La era de las tinieblas
PARTE III
La era de las tinieblas
Bajo el régimen de los bárbaros 26
Si sólo para esto los bárbaros fueron enviados dentro de las fronteras romanas, para que [… ] la iglesia de Cristo se llenase de hunos y suevos, de vándalos y borgoñones, de diversos e innumerables pueblos de creyentes, loada y exaltada ha de ser la misericordia de Dios, [… ] aunque esto sea mediante nuestra propia destrucción.
El viejo Imperio Romano estaba enfermo de muerte, y no lo sabía. Allende sus fronteras del Rin y del Danubio bullía una multitud de pueblos prontos a irrumpir hacia los territorios romanizados. Estos pueblos, a quienes los romanos, siguiendo el ejemplo de los griegos, llamaban “bárbaros”, habían habitado los bosques y las estepas de la Europa oriental durante siglos. Desde sus mismos inicios el Imperio Romano se había visto en la necesidad constante de proteger sus fronteras contra las incursiones de los bárbaros. Para ello se construyeron fortificaciones a lo largo del Rin y del Danubio, y en la Gran Bretaña se construyó una muralla que separaba los territorios romanizados de los que aún quedaban en manos de los bárbaros. A fin de viabilizar la defensa, se hicieron repartos de tierras entre los soldados, que en calidad de colonos vivían en ellas, a condición de acudir al campo de batalla en caso necesario.
De este modo el Imperio Romano pudo defender sus fronteras hasta mediados del siglo IV. Pero a partir de entonces su defensa se hizo cada vez más difícil, hasta que por fin toda la porción occidental del Imperio sucumbió ante el empuje de los invasores.
Las causas y las etapas del desastre
Se ha discutido mucho acerca de las causas de la caída del Imperio Romano. En la misma época en que los acontecimientos estaban teniendo lugar, no faltaron paganos que dijeron que el desastre se debía a que el Imperio había abandonado sus viejos dioses, y que por tanto éstos le habían retirado su protección. Esta acusación, que ya desde el siglo segundo se acostumbraba dirigir a los cristianos ante cualquier calamidad, no presentaba novedad alguna. Frente a ella, los cristianos respondían que la causa de los acontecimientos que estaban teniendo lugar era el pecado de los romanos, y en particular de los paganos entre ellos. Dios estaba castigando a Roma, no sólo por haber perseguido a los cristianos, sino también y sobre todo por sus costumbres licenciosas y por su falta de fe. En épocas más recientes, ha habido historiadores que han adoptado una de estas dos explicaciones, aunque modificándolas de acuerdo a los nuevos tiempos. Así, por ejemplo, hay quien dice que Roma cayó por haberse hecho cristiana, pues el pacifismo que predicaban los cristianos debilitó su poderío militar. Empero tal opinión se olvida de que, cuando Roma cayó, tanto los que la defendían como los godos que la tomaron eran cristianos, según veremos más adelante. Frente a tal opinión, hay quienes repiten todavía la interpretación según la cual la caída del Imperio se debió a sus vicios, y toman de ello lección que ha de ser aplicada en nuestros días. Pero el hecho es que no hay pruebas de que los vicios de los romanos hayan sido mayores en el siglo quinto que en el primero.
Las razones de la caída del Imperio son mucho más complejas. El Imperio tenía que sucumbir, porque era imposible mantener el desequilibrio que existía entre la vida de sus súbditos y la de los bárbaros. A un lado del Rin y del Danubio, la vida era mucho más fácil que al otro lado. En consecuencia, los bárbaros se sentían atraídos por las riquezas del Imperio. Frente a ellos, los defensores de la vieja civilización, acostumbrados como estaban a la vida muelle que dan las riquezas, podían ofrecer poca resistencia efectiva.
Por estas razones, cuando los bárbaros comenzaron a atravesar las fronteras, y por alguna razón el Imperio no estaba pronto a la defensa, se acudió repetidamente al recurso de los ricos: comprar la buena voluntad de la oposición. A los bárbaros se les daban entonces tierras, y bajo el título de “federados” se les permitía vivir dentro de las fronteras del Imperio, a cambio de que lo defendieran contra cualquiera otra incursión por parte de algún otro grupo. El resultado fue que pronto la mayor parte del ejército estuvo constituida por soldados bárbaros, frecuentemente bajo el mando de oficiales del mismo origen. Tales tropas se consideraban a sí mismas romanas, y en ocasiones defendieron el Imperio valientemente. Pero en otras ocasiones sencillamente se rebelaron contra la autoridad imperial, y siguieron sus propios intereses. Buena parte de los bárbaros que causaron gran consternación en la cuenca del Mediterráneo eran de hecho soldados del Imperio. Así, por ejemplo, el godo Alarico, cuyas tropas tomaron y saquearon a Roma en el 410, era oficial del ejército romano, y como tal había luchado en la batalla de Aquilea en el 394, bajo el mando del emperador Teodosio.
Por su parte, los romanos también sentían cierta curiosa atracción hacia los bárbaros. Señal de esto es el hecho de que muchos emperadores gustaban rodearse de una guardia de soldados germanos. En medio de su vida muelle y aburrida, no faltaban romanos que miraran con nostalgia hacia la vida al otro lado de las fronteras. Esto llegó a tal punto que la princesa Honoria le envió al huno Atila una carta de amor y un anillo, ofreciéndosele en matrimonio.
Además, hoy sabemos que en regiones muy distantes de las fronteras del Imperio estaban teniendo lugar acontecimientos que a la postre precipitarían las invasiones de los bárbaros.
Durante siglos los hunos habían vivido en las estepas asiáticas. Los hunos son probablemente los mismos que aparecen en los anales chinos bajo el nombre de yung-nu, y contra los cuales se comenzó a construir en el siglo III a.C. la Gran Muralla de la China. Puesto que la resistencia china era invencible, los hunos comenzaron su expansión hacia el occidente. Además, es posible que ellos mismos hayan sido empujados por los mongoles y por cambios en el clima, que los obligaban a buscar nuevas tierras. En todo caso, a principios de la era cristiana los hunos atravesaron el Ural, penetrando así en Europa, y comenzaron a ejercer presión sobre los pueblos germánicos que vivían en la Europa oriental. Alrededor del año 370, los hunos cayeron sobre los ostrogodos, quienes dominaban la costa norte del Mar Negro, y destruyeron su imperio. Un fuerte contingente ostrogodo, al mando de Atanarico, se dirigió hacia los montes Cárpatos, donde comenzó a presionar a los visigodos (véase el mapa).
El resultado de todo esto fue que una muchedumbre de visigodos, al mando de Fritigernes, se presentó ante las fronteras del Danubio pidiendo instalarse en territorio romano. Tras una serie de negociaciones, los visigodos fueron admitidos en calidad de “federados”. Pero pronto se rebelaron y tomaron las armas contra el Imperio. Fue entonces que tuvo lugar la batalla de Adrianópolis (año 378), a que nos hemos referido en la sección anterior. Allí la caballería goda derrotó a la infantería romana, y durante cuatro años los godos desolaron la comarca, llegando hasta las murallas mismas de Constantinopla. Por fin, en el 382, el emperador Teodosio logró un tratado de paz con ellos.
Empero la paz no duró largo tiempo. Roma no estaba dispuesta a compartir sus riquezas con los godos, ni tampoco a defenderlas. Por tanto, en el 395 los godos se paseaban de nuevo por Grecia, saqueando los campos y las pequeñas poblaciones, y obligando a los habitantes de la región a refugiarse en las ciudades amuralladas, donde el pánico y el hambre abundaban. Luego siguieron su marcha por toda la costa este del mar Adriático, penetraron en Italia, y en el 410 tomaron y saquearon la ciudad de Roma. Alarico, el jefe que había guiado a su pueblo en estas últimas campañas, murió el mismo año. Pero ya los visigodos habían mostrado su poderío. Continuaron hacia el sur de Italia, pensando atravesar el Mediterráneo y establecerse en Africa. Pero una tormenta se lo impidió, y decidieron entonces marchar hacia el norte, donde se establecieron por algún tiempo en el sur de lo que hoy es Francia. Fue allí que se entrevistaron con ellos los emisarios del emperador Honorio, que venían a solicitar sus servicios para luchar contra los bárbaros que se habían establecido en España.
A fines del año 406 y principios del 407, se habían desplomado las fronteras del Rin. Una muchedumbre de pueblos germanos penetró entonces en el Imperio, y desoló los campos de lo que hoy es Francia. De allí, los suevos y los vándalos pasaron a España, donde parecían haberse establecido definitivamente. Fue contra estos pueblos que el emperador Honorio solicitó los servicios de los visigodos, a la sazón bajo el mando de Ataúlfo, cuñado del difunto Alarico.
Ataúlfo y los suyos marcharon a España y, aunque el jefe godo murió en Barcelona en el 415, la conquista de la Península continuó. Pronto los suevos quedaron arrinconados en el noroeste de la península, mientras que los vándalos que no fueron exterminados se vieron obligados a partir hacia las Islas Baleares (año 426) o hacia el norte de Africa (año 429). Los visigodos quedaron entonces como dueños de toda España (excepto los territorios suevos) y buena parte de las Galias.
Pero la política de Honorio no había dado buenos resultados, pues ahora los vándalos invadían el norte de Africa. Como hemos visto en la sección anterior, se encontraban frente a las murallas de Hipona cuando murió San Agustín en el 430. Nueve años más tarde tomaron la ciudad de Cartago, y desde allí dirigieron ataques contra las islas del Mediterráneo (Sicilia, Cerdeña y Córcega). Por fin, en junio del 455, tomaron y saquearon la ciudad de Roma, tomando por excusa el asesinato del emperador Valentiniano III, cuya viuda e hijas decían defender.
En el entretanto, la Galia (aproximadamente el territorio de la actual Francia y Suiza) sufrió las consecuencias de ser uno de los principales caminos por los cuales los bárbaros se adentraban en el Imperio. La ola de vándalos, suevos y alanos que cruzó el Rin a partir del 406 desoló la región antes de continuar su marcha hacia España. Tras ellos, particularmente en el sur y el oeste de la Galia, vinieron los visigodos. En el 451, las hordas de Atila sembraron el terror, y muchos esperaban su retorno cuando Atila murió en el 453 y el imperio de los hunos se deshizo. En el sudeste de la Galia los borgoñones habían recibido tierras como “federados” del Imperio. Pero a partir del 456 se salieron de sus territorios y comenzaron a hacerles la guerra a sus vecinos y a conquistar sus tierras y sus ciudades. Mientras tanto, en el norte de la Galia, los francos, que también habían sido “federados” del Imperio, se extendían hacia el oeste, hasta las fronteras de los territorios visigodos.
En vista de todos estos desastres, las tropas romanas sencillamente abandonaron la Gran Bretaña, dejando la isla a merced de los anglos y sajones, que pronto la invadieron.
Por último, los ostrogodos, que se habían recuperado de su gran derrota a manos de los hunos, se posesionaron de Italia y de toda la región al norte de esta península.
En resumen, a fines del siglo V la porción occidental del Imperio Romano había quedado dividida entre una serie de reinos bárbaros. De éstos los más importantes eran el de los vándalos en el norte de Africa, el de los visigodos en España, los siete reinos de los anglos y los sajones en la Gran Bretaña, el de los francos en la Galia, y el de los ostrogodos en Italia. Cada uno de ellos recibirá especial atención en una sección aparte del presente capítulo. Pero antes de pasar a tales secciones hay dos aclaraciones que son de gran importancia para el curso futuro de la historia de la iglesia.
Los reinos germánicos
La primera de estas aclaraciones es que los diversos jefes o reyes bárbaros no se consideraban a sí mismos independientes del Imperio Romano. Muchos de ellos habían cruzado las fronteras con permiso del Imperio, para establecerse como “federados”. Otros, aunque al principio invasores, habían terminado poniendo sus armas al servicio del Imperio frente a algún otro pueblo bárbaro. A la postre, todos continuaban declarándose súbditos del Imperio Romano. Su propósito no había sido destruir la civilización romana, sino participar de sus beneficios. Por tanto, aun cuando muchas veces sus campañas y sus políticas destruyeron mucho de esa civilización, a la larga casi todos los pueblos establecidos en el viejo Imperio terminaron por romanizarse. Esto puede verse hasta el día de hoy en los idiomas que se hablan en España, Portugal, Francia e Italia, cuyas raíces se encuentran mucho más en la lengua latina que en las de los bárbaros. La segunda aclaración es que muchos de estos invasores eran cristianos. En el siglo IV, cuando los visigodos se encontraban al norte del Danubio, había habido entre ellos misioneros provenientes de la porción oriental del Imperio Romano. El más famoso de ellos, de quien sólo conocemos el nombre godo de Ulfilas, había diseñado un modo de escribir la lengua gótica, y había traducido las Escrituras a ella. Además, en tiempos del emperador Constancio había habido en Constantinopla un fuerte contingente de soldados godos al servicio del Imperio. Muchos de estos soldados se hicieron cristianos, y después regresaron a su pueblo con su fe. Puesto que todos estos contactos tuvieron lugar en época del apogeo del arrianismo en el Oriente, los visigodos se convirtieron a esa forma de la fe cristiana. A través de ellos, también los ostrogodos, los vándalos y otros pueblos bárbaros se hicieron cristianos arrianos. La falta de documentos nos impide conocer los detalles de esta rápida y enorme expansión del cristianismo allende las fronteras del Imperio. Si los conociéramos, probablemente serían una de las más interesantes páginas en la historia de la iglesia. En todo caso, el hecho es que muchos de los bárbaros que en el siglo V se establecieron en Africa, España e Italia eran arrianos. Esto tuvo serias consecuencias, pues hasta entonces la cuestión del arrianismo nunca había sido debatida en la porción occidental del Imperio como lo había sido en la oriental. Por tanto, buena parte de la historia de la iglesia durante los siglos V y VI consistirá en el conflicto entre el arrianismo y la fe católica. (El modo en que aquí utilizamos el término “fe católica” no se refiere al catolicismo romano actual, sino sencillamente a la fe de quienes aceptaban la doctrina trinitaria que había sido promulgada en los concilios de Nicea y Constantinopla. En este sentido, tanto los protestantes como los católicos del siglo XX sostienen la “fe católica” frente al arrianismo). Lo que estaba en juego era, primero, si los arrianos obligarían a los católicos a convertirse, o viceversa; y, segundo, si los bárbaros que todavía eran paganos se harían católicos o arrianos. Pasemos entonces a narrar el curso de los acontecimientos en los principales reinos bárbaros.
El reino vándalo de Africa
Uno de los reinos de más breve duración fue el que establecieron los vándalos al norte de Africa. Y sin embargo, su corta existencia fue de gran importancia para la historia de la iglesia. Al mando de Genserico, los vándalos tomaron la ciudad de Cartago en el 439, e hicieron de ella la capital de su reino.
Pronto éste se extendió a toda la mitad occidental de la costa norte de Africa. Desde allí emprendieron una serie de incursiones que pronto los hicieron árbitros de la navegación en el Mediterráneo oriental. Así se hicieron dueños de Cerdeña, Córcega y, por algún tiempo, Sicilia. Por fin, en el 455 tomaron y saquearon la ciudad de Roma. Y en ese caso el estropicio fue aún mayor que cuando Alarico y los godos tomaron la ciudad.
Genserico era arriano convencido, y por tanto trató de forzar a sus súbditos a aceptar la fe arriana. Puesto que en los territorios que había conquistado había muchos creyentes católicos (así como donatistas, según hemos narrado en la sección anterior), pronto se desató la persecución. Todas las iglesias fueron confiscadas y entregadas a los arrianos, al tiempo que se expulsaba del país a los obispos católicos.
A la muerte de Genserico, en el 477, le sucedió Unerico, quien al principio fue más comedido en su política religiosa. Pero Genserico había establecido toda una jerarquía arriana, bajo la dirección de un patriarca de Cartago, y cuando hubo un conflicto entre dicho patriarca y el obispo católico de la ciudad la persecución se desató con más fuerza que antes. Unerico les prohibió a sus súbditos vándalos hacerse católicos o asistir al culto católico. Poco después prohibió enteramente el culto católico, y expulsó a los obispos y a buena parte del clero de esa persuasión. Muchos fueron torturados, y a algunos se les cortó la lengua. Fue por razón de esta persecución que el término “vandalismo” adquirió el sentido que hoy tiene.
Unerico murió en el 484, y entonces amainó la persecución. La política del rey Trasamundo fue dejar que el catolicismo muriera por sí sólo, sin perseguirlo abiertamente. Con ese propósito continuó la prohibición de que los vándalos se hicieran católicos nicenos, y promovió debates entre los católicos y los arrianos. En tales debates el obispo Fulgencio de Ruspe salió a relucir como uno de los grandes defensores de la ortodoxia.
Por fin, bajo el gobierno de Ilderico, se les dio más libertad a los católicos. Fulgencio de Ruspe se puso a la cabeza de un movimiento renovador, y junto al obispo Bonifacio de Cartago convocó a un sínodo que se reunió en el 525.
Pero el reino de los vándalos estaba destinado a desaparecer pronto. La porción oriental del Imperio Romano, con su capital en Constantinopla, estaba gozando de un nuevo despertar bajo el reinado de Justiniano. Uno de los sueños de Justiniano era restaurar la perdida unidad del Imperio, y por ello tan pronto como los vándalos le dieron ocasión para ello envió a su general Belisario al mando de una flota que se apoderó de Cartago en el 533, y pronto destruyó el reino vándalo. A partir de entonces el arrianismo fue desapareciendo del norte de Africa.
Todo esto, sin embargo, tuvo funestas consecuencias para la iglesia en la región. Ya hemos señalado en la sección anterior que la iglesia en el norte de Africa se hallaba dividida a causa del cisma donatista. Ese cisma persistía aún. A ello vino a sumarse ahora medio siglo de gobierno arriano, y una nueva conquista por parte de tropas que en fin de cuentas eran casi tan extranjeras como los vándalos mismos. El resultado de todo esto fue que la región quedó tan dividida, y el cristianismo en ella tan debilitado, que la conquista árabe siglo y medio después fue relativamente fácil, y después de esa conquista la fe cristiana desapareció.
El reino visigodo de España
En sus primeros tiempos, el reino visigodo se extendía a buena parte de lo que hoy es Francia, y su capital estuvo en ciudades francesas tales como Tolosa y Burdeos. Pero a principios del siglo VI el reino de los francos, bajo la dirección de Clodoveo, comenzó a ensancharse hacia el occidente a expensas de los visigodos. En el 507, en la batalla de Vouillé, Clodoveo los derrotó y dio muerte a su rey Alarico II. A partir de entonces, el reino de los visigodos se fue replegando cada vez más, hasta que llegó a ser un reino casi puramente español.
Por otra parte, no toda España estaba en manos de los visigodos, pues los suevos conservaban aún su independencia en la esquina noroeste de la Península. Al establecerse allí, los suevos eran paganos. Pero pronto se hizo sentir la presencia de los antiguos habitantes de la región, que eran católicos, así como de los vecinos visigodos, que eran arrianos. Por tanto, algunos suevos se hicieron católicos, y otros se hicieron arrianos. La conversión definitiva del reino al catolicismo tuvo lugar alrededor del año 550, cuando el rey arriano Cararico le pidió a San Martín de Tours (cuya vida hemos narrado en la sección anterior, y cuya memoria era muy venerada en la región) que sanase a su hijo enfermo. Cuando su hijo se curó, Cararico se hizo católico, como lo había sido Martín de Tours. Entonces tomó por consejero en asuntos religiosos al abad de un monasterio cercano, Martín, a quien hizo arzobispo de Braga. Puesto que esa ciudad era la capital del reino, Martín de Braga quedó al frente de toda la iglesia en el país, y se dedicó a persuadir a todos de la verdad de la doctrina trinitaria. A su muerte, en el año 580, el arrianismo casi había desaparecido. Mientras tanto, el reino de los visigodos se había establecido firmemente en el resto de la Península Ibérica, expulsando a los vándalos y sometiendo a los alanos (otro pueblo bárbaro que había llegado poco antes). Bajo el gobierno de Leovigildo, la capital se estableció definitivamente en Toledo, que hasta entonces había sido una ciudad de importancia secundaria. Fue también Leovigildo quien conquistó el reino de los suevos, unos cinco años después de la muerte de Martín de Braga. Puesto que Leovigildo era arriano, esto introdujo de nuevo el arrianismo en los antiguos territorios de los suevos.
Empero no le quedaba mucho tiempo de vida al arrianismo en España. Al igual que en el norte de Africa y en otras regiones del Imperio, la vieja población católica no estaba dispuesta a hacerse arriana, al tiempo que los bárbaros conquistadores tendían cada vez más a adaptarse a las costumbres y las creencias de los conquistados. Luego, el reino estaba maduro para su conversión al catolicismo cuando una serie de circunstancias políticas llevaron a esa conversión. El hijo de Leovigildo, Hermenegildo, se había casado con una princesa franca de fe católica. Pero la madre de Leovigildo, Goswinta, quien era arriana fanática, temía que su nieto se dejara llevar por la fe de su esposa, y la hizo secuestrar. En respuesta a ello, Hermenegildo huyó de la corte y se retiró a Sevilla, donde el obispo Leandro lo convirtió a la fe católica. El resultado fue que cuando Hermenegildo tomó las armas contra su padre, su campaña fue una cruzada en pro de la doctrina trinitaria frente al arrianismo. La campaña de Hermenegildo no tuvo buen éxito, pues fue derrotado y muerto por las tropas leales al rey. Pero a la muerte de Leovigildo su hijo Recaredo, hermano de Hermenegildo, siguió la política religiosa de su difunto hermano y se hizo católico. En una gran asamblea que tuvo lugar en Toledo en el año 589, Recaredo declaró su fe católica en presencia de Leandro de Sevilla, e invitó a los obispos presentes a aceptar la misma fe. Al parecer, los obispos no pusieron mayores reparos, y pronto la mayoría de los clérigos del reino era ortodoxa.
Políticamente, la monarquía visigoda siempre fue en extremo inestable. El fratricidio era cosa relativamente común, pues, aunque la monarquía era electiva, de hecho casi siempre fue hereditaria, y esto parece haber incitado las ambiciones políticas de quienes querían posesionarse de las coronas de sus hermanos antes de que su descendencia directa llegase a la mayoría de edad. De los treinta y cuatro reyes visigodos, sólo quince murieron en el campo de batalla o de muerte natural. Los demás fueron asesinados o derrocados.
Frente a tal inestabilidad política, la iglesia se presentó como un factor de orden y estabilidad, sobre todo después de la conversión del reino al catolicismo, cuando cesaron las constantes contiendas entre católicos y arrianos. Pronto el arzobispo de Toledo llegó a ser el segundo personaje del reino, y los concilios de obispos que se reunían periódicamente en la capital tenían funciones legislativas, no sólo para la iglesia, sino para la totalidad del orden social.
El personaje más distinguido de la iglesia española durante todo este período fue sin lugar a dudas Isidoro de Sevilla, hermano menor de Leandro, a quien este último había educado tras la muerte de sus padres. Isidoro fue un erudito en medio de un mar de ignorancia. Sus conocimientos del latín, el griego y el hebreo le permitieron recopilar buena parte de los conocimientos de la antigüedad, y transmitírselos a las generaciones sucesivas. Esto lo hizo Isidoro en parte mediante la escuela que fundó en Sevilla, pero sobre todo a través de sus obras.Estos escritos no son en modo alguno originales. Isidoro no es un pensador de altos vuelos al estilo de Orígenes o de Agustín. Pero el valor de sus obras está precisamente en el modo en que recopilan los conocimientos que lograron sobrevivir a las invasiones de los bárbaros y al caos que sobrevino. Aunque Isidoro compuso comentarios bíblicos y obras de carácter histórico, su escrito más notable es Etimologías, que consiste en una verdadera enciclopedia del saber de la época. Aunque desde nuestra perspectiva del siglo XX mucho de lo que allí se dice puede parecer ridículo y erróneo, el hecho es que las Etimologías de Isidoro fueron uno de los principales instrumentos con que contó la Edad Media para conocer algo de la ciencia de los antiguos. En ella se incluyen, no sólo asuntos propiamente teológicos, sino también conocimientos y opiniones en los campos de la medicina, la arquitectura, la agricultura, y muchos otros.
Los estudios de Isidoro le dejaron aún tiempo para ocuparse de la vida práctica de la iglesia. A la muerte de su hermano Leandro, lo sucedió como obispo de Sevilla, y como tal tuvo que presidir sobre varios concilios que en gran medida determinaron el curso de la iglesia y hasta del reino visigodo. De estos concilios, probablemente el más importante fue el que se reunió en Toledo en el año 633.
Puesto que ese concilio nos da idea de la gloria y la miseria de la iglesia bajo el régimen visigodo, conviene que nos detengamos a discutir algunas de sus decisiones. En el campo político, la más importante acción del concilio fue apoyar las acciones de Sisenando, quien había usurpado el trono de Svintila. Sisenando se presentó ante el concilio en actitud humilde, postrándose en tierra y pidiendo la bendición de los que estaban allí reunidos. Estos lo recibieron con gran alborozo. Isidoro lo ungió, como antaño Saúl había sido ungido, y el concilio decretó:
Acerca de Svintila, quien renunció al reino y se deshizo de las señales del poder por temor a sus propios crímenes, decretamos […] que ni él ni su esposa ni sus hijos sean jamás admitidos a la comunión […] ni los elevemos de nuevo a los puestos que perdieron por su maldad. […] Además se les desposeerá de todo lo que han robado de los pobres.
En el campo propiamente teológico, el concilio afirmó una vez más la doctrina trinitaria, frente a los arrianos, y decretó que el bautismo debía hacerse mediante una sola inmersión, pues la triple inmersión podía dar a entender que la Trinidad estaba dividida y que por tanto los arrianos tenían razón.
Además, el concilio legisló cuidadosamente acerca de la vida moral de los obispos y demás clérigos, y en particular acerca de sus matrimonios, que sólo deben tener lugar después de consultar con el obispo. Pero los castigos que señala para los clérigos que se unan ilegítimamente a mujeres son a todas luces injustos, pues mientras se ordena que la mujer sea “separada y vendida por el obispo”, se dice sencillamente que el clérigo “hará penitencia por algún tiempo”.
Sin embargo, en su legislación acerca de los judíos, el concilio (presidido por el hombre más ilustrado de su época) nos da muestras más claras de la barbarie que reinaba. Aunque el concilio declara que no se ha de obligar a los judíos a convertirse, decreta además que los judíos que fueron convertidos a la fuerza en tiempos del “religiosísimo príncipe Sisebuto” no tendrán libertad de volver a su antigua fe, pues tal cosa sería blasfemia contra el nombre del Señor. Para evitar que los judíos conversos regresen a su vieja fe, se les prohíbe todo trato con los no conversos (aun cuando éstos sean sus parientes más cercanos). Si algún converso resulta conservar todavía algunas de sus antiguas prácticas o creencias (particularmente “las abominables circuncisiones”), sus hijos le serán arrebatados, “para que sus padres no los contaminen”. Y si algún judío no converso está casado con mujer cristiana, se le hará saber que tiene que escoger entre hacerse cristiano y separarse de su mujer. Tras la separación, los hijos irán con la madre. Pero si el caso es inverso, y la madre es judía, los hijos irán con el padre cristiano.
Isidoro de Sevilla murió en el año 636, tres años después del concilio cuyos principales decretos hemos resumido. Tras su muerte, no hubo otro personaje de igual estatura en toda la iglesia visigoda. Pero si la iglesia carecía de dirigentes notables, el estado estaba en peores circunstancias. El rey Sisenando murió también en el 636, y siguió la interminable lista de usurpaciones y crímenes políticos.
Chindasvinto, por ejemplo, se afianzó en el trono, y aseguró la sucesión de su hijo Recesvinto, al matar a setecientos hombres cuyas mujeres e hijos repartió entre sus allegados. A la muerte de Recesvinto, los nobles eligieron a Wamba, quien tuvo que luchar contra rebeliones en diversas partes y a la postre fue destronado. Esta larga historia de traiciones, conspiraciones y crímenes continuó hasta el año 711, cuando ocupaba el trono el rey Rodrigo, y las huestes musulmanas pusieron fin al reino visigodo. Empero la narración de tales acontecimientos pertenece a otro capítulo de esta Tercera Sección. Baste señalar aquí que en medio de todas estas idas y venidas políticas fue la iglesia, mucho más que el régimen político, la que le dio cierta medida de estabilidad a la vida.
El reino franco en la Galia
Durante la mayor parte del siglo V, los borgoñones compartieron con los francos el dominio de la Galia. Mientras los francos eran paganos, los borgoñones eran arrianos. Pero sus reyes no persiguieron a los habitantes católicos del país, como lo habían hecho los vándalos en el norte de Africa. Al contrario, estos reyes hicieron todo lo posible por establecer buenas relaciones con el pueblo conquistado, en su mayoría católico. Gondebaldo, por ejemplo, contó entre sus más cercanos consejeros al obispo católico Avito de Viena (la misma ciudad cuyos mártires ocuparon nuestra atención en la Sección Primera de esta historia). Aunque el propio Gondebaldo no se hizo católico, su hijo Segismundo sí dio ese paso, y por tanto a partir del año 516 sus territorios estuvieron unidos bajo una sola fe. Cuando los borgoñones fueron conquistados por los francos en el 534, conservaron su fe católica.
Por su parte, los francos, que a la larga se posesionarían de toda la Galia y le darían el nombre de “Francia”, eran paganos.
Cuando por primera vez penetraron en los territorios del Imperio, estaban mucho menos organizados que los visigodos o los borgoñones. Además, sus contactos con la civilización romana habían sido más escasos. Lejos de estar unidos bajo un solo jefe, estaban divididos en diversas ramas y tribus, cada una con su propio jefe. Pero poco después de su asentamiento en el norte de la Galia comenzaron a unirse bajo la dirección inteligente y poderosa de Meroveo, su hijo Childerico y su nieto Clodoveo. En el año 486, este último comenzó una serie de maniobras políticas y de conquistas que pronto lo hicieron dueño del norte de la Galia.
Clodoveo y sus francos habían tenido amplias oportunidades de conocer la fe cristiana, pues todavía habitaban en la Galia los descendientes de los pueblos romanizados que habían sido conquistados por los francos. Puesto que parte del propósito de los francos era llegar a ser partícipes de la civilización romana, estos antiguos habitantes de la región eran respetados y escuchados por sus conquistadores. Además, Clodoveo se había casado con la princesa borgoñona Clotilde, que era cristiana.
Fue en medio de la campaña contra los alemanes, uno de los grupos que le disputaban el dominio de la Galia, que Clodoveo se convirtió. Se cuenta que le prometió a Jesucristo, el Dios de Clotilde, que si le daba la victoria se convertiría. Tras una ardua batalla, los alemanes fueron derrotados, y Clodoveo recibió el bautismo el día de Navidad del año 496, junto a varios de sus nobles, de manos del obispo católico Remigio de Reims. Este acontecimiento fue de gran importancia, pues a raíz de él el pueblo franco se hizo católico, y a la postre daría origen al gran imperio de Carlomagno.
Tras la muerte de Clodoveo, los francos continuaron aumentando su poderío. En el año 534 se anexaron el reino borgoñón, y dos años después tomaron algunas de las provincias que habían pertenecido a los ostrogodos. Además se extendieron hacia el este, allende el Rin, a territorios que hoy forman parte de Alemania, y que nunca habían sido conquistados por el Imperio Romano.
A pesar de todo esto, sin embargo, los francos no lograban constituirse en una gran potencia, pues tenían la costumbre de dividir sus reinos entre sus hijos. Así, por ejemplo, a la muerte de Clodoveo sus territorios fueron divididos entre sus cuatro hijos, y la conquista de los borgoñones fue posible sólo porque tres de ellos se unieron en un propósito común. Además, muchos de los descendientes de Clodoveo se mostraron incapaces de gobernar, y a la postre hubo quienes lo hicieron en su nombre.
El antiguo reino de Clodoveo estaba dividido en varias porciones cuando, en el siglo VII, comenzó el ascenso de la familia de los carolingios, que reciben ese nombre porque varios de ellos se llamaban Carlos, que en latín es Carolus. El primero de los carolingios fue Pipino el Viejo, quien poseía enormes extensiones de tierra y utilizaba sus ingresos para sus propósitos políticos. Su nieto, Pipino de Heristal, ocupó el cargo de “mayordomo de palacio” de uno de los reinos francos. Desde esta posición, Pipino era de hecho el rey. Pero no trató de deponer a quien reinaba de nombre, sino que continuó manteniendo la ficción de que quienes gobernaban eran los descendientes de Clodoveo. Mediante una política hábil y varias campañas militares, Pipino de Heristal logró reunir bajo su poder todos los territorios de los francos, aunque sin darles una unidad visible. Su nieto Carlos Martel (es decir, “el martillo”) aumentó el prestigio de la familia al derrotar a los musulmanes en la batalla de Tours (también llamada de Poitiers) en el año 732. A su muerte, era quien de hecho gobernaba todos los territorios francos, aunque siempre supuestamente en nombre de los descendientes de Clodoveo. Por fin, el hijo de Carlos Martel, Pipino el Breve, decidió deshacerse de un rey inútil, Childerico III, “el estúpido”. Con la anuencia del papa Zacarías, obligó a Childerico a renunciar al trono y a tomar la tonsura y el hábito de la vida monástica. Entonces Pipino tomó para sí el título de rey, aunque no lo tomó por cuenta propia, ni por elección de los nobles, como se había hecho anteriormente entre los pueblos bárbaros, sino que fue ungido por el obispo Bonifacio, bajo órdenes del papa Zacarías.
La unción de Pipino por Bonifacio es de importancia, pues tenemos aquí la transición de la vieja monarquía electiva o hereditaria a la monarquía por derecho divino, pero sobre todo porque el hijo de Pipino, a quien la posteridad conoce como Carlomagno, llevó el reino franco a la cumbre de su poder.
En medio de todo este proceso, la iglesia jugó un papel doble. A veces, cuando había reyes poderosos como Clodoveo, pareció sencillamente prestarle su apoyo al poder real. Pronto se estableció la costumbre de que los obispos fueran nombrados, o bien por el rey, o al menos con su consentimiento. La consecuencia de esto fue que muchos obispos eran funcionarios reales más que pastores, y que muchos nombramientos se hicieron por razones políticas. Aunque buena parte de las tierras pertenecía a los obispados (y a veces precisamente por eso), los obispos no eran verdaderos pastores, sino más bien señores feudales que debían su posición a la protección de algún rey u otro señor poderoso. En tal situación, el servicio a los pobres se descuidaba, y se hacía poco por regular la vida eclesiástica. En el año 742 Bonifacio (el mismo que poco después consagraría a Pipino como rey) le escribía al papa Zacarías diciéndole que el gobierno de la iglesia estaba prácticamente en manos de señores laicos, y que un concilio de obispos para regular y renovar la vida de la iglesia era cosa desconocida en el reino franco.
Las Islas Británicas
Aun en los tiempos de mayor gloria del Imperio Romano, éste no había conquistado todas las Islas Británicas, sino que se había limitado a la porción sur de la Gran Bretaña (lo que hoy es Inglaterra). Al norte, quedaban los territorios de los pictos y escotos (en lo que hoy es Escocia), separados del mundo romano por una muralla que el emperador Adriano había hecho construir. Además, Irlanda no había sido invadida por los romanos. Luego, cuando las legiones romanas, en medio del desastre de las invasiones de los bárbaros, se retiraron de la Gran Bretaña, lo que de hecho abandonaron fue la porción sur de la isla.
En esa zona, sin embargo, había una numerosa población de gentes cristianas y romanizadas. Algunas de estas personas se replegaron a zonas más fácilmente defendibles, mientras que otras permanecieron en sus antiguas tierras, donde quedaron bajo el régimen de los bárbaros que pronto invadieron la región.
Estos bárbaros procedían del continente, y eran en su mayoría anglos y sajones. A la postre, quedaron organizados en siete reinos principales (aunque hubo otros más efímeros y de menor importancia): Kent, Essex, Sussex, Anglia Oriental, Wessex, Northumbria y Mercia. Los gobernantes de todos estos reinos eran paganos, aunque había entre sus súbditos un buen número de cristianos cuyos antepasados habían vivido en esas tierras desde antes de las invasiones.
También antes de las invasiones había ocurrido otra cosa de gran importancia para la historia del cristianismo en las Islas Británicas. Se trata de la misión de Patricio a Irlanda. Patricio era un joven cristiano que vivía en la Gran Bretaña, donde su padre era oficial del ejército romano. Cuando todavía era muy joven, una banda de irlandeses que asaltó la zona en que él vivía lo apresó y lo llevó prisionero a Irlanda. Allí vivió por varios años como esclavo, pastoreando ganado, añorando su hogar, y profundizando su fe. Por fin, mediante arreglos con el capitán de un barco, logró escapar, pero antes de poder regresar a su hogar fue llevado al continente, donde pasó muchas dificultades antes de regresar a la Gran Bretaña.
De vuelta a su hogar, Patricio gozaba de lo que parecía ser un merecido reposo cuando recibió en sueños un llamamiento de ir como misionero a Irlanda, el mismo lugar donde hasta poco tiempo antes había sido esclavo. Así lo hizo, y con grave peligro de su vida comenzó a predicar en Irlanda. Tras una nueva serie de dificultades, comenzó a ver los resultados de su obra, y se cuenta que su éxito fue tal que en ocasiones bautizó a multitudes de irlandeses, sencillamente mandándoles a todos que se introdujeran en las aguas de un río, y entonces él pronunciaba la fórmula bautismal sobre la muchedumbre. Pronto comenzó a ordenar e instruir sacerdotes irlandeses para que sirvieran de pastores a los recién convertidos.
La iglesia que Patricio fundó en Irlanda tenía varias características que la distinguían del cristianismo en el resto de Europa. De ellas la más notable era que, en vez de ser gobernada por obispos, quienes tenían autoridad eran los abades de los conventos. Además, el Domingo de Resurrección se celebraba en una fecha distinta, las tonsuras de los clérigos eran diferentes, etc.
Poco después de la obra de Patricio, Irlanda se había vuelto un centro misionero. Puesto que ya entonces los bárbaros habían invadido la Gran Bretaña, y puesto que en todo caso los pictos y escotos del norte de esa isla nunca habían sido cristianos, buena parte de la labor misionera de los irlandeses iba dirigida hacia la Gran Bretaña.
El más famoso e importante de estos primeros misioneros irlandeses fue Columba, quien se había educado en Irlanda en un monasterio que conservaba mucha de la sabiduría de la antigüedad. Alrededor del año 563, Columba y doce compañeros se establecieron en la pequeña isla de Iona, frente a las costas de Escocia. Allí fundaron un monasterio con el propósito de que fuese un centro misionero para la conversión de los pictos. A partir de allí, Columba y sus compañeros hicieron varias visitas a los territorios de los pictos, hasta que lograron la conversión del rey Bridio y de la mayoría de sus súbditos.
A partir de Iona, el cristianismo se extendió también hacia los reinos de los anglos y los sajones. Casi cuarenta años después de la muerte de Columba, el rey de Northumbria, Osvaldo, se vio obligado por circunstancias políticas a refugiarse en Iona. Cuando en el año 635 llegó el momento de la batalla decisiva en la defensa de su reino frente a los bretones, se cuenta que vio en sueños a Columba, quien le daba valor. A la mañana siguiente, antes que el enemigo se preparase para la batalla, Osvaldo levantó una ruda cruz, y le pidió la victoria al Dios de Columba. Entonces él y los suyos se lanzaron sobre los bretones, que huyeron despavoridos. El resultado fue que todo el reino de Northumbria se hizo cristiano. A petición de Osvaldo, los monjes de Iona enviaron misioneros a su reino. Uno de ellos, Aidán, fundó en la isla de Lindisfarne un monasterio semejante al que Columba había fundado en Iona. A partir de allí, la fe cristiana se expandió a varios otros reinos de la Gran Bretaña.
Los monjes misioneros provenientes de Irlanda eran a la vez personas devotas y estudiosas. Los monasterios irlandeses fueron uno de los pocos centros donde se preservó el conocimiento de la antigüedad durante el período caótico que siguió a las invasiones de los bárbaros.
Empero no sólo de Irlanda llegaron misioneros a la Gran Bretaña. Cuenta la leyenda que Gregorio el Grande, uno de los más notables papas, cuya vida y obra discutiremos más adelante, se paseaba por el mercado en la ciudad de Roma cuando le llamaron la atención unos jóvenes rubios que estaban a la venta como esclavos.
—¿De qué país son esos jóvenes?— preguntó Gregorio.
—Son anglos— le contestaron.
—Anglos han de ser en verdad, pues tienen rostros de ángeles.
¿Dónde está el país de los anglos? —En Deiri.
—De ira son en verdad, pues han sido llamados de la ira a la misericordia de Dios. ¿Cómo se llama su rey?
—Aella.
—¡Aleluya! Hay que hacer que en ese país se alabe el nombre de Dios.
Es posible que este diálogo, que nos cuentan cronistas antiguos, nunca haya tenido lugar. Pero en todo caso no cabe duda de que Gregorio sintió desde joven una atracción por el país de los anglos. En cierta ocasión trató de ir como misionero a esos territorios. Pero era demasiado popular en Roma. El pueblo se amotinó y no lo dejó partir. En el año 590, según veremos más adelante, llegó a ser papa.
Nueve años más tarde dio muestras de su antiguo interés por el país de los anglos enviándoles una misión de varios monjes encabezada por Agustín, procedente del mismo monasterio a que había pertenecido Gregorio antes de ser papa.
Tras algunas vacilaciones, Agustín y los suyos llegaron al reino de Kent, en la Gran Bretaña. El rey de ese país era Etelberto, quien se había casado con una princesa cristiana y había dado muestras de favorecer la predicación del cristianismo en sus territorios. Al principio los misioneros no lograron muchos conversos. Pero cuando por fin el propio Etelberto se convirtió siguió una conversión en masa. En Canterbury, la capital de Kent, se fundó un arzobispado, y Agustín fue el primero en ocuparlo. A su muerte, menos de diez años después de su llegada a la Gran Bretaña, todo el reino de Kent era cristiano, y había conversos en todas las regiones vecinas.
El proceso de conversión de los siete reinos, sin embargo, no tuvo lugar sin dificultades y oposición. En el propio caso de Kent, tras la muerte de Etelberto se siguió una breve reacción pagana, aunque el nuevo rey se convirtió poco tiempo después. Uno de los episodios más curiosos en toda esta historia tuvo lugar en el pequeño reino de Anglia Oriental. Alrededor del año 630 reinaba allí Sigeberto, quien durante un período de exilio en Francia se había convertido y hecho bautizar. Sigeberto hizo venir de Kent al obispo Félix, quien llegó con un contingente de misioneros y maestros. Pronto el reino se hizo cristiano, y el propio rey decidió dedicarse a la vida monástica. Tras abdicar en favor de un pariente, se retiró a un monasterio, donde recibió la tonsura y se dedicó a la vida contemplativa.
Pero algún tiempo después el rey pagano de Mercia, Penda, atacó a Anglia Oriental. Carentes de dirección militar, los habitantes del país acudieron a su antiguo rey, suplicándole que marchara con ellos al campo de batalla. Sigeberto les recordó que sus votos monásticos le prohibían tomar la espada. Por fin, el rey monje se dejó persuadir, y salió a la batalla al frente de sus tropas.
¡Pero armado de un garrote! Los cristianos fueron derrotados por las tropas de Penda, y Sigeberto murió en la batalla. Pero su memoria fue venerada por largos años, y finalmente no sólo Anglia Oriental, sino también Mercia, se hicieron cristianas.
Todo lo que antecede ha de servirnos para colocar la obra de Agustín de Canterbury en su justa perspectiva. A menudo se ha dicho que fueron Agustín y sus sucesores quienes lograron la conversión de la Gran Bretaña. Esto no es toda la verdad, pues según hemos visto Columba y sus sucesores lograron al menos tantos conversos como Agustín y los suyos. Pero esto no ha de restarle importancia a la misión de Agustín. Esa misión es importante por dos razones. En primer lugar, se trata de la primera ocasión en toda la historia de la iglesia en la que tenemos datos fidedignos donde se nos presenta un papa u obispo de Roma que envía misioneros a tierras lejanas. En segundo lugar, la misión de Agustín es importante porque a través de ella el cristianismo en las Islas Británicas estableció relaciones estrechas con el del resto de la Europa occidental.
Según hemos dicho anteriormente, el cristianismo irlandés que Columba y los suyos llevaron a la Gran Bretaña difería en algunos detalles del que se practicaba en el resto de Europa occidental. Aunque estos detalles podrían parecer insignificantes, el hecho es que impedían el contacto directo e ininterrumpido entre las iglesias de las islas y las del continente. A partir de Kent y los demás reinos del sur avanzaba el cristianismo procedente de Roma. A partir de Irlanda, Escocia y los reinos del norte avanzaba el que venía de Irlanda e Iona. El conflicto era inevitable cuando ambas formas se encontraran.
En el reino de Northumbria el contraste entre estas dos formas de práctica cristiana se hizo insoportable. El rey seguía el cristianismo de origen irlandés, y la reina seguía el de origen romano. Puesto que las fechas en que se celebraba la Resurrección eran distintas, el rey estaba celebrando el Domingo de Resurrección con fiestas y gran regocijo mientras la reina se retiraba para celebrar el Domingo de Ramos con ayuno y penitencia.
Para resolver estas dificultades, se reunió un sínodo en Whitby en el ano 663. Los misioneros irlandeses y sus seguidores defendieron su posición ante el sínodo diciendo que su tradición era la que habían recibido de Columba. Pero los misioneros romanos contestaban que la autoridad de San Pedro era superior a la de Columba, puesto que al apóstol le habían sido dadas las llaves del Reino. Al oír esto, se cuenta que el rey les preguntó a los que defendían la tradición irlandesa: —¿Estáis de acuerdo en lo que dicen vuestros contrincantes, que San Pedro tiene las llaves del Reino?
—Sin lugar a dudas— le respondieron.
—Entonces no hay por qué discutir más. Yo he de obedecer a San Pedro, no sea que al llegar al cielo me cierre las puertas y no me deje entrar.
En consecuencia, el sínodo de Whitby optó por las tradiciones del continente europeo, y rechazó las de los irlandeses. Aunque la historia que acabamos de narrar puede dar la impresión de que todo se debió a la ingenuidad de un rey, el hecho es que había fuertes razones por las que a la larga el cristianismo de las Islas Británicas tendría que seguir las costumbres del resto del cristianismo occidental. De otro modo, habría quedado aislado del resto de Europa. Y, gracias a la decisión de Whitby y de otros concilios semejantes, la iglesia en las Islas Británicas pudo ser uno de los más fuertes medios de contacto entre esas islas y el continente.
Los reinos bárbaros de Italia
En nuestra rápida ojeada a los diversos reinos que los bárbaros fundaron en la Europa occidental, nos falta dirigir la mirada hacia la península italiana. Allí el Imperio continuó existiendo por algún tiempo, aunque era más fantasma que realidad. Diversos generales bárbaros se adueñaron del poder, uno tras otro, y pretendieron gobernar en nombre de los emperadores. Estos últimos eran poco más que simples figuras decorativas que residían en Roma, lejos de las campañas militares, mientras los generales que de veras gobernaban vivían en Milán, mucho más cerca de las fronteras.
Por fin, en el año 476, el general Odoacro, al mando de las tropas hérulas, depuso al último de los emperadores de Occidente, el débil Rómulo Augústulo. Pero aún entonces no se deshizo Odoacro del fantasma imperial. En lugar de pretender gobernar por cuenta propia, le escribió al emperador Zenón, quien gobernaba en Constantinopla, diciéndole que ahora que no había emperador en Occidente el Imperio había quedado unido de nuevo, y poniéndose bajo sus órdenes. A cambio, Zenón le dio a Odoacro el titulo de “patricio” y lo nombró para que en su nombre gobernara sobre Italia.
Empero las relaciones entre Zenón y Odoacro fueron deteriorándose, y a la postre el emperador de Constantinopla decidió acudir a los ostrogodos para deshacerse de los hérulos. Bajo el mando de Teodorico, los ostrogodos invadieron Italia, y en el 493 el reino de los hérulos había desaparecido.
Teodorico trató de ser un buen gobernante, y al principio de su reinado se rodeó de consejeros sabios tomados de entre los habitantes anteriores del país. Empero su régimen tropezaba con una gran dificultad: Teodorico y los ostrogodos eran arrianos (también lo habían sido antes que ellos los hérulos), mientras que los italorromanos que formaban la mayoría de la población eran católicos. El poder militar estaba en manos de los primeros, mientras que la administración civil quedaba necesariamente en manos de los últimos, pues entre los ostrogodos hasta el propio rey era analfabeto. Pronto los italorromanos comenzaron a soñar de una invasión por parte de las fuerzas del Imperio de Oriente, desde Constantinopla. Puesto que el Imperio de Oriente (también llamado Imperio Bizantino) era católico, tal invasión volvería a colocar la fe católica por encima de la arriana. Hasta qué punto tales sueños llegaron a convertirse en conspiración, y cuántos participaban en ella, es algo que no nos es dado saber. Pero en todo caso Teodorico creyó que de hecho había una conspiración, y que algunos de sus consejeros italorromanos estaban involucrados en ella. Boecio, quien dirigía toda la administración civil bajo Teodorico, y quien era sin lugar a dudas uno de los pocos sabios de la época, fue encarcelado y muerto. En la cárcel escribió su famosa obra Sobre la consolación de la filosofía, en la que ésta se le presenta para recordarle que la verdadera felicidad no consiste en el prestigio humano ni en los bienes materiales. Antes había compuesto numerosos comentarios sobre diversas obras de la antigüedad, y fue por tanto a través de él que buena parte de la Edad Media conoció esos escritos. Junto a Boecio murió su suegro Símaco, quien era presidente del senado romano. Y dos años después, en el 526, el papa Juan murió también en las cárceles de Teodorico. A partir de entonces, los italorromanos reconocieron a Boecio, Símaco y Juan como mártires, y su oposición al régimen ostrogodo se recrudeció.
El sucesor de Boecio en el gobierno civil, Casiodoro, trató de mediar entre los arrianos y los católicos, aunque sin comprometer su fe católica. Por fin, convencido quizá de que Teodorico no le permitiría llevar a cabo su programa de gobierno, se retiró a Vivario, donde se dedicó a la vida monástica. Allí compuso numerosas obras, de las cuales la más importante fue Instituciones de las letras divinas y seculares. Esta obra era un resumen de los conocimientos de la antigüedad, y sobre ella se basó buena parte de la educación medieval.
Teodorico murió en el 526, y su nieto y sucesor Atalarico siguió una política más moderada para con los católicos. Pero cuando un nuevo rey, Teodato, volvió a establecer los antiguos rigores contra los italorromanos, la corte de Constantinopla llegó a la conclusión de que era el momento de invadir Italia.
A la sazón reinaba en Constantinopla Justiniano, uno de los más grandes emperadores de la Edad Media, quien tenía el sueño de restaurar el viejo Imperio. Ya hemos visto que su general Belisario puso fin al reino de los vándalos en el Africa. Y ese mismo general emprendió una campaña que, tras veinte años de luchas, puso fin al reino ostrogodo.
Empero el régimen imperial en Italia estaba destinado a durar poco. En el 562 los ostrogodos habían sido definitivamente derrotados, y ya en el 568 un nuevo pueblo invasor se lanzó sobre el país. Se trataba de los lombardos, quienes, al igual que los invasores anteriores, venían huyendo de otros enemigos más temibles, en este caso los ávaros. Los lombardos penetraron en Italia al mando de su rey Alboino, y pronto se posesionaron del norte del país (especialmente de la cuenca del río Po, que hasta el día de hoy se llama “Lombardía”).
Puesto que eran arrianos, sembraron el terror entre los católicos de la región. Afortunadamente para estos últimos, a la muerte de Alboino, los lombardos, en lugar de continuar como un reino unido, se dividieron en treinta y cinco ducados independientes, apenas capaces de retener los territorios que habían conquistado. Cuando, diez años más tarde, comenzaron a sentir la presión de los francos, volvieron a organizarse como monarquía. Pero su invasión había perdido ya su ímpetu inicial.
El resultado de la presencia de los lombardos fue un estado de constante guerra y ansiedad. Puesto que los lombardos no habían conquistado toda la región, las zonas que todavía estaban bajo el gobierno de Constantinopla temían ser atacadas. Estas zonas eran principalmente dos: el exarcado de Ravena, y Roma y sus alrededores. Constantinopla estaba pasando por momentos difíciles, y por tanto ni Ravena ni Roma podían esperar ayuda de ella. El resultado fue que los obispos de Roma (los papas) quedaron a cargo del gobierno y la defensa de la ciudad. El papa Gregorio el Grande (el mismo que envió a Agustín a Inglaterra) se quejaba de la situación siempre tensa, pues le parecía que se veía rodeado de espadas. Y llegó a escribir: “Ya ni sé si mi oficio es el de pastor o el de príncipe temporal. Tengo que ocuparme de todas las cosas, incluso de la defensa, y de pagar a los soldados”.
En tales circunstancias, los papas miraron en derredor suyo en busca de apoyo, y lo encontraron entre los francos. En el año 751 el rey lombardo Astolfo tomó el exarcado de Ravena, y el papa Zacarías se sintió más solo que nunca. En vista de esta nueva actividad conquistadora entre los lombardos, Zacarías autorizó a Bonifacio para que ungiese a Pipino el Breve como rey de los francos. Poco después, Pipino invadió a Italia, donde obligó a los lombardos a cederle al papa buena parte del exarcado de Ravena. A cambio, el nuevo papa, Esteban II, lo ungió de nuevo. Por fin, en circunstancias semejantes, Carlomagno acudió en socorro del papa Adriano I y destruyó el reino lombardo, tomando para sí el título de “rey de los francos y los lombardos”.
Durante todo este período, la cultura sufrió graves reveses Solo brevemente en la corte lombarda en Pavía, y en Roma en tiempos de Gregorio el Grande, se produjeron obras literarias o artísticas dignas de memoria. También entre los lombardos el monaquismo fue, como en tantos otros lugares, un remanso en el que algunos pudieron dedicarse al estudio. Esta fue una de las fuentes adonde el reino de Carlomagno fue a beber para dar lugar a lo que se ha llamado “el renacimiento carolingio”. Empero esa historia pertenece a otro capítulo de la presente sección.
Resumen y conclusiones
Los siglos V al VIII fueron un período de oscuridad y zozobras en la Europa occidental. Las invasiones de los bárbaros pusieron fin al poderío efectivo del Imperio Romano en la región, aunque durante siglos muchos de esos mismos bárbaros siguieron considerándose súbditos de ese Imperio.
Desde el punto de vista religioso, los bárbaros reintrodujeron en la Europa occidental dos elementos que poco antes parecían estar prontos a desaparecer: el paganismo y el arrianismo. Casi todos los invasores eran arrianos: los vándalos, los visigodos, los suevos, los ostrogodos, los borgoñones y los lombardos. A la larga, todos estos pueblos o bien desaparecieron (los vándalos y los ostrogodos), o bien se hicieron católicos (los suevos, los visigodos y los borgoñones). En cuanto a los pueblos paganos, todos se hicieron católicos. Algunas de estas conversiones fueron el resultado de la presión que ejercía algún pueblo vecino. Pero en su mayor parte fueron sencillamente el resultado del proceso de asimilación que tuvo lugar tras las invasiones. Los bárbaros no penetraron en el Imperio para destruir la civilización romana, sino para participar de ella. Por esa razón pronto la mayoría de ellos olvidó las lenguas bárbaras y comenzó a hablar (mal o bien) el latín. Este es el origen de nuestras lenguas romances modernas. De igual modo, los bárbaros abandonaron sus viejas creencias y acabaron por aceptar las de los pueblos conquistados. Este es el origen del cristianismo occidental, tal como lo conoció la Edad Media.
En todo este proceso, hay dos elementos en la vida de la iglesia que se destacan por su importancia en la conversión de los bárbaros y en la preservación de la cultura antigua. Estos dos elementos son el monaquismo y el papado. Al narrar nuestra historia, nos hemos referido a monjes tales como Isidoro de Sevilla, Columba y Agustín de Canterbury. También nos hemos visto obligados a referirnos a papas tales como Juan, Zacarías, Esteban II y, sobre todo, Gregorio el Grande. Si no hubiésemos pospuesto la discusión de las controversias cristológicas para otro capítulo, también habríamos tenido ocasión de referirnos al papa León. Por tanto, antes de continuar con nuestra narración, debemos detenernos en los próximos dos capítulos, para dedicarle uno al desarrollo del monaquismo en este período, y otro al desarrollo del papado.
Además, aunque durante el presente capítulo nos hemos referido constantemente al Imperio de Oriente (o Bizantino), sólo lo hemos hecho cuando nos ha sido indispensable para narrar la historia de los acontecimientos que estaban teniendo lugar en la Europa occidental. Por ello, después de tratar acerca del monaquismo y del papado, y antes de retomar el orden cronológico de nuestra narración, nos detendremos a discutir el curso del cristianismo en el Oriente
González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 233–262). Miami, FL: Editorial Unilit.

