¿Hasta cuándo, Señor? | Sinclair Ferguson

¿Hasta cuándo, Señor?
Sinclair Ferguson

1 ¿Hasta cuándo, Jehová? ¿Me olvidarás para siempre?
¿Hasta cuándo esconderás tu rostro de mí?
2 ¿Hasta cuándo pondré consejos en mi alma,
Con tristezas en mi corazón cada día?
¿Hasta cuándo será enaltecido mi enemigo sobre mí?
3 Mira, respóndeme, oh Jehová Dios mío;
Alumbra mis ojos, para que no duerma de muerte;
4 Para que no diga mi enemigo: Lo vencí.
Mis enemigos se alegrarían, si yo resbalara.
5 Mas yo en tu misericordia he confiado;
Mi corazón se alegrará en tu salvación.
6 Cantaré a Jehová, Porque me ha hecho bien.
Salmo 13
En el verano de 1851, un equipo de búsqueda encontró el cuerpo sin vida del misionero inglés Allen Gardiner, escondido en la barca en la que se había refugiado durante sus últimos días. Él y sus compañeros habían naufragado en la Tierra del Fuego. Al final, lo que les quedaba de provisiones se les acabó; la muerte llegó, de manera lenta pero inevitable, a cada uno de ellos.
Conocemos algunos de los pensamientos de Allen Gardiner durante aquellos días por medio de unas cartas que había dejado para su familia, y de cosas que había escrito en su diario personal, que se encontró junto a su cadáver. En una de las últimas fases, estaba desesperado por beber agua; la angustia nacida de aquella sed, escribió, era “casi insoportable”. Lejos de su hogar y de sus seres queridos, murió solo, aislado, debilitado, físicamente quebrantado. ¡No precisamente nuestra idea del final de una “vida cristiana victoriosa”!
Debió de ser bajo circunstancias parecidas como se escribió el Salmo 13. Se trata de una conmovedora lamentación. Pertenece al mundo de los montes y la niebla y el obsesionante sonido de la gaita llevado por el aire en el melancólico silencio. Con tales cánticos, los quebrantados de corazón derraman el alma, y a veces sus quejas, ante Dios.
Tinieblas y penumbra rodean a David. Su visión está nublada. Se encuentra en un túnel. Esto lo podría soportar si tan sólo pudiera ver luz. Pero no ve ninguna. Tiene los ojos entenebrecidos (v. 3). No puede ver ni hacia dónde va, ni hacia dónde le lleva la vida. Él es lo que Isaías describe como “el que anda en tinieblas y carece de luz”, que ha de aprender a confiar “en el nombre de Jehová” y apoyarse “en su Dios” (Is. 50:10).

LAMENTACIÓN
En los cánticos de lamentación en el Antiguo Testamento, predominan dos preguntas.
La primera es: “¿Por qué?” ¿Por qué me ha pasado esto? ¿Por qué aquí? ¿Por qué ahora?
La segunda es la pregunta que se repite una y otra vez en este salmo: “¿Hasta cuándo?” David hace esta pregunta cuatro veces en los dos primeros versículos del Salmo 13. Está al borde de la desesperación. No ve ningún futuro. Siente que no puede soportarlo por más tiempo. Ya está al límite. Cuatro veces, con cuatro preguntas diferentes, clama a Dios: “¿Hasta cuándo?”
A primera vista, las preguntas parecen ser expresiones de amargo desafío. Y más es así por cuanto llega a escribirlas. Nosotros, los cristianos modernos, ¡tendríamos un poco más cuidado al expresarnos! Sólo el tener pensamientos así sería lo suficientemente malo; ¡expresarlos por escrito sería hasta peligroso! Pero David ya con esto nos está enseñando una lección importante. Estaba diciendo en términos muy concretos cuál era su dificultad. Y sus preguntas son al mismo tiempo el diagnóstico de su problema. Para cuando tenía escritos dos versículos, ya había dicho claramente cuál era ese problema suyo. En casos así, el diagnóstico es la mitad del remedio.
El desánimo tiene algunos elementos siniestros. Es omnipresente; afecta a todo en nuestras vidas. Y sin embargo, es a la vez un sentimiento general difícil de definir que parece disuadirnos de examinar sus raíces demasiado profundamente, no sea que la experiencia nos resulte demasiado dolorosa. Se trata de una aflicción espiritual que tiene su propio sistema de inmunidad. David, al comenzar a expresarse por escrito, ya había empezado a vencer al desánimo, identificando sus causas y enfrentándose con él cara a cara:
¿Se habrá olvidado Dios de mí para siempre?
¿Estará Dios escondiéndome su rostro?
¿Por qué lucho con mis pensamientos y tengo tristeza en mi
corazón todos los días?
¿Por qué sigue triunfando mi enemigo sobre mí?
En un sentido, éstas no son cuatro preguntas diferentes, sino más bien cuatro facetas de una misma gran pregunta: ¿Por qué será que siento que Dios me ha abandonado?
¿Pero ves lo importante que es hacer estas preguntas, y aun expresarlas por escrito? Ahora David tiene algo con lo cual trabajar. Antes no estaba haciendo más que luchar al azar en la oscuridad.
¿Cuáles eran sus problemas?
El primero era éste: ¿Por qué será que Dios parece haberse olvidado de mí?
A veces hablamos de lo que es disfrutar de la sensación de la presencia de Dios en nuestras vidas. Es una de las grandes bendiciones de la experiencia cristiana. Dios está con nosotros y cada día somos conscientes de que está cerca.
La experiencia de David era todo lo contrario. Ya no tenía más esa sensación de la presencia de Dios, sino una deprimente sensación de la ausencia de Dios. Le parecía como si Dios se hubiera olvidado de él.
Nos olvidamos de alguien cuando nuestro verdadero interés está en otra parte. La persona de quien nos hemos olvidado ha perdido su anterior significado para nosotros. Cuando somos nosotros las personas olvidadas, tendemos a sentirnos rechazados, pasados de largo, humillados. Se nos ha hecho sentirnos pequeños e insignificantes. Y esto nubla la manera como nos miramos y afecta a todo lo que hacemos. Es deprimente.
Sin embargo, sentirte olvidado por Dios es devastador, sobre todo si crees, como creía David, que has sido hecho a su imagen para disfrutar de su presencia.
Esto lo expresa David en su clamor a continuación: “¿Hasta cuándo esconderás tu rostro de mí?”
Olvidarse puede ser sin querer: tal vez un simple despiste. Pero esconderse es otra cosa; es un acto deliberado de evitar a alguien. El Dios a quien David miraba como Aquel de cuya vida y ser él era el mismo reflejo como de un espejo, parecía haberse apartado de él. El Señor estaba escondiéndole el rostro. David sentía que se amenazaba su misma existencia. ¿Cómo podría la vida tener significado alguno si Dios estaba apartando su rostro?
Y había algo aún peor: cuando Dios esconde su rostro, no sabemos qué está mirando, ni qué está planeando.
Éste era el problema de David: había perdido del todo el sentido de lo que Dios estaba haciendo. No podía ver la sonrisa en su cara ni vislumbrar siquiera su infalible propósito de gracia. No tenía pistas en su experiencia que le pudieran animar o ayudarle a pensar: “¡Ahora puedo vislumbrar lo que el plan de Dios tiene que ser!”
Peor aún que esto, David no podía ver luz al final del túnel. Ni siquiera sabía si había un final del túnel. Dios se había olvidado de él y se había escondido de él: ¡a pesar de que había advertido a su pueblo que nunca le hiciera eso a Él! Hasta más tarde se iba a revelar como un Dios que no puede olvidarse de su pueblo:
¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz,
para dejar de compadecerse del hijo de su vientre?
Aunque olvide ella,
yo nunca me olvidaré de ti.
He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida
(Is. 49:15, 16).
David subraya hasta dónde se le habían hundido los ánimos. “¿Me olvidarás para siempre?”
Si la respuesta a la pregunta: “¿Hasta cuándo, Señor?” fuese “brevemente”, o “hasta que pase esto o aquello” a lo mejor podríamos soportarlo. El saber que los días de oscuridad van a llegar a su fin nos da suficiente luz como para ayudarnos a seguir adelante. Pero la oscuridad de David parecía continuar para siempre.
Nuestras experiencias más dolorosas son así: tristezas, cargas, decepciones que tendremos que llevar con nosotros durante el resto de nuestras vidas. Son irreversibles.
Por ejemplo, cuando muere alguien a quien amamos profundamente, entendemos lo que dio a entender David cuando dijo que tenía tristezas en su corazón “cada día” (v. 2). Al apartarse de nosotros aquel misericordioso olvido que es el sueño, tal vez a mitad de la noche, o cuando poco a poco nos vamos despertando por la mañana temprano, nos preguntamos qué es esa sensación de melancolía, difícil de definir, carcomiendo nuestro espíritu por dentro. Y entonces nos acordamos: otro día sin él. Ahora todos los días son días sin ella. Y nos sobrecoge el dolor que parece no tener horizonte. ¿Lo podremos soportar?
Los dolores menos agudos también nos hacen experimentar algo de esto: ambiciones frustradas; la pérdida de un trabajo; un romance roto; una situación difícil que no puede resolverse. Cada día, la tristeza llena nuestros corazones y deja su sombra sobre todo lo que hacemos. ¿Será así para siempre? Nosotros también nos hacemos la pregunta de David; no tenemos más confianza de la que tenía él para poder seguir adelante. No es de extrañar que David se pregunte: “¿Hasta cuándo pondré consejos en mi alma…?” (v. 2).
En el lenguaje del Antiguo Testamento, “los consejos” son una actividad de la mente, mientras que “el alma” es donde están asentadas las emociones. Así que, “los consejos” y “el alma” en realidad no van juntos de manera natural. No pensamos con los sentimientos, sino con la mente. Por eso, la mayoría de las traducciones modifican las palabras de David con el fin de procurar que la afirmación quede más coherente: “¿Hasta cuándo he de estar angustiado y he de sufrir cada día en mi corazón?” (NVI).
No obstante, tal vez la incoherencia misma de estas palabras sea significativa. La mente y las emociones a menudo se confunden cuando nos encontramos sobrecogidos por la angustia y desorientados. Esto es parte de nuestro problema: pensamos con nuestros sentimientos o, para ser más preciso, dejamos que nuestros sentimientos piensen por nosotros.
Reconocemos esto en otras experiencias de prueba, especialmente en relación con la tentación.
La tentación apela a los sentidos, a las emociones, a los deseos. Algo nos atrae, e incita nuestro deseo de hacerlo, o de tenerlo. Y antes de que sepamos dónde estamos, nuestros sentimientos están diciéndoles a nuestras mentes qué pensar. Fue así con Eva en el huerto de Edén (Gn. 3:6), y con David cuando fue atraído hacia el pecado con Betsabé (2 S. 11:2).
La tristeza, las pruebas, las decepciones pueden obrar todas ellas de la misma manera, confundiendo nuestra manera de pensar y sobrecogiéndonos. Esto, parece ser, era lo que David experimentaba. Era incapaz de pensar en una manera de salir de su oscuro túnel. Sus pensamientos estaban confusos por razón de sus sentimientos.
David se sentía derrotado: “¿Hasta cuándo será enaltecido mi enemigo sobre mí?” (v. 2). Ya no era cuestión de resistir; se trataba de cuánto tiempo duraría la derrota. Sentía como si ya no le quedara recurso alguno. Se acercaba la desesperación total.
No sabemos quién o qué era el “enemigo” de David. Los eruditos han hecho varias sugerencias. Pero aquí, al igual que en otros sitios, David no especifica.
Algunos han pensado que David estaba pensando en algún individuo, o algún grupo, como es el caso después en el versículo 4; otros han pensado que el enemigo aquí probablemente es la muerte (cf. v. 3) y que el salmo fue compuesto en el transcurso de alguna enfermedad casi fatal. Agustín de Hipona pensaba que “el enemigo” era espiritual y que se refería al diablo o a “los hábitos sensuales de la vida”. Es cierto que para algunos de nosotros, son éstos, más que otros problemas, los que nos producen desesperación. Nos sentimos vencidos por el pecado, tal vez por algún pecado en particular, y sentimos demasiado poco eso de que Cristo “quebranta el poder del pecado ya borrado, y pone en libertad a los presos” (Charles Wesley).
David no especificó. A lo mejor quiso que otros vieran que las lecciones que él aprendía a través de su experiencia eran de aplicación a otros cuyo “enemigo” era diferente del suyo.
Luz en el túnel
Éstas son palabras oscuras. Pero ya hemos notado algo que David mismo no ha notado. En el acto mismo de lamentar que Dios le haya abandonado, está al comienzo de un importante avance espiritual.
Para empezar, ¡ha llegado a hablarle, cara a cara, al Dios a quien acusa de haberse olvidado de él y de esconderse de él!
Además, identifica específicamente sus dificultades. Mientras que admite que está pensando con sus sentimientos, el hecho de que lo reconozca indica que ya está funcionando una mente bíblica.
Hay mucho que aprender de esto. Es cierto que es más fácil reconocer este proceso en otros que en nosotros mismos. Pero es vital que reconozcamos lo que está pasando aquí. Cuando empezamos a hablarle a Dios acerca del hecho de que nos ha abandonado, ya no estamos en nuestro punto más bajo; ha empezado a subir la marea; estamos de nuevo en un camino ascendente.
Existen analogías de esto en el área de la salud física. El saber que estás enfermo es, hablando en términos generales, estar más cerca de un remedio que el estar enfermo sin saberlo. Además, un paciente que nos parece a nosotros estar gravemente enfermo puede ser que, de hecho, esté camino de recuperarse.
Recuerdo hablar con un cirujano que había operado a mi madre. Ella había tenido una trombosis en los Estados Unidos y poco después la llevaron en avión a su Escocia natal (también la mía). Pero dentro de pocos días la llevaron corriendo al hospital donde le tuvieron que practicar una operación quirúrgica para salvarle la vida de una enfermedad que antes no se le había diagnosticado.
Tal era la condición física de mi madre después de la trombosis que los cirujanos no estaban seguros si aguantaría la operación; sin embargo, sin operarla, moriría seguro.
Algún tiempo después, uno de los cirujanos habló conmigo. Comentó el estado de mi madre sin decir nada claro, pero luego dijo: “Desde luego que en su estado general no sabemos si podrá durar siete u ocho…” Yo acababa de verla; pensé que la última palabra de la frase podría ser “días”. A mí me parecía enferma sin posibilidades de recuperarse. Se me hundió el corazón.
El cirujano terminó la frase: “…siete u ocho años.” Me quedé sobrecogido tanto de gozo como de asombro; ¡viviría! A mis ojos, faltos de formación y de experiencia médicas, su estado parecía fatal, pero de hecho ya estaba camino de recuperarse.
Lo mismo era cierto para David. A los ojos de cualquiera que no tuviera una preparación, su estado parecía fatal; de hecho él mismo pensaba así. Pero el caso era que ya estaba en vías de recuperación. El decirle a Dios que te ha abandonado, el saber que has estado pensando con las emociones: éstas son señales de vida, no de muerte; de esperanza y no de desesperación. ¡Si hasta estás hablándole a Dios mismo acerca de ello como si supieras que a Él le importa!

PETICIÓN
¿Cuál fue la respuesta a la sensación que tenía David de que Dios le había abandonado? Hay tres frases imperativas que nos dicen que él sabía cuál era la respuesta: Mira, Respóndeme, Alumbra mis ojos (v. 3).
Había sentido que Dios se había olvidado; ahora ruega que Dios le mire. Sin ser oído, pide una respuesta; en la oscuridad, aún cree que Dios le puede dar luz.
La exhortación de David a Dios es más significativa de lo que pueda parecer a primera vista. Parece estar reflexionando conscientemente sobre la maravillosa bendición que Aarón y sus hijos habían de pronunciar sobre el pueblo:
Jehová te bendiga, y te guarde;
Jehová haga resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia;
Jehová alce sobre ti su rostro, y ponga en ti paz
(Núm. 6:24–26, énfasis añadido).
De hecho, lo que David está haciendo es pedirle a Dios que dé las bendiciones que ha prometido; le está rogando que sea fiel a su propia palabra, que haga lo que ha dicho.
Aun si nosotros no somos más que observadores de la experiencia de David, y no la compartimos, ésta es una lección importante: aprender las promesas de Dios anticipadamente. Cuando llega el tiempo de crisis o de oscuridad, es tarde para empezar entonces a aprenderlas. Almacena la Palabra de Dios, como la ardilla almacena nueces para el invierno; porque llegará sin falta el invierno de la vida, cuando necesites que las promesas de Dios te sirvan de ancla para el alma.
¿Sientes que Dios está muy lejos de ti, y echas en falta la sensación de su presencia en tu vida? Sé un poco de tu experiencia. Aquí tienes un ancla que yo a menudo he utilizado: “Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros” (Stgo. 4:8). Es una promesa; Él no dejará de cumplirla. No podrá resistir la insistencia de sus hijos: “Padre, lo prometiste.”
¿Ves lo que David estaba haciendo? Estaba pensando en las promesas de Dios con su mente, en vez de concentrarse en sus propios sentimientos respecto a su situación.
Por fin se estaba agarrando a algo fuera de sí mismo. Antes, toda su atención había estado fijada en la angustia dentro de su corazón; estaba mirando la tormenta. La tormenta aún seguía alrededor de él, pero ahora estaba asido al ancla de la promesa de Dios y estaba seguro. Quizá nada de susituación hubiera cambiado; pero ahora estaba empezando a saber que la promesa de bendición por parte de Dios le guardaría en medio de la tormenta.
Esto lo expresa también de otra manera: “Alumbra mis ojos, para que no duerma de muerte” (v. 3). Aquí está pidiendo más que simplemente la preservación de su vida. Está reconociendo que, aunque haya estado rodeado de dificultades y aunque le asedie la debilidad, su mayor necesidad no es que estas cosas sean quitadas de él. Puede ser, después de todo, que le sean un medio de bendición.
No, lo que le importa más bien a David es tener una visión clara y una comprensión segura de los caminos del Señor con sus hijos. Está pidiendo en oración iluminación divina para que aprenda a ver sus circunstancias no con los ojos de la carne, sino con la visión que da la fe.
Un notable ejemplo de esto se encuentra en la experiencia que tuvo el apóstol Pablo de estar en la cárcel. Desde cualquier punto de vista, aquello parecía algo desastroso para la extensión del Reino de Dios. Muchos de sus amigos se desanimaron por causa de ello: “Si esto es lo que le ocurre al gran evangelista, ¿qué esperanza hay para los demás?” Pero el Señor le dio a Pablo luz a sus ojos, hasta que brillaron de asombro y de deleite ante lo que Dios estaba haciendo:
Quiero que sepáis, hermanos, que las cosas que me han sucedido, han redundado más bien para el progreso del evangelio, de tal manera que mis prisiones se han hecho patentes en Cristo en todo el Pretorio, y a todos los demás. Y la mayoría de los hermanos, cobrando ánimo en el Señor con mis prisiones, se atreven mucho más a hablar la palabra sin temor (Fil. 1:12–14).
Sus circunstancias no habían cambiado; aún estaba en la cárcel. Pero su situación entera se había iluminado. Ahora, en vez de ver sus circunstancias como una barrera a su servicio, las veía como la esfera ordenada por Dios para ese servicio. ¡Su encarcelamiento había de servir de instrumento de evangelización! ¿Cómo, si no, se podía llevar el Evangelio a los de la guardia del Pretorio? Éstos nunca hubieran ido a oír predicar al Apóstol; ¡ahora, como guardianes suyos, no podían evitar el tener que escucharle!
Es esto lo que pide en oración David también: “Señor, si no puedo disfrutar de una perspectiva divina en cuanto a mi situación, estoy como muerto: ¡Alumbra mis ojos!”
Luego David añade otra preocupación suya en su oración aquí. Si el Señor no le ayuda, entonces su enemigo dirá: “Lo vencí. Mis enemigos se alegrarían, si yo resbalara” (v. 4). “Resbalar”, aquí, conlleva la idea de ser sacudido hasta los cimientos y derrumbarse.
En la mayoría de los salmos de lamentación hay alguna referencia a los enemigos del escritor, aunque, como hemos visto, rara vez se les identifica específicamente. Nunca se les menciona por un mero deseo vengativo personal. Son los enemigos del rey puesto por Dios. Es el Reino que Dios va edificando el que ellos están atacando, y son los propósitos de Dios a los que se están oponiendo.
Lo mismo es cierto aquí en el Salmo 13. David es consciente de que lo que está en juego en su propia vida es el honor del Reino de Dios. Vive en un mundo en el que muchos se regocijarían al ver el nombre de Dios deshonrado por la humillación de uno de su pueblo. De ahí que le ruegue a Dios que se dé a conocer.

Recuperación
¿Ves lo que ha ocurrido? Ha comenzado la recuperación de David. Vuelve a leer las referencias personales en los dos primeros versículos: me… [tú]; [tú]… mí; [yo]… mi; mi; mi… mí. David ha llegado a obsesionarse (aunque sea comprensible) consigo mismo y con sus propios pensamientos y sentimientos.
Sin embargo, ahora ha habido un cambio. Está en juego el Reino: el Reino de Dios. David le habla a Dios en voz alta para que éste le libre del enemigo y defienda su propia gloria divina. Empieza a ver luz al final del túnel y a perder esa sensación de estar absorto en sí mismo. ¡Lejos de acusar a Dios de olvidarse de él, ahora está suplicándole a Dios que se acuerde de su propio Reino!
No nos debería extrañar que esta transición se efectuara en el contexto de la oración. ¿Has llegado a estar tan desanimado alguna vez que hayas tenido que arrastrarte fuera de la cama para ir a tener un tiempo de oración en la iglesia, o después de un día agotador hacer un gran esfuerzo para ir a la reunión semanal de oración, o aun para tener ese tiempo devocional a solas con el Señor? Luego, al emprender el trabajo de la oración, te has encontrado, sin ninguna decisión consciente por parte tuya, absorto en las necesidades de la Iglesia, la obra del Reino, y la gloria de Dios. Viniste muy cansado, y desanimado; te fuiste sintiéndote estimulado y lleno de gozo. Dios estuvo contigo, y lo supiste.
Pues algo así ocurrió en la vida de David. Cuando leemos los versículos 5 y 6, encontramos a David como otro hombre:
Mas yo en tu misericordia he confiado;
Mi corazón se alegrará en tu salvación.
Cantaré a Jehová,
Porque me ha hecho bien.
David ha empezado a ver por sí mismo lo que ya ha estado claro para nosotros como observadores: que en el mismo proceso de articular su experiencia de la oscuridad, ha estado dando elocuente expresión a su fe viva.
Como prueba de ello, a lo largo del salmo se ha dirigido a Dios utilizando el gran nombre del pacto de éste: Jehová. Se trata del nombre Yahveh, que Dios le reveló a Moisés en lazarza ardiente (Éx. 3:13–15).
Este nombre es significativo. Es el nombre divino del pacto. Eso se lo subrayó a Moisés cuando le recordó que era el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Es también el nombre cuyo significado se manifestó con claridad en los acontecimientos del Éxodo: Dios es un Dios clemente y poderoso, un Dios que redime, provee y guía; es un Dios que vence cualquier oposición a su propósitos.
Justo el Dios al que David necesitaba, ¡lo tenía! Sin embargo, tan desanimado estaba que tardó en darse cuenta de lo que siempre había sido verdad. Hasta clama a Él de la manera más íntima: “oh Jehová [el nombre del pacto] Dios mío.” Pero es sólo al ir terminando el salmo cuando empieza a apreciar plenamente lo que esto significa. Al hacerlo, sale como un hombre transformado. Palabras tales como estar angustiado (NVI) y tristezas luego dan lugar a otros verbos tales como confiar, alegrarse y cantar.
¿De qué se había acordado ahora David que antes había estado en peligro de olvidar? Menciona tres cosas:

  1. La misericordia (o, gran amor, NVI) del Señor lleva a David a “confiar” en Él, fiarse de Él y descansar en Él. La palabra que se utiliza aquí es una de las más hermosas del Antiguo Testamento. Significa el amor del pacto, el amor al que Dios se compromete voluntariamente. Es lo que George Adam Smith, un erudito del Antiguo Testamento escocés de una generación anterior, solía llamar “amor leal”, o “amor de lealtad”.
    Dios es fiel. Es el que nunca falla. Descansad en Él; confiad en Él.
  2. La salvación del Señor hace que el corazón de David “se alegre”. Por muy grandes que sean sus dificultades, posee algo aún más grande que ellas; y por mucho tiempo que puedan durar, su salvación durará aún más.
    Pablo expresa esto cuando escribe que, habiendo sido justificados,
    nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia;
    y la paciencia, carácter probado; y el carácter probado, esperanza (Ro. 5:2b–4 LBLA).
    Aquí, el apóstol traza dos líneas que conducen a la gloria de Dios:
    Por el hecho de que Dios ha prometido salvar a aquellos que confían en Él, aprendemos a regocijarnos en nuestra esperanza de compartir su gloria. Pero, de un modo paralelo, nuestros sufrimientos crean el contexto de la fe que persevera y del carácter espiritual genuino; y ese carácter asimismo produce la esperanza de la gloria de Dios.
    El saber que ya hemos sido perdonados nos hace regocijarnos; y la certeza de la salvación futura nos hace regocijarnos más aún. E hizo lo mismo para David.
  3. La bondad del Señor le hace “cantar”. A esto debemos volver. Es una característica eminente de los salmos. Al pueblo de Dios le cuesta creer que Él es bueno, a la luz de lo que parece ser tanta evidencia en contra. Pero al llegar David a penetrar las nubes del pesimismo y casi de la desesperación que han estado suspendidas encima de su cabeza, respira el aire puro de la bondad del Señor. Ahora ve que “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Ro. 8:28).
    Allen Gardiner, con cuyo nombre comenzó este capítulo, hizo lo mismo. Pese a las terribles condiciones en las que murió, parece haber experimentado un sentimiento nuevo y más profundo de la bondad de Dios. Se puso a escribir pasajes de su amada Biblia. Uno de estos pasajes era el Salmo 34:10:
    Los leoncillos necesitan, y tienen hambre;
    pero los que buscan a Jehová no tendrán falta de ningún bien (énfasis añadido).
    En su debilidad pudo escribir una última anotación en su diario, con escritura muy débil. Fue ésta: “Estoy sobrecogido por un sentimiento de la bondad de Dios.”
    También lo estuvo David.
    Antes de dejar este breve salmo, o aun cualquier salmo, hay algo de lo cual debemos acordarnos. Jesucristo debió de aprender de memoria este salmo y cantarlo, y debió de hacerlo suyo.
    No es difícil ver lo aplicable que el Salmo 13 le sería a Jesús durante los días de su ministerio. Él supo lo que era que la vida diera la impresión de que Dios se había olvidado de Él; Él tuvo motivos de sobra para pedirle a su Padre que le protegiera de sus enemigos. Él confió en el amor constante de su Padre. Él experimentó la liberación y la salvación de Dios, tanto de los enemigos como de la muerte. Cuántas veces se acostaría por la noche pensando: “Padre, tú me has hecho bien.”
    Jesús ha estado donde nosotros estamos. Él sabe, entiende; Él también lo ha sentido, y te puede ayudar. Así que, pon en práctica lo que Isaías te anima a hacer cuando dice:
    El que anda en tinieblas y carece de luz,
    confíe en el nombre de Jehová, y apóyese en su Dios (Is. 50:10).

Ferguson, S. B. (2000). ¿Abandonado por Dios? (A. J. Birch, Trad.; Primera edición, pp. 18-32). Editorial Peregrino.

¿Puede alguien ayudarme? | Sinclair B. Ferguson

¿Puede alguien ayudarme?

Sinclair B. Ferguson
El presente libro plantea lo que nuestros antepasados en la Iglesia cristiana solían llamar “el abandono espiritual”, ese sentimiento de que Dios se ha olvidado de nosotros y que nos hace sentir aislados y sin rumbo.
A algunos que tomen estas páginas y les echen un vistazo puede que les parezca inconcebible que ningún verdadero cristiano pudiera jamás pensar de esa manera. “Si piensan así, algo muy malo tiene que pasarle a su espiritualidad.” No obstante, en mi mente ha ido creciendo la convicción de que muchos cristianos saben lo que es sentir que no pueden más. A tales cristianos, cantar “ahora soy feliz todo el día” les parece tanto falso como superficial.
Sin ir más lejos, esta misma semana he recibido una carta de una cristiana que me contaba cuánto más difícil la vida le ha parecido desde que Cristo se apoderó de ella.
Este libro es para cristianos así. No les quitará todas sus dificultades; pero mi oración es que les sea una mano que ayude en el camino y que les dé ánimo, como si fuera una voz que diga: “Sé adónde vamos; da el siguiente paso aquí y verás cómo avanzas, aunque todo parezca totalmente oscuro a tu alrededor.”
El formato del libro –estudios en los Salmos– no es como es por casualidad. Cada capítulo llama la atención a experiencias que o bien llevaron al autor a sentir que Dios le había abandonado, o que pudieron haberlo hecho.
Hay varias razones por las que he decidido escribir el libro de esta manera, y espero que éstas se hagan patentes. Una de ellas es ésta: vivimos en un mundo que busca y ofrece respuestas fáciles y rápidas hasta para dificultades y planteamientos profundos. Tristemente, muchas personas se sienten decepcionadas con Dios mismo si Él no proporciona esa misma clase de respuestas.
Sin embargo, Dios no es nuestro siervo; sus caminos son más altos, más profundos y más anchos que los nuestros. El poeta inglés William Cowper aprendió, a través de sus propias depresiones profundas, que los brillantes propósitos de Dios a menudo se forjan en “minas profundas e insondables de infalible sabiduría”. De la misma manera, los Salmos nos muestran cómo el pueblo de Dios ha luchado con sus preguntas, sus dudas y sus experiencias de abandono, y cómo Dios les ha vuelto a levantar y traer a nueva luz y nuevo gozo.
Otra razón importante para acercarnos a este tema por medio del estudio de la Biblia es que cuando estamos desanimados, o tenemos que enfrentarnos con dificultades, o sentimos que Dios nos ha abandonado, la gran tentación es volvernos introspectivos. Perdemos el sentido de la perspectiva, la objetividad. Necesitamos que se nos saque de nosotros mismos y que se vuelva a dirigir nuestra mirada fuera de lo que somos y hacemos, y hacia lo que Dios es y hace. Sólo esto nos proporcionará la nueva orientación que todos necesitamos para la buena salud espiritual.
Así que estas páginas son, en un sentido, estudios bíblicos, estudios en la teología tal como ésta se aplica a la experiencia del espíritu herido.
Esta manera de acercarse al tema es importante por varias razones. Una de ellas es que, al tratar las dificultades y problemas personales de otros, existe una tentación para aquellos escritores cuya vocación sea la de teólogo o pastor, de dar por hecho que nuestra propia pericia es suficiente para solucionar todas las dificultades. Pero no es así, y nuestra formación bíblica y teológica tenía que habernos enseñado que no es así. Las Escrituras recalcan que somos seres materiales tanto como espirituales, y que existe entre los dos aspectos una constante interrelación en nuestras vidas. A veces, el desánimo y la depresión que podemos experimentar están tan íntimamente relacionados con nuestra condición física que deberíamos buscar ayuda y sanidad consultando a algún médico. Estaría fuera de lugar que yo pretendiese poder dar los consejos que sólo un médico debidamente cualificado puede dar.
No obstante, hay también otra consideración: en mi experiencia, a muchos cristianos desanimados que han buscado ayuda para su desánimo, haya sido de tipo médico o espiritual, se les ha decepcionado con los consejos que se les han dado. Todos hemos conocido de sobra casos de cristianos a quienes ciertos consejeros seculares les han dicho que su problema es que leen la Biblia, y que les convendría evitarla. Pero por otro lado, por desgracia, ¡la manera como muchos cristianos leen la Biblia y ven la vida cristiana, agrava de hecho sus dificultades!
A veces hay consejeros seculares que, sin darse cuenta, dan con el clavo en una seria necesidad que tienen muchos cristianos. Pero por desgracia, además de distorsionar la naturaleza del problema, no consiguen proporcionar la solución apropiada. Aconsejan deshacerse de la Biblia y del Dios de la Biblia, cuando la verdadera solución es aprender a entender bien la Biblia y descubrir al Dios de infinita gracia y compasión que en ella nos habla.
La mayoría de nosotros nos acercamos a un libro como éste buscando ayuda o bien para nosotros mismos o para otros: un arreglo lo más rápido posible. Pero los consejos demasiado rápidos sólo nos llevarán de una crisis a la siguiente. Lo que necesitamos es ayuda a más largo plazo, y ésta sólo se puede conseguir por medio de medidas a largo plazo. Necesitamos estudiar la Palabra de Dios de manera disciplinada, pensando bien en lo que hacemos, con oración, y emprendiéndolo con la ayuda del Espíritu. Esto cambiará nuestra manera de pensar y, como consecuencia, nuestra manera de vivir y, con el tiempo, cómo nos sentimos.
Ciertamente, éste fue el modelo apostólico. En la enseñanza de Pablo, es la renovación de la mente la que produce la transformación de nuestras vidas, y ésta, a su vez, nos lleva a descubrir “la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Ro. 12:1, 2).
Esta verdad la subraya un conmovedor testimonio personal del Dr. John White, en su libro The Masks of Melancholy (Las máscaras de la melancolía), y máxime cuando éste habla desde la perspectiva de sus muy diversas experiencias como psiquiatra cualificado además de teólogo pastoral que ha leído mucho y tiene gran experiencia.
Una segunda área en la que el consejero pastoral puede ofrecer ayuda, cualquiera que sea la causa básica de la depresión, es el enseñar y animar a los que la están padeciendo (siempre y cuando éstos tengan suficiente capacidad para concentrarse) a través del sólido estudio bíblico inductivo, y el disuadirles de leer lo meramente devocional. En la mayoría de los casos de las personas con depresión, la lectura devocional o se ha dejado del todo, o ha degenerado en algo poco sano o provechoso.
Hace años, cuando yo estaba profundamente deprimido, lo que salvó mi propia cordura fue una gran lucha –aunque tan seca como el polvo– para entender la profecía de Oseas. Estuve semanas enteras, mañana tras mañana, tomando notas de forma meticulosa y comprobando las alusiones históricas del texto. Empecé a sentir que el suelo debajo de mis pies se hacía cada vez más firme. Sabía, sin duda alguna, que la sanidad estaba surgiendo continuamente de mi lucha para captar el significado de la profecía.
Creo que no se puede exagerar la importancia de este principio. Es cierto que no es nada especialmente llamativo; pero en la vida cristiana hay mucho que no tiene nada de llamativo. Lo importante no es que sea llamativo, sino el hecho de que es el camino de Dios. Y precisamente porque es su camino, funciona.
Esto lo explica Pablo en una afirmación que muchas veces asociamos con la inspiración de las Escrituras, aunque el enfoque es la importancia práctica de las Escrituras en las vidas de aquellos que la conocen y la aman:
Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra (2 Ti. 3:16, 17).
Cuando estudiamos las Escrituras y meditamos en ellas, empiezan a hacer un impacto significativo sobre nuestras vidas en su totalidad. Imparten “enseñanza”: acerca de Dios, Cristo, nosotros mismos, el pecado, la gracia y toda una multitud de otras cosas. De esta manera nos conducen a conocer a Dios, moldean nuestra manera de pensar y nos dan dirección clara para la vida. También “redarguyen”: examinando nuestros corazones y tocando nuestras conciencias. La Palabra de Dios es
viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta (He. 4:12, 13).
Cuando nuestras vidas se exponen así a la influencia de la Palabra de Dios en las Escrituras, tiene lugar un proceso de limpieza. Tal como oró Jesús, somos santificados por medio de la verdad que es la Palabra de Dios (Juan 17:17). Este proceso es tan importante para nuestro bienestar espiritual como lo es la limpieza de una herida para su sanidad.
Luego Pablo añade que las Escrituras nos “corrigen”. Cuando yo era niño e iba a la escuela, pensaba que ser regañado y ser corregido eran sinónimos, ¡y no me gustaba ninguna de las dos cosas! Pero esta palabra que utiliza Pablo, corregir, es más que simplemente otra manera de decirnos que hemos hecho mal. De hecho, la palabra se utilizaba fuera del Nuevo Testamento en el campo de la medicina para “corregir” un miembro del cuerpo que se había lesionado: como curar una pierna rota. Es por medio de la reprensión de Dios como vemos nuestra necesidad; y es gracias al poder para sanar que tiene su Palabra –animando, dirigiendo de nuevo y dando seguridad– por lo que pueden sanarse nuestras mentes y nuestros espíritus.
El caso es que, nos viene a decir Pablo, se puede encontrar en las Escrituras todo lo necesario para ayudarnos a ser siervos de Cristo estables. Y es precisamente la estabilidad la cualidad que necesitamos cuando estamos desanimados y hemos empezado a pensar: “No voy a poder aguantar esto mucho más.”
Sobre todo, las Escrituras cambian el enfoque de nuestros corazones y mentes en cuanto a Dios para que éste vuelva a ser Aquel cuyo carácter aquéllas revelan. Nuestra necesidad más profunda es llegar a conocerle a Él mejor. Y cuando se satisface esa necesidad, se ven todas las demás necesidades que tenemos –las dudas, el desánimo, la depresión, el desconsuelo– en su verdadero contexto.
A Martín Lutero, el reformador del siglo XVI, en una ocasión cuando estaba muy desanimado, le recordó esta verdad de manera contundente su esposa Catalina. Ésta, al ver que su marido no respondía a ninguna palabra de ánimo, una mañana se vistió de negro: de ropa de luto. Ya que no le dio a su marido ninguna explicación, éste, al no haberse enterado de que nadie hubiera muerto, le preguntó: “Catalina, ¿por qué vas vestida de luto?” “Alguien ha muerto”, respondió ella. “¿Alguien ha muerto?”, exclamó Lutero, “yo no he oído que nadie haya muerto. ¿Quién puede haber muerto?” “Pues, al parecer”, le respondió su esposa, “¡habrá muerto Dios!”
Lutero cayó en la cuenta. Él, siendo creyente, un cristiano, y teniendo por Padre a un Dios tan grande, ¡estaba viviendo como si fuera en la práctica ateo! Pero Lutero sabía que Dios no estaba muerto. ¡Dios estaba vivo, reinando, y obrando en los acontecimientos de la Historia y también en la vida del propio Lutero! ¡Qué necio había sido! Y el desánimo lo desterró inmediatamente.
Conocer y amar a Dios crea un ambiente en el que les cuesta respirar al desánimo y a un sentimiento de depresión o de abandono espiritual. Es esto, en última instancia, lo que descubrieron una y otra vez los salmistas, y lo que nos dicen en diferentes contextos y de muchas y diversas maneras. Sentémonos, pues, a sus pies y aprendamos a ver lo que ellos vieron:
Oye, oh Jehová, mi voz con que a ti clamo;
Ten misericordia de mí, y respóndeme.
Mi corazón ha dicho de ti: Buscad mi rostro.
Tu rostro buscaré, oh Jehová…
Hubiera yo desmayado, si no creyese que veré la bondad de Jehová
En la tierra de los vivientes.
Aguarda a Jehová;
Esfuérzate, y aliéntese tu corazón;
Sí, espera a Jehová (Sal. 27:7, 8, 13, 14)

Ferguson, S. B. (2000). ¿Abandonado por Dios? (A. J. Birch, Trad.; Primera edición, pp. 10-16). Editorial Peregrino.