida que la gente huía de las granjas y llenaba las ciudades. En lo filosófico, la academia seguía enfrentándose a las preguntas sobre autoridad, asociadas al auge de la modernidad. Sin embargo, nadie sabía en aquel momento que los cambios que habían presenciado no serían nada comparados con los que traería el siglo XX.

LOS CAMBIOS DOCTRINALES EN EUROPA Y AMÉRICA
Desde el comienzo de la Ilustración, los temas sobre la autoridad habían permanecido en la primera línea del pensamiento filosófico y teológico. La mayoría ya no daba por sentada la autoridad de la Escritura ni la de la iglesia, pero ¿cuál era la alternativa? Muchos pensadores de la Ilustración habían colocado a la razón humana en ese exaltado papel pero otros reaccionaron contra ello, como los influenciados por el Romanticismo. Los teólogos cristianos también se vieron obligados a responder. En el siglo XIX, el padre del liberalismo alemán, Friedrich Schleiermacher, propuso como autoridad el sentimiento religioso interior. Varios anglicanos destacados intentaron encontrar la autoridad en la historia cristiana primitiva, creando el Movimiento de Oxford. La Iglesia católica romana había establecido el dogma de la infalibilidad papal en el Concilio Vaticano I (1869-70). Sin embargo, en medio de todo esto, todavía había muchos que seguían defendiendo la autoridad de la Biblia, como los teólogos reformados del Seminario Teológico de Princeton.

Esta dinámica continuó a comienzos del siglo XX. El liberalismo alemán siguió desarrollándose e intentando adaptarse a las formas modernas de pensamiento. Adolf von Harnack, por ejemplo, publicó en 1901 su libro ¿Qué es el cristianismo?, en el que sostenía que la verdad interna del cristianismo se mantenía firme a pesar de que su forma doctrinal externa había experimentado cambios desde el primer siglo. Al mismo tiempo, la Escuela Alemana de Historia de las Religiones hacía su aparición con sus afirmaciones de que el cristianismo era una combinación sincretista de pensamiento judío, religiones mistéricas y filosofía estoica. Las crisis en las ciudades provocada por la urbanización masiva condujo al auge del evangelio social bajo el liderazgo de teólogos como Walter Rauschenbusch. Sin embargo, este liberalismo protestante no permanecería sin ser desafiado. Tras la Primera Guerra Mundial, varios teólogos alemanes, como Karl Barth, Emil Brunner y Rudolf Bultmann, reaccionaron contra la teología liberal, desarrollando lo que se conocería como la teología dialéctica. Estos hombres diferían del liberalismo alemán principalmente en la relación de la historia y la fe, pero las diferencias entre ellos acabarían conduciéndolos en direcciones distintas. Bultmann desarrolló su teología en la línea de la filosofía existencial y tendría una influencia enorme, sobre todo en las décadas centrales del siglo XX, pero el teólogo más influyente entre los teólogos dialécticos resultó ser Karl Barth, cuya neoortodoxia sigue influyendo en teólogos de todas las tendencias hasta nuestros días.

Tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial, se desarrolló la teología política, especialmente en los escritos de Jürgen Moltmann. Su obra influiría enormemente en el auge y desarrollo de diversas formas de teología de la liberación (teología de la liberación latinoamericana, teología feminista, teología negra, etc.). Estas teologías de la liberación tenían como objetivo rehacer el orden social política, económica y culturalmente. Varios teólogos de la liberación combinaron su visión de un nuevo orden social con una doctrina de Dios basada en la filosofía procesual de Alfred North Whitehead. La teología del proceso, tal y como la desarrollaron teólogos filosóficos como Charles Hartshorne y John B. Cobb, supuso una redefinición radical de la doctrina tradicional de Dios. En la teología del proceso, Dios tiene tanto un aspecto eterno e inmutable de Su naturaleza como un aspecto en continuo cambio o devenir de Su naturaleza. La teología del proceso considera a Dios algo así como el «alma» del mundo, por decirlo de alguna manera, y por ello se identifica con el panenteísmo.

LOS CAMBIOS DOCTRINALES DENTRO DEL EVANGELICALISMO
La teología evangélica del siglo XX también experimentó varios desarrollos importantes. La teología dispensacional, que había comenzado en Gran Bretaña bajo el liderazgo de John Nelson Darby, empezó a extenderse en Estados Unidos a través de conferencias bíblicas y la creación de escuelas bíblicas. La teología dispensacional se basa en la idea de que existen dos pueblos de Dios, Israel y la iglesia. Es más conocida por sus doctrinas escatológicas distintivas, incluido el rapto de la iglesia antes de la tribulación. La teología dispensacional recibió su impulso más significativo en 1909 con la publicación de la Biblia Anotada de Scofield. La teología dispensacional se convirtió en el punto de vista mayoritario del evangelicalismo estadounidense durante gran parte del siglo XX gracias a las enseñanzas de teólogos como John F. Walvoord, Charles Ryrie y J. Dwight Pentecost.

El mayor desafío numérico a la supremacía de la teología dispensacional en el siglo XX fue el pentecostalismo. Los primeros pentecostales se caracterizaban por creer en una segunda obra de Dios en la vida de los creyentes: el bautismo del Espíritu Santo, confirmado por el don de hablar en lenguas. Los primeros pentecostales creían que estas lenguas eran verdaderas lenguas extranjeras, pero muchos pentecostales contemporáneos identifican las lenguas con una forma u otra de habla extática o lenguas angélicas. En las décadas de 1960 y 1970, el movimiento carismático surgió debido a la influencia del pentecostalismo en muchos evangélicos de distintas denominaciones. Al final, el pentecostalismo se convirtió en uno de los movimientos de más rápido crecimiento en la historia de la iglesia y se ha extendido por todo el mundo.

La teología reformada del siglo XX experimentó altibajos. El Seminario Teológico de Princeton, que había sido el baluarte de la teología reformada estadounidense en el siglo XIX, fue tomado gradualmente por teólogos liberales durante la llamada Controversia fundamentalista modernista. Sin embargo, de sus cenizas surgió el Seminario Teológico de Westminster bajo la dirección de J. Gresham Machen. Sin embargo, siguió siendo una escuela bastante pequeña, por lo que el liderazgo intelectual del evangelicalismo durante la mitad del siglo XX recayó en cierta medida en evangélicos como Carl F.H. Henry. No obstante, en ocasiones los teólogos evangélicos y reformados combinaban sus fuerzas para tratar cuestiones que afectaban a ambos. El debate sobre la inerrancia bíblica en las décadas de 1970 y 1980 es un ejemplo importante. Los evangélicos conservadores se vieron obligados a enfrentarse a la negación de la inerrancia en las iglesias y seminarios evangélicos. El resultado fue la Declaración de Chicago sobre la inerrancia bíblica, un documento que se sigue utilizando ampliamente en los círculos cristianos.

UN RESURGIR DE LA TEOLOGÍA REFORMADA
Durante varias décadas del siglo XX, la teología reformada fue una especie de pequeña realidad clandestina. Se publicaban muy pocos libros reformados. Los teólogos reformados eran relativamente desconocidos en el amplio mundo evangélico. Pero a partir de la segunda mitad del siglo XX, la teología reformada empezó a resurgir. En la década de 1950, Banner of Truth Trust (Estandarte de la Verdad) comenzó a publicar una revista y obras clásicas de teología reformada. Con el tiempo, otras editoriales siguieron su ejemplo, con el resultado de que hoy en día se puede acceder fácilmente a miles de libros de teólogos reformados clásicos y contemporáneos.

Durante gran parte del siglo XX, el Seminario Teológico de Westminster en Filadelfia fue el único seminario reformado importante en los Estados Unidos. El Dr. Francis Schaeffer, con su aguda visión de la cultura, la teología y el posmodernismo, comenzó su formación en este seminario. Se convirtió en una figura clave en los primeros brotes del resurgimiento reformado. En la década de 1960, se fundó el Reformed Theological Seminary (Seminario Teológico Reformado) en Jackson, Mississippi. Desde entonces, se han creado otros muchos seminarios y campus reformados. Estos seminarios reformados han contribuido al rápido crecimiento de las denominaciones reformadas.

Los estudiosos del evangelicalismo del siglo XX suelen señalar la influencia de las organizaciones reformadas paraeclesiásticas en el resurgir del calvinismo. En 1971, el Dr. R.C. Sproul fundó el Centro de Estudios del Valle de Ligonier, en Ligonier, Pensilvania, con el apoyo de Dora Hillman y otros líderes cristianos de Pittsburgh. El centro de estudios se basaba en el modelo del propio centro de estudios europeo de Francis Schaeffer en Suiza, llamado L’Abri. En los primeros años del Centro de Estudios del Valle de Ligonier, los estudiantes asistían a conferencias de profesores como el Dr. Sproul, el Dr. John Gerstner y otros pastores y eruditos reformados. Las conferencias se grababan y se distribuían por todo el país y por todo el mundo. Gracias a la labor de este centro de estudios —que más tarde pasó a llamarse Ministerios Ligonier— y de otros grupos, los principios clave de la teología reformada, incluidos los cinco puntos del calvinismo y las cinco solas de la Reforma, tuvieron una mayor aceptación en el movimiento evangélico general a finales del siglo XX.

En las últimas décadas ha aumentado el interés por la teología reformada entre jóvenes y mayores. Nuevas editoriales están traduciendo por primera vez obras clásicas de la teología reformada a nuestro idioma. Los eruditos reformados están a la vanguardia del trabajo en filosofía cristiana y teología histórica. Sigue habiendo problemas, como siempre los habrá hasta que Cristo vuelva, pero hay motivos de aliento en estos avances contemporáneos, e incluso si no viéramos razones externas para sentirnos alentados, seguimos estando llamados a permanecer fieles a la Palabra de Dios y a seguir adelante en este y en todos los siglos.

Publicado originalmente en: Tabletalk Magazine
Keith A. Mathison
El Dr. Keith A. Mathison es profesor de teología sistemática en Reformation Bible College en Sanford, Florida. Es autor de varios libros, entre ellos The Lord’s Supper: Answers to Common Questions [La Cena del Señor: respuestas a preguntas comunes].

La ética en fluctuación | Bruce P. Baugus

La ética en fluctuación
Por Bruce P. Baugus

Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine:La historia de la Iglesia | Siglo XX

La ética del siglo XX fue una época en la que se cosechó la tempestad tras haber sembrado aquellos vientos en los albores de la modernidad. La era moderna del pensamiento occidental comenzó en el siglo XVII, cuando algunos pensadores abandonaron el enfoque agustiniano de la teología como un ejercicio de fe en busca de entendimiento, optando en su lugar por un nuevo enfoque que a grandes rasgos equivalía a la razón, en sentido estricto, en busca de razones o justificaciones para creer. Así comenzó la búsqueda de la teología racional.

AQUELLOS VIENTOS
A principios de la era moderna, algunos teólogos racionales parecían seguros de que podían justificar la creencia en los fundamentos principales del cristianismo basándose en estrechas premisas racionalistas (como William Chillingworth y John Tillotson). Pero a finales de siglo, ni siquiera John Locke, el pretendido defensor racional de la fe, pudo encontrar la manera de justificar la creencia en doctrinas tan básicas para la ortodoxia como la Trinidad y la encarnación. En el siglo XVIII, algunos de los brotes unitarios (y arrianos) de la teología racional habían florecido en variedades de deísmo en todo el mundo occidental (como John Toland, Anthony Collins y Matthew Tindal en Inglaterra; Voltaire y Jean Jacques Rousseau en Francia; y Benjamin Franklin y Thomas Jefferson en Norteamérica). Con el tiempo, y quizá afortunadamente, David Hume dio un último empujón a todo el proyecto de la teología racional, y este se derrumbó.

Sin embargo, mientras se derrumbaba la esperanza de una justificación racional del cristianismo como religión revelada divinamente, la confianza en la existencia y cognoscibilidad de un orden moral racional seguía siendo alta. Tan alta, de hecho, que los pensadores de toda la era de la razón, incluido Baruch Spinoza, siguieron considerando la ética como el único aspecto de la enseñanza bíblica que podía obtener el asentimiento racional y el consentimiento universal. Algunos pensadores de la Ilustración llegaron a pensar que la ética podría justificar la teología sobre la sola base de la razón humana.

En la estructura de pensamiento ampliamente agustiniana que prevaleció durante la época medieval, la ética seguía a la teología y descansaba sobre ella. Es decir, se suponía que nuestro conocimiento de la forma en que los seres humanos debían comportarse en el mundo dependía de quién era Dios y de lo que Él quería, y estaba determinado por ello. A lo largo de los siglos se sucedieron los debates sobre muchos subpuntos, pero pocos teólogos habían imaginado un orden distinto a este. De hecho, la relación entre la teología y la ética era tan estrecha que tanto los pensadores católicos romanos como los protestantes trataban la ética como una rama de la teología.

Ese orden fue cuestionado por las nuevas variedades modernistas del racionalismo. Cuando Immanuel Kant escribió a finales del siglo XVIII, el contenido de la teología racional se había reducido en gran medida a lo que los teólogos racionales imaginaban que debía ser cierto de Dios para mantener el orden moral (y, por tanto, la civilización). La contribución de Kant en este frente fue exponer la cuestión abierta y honestamente, y proporcionar un marco filosófico creativo y formidable para dar a los pensadores de la Ilustración un lugar donde situarse.

En la propuesta de Kant, la teología está impulsada por las exigencias de la razón práctica que rige nuestra forma de vivir en el mundo. La idea es bastante simple: para vivir una vida moral, hay que creer ciertas cosas. Una de esas cosas es que hacer lo correcto conduce a la felicidad personal. Sin embargo, es evidente que cumplir con nuestro deber moral no siempre conduce a la felicidad personal en esta vida; a menudo conduce al sufrimiento. Por tanto, Kant argumentó que debemos creer que existe algún tipo de vida después de la muerte en la que el bien es recompensado con la felicidad. Kant dijo que no podemos saber si este estado de cosas realmente existe, pero nos encontramos en la peculiar situación de tener que creer en tal estado para hacer lo que la razón exige que sea nuestro deber. Es más, concluía Kant, también debemos creer que lo que la razón nos exige está respaldado por la autoridad divina y que, por tanto, es lo que Dios ordena, del mismo modo que también debemos creer que Dios recompensará a quienes cumplan con su deber en esta vida con una felicidad sin fin en la otra.

LA TEMPESTAD
En cierto modo, el marco de Kant completó la reestructuración de la ética a partir de la visión anterior que prevalecía en Occidente; en otros aspectos, aceleró la desintegración del amplio consenso moral que era sustentado por la visión anterior. Anteriormente, la ética se enfocaba a menudo como una rama de la teología; después de Kant, la ética se ha enfocado generalmente como una disciplina autónoma, tal y como se había concebido en antaño en Atenas. Mientras los occidentales siguieran pensando más o menos como cristianos en cuestiones morales y respaldando los principales contornos del pensamiento moral cristiano, tal como se revelan en la Escritura y se resumen en el Decálogo, esto parecía razonable. Pero la suposición de que las nociones humanas de moralidad eran estables resultó ingenua. Una vez cortados los cables teológicos, la ética fue arrastrada por la tempestad.

Pensadores posteriores propondrían principios metaéticos derivados de la antropología, la sociología, la psicología y, finalmente, incluso de la biología. Mientras tanto, las críticas suspicaces al evangelio expresadas en el siglo XVIII (como las de Hermann Reimarus) fueron desarrolladas y extendidas a la enseñanza moral cristiana por pensadores del siglo XIX como Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud. Las particularidades de sus críticas variaron ampliamente, pero estos «maestros de la sospecha», como los llama Paul Ricoeur, propusieron cada uno de ellos contranarrativas de la moral cristiana que la presentaban como un desarrollo histórico desviado o debilitador y como un impedimento para el progreso personal y social.

Por muy duras y desvinculadas de la realidad histórica que fueran a veces estas contranarrativas, la sospecha hacia el cristianismo es lo único que nos queda cuando se rechaza la posibilidad de una verdad revelada. El hecho de que el cristianismo exista como una fuerza potente en el mundo y tenga la estructura y la forma que tiene exige una explicación. Pero si la teología cristiana no es verdadera, dice el razonamiento, entonces la enseñanza y la práctica cristianas deben servir a algún otro propósito que el que aparentan o pretenden servir. Algunos sospechan que el cristianismo es un mecanismo para hacer frente a la desesperación, el miedo, los deseos insatisfechos o el sufrimiento; otros sospechan que es un instrumento de opresión que permite a sus seguidores frenar e imponer su voluntad colectiva a los demás; y otros sospechan que el discurso moral carece de sentido o que la propia moral es una ilusión evolutiva.

Esta tempestad de sospechas abrió un camino a lo largo del siglo XX, lo que resulta evidente en la creciente sensación de crisis reflejada en la literatura a medida que el intento cada vez más desesperado de justificar la moralidad sobre bases no teológicas seguía vacilando y luego fracasaba. A medida que se acercaba el colapso, una propuesta metaética siguió a otra en rápida sucesión: las variedades del utilitarismo (como el de Henry Sidgwick) dieron paso a una especie de contienda entre el realismo (como el de George Edward Moore) y el emotivismo (como el de Alfred Jules Ayer), luego con el prescriptivismo (como el de Richard Mervyn Hare), y así sucesivamente. Aunque de las fértiles mentes filosóficas del siglo fluyeron ideas y reflexiones intrigantes, algunos teóricos se desesperaron por no hallar una justificación no teológica de la moralidad y pidieron a sus colegas que abandonaran el proyecto (como hizo Richard Rorty), mientras que otros declararon que la libertad humana y la moralidad eran un mero espejismo (como dijo Michael Ruse).

Mientras tanto, la crítica suspicaz a la ética cristiana se profundizó y extendió. Los discípulos de los maestros de la sospecha del siglo XX —y otros que llegaron a compartir su estado de ánimo— lanzaron acusaciones contra tal o cual punto de la enseñanza cristiana por generar o perpetuar la injusticia social. A veces, la supuesta injusticia era bastante real, pero no se podía atribuir a la enseñanza bíblica, aunque en algunos casos (como en el racismo) la injusticia se podía atribuir a distorsiones y abusos de la Escritura por parte de algunos segmentos de la comunidad cristiana profesante. En otros casos (como el del aborto), la supuesta injusticia (negar los «derechos reproductivos», en este caso) podía atribuirse a la enseñanza cristiana, pero no era una injusticia real (porque la enseñanza cristiana sobre el aborto prohíbe el asesinato; no niega los «derechos reproductivos»). Sin embargo, en cada caso, la cuestión era complicada.

La tesis de Lynn White Jr. de mediados de siglo, Las raíces históricas de nuestra crisis ecológica, es un ejemplo ilustrativo. White sostiene que la doctrina cristiana de la creación y la visión del dominio humano sobre la naturaleza están detrás de la crisis ecológica global. Mientras estas creencias sigan conformando el pensamiento occidental, será imposible avanzar significativamente en esta cuestión. O se revisan las enseñanzas cristianas o se rechaza el propio cristianismo. Por su parte, como eclesiástico presbiteriano (e hijo de un ministro presbiteriano), White abogó por revisar la enseñanza cristiana siguiendo las líneas sugeridas por la vida de Francisco de Asís.

Aproximadamente la misma crítica se repitió a lo largo del siglo con cada nueva cuestión cultural de importancia moral. Además de sus doctrinas sobre la creación y el dominio humano, los puntos de vista del cristianismo sobre la exclusividad de la salvación en Cristo (solo Jesús es el camino hacia Dios), el género (dos y solo dos sexos complementarios), el matrimonio (divorcio restringido, jefatura masculina, solo matrimonio entre un hombre y una mujer), la vida humana (prohibición del aborto a petición, de la investigación que destruye embriones humanos, del suicidio, de la eutanasia y de las tecnologías reproductivas que destruyen la vida), el sexo (prohibición de las relaciones sexuales fuera del matrimonio y de los anticonceptivos que destruyen la vida, y reconocimiento de la pecaminosidad de la atracción, la orientación, la identidad y los actos sexuales entre personas del mismo sexo), entre otros, han recibido críticas constantes, la mayoría de las veces en nombre de la libertad y la igualdad. Se insinúa que, para corregir estas injusticias y lograr un progreso social significativo, estos puntos de la doctrina cristiana deben revisarse o rechazarse. De cualquier modo, el futuro será poscristiano.

LA IGLESIA EN LA TEMPESTAD
A principios del siglo XX, la cultura ambiental estadounidense en general respaldaba la enseñanza moral cristiana y muchos padres no creyentes querían que sus hijos aprendieran a vivir como nos enseña la Biblia. A finales de siglo, la cultura ambiental consideraba cada vez más la moral cristiana tradicional como regresiva, como un obstáculo para el progreso social y como una amenaza para la igualdad humana, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Incluso se sospechaba que el elevado ideal del amor cristiano era un artificio político, lo que parecía plausible en el fragor de la guerra cultural que asolaba la escena estadounidense de posguerra. Nuestros vecinos de mentalidad secular habían hecho su elección y rechazaban la moral cristiana.

Mientras tanto, el protestantismo de principios de siglo se veía sacudido por encarnizados debates teológicos sobre la autoridad, fiabilidad e interpretación de la Escritura y otros muchos puntos de doctrina. Sin embargo, la gente a ambos lados de estos debates podía contar, por lo general, con que sus oponentes compartían la misma perspectiva moral general. A finales de siglo, esto ya no era así. Las iglesias que acomodaron sus puntos de vista doctrinales a las sensibilidades de la cultura del ambiente siguieron también el camino revisionista de la concesión moral; las iglesias que se negaron a comprometer sus normas doctrinales también se resistieron a la concesión moral, aunque con diversos grados de reflexión y acercamiento cultural.

Una breve comparación de los dos mayores organismos presbiterianos de Norteamérica a finales de siglo resulta esclarecedora. La Iglesia Presbiteriana del Norte, la mayoritaria, empezó a comisionar a mujeres como obreras eclesiásticas hacia 1938, y luego comenzó a ordenar a mujeres como ministras en 1956. La Iglesia del Norte hizo de las relaciones raciales una prioridad en 1963, estableciendo el Consejo sobre iglesia y raza, que impulsó muchos otros programas de justicia racial en el futuro. En 1970, la Iglesia del Norte pidió la liberalización de las leyes sobre el aborto, y en 1992, la reunificada Iglesia Presbiteriana (PCUSA) adoptó la postura proelección de que el aborto es «moralmente aceptable» en muchas circunstancias, pero que debe ser una medida de «último recurso». Relajó las restricciones sobre el divorcio en 1952 y de nuevo en 1981. Ya en 1978, el informe de un comité de estudio de la Iglesia del Norte pedía la ordenación de los homosexuales no célibes, aunque la Iglesia Presbiteriana (PCUSA) no siguió este consejo oficialmente hasta 2011. No obstante, a finales de siglo, la Iglesia Presbiteriana (PCUSA) tenía al menos un ministro abiertamente transexual y, desde entonces, ha eliminado de sus normas de ordenación el requisito de fidelidad conyugal o castidad en la soltería y ha redefinido el matrimonio como entre «dos personas» para dar cabida al matrimonio entre personas del mismo sexo.

La mayoría de estos mismos asuntos también llevaron a la Iglesia Presbiteriana de América (PCA por sus siglas en inglés) a un estudio y un autoexamen más profundos, pero a menudo con resultados muy distintos de los observados en la Iglesia Presbiteriana (PCUSA). Por ejemplo, la PCA sigue enseñando, practicando y defendiendo el complementarismo y la ordenación exclusivamente masculina (reafirmada en 2017). Mantiene la postura provida de que el aborto a demanda es moralmente inadmisible (1978, reafirmada en 1980, 1986 y 1987), solo reconoce el adulterio y el abandono como motivos de divorcio (1972, 1992), y sostiene que la homosexualidad es pecaminosa y que los homosexuales no célibes están descalificados para ocupar cargos eclesiásticos (1977/1980, reafirmada en 1999 y 2019). La PCA no reconoce el matrimonio entre personas del mismo sexo y ha tomado medidas recientes para aclarar esta postura.

En general, las iglesias mayoritarias han seguido aflojando en sus líneas teológicas para acomodarse a los fuertes vientos culturales. Curiosamente, mientras se balancean con la cultura, han experimentado fuertes descensos en el número de sus miembros. Mientras tanto, las iglesias evangélicas conservadoras han reforzado sus líneas de conducta para resistir esos mismos vientos y han crecido incluso cuando han sido marginadas por la sociedad en general por no comprometer sus enseñanzas morales. En un curioso giro de la historia, a finales del siglo XX, muchos protestantes evangélicos descubrieron que sus puntos de vista morales tenían más en común con sus vecinos católicos romanos conservadores que con sus homólogos mayoritarios. También descubrieron una creciente confianza y valentía en sus convicciones a medida que los asuntos que les lanzaba la tormenta les obligaban a estudiar, examinar sus corazones y sufrir por sus creencias.

CONCLUSIÓN
El siglo XX, como he dicho anteriormente, fue una época de cosechar la tormenta que trajeron aquellos vientos que se sembraron en los albores de la modernidad. La tormenta aún está aquí y no ha disminuido. Pero, tras un siglo de luchar contra una cuestión moral tras otra, los evangélicos confesionales tienen sus pies morales más firmes en medio de la tormenta y están mejor preparados ahora de lo que estuvieron un siglo antes. Esto no garantiza que no sigan habiendo concesiones, pero el camino de la fidelidad está iluminado por la infalible Palabra de Dios, que es suficiente para guiarnos a través de lo que muy probablemente serán días aún más oscuros y tormentosos.

Publicado originalmente en: Tabletalk Magazine

El Dr. Bruce P. Baugus es profesor asociado de filosofía y teología en el Reformed Theological Seminary en Jackson, Mississippi, y es un anciano docente en la Iglesia Presbiteriana en Estados Unidos. Es autor de Reformed Moral Theology.

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