Un Mensaje Que Confronta | John MacArthur

Un Mensaje Que Confronta
John MacArthur

Como si no fuera suficiente que la crucifixión llevara un estigma tan vergonzoso, también estaba la humillante sencillez de la cruz, un repudio a la sabiduría del mundo.

Primera de Corintios 1:19-21 dice:

Pues está escrito:

Destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé el entendimiento de los entendidos.

¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el disputador de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo? Pues ya que en la sabiduría de Dios el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación.

Tanto los judíos como los gentiles disfrutaban de lo complejo, especialmente los griegos en sus sistemas filosóficos. Les encantaba la gimnasia mental y los laberintos intelectuales. Creían que la verdad era conocible, pero solo por las mentes elevadas. Este sistema más tarde se llegó a conocer como gnosticismo, que es la creencia de que ciertas personas, en virtud de sus elevados poderes de razonamiento, podían avanzar más allá del hoi polloi y ascender al nivel de iluminación.

En tiempos de Pablo, podemos encontrar por lo menos unas cincuenta filosofías diferentes que resonaban en el mundo griego y romano. Entonces, llegó el evangelio y dijo: “Nada de eso importa. Lo destruiremos por completo. Tomen toda la sabiduría del sabio, busquen lo mejor, busquen lo mejor de lo mejor, a los más educados, a los más capaces, a los más listos, a los más astutos, a los mejores en retórica, oratoria y lógica; busquen a todos los sabios, a todos los escribas, a todos los expertos legistas, a los grandes disputadores, y a todos ellos se los llamará necios”. El evangelio dice que todos son necios.

La cita de Pablo de Isaías 29:14, en el versículo 19, “destruiré la sabiduría de los sabios”, tenía que ser una afirmación hiriente para su audiencia. Estaba diciendo, básicamente: “Echaré por el suelo a todos sus filósofos y su filosofía”. Nada era sutil en Pablo, nada vago ni ambiguo. Pero el mensaje no era de Pablo. Como nos recalca cuando afirma: “Está escrito” –literalmente, “sigue escrito”– se posiciona como verdad divinamente revelada según la cual, el evangelio de la cruz no hace ninguna concesión a la sabiduría humana. Pablo no era sino el portavoz de Dios. El intelecto humano no juega papel alguno en la redención. Y en el versículo 20, es como si Pablo estuviera diciendo: “¿Qué piensan ustedes que pueden ofrecer? ¿Dónde está el escriba? ¿Qué contribución puede hacer el experto legista? ¿Dónde está el disputador? ¿Qué puede ofrecer? Todos son necios”.

Primera de Corintios 2:14 dice: “El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente”. Este es el problema. La persona inconversa puede tener grandes poderes de razonamiento e intelecto, pero cuando se trata de la realidad espiritual y la vida de Dios y la eternidad, no tiene nada para contribuir. Ya sea en Atenas o Roma, en Cambridge, Oxford, Harvard, Standford, Yale o Princeton, o en cualquier otra parte, toda la sabiduría compilada que está fuera de las Escrituras no es más que necedad.

Dios sabiamente estableció que nadie puede jamás llegar a conocerle por la sabiduría humana. La única manera en que alguien llega a conocer a Dios es por revelación divina y por el Espíritu Santo. La palabra final en cuanto a la sabiduría humana es que no tiene sentido. El hombre, por su sabiduría, no puede conocer a Dios.

Pues bien, ¿cómo puede, entonces, el hombre conocer a Dios si no es por medio de la sabiduría? “Mediante la locura de la predicación”. ¿Quiere usted que la gente conozca a Dios? Entonces, simplemente predique el mensaje. Jeremías 8:9 dice: “Los sabios se avergonzaron, se espantaron y fueron consternados; he aquí que aborrecieron la palabra de Jehová; ¿y qué sabiduría tienen?” Si se rechazan las Escrituras, no se tiene nada de sabiduría. Si se cambia el mensaje bíblico, no se puede predicar sabiduría.

No tenemos licencia artística para predicar el evangelio. Mire de nuevo 1 Corintios 1:18: “Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan –esto es, a nosotros– es poder de Dios”. Y luego, en el versículo 21: “Agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación”. Y los versículos 23-24: “Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero y para los gentiles locura; más para los llamados así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios”.

Pablo estaba dando un solo mensaje: el poder de Dios por la palabra de la cruz es lo que salva a las personas. Los hombres son instrumentos para entregar ese mensaje, pero el mensaje no surge de ellos, viene de Dios. Este es absolutamente el único mensaje que tenemos.

Cualquier otro mensaje es falso y absolutamente inaceptable, como Gálatas 1:8-9 declara sin disculpa ni componendas: “Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema”. Pero el cristianismo ligero, que es tan popular hoy, ha sustituido otro mensaje que trata de eliminar la ofensa de la cruz.

Casi nadie en estos días tolera la exclusividad y supremacía de Cristo, incluso algunos que profesan ser cristianos. El mensaje de la cruz no es políticamente correcto; es la singularidad del evangelio, aparte de todo lo demás, lo que fastidia a la gente. ¿Puede usted imaginarse por un momento lo que sucedería si algún personaje célebre o dirigente político sencillamente dijera: “Soy creyente, y si usted no lo es, va a ir al infierno”? ¡Uy!

Luego, imagínese que alguien dijera: “Todos los musulmanes, hindúes, budistas y los que creen que pueden ganarse la salvación, ya sean protestantes de teología liberal o católicos romanos, y también todos los mormones y los testigos de Jehová van al infierno eterno. Pero yo me intereso en usted tanto que quiero darle el evangelio de Jesucristo, porque eso es mucho más importante que las guerras en Medio Oriente, el terrorismo y cualquier política doméstica”.

No se puede ser fiel y popular; de modo que escoja.

Lo que Pablo estaba diciendo en 1 Corintios es que el evangelio choca con nuestras emociones, choca con nuestra mentalidad, choca con nuestras relaciones personales.

Hace añicos nuestras sensibilidades, nuestro pensamiento racional, nuestra tolerancia. Es difícil de creer. Desdichadamente, por esto la gente hace componendas, y cuando las hacen, se vuelven inútiles porque Dios salva a través de esta verdad.

La cruz en sí misma proclama el veredicto sobre el hombre caído. La cruz dice que Dios exige la pena de muerte por el pecado, mientras que nos proclama la gloria de la sustitución. Rescata al que perece. Los que perecen son los condenados, los arruinados, sentenciados, destruidos; son los perdidos, los que están bajo juicio divino por violaciones interminables de su santa Ley. Si usted y yo no abrazamos al Sustituto, sufrimos nosotros mismos esa muerte, y es una muerte que dura para siempre.

El mensaje de la cruz no tiene que ver con las necesidades que se sienten. No se trata de que Jesús le ama a usted tanto que quiere contentarle. Se trata de rescatarlo a usted de la condenación eterna, porque esa es la sentencia que pesa sobre la cabeza de todo ser humano. Así que el evangelio es una ofensa por cualquier lado que se vea. No hay nada en cuanto a la cruz que encaje cómodamente con la forma en que el hombre se ve a sí mismo.

El evangelio confronta al hombre y lo expone tal cual es. No se fija en el desencanto que siente. No le ofrece ningún alivio de sus luchas como ser humano. Más bien, va al asunto profundo y eterno del hecho de que él está condenado y desesperadamente necesita que le rescaten. Solo la muerte puede lograr el rescate, pero Dios, en su misericordia, ha provisto un Sustituto.

(Adaptado de Difícil de Creer)

Fuente: https://www.gracia.org/library/blog/GAV-B230708

La Vergüenza de la Cruz | John MacArthur

La Vergüenza de la Cruz
John MacArthur

Predicamos un mensaje vergonzoso cuando predicamos a Jesús en la cruz. Morir crucificado era un insulto degradante, y la idea de adorar a un individuo que había muerto crucificado era absolutamente inimaginable. Por supuesto, hoy no vemos que crucifiquen a nadie como los lectores de Pablo veían en el siglo I, así que, en cierta medida, el impacto se pierde para nosotros.

Pero Pablo sabía a qué se enfrentaba: “La palabra de la cruz es locura a los que se pierden” (1 Corintios 1:18); “Los judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura” (vv. 22-23). El mensaje de la cruz es locura, moria en griego, que quiere decir fatuo, ignorante, insensato.

Los versículos 22 y 23 nos dicen que los judíos buscaban señal. “Si eres el Mesías”, le habían dicho a Jesús, “danos una señal”. Esperaban algún prodigio grandioso, sobrenatural, que identificara al Mesías prometido y lo condujera a Él. Querían algo espectacular. Aunque Jesús les había dado milagro tras milagro durante su ministerio, querían una especie de supermilagro que todos pudieran ver y decir: “¡Esa sí es la señal! ¡Esa es por fin la prueba de que este es el Mesías!”

A los griegos, por el contrario, no les interesaba tanto lo milagroso. No buscaban una señal sobrenatural; lo que buscaban era sabiduría. Querían validar la religión verdadera mediante alguna noción trascendental, alguna idea elevada, algún conocimiento esotérico, alguna especie de experiencia espiritual, tal vez una experiencia fuera del cuerpo o algún otro episodio imaginario y emocional.

Los griegos querían sabiduría y los judíos querían una señal. Dios les dio exactamente lo opuesto. Los judíos recibieron un Mesías crucificado: escandaloso, blasfemo, estrambótico, hiriente, increíble. Para los griegos que buscaban conocimiento esotérico, algo altilocuente y noble, ese sinsentido sobre el eterno Dios creador del universo crucificado era una insensatez.

Desde el punto de vista tanto griego como romano, el estigma de la crucifixión convertía en un absurdo absoluto la noción del evangelio que afirmaba que Jesús era el Mesías. Un vistazo a la historia de la crucifixión en Roma del siglo I revela lo que los contemporáneos de Pablo pensaban al respecto. Era una forma horrible de pena capital originaria, muy probablemente, del imperio persa; pero otros bárbaros la usaban también. El condenado sufría una muerte agonizantemente lenta por asfixia, y se debilitaba gradualmente al punto traumático de no poder levantarse con los clavos que sujetaban sus manos, ni de empujarse con el clavo que atravesaba sus pies, lo suficiente como para respirar profundamente.

Esto fijó el horror de la crucifixión en la mente judía. Los romanos llegaron al poder en Israel en el año 63 a.C., y usaron mucho la crucifixión. Algunos escritores dicen que las autoridades romanas crucificaron como a treinta mil personas en esa época. Tito Vespasiano crucificó tantos judíos en el año 70 d.C. que los soldados no tenían espacio para las cruces ni suficientes cruces para los cuerpos. No fue sino hasta el año 337, cuando Constantino abolió la crucifixión, que la cruz desapareció después de un milenio de crueldad en el mundo.

La crucifixión era una forma de ejecución repugnante, denigrante, reservada para lo peor de la sociedad. La idea de que un individuo que murió en la cruz hubiera sido una persona excepcional, elevada, noble, importante, era absurda. Los ciudadanos romanos, por lo general, estaban exentos de la crucifixión, excepto si cometían traición. Las autoridades reservaban la cruz para los esclavos rebeldes y los pueblos conquistados, y para los ladrones y asesinos más notorios. La política del Imperio Romano en cuanto a la crucifixión llevó a los romanos a tener a cualquier crucificado como digno de desprecio absoluto. Usaban la cruz solo para la escoria, para los más humillados, para los más bajos de los más bajos.

Los soldados primero azotaban a las víctimas, luego las obligaban a llevar su cruz, el instrumento de su propia muerte, al sitio de la crucifixión. Los letreros que les colgaban del cuello indicaban los crímenes que habían cometido, e iban totalmente desnudos. Luego, los soldados los ataban o clavaban al travesaño, los izaban para colocarlos en el poste vertical, y los dejaban allí colgados, desnudos. Los verdugos podían acelerar la muerte quebrándoles las piernas, porque eso hacía que la víctima no pudiera empujarse hacia arriba para poder llenarse los pulmones de aire. Si no les quebraban las piernas, la muerte podía tardar días. La humillación final era dejar el cuerpo colgado allí hasta que se pudriera.

Los gentiles también veían a todo crucificado con el más completo desdén. Era una escena prácticamente obscena. La sociedad educada simplemente no hablaba de la crucifixión. Cicerón escribió: “La sola palabra ‘cruz’ debería eliminarse, no solo de la persona del ciudadano romano, sino de sus pensamientos, sus ojos y sus oídos”.

Y ante todo esto, Pablo vino y todo lo que habló fue acerca de… ¡la cruz! Podemos captar algo del profundo desprecio que los gentiles tenían por cualquier crucificado en algunas de las afirmaciones paganas en cuanto a Cristo. Las palabras pintadas en una piedra en un salón de guardias de la Colina Palatina, cerca del Circo Máximo, en Roma, muestran la figura de un hombre con cabeza de asno colgando de una cruz. Debajo, se halla un hombre en gesto de adoración y la inscripción dice: “Elexa Manos adora a su Dios”. Tal repulsiva representación del Señor Jesucristo ilustra vívidamente el desdén del pagano por un crucificado, y particularmente por un Dios crucificado. La primera apología de Justino, en el año 152 d. C., resume la noción de los gentiles: “Proclaman que nuestra locura consiste en esto, que ponemos a un crucificado a un nivel igual al del Dios eterno e inmutable”. ¡Locura!

Si la actitud de los gentiles era mala, la actitud de los judíos era peor, e incluso más hostil. Detestaban la práctica romana y se mofaban de ella más que los romanos. En su opinión, el que acababa en una cruz cumplía Deuteronomio 21.23: “No dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el madero… porque maldito por Dios es el colgado”. ¿Quiere decir esto que el eterno Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Señor mismo, recibió maldición? ¿Cómo podía Dios maldecir a Dios? Es absolutamente impensable. ¿Qué Dios maldijo al Mesías? Para los judíos era inconcebible.

Veían la crucifixión no solo como un estigma social, sino como maldición divina. Así que el estigma de la cruz significaba, más allá de la desgracia social, la misma condenación divina. La Mishná, que es un comentario de la ley del Pentateuco producido en el siglo II d.C., indicaba que se debía crucificar solo a los blasfemos y a los idólatras, e incluso en esos casos, los verdugos colgaban sus cuerpos en la cruz solamente después de muertos. ¿Cómo podía el Mesías ser blasfemo? ¿Cómo podía Dios blasfemar contra Dios? Los judíos se atragantaban con la idea de un Cristo crucificado. Esto hacía al evangelio imposible de creer.

¿Piensa usted que tiene problemas en proclamar el evangelio hoy? Imagínese a los primeros cristianos. Si decían la verdad, enfrentaban un obstáculo masivo: sus afirmaciones eran locura, escandalosas, procaces, blasfemas, increíbles.

Pablo no era un predicador de mensaje fácil. Dios mismo, en forma del Cristo crucificado, era el mayor obstáculo para creer en Él. Francamente, no parece que Dios pudiese haber puesto una barrera más formidable a la fe en el primer siglo. No puedo pensar en una peor forma de mercadeo para el evangelio que predicarlo así.

¡No es extraño que tanto los gentiles como los judíos detestaron el mensaje de Pablo! Era un mensaje que estaba más allá de la credulidad humana. No era un mensaje fácil para el que busca, sino absurdo y hasta aberrante.

(Adaptado de Difícil de Creer)

Fuente: https://www.gracia.org/library/blog/GAV-B233107bnnbbnbbngtbv ujhn b

Avergonzados de Jesús | John MacArthur

Avergonzados de Jesús
by John MacArthur

No estoy seguro de si usted ha notado, como yo, lo difícil que es para los creyentes en televisión o ante el público decir el nombre Jesús. Incluso líderes evangélicos bien conocidos evitan ese nombre al hablarle a un público numeroso, y evitan mencionar “cruz”, “pecado”, “infierno” y otros términos fundamentales de la fe. Hablan mucho de la fe de una manera general y poco comprometedora, pero esquivan cualquier afirmación que les exija adoptar una posición.

En los días que siguieron al ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, muchos estadounidenses instintivamente buscaron valor y solaz en Cristo. Pero incluso en ese entonces, en un servicio en la Catedral Nacional de Washington, D.C, que se transmitió en vivo a todo el mundo, un ministro cristiano elevó una oración en el nombre de Jesús, pero “respetando a todas las religiones”. ¿A todas las religiones? ¿A los druidas? ¿A los que adoran a los gatos? ¿A las brujas? Un ministro cristiano de una iglesia cristiana no debe sentirse obligado a condicionar ni a pedir disculpas por orar al único Salvador verdadero.

Pablo dio una afirmación impresionante en Romanos 1:16-17:

“Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío, primeramente, y también al griego. Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá”.

¿Por qué dijo Pablo: “No me avergüenzo del evangelio?” ¿Quién se va a avergonzar de noticias buenas como estas? Si alguien encuentra la cura para el SIDA, ¿lo abrumaría la vergüenza como para no proclamarla? Si alguien descubriera una cura para el cáncer, ¿sentiría tan terrible vergüenza como para no poder abrir la boca? ¿Por qué es tan difícil mencionar la cruz?

Aunque el mensaje de salvación que Pablo proclamaba era el mensaje más maravilloso e importante de la historia, el público y las autoridades lo habían tratado de manera humillante por predicarlo vez tras vez. Ya por aquel entonces en su ministerio, lo habían apresado en Filipos (Hechos 16:23-24), lo habían obligado a salir corriendo de Tesalónica (Hechos 17:10), lo habían hecho escabullirse de Berea (Hechos 17:14), se habían reído de él en Atenas (Hechos 17:32), lo habían tildado de loco en Corinto (1 Corintios 1:18, 23) y lo habían apedreado en Galacia (Hechos 14:19). Tenía muchas razones para avergonzarse, pero su entusiasmo por el evangelio no disminuía. Jamás, ni por un momento, consideró diluirlo para hacerlo más atractivo al público.

En algún momento u otro de nuestra vida como creyentes, todos hemos sentido vergüenza y hemos mantenido nuestra boca cerrada cuando debimos haberla abierto. O, llegada la oportunidad, nos hemos escondido detrás de algún mensaje inocuo tipo “Jesús te ama y quiere que seas feliz”. Si usted nunca se ha sentido avergonzado por proclamar el evangelio, probablemente nunca lo ha proclamado claramente, en su totalidad, tal como Jesús lo proclamó.

¿Por qué no puede el creyente ejecutivo de negocios testificar ante su junta administrativa? ¿Por qué el catedrático universitario creyente no puede pararse ante la facultad entera y proclamar el evangelio? Todos queremos que nos acepten, y sabemos, como Pablo lo descubrió tantas veces, que tenemos un mensaje que el mundo rechazará; y que mientras más nos aferremos a ese mensaje, más hostil se volverá el mundo. Así es como empezamos a sentir vergüenza. Pablo superó eso por la gracia de Dios y el poder del Espíritu, y dijo: “No me avergüenzo”. Es un ejemplo contundente para nosotros, porque sabemos el precio de la fidelidad a la verdad: el rechazo del público, la cárcel y, al final, la ejecución.

La naturaleza humana en realidad no ha cambiado gran cosa en toda la historia; la vergüenza y el honor eran asuntos muy serios en el mundo antiguo, tal como lo son hoy. Allá por el siglo IX antes de Cristo, el poeta épico Homero escribió: “El bien principal era que hablaran bien de uno, y el mal mayor, que hablaran mal de uno en la sociedad”. En el siglo I de nuestra era, el apóstol Pablo ministraba en una cultura sensible a la vergüenza, que buscaba el honor, y sin sentir vergüenza alguna, predicaba un mensaje ofensivo respecto de una persona a quien habían avergonzado en público. Era un mensaje muy hiriente. Era escandaloso. Era necio. Era insensato. Era anacrónico.

Sin embargo, como dice 1 Corintios 1:21, “agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación”. Era este escandaloso, hiriente, necio, ridículo, extraño, absurdo mensaje de la cruz el que Dios usaba para salvar a los que creen. Las autoridades romanas ejecutaron a su Hijo, el Señor del mundo, por un método reservado solo para las heces de la sociedad; sus seguidores tendrían que ser lo suficientemente fieles como para arriesgarse a sufrir el mismo fin vergonzoso.

(Adaptado de Difícil de Creer)

Fuente: https://www.gracia.org/library/blog/GAV-B232407

La Dura Verdad | John MacArthur

La Dura Verdad
by John MacArthur


Tal vez el mito dominante en la iglesia evangélica actual es que el éxito del cristianismo depende de lo popular que sea, y que el Reino de Dios y la gloria de Cristo de alguna manera avanzarán sobre la base del favor del público. Esta es una fantasía antigua. Recuerdo haber leído una cita del apologista Edward John Carnell en la biografía del predicador galés David Martyn Lloyd-Jones escrita por lan Murray. En sus años formativos en el Seminario Teológico Fuller, Carnell decía respecto del evangelicalismo: “Necesitamos prestigio desesperadamente”.

Los creyentes se han esforzado mucho por colocarse en posiciones de poder dentro de la cultura. Buscan influencia académica, política, económica, atlética, social, teatral y religiosa, y en toda otra forma posible, con la esperanza de lograr que los medios de comunicación masiva los tomen en cuenta. Pero cuando logran esa exposición, a veces mediante los medios de comunicación masiva, a veces en el ambiente de iglesias de mente bien abierta, presentan un evangelio reinventado y diseñado a la moda que sutilmente elimina la ofensa del evangelio, e invita a la gente al Reino por un sendero fácil. Descartan todas las cosas difíciles de creer en cuanto al sacrificio de uno mismo, a aborrecer a la familia y cosas por el estilo.

La ilusión es que podemos predicar nuestro mensaje más eficazmente desde las encumbradas perchas del poder e influencia culturales, y que una vez que hayamos captado la atención de todos, podemos conducir a más personas a Cristo si le quitamos al evangelio su aguijón y predicamos un mensaje que agrade al usuario. Pero para llegar a esas perchas encumbradas, algunas figuras públicas “cristianas” diluyen la verdad y la acomodan; luego, para mantenerse allí, ceden a la presión de perpetuar la enseñanza falsa para que su público siga siéndoles leal. Decir la verdad se convierte en una decisión profesional errónea.

Los pastores de las iglesias locales están entre los primeros en dejarse seducir para usar este evangelio de moda, diseñado para que encaje en el deseo del pecador y tergiversado astutamente para superar la resistencia del consumidor. Planifican las reuniones de la iglesia para que se vean, suenen, se sientan y huelan como el mundo, a fin de eliminar la resistencia del pecador y seducirle al Reino por un sendero fácil y familiar.

La idea es hacer que el cristianismo sea fácil de creer, pero la verdad simple, inmutable e inexorable es que el Evangelio es difícil de creer. Es más, si se deja sin ayuda al pecador, le es absolutamente imposible.

Esta es la filosofía de moda: “Si les gustamos, les gustará Jesús”. Esta estrategia funciona superficialmente, pero solo si comprometemos la verdad. No podemos simplemente criticar a los predicadores locales por reinventar el evangelio, porque no están actuando en forma distinta a los tele-evangelistas de renombre y otros evangélicos más ampliamente conocidos.

Para mantener sus cargos de poder e influencia tan pronto los han alcanzado, mantienen esta tenue alianza con el mundo en nombre del amor, el atractivo y la tolerancia, y para conservar contentos a los inconversos en la iglesia deben reemplazar la verdad con algo que aliente y que no ofenda. Como dijo cierto calvinista una vez: “A veces, no presentamos el evangelio lo suficientemente bien para que los que no son elegidos lo rechacen”.

Ahora bien, no quiero que se me malentienda. Estoy comprometido a proclamar el evangelio hasta donde me sea posible aquí y en todo el mundo. Prefiero que la justicia prevalezca sobre el pecado. Prefiero elevar a los justos y exponer el pecado tal y como es, en toda su capacidad destructora. Anhelo ver que la gloria de Dios se extienda hasta los confines de la tierra. Anhelo ver la luz divina inundando el reino de las tinieblas. Ningún hijo de Dios se contenta jamás con el pecado, la inmoralidad, la injusticia, el error y la incredulidad. El oprobio que cae sobre el Señor cae sobre mí, y el celo de su casa me consume, tal como a David y a Jesús.

Sin embargo, detesto las iglesias del mundo que se han convertido en refugio de herejes. Me disgusta una iglesia de la televisión que, en muchos casos, se ha convertido en cueva de ladrones. Me encantaría ver al Señor divino empuñando un látigo y azotando a la religión de nuestro tiempo. A veces, oro salmos que condenan a ciertas personas. Pero casi siempre, oro para que el Reino venga. La mayoría de las veces, oro que el evangelio penetre en el corazón de los perdidos. Comprendo por qué John Knox dijo: “Dame Escocia o me muero. ¿Para qué más podría yo vivir?” Comprendo por qué el misionero pionero Henry Martyn salió corriendo de un templo hindú exclamando: “No soporto vivir si deshonran a Jesús de esta manera”.

Fui a una entrevista radial en una emisora importante, en cierta ciudad grande, donde la animadora era una reconocida “consejera cristiana”. Ella tenía un programa diario de tres horas, aconsejando a los oyentes que llamaban para contarle toda clase de problemas, algunos muy serios. Pero por las preguntas que me hizo en el programa, me pareció que ella no había leído mucho en cuanto a la doctrina cristiana. Fuera del aire, durante los comerciales, me dijo:

“Usted usa la palabra ‘santificación’. ¿Qué quiere decir eso?”

Eso fue un indicio. Si ella no sabía lo que significaba la santificación, tenía tarea por hacer. Todavía estábamos fuera del aire, por lo que le pregunté:

“¿Cómo llegó usted a ser creyente? Nunca olvidaré su respuesta. Me dijo: “Fue fantástico. Un día, encontré el número de teléfono de Jesús, y desde entonces, hemos estado en contacto”.

“¿Qué?”, le pregunté, tratando de no parecer demasiado incrédulo. “¿Qué quiere decir?”

“¿Qué quiere decir con eso de ‘¿qué quiero decir?’”, me respondió bruscamente.

Ella no entendía que hasta su “testimonio” necesitaba una explicación. Luego, me preguntó:

“¿Cómo llegó usted a ser creyente?”

Entonces, empecé a hablarle brevemente del evangelio, pero me cortó y me dijo: “Eh, ¿qué pasó? No hay que andar entrando en todo eso, ¿verdad que no?”

Sí, claro que sí.

No le doy tregua a la forma como marcha el mundo. Me disgusta todo lo que deshonra al Señor. Estoy en contra de todo lo que Él está en contra y a favor de todo lo que Él respalda. Anhelo ver que se conduzca a las personas a la fe salvadora en Jesucristo. Detesto que los pecadores mueran sin esperanza. Me he consagrado a la proclamación del evangelio. No soy limitado en esto. Quiero ser parte del cumplimiento de la Gran Comisión. Quiero predicar el evangelio a toda criatura.

No es que no me interesen los perdidos del mundo, ni que haya hecho una tregua fácil con un mundo pecador que deshonra a mi Dios y a Cristo. Para mí la única pregunta es: ¿cómo hago mi parte? ¿Cuál es mi responsabilidad? Y desde luego, la respuesta no puede ser comprometer el mensaje. El mensaje no es mío; viene de Dios, y es por ese mensaje que Él salva.

No solo no puedo comprometer el mensaje, sino que tampoco puedo comprometer su costo. No puedo cambiar las condiciones. Sabemos que Jesús dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo” (véase Lucas 9:23). Jesús dijo que tenemos que llevar nuestra cruz hasta la misma muerte, si Él nos lo pidiera. No puedo evitar que ese evangelio ofenda a una sociedad llena de amor propio.

Y esto sé: la predicación de la verdad influye verdaderamente en el mundo y cambia realmente un alma a la vez. Eso sucede solo mediante el poder del Espíritu Santo que da vida, que envía luz y que transforma el alma, en perfecto cumplimiento del plan eterno de Dios. Su opinión o la mía no son parte de la ecuación.

El Reino no avanza mediante el ingenio humano. No avanza porque hayamos escalado a posiciones de poder e influencia en la cultura. No avanza de acuerdo a la popularidad en los medios de comunicación masivos o en las encuestas de opinión. No avanza como resultado de la preferencia del público.

El Reino de Dios avanza solo por el poder de Dios, a pesar de la hostilidad pública. Cuando proclamamos verdaderamente el mensaje salvador de Jesucristo en su totalidad, es franca y escandalosamente hiriente. Proclamamos un mensaje escandaloso. Desde la perspectiva del mundo, el mensaje de la cruz es vergonzoso. De hecho, es tan vergonzoso, tan antagónico y tan hiriente que incluso a los creyentes les cuesta proclamarlo, porque saben que producirá hostilidad y escarnio.

(Adaptado de Difícil de Creer)

Fuente: https://www.gracia.org/library/blog/GAV-B231707