La necesidad de la Reforma

Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo XVI

La necesidad de la Reforma
Por W. Robert Godfrey

La iglesia siempre necesita reforma. Incluso en el Nuevo Testamento, vemos a Jesús reprendiendo a Pedro, y a Pablo corrigiendo a los corintios. Como los cristianos siempre somos pecadores, la iglesia siempre necesitará la reforma. Sin embargo, la pregunta que debemos hacernos es cuándo esa necesidad se vuelve totalmente imperiosa.

Los grandes reformadores del siglo XVI concluyeron que la reforma era urgente y necesaria en sus días. Mientras buscaban reformar la iglesia, rechazaron dos extremos. Por un lado, rechazaron a los que insistían en que la iglesia estaba básicamente sana y no necesitaba cambios fundamentales. Por otro lado, también rechazaron a los que creían que podían crear una iglesia perfecta en cada detalle. La iglesia necesitaba una reforma fundamental, pero también iba a necesitar seguir reformándose siempre. Los reformadores llegaron a estas conclusiones gracias a su estudio de la Biblia.

En 1543, el reformador de Estrasburgo, Martín Bucero, le pidió a Juan Calvino que escribiera una defensa de la Reforma para presentarla ante el emperador Carlos V en la dieta imperial que se reuniría en Espira el año 1544. Bucero sabía que el emperador, que era católico romano, estaba rodeado por consejeros que difamaban los esfuerzos por reformar la iglesia, y creía que Calvino era el ministro más capaz para defender la causa protestante.

Calvino aceptó el desafío y escribió una de sus mejores obras, La necesidad de reformar la iglesia. Aquel tratado sustancial no convenció al emperador, pero ha llegado a ser considerado por muchos como la mejor presentación de la causa reformada que se ha escrito.

Calvino parte observando que todos concordaban en que la iglesia tenía «enfermedades numerosas y severas». También afirma que los problemas eran tan serios que los cristianos no podían permitirse «mayores demoras» para la reforma ni tampoco esperar por «remedios lentos». Rechaza la acusación de que los reformadores eran culpables de «innovación precipitada e impía». Más bien, recalca que «Dios levantó a Lutero y a otros» para preservar «la verdad de nuestra religión». Calvino veía que los fundamentos del cristianismo estaban bajo amenaza y que solo la verdad bíblica renovaría a la iglesia.

Calvino observa cuatro grandes áreas de la vida de la iglesia que necesitaban una reforma. Estas áreas forman lo que él llama el alma y el cuerpo de la iglesia. El alma de la iglesia está compuesta por la «adoración pura y legítima de Dios» y por «la salvación de los hombres». El cuerpo de la iglesia está compuesto por el «uso de los sacramentos» y «el gobierno de la iglesia». Para Calvino, estos asuntos estaban en el núcleo de los debates de la Reforma. Son esenciales para la vida de la iglesia y solo podemos entenderlos correctamente a la luz de la enseñanza de las Escrituras.

Tal vez nos sorprenda que Calvino haya catalogado la adoración de Dios como uno de los asuntos más importantes de la Reforma, pero este era un tema consistente en él. Antes, le había escrito al cardenal Sadoleto: «No hay nada más peligroso para nuestra salvación que una adoración absurda y perversa de Dios». La adoración es el lugar donde nos encontramos con Dios y ese encuentro debe realizarse según los estándares de Dios. Nuestra adoración muestra si de verdad aceptamos la Palabra de Dios como nuestra autoridad y nos sometemos a ella. La adoración creada por nosotros mismos es una forma de justicia por las obras y una expresión de idolatría.

Luego, Calvino se refirió a lo que solemos ver como el tema más grandioso de la Reforma, es decir, la doctrina de la justificación:

Sostenemos que, más allá de cómo sean las obras de un hombre, él es considerado justo delante de Dios sobre la sola base de la misericordia gratuita, pues Dios, sin ninguna consideración por las obras, lo adopta gratuitamente en Cristo, imputándole la justicia de Cristo como si fuera suya. Esto lo conocemos como la justicia de la fe, es decir, cuando un hombre, desnudo y vacío de toda confianza en las obras, se siente convencido de que la única base de su aceptación ante Dios es una justicia que él no tiene en sí mismo, pero le es prestada por Cristo. El punto en que el mundo siempre se desvía (pues este error ha prevalecido casi en todas las épocas) es el de imaginar que el hombre, por muy parcialmente deficiente que sea, sigue mereciendo, hasta un cierto punto, el favor de Dios por las obras.

Estas cuestiones fundamentales que conforman el alma de la iglesia son respaldadas por el cuerpo de la iglesia: sus sacramentos y gobierno. Debemos devolverles a los sacramentos el sentido y uso puro y simple que reciben en la Biblia. El gobierno de la iglesia debe rechazar toda tiranía que ate la conciencia de los cristianos de manera contraria a la Palabra de Dios.

Cuando observamos la iglesia de nuestros días, bien podemos concluir que la reforma es necesaria —de hecho, es imprescindible— en muchas de las áreas por las que Calvino tanto se preocupó. A fin de cuentas, solo la Palabra y el Espíritu de Dios reformarán la iglesia. Sin embargo, debemos orar y trabajar fielmente para que esa reforma llegue en nuestros días.

Publicado originalmente en: Tabletalk Magazine
W. Robert Godfrey
El Dr. W. Robert Godfrey es presidente de la junta directiva de Ligonier Ministries, maestro de la Confraternidad de Enseñanza de Ligonier Ministries, y presidente emérito y profesor emérito de historia de la iglesia en el Westminster Seminary California. Es el maestro destacado de la serie de seis partes de Ligonier: A Survey of Church History y autor de varios libros, entre ellos An Unexpected Journey y Learning to Love the Psalms.

La definición de orgullo y humildad

Serie: El orgullo y la humildad

Por Robert M. Godfrey

Nota del editor:Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El orgullo y la humildad

El orgullo y la humildad son dos atributos que pueden ser difíciles de entender correctamente. Un punto de vista típico entre los cristianos establece un claro contraste entre estos dos atributos. Este punto de vista sostiene que el orgullo es una cualidad mala y la humildad es buena. Este punto de vista tiene sentido cuando consideramos la evidencia bíblica. En las palabras de Proverbios 3:34 (citadas tanto en Santiago 4:6 como en 1 Pedro 5:5), «DIOS RESISTE A LOS SOBERBIOS, PERO DA GRACIA A LOS HUMILDES». Este versículo parece establecer un contraste claro y directo entre estos dos atributos. Pero ¿es así de sencillo? ¿Podemos decir realmente que el orgullo siempre es un vicio? ¿La humildad siempre es una virtud?

Aunque podamos desear una respuesta rápida y fácil de que el orgullo siempre es malo y la humildad siempre es buena, debemos darnos cuenta de que el orgullo y la humildad pueden ser una virtud o un vicio dependiendo de las circunstancias. Por lo tanto, primero tenemos que examinar cómo tanto el orgullo como la humildad pueden ser considerados vicios. Y segundo, tenemos que considerar cómo tanto el orgullo como la humildad pueden ser vistos como virtudes.

El orgullo y la humildad como vicios
¿Qué puede hacer que tanto el orgullo como la humildad caigan en la categoría común de vicio? Para encontrar una respuesta a esta pregunta, tenemos que entrar en el baño y mirarnos en el espejo. Debemos mirarnos primero a nosotros mismos. Cuando el orgullo y la humildad miran al yo como su fuente, ambos son vicios egoístas.

En la Escritura, el orgullo se presenta principalmente como un vicio egoísta. Cuando la Escritura utiliza la palabra orgullo, la mayoría de las veces viene en el contexto de una advertencia o amonestación. El vicio del orgullo se refleja en presumir de nosotros mismos. Podemos presumir de nuestra prosperidad como lo hace el evangelio de salud y riqueza, o podemos atribuirnos el éxito de la evangelización, o podemos darnos palmaditas en la cabeza, por así decirlo, como grandes eruditos. El pecado del orgullo echa raíces cuando dejamos de mirar a Dios (Su providencia, sabiduría y gracia) como la fuente de todos estos beneficios y empezamos a atribuirnos el mérito a nosotros mismos.

El orgullo en el yo es claramente nuestra tendencia natural, y actúa en nosotros como un vicio pecaminoso. Cuando Cristo advirtió a los fariseos sobre el orgullo de la justicia propia, los describió como aquellos «que confiaban en sí mismos como justos, y despreciaban a los demás» (Lc 18:9). Sin embargo, cuando reflexionamos verdaderamente sobre el peso de nuestro pecado y nuestra miseria, el orgullo egoísta se desinfla rápidamente. Considera a Pablo, quien, en lugar de jactarse de todos sus logros y méritos, comenzó su escrito diciendo que era «el primero» de los pecadores (1 Tim 1:15). Además, cuando entendemos realmente las buenas nuevas de Jesucristo, el orgullo egoísta y la jactancia no tienen cabida en nuestros corazones. Como declaró Horatius Bonar: «Le amo porque Él me amó, por Él yo vivo hoy». Como quienes debemos nuestra propia vida a la gracia y misericordia de nuestro Señor Jesucristo, debemos resistir la tentación de ser orgullosos de nosotros mismos.

Del mismo modo, también debemos estar en guardia contra la humildad que tiene sus raíces en nosotros mismos y no en Dios. La interpretación principal de la humildad en las Escrituras nos dice que es una virtud, como consideraremos en breve. Sin embargo, cuando la humildad se basa en nosotros mismos, cae en la misma trampa que el orgullo egoísta. Si la humildad está centrada en nosotros mismos, entonces encontramos una virtud que se convierte rápidamente en un vicio.

El vicio de la humildad egocéntrica aparece de muchas maneras. El autodesprecio, la cobardía y la falsa humildad pueden tener lugar en nombre de la humildad. Considera este ejemplo. Si a un cristiano maduro se le pide que sirva como anciano o diácono en su iglesia, puede responder: «Con toda humildad, no soy apto para servir». Sin embargo, el hombre puede no tener ninguna razón bíblica para esta respuesta humilde, y puede simplemente estar confundiendo el autodesprecio con la humildad. Debemos ser vigilantes de no odiarnos a nosotros mismos en nombre de la humildad.

Un vicio de humildad también puede verse en la cobardía que nos lleva a callar incluso cuando deberíamos hablar. Podemos decirnos a nosotros mismos que al no abrir la boca cuando nos encontramos con el mal, estamos siendo pacificadores o amadores del prójimo o estamos dependiendo de Dios. Sin embargo, este silencio puede convertir rápidamente la virtud de la humildad en un vicio de cobardía. Así, cuando un miembro de la familia se burla del cristianismo o cuando un viejo amigo de la escuela dice que todas las religiones son iguales, a menudo nos callamos en nombre de la humildad cuando en realidad estamos motivados por la cobardía.

También debemos cuidarnos de la humildad fingida, que es aún peor que el orgullo. El vicio del orgullo es al menos honesto en su error. Sin embargo, la humildad fingida es orgullo disfrazado. Por ejemplo, un pastor conocido podría decir: «Nunca pensé que podría escribir cinco libros en el lapso de un año, pero estoy agradecido de que mi familia me haya apoyado en esta difícil tarea». A primera vista, esta afirmación podría parecer humilde, pero en realidad, podría tratarse no tanto de mostrar agradecimiento como de promocionar el logro y buscar la aclamación.

Como aquellos que estamos vivos en Cristo, debemos desechar el vicio de la humildad que se enmascara como autodesprecio, cobardía o arrogancia. Debemos huir de este vicio y confiar en el Señor. Solo entonces podremos reflexionar sobre el orgullo y la humildad como virtudes.

El orgullo y la humildad como virtudes
Mientras que mirar al yo hace que tanto el orgullo como la humildad sean vicios, mirar lejos del yo hacia Cristo convierte estos atributos en virtudes. Cuando miramos al Señor, tanto el orgullo como la humildad pueden convertirse en verdaderas virtudes.

En las Escrituras, vemos ejemplos apropiados de orgullo como virtud. Por ejemplo, Pablo escribió: «En Cristo Jesús he hallado razón para gloriarme en las cosas que se refieren a Dios» (Rom 15:17). Observa que este ejemplo de orgullo está basado en el fundamento de Cristo y tiene la motivación de servir a Dios. Por lo tanto, nosotros como cristianos estamos llamados a estar orgullosos de todo lo que el Señor nos ha dado. Debemos sentir orgullo de Su soberanía y salvación.

Primero, cuando consideramos la soberanía de Dios, nunca debería llevarnos a estar orgullosos de nosotros mismos y de nuestros logros. Más bien, debemos estar orgullosos de nuestro Señor, el proveedor. Como cristianos, podemos sentirnos legítimamente orgullosos cuando terminamos una carrera o en una discusión con amigos en la que defendemos la fe o en el momento en que nuestro hijo se casa con una creyente. Sin embargo, este sentimiento de orgullo no debería estar basado en nuestra propia sabiduría, nuestro propio ingenio o nuestros propios consejos matrimoniales. Nuestro orgullo debe encontrarse siempre y solo en el Señor. Pablo citó a Jeremías cuando proclamó: «EL QUE SE GLORÍA, QUE SE GLORÍE EN EL SEÑOR» (1 Co 1:31). La Palabra soberana de Dios nos dirige y guía, y Su voluntad soberana provee todo lo que ocurre en nuestras vidas. Así pues, sintamos orgullo de nuestro Señor.

Segundo, podemos estar orgullosos del don de la salvación que se nos ha dado. Como se nos dice en Hebreos 3:6: «Cristo fue fiel como Hijo sobre la casa de Dios». Somos de Su casa si, de hecho, nos aferramos firmemente a nuestra confianza y a la esperanza de la que nos sentimos orgullosos. Sentir orgullo por nuestro Salvador es bueno. Debemos estar orgullosos de la nueva identidad que tenemos como profetas, sacerdotes y reyes. Debemos estar orgullosos de que los que pertenecen al Señor Jesucristo al final nunca perderán su salvación. Debemos estar orgullosos de proclamar la verdad de la salvación solo en Cristo. Ninguno de estos ejemplos de orgullo implica mirarnos a nosotros mismos. Como cristianos, estamos llamados a sentir orgullo en nuestro Salvador, Jesucristo. Y así como el orgullo virtuoso mira al Señor, también una humildad virtuosa debe mirar al Señor.

Siempre que reconocemos la grandeza de nuestro Dios, somos conducidos a la verdadera humildad. Tanto la culpa por nuestro pecado como la gracia que nuestro Señor nos ha concedido nos llevan a una humildad virtuosa. Cuando reconocemos el peso de nuestro pecado, crece el fruto de la humildad. Venimos de la línea caída de Adán y seguimos luchando con el pecado en este lado de la gloria. Qué verdad tan humillante. Pero no debemos tomar esto como un llamado a volver al autodesprecio de la humildad fingida. Más bien, debemos darnos cuenta de que estamos unidos como una comunidad de pecadores que son santos. Ningún cristiano verdadero es de mayor o menor valor que otro. La humildad es el atributo común que compartimos con Moisés, Pablo y el propio Cristo (Nm 12:3; 2 Co 10:1). Por eso Pedro nos llama a «[revestirnos] de humildad en [nuestro] trato mutuo» (1 Pe 5:5). Como pecadores salvos por gracia, todos recibimos este llamado a revestirnos de humildad. Como Isaac Watts dijo: «Benditas son las almas humildes que ven su vacío y su pobreza; se les dan tesoros de gracia, y coronas de alegría guardadas en el cielo». Estamos llamados, como aquellos que están vivos en Cristo, a caminar en humildad.

Conclusión
Escuchemos el llamado de dejar de ser orgullosos y humildes de manera egocéntrica y comencemos a ser orgullosos y humildes de manera piadosa. Debemos cuidarnos del vicio mientras crecemos en la virtud. Una de las mejores maneras de dejar estos vicios y revestirnos de estas virtudes nos viene a través de la oración. Cuando hablamos con nuestro soberano Señor, se nos da una verdadera perspectiva de nosotros mismos. Debemos acudir como humildes penitentes. Nuestro orgullo está fundamentado en nuestro Padre Soberano, que nos escuchará por amor a Su Hijo. La oración nos humilla como pecadores, y la oración nos da confianza al acercarnos al trono de la gracia. Por tanto, sigamos acudiendo a nuestro Padre celestial, por el poder del Espíritu Santo, por amor a Cristo, con orgullo en el Dios trino y con humildad porque Él nos llama Su pueblo.

Cuando realmente reflexionamos sobre el peso de nuestro pecado y nuestra miseria, el orgullo egoísta se desinfla rápidamente.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.

Robert M. Godfrey
El Dr. Robert M. Godfrey es pastor de Zeltenreich Reformed Church en New Holland, PA.

La teología y la Iglesia

Ministerios Ligonier

Serie: El ahora cuenta para siempre

La teología y la Iglesia
Por W. Robert Godfrey

Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El ahora cuenta para siempre

a teología, la verdad que viene de Dios y es acerca de Dios, es para la vida de la Iglesia. Jesús está construyendo Su Iglesia haciendo discípulos que le sigan, confesando la verdad de que Él es «el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Mt 16:16). Los discípulos son aquellos a los que Jesús da vida para que anden en Su camino y según Su verdad. Como dijo Jesús: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, verdaderamente sois mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8:31-32).

En la Gran Comisión, Jesús envía a Sus discípulos a hacer discípulos y construir Su Iglesia por todo el mundo. ¿Cómo deben los discípulos hacer discípulos? Jesús resume esa enorme tarea en dos puntos notablemente breves: Sus discípulos harán discípulos bautizándolos y enseñándoles. Si estas palabras de Jesús no fueran tan familiares, muchos de nosotros podríamos encontrar este resumen algo sorprendente. Podríamos esperar el encargo de enseñar, pero incluir el encargo de bautizar en un resumen tan breve es quizá algo inesperado. Pero las sorpresas invitan a la reflexión y a la meditación. Al pensar en ello, podemos ver lo apropiado y útil que es.

Vemos en esta comisión que el hacer discípulos tiene dos partes: traerlos y edificarlos. Los discípulos son aquellos que han sido traídos por el bautismo y son edificados por la enseñanza que cambia vidas.

Jesús dirige nuestra atención al bautismo, no en el sentido estricto de la ceremonia del agua, sino en el sentido más amplio de todo lo que implica el bautismo. Podemos ver esto claramente en el ministerio de Juan el Bautista. Su ministerio de bautismo incluye su predicación de las buenas noticias (Lc 3:18), su llamado al arrepentimiento (v. 3) y su insistencia en el fruto del arrepentimiento (v. 8). El bautismo incluye tanto la predicación de las promesas de Dios como el llamado a la respuesta adecuada a esas promesas. El bautismo verdaderamente hace entrar a los discípulos, llamándolos a iniciar la vida de fe.

En este sentido, el bautismo es propiamente fundacional para ser un discípulo porque presenta las promesas de Dios y también llama a los bautizados a la fe y al compromiso. La promesa central de Dios a los pecadores en el bautismo es que Él lavará sus pecados y los perdonará. Cuando Jesús, en la Gran Comisión, especifica que Sus discípulos bautizarán en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, muestra que la promesa del bautismo procede del Dios trino y está garantizada por la Trinidad.

La liturgia bautismal de las iglesias reformadas holandesas, redactada en el siglo XVI y utilizada durante siglos en estas iglesias, desarrolla de forma útil las funciones y promesas distintivas que se refieren a cada persona de la Trinidad. Esta liturgia declara lo que el bautismo significa y lo que el bautismo promete al pueblo de Dios, no lo que el agua del bautismo realiza en cada persona bautizada. En el bautismo, Dios el Padre promete que «hace un pacto eterno de gracia con nosotros y nos adopta como hijos y herederos». En el bautismo, Dios el Hijo promete que «nos lava en Su sangre de todos nuestros pecados, incorporándonos a la comunión de Su muerte y resurrección, para que seamos liberados de nuestros pecados y considerados justos ante Dios». En el bautismo, Dios el Espíritu Santo promete que «habitará en nosotros y nos santificará… hasta que finalmente seamos presentados sin mancha entre la asamblea de los escogidos en la vida eterna». Estas promesas en el bautismo declaran el corazón y el centro de nuestra esperanza en el evangelio. El bautismo no es simplemente una ceremonia externa o simplemente una acción de la iglesia o de un creyente. Es, en primer lugar, «una Palabra visible» que expresa la Palabra predicada de la promesa del evangelio, según leemos: «Juan el Bautista apareció en el desierto predicando el bautismo de arrepentimiento para el perdón de pecados» (Mr 1:4).

En esta liturgia bautismal reformada holandesa se expone la teología del bautismo para la Iglesia. Muestra el significado del bautismo desde el lado de Dios en las promesas proclamadas, pero también desde el lado humano en el llamado al compromiso. Ese llamado al compromiso se expresa con fuerza:

Considerando que en todo pacto hay dos partes, así pues, por medio del bautismo, Dios nos amonesta y nos obliga a una nueva obediencia, a saber, que nos unamos a este único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo; que confiemos en Él y lo amemos con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y con todas nuestras fuerzas; que abandonemos el mundo, crucifiquemos nuestra vieja naturaleza y caminemos en una vida piadosa. Y si a veces, por debilidad, caemos en pecados, no debemos por ello desalentarnos de la misericordia de Dios, ni continuar en el pecado, ya que el bautismo es un sello y un testimonio indudable de que tenemos un pacto eterno con Dios.

Ser discípulo es escuchar las promesas y luego creerlas y vivirlas.

El bautismo nos conecta necesariamente a la iglesia. El bautismo nunca es simplemente individual porque debe ser realizado por otro. El bautismo es por la iglesia y en la iglesia. La vida cristiana no es una vida solitaria sino que se vive en la comunidad de fe. Cristo está edificando Su Iglesia y nosotros debemos ser miembros de ella, no solo como una conexión formal sino como una parte clave de nuestra vida como discípulos.

Además de ordenar el bautismo, Jesús nos dirige a la enseñanza para edificar las vidas del pueblo de Dios. A lo largo de Su ministerio terrenal, Jesús enseñó la verdad sobre lo que Sus discípulos debían saber y cómo debían vivir para Él. Sus apóstoles continuaron esa labor de enseñanza con total autoridad. Las enseñanzas de Jesús, tanto las de Su ministerio terrenal como las de Sus apóstoles, fueron reunidas y preservadas para Su Iglesia en las Sagradas Escrituras. La iglesia que sigue a Cristo enseña fielmente Su teología a partir de la Biblia para que los cristianos conozcan la verdad y la vivan.

Tal enseñanza es una gran empresa. Jesús no llama a Su Iglesia a enseñar solo las verdades básicas ni algunas de las verdades ni tampoco muchas de las verdades de la Palabra de Dios. Él nos comisiona a enseñar todo lo que Él ha mandado. Podemos priorizar las verdades, pero no tenemos derecho a eliminar ninguna de ellas. Él nos llama a un conocimiento exhaustivo de esta voluntad y a una vida completa y plena consagrada a Él.

Uno de los peligros más graves que las iglesias pueden crear para sí mismas es alterar la enseñanza de la Biblia. Esto pueden hacerlo al rechazar, distorsionar, ignorar o añadir a algunas de las enseñanzas de Jesús. Las iglesias liberales eliminan las enseñanzas que no son intelectual o moralmente aceptables para sus mentes. Las iglesias evangélicas con demasiada frecuencia han tratado de hacer el cristianismo más atractivo para los no creyentes enseñando un evangelio simple o simplificado.

Por el contrario, las iglesias reformadas han tratado de ser ampliamente bíblicas en su enseñanza, lo que se refleja en sus normas confesionales, llenas de doctrina y ética.

En la iglesia, tanto los ministros como la congregación son responsables de una enseñanza completa. Los ministros deben planear cuidadosamente lo que van a enseñar y cómo comunicarlo de manera que realmente edifique al pueblo. La Palabra de Dios es el depósito de la verdad para la iglesia y los ministros deben enseñarla. Deben resistir la tentación de convertirse en proveedores de entretenimiento o psicólogos de la cultura pop. 

El pueblo de Dios, especialmente en una cultura democrática, también tiene un deber muy serio. Debe animar a los ministros a enseñar todo el consejo de Dios y buscar y apoyar con entusiasmo dicha enseñanza. De lo contrario, la iglesia permanecerá muy inmadura. Pablo escribió advirtiendo a los corintios: «Así que yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, no alimento sólido, porque todavía no podíais recibirlo. En verdad, ni aun ahora podéis, porque todavía sois carnales. Pues habiendo celos y contiendas entre vosotros, ¿no sois carnales y andáis como hombres?» (1 Co 3:1-3). Lo mismo se dice en Hebreos:

Acerca de esto tenemos mucho que decir, y es difícil de explicar, puesto que os habéis hecho tardos para oír. Pues aunque ya deberíais ser maestros, otra vez tenéis necesidad de que alguien os enseñe los principios elementales de los oráculos de Dios, y habéis llegado a tener necesidad de leche y no de alimento sólido. Porque todo el que toma solo leche, no está acostumbrado a la palabra de justicia, porque es niño. Pero el alimento sólido es para los adultos, los cuales por la práctica tienen los sentidos ejercitados para discernir el bien y el mal (5:11-14).

Las iglesias inmaduras y los cristianos inmaduros todavía están atrapados en la carne y por lo tanto se han convertido en oídos sordos. La iglesia madura escucha con avidez la Palabra para aprender y ser entrenada en el discernimiento y la justicia. La iglesia necesita la teología para hacer discípulos, tanto los que son traídos a la iglesia como los que son edificados en la verdad. Ligonier se dedica a proveer materiales de enseñanza fiel para ayudar a edificar discípulos en la verdad.

La Gran Comisión de Jesús de hacer discípulos no se cumplirá completamente hasta que todos los escogidos de Dios hayan sido traídos a la Iglesia. Tenemos mucho por hacer en circunstancias difíciles. Pero tenemos la gran promesa de Jesús para sostenernos en nuestro llamado: «He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28:20).

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
W. Robert Godfrey
W. Robert Godfrey

El Dr. W. Robert Godfrey es presidente de la junta directiva de Ligonier Ministries, maestro de la Confraternidad de Enseñanza de Ligonier Ministries, y presidente emérito y profesor emérito de historia de la iglesia en el Westminster Seminary California. Es el maestro destacado de la serie de seis partes de Ligonier: A Survey of Church History y autor de varios libros, entre ellos An Unexpected Journey y Learning to Love the Psalms.

Codicia y gratitud

Ministerios Ligonier

El Blog de Ligonier

Serie: Gratitud

Codicia y gratitud

Robert M. Godfrey

Nota del editor: Este es el undécimo de 13 capítulos en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Gratitud.

Si la gratitud debe ser nuestra respuesta automática a la gracia que experimentamos en la vida cristiana, entonces ¿por qué a menudo somos ingratos? ¿Cuál es la raíz de la ingratitud? En parte, la respuesta a esa pregunta se encuentra en el último de los Diez Mandamientos, donde Dios dice: “No codiciarás”. Si nos detenemos a pensar en este mandamiento, podríamos preguntarnos si sería exagerado decir que la codicia es la raíz de la ingratitud. Inicialmente podríamos ser tentados a pensar que este mandamiento es solo una décima parte de la ley, o que es el más insignificante porque está de último. Sin embargo, es lo contrario, deberíamos reconocer que es el decreto sumativo y concluyente de la ley de Dios. Al hacer esto, notamos el carácter integral del mandamiento.

El carácter integral de la codicia

El carácter integral de este mandamiento muestra la manera en que la codicia suele estar involucrada cuando se quebranta cualquiera de los Diez Mandamientos. Esto se evidencia claramente en algunos pasajes de la Escritura. Cuando Pablo reflexiona sobre toda la ley, él utiliza la codicia para resumirla (Rom 7:7). Cuando advierte a los gálatas que deben guardarse del pecado, él se refiere al pecado como la codicia de la carne en contra del Espíritu (Gál 5:17). Y cuando Santiago está advirtiendo en contra del homicidio, de las peleas y de las guerras, él muestra cómo la codicia es la raíz de todos estos pecados (Stg 4:2).

El Catecismo de Heidelberg también expone el carácter integral de la codicia (Pregunta y Respuesta 113). Nos dice que el décimo mandamiento ordena: “Que nunca surja en nuestros corazones ni la más mínima inclinación o idea contraria a alguno de los mandamientos de Dios”. Esta respuesta apunta al hecho de que cuando nuestra ingratitud nos lleva a desafiar cualquiera de los Diez Mandamientos, la raíz es la codicia, nuestro deseo de posicionarnos por encima de Dios.

El contentamiento produce piedad y gratitud en la vida del creyente.

Cuando adoramos a otros dioses, cuando no descansamos ni adoramos en el día de reposo, cuando no honramos a las autoridades, o cuando luchamos con alguna forma de adulterio, es porque estamos codiciando. Estamos codiciando cuando adoramos la manera de vivir del mundo, cuando deseamos un día de reposo enfocado en nuestros intereses, cuando reclamamos autoridad sobre nuestra vida, o cuando deseamos al cónyuge de nuestro prójimo. El carácter integral del pecado revela cómo la codicia es la raíz de todo acto de ingratitud hacia Dios.

El Conquistador absoluto de la codicia

Las raíces de la codicia están profundamente arraigadas en nuestras vidas cristianas. Reconocer esto nos conduce a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, quien luchó perfectamente contra la codicia y siempre mostró contentamiento al obedecer la voluntad de Dios. Durante la tentación de Cristo en el desierto, ¿qué buscaba Satanás si no tentarle a codiciar en contra de la Palabra de Dios? Satanás estaba tentando al Salvador con la esperanza de que Él codiciara comida, fama y el cumplimiento de metas egoístas (Lc 4:1-13). Sin embargo, Cristo resistió el pecado de la codicia, en el cual el primer Adán cayó como presa (Gn 3:6). Él estaba completamente satisfecho con las promesas de Su Padre; la Palabra Viva no tenía necesidad de lo que el diablo le ofrecía. Y al desarraigar el pecado de la codicia, el Señor nos muestra al principio de los Evangelios cómo Él cumplió la ley en su totalidad por nosotros.

El contentamiento en la vida cristiana

Entender la codicia y cómo Cristo conquistó el pecado nos ayuda a enfrentar y desarraigar la codicia de nuestras vidas como cristianos. Primero debemos despojarnos del viejo hombre y destruir la codicia que proviene de nuestra naturaleza caída. Asimismo, como aquellos que ahora estamos vivos en Cristo, debemos vestirnos del nuevo hombre, cuya motivación para todas las cosas es el contentamiento, no la codicia. Los que pertenecemos a Cristo debemos cultivar contentamiento y satisfacción en Él, confiando en que se aproxima una cosecha fructífera.

Este verdadero contentamiento significa que no estamos deseando vivir como el mundo ni disfrutar de sus placeres. Más bien, debemos estar satisfechos con las promesas del Evangelio. Esta es la exhortación de Pablo a Timoteo (1 Tim 6:3-11): sigue la sana doctrina de la Escritura “que es conforme a la piedad”. Pablo le recuerda a su discípulo: “Pero la piedad, en efecto, es un medio de gran ganancia cuando va acompañada de contentamiento” (v. 6). Pablo exhorta a los cristianos a evitar los “deseos necios y dañosos, y toda clase de mal” y a estar contentos con lo que tienen (vv. 8-9). Luego de mencionar las cosas de las que Timoteo debe huir, Pablo le exhorta a “seguir la justicia, la piedad, la fe, el amor, la perseverancia y la amabilidad”. El contentamiento produce piedad y gratitud en la vida del creyente. Además, el cristiano que vive con contentamiento se mantiene expectante, aguardando el regreso del Rey, quien lo recibirá en Su reino por siempre (Ap 21-22).

Este articulo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Robert M. Godfrey
Robert M. Godfrey

El Dr. Robert M. Godfrey es pastor de Zeltenreich Reformed Church en New Holland, PA.