¿Qué decir de la libertad humana? | R.C.Sproul

¿Qué decir de la libertad humana?
R.C.Sproul
En un capítulo anterior, consideramos brevemente la provocativa primera línea del capítulo “Del decreto eterno de Dios” de la Confesión de Westminster, que dice: “Dios desde la eternidad, por el sabio y santo consejo de su voluntad, ordeno libre e inalterablemente todo lo que sucede. Sin embargo, lo hizo de tal manera, que Dios ni es autor del pecado, ni hace violencia al libre albedrío de sus criaturas, ni quita la libertad ni contingencia de las causas secundarias, sino más bien las establece”. Los teólogos que participaron en la redacción de esa declaración doctrinal tuvieron la precaución de decir que aunque creemos en un Dios que gobierna todas las cosas y ordena todo lo que sucede, él no ejerce su gobierno soberano y providencial de una forma que destruya lo que llamamos libertad humana o volición humana. Más bien las decisiones humanas y las acciones humanas son parte del plan providencial general de las cosas, y Dios lleva a cabo su voluntad mediante las decisiones libres de agentes morales. El hecho de que nuestras decisiones libres concuerden con este plan global de ningún modo aminora la realidad de esa libertad.
Con todo, la pregunta sobre cómo se corresponden nuestras decisiones libres con la soberana providencia de Dios es una de las preguntas más terriblemente difíciles con las que luchamos en teología. Hace años, entré en una discusión con un profesor de la Universidad Carnegie Mellon. En ese entonces, él enseñaba en el departamento de física, y era en cierto modo hostil hacia la teología, a la que consideraba más o menos como una seudo-ciencia. Él dijo: “En el centro mismo de su sistema de creencias hay cosas que son simplemente indefinibles”. Cuando le pedí que diera algunos ejemplos, dijo: “Dios. ¿Qué es más básico para la teología que Dios? Y no obstante, cualquier cosa que se pueda decir sobre Dios a fin de cuentas es imprecisa”. Yo le respondí: “Nuestra primera doctrina sobre Dios es lo que llamamos ‘la inabarcabilidad de Dios’, que ningún concepto puede describirlo en forma exhaustiva. Pero eso no significa que las afirmaciones que hacemos acerca de él sean totalmente inadecuadas. Seguramente tú podrás entender nuestra lucha en la ciencia de la teología, porque en física ustedes tienen que enfrentar el mismo problema”. Él negó que los físicos tuvieran un problema de ese tipo, y me pidió que me explicara. Yo le dije: “¿Qué es la energía? ¿Qué tan básica es la energía para la física moderna?”. Él dijo: “Yo puedo responder esa pregunta: la energía es la capacidad de hacer un trabajo”. Yo le dije: “No, no te estoy preguntando qué puede hacer la energía. Estoy preguntando qué es”. Él dijo: “Bueno, energía es MC2”. Le respondí: “No, no quiero su equivalencia matemática. Quiero su estructura ontológica”. Finalmente suspiró y dijo: “Ahora te estoy entendiendo”.
Es una tendencia humana pensar que podemos resolver un misterio metafísico poniéndole un nombre o dándole una definición. No existe nadie, al menos nadie de quien tenga conocimiento, que comprenda la gravedad. Asimismo, no conozco a ningún científico que ya haya respondido la más antigua y desconcertante pregunta filosófica y científica: “¿Qué es el movimiento?” Ponerle una etiqueta a algo o asignarle un término técnico no lo explica en su totalidad.
LA DOCTRINA DE LA CONCURRENCIA
He abordado este complicado punto porque tenemos una palabra para la relación entre la soberana providencia divina y la libertad humana, pero aunque creo que es una palabra útil, es meramente descriptiva; no explica cómo armonizan las acciones humanas con la providencia divina. La palabra es concurrencia. La concurrencia se refiere a las acciones de dos o más partes que ocurren al mismo tiempo. Una serie de acciones ocurre con otra serie, y sucede que estas se entrelazan o convergen en la historia. Por lo tanto, la doctrina cristiana de la relación entre la soberanía de Dios y los actos volitivos humanos se llama la doctrina de la concurrencia. Como puedes ver, la palabra “concurrencia” simplemente designa este proceso, pero no lo explica.
Yo creo que una de las mejores ilustraciones de la concurrencia se encuentra en el Antiguo Testamento en el libro de Job. Este libro es presentado como una especie de drama, y la escena de apertura acontece en el cielo. Satanás entró en escena después de recorrer toda la tierra, sondeando el desempeño de hombres supuestamente devotos de Dios. Dios le preguntó a Satanás: “¿Y no has pensado en mi siervo Job? ¿Acaso has visto alguien con una conducta tan intachable como él? ¡No le hace ningún mal a nadie, y es temeroso de Dios!” (1:8). Desde luego, Satanás era escéptico. Él le dijo a Dios: “¿Y acaso Job teme a Dios sin recibir nada a cambio? ¿Acaso no lo proteges, a él y a su familia, y a todo lo que tiene? Tú bendices todo lo que hace, y aumentas sus riquezas en esta tierra.” (vv. 9b–10). Las preguntas de Satanás implicaban que Job era fiel y leal a su Creador solo por causa de lo que recibía de Dios. Así que Satanás desafió a Dios: “Pero pon tu mano sobre todo lo que tiene, y verás cómo blasfema contra ti, y en tu propia cara” (v. 11). Así que Dios le dio permiso a Satanás para que atacara todas las posesiones de Job y, más tarde, la salud de Job.
¿Cómo llevó a cabo Satanás su ataque contra Job? Se nos relata que, entre otros sucesos, los caldeos se llevaron los camellos de Job (v. 17). Así que en este robo había tres agentes involucrados: los caldeos, Satanás, y Dios. Consideremos a estos tres agentes uno por uno.
Algunos estudiosos, enfocándose en la maliciosa intención de Satanás, concluyen que los caldeos eran hombres justos que respetaban a Job, pero fuerzas demoniacas bajo el control de Satanás los indujeron a robar lo camellos de Job. Ellos no habían pensado en robarle a Job hasta que Satanás puso la idea en sus mentes. Pero la Escritura nunca afirma algo así. La verdad es que los caldeos fueron ladrones de camellos desde el principio. Tenían una ira envidiosa, avarienta y celosa contra Job, y lo único que los había mantenido alejados del corral de Job durante años era la el cerco protector que Dios había puesto alrededor de Job. Sin embargo, cuando se presentó la oportunidad, estuvieron más que felices de llevarse los camellos de Job.
A Satanás no le interesaba ver a los caldeos llevarse algunos camellos gratis. Su objetivo en este drama era obligar a Job a maldecir a Dios. Él estaba actuando con malicia y malevolencia para derrocar la autoridad y la majestad de Dios. Él esperaba que el robo de los camellos de Job por parte de los caldeos fuera un paso hacia ese objetivo. Así que había concordancia de propósito entre los caldeos y Satanás.
Sin embargo, había un pleno desacuerdo entre los propósitos de los caldeos y Satanás y el propósito de Dios. Sobre la base de lo que hemos aprendido hasta aquí acerca de la providencia, podemos concluir con seguridad que Dios ordenó que los camellos de Job fueran robados. Ese era el plan providencial de Dios. Pero el propósito de Dios era vindicar a Job de la injusta acusación de Satanás, así como de vindicar su propia santidad.
¿Era un propósito legítimo que Dios vindicara a Job? ¿Era un propósito legítimo que Dios vindicara su propia santidad? No estoy diciendo que el fin justifique los medios, pero los propósitos y designios de Dios tienen que ser considerados en nuestra evaluación de este drama. Dios no pecó contra Job. La justicia no exigía que Dios impidiera que alguna vez Job perdiera sus camellos. Recordemos que Job era un pecador. Él no tenía un derecho eterno a esos camellos. Cualquier camello que Job poseyera era un don de la gracia de Dios, y él tenía todo el derecho bajo el cielo a quitar o alejar esa gracia para sus propios propósitos santos. Por lo tanto, en este drama, Dios actuó justamente, pero Satanás y los caldeos hicieron lo malo. Un suceso, tres agentes, tres propósitos distintos.
CONCURRENCIA EN LA HISTORIA DE JOSÉ
Mi ilustración favorita de la concurrencia es la historia de José, la cual encontramos en los últimos capítulos de Génesis. José era favorito de su padre, Jacob, quien le dio a José un manto de colores. Los hermanos de José lo odiaban por este trato favorecido (37:3–4). Un día, cuando José cayó en manos de sus hermanos, lejos de los ojos vigilantes de su padre, ellos llegaron tan lejos como para discutir su muerte, pero al final sencillamente lo vendieron a unos comerciantes que iban en caravana a Egipto (vv. 18–28). En Egipto, José fue vendido a Potifar, el capitán de la guardia del faraón. José sirvió bien a Potifar y se hizo mayordomo de su casa (39:1–4). Pero la esposa de Potifar realizó insinuaciones ilícitas a José, las que este rechazó. El infierno no conoce furia como la de una mujer despreciada, así que ella lo acusó de intento de violación, y José fue echado a la cárcel (vv. 7–8, 14–15, 20).
En la prisión, José conoció al copero y al panadero del faraón, quienes habían desagradado al rey (40:1). Mientras estaban en prisión, José interpretó sueños para el copero y el panadero, y ambos sueños se cumplieron (vv. 8–23). Algún tiempo después, cuando el copero había sido restaurado, le contó al faraón sobre la habilidad de José, y el faraón llamó a José para que le interpretara su propio sueño (41:12–36). El faraón estuvo tan agradecido que nombró a José como primer ministro de Egipto, con la tarea de prepararse para el hambre que el faraón había previsto en su sueño (vv. 37–45).
Cuando llegó el hambre sobre la tierra, también afectó a la tierra natal de José. La familia de Jacob moría de hambre, así que Jacob envió a algunos de sus hijos a Egipto a comprar algo del alimento excedente que el primer ministro había tenido la sabiduría de almacenar para el pueblo egipcio (42:1–2). Cuando los hijos fueron a Egipto, encontraron a José, pero aunque no lo reconocieron, él los reconoció a ellos (vv. 6–8). José ocultó su identidad por algún tiempo, pero finalmente reveló que él era su hermano perdido hacía tanto tiempo (45:3). Por invitación de José, Jacob trasladó a toda su familia a Egipto (46:5–7).
Años más tarde, después de la muerte de Jacob, los hermanos tuvieron miedo de que José se vengara de ellos por haberlo vendido como esclavo (50:15). Así que inventaron una historia, y dijeron que Jacob les había contado que quería que José los perdonara (vv. 16–17). No era necesario que ellos se preocuparan; José ya hacía tiempo que los había perdonado. Él les dijo: “No tengan miedo. ¿Acaso estoy en lugar de Dios? Ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios cambió todo para bien, para hacer lo que hoy vemos, que es darle vida a mucha gente” (vv. 19–20).
José no negó el pecado de sus hermanos. Él dijo: “Ustedes pensaron hacerme mal”. Él estaba diciendo que ellos habían actuado con mala intención al venderlo a los madianitas. Al igual que los caldeos, los hermanos de José eran culpables de pecado, un pecado que ellos personalmente habían querido cometer. Pero Dios está por encima de todas las decisiones humanas y actúa a través de la libertad humana para llevar a cabo sus propios objetivos providenciales. Eso es lo que José estaba diciendo: “Ustedes decidieron hacer algo pecaminoso, pero Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman y son llamados según su propósito. Yo estoy llamado según el propósito de Dios, y Dios ha causado un bien a través de esto”. ¿Cuál bien? En primer lugar, Dios envió a José a Egipto a hacer preparativos para el hambre y por consiguiente para salvar muchas vidas, incluidas las de su propia familia. En segundo lugar, Dios hizo que toda la familia de Jacob se mudara a Egipto, para que allí pudieran prosperar y multiplicarse, solo para ser esclavizados y posteriormente liberados por la poderosa mano de Dios en uno de los momentos clave de la historia de la redención. Y Dios llevó a cabo todo esto mediante la concurrencia de su propia voluntad justa y la voluntad pecaminosa de los hermanos de José.
DIOS DISPUSO TODO PARA BIEN
Hay una vieja y sencilla historia que enseña una profunda lección: “Por falta de un clavo se perdió una herradura. Por falta de la herradura, se perdió un caballo. Por falta del caballo, se perdió el jinete. Por falta del jinete, se perdió un mensaje. Por falta del mensaje se perdió la batalla. Por falta de la batalla, se perdió el reino”. ¿Qué habría ocurrido en la historia del mundo si Jacob no le hubiese dado un manto de colores a José? Sin manto no hay celos. Sin celos, no hay una traidora venta de José a los comerciantes madianitas. Sin venta de José a los comerciantes madianitas, no hay descenso a Egipto. Sin descenso a Egipto, no hay encuentro con Potifar. Sin encuentro con Potifar, no hay problemas con su esposa. Sin problemas con su esposa, no hay encarcelamiento. Sin encarcelamiento, no hay interpretación de los sueños del faraón. Sin interpretación de los sueños del faraón, no hay ascenso al cargo de primer ministro. Sin ascenso al cargo de primer ministro, no hay reconciliación con sus hermanos. Sin reconciliación con sus hermanos, no hay migración del pueblo judío a Egipto. Sin migración a Egipto, no hay éxodo desde Egipto. Sin éxodo desde Egipto, no hay Moisés, ni ley, ni profetas —¡y no hay Cristo! ¿Crees que el suceso del manto fue un accidente en el plan de Dios? Dios dispuso todo para bien.
Jonathan Edwards predicó una vez un sermón titulado “God, the Author of All Good Volitions and Actions” (Dios, el autor de todas las voliciones y acciones buenas). Me encanta el título de ese sermón porque muestra lo distinto que era Edwards al cristiano promedio. Cada vez que tomamos decisiones buenas, nobles o virtuosas, nos gusta llevarnos todo el crédito. Por otra parte, si hacemos algo que no es tan bueno, algo malo, damos excusas y evadimos la culpa. No nos gusta quedarnos con el crédito por nuestras malas decisiones. A veces tratamos de culpar a Dios por ellas, tal como hizo Adán cuando dijo: “La mujer que me diste por compañera fue quien me dio del árbol, y yo comí” (Génesis 3:12). Él trató de culpar a Dios mismo por la caída. Esa es nuestra tendencia: llevarnos el crédito por lo bueno, echar la culpa a otro por lo malo. Pero Edward entendía que cualquier buena acción que hagamos, cualquier decisión justa que tomemos, solo ocurren porque Dios está obrando en nuestro interior.
Cuesta entender la relación entre la providencia de Dios y la libertad humana porque el hombre es verdaderamente libre en el sentido de que tiene la capacidad de tomar decisiones y elegir lo que quiera. Pero también Dios es verdaderamente libre. Es por esto que la Confesión de Fe de Westminster puede decir que Dios lo ordena todo “libremente” sin hacer “violencia al libre albedrío de sus criaturas”. Por supuesto, si lo he oído una vez, lo he oído mil veces: “La soberanía de Dios nunca puede limitar la libertad del hombre”. Esa es una expresión de ateísmo, porque si la soberanía de Dios está limitada un ápice por nuestra libertad, él no es soberano. ¿Qué tipo de concepto de Dios tenemos como para decir que las decisiones humanas inmovilizan a Dios? Si su libertad está limitada por nuestra libertad, nosotros somos soberanos, no Dios. No; nosotros somos libres, pero Dios es aún más libre. Esto significa que nuestra libertad jamás puede limitar la soberanía de Dios.
Sproul, R. C. (2012). ¿Controla Dios todas las cosas? (E. Castro, Trad.; Vol. 14). Reformation Trust: A Division of Ligonier Ministries.