La definición de legalismo

La definición de legalismo
Por Nicholas T. Batzig

Nota del editor:Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El legalismo

Si quieres degradar a alguien en la iglesia, simplemente tienes que utilizar «la palabra que comienza con L» cuando hables con esa persona o sobre ella. El número de veces que un creyente ha llamado legalista a otro es incalculable. Los insultos suelen producirse cuando alguien de la iglesia cree que otro ha dicho o hecho algo que atenta contra la libertad cristiana. Al igual que su término hermano «fundamen…», la etiqueta de legalista se ha convertido en una especie de insulto religioso habitual en las iglesias orientadas a la gracia y centradas en el evangelio. Debemos ser extremadamente lentos a la hora de utilizar esta palabra cuando hablemos con o sobre otros en una comunidad eclesiástica. Puede ser que un creyente simplemente tenga una conciencia más débil o más blanda que otro (Ro 14-15). Además, los que aman la ley de Dios y procuran caminar cuidadosamente de acuerdo con ella siempre serán susceptibles de ser llamados legalistas.

Debemos cuidarnos de no lanzar descuidadamente la acusación de legalismo. Sin embargo, también debemos reconocer que el legalismo, en sus diversas formas, está muy vivo en las iglesias evangélicas y reformadas. También hay que evitarlo con la máxima determinación. Para evitar lanzar una falsa acusación contra un creyente, para evitar abrazar personalmente el legalismo y para ayudar a restaurar a un creyente que ha caído en el legalismo, debemos saber identificar este mal perenne tanto en sus formas doctrinales como prácticas.

LEGALISMO DOCTRINAL
El legalismo es, por definición, un intento de añadir algo a la obra terminada de Cristo. Es confiar en cualquier otra cosa que no sea Cristo y Su obra terminada para la posición de uno ante Dios. La refutación del legalismo en el Nuevo Testamento es principalmente una respuesta a las perversiones de la doctrina de la justificación por la fe sola. La mayoría de los oponentes del Salvador eran los que creían que eran justos por sí mismos, basándose en su celo y compromiso con la ley de Dios. Los fariseos, los saduceos y los escribas ejemplificaban, con sus palabras y sus actos, el legalismo doctrinal en los días de Cristo y los apóstoles. Aunque hacían ocasionales apelaciones a la gracia, con su autojusticia truncaron y tergiversaron el significado bíblico de la gracia. El apóstol Pablo resumió la naturaleza del legalismo judío cuando escribió: «Pues desconociendo la justicia de Dios y procurando establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque Cristo es el fin de la ley para justicia a todo aquel que cree» (Ro 10:3-4).

Comprender la relación entre la ley y el evangelio en nuestra justificación es primordial para aprender a evitar el legalismo doctrinal. Las Escrituras enseñan que somos justificados por las obras del Salvador, no por las nuestras. El último Adán vino a hacer todo lo que el primer Adán no pudo hacer (Ro 5:12-21; 1 Co 15:47-49). Nació «bajo la ley, a fin de que redimiera a los que estaban bajo la ley» (Gá 4:4-5). Vino a ser nuestro representante para cumplir las exigencias legales del pacto de Dios, es decir, para rendir a Dios una obediencia perfecta, personal y continua en nombre de Su pueblo. Jesús hizo merecedores de justicia perfecta a todos aquellos que el Padre le había dado. Nosotros, mediante la unión de fe con Él, recibimos un estatus de justicia en virtud de la justicia de Cristo que se nos imputa. En Cristo, Dios proporciona lo que Él exige. Las buenas obras por las que Dios ha redimido a los creyentes, para que andemos en ellas, no intervienen en absoluto en nuestra justificación. Son simplemente la evidencia necesaria de que Dios nos ha perdonado y aceptado en Cristo.

Sin embargo, el legalismo doctrinal también puede introducirse en nuestra mente por la puerta trasera de la santificación. El apóstol Pablo lo dio a entender en Gálatas 3:1-4. Los miembros de la iglesia de Galacia se habían dejado engañar creyendo que su posición ante Dios dependía en última instancia de lo que consiguieran en la carne en su andar cristiano. Es posible que comencemos la vida cristiana creyendo únicamente en Cristo y en Su obra salvadora y que luego caigamos en la trampa de imaginar tontamente que depende de nosotros terminar lo que Él ha comenzado. En la santificación, al igual que en la justificación, son ciertas las palabras de Jesús: «separados de Mí nada pueden hacer» (Jn 15:5).

El legalismo doctrinal en la santificación a veces es alimentado por predicadores apasionados que hacen hincapié en las enseñanzas de Jesús sobre las exigencias del discipulado cristiano, al tiempo que las separan de la enseñanza apostólica sobre la naturaleza de la obra salvadora de Cristo para los pecadores, o minimizan tal enseñanza. El renombrado teólogo reformado Geerhardus Vos explicó la naturaleza de esta forma sutil de legalismo cuando escribió:

Todavía prevalece una forma sutil de legalismo que quiere robar al Salvador Su corona de gloria, ganada por la cruz, y hacer de Él un segundo Moisés, ofreciéndonos las piedras de la ley en lugar del pan de vida del evangelio… [el legalismo] no tiene poder para salvar.

En Colosenses 2:20-23, el apóstol Pablo aborda otra forma de legalismo doctrinal que se cuela por la puerta trasera de la santificación. Él escribe:

Si ustedes han muerto con Cristo a los principios elementales del mundo, ¿por qué, como si aún vivieran en el mundo, se someten a preceptos tales como: «no manipules, no gustes, no toques», (todos los cuales se refieren a cosas destinadas a perecer con el uso), según los preceptos y enseñanzas de los hombres? Tales cosas tienen a la verdad, la apariencia de sabiduría en una religión humana, en la humillación de sí mismo y en el trato severo del cuerpo, pero carecen de valor alguno contra los apetitos de la carne.

Los que han abrazado esta forma de legalismo doctrinal prohíben lo que Dios no ha prohibido y ordenan lo que Él no ha mandado. Se obligan a sí mismos y a los demás a una norma de santidad externa a la que Dios no nos ha obligado en Su Palabra. Esta es una de las formas más prevalentes y perniciosas de legalismo en la iglesia actual. A menudo se presenta en forma de prohibiciones de comer ciertos alimentos y beber alcohol. A veces se cuela a través de convicciones personales sobre la crianza y la educación.

LEGALISMO PRÁCTICO
Hay otro tipo de legalismo ante el que debemos estar en guardia: el legalismo práctico, que puede tomar imperceptiblemente el control de nuestros corazones. Por naturaleza, nuestras conciencias están conectadas al pacto de obras. Aunque los creyentes se han convertido en nuevas criaturas en Cristo, todavía llevan consigo un viejo hombre, una vieja naturaleza pecaminosa adámica. El modo por defecto de la vieja naturaleza es volver a deslizarse mentalmente bajo el pacto de obras. Siempre corremos el peligro de convertirnos en legalistas prácticos al alimentar o pasar por alto un espíritu legalista.

Es totalmente posible que un hombre o una mujer tenga la cabeza llena de doctrina ortodoxa y al mismo tiempo el corazón lleno de autosuficiencia y orgullo. Podemos estar comprometidos intelectualmente con las doctrinas de la gracia y hablar con nuestros labios de la libertad que Cristo ha comprado para los creyentes, y al mismo tiempo negarlas con nuestras palabras y acciones.

El espíritu legalista es fomentado por el orgullo espiritual. Cuando un creyente experimenta un crecimiento en el conocimiento o algún poder espiritual, corre el peligro de empezar a confiar en sus logros espirituales. Cuando esto ocurre, los legalistas prácticos empiezan a mirar a los demás por encima del hombro y a juzgar pecaminosamente a quienes no han experimentado lo mismo que ellos. En su sermón «Llevar el arca a Sión por segunda vez», Jonathan Edwards explicó que había observado la realidad del orgullo espiritual y el legalismo práctico entre quienes habían experimentado el avivamiento durante el Gran Despertar:

Mientras viven, en los hombres hay una disposición excesiva para hacer una justicia de lo que hay en ellos mismos, y también una disposición excesiva para hacer una justicia de sus experiencias espirituales, así como de otras cosas… un converso es propenso a ser exaltado con pensamientos elevados de su propia eminencia en la gracia.

Quizá lo más perjudicial sea la forma en que el espíritu legalista puede manifestarse en el púlpito. Un ministro puede predicar la gracia de Dios en el evangelio sin experimentar esa gracia en su propia vida. Esto, a su vez, tiende a alimentar un espíritu legalista entre ciertos miembros de una iglesia.

LA CURA PARA EL LEGALISMO
La gracia de Dios en el evangelio es la única cura para el legalismo doctrinal y práctico. Cuando reconozcamos el legalismo doctrinal o práctico en nuestras vidas, debemos huir hacia el Cristo crucificado. Al hacerlo, empezaremos a crecer de nuevo en nuestro amor por Aquel que murió para sanarnos de nuestra propensión a confiar en nuestras propias obras o logros. A diario, necesitamos que se nos recuerde la gracia que ha cubierto todos nuestros pecados, que nos ha proporcionado la justicia desde fuera de nosotros mismos y que nos ha liberado del poder del pecado. Solo entonces perseguiremos con gozo la santidad. Solo entonces amaremos la ley de Dios sin intentar cumplirla para nuestra justificación ante Él. El grito de un corazón liberado del legalismo es este:Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí. No hago nula la gracia de Dios, porque si la justicia viene por medio de la ley, entonces Cristo murió en vano (Gá 2:20-21).

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Nicholas T. Batzig
El Rev. Nicholas T. Batzig es editor asociado de Ligonier Ministries. Escribe en su blog Feeding on Christ.

Ser fiel y dar frutos

Por Nicholas T. Batzig

Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El éxito

Richard Greenham, uno de los renombrados teólogos puritanos del siglo XVI, fue muy querido en su época por la ayuda espiritual que supuso para muchos creyentes de Inglaterra, como también para sus compañeros ministros. Un buen número de pastores puritanos enviaban a sus congregantes a Greenham para lo que consideraban los «casos de conciencia» más difíciles. No obstante, Greenham expresó su pesar por no ver muchos frutos en su propia congregación de Dry Drayton —la pequeñísima ciudad rural en la que ejercía como pastor— durante sus casi veintiún años de ministerio allí. Al reflexionar sobre el estado espiritual de su congregación, Greenham habló de «enfermedad de sermones» y de «falta de fruto». Un escritor describió una vez el ministerio de Greenham en Dry Drayton en los siguientes términos: «Tenía pastos verdes, pero las ovejas estaban demasiado flacas». Tras su muerte, la pequeña congregación de Dry Drayton creció espiritualmente y prosperó numéricamente bajo el sucesor de Greenham. Alguien le preguntó una vez al ministro sucesor qué había hecho para experimentar tal crecimiento. Sin vacilar, indicó que era el fruto de la fiel labor de Greenham. Aunque Richard Greenham nunca vivió para ver ese fruto entre la gente que pastoreaba, su fidelidad en Dry Drayton fue decisiva para preparar los campos de la congregación para que dieran fruto en los años venideros.

Comprender la relación entre el ser fiel y el dar frutos no es de poca importancia para aquellos que derraman su vida en el ministerio del evangelio. También lo es para todos los creyentes. Una pregunta con la que con frecuencia se enfrenta la mente, tanto de ministros como de congregantes, es esta: ¿Cómo sé que mis labores por la causa de Cristo han sido fructíferas?

Es importante que establezcamos primero la enseñanza bíblica sobre el dar frutos. Cuando los fariseos acudieron a Juan para que los bautizara, él les dijo: «Dad frutos dignos de arrepentimiento» (Lc 3:8). Del mismo modo, Jesús dijo: «Todo árbol bueno da frutos» (Mt 7:17). Además, Jesús aseguró que, cuando la semilla de la Palabra de Dios cae en un corazón regenerado, «este sí da fruto» (13:23). El apóstol Pablo reveló que se preocupaba profundamente por la fecundidad en el ministerio cuando dijo a la iglesia de Filipos: «… si el vivir en la carne, esto significa para mí una labor fructífera…» (Flp 1:22). El apóstol también se preocupó profundamente por la fecundidad en la vida y el trabajo de los creyentes. Cuando escribió a la iglesia de Colosas, recordó a los creyentes la forma en que el evangelio había ido «dando fruto constantemente y creciendo, así lo ha estado haciendo también en vosotros, desde el día que oísteis y comprendisteis la gracia de Dios en verdad» (Col 1:6). Y por supuesto, nuestra mente vuelve una y otra vez al célebre pasaje del apóstol sobre el fruto del Espíritu (Gal 5:22-23). Cuando consideramos las enseñanzas de Jesús y los apóstoles, descubrimos que el dar frutos es la obra de Dios, basada en la obra salvadora de Cristo y producida soberanamente por Su Espíritu tanto en las vidas (carácter piadoso) como en las labores (obra del Reino) de Su pueblo.

Pero ¿qué determina la naturaleza de la fecundidad? ¿Es la fecundidad proporcional a nuestro trabajo? ¿O simplemente debemos procurar ser fieles y dejar que ocurra lo que ocurra? Afortunadamente, las Escrituras nos proporcionan una serie de respuestas a estas preguntas sobre la relación entre la fidelidad y el dar frutos.

El dar frutos es, en última instancia, la obra de Dios, que sucede cuando nos comprometemos con Él para procurar ser fieles en todos los aspectos de nuestra vida y en todo aquello a lo que Él nos llama. Debemos resistir la tentación de ver la fecundidad del mismo modo en que un corredor de bolsa ve su cartera. Es un error espiritual de enormes proporciones el mirar nuestras vidas y trabajos y decir: «Si hago esto hoy y esto mañana, el resultado será x, y o z». El apóstol Pablo, al defender su propio ministerio contra los ministros que se jactaban de sus propios logros, escribió: «Yo planté, Apolos regó, pero Dios ha dado el crecimiento» (1 Co 3:6-7). El salmista, en términos inequívocos, enseñó el mismo principio cuando escribió: «Si el SEÑOR no edifica la casa, en vano trabajan los que la edifican» (Sal 127:1). Cuanto más logremos comprender y abrazar este principio, más preparados estaremos para comprometernos con Él de tal manera que estemos dispuestos a ser utilizados de la forma que Él desee.

Aunque reconozcamos que el dar frutos es obra de Dios, debemos entender que la diligencia es un componente esencial de vivir y obrar fielmente. Una vez que reconocemos que la fecundidad es obra de Dios, pudiera introducirse en nuestro pensamiento una forma sutil de hipercalvinismo. Podemos empezar a pensar para nosotros mismos, o encontrarnos diciendo a otros, cosas como: «Realmente no importa lo que hagamos porque, al final, todo es obra de Dios». Curiosamente, en la misma carta en la que admitió que «Dios ha dado el crecimiento», Pablo declaró: «He trabajado mucho más que todos ellos, aunque no yo, sino la gracia de Dios en mí» (1 Co 15:10). En Proverbios, Salomón observó sabiamente: «La mano de los diligentes gobernará» (Pr 12:24). Un autor resume de forma útil nuestra responsabilidad de ser diligentes en nuestras labores espirituales cuando dice: «Puedes hacer el ministerio con la ayuda de Dios, así que da todo lo que tienes. No puedes hacer el ministerio sin la ayuda de Dios, así que ten paz». Esto es cierto en todas las esferas en las que el creyente trata de ser fiel a Dios. La diligencia en llevar a cabo fielmente aquellas cosas a las que Dios nos ha llamado conducirá, en última instancia, a dar frutos.

La destreza es otro aspecto vital de la fidelidad que da frutos. Hay muchas cosas que nunca haré porque Dios no me ha dado los dones ni la vocación para hacerlas. Nunca practicaré un deporte profesional ni seré concertista de piano. Nunca seré físico nuclear ni cardiólogo. Estoy completamente satisfecho con el hecho de que no he sido dotado para ello. Del mismo modo, Dios no llama a todos los creyentes al ministerio del evangelio a tiempo completo. Considera el encargo del apóstol a los creyentes de Roma:

Pero teniendo dones que difieren, según la gracia que nos ha sido dada, usémoslos: si el de profecía, úsese en proporción a la fe; si el de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación; el que da, con liberalidad; el que dirige, con diligencia; el que muestra misericordia, con alegría (Rom 12:6-8).

También debemos darnos cuenta de que el dar frutos no depende de las circunstancias ni de la posición. Podemos convencernos equivocadamente a nosotros mismos de que cuanto más grande sea la plataforma, más fruto se obtendrá. Podemos caer en la trampa de pensar en el fruto espiritual en términos mundanos, y actuar como si los individuos que tienen un talento natural, que son ricos o que tienen influencias fueran los que tengan más probabilidades de dar frutos. Sin embargo, el apóstol Pablo dio este recordatorio tan necesario a la iglesia de Corinto:

No hubo muchos sabios conforme a la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que Dios ha escogido lo necio del mundo, para avergonzar a los sabios; y Dios ha escogido lo débil del mundo, para avergonzar a lo que es fuerte; y lo vil y despreciado del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para anular lo que es; para que nadie se jacte delante de Dios (1 Co 1:26-29).

Considera el fruto que el apóstol vio en su propio ministerio mientras estaba encarcelado. El Señor utilizó a Pablo, no para la conversión del César, sino para la conversión de algunos de los guardias de la prisión del César. Además, Pablo le dijo a Filemón que Onésimo, su siervo fugitivo, «en otro tiempo te era inútil, pero ahora nos es útil a ti y a mí» (Flm 1:11; Col 4:9). Este es un excelente ejemplo del tipo de individuos improbables e inesperados a los que Dios pone a dar frutos.

Además, también debemos recordar que el dar frutos se produce en diferentes momentos y estaciones. No podemos saber cuándo aparecerá un fruto espiritual. Se nos dice que los santos del gran salón de la fe tuvieron diferentes resultados en sus fieles vidas y labores (Heb 11). Algunos triunfaron sometiendo reinos, obrando la justicia, obteniendo promesas, cerrando la boca de los leones, apagando la violencia del fuego, escapando del filo de la espada, etc. Otros sufrieron siendo torturados, no aceptando la liberación, soportando burlas y azotes, siendo encadenados y encarcelados, siendo apedreados, siendo aserrados en dos, vagando por desiertos y montañas y en cuevas y guaridas. Sin embargo, al final, todos ellos recibieron en gloria el fruto supremo de sus labores. El Cristo exaltado da a cada uno su corona de vencedor. En la resurrección, experimentarán el fruto pleno de sus vidas y obras, junto con todos los santos.

En última instancia, la muerte y resurrección de Jesús es el fundamento de nuestra fidelidad y fecundidad. «Vuestro trabajo en el Señor», explicó Pablo, «no es en vano», porque Cristo ha resucitado de entre los muertos (considera 1 Co 15:58 a la luz del contexto más amplio del capítulo). La muerte y la resurrección de Jesús han asegurado el fruto espiritual en la vida de Su pueblo. En última instancia, todos nuestros frutos proceden de nuestra unión con Jesucristo, la vid que da vida y fruto (Jn 15:1-11, 16). Cristo está comprometido a hacernos fructíferos en nuestras vidas y labores para que Dios obtenga la gloria por la obra que ha realizado en Su pueblo. Si procuramos ser firmes e inamovibles en todo aquello a lo que el Señor nos llama en Su Palabra, podemos estar seguros de que «[nuestro] trabajo en el Señor no es en vano».

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Nicholas T. Batzig
El Rev. Nicholas T. Batzig es editor asociado de Ligonier Ministries. Escribe en su blog Feeding on Christ.

La definición de legalismo

Serie: El legalismo

La definición de legalismo
Por Nicholas T. Batzig

Nota del editor:Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El legalismo

Si quieres degradar a alguien en la iglesia, simplemente tienes que utilizar «la palabra que comienza con L» cuando hables con esa persona o sobre ella. El número de veces que un creyente ha llamado legalista a otro es incalculable. Los insultos suelen producirse cuando alguien de la iglesia cree que otro ha dicho o hecho algo que atenta contra la libertad cristiana. Al igual que su término hermano «fundamen…», la etiqueta de legalista se ha convertido en una especie de insulto religioso habitual en las iglesias orientadas a la gracia y centradas en el evangelio. Debemos ser extremadamente lentos a la hora de utilizar esta palabra cuando hablemos con o sobre otros en una comunidad eclesiástica. Puede ser que un creyente simplemente tenga una conciencia más débil o más blanda que otro (Ro 14-15). Además, los que aman la ley de Dios y procuran caminar cuidadosamente de acuerdo con ella siempre serán susceptibles de ser llamados legalistas.

Debemos cuidarnos de no lanzar descuidadamente la acusación de legalismo. Sin embargo, también debemos reconocer que el legalismo, en sus diversas formas, está muy vivo en las iglesias evangélicas y reformadas. También hay que evitarlo con la máxima determinación. Para evitar lanzar una falsa acusación contra un creyente, para evitar abrazar personalmente el legalismo y para ayudar a restaurar a un creyente que ha caído en el legalismo, debemos saber identificar este mal perenne tanto en sus formas doctrinales como prácticas.

LEGALISMO DOCTRINAL
El legalismo es, por definición, un intento de añadir algo a la obra terminada de Cristo. Es confiar en cualquier otra cosa que no sea Cristo y Su obra terminada para la posición de uno ante Dios. La refutación del legalismo en el Nuevo Testamento es principalmente una respuesta a las perversiones de la doctrina de la justificación por la fe sola. La mayoría de los oponentes del Salvador eran los que creían que eran justos por sí mismos, basándose en su celo y compromiso con la ley de Dios. Los fariseos, los saduceos y los escribas ejemplificaban, con sus palabras y sus actos, el legalismo doctrinal en los días de Cristo y los apóstoles. Aunque hacían ocasionales apelaciones a la gracia, con su autojusticia truncaron y tergiversaron el significado bíblico de la gracia. El apóstol Pablo resumió la naturaleza del legalismo judío cuando escribió: «Pues desconociendo la justicia de Dios y procurando establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque Cristo es el fin de la ley para justicia a todo aquel que cree» (Ro 10:3-4).

Comprender la relación entre la ley y el evangelio en nuestra justificación es primordial para aprender a evitar el legalismo doctrinal. Las Escrituras enseñan que somos justificados por las obras del Salvador, no por las nuestras. El último Adán vino a hacer todo lo que el primer Adán no pudo hacer (Ro 5:12-21; 1 Co 15:47-49). Nació «bajo la ley, a fin de que redimiera a los que estaban bajo la ley» (Gá 4:4-5). Vino a ser nuestro representante para cumplir las exigencias legales del pacto de Dios, es decir, para rendir a Dios una obediencia perfecta, personal y continua en nombre de Su pueblo. Jesús hizo merecedores de justicia perfecta a todos aquellos que el Padre le había dado. Nosotros, mediante la unión de fe con Él, recibimos un estatus de justicia en virtud de la justicia de Cristo que se nos imputa. En Cristo, Dios proporciona lo que Él exige. Las buenas obras por las que Dios ha redimido a los creyentes, para que andemos en ellas, no intervienen en absoluto en nuestra justificación. Son simplemente la evidencia necesaria de que Dios nos ha perdonado y aceptado en Cristo.

Sin embargo, el legalismo doctrinal también puede introducirse en nuestra mente por la puerta trasera de la santificación. El apóstol Pablo lo dio a entender en Gálatas 3:1-4. Los miembros de la iglesia de Galacia se habían dejado engañar creyendo que su posición ante Dios dependía en última instancia de lo que consiguieran en la carne en su andar cristiano. Es posible que comencemos la vida cristiana creyendo únicamente en Cristo y en Su obra salvadora y que luego caigamos en la trampa de imaginar tontamente que depende de nosotros terminar lo que Él ha comenzado. En la santificación, al igual que en la justificación, son ciertas las palabras de Jesús: «separados de Mí nada pueden hacer» (Jn 15:5).

El legalismo doctrinal en la santificación a veces es alimentado por predicadores apasionados que hacen hincapié en las enseñanzas de Jesús sobre las exigencias del discipulado cristiano, al tiempo que las separan de la enseñanza apostólica sobre la naturaleza de la obra salvadora de Cristo para los pecadores, o minimizan tal enseñanza. El renombrado teólogo reformado Geerhardus Vos explicó la naturaleza de esta forma sutil de legalismo cuando escribió:

Todavía prevalece una forma sutil de legalismo que quiere robar al Salvador Su corona de gloria, ganada por la cruz, y hacer de Él un segundo Moisés, ofreciéndonos las piedras de la ley en lugar del pan de vida del evangelio… [el legalismo] no tiene poder para salvar.

En Colosenses 2:20-23, el apóstol Pablo aborda otra forma de legalismo doctrinal que se cuela por la puerta trasera de la santificación. Él escribe:

Si ustedes han muerto con Cristo a los principios elementales del mundo, ¿por qué, como si aún vivieran en el mundo, se someten a preceptos tales como: «no manipules, no gustes, no toques», (todos los cuales se refieren a cosas destinadas a perecer con el uso), según los preceptos y enseñanzas de los hombres? Tales cosas tienen a la verdad, la apariencia de sabiduría en una religión humana, en la humillación de sí mismo y en el trato severo del cuerpo, pero carecen de valor alguno contra los apetitos de la carne.

Los que han abrazado esta forma de legalismo doctrinal prohíben lo que Dios no ha prohibido y ordenan lo que Él no ha mandado. Se obligan a sí mismos y a los demás a una norma de santidad externa a la que Dios no nos ha obligado en Su Palabra. Esta es una de las formas más prevalentes y perniciosas de legalismo en la iglesia actual. A menudo se presenta en forma de prohibiciones de comer ciertos alimentos y beber alcohol. A veces se cuela a través de convicciones personales sobre la crianza y la educación.

LEGALISMO PRÁCTICO
Hay otro tipo de legalismo ante el que debemos estar en guardia: el legalismo práctico, que puede tomar imperceptiblemente el control de nuestros corazones. Por naturaleza, nuestras conciencias están conectadas al pacto de obras. Aunque los creyentes se han convertido en nuevas criaturas en Cristo, todavía llevan consigo un viejo hombre, una vieja naturaleza pecaminosa adámica. El modo por defecto de la vieja naturaleza es volver a deslizarse mentalmente bajo el pacto de obras. Siempre corremos el peligro de convertirnos en legalistas prácticos al alimentar o pasar por alto un espíritu legalista.

Es totalmente posible que un hombre o una mujer tenga la cabeza llena de doctrina ortodoxa y al mismo tiempo el corazón lleno de autosuficiencia y orgullo. Podemos estar comprometidos intelectualmente con las doctrinas de la gracia y hablar con nuestros labios de la libertad que Cristo ha comprado para los creyentes, y al mismo tiempo negarlas con nuestras palabras y acciones.

El espíritu legalista es fomentado por el orgullo espiritual. Cuando un creyente experimenta un crecimiento en el conocimiento o algún poder espiritual, corre el peligro de empezar a confiar en sus logros espirituales. Cuando esto ocurre, los legalistas prácticos empiezan a mirar a los demás por encima del hombro y a juzgar pecaminosamente a quienes no han experimentado lo mismo que ellos. En su sermón «Llevar el arca a Sión por segunda vez», Jonathan Edwards explicó que había observado la realidad del orgullo espiritual y el legalismo práctico entre quienes habían experimentado el avivamiento durante el Gran Despertar:

Mientras viven, en los hombres hay una disposición excesiva para hacer una justicia de lo que hay en ellos mismos, y también una disposición excesiva para hacer una justicia de sus experiencias espirituales, así como de otras cosas… un converso es propenso a ser exaltado con pensamientos elevados de su propia eminencia en la gracia.

Quizá lo más perjudicial sea la forma en que el espíritu legalista puede manifestarse en el púlpito. Un ministro puede predicar la gracia de Dios en el evangelio sin experimentar esa gracia en su propia vida. Esto, a su vez, tiende a alimentar un espíritu legalista entre ciertos miembros de una iglesia.

LA CURA PARA EL LEGALISMO
La gracia de Dios en el evangelio es la única cura para el legalismo doctrinal y práctico. Cuando reconozcamos el legalismo doctrinal o práctico en nuestras vidas, debemos huir hacia el Cristo crucificado. Al hacerlo, empezaremos a crecer de nuevo en nuestro amor por Aquel que murió para sanarnos de nuestra propensión a confiar en nuestras propias obras o logros. A diario, necesitamos que se nos recuerde la gracia que ha cubierto todos nuestros pecados, que nos ha proporcionado la justicia desde fuera de nosotros mismos y que nos ha liberado del poder del pecado. Solo entonces perseguiremos con gozo la santidad. Solo entonces amaremos la ley de Dios sin intentar cumplirla para nuestra justificación ante Él. El grito de un corazón liberado del legalismo es este:Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí. No hago nula la gracia de Dios, porque si la justicia viene por medio de la ley, entonces Cristo murió en vano (Gá 2:20-21).

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.

Nicholas T. Batzig
El Rev. Nicholas T. Batzig es editor asociado de Ligonier Ministries. Escribe en su blog Feeding on Christ.

Sean nuestros mentores

El Blog de Ligonier

Serie: De una generación a otra

Sean nuestros mentores
Por Nicholas T. Batzig

Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: De una generación a otra

Sería imposible medir el impacto que tuvo William Still sobre una generación de pastores durante la última parte del siglo XX. Aunque Still ahora se encuentra en la gloria con Cristo, su ministerio continúa influyendo a ministros de ambos lados del Atlántico en el siglo XXI. No tengo duda alguna de que continuará haciéndolo por décadas, incluso por siglos, en el futuro. Sus cincuenta y dos años de ministerio en la Gilcomston South Church de Glasgow, Escocia, fueron de impacto mundial para la predicación expositiva y el ministerio pastoral. Esto se debió, al menos en parte, al hecho de que Still se entregó a las vidas de muchos jóvenes que se estaban preparando para el ministerio. Algunos de los ministros más talentosos y valorados del mundo pasaron tiempo aprendiendo de Still en Gilcomston South. El relato unánime dice que William Still era el mentor pastoral por excelencia.

Cuando yo era un seminarista joven, escuché muchas veces a Sinclair Ferguson hablar sobre el impacto que Still tuvo en su propia vida y preparación ministerial. Cuando expresaba su gratitud afectuosa por la manera en que su mentor se dedicó a él, en mi corazón surgía un anhelo de tener esa misma experiencia bendita. Sin embargo, al parecer había dos obstáculos. El primero era mi temor al rechazo. Era muy reacio a pedirles a los hombres que admiraba que fueran mis mentores, pues sabía que podían negarse. El segundo era el desinterés que percibía. Los ministros que más admiraba parecían estar demasiado ocupados en sus propios ministerios como para servir de mentores a los jóvenes que se estaban preparando para el ministerio. Por correcto o incorrecto que haya sido ese temor, y por cierta o falsa que haya sido mi percepción, estoy seguro de esto: yo no estaba pidiéndoles que me orientaran y ellos no estaban buscando hacerlo. A la luz de muchas conversaciones que he tenido con otros ministros a lo largo de los años, esta es una experiencia común.

Mientras crecíamos, mi padre solía orar para que el Señor «nos hiciera sabios más allá de nuestros años». Uno de los medios por los que el Señor responde esa oración es el de colocar personas sabias y experimentadas en nuestra vida para que nos orienten. Necesitamos desesperadamente la sabiduría de los que han sido usados para avanzar el Reino y han afrontado la tormenta antes que nosotros. Como bien expresó Isaac Newton, «Si he visto más lejos, es solo porque me paré en los hombros de gigantes». Si esto es cierto con respecto a lo que adquirimos al leer los escritos de los que nos han precedido, también lo es cuando recibimos la amistad y orientación de los que se entregan a nosotros.

La mentoría tiene su fundamento en la Escritura. Los ejemplos bíblicos de la mentoría son abundantes, ya sea en la ley, la literatura sapiencial, los profetas, los Evangelios, los Hechos de los apóstoles o las epístolas del Nuevo Testamento. Por ejemplo, Moisés fue mentor de Josué, David fue mentor de Salomón (considera los diez diálogos padre-hijo que se encuentran en Proverbios), Elías fue mentor de Eliseo, Jesús fue mentor de los discípulos, Pedro fue mentor de Juan Marcos y el apóstol Pablo dedicó su vida, no solo al servicio de la iglesia, sino también a la mentoría de su hijo espiritual, Timoteo.

La historia de la Iglesia también está llena de ejemplos del papel decisivo que la mentoría ha desempeñado en ella. El apóstol Juan fue mentor de Policarpo, un pastor y teólogo de la iglesia primitiva, quien a su vez fue mentor de Ireneo de Lyon. Ambrosio de Milán fue mentor de Agustín de Hipona. Como confesó Agustín:

Ese hombre de Dios me recibió como un padre, y miró mi cambio de residencia con amabilidad benevolente y episcopal. Y comencé a amarlo. . . como un hombre amigable conmigo. Y escuché cuidadosamente cómo le predicaba a la gente. . . Me aferré asiduamente a sus palabras.

Tras Martín Lutero, hallamos a Johann von Staupitz. Juan Calvino se sentó a los pies de Guillermo Farel. La lista suma y sigue.

Necesitamos desesperadamente que haya hombres y mujeres mayores, piadosos y sabios que abran sacrificadamente sus hogares, corazones, mentes y vidas a los hombres y mujeres jóvenes. Necesitamos que haya hombres y mujeres que nos enseñen lo que han aprendido a lo largo de los años y nos den un ejemplo a seguir. Pero, quizás incluso más que eso, necesitamos que haya hombres y mujeres mayores que nos amen y nos brinden su amistad para caminar junto a nosotros a través de los desafíos que enfrentamos día tras día en la vida y el ministerio. Por favor, sean nuestros mentores.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Nicholas T. Batzig
El Rev. Nicholas T. Batzig es editor asociado de Ligonier Ministries. Escribe en su blog Feeding on Christ.

¿Qué es un medio de gracia?

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Serie: Los medios ordinarios de gracia

¿Qué es un medio de gracia?
Por Nicholas T. Batzig

Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Los medios ordinarios de gracia

n pequeño análisis de los cincuenta libros cristianos más vendidos revela cuáles son los temas de mayor y menor interés para la mayoría de quienes profesan ser cristianos. Los libros que predominan en la lista tienen que ver con propósito, las finanzas, la personalidad, la autoestima, los lenguajes del amor y los límites relacionales. Lamentablemente, los libros sobre el Dios triuno, Cristo, el pecado, el evangelio, la Escritura, la predicación, los sacramentos, la oración, la disciplina eclesiástica y la iglesia local brillan por su ausencia. Ya que Jesucristo y Su obra salvadora son el fundamento de nuestra fe (1 Co 2:23:11), lo que más debería preocuparnos es saber cómo crecer en la gracia y el conocimiento de Cristo (2 Pe 3:18). Nuestro crecimiento en la gracia de Cristo será proporcional a nuestro uso de los medios ordenados por Dios. Los teólogos se refieren a ellos como los «medios de gracia» (media gratia).

Los medios de gracia son los instrumentos ordenados por Dios que el Espíritu Santo usa a fin de capacitar a los creyentes para recibir a Cristo y los beneficios de la redención. Aunque Él pudo haber decidido revelarle a Cristo de forma inmediata a Su pueblo, Dios determinó hacerlo a través de ciertos medios. Designó la Palabra, los sacramentos y la oración como los medios principales que Él usa para comunicar a Cristo y Sus beneficios a los creyentes.

Jesús enseña que las Escrituras son el medio de salvación principal e indispensable (Lc 16:3124:2744-45). La predicación de la Palabra de Dios era central en el ministerio de los apóstoles (Hch 2:22414:45:206:712:2415:7323616:1419:2020:32). Pablo explica en Romanos 10:17: «La fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Cristo». Los apóstoles le dieron suma importancia a la Palabra de Dios como el medio de la salvación y la santificación de los creyentes (Col 3:16Heb 5:14Stg 1:1821251 Pe 2:2).

La Escritura también enseña que Dios instituyó los sacramentos como medios de gracia. Pablo vincula el bautismo con la gracia de la salvación cuando escribe: «[Dios] nos salvó… por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación por el Espíritu Santo» (Tit 3:5). Habla de la «copa de bendición» (1 Co 10:16) cuando se refiere a la Cena del Señor. La gracia salvadora de Cristo es comunicada espiritualmente a los creyentes cuando ellos participan de la Cena por fe. Por el contrario, los que participan «indignamente» (es decir, en incredulidad) pueden ser objetos del juicio de Dios (11:27-32).

La oración también es un medio de gracia según la Escritura. Dios ha prometido redimir a todos los que lo invocan en verdad. El día de Pentecostés, Pedro afirmó: «Y SUCEDERÁ QUE TODO AQUEL QUE INVOQUE EL NOMBRE DEL SEÑOR SERÁ SALVO» (Hch 2:21).

Encontramos una definición histórica útil de los medios de gracia en el Catecismo Menor de Westminster, donde leemos: «Los medios externos y ordinarios por los cuales Cristo nos comunica los beneficios de la redención son, Sus ordenanzas, y especialmente la Palabra, los sacramentos y la oración; todos los cuales son hechos eficaces para aquellos que han sido elegidos para la salvación» (Catecismo Menor de Westminster, pregunta 88).

¿Cómo es que los medios de gracia son hechos eficaces? ¿Cómo operan? No operan por sí mismos (ex opere operato), como insiste la Iglesia católica romana. Más bien, operan a través del Espíritu de Dios en el corazón de los elegidos por medio de la fe. Como lo explica la pregunta 91 del Catecismo Menor de Westminster:

Los sacramentos llegan a ser medios eficaces de salvación, no porque haya alguna virtud en ellos, o en el que los administra; sino solamente por la bendición de Cristo, y la obra de Su Espíritu en los que por fe los reciben.

Sin embargo, los miembros de la asamblea de Westminster no creían que todos los medios de gracia son igualmente eficaces: «El Espíritu de Dios hace que la lectura, y, más especialmente, la predicación de la Palabra, sean medios eficaces de convencer y de convertir a los pecadores, y de edificarlos en santidad y consuelo, por medio de la fe, para la salvación» (Catecismo Menor de Westminster, pregunta 89). El teólogo reformado Geerhardus Vos dio un motivo para priorizar la Palabra por sobre los sacramentos cuando escribió:

De ser necesario, podemos pensar en la Palabra como un medio de gracia sin los sacramentos, pero es imposible pensar en los sacramentos como medios de gracia sin la Palabra. Los sacramentos dependen de la Escritura, y la verdad de la Escritura habla en ellos y a través de ellos.

De igual forma, la oración se transforma en un medio de gracia solo cuando está moldeada por la verdad de la Escritura. El Espíritu Santo toma la Palabra y permite que los creyentes oren en armonía con la voluntad de Dios.

Si vamos a crecer en la gracia, debemos reconocer que Dios ha instituido ciertos medios para ese crecimiento. Debemos acercarnos a esos medios con ávida expectación y una confianza como de niño en Aquel que les añade Su bendición. Además, debemos reposar contentos en el uso correcto de esos medios, sabiendo que Dios ha prometido bendecirlos cuando los usamos con corazones de arrepentimiento y fe.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Nicholas T. Batzig
Nicholas T. Batzig

El Rev. Nicholas T. Batzig es editor asociado de Ligonier Ministries. Escribe en su blog Feeding on Christ.