La soberanía divina y el evangelismo

Alimentemos El Alma

Serie: El Evangelismo Y La Soberanía De Dios

J.I. Packer

Capítulo IV

La soberanía divina y el evangelismo

Comenzamos este capítulo con un resumen de lo que hemos aprendido acerca del evangelismo.

El evangelismo es una tarea encomendada a todo el pueblo de Dios en todas partes del mundo. Es la obra de comunicar el mensaje del Creador a la humanidad rebelde. El mensaje comienza con información y termina con una invitación. La información se trata de cómo Dios dio a Su Hijo unigénito a los pecadores como Salvador perfecto. La invitación es el llamamiento de Dios a la humanidad para venir al Salvador y hallar vida eterna. Dios exige el arrepentimiento de todos los hombres en todas partes del mundo, y en cambio les promete perdón y restauración. El cristiano es mandado al mundo como el pregonero de Dios y el embajador de Cristo para anunciar este mensaje. Esto es tanto su deber (porque Dios lo ordena y el amor al prójimo lo requiere) como su privilegio (porque es una gran maravilla hablar para Dios y llevar a nuestro prójimo la única solución a su problema espiritual). Nuestra tarea es, por lo tanto, ir a toda la humanidad y proclamarles el evangelio de Cristo; debemos explicarlo de la manera más clara y concisa posible; debemos remover toda inconsistencia y dificultad que ellos encuentran en él; debemos exponerlo con seriedad; debemos advertirles que es una cuestión de urgencia y sugerirles que respondan a ella. Ésta es nuestra responsabilidad; es un componente básico de nuestro llamamiento cristiano.

Ahora llegamos a la pregunta que nos ha amenazado desde el comienzo de este libro. ¿Cuáles son las implicaciones de esto en cuanto a la soberanía de Dios?

Vimos anteriormente que la soberanía divina es una de las verdades antinómicas en el pensamiento bíblico. El Dios de la Biblia es el Señor y Legislador de Su mundo, es el Rey y el Juez del hombre. Por consiguiente, si hemos de ser bíblicos en nuestro pensamiento, tenemos que afirmar la soberanía divina y la responsabilidad humana juntos e inequívocamente. El hombre es, sin duda, responsable ante Dios, pues Dios le da Su Ley y lo juzga por sus acciones de acuerdo a la misma. A Dios también le pertenece la soberanía sobre el hombre, pues Él controla y ordena todos los acontecimientos humanos de la misma manera que controla y ordena todo lo que sucede en Su universo. Entonces, la responsabilidad humana y la soberanía de Dios son reales e incontrovertibles.

El apóstol Pablo, en una epístola breve, nos obliga a ver esta antinomia cuando habla de la voluntad, thelema, de Dios ligado a la contradicción aparente en estas dos maneras que el Creador se relaciona con Su criatura. En los capítulos cinco y seis de Efesios, él desea que sus lectores sean “entendidos de cuál sea la voluntad del Señor” y “como siervos de Cristo haciendo de ánimo la voluntad de Dios.” La voluntad de Dios como Legislador es que el hombre conozca la Ley y que la obedezca. Pablo escribe a los tesalonicenses: “Porque la voluntad de Dios es vuestra santificación: que os apartéis de fornicación.” Sin embargo, en el primer capítulo de Efesios, Pablo habla de cómo Dios había escogido a él y a todos los cristianos desde antes de la fundación del mundo “según el puro afecto de Su voluntad.” Luego dice que la intención de reunir todas las cosas en Cristo es “el misterio de Su voluntad.” También dice, “En Él digo, en quien asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el consejo de Su voluntad.” Es obvio que aquí la “voluntad” de Dios es Su propósito eterno para con los hombres; Su voluntad como el Señor soberano del mundo. Ésta es la voluntad que se cumple con todo lo que se lleva a cabo —incluyendo el pecado del hombre. Anteriormente se distinguía entre la voluntad de Dios como precepto y Su voluntad como propósito. La anterior es la declaración pública de Dios en cuanto a lo que Él espera del hombre, y la última es lo que Él mismo hará (esta voluntad es oculta). La distinción es entre la Ley de Dios y Su plan. La anterior le dice al hombre lo que debe ser, y la última le dice lo que será. Ambos aspectos de la voluntad de Dios son hechos incontrovertibles, pero la manera en que se relacionan dentro de la mente de Dios no está al alcance del entendimiento de nuestras mentes finitas. Ésta es una de las razones por la cual decimos que Dios es incomprensible.

Todo ocurre bajo el dominio de Dios, Él ha fijado el porvenir con Su decreto y ya ha decidido quién será salvo y quién perecerá. Ahora la pregunta es: ¿qué relación tiene esto con nuestra responsabilidad de evangelizar?

Muchos cristianos en nuestros días están perplejos frente a la pregunta. Hay algunos que han aceptado la soberanía de Dios de la manera incalificable e incontrovertible en que la Biblia la enseña. Estos se enfrentan ahora con unos métodos evangelísticos, heredados de sus antepasados, que necesitan modificación para hallar armonía plena con la soberanía de Dios. Dicen que estos métodos fueron inventados por los que no creían en la soberanía absoluta de Dios. ¿No es eso razón suficiente para rechazarlos? Los que no están tan convencidos de la verdad doctrinal, los que no la toman en serio, creen que esta nueva preocupación pondrá fin al evangelismo. Creen que quitará el sentido de urgencia necesario para un evangelismo eficaz. Satanás, claro está, hará todo lo posible para impedir el evangelismo y para dividir a los cristianos; por lo tanto, tienta al primer grupo para que sean desconfiados y cínicos en la cara de cualquier empeño evangelístico, y al segundo grupo los tienta para que pierdan la cabeza en un pánico y una alarma extrema. A ambos los tienta para que sean presumidos, jactanciosos y amargados, mientras se critican el uno al otro. Ambos grupos necesitan cuidarse de las trampas del diablo.

La pregunta exige una respuesta y lo exige ahora mismo. De la misma Biblia surgió el problema (pues enseña la relación antinómica de Dios con el hombre), así que la solución la buscaremos en la Biblia también.

La respuesta bíblica se puede expresar en dos proposiciones, una negativa y otra positiva.

1. La soberanía de la gracia de Dios no afecta en nada lo que hemos dicho sobre la naturaleza y la responsabilidad del evangelismo

El principio empleado en este caso es que la regla de nuestro deber y la medida de nuestra responsabilidad son reveladas en la voluntad de precepto de Dios, y no ocultadas en la voluntad de propósito. Tenemos que ordenar nuestras vidas a la luz de Su Ley y no a nuestras adivinanzas acerca de Su plan. Moisés aclaró este principio cuando terminó enseñando la Ley, el desafío y las promesas de Dios a Israel. “Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios: mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos por siempre, para que cumplamos todas las palabras de esta ley.” Las cosas que Dios no ha revelado (como el número y la identidad de los elegidos, y cuándo los piensa convertir) no tienen nada que ver con el deber del hombre. No tienen lugar en la interpretación de cualquier parte de la Ley de Dios. Ahora bien, el mandato de evangelizar es parte de la Ley de Dios; pertenece a la voluntad revelada de Dios para Su pueblo. Por lo tanto, nuestras especulaciones acerca de Su voluntad oculta en cuanto a la elección y el llamamiento no pueden cambiar o invalidar la Ley de Dios. Podemos contar con que (en las palabras del Artículo XVII de la Iglesia de Inglaterra) Dios “ha constantemente (decisivamente y con firmeza) decretado por Su consejo que nos es oculto rescatar de la muerte y la maldición todos aquellos que Él ha escogido en Cristo de la humanidad, y por Cristo les dará la salvación eterna como vasijas hechas para honrar.” Pero esto no nos ayuda en determinar la tarea evangelística, y tampoco tiene importancia en cuanto a nuestro deber de evangelizar universalmente e indiscriminadamente. La doctrina de la soberanía de la gracia de Dios no tiene implicaciones en estos asuntos.

Por lo tanto, podemos decir:

(a) La creencia que Dios es soberano en Su gracia no afecta la necesidad del evangelismo. No importa lo que creamos acerca de la elección, el evangelismo siempre es y siempre ha sido necesario, pues nadie será salvo sin el evangelio. Pablo dice, “Porque no hay diferencia de judío y de griego; porque el mismo que es Señor de todos, rico es para todos los que le invocan: Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.” Sí, pero el que no invoca al Señor no será salvo, y tiene que haber un cierto conocimiento de Él antes de poder invocarlo. Así que Pablo continúa diciendo, “¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán a aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?” Hay que decirles de Cristo antes de que puedan confiar en Él, y tienen que confiar en Él antes de que puedan ser salvos por Él. La salvación depende de la fe y la fe de conocer el evangelio. Dios salva a los pecadores llevándoles a la fe por medio de su contacto con el evangelio. De la manera que Dios organizó las cosas, el evangelismo es necesario si alguno ha de ser salvo.

Debemos darnos cuenta de que cuando Dios nos manda a evangelizar, nos está usando para cumplir Su propósito eterno de salvar a los elegidos. El hecho de que tiene un propósito inalterable no quiere decir que nuestros esfuerzos evangelísticos no se necesiten para cumplirlo. La parábola de nuestro Señor dice, “un hombre rey, que hizo bodas a su hijo; y envió sus siervos para que llamasen a los llamados a la boda” “y saliendo los siervos por los caminos, juntaron a todos los que hallaron, juntamente malos y buenos: y las bodas fueron llenas de convidados.”112 Es de la misma manera y por medio de semejante acción de los siervos de Dios que los elegidos vienen a la salvación que el Redentor les ha ganado.

(b) La creencia que Dios es soberano tampoco afecta la urgencia del evangelismo. Los hombres sin Cristo están perdidos e irán al infierno, sea la que sea nuestra opinión sobre la predestinación. “Os digo; antes si no os arrepintiereis, todos pereceréis igualmente… Os digo; antes si no os arrepintiereis, todos pereceréis asimismo.” Y los que somos de Cristo tenemos que ir y decirles de Él —del único que los puede salvar de la perdición. La necesidad de aquellos es urgente, y por lo tanto nuestra tarea evangelística es una de urgencia. Si usted conociera a un hombre dormido dentro de un edificio en llamas, usted pensaría que es urgente advertirle del peligro en que está; usted intentaría rescatarlo. El mundo está lleno de personas que no saben que están mal con Dios y condenados por Su ira. ¿No es esta situación de tanta urgencia como la anterior? ¿No lo trataríamos de rescatar?

Nunca debemos de usar la excusa de que si no son elegidos, no nos escucharán como quiera y todos nuestros esfuerzos serán en vano. Esto es cierto, pero no nos interesa y no debe afectar nuestro ministerio. En primer lugar, no es correcto rehusar hacer el bien sólo porque creemos que no nos será agradecido. En segundo lugar, los elegidos y no-elegidos de este mundo son anónimos en nuestras mentes. Sabemos que existen pero no sabemos, ni podemos saber, quiénes son y tratando de adivinar es fútil e impío. La identidad de los no-elegidos es una de las “cosas ocultas” de Dios y no nos es dado la capacidad mental ni el privilegio moral de saberlo. En tercer lugar, como cristianos estamos llamados a amar no sólo a los elegidos, sino a nuestro prójimo, ya sean elegidos o no. Ahora, la naturaleza del amor es hacer bien y saciar necesidad. Si nuestro prójimo es un inconverso, debemos mostrarle nuestro amor compartiendo con él las buenas nuevas que necesita para salvarse de la perdición. Es por eso que encontramos a Pablo, “amonestando a todo hombre, y enseñando en toda sabiduría, para que presentemos a todo hombre perfecto en Cristo Jesús.” No lo hizo sólo porque era apóstol, sino porque todo hombre era su prójimo. La medida de la urgencia del evangelismo es, por lo tanto, la necesidad de nuestro prójimo y el peligro en que está.

(c) La creencia que Dios es soberano en su gracia no afecta lo genuino de la invitación ni la verdad de las promesas del evangelio. En el evangelio Dios promete justificación y vida a todo aquel que cree. “Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.” Dios ordena que todo hombre se arrepienta, de la misma manera los invita a todos a que vengan a Cristo y encuentren allí la misericordia y la vida eterna. La invitación es para todos los pecadores; no sólo para los pecadores reformados o para aquellos cuyos corazones sienten una tristeza mínima por sus transgresiones, pero para todos. El himno lo expresa de una manera muy clara:

No dejes que la conciencia te demore

Ni soñar de la aptitud

Pues la aptitud que Él requiere

Es sentir tu necesidad de Él.

Que la invitación es libre e ilimitada —Pecadores Jesús recibirá (el título de un libro fantástico por Juan Bunyan)— es la gloria del evangelio como revelación de la gracia divina.

En la comunión de la Iglesia de Inglaterra, primero la congregación confiesa sus pecados a Dios con unas palabras agudas (“nuestros numerosos pecados y desdichas…provocando justificablemente su ira…la carga de ellos es intolerable. Ten misericordia de nosotros, ten misericordia de nosotros”). Luego, el ministro alza sus manos y proclama las promesas de Dios.

“Oigan las palabras de consuelo que nuestro Salvador Jesucristo dice a todos que verdaderamente vienen a Él.”

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, que yo os haré descansar.”

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en El cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.”

“Oigan también lo que ha dicho San Pablo.”

“Palabra fiel y digna de ser recibida de todos: que Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero.”

“Oigan también lo que ha dicho San Juan.”

“Hijitos míos, estas cosas os escribo, para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.”

¿Por qué son estas palabras de tanto consuelo? Porque son las palabras de Dios y son la verdad. Estas palabras son la esencia del evangelio. Son promesas y garantías en que los cristianos que vienen a la cena del Señor deben confiar. Son las palabras que confirman el sacramento. Examínelas cuidadosamente; examine primero la sustancia. El objeto de la fe que representan no es sólo ortodoxia, ni es sólo la verdad de la muerte expiatoria de Cristo, es mucho más. Es el Cristo viviente en Sí, el Salvador perfecto de los pecadores, aquel que carga consigo toda la virtud de Su obra completada en la cruz. “Venid a ,” Él ha pagado todos nuestros pecados. Estas promesas guían nuestra confianza, no al crucifijo sino a Cristo crucificado; no a la obra abstracta sino a aquel que la realizó. Fíjense que las promesas son universales. Se ofrecen a todos los necesitados, a todos los que “verdaderamente” lo necesitan, a todo hombre que alguna vez haya pecado. A ninguno le es negada la misericordia, pero muchos la rechazan con impenitencia e incredulidad.

Algunos piensan que las doctrinas de la elección y de la condenación eterna implican la posibilidad de que algunos que desean a Cristo serán negados por no estar entre los elegidos. Sin embargo, las palabras de consuelo en el evangelio excluyen esta posibilidad. Pues nuestro Señor afirmó en términos enfáticos y categóricos, “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera.”

Es verdad que Dios ha elegido desde la eternidad a los que salvará. Es verdad que Cristo vino exclusivamente a salvar aquellos que el Padre le había dado. Pero también es verdad que Cristo se ofrece gratuitamente a todos los hombres como su Salvador, y garantiza llevar a la gloria todos los que confíen en Él. Fíjense en cómo Él yuxtapone los dos conceptos en el siguiente pasaje.

“Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, mas la voluntad del que me envió. Y ésta es la voluntad del que me envió, del Padre: Que todo lo que me diere, no pierda de ello, sino que lo resucite en el día postrero. Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en Él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en día postrero.” “Todo lo que me ha dado” en este contexto es la tarea salvadora de Cristo en términos de todos los elegidos, a quienes vino específicamente a salvar. “Todo aquel que ve al Hijo, y cree en Él” se refiere a la tarea salvadora de Cristo en términos de toda la humanidad, a quien se ofrece sin distinción y salvará a los que creen en Él. En estos versículos las dos verdades se afirman al mismo tiempo y en el mismo respecto, y así debe ser. Las dos van juntas. Caminan de mano en mano. Una no hace dudosa la otra. Una no excluye la otra. Cristo quiere decir lo que ha dicho, ya sea cuando salva a todos que creen en Él o cuando salva a los que el Padre le ha dado.

John Owen, un puritano que escribió a favor de la elección incondicional y la expiación limitada, se dirige al incrédulo de la siguiente manera.

“Consideren la condescendencia y el amor infinito de Cristo. Él les invita y les llama para que vayan a Él y encuentran vida, liberación, misericordia, gracia, paz y salvación eterna… En la declaración y la predicación de ellos, Jesucristo se enfrenta a los pecadores llamándolos, invitándolos y urgiéndolos que vengan a Él.”

“La palabra que Él les dirige es ésta: ¿Por qué morirás? ¿Por qué perecerás? ¿Por qué no tendrás compasión por tu alma? ¿Será duro tu corazón y fuerte tus manos en el día de la ira que vendrá?… Mira hacia mí y serás salvo; ven a mí y te quitaré la carga de los pecados, las tristezas, los temores, las cargas y haré descansar a tu alma. Ven, te suplico; pon a un lado la desidia; no me rechaces más; la eternidad llama a tu puerta… odiándome perecerás, mas aceptándome serás liberado.”

“Estas y cosas semejantes declara, proclama, suplica y urge al Señor Jesucristo a las almas de los pecadores… Lo hace con la predicación de la Palabra, como si estuviese presente con ustedes y hablara personalmente a cada uno de ustedes… Él ha encomendado a los ministros para que se paren delante de ustedes y tratarles como si Él estuviera tratando con ustedes. Ellos les invitarán de la misma manera que Él les invitó, 2 Corintios 5:19–20.”

La invitación de Cristo es la Palabra de Dios. Es verdad. Es una invitación genuina. Y se ha de presentar al incrédulo de tal manera. Nada de lo que creemos de la soberanía de Dios en su gracia afecta esto.

(d) La creencia de que Dios es soberano en su gracia no afecta la responsabilidad del pecador por su respuesta. Alguien que rechaza a Cristo se muere a causa de su propia condenación. No creer en la Biblia lleva consigo la culpabilidad y nadie podrá excusarse simplemente porque no fueron elegidos. La vida eterna se le ofreció al incrédulo y la podría haber tenido si no la hubiera rechazado. El incrédulo, y nadie más, es responsable por su rechazo de la salvación y ahora él tendrá que sufrir las consecuencias. El Obispo J. C. Ryle escribe, “Es un principio fundamental en toda la Escritura que el hombre puede perder su propia alma, y que si él está perdido es por su propia culpa, y su sangre manchará sólo su propia cabeza. La misma Biblia inspirada que revela la doctrina de la elección es la Biblia que contiene la palabras, ‘¿Por qué moriréis, casa de Israel?’ —’Y no queréis venir a mí, para que tengáis vida.’122— ‘Y esta es la condenación: porque la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz; porque sus obras eran malas.’ La Biblia nunca dice que los pecadores no irán al cielo porque no son elegidos, sino dice que no irán porque han rechazado la gran salvación, y porque rehúsan arrepentir y creer. En el juicio final, no es la elección de Dios que aniquila las almas de los hombres, sino es su propia pereza, su amor al pecado, su incredulidad y su rechazo de Cristo.”124 Dios le da al hombre lo que el hombre ha escogido y no lo opuesto a lo que escogen. Aquellos que escogen la muerte morirán. La doctrina de la soberanía divina no afecta la responsabilidad humana.

Veamos ahora la segunda proposición positiva.

2. La soberanía de Dios en su gracia nos da la única esperanza de tener éxito en el evangelismo

Algunos temen que la creencia en la soberanía de Dios tiene como consecuencia lógica la inutilidad del evangelismo, pues Dios salvará a sus elegidos aunque oigan o no el evangelio. Ya hemos visto que esto es una conclusión falsa basada en una premisa inválida. La verdad es totalmente opuesta a esta conclusión. En vez de hacerlo inútil, la soberanía de Dios es la única cosa que lo hace útil. Con ella hay la posibilidad, es más, la certeza de que el evangelismo será fructuoso. Si no fuera por la gracia soberana de Dios, el evangelismo sería uno de los empeños más inútiles en el mundo, y proclamar el evangelio cristiano sería sólo una gran pérdida de tiempo.

¿Por qué es esto? Por la incapacidad espiritual del hombre pecaminoso. Dejemos que Pablo, el evangelista de evangelistas, nos explique esto.

Pablo dice que el hombre caído tiene una mente ciega y por eso no puede comprender las verdades espirituales. “Mas el hombre animal no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque le son locura; y no las puede entender porque se han de examinar espiritualmente.” El hombre caído también tiene una naturaleza perversa y depravada. “Por cuanto la intención de la carne es enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la Ley de Dios, ni tampoco puede. Así que, los que están en la carne no pueden agradar a Dios.” En ambos pasajes Pablo afirma dos cosas distintas en cuanto al hombre caído y su relación a la verdad de Dios, y hay un paralelismo del progreso del pensamiento en ambos casos. Primero, Pablo señala el fracaso del hombre carnal. Pues él “no recibe las cosas de Dios” y “no está sujeto a la Ley de Dios.” A continuación, Pablo interpreta una afirmación a base de la otra. Es decir, el fracaso es una necesidad natural, es cierto e inevitable, y es universal e inalterable, pues es inherente en la misma naturaleza del hombre. “No las puede entender.” Ni tampoco puede.” El hombre, desde Adán, no puede entender las realidades espirituales ni tampoco puede obedecer la Ley de Dios. Enemistad contra Dios es la ley de su naturaleza. Su instinto le dice que debe evadir, negar e ignorar la verdad de Dios; le dice que debe jactarse de él y desobedecer Su Ley — sí, y cuando oye el evangelio su instinto le dice que lo debe rechazar y que debe rebelarse contra Él. Este es el tipo de persona que él es. Pablo dice que él esta “muerto en sus delitos y pecados.” Está totalmente incapacitado para reaccionar al evangelio de una manera positiva. Es sordo a la voz de Dios. Es ciego a su revelación. Es impermeable a su aliciente. Si usted le habla a un cadáver, nunca le va a responder; el hombre está muerto. Cuando la Palabra de Dios se proclama a los pecadores tampoco hay respuesta, pues ellos también están muertos en sus delitos y pecados.

Esto no es todo. Pablo nos dice que Satanás siempre está tratando de inmovilizar al hombre en su estado natural. “En que en otro tiempo anduvisteis conforme a la condición de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora obra en los hijos de desobediencia.” Así, Satanás se asegura que el hombre no obedezca la Ley de Dios. “En los cuales el dios de esto siglo cegó los entendimientos de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios.”129 Ya vemos que hay dos barreras al evangelismo eficaz: la primera es el impulso natural e irresistible del hombre de oponerse a Dios, y la segunda es la el pastoreo asiduo de Satanás a los hombres en sus pecados y en su desobediencia.

¿Cuáles son las implicaciones de esto para el evangelismo? La implicación es que el evangelismo, como lo hemos descrito, no puede tener éxito. No importa el grado de claridad y eficacia que empleemos en proclamarlo, no hay ninguna esperanza de convencer, y mucho menos convertir, al hombre. ¿Podremos con nuestro propio poder sacar al hombre de las garras de Satanás? No. ¿Acaso podemos dar vida a los muertos? Tampoco. ¿Tenemos alguna esperanza de convencer a los pecadores de la verdad del evangelio con nuestra propia razón? Claro que no. ¿Podemos esperar que el hombre obedezca el evangelio por las palabras que decimos? No. Si no nos hemos enfrentado con este hecho, nuestro evangelismo no es irealista. Cuando un maestro quiere enseñar matemática o gramática a los niños y ellos simplemente no entienden, él se anima con la realidad de que eventualmente entenderán, y por lo tanto sigue tratando. Podemos acudir a nuestra paciencia si la posibilidad de alcanzar el éxito es real. Pero en el caso del evangelismo no existe tal posibilidad. Como una obra humana el evangelismo es imposible. Por definición no puede producir el efecto deseado. Podemos predicar con claridad, con fluidez y con gracia; podemos desafiar a nuestros amigos; podemos organizar grandes campañas y avivamientos, repartir folletos, colgar letreros y anunciar por todos lados, pero nunca habrá la más mínima posibilidad de ganar una sola alma para Cristo. Si no hay otro ingrediente, algo mucho más poderoso que nuestro propio afán, toda obra evangelística fracasará. Nos tenemos que enfrentar con esta realidad.

Es aquí donde veo una tremenda falla en el evangelismo de hoy. Parece que todos están de acuerdo en que nuestro evangelismo no está de lo más saludable, pero hay mucho desacuerdo en cuanto a la naturaleza del malestar y cómo curarlo. Algunos creen que el problema es el avivamiento de la doctrina de la soberanía de Dios —una doctrina que tiene implicaciones enfáticas para la elección incondicional y la expiación limitada. Ellos sugieren que la solución del problema se encuentra en el abandono de estas doctrinas. Sin embargo, algunos de los evangelistas más grandes del pasado han abrazado estas doctrinas. Por lo tanto, el diagnóstico no puede ser muy astuto ni la solución muy eficaz. Es más, parece que el evangelismo había sufrido su gran caída entre las dos guerras mundiales, es decir, mucho antes del avivamiento de esta doctrina. Otros, como ya hemos mencionado, creen que el problema está en las reuniones inter-denominacionales e impersonales que han surgido a la escena en los últimos años. Pero esto tampoco es obvio. Yo creo que la raíz del problema es mucho más profunda que estos diagnósticos suelen indicar. Sospecho que la razón por este malestar evangelístico es una neurosis de la desilusión, un fallo desconocido del ánimo, que surgió del rechazo de considerar el evangelismo antropocéntrico imposible. Permíteme explicar.

Por más de un siglo, los cristianos evangélicos han considerado el evangelismo una actividad especial que debe ocurrir en intervalos rápidos y agudos (como “misiones” y “campañas”) y, para tener éxito, necesitaban una técnica distintiva, tanto en la predicación como en el evangelismo personal. Muy temprano en la evolución de este concepto, los evangélicos comenzaron a pensar que si el evangelismo iba a tener éxito había que orar por él y administrarlo correctamente (ej. si se usaba la técnica distintiva). Esto se debe al éxito que tuvieron evangelistas como Moody, Torrey, Haslam y Aitken con sus campañas. Pero debemos entender que el éxito que tuvieron estos grandes evangelistas no fue debido a su organización moderna, sino a la gran obra que Dios había realizado en Inglaterra en aquella época. Aun en ese período, las primeras misiones usualmente tenían más éxito que las segundas, y las segundas que las terceras. Pero durante los últimos cincuenta años, cuando el mundo se está secularizando más y más, hemos visto una declinación drástica en los frutos del evangelismo. Esta declinación nos ha enervado.

¿Por qué nos ha enervado? Porque no estábamos preparados. Habíamos formulado el evangelismo de tal manera que la buena organización más la técnica distintiva equivalían a resultados inmensos. Habíamos creído que la poción mágica se hacía con una reunión especial, un coro, un solista y un predicador especial, de renombre quizá. Estábamos seguros de que la fórmula y la poción mágica darían vida a cualquier iglesia, pueblo o misión que estaba muerta. Muchos de nosotros todavía creemos esto. Nos aseguramos el uno al otro que así es, y seguimos haciendo nuestros planes a base de ello. Pero en nuestros corazones estamos desilusionados, desanimados y aprensivos. Había un tiempo cuando pensábamos que el evangelismo bien-organizado aseguraba éxito, pero ahora tememos que cada vez que intentemos fracasará, pues ha fracasado tantas veces en el pasado. Ahora no nos resta nada, pues sólo supimos evangelizar de una manera. No queremos admitir esto a nosotros mismos y, por lo tanto, echamos nuestro temor por la ventana, pero vuelve por la puerta con una venganza en la forma de la desilusión y la neurosis paralizante. Nuestro evangelismo, entonces, se convierte en una rutina meticulosa y aburrida. En fin, nuestro problema es que dudamos de la utilidad de nuestros esfuerzos.

¿Por qué tenemos estas dudas? Porque hemos sido desilusionados. ¿Cómo hemos sido desilusionados? Por el fracaso continuo de las técnicas evangelísticas en los cuales confiábamos. ¿Cuál es el remedio de nuestra desilusión? Primero, debemos admitir que estábamos equivocados en pensar que cualquier técnica en sí pudiera garantizar resultados; segundo, debemos reconocer que la naturaleza depravada del hombre es razón suficiente para que nuestros esfuerzos evangelísticos sean estériles; tercero, debemos recordar que estamos llamados a ser fieles y no a tener éxito; y cuarto, debemos aprender a dejar los resultados de nuestro esfuerzo a la gracia omnipotente de Dios.

Dios hace lo que el hombre no puede hacer. Dios, por medio de su Espíritu, obra en el corazón del hombre pecaminoso para llevarlos a la fe y al arrepentimiento. La fe es un regalo de Dios. Pablo escribe a los filipenses, “Porque a vosotros es concedido por Cristo, no sólo que creáis en Él, sino también que padezcáis por Él.” Y a los efesios dice, “Porque por gracia sois salvos por la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios.” Así también, el arrepentimiento nos es dado por Dios. Pedro le dijo al Sanedrín, “A Éste ha Dios ensalzado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y remisión de pecados.” Cuando la Iglesia de Jerusalén oyó que Pedro había sido mandado a evangelizar a Cornelio, y que Cornelio había sido llevado a la fe, dijeron: “Entonces, oídas estas cosas, callaron, y glorificaron a Dios, diciendo: De manera que también a los Gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida.” Nosotros no podemos hacer que los pecadores se arrepientan y crean en Jesús, sino es Dios quien obra fe y arrepentimiento en el corazón del hombre por medio de Su Espíritu.

Pablo dice que éste es el “llamado” de Dios. Los teólogos antiguos lo nombraron “llamado eficaz,” en contraste con la “convocación ineficaz” —es decir, cuando uno escucha la Palabra de Dios, pero el Espíritu no obra en él. El anterior es el proceso en que Dios hace que el pecador entienda y responda al evangelio. Es la obra del poder creativo; por ella, Dios regala al hombre un corazón nuevo, lo libera del pecado, le da luz donde antes había sólo tinieblas y lo guía a Él por medio de Cristo el Salvador. Por ella también, Dios los saca de las garras de Satanás, lo libera del reino de las tinieblas y lo traslada al “reino de Su amado Hijo.” El llamado produce la respuesta y confirma las bendiciones. También se le ha denominado la obra de “gracia previa,” pues la inclinación hacia Dios precede la voluntad del mismo. Se ha nombrado “gracia irresistible,” porque aniquila la posibilidad de resistirlo. La Confesión de Fe de Westminster lo analiza como la actividad de Dios en el hombre caído. “A todos aquellos a quienes Dios ha predestinado para vida, y a ésos solamente es a quienes le place en el tiempo señalado y aceptado, llamar eficazmente por Su Palabra y Espíritu, sacándolos del estado de pecado y muerte en que se hallaban por naturaleza para darles vida y salvación por Jesucristo. Esto lo hace iluminando espiritualmente su entendimiento, a fin de que comprendan las cosas de Dios; quitándoles el corazón de piedra y dándoles uno de carne, renovando sus voluntades y por Su poder soberano determinándoles a hacer aquello que es bueno, y llevándoles eficazmente a Jesucristo. Sin embargo, ellos van con absoluta libertad, habiendo recibido la voluntad de hacerlo por la gracia de Dios.”

Cristo también enseñó la necesidad universal de este llamamiento por la Palabra y el Espíritu. “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y Yo le resucitaré en el día postrero.” Igualmente, enseñó su eficacia, “Escrito está en los profetas: y serán todos enseñados de Dios. Así que, todo aquel que oyó del Padre, y aprendió, viene a mí.” A su enseñanza añadió la certeza universal del llamado para todo aquel que el Padre ha escogido. “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí.” Me escucharán y confiarán en mí, esto es el propósito del Padre y la promesa del Hijo.

Pablo habla del “llamado eficaz” como la realización del propósito seleccionador de Dios. Pues le dice a los romanos: “Porque a los que antes conoció, también predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó.” Y a los tesalonicenses escribe, “Mas nosotros debemos dar siempre gracias a Dios por vosotros, hermanos amados del Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salud, por la santificación del Espíritu y fe de la verdad: A lo cual os llamó por nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo.” El autor del llamado, nos dice Pablo, es Dios; y el asunto del llamado es el camino a la gloria.

Entendiendo esto, podemos ver de una vez porqué Pablo nunca se desilusionó con el hombre caído y esclavizado por Satanás; en contraste con los evangelistas de nuestros días, Pablo nunca pensó que el evangelismo era un esfuerzo inútil. La razón por su actitud es que él nunca olvidó que Dios es soberano en Su gracia. El sabía que aún antes de que él hubiera comenzado, Dios todopoderoso había dicho, “Así será mi palabra que de mi boca: no volverá a mí vacía, antes hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que le envié.” Él sabía que esto era verdad tanto para el evangelio como para cualquier declaración divina. Sabía que su predicación del evangelio nunca sería inútil, pues Dios se lo garantizó. Sabía que dondequiera que él llevara el evangelio, Dios resucitaría a los muertos. Sabía que algunos de sus oyentes serían salvos. Este conocimiento le dio seguridad y expectación en su evangelismo. Y cuando hubo mucha oposición y pocos resultados, él nunca se desilusionó, pues él sabía que si Cristo le había abierto la puerta a ese lugar, era porque el propósito de Él era convertir pecadores allí. La Palabra no volvería vacía. Su afán era proclamar el evangelio con paciencia y fidelidad hasta el tiempo de la cosecha.

Hubo un tiempo en Corinto cuando su ministerio se puso muy difícil; los convertidos eran muy pocos y la oposición muy grande. Pablo pensaba que quizá su esfuerzo allí era en balde. “Entonces el Señor dijo de noche en visión a Pablo: No temas, sino habla, y no calles; porque Yo estoy contigo, y ninguno te podrá hacer mal; porque Yo tengo mucho pueblo en esta ciudad.” El Señor le estaba diciendo a Pablo que continuara predicando y enseñando allí, porque Él tenía un propósito; el Señor le estaba animando y confirmando su responsabilidad a la misma vez. Rackham destaca, “Esto confirma el énfasis que San Lucas puso en la elección previa de Dios.”143 Y el énfasis de Lucas refleja la actitud de Pablo basada en la garantía que le había dado Cristo. Por lo tanto, la soberanía de Dios en Su gracia dio esperanza a Pablo mientras predicaba a oídos sordos, mostraba a Cristo a ojos ciegos e intentaba conmover corazones de piedra. Su garantía era que donde Cristo manda el evangelio, Cristo tiene pueblo. Puede ser que al momento estén encadenados por el pecado, pero Cristo los liberará y los renovará cuando la luz del evangelio brille en sus seres oscuros.

En un gran himno, Charles Wesley describió su conversión de esta manera:

¡Qué tinieblas encerráronme!

Esclava mi alma fue a pasiones mil;

Mas el fulgor de su convicción,

Me despertó de tal condición.

De mis cadenas por don de gracia me libró;

Me levanté y caminé para seguirle en pos.

Esto no es sólo una descripción vívida de su experiencia, también es una buena afirmación teológica. Esto es exactamente lo que le sucede al incrédulo cuando se predica el evangelio. Pablo sabía eso, y lo usó como su garantía en el evangelismo.

La garantía de Pablo debe ser la nuestra también. No podemos confiar en nosotros mismos —en nuestros métodos, en nuestras técnicas o en nuestra organización. No hay magia en la técnica, aun cuando la técnica compagina con la teología de la Biblia. Cuando evangelizamos, nuestra confianza debe estar en Dios quien resucita a los muertos. Él es el único soberano y omnipotente que puede endulzar los corazones amargos de los hombres, y Él dará conversiones cuando le agrade darlas. Mientras tanto, nosotros debemos ser fieles en proclamar el evangelio y debemos estar seguros que nuestros esfuerzos nunca serán en balde. Es de esta manera que la soberanía de Dios afecta el evangelismo. ¿Cuáles son los efectos de esta confianza y certeza sobre nuestra actitud del evangelismo? Son por lo menos tres.

(a) Nos debe hacer audaces. Nos debe dar confianza que aunque la gente no acepte el evangelio la primera vez, seguiremos tratando y Dios hará fructuoso nuestro ministerio. Tal respuesta al evangelio no nos debe sorprender, pues ¿qué más podemos esperar de los esclavos de Satanás? Tampoco nos debe desanimar, pues no hay corazón tan duro que pueda resistir la gracia de Dios. Pablo era amargo enemigo del evangelio, pero Cristo puso Su mano sobre él y Pablo nació de nuevo. Usted mismo ha estado aprendiendo qué tan corrompido y perverso su corazón es. Y antes de que usted se convirtiera en cristiano, su corazón era aun peor. Pero Cristo le salvó, y eso debe ser lo suficiente para convencerle que Cristo puede salvar a cualquiera. Así que continúe presentando a Cristo a los incrédulos cada vez que tenga oportunidad. Ésta no es una tarea de bufones. Usted no está perdiendo su tiempo ni el de ellos. Usted nunca se debe avergonzarse del evangelio o disculparse en su presentación de ello. Usted debe ser audaz, libre, natural, espontáneo y exitoso. Pues Dios da una eficacia a Su Palabra que nosotros no podemos dar. Dios lleva Su Palabra a la victoria en los corazones más endurecidos y amargados. Nunca pensaríamos que nuestros esfuerzos son inútiles si creemos en la gracia soberana de Dios.

(b) Esta confianza nos debe dar paciencia. Dios salva a Su tiempo, y no debemos suponer que Él tiene la prisa que tenemos nosotros. Tenemos que recordar que somos hijos de nuestra época, y el espíritu de nuestros días es uno de prisa. Es un espíritu pragmático; un espíritu que exige resultados prontos. El ideal moderno es realizar más y más haciendo menos y menos. Es la época de los ahorros obreros, los cálculos de eficiencia y la automatización. La actitud que surge de este nuevo modo de pensar es una impaciencia tremenda frente a todo lo que exige tiempo y esfuerzo continuo. Nos enfadamos cuando tenemos que realizar una obra completamente. Este espíritu tiene consecuencias drásticas para nuestro evangelismo. Queremos ganar almas lo más pronto posible, y cuando no vemos resultados de inmediato, nos desanimamos y perdemos el interés en ellas, hasta que por fin abandonamos nuestros esfuerzos y ellas se quedan peores que antes. Pero esto es de lo más equivocado. Cuando hacemos esto fracasamos, tanto en nuestro amor al prójimo, como en nuestra fe en Dios.

La verdad es que el evangelismo exige más paciencia, afecto, amor y perseverancia que la mayoría de los cristianos de hoy en día tienen. Nunca se nos ha prometido resultados rápidos. El evangelismo es una tarea en la cual no se espera resultados rápidos. No podemos esperar resultados si no perseveramos con la gente. La idea de que un sólo sermón evangelístico o una serie de conversaciones basta en convertir a alguien es absurdo. Si alguien se convierte con un solo sermón, usualmente usted encontrará que alguien había obrado con él antes. En este caso lo que vemos es el dicho, “uno siembra y el otro cosecha.” Pero si usted se encuentra con alguien que no ha escuchado el evangelio, que no sabe la diferencia entre lo verdadero y lo falso, es inútil tratar de exigirle una decisión de inmediato. Quizá le podría llevar a una crisis psicológica, pero nunca se salvará. Lo que tenemos que hacer es tomar tiempo con él, formar una amistad, caminar junto con él y encontrar el nivel de su entendimiento espiritual. Entonces y sólo entonces podremos presentarle la verdad de Dios en amor. Hay que explicar el evangelio y asegurarse que él lo entienda y que está convencido de su verdad; luego podemos exigirle una respuesta. Hay que ayudarle a arrepentirse y creer hasta que él esté seguro que haya recibido a Cristo y que Cristo haya recibido a él. Debemos acompañarle en cada paso confiando que Dios está obrando en él. Y aunque el proceso sea muy lento, debemos recordar que Dios está obrando a su tiempo. La paciencia verifica el amor al prójimo y la fe en Dios. Si no queremos tener paciencia, no podemos esperar que Dios bendiga nuestros esfuerzos de ganar almas.

¿De dónde viene esta paciencia tan necesaria para la tarea evangelística? Proviene del conocimiento que Dios es soberano en Su gracia y que Su palabra nunca vuelve vacía. Él nos da las oportunidades que tenemos para compartir el evangelio y Él es capaz de iluminar y salvar a todos los oyentes de nuestros testimonios. Dios a veces nos prueba de esta manera. Dejó que Abraham esperara veinticinco años por el nacimiento de su hijo, así también nos deja a nosotros esperando las cosas que añoramos, como la conversión de amigos y familiares. Necesitamos paciencia si hemos de ayudar a otros llegar a la fe salvadora. Esta paciencia la podemos desarrollar si aprendemos a vivir en términos de la soberanía libre y misericordiosa de Dios.

(c) Finalmente, esta confianza nos debe conducir a la oración.

La oración, como habíamos dicho anteriormente, es una confesión de la impotencia y la necesidad, un reconocimiento del desamparo y la dependencia, una convocación al Dios todopoderoso para que Él haga lo que nosotros somos incapaces de hacer. En cuanto al evangelismo somos impotentes; dependemos totalmente de Dios, pues es sólo con un corazón nuevo que el hombre puede entender nuestras predicaciones y nacer de nuevo. Estos hechos nos deben conducir a la oración. Que nos conduzcan es el propósito de Dios. Dios quiere que, en este asunto como en otros, confesemos nuestra propia impotencia, que le digamos que es Él en quien confiamos y que le pedimos que glorifique a Sí mismo. Es muy común que Dios no bendiga a los siervos que no oran. “Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y guerreáis, y no tenéis lo que deseáis, porque no pedís.”; “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque cualquiera que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se abrirá.”147 Pero si no pedimos, no recibiremos. Ésta es la regla universal tanto en el evangelismo como en la vida. Dios nos obliga a orar antes de bendecir nuestra obra para que no olvidemos que es Él el que hace todo. Y cuando al fin veamos almas convertidas no seremos tentados a glorificar nuestros propios dones, talentos, conocimientos o persuasión, sino glorificaremos a Él y sólo a Él.

El conocimiento de la gracia soberana de Dios y la impotencia humana para ganar almas nos debe conducir a una oración incesante. ¿Qué debe ser el contenido de nuestras oraciones? Debemos orar por aquellos quienes pensamos ganar; debemos orar que el Espíritu Santo les abra el corazón; debemos orar por nuestro propio ministerio, y por todos los que predican el evangelio; debemos orar que el poder y la autoridad del Espíritu Santo sean con nosotros cuando predicamos. Pablo dice a los tesalonicenses, “Resta, hermanos, que oréis por nosotros, que la palabra de Dios corra y sea glorificada así como entre vosotros.” Pablo era un evangelista muy fructuoso, pero él sabía que cada partícula de su fruto venía directamente de Dios. También sabía que si Dios dejaba de obrar en él o en sus oyentes, no podría ganar ni siquiera un alma más. Por lo tanto, ruega por las oraciones de sus hermanos para que su ministerio siga siendo fructuoso. Oren, dice él, para que la Palabra del evangelio sea glorificada por medio de mis predicaciones y del efecto que tiene en las vidas del hombre. Oren para que sea usada para convertir a los pecadores. Pablo sabía que esta petición era una de urgencia, porque sabía que la predicación sin la misericordia soberana de Dios no puede salvar a nadie. Fíjense que Pablo no dice que como Dios es soberano la oración es inútil; al contrario, como la salvación de pecadores depende totalmente de Dios, la oración por la fecundidad del ministerio evangelístico es un elemento necesario. Y los cristianos en nuestros días que creen, como Pablo, en la soberanía total de Dios y que sólo esa soberanía puede salvar a los pecadores, deben atestiguar lo antedicho por medio de oraciones constantes, fieles y serias por la bendición de Dios en la predicación de Su Palabra, y que por medio de ella los pecadores podrán ser salvos. Ésta es la última implicación de la gracia soberana de Dios en el evangelismo.

Anteriormente, dijimos que la doctrina de la soberanía no disminuye los términos de nuestra comisión evangelística. Ahora podemos ver que, en vez de disminuirlos, los aumenta. Pues nos muestra las dos caras de la comisión evangelística. Es una comisión no sólo a predicar, sino también a orar; no sólo de hablar de Dios al hombre, sino también de hablar del hombre a Dios. La predicación y la oración van juntas; nuestro evangelismo no será correcto ni bendecido si estas dos no van juntas. Hemos de predicar porque sin conocimiento del evangelio ningún hombre será salvo. Hemos de orar porque sólo la soberanía del Espíritu Santo en nosotros y en los corazones del hombre puede dar eficacia a nuestra predicación, y Dios no manda a Su Espíritu donde no hay oración. Los evangélicos de hoy en día están reformando sus métodos de la predicación evangelística y no hay nada de malo en eso. Pero eso nunca dará fruto en nuestra obra evangelística si Dios no está reformando nuestras oraciones y derramando sobre nosotros un nuevo sentido de plegaria por el evangelismo. Sólo podemos salir adelante en el evangelismo cuando hemos aprendido de nuevo a proclamar a nuestro Señor y Su evangelio en público y en privado, en la predicación y en la conversación, con audacia, paciencia, poder, autoridad y amor. También tenemos que aprender de nuevo la necesidad de la oración humilde e importuna por la bendición de nuestra obra. Cuando se haya dicho todo lo que se puede decir acerca de los métodos evangelísticos, la única manera de avanzar sigue siendo ésta. Si no hallamos este camino, seguiremos perdidos. Es tan fácil —y difícil— como eso.

Ya la rueda de nuestro argumento ha dado la vuelta entera. Comenzamos sugiriendo que la práctica de la oración es una prueba positiva de la soberanía de Dios. Y terminamos sugiriendo que la fe en la soberanía de Dios es el motivo de nuestras oraciones.

Ahora cuando alguien nos sugiere que la fe en la soberanía de Dios contradice el evangelismo, podemos decirle que él no ha entendido el significado de la soberanía divina. La soberanía de Dios no es sólo la base del evangelismo, sino es también el sostén del evangelista, pues da la esperanza del éxito que de otra manera sería imposible; nos enseña que la oración y la predicación son inseparables; nos da audacia y confianza frente al hombre, y humildad y súplica frente a Dios. ¿No debe ser así? No diríamos que el hombre no puede evangelizar sin esta doctrina, pero sí sugerimos que creyéndola podrá evangelizar mejor.

 Packer, J. I. (2008). El Evangelismo y la Soberanía de Dios. (G. A. Martínez, Trad.) (pp. 91–123). Graham, NC: Publicaciones Faro de Gracia.

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El evangelismo

Alimentemos El Alma

Serie: El Evangelismo Y La Soberanía De Dios

J.I. Packer

Capítulo III

El evangelismo

Ahora pretendemos poner de manifiesto respuestas bíblicas a las siguientes cuatro preguntas acerca de la responsabilidad evangelística del cristiano. ¿Qué es el evangelismo? ¿Cuál es el mensaje evangelístico? ¿Cuál es el motivo del evangelismo? ¿Cuáles son los métodos y medios del evangelismo?

I. ¿Qué Es El Evangelismo?

Se supone que los cristianos evangélicos ya saben lo que significa esta palabra. Tomando en cuenta la importancia que tiene el evangelismo para los evangélicos, además, pensaríamos que todos están de acuerdo en cuanto a su significado. Pero, lamentablemente, hoy en día la mayoría de la confusión en los debates sobre el evangelismo nace por falta de acuerdo en este mismo punto. La raíz de la confusión es simple, y en una simple oración la podemos capturar en todas sus expresiones. El problema es que nosotros tenemos el hábito persistente de definir el evangelismo en términos de números, de probabilidades, de estadísticas, en fin, definimos a la obra en términos de resultados observables, en vez de definirla de acuerdo al mensaje que predicamos.

Si queremos una muestra de esta actitud, sólo tenemos que leer la definición que el comité del arzobispo le otorgó en 1918. “Evangelizar es presentar al Señor Jesucristo de tal manera en el poder del Espíritu Santo, que todos los hombres puedan poner su fe en Dios por medio de Él, lo acepten como su Salvador y le sirvan como su Rey en la comunión de Su Iglesia.

Ahora bien, esta definición es precisa en cierto sentido. Afirma el propósito del empeño evangelístico y con su afirmación sucinta descarta muchas ideas falsas. Para empezar, dice que el evangelizar consiste en proclamar un mensaje específico. De acuerdo a esta definición, no podemos decir que la enseñanza de la existencia de Dios o de la ley moral es evangelismo, pues evangelizar es presentar al Señor Jesucristo, es presentar al Hijo de Dios quien vino a la tierra para liberar al hombre de sus pecados. De acuerdo a esta definición, enseñar las verdades históricas de Jesús o aun de su obra redentora no es evangelismo. Tenemos que presentar a Jesucristo mismo, el Salvador viviente y el Señor reinante. Presentar la vida de Jesús sin mencionar Su obra redentora no es evangelismo. Debemos presentar a Jesús como Cristo, el siervo ungido por Dios, cumpliendo Sus deberes de Rey y Sacerdote. “El hombre Jesucristo de Nazaret” debe ser presentado como el “único mediador entre Dios y el hombre” quien “sufrió por nuestros pecados… para que pudiéramos estar con Dios”18; como el único en y por medio de quien los hombres pueden confiar en Dios, pues Él mismo dijo: “Yo soy el camino, y la verdad y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí.” Se ha proclamado que Él es el Salvador, el que “vino a la tierra a salvar los pecadores” y “nos redimió de la maldición de la ley”21 —“Jesucristo quien nos libra de la ira venidera.” Lo hemos de proclamar como Rey: “pues a este fin murió Cristo, y vivió de nuevo, para ser el Señor de los vivos y los muertos.” Donde este mensaje no se proclama, no hay evangelismo.

La definición anterior también dice que el evangelismo significa proclamar un mensaje con una aplicación específica. De acuerdo a la definición, entonces, presentar a Cristo como el objeto de un estudio crítico y comparativo no es evangelismo. El evangelismo es presentar la persona y la obra de Jesucristo en relación con las necesidades del hombre caído, enfatizando que aquel que no tiene a Dios como su Padre lo tiene como su Juez. Evangelizar quiere decir que Jesús, en este mundo o en el otro, ha de ser presentado como la única esperanza del hombre pecaminoso. Es una exhortación al pecador para que acepte a Jesús como su Salvador y para que reconozca que sin Él está completa e irremediablemente perdido. Esto no es todo. El evangelismo es también el llamado al hombre para recibir a Cristo en cada una de sus múltiples expresiones —de Salvador y de Señor— y para servirle como su Rey en la comunión de su Iglesia. Es el compromiso de adorarlo con otros, de atestiguar su grandeza y de hacer Su voluntad aquí en la tierra. O sea, el evangelismo es el llamado a los pecadores para que volteen sus rostros a Cristo y es también el llamado para que aprendan a confiar en Él; es liberación, no sólo en recibir al Salvador, sino también en el arrepentimiento de los pecados. Donde no hay referencia a la práctica específica del mensaje, no hay evangelismo.

La definición bajo nuestra consideración afirma estos puntos de una manera sucinta y eficaz. Sin embargo, la definición es errónea en un punto fundamental: coloca una cláusula consecutiva donde debería colocar una cláusula final. Si hubiera dicho, “evangelizar es presentar a Jesucristo al hombre pecador para que por medio del Espíritu Santo los hombres vengan…” no podríamos hallarle error. Pero no dice eso, y lo que sí dice es muy distinto. “Evangelizar es presentar al Señor Jesucristo de tal manera en el poder del Espíritu Santo, que todos los hombres puedan poner su fe en Dios por medio de Él, lo acepten como su Salvador y le sirvan como su Rey en comunión de Su Iglesia.” Define el evangelismo en términos del efecto producido en las vidas de otros, o sea el fin del evangelismo es producir creyentes.

Esto no puede ser cierto, pues acabamos de probar su falsedad con las Escrituras. El evangelismo es el afán del hombre, pero llevar los hombres del pecado a la fe es la obra de Dios. A pesar de los deseos del evangelista, es decir, el ver resultados en su ministerio, no podemos medir la cantidad ni la calidad de evangelismo que se ha hecho por sus resultados. Han habido misioneros en el medio oriente que obraron por años entre los musulmanes y no vieron ni un sólo creyente. ¿Podríamos decir que ellos no supieron evangelizar? Ha habido también creyentes evangélicos que decidieron aceptar a Cristo después de oír predicadores que no eran evangélicos y mucho menos bíblicos. ¿Podríamos, entonces, decir que estos predicadores sí supieron evangelizar? La respuesta en ambos casos es no. Los resultados de la predicación no dependen de la astucia y las intenciones del hombre, sino dependen de la voluntad del Dios todopoderoso. Esto no quiere decir que no debemos buscar fruto en nuestra obra evangelística, sino que cuando no vemos fruto debemos arrodillarnos y buscar la razón con Dios. Sencillamente no podemos definir el evangelismo en términos de sus resultados.

¿Cómo podemos definir el evangelismo? La respuesta del Nuevo Testamento es muy simple: el evangelismo es predicar el evangelio. Es una obra de comunicación en la cual el creyente pregona las Buenas Nuevas que nuestro Padre misericordioso nos enseñó. Cualquier persona que anuncia el evangelio, ya sea en una reunión grande o en una pequeña, desde el púlpito, desde la esquina o desde la cocina, está evangelizando. El clímax del mensaje es que el Creador haya llamado a los pecadores a poner su fe en el Salvador Cristo Jesús para que puedan tener vida eterna. Así que al proclamar el evangelio hay que ofrecer la salvación, y aquel que no quiere traer creyentes a los pies de Cristo, no está evangelizando. Pero la medida del evangelismo nunca debe ser su resultado, sino debe ser la fidelidad con que se predica la Palabra.

El Nuevo Testamento nos da una visión precisa y exacta del evangelismo cuando nos presenta al apóstol Pablo y, específicamente, el relato de la naturaleza de su propio ministerio evangelístico. Esta visión la podemos resumir en tres puntos.

1. Pablo evangelizó como representante comisionado por Jesucristo. El evangelismo le fue específicamente encomendado; “Cristo me mandó… para predicar el evangelio.” Ahora ¿cómo se auto-examinó con respecto a esta comisión? En primer lugar, pensó que su oficio era el de servidor de Jesús. “Que todo hombre nos considere como servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios.” “Por lo cual, si lo hago de buen grado, tendré recompensa; pero si de mala gana, es una mayordomía la que me ha sido encomendada.”26 Pablo se vio como un esclavo en una posición de alta confianza, así como se veía el mayordomo en un hogar durante los tiempos del Nuevo Testamento. Él había sido “aprobado por Dios para que se nos confiase el evangelio…” Él tenía que cuidar esa confianza como un mayordomo cuida la suya.28 Pablo cuida la verdad preciosa que se le ha otorgado, asegurándose de que se distribuya la misma de acuerdo a los mandatos de su Señor, y le aconseja a Timoteo que haga lo mismo. Como esta mayordomía le fue encomendada, él supo que “si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me siento constreñido a hacerlo; y ¡ay de mí si no anuncio el evangelio!” La imagen del mayordomo hace sobresalir la responsabilidad evangelística en la vida de Pablo.

Pablo también se vio como el pregonero de Cristo. Cuando se describe “puesto como predicador y apóstol (digo verdad en Cristo, no miento), y maestro de los gentiles en fe y verdad,” El sustantivo que usa es keryx que significa pregonero, o sea alguien que anuncia noticias para otra persona. Y cuando dice “predicamos el Cristo crucificado” usa el verbo kerysso que denota la obra del pregonero, es decir, de ir a todas partes y proclamar el mensaje que le fue encomendado. Cuando Pablo habla de “mi predicación” o “nuestra predicación” y afirma que aun después de que la sabiduría del mundo haya dejado al hombre ignorante de Dios “agradó a Dios salvar a los creyentes mediante la locura de la predicación,” El sustantivo que usa es kerygma que no quiere decir la actividad de anunciar, sino el anuncio, la proclamación o el mensaje en sí. En su propia estimación, Pablo no era un gran filósofo, no era moralista ni era un sabio, sólo era un pregonero de Cristo. Su amo real le había dado un mensaje para proclamar; y empleó, por consiguiente, todas sus fuerzas en proclamar ese mensaje con fidelidad meticulosa y laboriosa; no añadiendo ni quitando ni alterando. Su encomienda fue proclamar el evangelio tal como es; no como se proclaman las ideas nuevas del hombre —disfrazándolas, embelleciéndolas, y poniéndolas de moda. Tenía que proclamar el evangelio como mensaje de Dios, en el nombre y bajo la autoridad de Cristo, y así, dejar que el Espíritu mismo de Cristo Jesús lo ratificara en los corazones de todos sus oyentes. Pablo dice, “Y yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui anunciándoos el testimonio de Dios con excelencia de palabras o sabiduría. Pues resolví no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado. Y yo me presenté ante vosotros con debilidad, y con temor y mucho temblor; y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.” La imagen del pregonero hace resplandecer la autenticidad del evangelio que Pablo proclamó.

En tercer lugar, Pablo se consideraba embajador de Cristo. Y ¿qué es un embajador? Un embajador es el representante de un soberano. El embajador habla, no por sí mismo, sino en lugar del gobernante quien lo ha comisionado; su responsabilidad y su deber es el de comunicar las ideas de su patrón con eficacia, exactitud y fidelidad. Pablo utiliza esta imagen dos veces en relación al evangelismo. Desde la cárcel Pablo escribió, “[oren] por mí, a fin de que al abrir mi boca me sea dada palabra para dar a conocer con denuedo el misterio del evangelio, por el cual soy embajador en cadenas; que con denuedo hable de Él, como debo hablar.” Y de nuevo exclamó, “Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios exhortase por medio de nosotros la palabra de reconciliación.” Esto lo afirmó Pablo porque sabía que el mensaje proclamado, los hechos y las promesas del evangelio, y el poder redentor de la muerte de Jesús en el Calvario, era el mensaje de Cristo. La imagen del embajador hace resplandecer la autoridad que tenía Pablo para representar al Señor Cristo Jesús.

En su obra evangelística, Pablo actuó como esclavo y mayordomo, como divulgador y pregonero, como representante y embajador del Señor Jesús. Así que fue valiente, autoritario y firme, frente a la burla y la indiferencia, y rehusó las posibilidades de modificar o alterar el evangelio frente a las demandas circunstanciales. Estas dos actitudes gozaban de una liga íntima, pues Pablo se consideró representante fiel de Cristo sólo cuando proclamaba el mensaje puro e inalterado de Dios. Pablo fue encomendado por Cristo a declarar su mensaje, y por lo tanto, habló con autoridad y con el derecho de que la gente le oyera.

Pero la comisión de proclamar el evangelio y hacer discípulos no fue sólo para los Apóstoles de ayer ni es sólo para los predicadores de hoy, sino que fue y es para toda la Iglesia: todo el cuerpo glorioso de nuestro Señor y Salvador Cristo Jesús. Como la comisión se extiende a toda la comunión de los santos, es decir, a toda la Iglesia, se extiende también a cada individuo que se considera parte de dicha comunión. Todos los cristianos deben hacer como hicieron los filipenses. “…seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación tortuosa y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo; manteniendo en alto la palabra de vida…” Todo cristiano está comisionado por Dios para proclamar el evangelio. Y cualquier cristiano que lo proclame, debe hacerlo como embajador y representante de Cristo, observando el mandato de proclamar un evangelio puro y exacto. Tal es, entonces, la autoridad y la responsabilidad de la Iglesia en cuanto al evangelismo.

2. El segundo punto de la manera en que Pablo entendía su propio ministerio está ligado al primero. Su tarea principal era enseñar la verdad del Señor Cristo Jesús

Como embajador, pues, tenía que presentar el evangelio. Él dijo, “Cristo me mandó” —¿para qué?— “para predicar el evangelio.” La palabra griega que usa aquí es evangelizomai que quiere decir publicar el evangelion, o sea “las Buenas Nuevas.” De eso consistía el evangelio que predicaba Pablo. Buenas nuevas habían llegado al mundo; buenas nuevas de Dios. Fue algo que nadie esperaba pero que todos necesitaban (y todavía necesitan). ¿Qué son las buenas nuevas? ¿Qué quiere decir “la palabra de Dios” en el Nuevo Testamento? ¿Cuál es la “verdad” de la que nos habla Pablo? Es la revelación final de lo que ha hecho el Creador para salvar a los pecadores. Es el desarrollo completo de los acontecimientos espirituales en el mundo apóstata de Dios.

Y ¿qué eran estas buenas nuevas que predicaba Pablo? Eran las noticias acerca de Jesús de Nazaret. Era el acontecimiento de la encarnación, la expiación y el reino —la cuna, la cruz y la corona— del Hijo de Dios. Era la historia de cómo Dios “glorificó a Su siervo Jesús” haciéndolo el Cristo, el “Príncipe… y Salvador”42 que por tanto tiempo el mundo había esperado. Era el relato de cómo Dios había encarnado a Su Hijo y de cómo lo había hecho Rey, Profeta y Sacerdote. El relato de cómo en Su oficio de sacerdote se sacrificó por los pecados del hombre; en Su oficio de profeta dio la Ley a Su pueblo; y en Su oficio de rey tomó la posición de juez que en el Antiguo Testamento pertenecía exclusivamente a Jehová. En breve, las buenas nuevas fueron estas: que Dios llevó a cabo Su plan eterno de glorificar a su Hijo exaltándolo como el gran Salvador de los pecadores.

Estas son las buenas nuevas que fueron encomendadas a Pablo para que las predicara. Era un mensaje que exigía la enseñanza; pues antes de vivirlo hay que aprenderlo y antes de aprenderlo hay que entenderlo. Así que Pablo el predicador era también Pablo el maestro. Él mismo admite esto cuando dice: “…ahora ha sido manifestada mediante la aparición de nuestro Salvador Jesucristo, el cual abolió la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por medio del evangelio, para el cual yo fui puesto como predicador, apóstol y maestro de los gentiles.”

Nos dice que el fundamento de la predicación evangelística es la enseñanza; habla de “Cristo… a quien predicamos… enseñando a todo hombre en sabiduría.” En ambos textos, Pablo explica lo que quiere decir con la palabra “predicar” señalando su sinónimo “enseñar.” Es decir, el predicador cumple con su ministerio enseñando el evangelio. Enseñar el evangelio es su primera responsabilidad; debe reducirlo a sus unidades más esenciales, analizando cada punto con cuidado, definiéndolo en términos sucintos, contrastando sus interpretaciones positivas y negativas, perfilando todo el mensaje de una manera nítida, y asegurándose que todos sus oyentes le comprenden.

Cuando Pablo predicaba —ya sea en la calle o en la sinagoga, a judíos o a gentiles, a un sólo hombre o a una multitud— lo que hacía fue enseñar. Lucas describe la enseñanza de Pablo como “disputó” o “razonó,” “enseñó” o “persuadió.” Pablo dice que su ministerio a los gentiles es dar una serie de instrucciones: “A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo, y de aclarar a todos cuál sea la administración del misterio escondido desde los siglos en Dios…” Sin duda, entonces, el deber principal de Pablo fue comunicar sus conocimientos, es decir, trasplantar la verdad del evangelio de su mismo raciocinio a los raciocinios de los demás. La enseñanza para él fue el ingrediente básico del ministerio evangelístico, por lo tanto, la única manera de evangelizar es enseñar.

3. La meta de Pablo era convertir a sus oyentes en seguidores de Cristo

La palabra “convertir” es una traducción de la palabra griega epistrepho, que significa “volver.” Nosotros pensamos que la conversión es obra de Dios y en cierto sentido lo es, pero la palabra epistrepho ocurre tres veces en el Nuevo Testamento en forma de verbo transitivo donde el sujeto no es Dios sino un predicador. El ángel dijo de Juan el Bautista: “y a muchos de los hijos de Israel les hará volver al Señor su Dios.” Santiago dice: “Hermanos, si alguno de entre vosotros se ha extraviado de la verdad, y alguien le hace volver, sepa que el que haga volver al pecador del error de su camino, salvará de muerte un alma, y cubrirá una multitud de pecados.” Y Pablo le relata a Agripa cómo lo mandó Cristo: “librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío, para que abras sus ojos a fin de que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios…” Estos pasajes dan a entender que la obra de convertir a otros la efectúa el Pueblo de Dios por medio de un llamamiento al arrepentimiento y a la fe.

Cuando las Escrituras indican esto, no están negando el hecho de que Dios, efectivamente, convierte y salva a sus escogidos. Lo que sí dicen estos pasajes es que la meta de un cristiano debe ser el de ganar almas para Cristo. El predicador debe obrar para convertir a sus oyentes, asimismo, la esposa debe obrar para convertir a su esposo incrédulo. Los cristianos son enviados al mundo para convertir y, como representantes de Cristo, no se deben satisfacer haciendo menos. El evangelismo, pues, es más que enseñar y dar información a la mente. Es mucho más. Evangelizar es buscar la reacción a las verdades enseñadas; evangelizar es comunicar a fin de convertir, es invitar a la vida eterna, es ganar a nuestro compañero. Nuestro Señor lo compara con la obra de un pescador.

Usemos de nuevo a Pablo como el modelo. Él no sólo fue encomendado para enseñar las verdades del evangelio, sino también para hacer a sus oyentes voltear sus rostros a Cristo exhortándolos y aplicando esas verdades a sus vidas cotidianas. Su meta, entonces, no fue sólo el de proclamar el evangelio, sino también fue de convertir a los pecadores: “para que yo pueda salvar algunos.” Así que su predicación abarcaba no sólo la enseñanza, sino que también involucraba la súplica. Su responsabilidad no era sólo hacia al evangelio que predicaba y preservaba, sino que era también una responsabilidad hacia todos los necesitados que le escuchaban y que, en ausencia de ese mensaje, ciertamente perecerían.55 Como apóstol de Cristo, Pablo fue mucho más que maestro de la verdad, fue un Pastor de almas enviado al mundo para amar a los pecadores, no para condenarlos. Primero era un cristiano y luego era un apóstol, y como cristiano tenía que amar a su prójimo. Esto significa que en cada situación buscaba primero el bien de los otros y luego su propio bien. Su orden de convertir a gentiles y fundar iglesias era sólo la forma que Cristo había determinado para que amara a su prójimo. Así que su predicación nunca podía ser presumida, arrogante o mal dada, y nunca podía justificar sus injurias contra su prójimo con su lealtad a la verdad. Si se hubiera conducido de tal manera, no hubiera sido buen cristiano y mucho menos buen predicador. Pablo tenía que presentar la verdad en el espíritu de amor; la tenía que presentar como una expresión y un cumplimiento de su deseo de salvar a sus oyentes. Su actitud fue simplemente ésta: “…porque no busco lo vuestro, sino a vosotros, pues no están obligados los hijos a atesorar para los padres, sino los padres para los hijos. Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me desgastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos.”

Todo nuestro evangelismo debe ser realizado en este mismo espíritu. Amando a nuestro prójimo implica y demanda que evangelicemos. Y el mandamiento que nos obliga a evangelizar es sólo una consecuencia lógica y práctica del segundo de los grandes mandamientos: que amemos a nuestro prójimo.

El amor hizo que Pablo evangelizara con cariño, ternura y afecto. “Sino que fuimos amables entre vosotros, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos. Tan grande es vuestro afecto por vosotros, que hubiéramos querido entregaros no sólo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas; porque habéis llegado a sernos muy queridos.” Así también el amor le hizo comprensible y abierto a las circunstancias y situaciones de sus oyentes, aunque, claro está, repetidamente se negó a cambiar el evangelio para agradar al hombre.58 Sin embargo, Pablo tomaba mucho cuidado en no ofender a sus oyentes y en no crear barreras insignificantes entre ellos y el evangelio. “Por lo cual, siendo libres de todos, me he hecho siervo de todos para ganar al mayor número. Me he hecho a los judíos como judío, para ganar a los judíos; a los que están bajo la ley (aunque yo no esté bajo la ley), como si estuviese bajo la ley, para ganar a los que están bajo la ley; a los que están sin ley, como yo estuviera sin ley (no estando yo sin ley de Dios, sino dentro de la ley de Cristo), para ganar a los que están sin ley. Me he hecho como débil a los débiles, para ganar a los débiles; a todos me he hecho todo, para que de todos modos salve a algunos.” Pablo quiso salvar a los hombres; y como los quiso salvar, no estaba satisfecho en simplemente darles la verdad, sino que siempre trató de buscarlos en el lugar donde estaban, desviándose de su propio camino para atravesar otro sendero con ellos, para pensar como ellos pensaban, y para hablares en términos que ellos pudieran entender. Pero el evangelismo paulino se caracteriza más bien por lo que no hizo que por lo que hizo, es decir, Pablo siempre evitó presentar las cosas que podían provocar recelo contra el evangelio y aún más, supo relacionarse con la gente porque nunca perdió contacto con el hombre ordinario que él antes fue. Su meta siempre fue de ganar almas convirtiendo a su prójimo a la fe en Cristo.

Así es el evangelismo según Pablo: salir al mundo en amor como representante de Cristo para enseñar la verdad del evangelio a los pecadores con el deseo de convertirlos. El evangelismo, pues, sólo ocurre en este espíritu, con esta meta y con este mensaje. La manera en que evangelizamos no importa, si lo hacemos según el recién mencionado criterio.

Vimos anteriormente que una definición muy amplia del evangelismo conduce al error; específicamente, refutamos la idea de que la responsabilidad de producir creyentes corresponde a nosotros. Ahora debemos señalar que una definición demasiada estrecha del evangelismo también conduce al error. Por ejemplo, podemos definir el evangelismo en términos institucionales. El evangelismo se realiza en una reunión informal. En esta reunión se presentan testimonios, se cantan coritos y se espera una muestra visible de la conversión de las personas, ya sea levantando la mano, poniéndose de pie, pasando al frente, etc. Las siguientes objeciones rechazan esta noción.

1. En primer lugar, hay muchas formas de presentar el evangelio a los inconversos y el método de reuniones evangelísticas es sólo una de ellas. Otra forma sería el evangelismo personal por la cual Andrés ganó a Pedro, Felipe a Natanael, y Pablo a Onésimo. También hay reuniones pequeñas en los hogares y grupos de estudio bíblico. Pero la forma más importante del evangelismo es el culto que se lleva a cabo domingo tras domingo en cantidades de iglesias locales. Y si la predicación en esas iglesias es bíblica, entonces, allí hay evangelismo genuino. Es un error pensar que sermones evangelísticos son distintos a otros sermones, pues no tienen nada especial; sermones evangelísticos son nada menos que sermones bíblicos. Si alguno predica la Palabra de Dios, no puede evitar que la predicación sea evangelística. Los buenos sermones sirven para exponer lo que dice la Biblia, pero lo que dice la Biblia es el consejo de Dios acerca de la salvación del hombre; cada palabra y cada tema en la Biblia se refieren de una manera u otra a Cristo. Pero no se puede presentar a Cristo como lo hace la Biblia, como la única respuesta que da Dios en cuanto a la relación de los pecadores con Él, sin evangelizar. Roberto Bolton dice: “El Señor Jesucristo es presentado gratuitamente y sin excepción alguna cada Sabath (domingo) y en cada sermón, ya sea directamente en términos claros o por lo menos indirectamente en términos implícitos.” Así que donde hay la predicación de la Biblia, inevitablemente hay evangelismo. Es más, la iglesia o el ministerio que no se caracteriza con la generalización de Bolton tiene problemas muy graves. Si las “reuniones” y los “sermones evangelísticos” en nuestras iglesias son algo fuera de lo común, si el evangelismo no se ve todos los domingos en cada sermón predicado y en cada himno cantado, si todo esto no sucede, nuestros cultos de adoración no son dignos de tal nombre. Entonces, si creemos que el evangelismo abarca sólo aquellas horas en que hacemos reuniones (o como se llaman popularmente hoy en día “avivamientos” o “unciones”), no hemos entendido el propósito de nuestros cultos semanales.

2. Imagínese una iglesia local o una comunidad de cristianos quienes se dedican enteramente a los otros métodos de evangelismo, es decir, evangelismo personal, reuniones en hogares y la predicación del evangelio cada domingo, pero nunca se les ha ocurrido tener o unirse a una reunión evangelística como la que estamos examinando. Si definiéramos el evangelismo en base a tales reuniones, tendríamos que concluir que nuestra iglesia o comunidad de fe no está evangelizando, porque las rechazó. Pero eso sería como si dijera que uno no puede considerarse inglés si no vive en Frinton-on-Sea. ¿Cómo se puede condenar a alguien por no hacer algo que no se indica en la Biblia? Y como esto no se indica en el Nuevo Testamento, ¿podemos concluir que en el Nuevo Testamento tampoco había evangelismo?

3. Una reunión o un culto no es evangelístico sólo por el hecho de que haya testimonios, coritos y una invitación abierta y visible que exige una respuesta pública. Para saber si una reunión es evangelística no debemos averiguar si hay una invitación que exige respuesta, sino debemos asegurarnos de que se esté enseñando la verdad. Si el evangelio no se enseña, las respuestas exigidas valen poco, pues al oír el evangelio puro y completo, el dar una respuesta sincera es menester.

Estos detalles no los afirmamos para afilar nuestra hacha polémica, sino que lo hacemos para abrir la puerta al pensamiento claro y conciso sobre estos asuntos. No nos estamos burlando ni juzgando por inútil a las reuniones evangelísticas y las campañas de avivamiento. No estamos insinuando que estas campañas no abren los ojos de miles de personas rodeadas por el paganismo. Pero lo que sí estamos diciendo es que hay otros métodos eficaces del evangelismo. El hecho de que Dios haya usado estas reuniones en el pasado, hace que éstas se perciban como el método normal, necesario y único para el evangelismo en el presente y en el porvenir. Éste no es el caso. Efectivamente, hay evangelismo donde no hay reuniones y campañas. Estas no son esenciales a la práctica del evangelismo. Dónde y cómo no importa; cuando se comunica el evangelio con el deseo de una conversión, hay evangelismo. El evangelismo no se debe definir en términos institucionales —es decir, el dónde y el cómo— sino en términos teológicos —en lo que se enseña y para qué.

¿Cuál es el criterio para evaluar métodos de evangelismo? ¿Cuál es, exactamente, la responsabilidad del cristiano en cuanto al evangelismo? Estas preguntas las contestaremos más adelante.

II. ¿Qué Es El Mensaje Evangelístico?

En breve, el mensaje evangelístico es el evangelio de Cristo y su crucifixión; el mensaje del pecado del hombre y de la gracia de Dios, de la culpabilidad humana y del perdón divino, del nuevo nacimiento y de la vida nueva por medio del regalo del Espíritu Santo. Es un mensaje compuesto de cuatro ingredientes básicos.

1. El evangelio es un mensaje acerca de Dios. Nos dice quien es, Su carácter, Su Ley, Sus mandatos para con nosotros, Sus criaturas. Nos revela que le debemos aún nuestra propia existencia; que por bien o por mal siempre estamos en Sus manos y al alcance de Sus ojos; que nos hizo para que le glorificáramos y para que le sirviéramos, para que hiciéramos resplandecer Su alabanza y para que viviéramos por Su gloria. Estas verdades son la base de la religión teísta, y si no se entienden desde un principio, el evangelio es insignificante e incomprensible. El drama cristiano empieza aquí; empieza cuando uno reconoce su dependencia total, completa y perpetua en su Creador.

En este punto también podemos aprender de Pablo. Cuando él predicaba a los judíos en Antioquía de Pisidia no mencionó el hecho de que el hombre es criatura de Dios; esto ya lo sabían, pues estaba predicando a una audiencia de creyentes en el Antiguo Testamento. De entrada comenzó hablándoles de Cristo y les mostró cómo Jesús cumplió las profecías del Antiguo Testamento. Pero cuando predicaba a los gentiles, los cuales no sabían nada del Antiguo Testamento, Pablo comenzaba en el principio. Este principio para él fue establecer la doctrina que Dios es el Creador de los cielos y de la tierra, y el hombre es hechura suya. Así que cuando los atenienses le pidieron que explicara lo que significaba el mensaje de Cristo y de la resurrección, él comenzó hablándoles de Dios el Creador y del propósito de Su creación. “El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es servido por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues Él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas. Y de una misma sangre ha hecho toda nación de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de las estaciones, y las fronteras de sus lugares de residencia; para que busquen a Dios…” Esto no fue, como algunas han dicho, una apologética filosófica, lo cual denunció después, sino que fue la primera lección de la fe teísta. El evangelio comienza con el principio axiomático de que nosotros, como criaturas, dependemos absolutamente de Dios, y que Él, como Creador, puede hacer con nosotros lo que a Él le agrada. Si no entendemos esto, no podemos entender lo que es el pecado, y si no entendemos lo que es el pecado no podemos entender por qué necesitamos la salvación. Debemos pensar en Dios como creador antes de que podamos pensar en Él como Redentor. No se gana nada hablando del pecado y de la salvación, si primero no se asimila esta verdad fundamental.

2. El evangelio es un mensaje acerca del pecado. Nos dice cómo hemos fracasado ante la Ley de Dios, cómo somos culpables, sucios, depravados y desvalidos en el pecado, y cómo ahora estamos bajo la ira de Dios. Nos dice porqué somos pecadores por nuestra propia naturaleza y que somos incapaces de reconciliarnos con Dios. Nos muestra nuestro reflejo en los ojos de Dios. Nos lleva a la auto-desesperación. Éste es un paso necesario, pues hasta que deseemos reconciliarnos con Dios y nos demos cuenta de que por nuestras propias fuerzas es imposible, no necesitamos a Cristo. Tenemos que tomar una precaución aquí. En las vidas de todos hay cosas que causan pena, insatisfacción y dolor. Todos tenemos una mala conciencia por algún acontecimiento de antaño; tenemos, quizá, una meta que nunca alcanzamos o hemos desilusionado a otros por no cumplir con sus deseos. El peligro es que en nuestro evangelismo a veces estamos satisfechos en evocar estos sentimientos y hacer que la gente se sienta incómoda con ellos. Entonces les convencemos que es Cristo quien nos salva de nosotros mismos, pero nunca mencionamos el asunto de nuestra relación con Dios. No podemos olvidar esto: es el eje central de nuestro discurso sobre el pecado. En la Biblia, aun la idea del pecado es ofensiva contra Dios, y crea una ruptura en la relación del hombre con Él. Si no miramos nuestra desdicha a luz de la Ley y la santidad de Dios, no podemos saber lo que es el pecado. El pecado no es un concepto social, es un concepto teológico. Aunque el hombre peca, y muchos de sus pecados son en contra de la sociedad, no se puede definir el pecado en términos del hombre ni de la sociedad. Para saber lo que realmente es el pecado, hay que mirarlo como lo mira Dios, y hay que medirlo, no por la medida humana sino por la regla de la Ley y la santidad de Dios.

Lo que tenemos que entender es que la mala conciencia del hombre no es lo mismo que el reconocimiento del pecado. Entonces, no podemos decir que uno reconoce sus pecados cuando siente la angustia de su propia debilidad y desdicha. Sentirse desesperado consigo mismo no es lo mismo que reconocer sus pecados. Tampoco es redención cuando acudimos al Señor Jesucristo sólo para consolarnos a nosotros mismos en Él o para redescubrir el gozo y la autoestima. No estamos predicando el evangelio si presentamos a Cristo exclusivamente en términos de los deseos del hombre. (¿Está usted feliz? ¿Está usted satisfecho? ¿Le gustaría tener paz y quietud en su vida? ¿Ha fracasado usted? ¿Está fastidiado consigo mismo? ¿Desea usted un amigo?) Este método de evangelismo implica que Cristo es una hada madrina o un súper-psiquiatra. No, nuestro mensaje es mucho más profundo que eso. Predicar sobre los pecados no es usar la desdicha de otros a nuestro favor (como lo hacen los lava-cerebros), sino es medir la conducta de acuerdo a Ley de Dios. Reconocer que somos pecadores no quiere decir que uno se sienta mal, sino que uno se dé cuenta de que ha ofendido a Dios, que se ha burlado de Él, que se ha ido en contra de Él y que ahora necesita reconciliarse. Predicar el evangelio es presentar a Cristo como la única manera en que uno puede llegar a Dios. La fe en Cristo es depender totalmente de Él para que nos reconcilie y nos lleve nuevamente a la comunión con Dios.

Claro está, no negamos que el Cristo verdadero y bíblico, el que nos ofrece reconciliación con Dios, da gozo, paz, fuerza moral y el privilegio de Su amistad a aquellos que creen en Él. Pero el Cristo que se ofrece sólo para elevar la autoestima y para ayudar a reconciliarnos con nosotros mismos es un Cristo mal representado, mal concebido e imaginario. Si nosotros hemos de presentar a un Cristo imaginario, no podemos esperar que la gente sea salva. Debemos, por lo tanto, tener mucho cuidado en no confundir la mala conciencia natural con el reconocimiento auténtico del pecado. Si no le decimos al hombre la condición en que está, es decir, aislado de Dios y condenado por Él, nunca podremos hacerles reconocer que su necesidad más básica es restaurar su relación con su Creador y su Dios.

¿Cómo podemos distinguir entre el reconocimiento auténtico del pecado y la mala conciencia natural? Hay tres señales que indican la diferencia.

(a) Reconocimiento del pecado es saber que uno está mal con Dios; no sólo consigo mismo o con su conciencia pero con su Creador y con Su mismo sostén. El reconocimiento no es simplemente un sentimiento general de carencia, sino es una necesidad en particular, es decir, la restauración y reconciliación para con Dios. Es saber que el hombre está en una condición horrible que sólo produce el rechazo, la retribución, la ira, el dolor y la angustia en el presente y en el porvenir. Es también el querer con todas las fuerzas salir de esa condición. El reconocimiento del pecado puede enfocarse en la culpabilidad delante de Dios, la suciedad y el aislamiento ante Él, pero siempre es la necesidad de reconciliarse, no con uno mismo, sino con Dios.

(b) Reconocimiento del pecado siempre incluye un reconocimiento de pecados; un sentimiento de culpabilidad por pecados específicos que hemos cometido de los cuales uno tiene que arrepentirse si quiere estar bien con Dios. Así fue que Isaías reconoció el pecado de la lengua y Zaqueo sus pecados de extorsión.65

(c) Reconocimiento del pecado siempre incluye un reconocimiento de la pecaminosidad, un reconocimiento de la naturaleza corrupta, perversa y depravada del hombre y, consecuentemente, de su necesidad, o sea, de lo que Ezequiel llamó “un corazón nuevo,” y lo que nuestro Señor llamó “un nacer de nuevo”,67 una reforma moral. El autor del Salmo 51 —acerca de David y su pecado con Betsabé— confiesa no sólo su pecado en particular, v. 1–4, sino también su naturaleza pecaminosa, v. 5–6, y luego pide perdón y restauración de la culpabilidad y contaminación de ambas transgresiones, v. 7–10. La manera más segura de saber si uno en realidad reconoce sus pecados es de leerle el Salmo 51 y ver si su corazón responde de la misma manera que el del salmista.

3. El mensaje del evangelio se trata de Cristo, del Hijo unigénito de Dios, del Dios Encarnado; de Cristo la oveja de Dios, quien murió por los pecados del hombre; de Cristo el Señor resucitado, de Cristo el Salvador perfecto. Pero señalamos dos puntos acerca de este eje central del mensaje evangelístico.

(a) Debemos presentar a la persona de Cristo junto con Su obra

A menudo se dice que presentando a la persona de Cristo y no sus doctrinas es más eficaz para llevar pecadores a sus pies. Claro está, ninguna teoría de la expiación puede reemplazar la obra redentora del Cristo viviente. Sin embargo, cuando esto se afirma, por lo regular se piensa que la instrucción doctrinal es dispensable y que el evangelista sólo tiene que pintar un cuadro bonito de Cristo para ganar almas, es decir, relatar la historia del Hombre de Galilea quien hizo todo bueno. No podemos decir que tal mensaje es el evangelio. Mejor llamaríamos a este mensaje un acertijo que sirve únicamente para mistificar a sus oyentes. ¿Quién fue Jesús? y ¿cuál es su posición ahora? Éstas son las preguntas que debemos avanzar. Un mensaje que se limita al relato de Cristo al hombre no propone estas preguntas, sino más bien las oculta y así deja al oyente pensante totalmente confundido.

En realidad no hay explicación del hombre Jesús aparte de la encarnación, es decir, Jesús es el Hijo de Dios y vino al mundo a morir por pecadores de acuerdo al propósito eterno de Dios. No tiene sentido la vida de Jesús divorciada de la expiación. El vivió como hombre para morir como hombre para los hombres y Su pasión y Su asesinato fueron su manera de liberar al pueblo de Dios del pecado. Tampoco tiene sentido la vida cristiana hasta que se haya explicado Su resurrección, Su ascensión y Su sesión celestial. Jesús regresó de la muerte y fue hecho Rey para dar vida a todos aquellos que creen en Él. Estas doctrinas son de importancia fundamental para el evangelio. Sin ellas no hay evangelio. Separar las doctrinas de Cristo y de Su vida es un error fatal, pues las doctrinas sirven para aclarar el significado de la vida de Jesús. En la vida diaria, cuando queremos presentar una persona a otra, comenzamos diciéndole algo acerca de la otra persona. Lo mismo pasa cuando presentamos a Jesús. El Nuevo Testamento muestra que los apóstoles predicaban estas doctrinas para poder predicar a Cristo. ¡Sin estas doctrinas no hay evangelio!

(b) Debemos presentar la obra de Cristo junto con Su persona

Los predicadores evangelísticos y los evangelistas personales frecuentemente cometen este error. Al querer aclarar que sólo la muerte expiatoria de Cristo puede salvar al hombre, han reducido el evangelio a las siguientes palabras: “Crean que Cristo murió por sus pecados.” Esto produce la noción de la obra redentora de Cristo en el pasado y su persona en el presente, distanciando así la una de la otra. Este tipo de llamamiento a la fe no se encuentra en el Nuevo Testamento. El llamamiento del Nuevo Testamento es tener fe en (en o eis) o hacia (epi) Cristo Jesús, es decir, debemos confiar en el Salvador viviente ahora. El objeto de la fe, por lo tanto, no es necesariamente la expiación, sino que es Cristo Jesús quien lo realizó. Nunca debemos separar la cruz de aquel quien se sacrificó en ella. Pues para recibir los beneficios de la cruz hay que creer, no sólo en la muerte redentora, sino también en Él, en la persona del Cristo viviente. Pablo destaca, “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa.” Y Jesucristo mismo convoca, “Venid a todos los que estáis fatigados y cargados, y yo os haré descansar.”

Debemos aclarar de una vez que la cuestión de expiación limitada no es esencial al contenido del mensaje evangelístico hasta ahora. No pretendo discutir este asunto aquí, pues lo he hecho anteriormente. No estoy diciendo que Cristo murió por todo el mundo, pero tampoco afirmo que murió sólo por unos pocos. Lo que sí sugiero es que independientemente de que si usted se inclina más bien hacia a la primera o hacia a la última, su presentación de Cristo debe ser igual.

Es obvio que si un predicador cree que la proposición “Cristo murió para todo el mundo” no es verificable y, a lo mejor, que es falso, no lo diría desde el púlpito. Pues esta proposición no se encuentra en los sermones de tales predicadores como George Whitefield y Charles Spurgeon. Lo que quiero decir es que si algún predicador cree que la proposición es verdad, no hay necesidad de declararlo cuando está predicando el evangelio. Predicar el evangelio es invitar a los pecadores que vengan a Cristo, que vengan al único que los puede salvar y reconciliar con Dios. En la predicación de la cruz sólo hay que decir que el perdón se recibe por la muerte de Cristo. Esto es todo lo que hay que decir. La mención del alcance de la expiación no tiene lugar en nuestra predicación del evangelio.

En el Nuevo Testamento nunca se llamó un hombre al arrepentimiento a base de que Cristo murió sólo y específicamente por él. Jesús y los apóstoles llamaron a los hombres al arrepentimiento a base de que lo necesitaban: necesitaban a Cristo y Cristo se ofreció a ellos, Él les aseguró que todos los que creyeran en Él tendrían vida eterna. La invitación a la fe y la promesa de la salvación a todos los que creen es la materia prima del mensaje del Nuevo Testamento.

Nuestro afán como evangelistas es hacer una reproducción fidedigna del énfasis del Nuevo Testamento. Añadir, quitar o alterar el mensaje del Nuevo Testamento es un error fatal. Por lo tanto, como ha dicho James Denney: “No separaríamos la obra (de Cristo) de aquel que la cumplió. El Nuevo Testamento conoce sólo al Cristo viviente, y toda la predicación apostólica proclama este Cristo al hombre. Pero el Cristo viviente es el Cristo que murió y siempre se predica junto con ello y con Su poder reconciliador. El Cristo viviente junto con Su muerte redentora definía el mensaje apostólico… el afán del evangelista es predicar a Cristotanto en Su persona como en Su obra.” El evangelio no es “creer que Cristo murió para todo el mundo y, consecuentemente, para usted,” pero tampoco es “creer que Cristo murió para unos pocos y quizá para usted.” El evangelio es “creer en el Señor Jesucristo quien murió por los pecados del hombre y que ahora se le ofrece gratuitamente como su Salvador.” Éste es el mensaje que tenemos que llevar a todo el mundo. No es nuestra responsabilidad ni nuestro empeño pedirles a nuestros oyentes que crean en alguna doctrina del alcance de la expiación; sólo debemos predicar a Cristo, al Cristo viviente quien prometió la salvación a todos los que creen en Él.

Fue por el reconocimiento de esto que John Wesley y George Whitefield se consideraban hermanos en el evangelismo, aunque tenían ideas opuestas en cuanto a la expiación. Sus conjeturas no interfirieron con sus predicaciones del evangelio. Ambos estaban satisfechos en predicar el evangelio tal como aparece en la Biblia, es decir, en proclamar al Cristo viviente en conexión con Su obra redentora, en ofrecerles a los pecadores para que ellos pudieran ser salvos y así encontrar vida.

4. Esto nos lleva al ingrediente final del mensaje evangelístico. El evangelio es una convocación a la fe y al arrepentimiento

Todos los que escuchan el evangelio son convocados por Dios a creer y a arrepentirse. Pablo declaró a los atenienses, “Por tanto, Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan;” Y cuando le preguntaron a Jesús “¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?,” Él les respondió, “Ésta es la obra de Dios, que creáis en el que Él ha enviado.” La Biblia también declara, “Y éste es Su mandamiento: Que creamos en el nombre de Su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como nos lo ha mandado.” Arrepentimiento y fe son deberes del hombre de acuerdo al mandato de Dios, y por lo tanto, impenitencia e incredulidad son pecados de los más atroces. Junto con estos mandamientos universales van promesas universales a los que obedecen. “De éste dan testimonio todos los profetas, que todo el que crea en Él, recibirá perdón de pecados por Su nombre.” “Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente.” “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no perezca, sino que tenga vida eterna.” Estas palabras son las promesas de Dios que durarán para siempre.

La fe no es sólo un sentimiento optimista y el arrepentimiento no es simplemente un sentimiento de contrición y remordimiento. La fe y el arrepentimiento son hechos, no de una parte o de un aspecto del hombre, sino del hombre total. La fe es mucho más que creencia. La fe es reposar y depender totalmente de la confianza en las promesas misericordiosas que Jesucristo ha dado a los pecadores. Igualmente, el arrepentimiento es mucho más que pena y tristeza por lo pasado. El arrepentimiento es un cambio drástico de la mente y del corazón, es una nueva vida de auto-negación y servicio al Rey y Salvador Jesús. Creencia sin confianza y remordimiento sin cambio no salvan. “Tú crees que Dios es uno; haces bien. También los demonios lo creen y tiemblan.” “Porque la tristeza que es según Dios produce un arrepentimiento para salvación, del que no hay que tener pesar; pero la tristeza del mundo produce muerte.”

Debemos señalar dos puntos adicionales.

(a) El mandato es de fe y arrepentimiento. No basta huir del pecado, dejar los vicios malos, tratar de poner en práctica las enseñanzas de Cristo y ser un “Don Perfecto.” Aspiración, resolución, moralidad y religiosidad no sustituyen a la fe. Martín Lutero y John Wesley tuvieron todas estas cualidades mucho antes de que tuvieran fe. La fe requiere una fundación de conocimiento: un hombre tiene que conocer a Cristo, la cruz y las promesas antes de poder recibir la fe salvadora. En nuestro evangelismo necesitamos aclarar todo esto para que los pecadores puedan abandonar toda su confianza en sí mismos y confiar totalmente en Jesús y en el poder de Su sangre redentora para reconciliarlos con Dios. Para eso sirve la fe.

(b) El mandato es arrepentimiento y fe. No basta creer que sólo por medio de Cristo y Su muerte pueden los pecadores ser justificados y aceptados delante de Dios, que uno por su propio mérito está condenado a la muerte, y que la salvación es posible sólo por medio de la obra redentora de Cristo Jesús. Conocimiento y creencia ortodoxa del evangelio no sustituyen el arrepentimiento. El arrepentimiento también requiere una fundación de conocimiento. Uno debe saber que, en las palabras de la primera de Las Noventa y Cinco Tesis de Martín Lutero, “nuestro Señor y Maestro Jesucristo dijo ‘poenitentiam agite’ quiso que toda la vida de los creyentes fuera arrepentimiento,” y también deben saber lo que significa arrepentirse. Cristo declaró en más de una ocasión lo que significa el arrepentimiento en su nueva definición. “Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará.” “Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo.” “Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.” El discípulo de Cristo no pone límite alguno en lo que Él le pide. Nuestro Señor supo qué tan difícil es rehusar nuestros propios deseos y entregar la vida y la voluntad a otro. Por eso, Cristo siempre les dio la oportunidad a Sus discípulos de pensar y meditar sobre su compromiso con Él. Él nunca quiso hacer discípulos sólo por hacer discípulos, sino que les advirtió todo lo que abarcaba el discipulado de antemano. No se interesaba en reunir miles de personas que no estaban dispuestas a entregarle la vida completamente. Así también, en nuestro evangelismo debemos presentar este aspecto del discipulado con veracidad. Debemos asegurarnos de que los pecadores se enfrentan al arrepentimiento con sobriedad antes de presentarles el perdón gratuito. No debemos ocultar que el perdón gratuito, en cierto sentido, cuesta todo; si lo ocultamos, nuestro evangelismo es sólo una trampa, y aún más: es una mentira. Pues donde no hay conocimiento, no hay arrepentimiento y donde no hay arrepentimiento no puede haber salvación.

Éste es el mensaje evangelístico que se nos ha encomendado para proclamar por toda la tierra.

III. ¿Cuál Es El Motivo Del Evangelismo?

Hay dos motivos que nos deben de impulsar hacia a un evangelismo constante. El primero es el amor a Dios y la preocupación por Su gloria; el segundo es el amor al hombre y la preocupación por su bienestar.

1. El primer motivo es lo principal y lo fundamental. El fin principal del hombre es glorificar a Dios. La regla bíblica para la vida es: “Así pues, ya sea que comáis, que bebáis, o que hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios.” Los hombres glorifican a Dios obedeciendo Su Palabra y cumpliendo con Su voluntad revelada. Igualmente, el mandamiento primero y más grande es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu alma, y con toda tu mente.”85 Mostramos nuestro amor al Padre y al Hijo guardando Sus mandamientos. “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y me manifestaré a él.” Juan escribió, “Pues éste es el amor de Dios, que guardemos Sus mandamientos; y Sus mandamientos no son gravosos.”87 Ahora bien, el evangelismo es uno de los mandamientos de nuestro Señor. “Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin.” Antes de Su ascensión, el Señor comisionó a sus discípulos: “Por tanto, id, y haced discípulos en todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todas las cosas que os he mandado; y he aquí que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.”89 La promesa que nos hace Jesús por cumplir con Su comisión nos señala qué tan importante es. La frase “hasta el fin del mundo” nos muestra que la comisión no fue dada exclusivamente a los once discípulos: la promesa se extiende a toda la Iglesia Cristiana dentro de la historia. Se extiende a la gran comunidad que fue fundada primero por Cristo y luego por los once discípulos. Por consiguiente, la promesa es tan real para nosotros como lo era para ellos. Es una promesa de gran consuelo para todos los cristianos en todos los siglos. Pero si la promesa es para nosotros, la comisión también es para nosotros. La promesa fue dada para animar a los once frente a la tarea enorme que les fue comisionada. Si es nuestro privilegio tomar de la fuente riquísima que nos provee esta promesa, también es nuestra responsabilidad obrar incesantemente para cumplir con la comisión. El empeño dado a los once discípulos es el empeño de todo el cuerpo glorioso de Cristo, de toda la Iglesia Universal. Y como es el empeño de la Iglesia en general, es el empeño de nosotros en particular. Por lo tanto, si amamos a Dios y nos preocupamos por glorificarle, tenemos que cumplir con Su mandamiento de evangelizar.

Otro hilo de este argumento es que glorificamos a Dios con el evangelismo, no sólo por obediencia sino también porque estamos anunciando al mundo las maravillas que Dios ha hecho para los pecadores. Dios se glorifica cuando se anuncian Sus obras todopoderosas. El salmista nos exhorta: “Cantad a Jehová, bendecid Su nombre; anunciad de día en día Su salvación. Proclamad entre las naciones su gloria, en todos los pueblos Sus maravillas.” Cuando un cristiano habla con otro acerca de las maravillas de Cristo, él está glorificando a Dios.

2. El segundo motivo que nos debe de motivar hacia al evangelismo asiduo es el amor a nuestro prójimo, el deseo que nuestro prójimo sea salvo. La esperanza de ganar a los perdidos para Cristo es una muestra inefable que proviene del corazón de todos los que hayan nacido de nuevo. El Señor Jesucristo reafirma el mandamiento del Antiguo Testamento que dice que debemos amar a nuestros prójimos como nos amamos a nosotros mismos. El apóstol Pablo declara: “Así que, según tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos…”92 ¿Qué necesidad más grande puede tener un hombre muerto en sus pecados que conocer a Cristo el Salvador y Redentor? ¿Qué bien podemos hacer más bondadoso que compartir el evangelio del Señor Jesucristo? Si verdaderamente amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos, vamos a aprovechar cada oportunidad que tengamos para compartirle las buenas nuevas de la salvación en Cristo Jesús. Esto no debe ser algo que tengamos que pensar y mucho menos alegar. El impulso de evangelizar debe salir de nuestros corazones espontáneamente cuando veamos la necesidad de nuestro prójimo.

Y ¿quién es mi prójimo? Cuando el abogado hizo esta pregunta a nuestro Señor, Él le contestó diciendo la parábola del Buen Samaritano. La parábola enseña que cualquier persona necesitada es su prójimo. Dios lo ha puesto en nuestro camino para que usted lo ayude y es nuestra responsabilidad saciar su necesidad, no importa cual sea. “Ve, y haz tú lo mismo” le dice Jesús al abogado, y dice lo mismo a cada uno de nosotros. El principio abarca todo tipo de necesidad, ya sea física o espiritual. Así que cuando nos encontramos con hombres y mujeres que no conocen a Cristo (y que, por lo tanto, están muertos espiritualmente) es nuestro deber compartir con ellos (nuestros prójimos) cómo Jesús les puede dar vida nueva.

De nuevo afirmo que si nosotros conocemos algo del amor que Cristo tiene por nosotros, y si nuestros corazones sienten la gratitud por la gracia que nos salvó de la muerte y del infierno, entonces esta actitud de compasión y caridad por nuestro prójimo espiritualmente necesitado la debemos sentir automáticamente, espontáneamente, como un sueño en la medianoche. Ligado a esta actitud del evangelismo agresivo, el Apóstol Pablo declara que “Porque el amor de Cristo nos apremia, habiendo llegado a esta conclusión: que si uno murió por todos, luego todos murieron.” Es trágico y abominable cuando los cristianos carecen del deseo de compartir lo que a ellos les fue dado. Fue normal que Andrés, cuando escuchó las noticias del Mesías, haya ido en busca de su hermano Simón, y que Felipe haya buscado frenéticamente a su amigo Natanael para compartirle las buenas nuevas.95 Nadie les dijo que compartieran las noticias con otros; lo hicieron automática y espontáneamente. Lo hicieron de la misma manera que uno comparte noticias importantes con sus familiares y con sus amigos. Si nosotros no sentimos este deseo automáticamente, tenemos problemas muy graves. Evangelizar es un privilegio; es algo maravilloso compartir con otro las buenas nuevas de Cristo sabiendo que son necesitados espiritualmente y que no hay conocimiento en el mundo que les sirva de más bien. Por lo tanto, debemos aprovechar cada oportunidad que tengamos para evangelizar al nivel personal e individual y debemos ser gozosos y ansiosos por hacerlo. Nunca debemos rehusar estas oportunidades y excusarnos por lo mismo. Si evitamos esta responsabilidad nos estamos entregando al pecado y a Satanás. A veces tememos que nos rechazarán en ciertos círculos sociales si hablamos del evangelio y otras veces rehusamos la oportunidad porque nos sentimos ridículos hablando de la religión en ciertas circunstancias. Si éste es el caso debemos arrodillarnos y preguntarle a Dios si estas cosas justifican que no amemos a nuestro prójimo. Y si no es pena, lo que nos impide es orgullo, un orgullo ciego y malvado, y en fin, un odio a nuestro prójimo. Si éste es el caso, debemos hacernos la pregunta ¿qué importa más, la reputación mía o la salvación de ellos? Dios no acepta la pena y el orgullo, la cobardía y la presunción, como excusas para no cumplir sus mandamientos. Tenemos que pedir gracia para que de veras podamos avergonzarnos de nosotros mismos y así inundarnos con el amor de Dios, para poder inundar a nuestro prójimo con el mismo amor. Sólo así podremos compartir el evangelio con espontaneidad, gozo y ansia.

Espero que usted haya entendido cómo debemos enfrentarnos con la responsabilidad de evangelizar. El evangelismo no es el único mandamiento que nos ha dado el Señor y no todos estamos llamados a realizarlo de la misma manera. No todos estamos llamados a ser predicadores; no a todos se les han otorgado dones especiales para poder comunicar efectivamente con los hombres y las mujeres que necesiten a Cristo. Pero todos tenemos alguna responsabilidad de evangelizar si no hemos de fracasar en nuestro amor a Dios y a nuestro prójimo. Para empezar, todos debemos orar por la salvación de los incrédulos; y especialmente debemos orar por aquellos incrédulos que son miembros de nuestra familia, nuestros amigos, y nuestros compañeros de la vida diaria. Luego debemos buscar oportunidades, medios y métodos para evangelizar entre ellos. Si usted ama a alguien, usted siempre está pensando cómo le puede ayudar, agradar y dar placer. Entonces, si amamos a Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo— por todo lo que han hecho por nosotros, debemos enfocar todo nuestro esfuerzo en tratar de hacerlo todo para glorificarles. La manera principal de hacer esto es ir al mundo, evangelizar y hacer discípulos. Igualmente, si amamos a nuestro prójimo, debemos enfocar todo nuestro esfuerzo en hacerle el bien. Y la manera principal de hacer esto es compartirle las buenas nuevas de Cristo Jesús. Si amamos a Dios y a nuestro prójimo evangelizaremos y todo nuestro esfuerzo lo dedicaremos a ese afán. El evangelismo no nos será una pesa grandísima que cargar; aprovecharemos las oportunidades en nuestros medios y lo haremos con gozo, amor, caridad y espontaneidad. No trataremos de satisfacer los requisitos mínimos de este mandamiento, sino oraremos y buscaremos medios para poder proclamar el evangelio entre los hombres. Y cuando se nos han presentado los medios y las posibilidades, nos dedicaremos totalmente a realizar esta obra magnífica.

Sin embargo, debemos señalar otra cosa si lo que hemos dicho no ha de ser mal interpretado y mal aplicado. Nunca debemos olvidar que el empeño que nos encomienda el evangelismo es el empeño del amor; es un empeño que surge de nuestro interés genuino y real por los que hemos de ganar. Debemos preocuparnos por su bienestar y expresar esta preocupación con respeto y amistad. Algunos evangelizan, ya sea del púlpito o personalmente, estando sólo interesados en condenar y juzgar. Esto es ignominioso. Esto nos sorprende, y nos debe sorprender, pues puede hacer un daño irreparable a las almas débiles y sensibles. Es ignominioso porque refleja arrogancia, presunción y el placer en tener poder sobre las vidas de otros, en vez de reflejar amor, caridad y el deseo de ayudar. Pero si el amor mueve y gobierna nuestra obra evangelística, el espíritu en que lleguemos al hombre será totalmente distinto. Si en realidad nos interesa su bienestar y si en nuestros corazones los amamos y tememos a Dios, siempre proclamaremos a Cristo de una manera que honra a Dios y respeta a ellos. No intentaremos violarles sus personalidades, ni explotar sus debilidades, ni ignorar sus sentimientos. Lo que intentaremos hacer es mostrarles la realidad de nuestra amistad e interés compartiéndoles nuestro conocimiento más valioso. Y este espíritu de amistad e interés resplandecerá en todo lo que le comuniquemos, ya sea desde el púlpito o en privado, y no importará qué tan drásticas sean las verdades que les revelemos.

Hay un libro famoso acerca del evangelismo personal titulado Tomándolos Vivos por C. G. Trumbull. En el tercer capítulo de ese libro el autor nos cuenta la regla que su padre, H. C. Trumbull, se hizo en cuanto a este asunto. Decía lo siguiente: “Cuando me justifico en escoger los temas de mis conversaciones con otros, el tema de temas (Cristo) tendrá eminencia, para que pueda analizar su necesidad y si es posible, ayudarle.” La clave aquí es “cuando me justifico en escoger los temas de mis conversaciones con otros.” Esto nos recuerda que el evangelismo, así como toda conversación con otros, debe ser cortés. También nos recuerda que el evangelismo personal tiene como fundamento la amistad. Por lo regular, uno no se justifica en escoger los temas de conversaciones con otros hasta que ha establecido una amistad con ellos. Establecer una amistad quiere decir que los dos se respetan mutuamente, se interesan el uno por el otro y se tratan como seres humanos y no como especies de un estudio psicológico. Con algunas personas este tipo de amistad se puede hacer en cinco minutos, pero con otras puede tomar meses o años. Sea como sea, el principio es igual. El derecho de hablar de Jesucristo de una forma íntima se gana, y se gana convenciendo a su oyente que en realidad usted es su amigo y que usted toma un interés en él. Por lo tanto, la indiscriminada insistencia en hablar, la intervención en lo privado de otro, la predicación forzada a aquellos que quieren huir, son métodos ajenos al evangelismo personal, pues estos métodos son más impersonales que nada. De hecho, este tipo de evangelismo deshonra a Dios, porque crea resentimiento y prejuicios contra Cristo. La verdad es que el evangelismo personal genuino requiere mucho trabajo, pues su fundamento es una verdadera relación personal con otro. Tenemos que entregarnos a una amistad real, si queremos alguna vez estar justificados en hablarles de Cristo y de sus propias necesidades espirituales sin faltarles el respeto. Si usted quiere practicar evangelismo personal —y espero que sí— usted debe orar por el don de amistad. Una amabilidad genuina es la marca básica de uno que está aprendiendo a amar su prójimo como a sí mismo.

IV. ¿Cuáles Son Los Métodos Y Los Medios Del Evangelismo?

Hay una controversia patente en nuestros días acerca de los métodos del evangelismo. Algunos critican y otros defienden los métodos evangelísticos que se han empleado en Inglaterra y en Norteamérica durante los últimos cien años. El método más popular es la reunión evangelística. Las luces brillosas y los cantos y gritos son producidos con el propósito de atraer aquellos que en condiciones ordinarias no se interesarían en el evangelio. Todo está coordinado de antemano para crear un ambiente de ternura, buen humor y felicidad. Se le da un énfasis principal a la realidad de la experiencia cristiana por medio de cantos y testimonios. El clímax de la reunión es la exigencia de una decisión. El desenlace consiste en algunos momentos para consejería y oraciones individuales con los decididos.

Las críticas más fuertes (sin examinar su validez) de tales reuniones son las siguientes: “se dice que la actitud de ingeniosa jovialidad de estas reuniones es irreverente delante de Dios. El enfoque de tales reuniones, se dice, es de añadir un valor de entretenimiento al evangelio de Cristo y haciendo esto tiende a disminuir la majestad de Dios, a rechazar el espíritu de la adoración y a violar la imagen del Todo Santo y Todo Sabio Creador; aun más, es una de las peores maneras de preparar a los recién convertidos para los cultos ordinarios de cada semana. Los testimonios que añaden un elemento fantástico a la experiencia cristiana son pastoralmente irresponsables y dan un sentido falso de romanticismo en lo que es ser cristiano. Esto junto con la decisión obligatoria y el uso de música espiritualista para llamar a las emociones más íntimas produce una conversión falsa que es el producto de trastornos psicológicos, emocionales y sentimentales, en vez de producir una conversión que proviene del arrepentimiento y la renovación espiritual. Como estas reuniones son escasas u ocasionales, las decisiones hechas usualmente son ciegas. Es decir, por lo regular no se le puede indicar al pecador lo que implica una conversión a Cristo en dos o tres horas de excitación y trastorno psicológico. El deseo de justificar las reuniones con los resultados implica que el Pastor o consejero tratará de llamar a los pecadores a una conversión prematura. Después, cuando se intenta enseñarles las verdades y los requisitos de una vida cristiana, los “nuevos creyentes” suelen sentirse amenazados y traicionados. Dicen que este método del evangelismo a la larga hace más daño que bien en el cumplimiento de la Gran Comisión. Los partidarios de este punto de vista sugieren que, si el evangelismo ha de avanzar, hay que restaurar la iglesia local como centro evangelístico y realizar las reuniones evangelísticas todos los domingos; en vez de incorporar varias iglesias y denominaciones y realizar grandes reuniones.”

La respuesta ordinaria es que las críticas mencionadas son válidas pero se pueden evitar en una reunión bien organizada. Tales reuniones se han mostrado útiles en el pasado; la experiencia verifica que Dios todavía las usa y no hay razón suficiente para abandonarlas. Las reuniones se justifican porque debido a la escasez de obras evangelísticas en todas las denominaciones grandes, mucha gente nunca tiene la oportunidad de escuchar el evangelio. La manera de avanzar, por lo tanto, es de reformar estas reuniones y eliminar los abusos que existen en ellas.

El debate continúa. No cabe duda que continuará por mucho tiempo. Yo no me quiero meter en la controversia, sino que me quiero meter detrás de ella. Quiero aislar el principio fundamental que nos guía en escoger este o cualquier método del evangelismo.

¿Cuál es el principio fundamental? Lo siguiente lo hará brillar como la luz del sol al amanecer.

Como ya hemos aclarado, el evangelismo es un acto de comunicación con el fin de convertir. Por lo tanto, en última instancia, hay un sólo medio de evangelismo. Este medio es el evangelio de Cristo Jesús explicado y practicado. La fe y el arrepentimiento ocurren como producto del evangelio. Pues Pablo nos dice: “Luego la fe es por oír; y oír por la palabra de Dios.”

También hay un sólo agente del evangelismo, es decir, el Señor Jesucristo. Es Cristo que por Su Espíritu Santo hace que Sus siervos puedan explicar el evangelio verosímilmente y practicarlo con poder y eficacia. Asimismo, es Cristo Jesús quien abre las mentes y los corazones98 de los hombres para recibir el evangelio y así los redime, los salva y los trae a su lado. Pablo habla del evangelista triunfante diciendo: “Porque no osaría hablar alguna cosa que Cristo no haya hecho por mí para la obediencia de los Gentiles, con la palabra y con las obras, con potencia de milagros y prodigios, en virtud del Espíritu de Dios…” San Agustín señaló que Cristo es el verdadero administrador de los sacramentos del evangelio y que el celebrante humano sólo actúa en lugar de Su mano. Lo mismo es cierto con la Palabra del evangelio, sólo que ahora el ministro o testigo humano actúa en lugar de Su boca.

Otra vez, en el análisis final hay un sólo método del evangelismo, es decir, la explicación eficaz y la práctica fiel del mensaje evangélico. Éste es el principio fundamental que hemos estado buscando. Una consecuencia lógica de este principio es que debemos medir cualquier estrategia, técnica o estilo evangelístico con la regla de la Palabra de Dios. ¿Servirá esta estrategia para avanzar la Palabra de Dios? ¿Será una manera fiel y eficaz de explicar el evangelio en todos sus aspectos? Si la respuesta a estas dos preguntas es sí, el método de evangelismo es bueno y agrada a Dios; pero si la respuesta es no o no tanto como debe, el método es malo y será condenado por Dios.

Esto quiere decir que tenemos que reexaminar todas nuestras prácticas evangelísticas —las misiones, las campañas, los desfiles, los sermones, las reuniones pequeñas y las reuniones grandes, las charlas, los testimonios, las presentaciones personales del evangelio, los tratados que repartimos, los libros que prestamos o vendemos, las cartas que escribimos— y de cada uno de ellos debemos hacer las siguientes preguntas:

¿Enfatiza este método el evangelio de Cristo como mensaje de Dios? ¿Es su propósito dar al oyente una visión clara y precisa de Dios y de su verdad en vez de una visión distorsionada por las cosas humanas? ¿Presenta el evangelio como algo proveniente de la boca de Dios o como una producción humana? ¿Carece esta presentación de la soberbia y la presunción humana? Si no, ¿glorifica al hombre? El mensaje debe tener la claridad y sencillez del mensajero que sólo quiere asegurar que el mensaje es comunicado; el mensajero que no se interesa en llamar la atención a sí mismo; el mensajero que desea ocultarse detrás de su mensaje temiendo que el hombre lo admirará, exaltará o aplaudirá cuando debieran estar arrodillados solemnemente humillándose delante de su Dios y Creador omnipotente.

¿Impide o promueve este método la obra de la Palabra en las mentes humanas? ¿Va a clarificar el mensaje o lo va a ocultar, enigmatizar y encerrar en las polémicas piadosas y fórmulas oraculares? ¿Va a hacer que la gente piense, que piense en Dios y en sus relaciones con Él? O ¿impedirá el pensamiento porque se enfoca exclusivamente en las emociones? ¿Despertará la mente como una pesadilla horrorosa o la dormirá como un bebé en su cuna? ¿Es este método empleado para mover el hombre hacia Cristo por medio de la verdad o por medio del sentimiento? No hay nada inherentemente malo con la emoción, es más, es difícil pensar que alguien se haya convertido sin ella; lo que sí es malo es cuando las emociones se usan como instrumento del evangelismo y sustituto de la enseñanza doctrinal.

De nuevo tenemos que hacernos la pregunta: ¿Estamos enseñando con este método toda la doctrina del evangelio? Enseñando parte de la doctrina no es suficiente; hay que enseñarla completamente —la verdad acerca de nuestro Creador y sus planes, de nuestra condición pecaminosa, perdida, depravada y culpable necesitando nacer de nuevo, y del Hijo de Dios que se hizo hombre y murió como hombre para pagar por los pecados del hombre y llevarlos a Dios. O ¿es este método inferior en este aspecto, enseñando medias verdades y dejando a la gente con un entendimiento incompleto de la doctrina, para apresurarles y exigirles una decisión? ¿Es exigirles la fe y el arrepentimiento cuando no saben de qué tienen que arrepentirse o qué deben creer?

También nos tenemos que preguntar: ¿Está nuestro método comunicando toda la aplicación del evangelio? Comunicando parte de la práctica del evangelio tampoco es suficiente, tenemos que comunicarla todo —tenemos que comunicarles a nuestros oyentes que tienen que mirarse y conocerse como Dios los mira y conoce, es decir, como criaturas pecaminosas, que tienen que reconocer la severidad de su mala relación con Dios y que tienen que enfrentarse al costo y las consecuencias de recibir a Cristo como Salvador. ¿Es nuestro método inferior en este aspecto también, dando una impresión inadecuada y distorsionada de lo que requiere ser discípulo de Cristo? Por ejemplo ¿sabrán que están obligados a responder a Cristo inmediatamente? o ¿supondrán que todo lo que se les requiere es confiar en Cristo como pecadores sin negarse a ellos mismo y colocar a Cristo en el trono de sus vidas como Señor de todo? (Yo le llamo a este error “sólo-creencia”) ¿Podrán creer que todo lo que tienen que hacer es tener a Cristo como Señor de sus vidas, sin recibirlo también como Salvador? (A este error le llamo “la buena resolución”) Tenemos que recordar que espiritualmente es peor si el oyente mal interpreta el evangelio y de su mala interpretación surgen prácticas erróneas, que si el oyente simplemente no crea. Si a un Publicano lo convertimos en un Fariseo, hemos perdido mucho más de lo que hemos ganado.

Otra vez, tenemos que avanzar la pregunta: ¿es nuestra presentación de Cristo lo suficiente seria? ¿Hará que la gente sienta que está enfrentando una situación de vida y muerte? ¿Verán la majestad de Dios, la gravedad de sus pecados y la grandeza de la gracia en Cristo? ¿Les hará sentir y experimentar la santidad y la magnificencia de Dios? ¿Se darán cuenta que entregarse a las manos de Dios es algo temible? Cuando vulgarizamos y trivializamos el evangelio con nuestras presentaciones de ello, estamos insultando a Dios y perjudicando al hombre. Esto no quiere decir que cuando hablamos de las cosas espirituales debemos poner nuestras máscaras de seriedad, pues no hay nada más frívolo que una seriedad falsa. Nuestros oyentes se volverán hipócritas si empleamos esta máscara. Necesitamos orar constantemente pidiéndole a Dios que nos llene nuestros corazón con el deseo de adorarle y glorificarle, con el gozo de estar en comunión con Él y con la angustia de tener que enfrentarnos a la eternidad sin Él. Debemos orar que Dios nos capacite para hablar honestamente y con franqueza en estos asuntos. Sólo así podremos presentar el evangelio con seriedad y sin barreras.

Con este tipo de pregunta podemos examinar y, donde es necesario, reformar nuestros métodos evangelísticos. El principio es que el mejor método de evangelismo es el que concuerda con el evangelio completamente. Es aquel que presenta el evangelio como un mensaje divino y como una cuestión urgente de suma importancia. Es aquel que explica la doctrina de Cristo encarnado, crucificado y resucitado, y que comunica con exactitud la práctica que va con ella. Es aquel que anuncia con eficacia la situación real del individuo para con Dios. Es aquel que desafía el pensar. El mejor método es relativo a estas preguntas.

 Packer, J. I. (2008). El Evangelismo y la Soberanía de Dios. (G. A. Martínez, Trad.) (pp. 39–90). Graham, NC: Publicaciones Faro de Gracia.

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La soberanía divina y la responsabilidad humana

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Serie: El Evangelismo Y La Soberanía De Dios

J.I. Packer

Capítulo II

La soberanía divina y la responsabilidad humana

Realizamos este estudio con el propósito de circunscribir los límites de la obra evangelística del cristiano de acuerdo al supuesto de que Dios es soberano en cuanto a la salvación. Ahora bien, es importante que nos demos cuenta que esta tarea no es nada fácil. Todos los temas teológicos contienen algunas barreras repentinas y obstáculos inesperados, pues la verdad de Dios nunca suele ser lo que el hombre espera. Nuestra tarea es sin duda, una de las más difíciles en toda la disciplina de la teología evangélica. Esto se debe a que tenemos que tratar con una antinomia en la revelación bíblica y que, en tales cuestiones, nuestras mentes caídas y finitas son mucho más inclinadas a equivocarse.

¿Qué es una antinomia? El Diccionario Usual de Larousse define la palabra de la siguiente manera: “una contradicción entre dos leyes o principios racionales.” Sin embargo, conforme a nuestro estudio, esta definición carece de exactitud, pues la definición debería comenzar diciendo, “una contradicción aparente.” En la teología usamos la palabra antinomia para referirnos a algo que parece contradictorio pero que en realidad no lo es. Queremos decir que dos verdades son aparentemente inconsistentes. Una antinomia ocurre cuando dos principios irrefutables no compaginan al verlos juntos. Los dos principios son válidos y hay evidencias claras y convincentes que apoyan a cada uno, pero reconciliarlos es un misterio. Es obvio cómo uno es verdadero aislado del otro, pero juntos no pueden ser conjugados. Permítanos ejemplificar: la física moderna se enfrenta a una antinomia semejante a la nuestra en su estudio de la luz. Hay evidencia convincente en apoyo de la teoría de que la luz consiste de ondas, pero, a la misma vez, existe evidencia tan convincente como la anterior en apoyo de la teoría de que la luz consiste de partículas.

No es claro cómo la luz puede consistir de ondas y de partículas simultáneamente pero la evidencia existe. Entonces, no se puede decir que la luz consiste de ondas y no de partículas, ni tampoco se puede decir que la luz consiste de partículas y no de ondas. Ninguna de las dos teorías puede reducirse a la otra, ni puede definirse una teoría en términos de la otra. Hay que afirmar que las dos teorías incompatibles son verdaderas a la misma vez, puesto que la evidencia lo exige. La necesidad de aceptar algo antinómico escandaliza nuestras mentes bien-ordenadas y bien-definidas, pero no hay otra posibilidad, si hemos de ser fieles a la evidencia.

Antes de seguir, sin embargo, será conveniente demarcar la diferencia entre una paradoja y una antinomia. Una paradoja es un juego de palabras, una figura de dicción. Es una especie de proposición que une dos ideas opuestas o que niega algo por medio de los mismos términos que se han utilizado en afirmarla. Hay muchas verdades de la vida cristiana que se pueden expresar en forma paradójica. Por ejemplo, el hombre se libera cuando se hace esclavo. El Apóstol Pablo destaca varias paradojas acerca de su experiencia cristiana: “como entristecidos, pero siempre gozosos… como no teniendo nada, pero poseyéndolo todo”; “porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.”2

La paradoja crea una contradicción aparente por medio de las palabras usadas y no por los conceptos manejados. La contradicción es verbal, no es real, y con un poco de astucia se puede expresar la misma idea de una forma no paradójica. En otras palabras, una paradoja siempre es dispensable. Volviendo a los ejemplos citados: en 2 Corintios 6:10, Pablo pudiera haber dicho que en su experiencia se han mezclado la tristeza por las circunstancias actuales y el gozo en el Señor, y luego que, aunque no era propietario de terrenos ni tenía cuentas bancarias, él sentía que todo le pertenecía a él, porque él pertenece a Cristo y Cristo es Señor de todo. De nuevo en 2 Corintios 12:10, Pablo pudiera haber dicho que Dios le da mayor fuerza cuando está más conciente de su malestar natural. Tales afirmaciones no paradójicas resultan insensatas y áridas en contraste con las paradojas que pretenden reemplazar, pero expresan exactamente lo mismo. La paradoja depende sólo del uso de las palabras; es una forma retórica muy eficaz, pero su uso no implica una contradicción lógica en los hechos acontecidos.

También debemos señalar que la paradoja tiene que ser entendida. El escritor u orador viste sus ideas en un ropaje paradójico para hacerlas más memorables o interesantes. Pero el que escucha la paradoja debe ser capaz de descifrar su significado real; de otra manera la paradoja carecerá de efectividad y así de significado. Pues una paradoja que no es entendida es sólo una contradicción en términos; la paradoja, en este caso, pierde su fuerza y se convierte en un disparate.

Una antinomia, en contraste, no es dispensable ni entendida. No es una figura de dicción, sino es una relación observada entre dos proposiciones verdaderas. No es producida para alcanzar algún propósito, sino que los mismos hechos nos obligan a enfrentarla. No la podemos evitar, ni la podemos resolver. No la inventamos, ni la podemos explicar. La única manera de deshacernos de ella es falsificando los mismos hechos que nos la introdujeron.

¿Qué haremos con una antinomia? Aceptarla y vivir con ella. Ignorar la apariencia convincente de contradicción, y admitir que la misma es producto de nuestra propia ceguera. Pensar que los dos principios inconsistentes se reconcilian y se complementan de una manera misteriosa que nuestras mentes finitas son incapaces de comprender. No debemos crear un dilema, ni debemos suponer cosas que eliminarían la validez de un principio o del otro (pues inferencias de ese tipo, obviamente, serían falsas). Debemos usar cada principio según su marco de referencia, es decir, el contexto en que se recogió la evidencia. También debemos definir las relaciones, tanto entre los dos principios como entre los dos cuadros de referencia, y así podremos crear una realidad donde las dos verdades puedan coexistir, pues en la realidad se nos manifestó la antinomia. Es de esta manera que debemos pensar en las antinomias, tanto en la naturaleza como en las Escrituras. Supongo que es así que la física moderna entiende la antinomia concerniente a la luz, y es así que el cristiano debe entender la antinomia de las enseñanzas bíblicas.

La antinomia que nos interesa es la oposición aparente entre la soberanía divina y la responsabilidad humana, o (en términos más bíblicos) entre lo que Dios hace en Su oficio de Rey y lo que hace en Su oficio de Juez. Las Escrituras enseñan que Dios, en Su oficio de Rey, ordena y controla todas las cosas, incluyendo las acciones humanas, conforme a Su propósito divino.

Las Escrituras también enseñan que Dios, en su oficio de Juez, condena a todos los hombres por sus acciones. Por lo tanto, aquellos que escuchan la Palabra de Dios son responsables por su reacción frente a ella; si lo rechazan serán condenados por incredulidad. “El que cree en Él no es condenado; pero el que no cree ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.”5 Pablo también fue responsable por predicar el evangelio; si rechazara su comisión, sería condenado por infidelidad. “Porque si anuncio el evangelio, no tengo de que jactarme, porque me es impuesta necesidad; pues ¡ay de mí si no anuncio el evangelio!” La Biblia enseña la soberanía de Dios y la responsabilidad humana simultáneamente; y a veces las enseña hasta en el mismo versículo.7 Los dos principios están garantizados y defendidos por la misma autoridad; por consiguiente, los dos son verdaderos, válidos y autoritarios. Por eso es obvio que los dos principios deben creerse juntos y no se puede poner uno contra el otro. El hombre es un ser responsable moralmente, pero también es un ser controlado divinamente. El hombre es controlado divinamente y también es responsable moralmente. La soberanía de Dios es real y la responsabilidad humana es real también. Es en términos de esta antinomia revelada, entonces, que debemos formular nuestro pensamiento acerca del evangelismo.

Claro que la antinomia parece ser inexplicable a nuestras mentes finitas. Nos parece una contradicción y nos quejamos porque nos parece absurda. Pablo responde a esta queja en Romanos 9. “Luego me dirás: ¿Por qué todavía inculpa? Porque, ¿quién ha resistido a Su voluntad?” Si Dios, nuestro Señor, controla todas nuestras acciones, ¿cómo puede juzgarnos por nuestra desdicha?

Fijémonos en la respuesta que da Pablo. El apóstol no intenta justificar las acciones de Dios para con el hombre, sino condena el espíritu maligno en que se expone la pregunta. “Antes que nada, oh hombre, ¿quién eres tú para que contradigas a Dios? Dirá el vaso formado al que lo formó: ‘¿Por qué me hiciste así?’ ” El que expone esta pregunta tiene que darse cuenta que él, como criatura y pecador, no tiene el derecho de juzgar las acciones de Dios. Las criaturas no pueden rebelarse contra su Creador. Como dice Pablo, la soberanía de Dios es justa y su libertad para hacer lo que le plazca con sus criaturas no puede ser restringida.10 Al principio de la epístola, el apóstol muestra que la condenación de los pecadores por Dios es correcta, justa e inapelable. Continúa diciéndonos que debemos reconocer esto y adorar la justicia de nuestro Creador tanto en Su oficio de Rey como en Su oficio de Juez. No nos es dada la libertad para especular sobre la consistencia de Su soberanía y Su justicia, ni nos es proporcionado el derecho de decirle a Dios que Él es injusto, pues nosotros somos incapaces de comprender a Dios en toda su naturaleza. La medida de nuestro Dios es mucho más grande que nuestras especulaciones. Nos debemos conformar con que Dios nos haya dicho que es un rey soberano y un juez justo y misericordioso. ¿Por qué resistimos? ¿Por qué no confiamos en Él?

No nos debe sorprender cuando nos encontramos con misterios tales como éste en la lectura de la Biblia. Porque la criatura no puede entender toda la naturaleza de su Creador. Un Dios que pudiéramos entender completamente, un Dios cuya revelación no nos proporcionara ningún misterio, sería un Dios hecho a la imagen del hombre. Este tipo de Dios es imaginario y, definitivamente, no concuerda con el Dios de las Sagradas Escrituras. El Dios de la Biblia dice: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dice Jehová. Pues así como los cielos son más altos que la tierra, así son mis caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos.” Nos enfrentamos ahora con una de las muchas antinomias en la Biblia.

Estamos seguros que cada antinomia se reconcilia en la sabiduría y en el santo consejo de Dios, pero mientras nosotros no la podemos entender, tenemos que darle el mismo énfasis a cada uno de los principios aparentemente contradictorios; debemos guardar estas verdades de la misma manera en que Dios nos las reveló; y, finalmente, debemos reconocer que es un misterio irresoluble con nuestra mentalidad finita.

Todo esto es más fácil dicho que hecho, claro está. Nuestras mentes aborrecen las antinomias. Nos gusta el orden y la definición, nos gusta aniquilar el misterio de tal modo que a veces nos encontramos tentados a deshacernos de una antinomia por medios ilegítimos. Usamos una verdad para usurpar a la otra, y otras veces nos deshacemos completamente de las dos, pues añoramos una teología bien-ordenada y bien-definida. Nuestra antinomia no se escapa de tales tendencias. La tentación es socavar y debilitar un principio por la manera en que acentuamos el otro: afirmamos tanto la responsabilidad del hombre que Dios ya no es soberano, o acentuamos tanto la soberanía de Dios que el hombre ya no es responsable. Debemos estar seguros de no caer en ninguno de los dos errores, pero nos interesa más la manera en que estas tentaciones surgen en conexión con el evangelismo.

Hablaremos primero de la tentación de enfocarse exclusivamente en la responsabilidad del hombre. Como hemos visto, la responsabilidad humana es un hecho plenamente verdadero. La responsabilidad del hombre a su Creador es algo muy serio, es el hecho fundamental de su vida, es lo que rige la conducta del hombre tanto hacia su Creador como hacia su prójimo. Dios nos hizo seres morales y es de acuerdo a eso que trata con nosotros. Su Palabra se dirige a cada uno de nosotros individualmente, y cada uno es responsable por su reacción a la misma —por su atención o inatención, su creencia o incredulidad, su obediencia o desobediencia. No podemos evadir la responsabilidad de nuestras reacciones hacia la Palabra de Dios. Vivimos bajo Su Ley, y tendremos que responder por la manera en que conducimos nuestras vidas.

El hombre es un pecador, y sin Cristo es culpable y condenado por la Ley de Dios. Por eso necesita el evangelio. Cuando el hombre escucha el evangelio, es responsable por la decisión que hace. El evangelio le da al hombre la elección libre entre la vida y la muerte; es la elección más decisiva que uno puede enfrentar. Cuando presentamos el evangelio a un inconverso, es muy probable que él trate de cegarse a la importancia y urgencia del problema, y así podrá ignorar la advertencia que se le ha dado. En tales casos, nosotros tenemos que insistir que él vea la gravedad de la situación, y que use su elección con prudencia. Cuando predicamos las promesas e invitaciones del evangelio, cuando ofrecemos a los pecadores la sangre redentora de Cristo Jesús, nuestra tarea abarca más que anunciar las buenas nuevas; tenemos que poner y reponer énfasis en la responsabilidad del hombre en cuanto a su reacción al evangelio de la gracia de Dios.

De la misma manera, somos responsables por predicar el evangelio. El mandato de Cristo a sus discípulos fue: “Por tanto, id, y haced discípulos en todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.” Este mandato se dirigió a los discípulos, pero se extiende a toda la Iglesia. El evangelismo es la responsabilidad no enajenable de todo creyente y toda comunidad de creyentes. Todavía estamos comisionados para predicar el evangelio y para hacer que se escuche por toda la tierra. Por lo tanto, el cristiano debe autoevaluar su conciencia preguntándose si ha hecho todo a su alcance para predicar la Palabra por todo el mundo. Esto también es su responsabilidad y tendrá que responder a Dios por ello.

La responsabilidad humana en cuanto al evangelismo se extiende no sólo al oyente sino al predicador también, y en ambos casos es una responsabilidad seria y pesada. A pesar de lo antedicho, no nos podemos olvidar de la soberanía divina. Mientras estemos concientes de nuestra responsabilidad de proclamar el evangelio, nunca debemos olvidar que es Dios quien salva. Es Dios quien trae los hombres a escuchar el evangelio, y es Él quien los lleva a la fe en Cristo. Nuestra obra evangelística es el instrumento de la obra salvadora de Dios; el poder de salvar no se encuentra en el instrumento, sino en la mano que utiliza el instrumento. Nunca debemos olvidar eso. Pues si olvidamos que es Dios quien da resultados cuando se proclama el evangelio, intentaremos dar resultados por nuestro propio esfuerzo. Y si olvidamos que es sólo Dios quien puede dar fe, comenzaremos a pensar que la cantidad de conversiones efectuadas depende de nosotros y nuestros medios y métodos del evangelismo. Si pensamos así, nuestra obra evangelística glorifica a nosotros mismos en vez de glorificar a Dios.

Analicemos esto más a fondo. Si nuestra tarea no es solamente la de presentar las buenas nuevas de Cristo, sino también la de producir conversos —de evangelizar con fidelidad y eficacia— nuestro método de evangelizar debe ser pragmático y calculador. Nuestro equipo, tanto en el evangelismo personal como en la predicación pública, consiste en dos cosas. Además de un entendimiento claro y conciso del significado y la práctica del evangelio, necesitamos una técnica irresistible e infalible para que nuestros oyentes nos escuchen. Entonces, es nuestro deber producir y desarrollar tal técnica. También debemos evaluar la evangelización —la nuestra como la de otros— no sólo por el mensaje que se predica, sino también por los resultados de la predicación. Si nuestra obra no es fructuosa, debemos mejorar nuestra técnica. Debemos pensar en el evangelismo como una lucha entre voluntades, la nuestra contra la de nuestros oyentes, una batalla donde el que tiene las mejores armas gana. Si éste fuera el caso, nuestra filosofía del evangelismo no sería distinta a la filosofía de un lava-cerebros. Tampoco podríamos defender nuestro concepto del evangelismo cuando el mundo nos acusa de hacer lo mismo. Si la producción de creyentes fuera nuestra responsabilidad, entonces ésta sería una buena filosofía del evangelismo, pero no lo es, porque Dios se ha otorgado esa responsabilidad a Sí mismo.

Ésta es una muestra lúcida de lo que sucede cuando nos olvidamos de la soberanía de Dios. Es correcto que reconozcamos nuestro deber de evangelizar agresivamente y con mucho fervor. Es correcto que anhelemos ver a los incrédulos voltear sus rostros a Cristo. Es correcto que deseemos que nuestras presentaciones del evangelio sean claras, fructuosas y eficaces. Si no queremos que nuestras proclamaciones sean eficaces, entonces tenemos un problema muy grave. Pero no es correcto atribuirnos más trabajo de lo que se nos ha asignado. No es correcto, por ejemplo, pensar que somos nosotros los que llevamos el incrédulo a la fe. No es correcto elaborar y desarrollar nuestras propias técnicas y métodos para cumplir lo que sólo Dios puede llevar a cabo. Cuando hacemos esto, nos estamos poniendo en el lugar del Espíritu Santo de Dios, y nos estamos auto-exaltando diciendo que la redención proviene de nuestra propia afán. Sólo podemos esquivar esta blasfemia si dejamos que nuestro conocimiento de la soberanía de Dios controle nuestros planes, nuestras oraciones y nuestra obra en el servicio del Señor. Pues cuando no estamos confiando concientemente en el Señor, estamos confiando en nosotros mismos. No hay nada que le haga más daño al evangelismo que el espíritu de la auto-suficiencia. Pero, lamentablemente, esto es lo que sucede cuando nos olvidamos de la soberanía de Dios en la conversión de almas.

Existe otra tentación que es tan peligrosa como la anterior, es decir, la tentación de enfocarse exclusivamente en la soberanía divina.

Algunos cristianos piensan incesantemente en la soberanía de Dios. Esta verdad se les hace muy importante. Les ha llegado de súbito y con la fuerza de una revelación tremenda. Dirían que este concepto causó una auténtica revolución copérnica en sus vidas cristianas, pues les ha dado un nuevo centro del universo. Anteriormente, ellos habían creído que el hombre era el centro del universo, y que Dios estaba sólo en la circunferencia. Habían pensado en Dios como el espectador y no como el Autor de los sucesos que acontecen en el mundo. Habían postulado que el factor decisivo en cada situación terrenal era el afán del hombre y no el plan de Dios; y habían supuesto que la felicidad del hombre era lo más interesante e importante en el universo, tanto para el hombre mismo como para Dios. Pero ahora ven que este concepto antropo-céntrico es pecaminoso y anti-bíblico. Ahora ven que el propósito de la Biblia es aniquilar este concepto y que tales libros como Deuteronomio, Isaías, el Evangelio según San Juan y la Epístola a los Romanos, derriban el concepto en casi cada versículo. Ahora se dan cuenta que Dios tiene que ser el centro de sus vidas, así como es el centro de la realidad en su propio mundo. Ahora sienten el golpe de la primera pregunta del Catecismo Menor de Westminster:

“¿Cuál es el fin principal del hombre? El fin principal del hombre es glorificar a Dios y (en hacerlo) gozar de Él para siempre.”

Ahora entienden que la manera de hallar la felicidad que promete Dios no es buscarla como fin en sí, sino es olvidarse de uno mismo buscando la gloria de Dios, haciendo Su voluntad y verificando Su poder en las penas y en las alegrías de la vida cotidiana. Ellos saben que la gloria y la alabanza a Dios es la que los absorberá desde ahora hasta la eternidad.

Ven que el significado de sus existencias radica en adorar y exaltar a Dios. En cada situación, en cualquier circunstancia, su mayor preocupación es: ¿Cómo glorificaré más al Señor? ¿Cómo puedo exaltar a Dios en esta circunstancia?

Y ahora entienden, cuando hacen esta pregunta, que aunque Dios usa al hombre para llevar a cabo sus propósitos, en última instancia, nada depende del hombre. Todo depende de Dios que usa al hombre para hacer Su voluntad. También reconocen que Dios ha resuelto cada acontecimiento de antemano, aun antes de que el hombre existiera; y que cuando el hombre se encuentra en una situación, Su mano todavía permanece ahí, ordenando todo de acuerdo a Su voluntad. Ven cómo Dios es Autor de todo lo que hacen, ya sean fracasos y errores o éxitos. Son concientes de que no necesitan preocuparse del arca de Dios como lo hizo Uza, porque Dios sostendrá Su propia causa. Ven que no tienen que cometer el error de Uza de tomar demasiada responsabilidad, y hacer la obra de Dios de una manera prohibida, temiendo que si no fuera hecha así, no se cumpliría. Ya saben que, como Dios está en control, ellos nunca tienen que temer que Dios sufrirá algún daño o pérdida si se limitan a hacer las cosas como Él les ha dicho. Se dan cuenta que hacer las cosas de otra manera sería una transgresión de Su sabiduría y soberanía. Reconocen que el cristiano nunca debe pensar que es indispensable para Dios, ni se debe conducir como si lo fuera. El Dios que lo mandó no lo necesita. Debe entregarse por completo a la obra que Dios le ha asignado, pero nunca debe jactarse de su posición ni pensar que no puede ser reemplazado. Nunca debe decir, “la obra de Dios sería un fracaso si no fuera por mí y el trabajo que yo hago.” No hay porqué pensar así. Dios no depende de nosotros ni de nadie. Aquellos que han empezado a entender la soberanía de Dios pueden ver todo esto, y así intentan realizar la obra del Señor humildemente y, a veces, anónimamente. Por lo tanto, atestiguan su creencia que Dios es grande y reina en el mundo, haciéndose pequeños delante del trono del más grande y conduciéndose de una manera que manifiesta su reconocimiento que lo fructuoso de su obra depende de Dios y sólo de Dios. Y hasta aquí no están equivocados.

Sin embargo, la tentación que les atormenta es exactamente lo opuesto a la que describimos anteriormente. En su deseo de glorificar a Dios por medio del reconocimiento de Su soberanía en la gracia y rechazando cualquier noción de su propia indispensabilidad, están tentados a olvidarse completamente de la responsabilidad de la Iglesia en cuanto al evangelismo. La tentación se formula de la siguiente manera: “Reconocemos que el mundo es injusto, pero Dios se glorifica más cuando nosotros hacemos menos, pues así la obra es plenamente de Él. Lo que debemos hacer es siempre dejar la iniciativa en Sus manos.” Están tentados a suponer que cualquier empeño evangelístico, intrínsecamente, exalta al hombre. Les asusta la idea de rebasar a Dios en su plan evangelístico, y por lo tanto, adoptan una posición militante en contra del evangelismo en sí.

El acontecimiento clásico de este punto de vista se llevó a cabo hace dos siglos cuando el director de la fraternidad de ministros reprendió a Guillermo Carey (por su idea de fundar una sociedad misionera) diciendo: “Siéntate, señor. ¡Cuando Dios se plazca en convertir al incrédulo, lo hará sin la ayuda de tí!” La noción de tomar una iniciativa en buscar a hombres de todo el mundo para Cristo le pareció algo presumida.

Antes de condenar al señor director, sin embargo, debemos de analizar un poco. Lo podemos entender, pues él había comprendido que es Dios quien salva, que esto lo hace de acuerdo a Su voluntad, y que Dios no se arrodilla delante de ningún hombre. También había entendido que sin nosotros Dios es tan poderoso como siempre, que Dios no necesita del hombre. En fin, este señor director entendió el significado completo de la soberanía de Dios. No obstante, se equivocó en no entender el mandato que Cristo le dio a la Iglesia, es decir, la responsabilidad evangelística. Se olvidó de que Dios salva al hombre por medio de los testimonios de Sus siervos y que por eso el deber de predicar el evangelio hasta lo último de la tierra se le ha comisionado a la Iglesia.

Pero esto es algo que nunca debemos olvidar. El mandamiento de Cristo significa que debemos dedicar todos nuestros talentos, esfuerzos y dones a proclamar el evangelio en todas las naciones. La inactividad, el desempeño y la despreocupación frente a la comisión de Cristo son inexcusables. Si hemos de ignorar o quitar prioridad y urgencia al imperativo evangelístico, entonces seremos culpables de mal-interpretar la doctrina de la soberanía divina. No se puede usar una verdad revelada como excusa para el pecado. Dios no nos reveló su naturaleza para que la usáramos como pretexto para desobedecer su mandato.

En la parábola de nuestro Señor acerca de los talentos, los siervos “justos y fieles” son aquellos que avanzan con el plan de su amo haciendo uso fructífero de sus talentos. Y aunque el siervo que escondió sus talentos y no hizo nada para refinarlos se creyó justo y fiel, su amo pensó que era “malvado, perezoso e inútil.” Pues los dones que Cristo nos ha dado son para usarlos; no los podemos ocultar. Esto lo podemos aplicar a nuestra mayordomía del evangelio. La verdad de la salvación nos es dada gratuitamente; no la debemos esconder sino que la debemos proclamar y compartir con nuestro prójimo. La luz no puede ser ocultada en las tinieblas. La luz tiene que brillar, y es nuestro deber asegurar que así se realice. El Señor ha dicho, “Vosotros sois la luz del mundo.…” Por lo tanto, el que no hace todo a su alcance para proclamar el evangelio de nuestro Señor Cristo Jesús, no es un siervo “justo y fiel.”

Ya hemos visto dos trampas opuestas, una Escila y Caribdis (escollos a la navegación) del error. Ambas son el resultado de una visión parcial, o sea de una ceguera parcial. Ambas revelan la terquedad del hombre frente a la antinomia bíblica de la soberanía de Dios y la responsabilidad del hombre. Pero mirar las dos juntas y sus trampas implícitas nos advierte que no podemos oponer las dos verdades ni podemos resaltar una a expensa de la otra. Las dos se funden para advertirnos que ir de un extremo al otro es erróneo y peligroso. Debemos navegar nuestra barca por el estrecho que corre entre Escila y Caribdis, es decir, debemos evitar los dos extremos. Estas dos verdades las debemos creer y usar como la guía y el gobierno en nuestras vidas.

En las siguientes páginas examinaremos estas dos doctrinas en su relación positiva y bíblica. No opondremos la una contra la otra, porque la Biblia no las opone. Tampoco calificaremos o modificaremos una en términos de la otra, pues la Biblia no lo hace así. Pero la Biblia afirma las dos doctrinas con énfasis y audacia en términos autoritarios y no ambiguos y, por lo tanto, ésta será nuestra posición. Se le preguntó una vez a Spurgeon si él podía reconciliar las dos verdades, y él dijo: “Ni lo intentaría, yo nunca reconcilio a los amigos.” Sí, amigos. Éste es el punto que tenemos que entender. En la Biblia, la soberanía divina y la responsabilidad humana no son enemigos.

Tampoco son vecinos molestos ni se encuentran en una perpetua guerra fría. Son amigos y trabajan juntos. Espero que mis observaciones sobre el evangelismo clarifiquen este asunto.

 Packer, J. I. (2008). El Evangelismo y la Soberanía de Dios. (G. A. Martínez, Trad.) (pp. 19–37). Graham, NC: Publicaciones Faro de Gracia.

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La soberanía divina

Alimentemos El Alma

Serie: El Evangelismo Y La Soberanía De Dios

J.I. Packer

Capítulo I

La soberanía divina 1

No intentaré probar la verdad general de la soberanía de Dios en el mundo, pues no hay necesidad. Sé que si usted es cristiano, esto ya lo cree. ¿Cómo lo sé? Bueno, pues, sé que si usted es cristiano, usted ora, y el fundamento de sus oraciones es la seguridad de la soberanía de Dios en el mundo. En sus oraciones, usted pide y agradece. ¿Por qué? Porque sabe que Dios es el autor y la fuente de todo lo que usted tiene ahora y de lo que espera tener en el porvenir. Ésta es la filosofía básica de la oración cristiana. La oración de un cristiano no es un acto que intenta exigir que Dios actúe según nuestros deseos, sino es un reconocimiento humilde de nuestra dependencia y desamparo total. Cuando nos arrodillamos, sabemos que no estamos en control de los eventos de este mundo; asimismo reconocemos que somos impotentes para satisfacer nuestras necesidades terrenales; todo lo que queremos, ya sea para nosotros o para otros, proviene de la mano todopoderosa de Dios. En el Padre Nuestro vemos que éste es el caso aun con “nuestro pan de cada día.” Si la mano de Dios nos provee con nuestras necesidades físicas, sería inconcebible sugerir que no nos provee con nuestras necesidades espirituales. A pesar de lo que postulemos después en discusiones teológicas, todo esto es tan claro cuando estamos orando, como la luz del sol. Efectivamente, lo que hacemos cada vez que nos arrodillamos para orar es reconocer la impotencia de nosotros mismos y la soberanía de Dios. Por lo tanto, el hecho de que un cristiano ore es una confesión positiva de su creencia en la soberanía de Dios.

Tampoco intentaré demostrar la validez de la verdad específica de la soberanía de Dios en cuanto a la salvación. Pues esto usted también lo cree. Esto lo afirmo por dos razones. Primero, usted le da gracias a Dios por su regeneración, y ¿por qué hace usted esto? Porque usted sabe que Dios es el único responsable por ella, pues usted no se salvó a sí mismo, sino que Él fue quien lo salvó. En agradecimiento usted reconoce que su conversión no fue el resultado de su propio afán, sino fue obra de la mano todopoderosa de Dios. Reconoce que su conversión no fue producto del azar, la probabilidad, o las circunstancias ciegas. No fue producto de un accidente que usted asistió a una iglesia cristiana, escuchó el evangelio, y vio que su vida carecía del Señor. Si usted se convirtió por medio de sus propias lecturas de la Biblia o por medio de algunos amigos cristianos, o aun por medio de un evangelista, usted sabe que su arrepentimiento y su fe no provienen de su propia sabiduría y prudencia. Quizá usted buscó y rebuscó a Cristo, quizá usted pasó por muchas tribulaciones en su búsqueda de un significado, y quizá usted leyó y meditó mucho tratando de encontrar una orientación, pero ninguna de esas cosas hace que la salvación sea obra suya. Cuando usted se entregó a Cristo, el acto de fe fue suyo, pero esto no quiere decir que usted se salvó a sí mismo. De hecho, ni se le ocurre pensar que la salvación sea obra suya.

Se siente responsable por sus pecados, indiferencias y obstinaciones frente al mensaje del evangelio, y nunca se glorifica por su santificación en Cristo Jesús. A usted nunca se le ha ocurrido dividir el mérito de su salvación entre sí mismo y Dios. Nunca ha pensado que la contribución decisiva de su salvación fue suya y no de Dios. Usted nunca ha dicho a Dios que, aunque Él le diera la oportunidad de la salvación, usted se da cuenta de que no hay que darle gracias a Él porque usted mismo tuvo la astucia de aprovechar la oportunidad. Su corazón se repugna y sus rodillas tiemblan al pensar en hablarle a Dios de esa manera. Pues nosotros agradecemos que Dios nos haya dado un Cristo de quien recibir confianza, consuelo, fe y arrepentimiento. Desde su conversión, su corazón le ha guiado de esta manera. Usted da toda la gloria a Dios por todo lo que Él hizo en salvarle, y usted sabe que sería blasfemia y soberbia no agradecerle por llevarle a la fe. Entonces, en su concepto de la fe y cómo la fe es otorgada, usted cree en la soberanía divina; así también creen todos los cristianos en el mundo.

En conexión a esto, será de gran beneficio escuchar unas palabras de una conversación entre Charles Simeon y John Wesley, anotada el 20 de diciembre de 1784 en el Diario de Wesley.

“Señor, entiendo que a usted se le llama un Arminiano, y a mí a menudo me llaman un Calvinista; por lo tanto, entiendo que debemos sacar nuestras espadas. Pero antes del comienzo de la batalla, con su permiso le haré algunas preguntas… Disculpe, buen señor, ¿se siente usted una criatura depravada, tan depravada que nunca hubiera contemplado voltear su rostro a Dios, si Dios no hubiera puesto esa disposición en su corazón de antemano?”

“Sí,” contesta el veterano, “definitivamente soy una criatura depravadísima y no puedo hacer nada por mi propia disposición.”

“Y ¿se siente usted inquieto al recomendarse a sí mismo a Dios por su propio mérito, o busca usted la salvación sólo por la sangre y justicia de Jesucristo?”

“Sí, no hay otro camino a la salvación que no sea por Cristo.”

“Pero suponemos, mi apreciado señor, que usted fue salvado primero por Cristo, ¿no necesitará usted salvarse luego por obras?”

“No, Cristo salva desde el principio hasta el fin.”

“Si admite usted que Dios volteó el rostro de usted a Él por medio de la gracia, ¿seguirá usted el camino estrecho de la salvación por sus propios esfuerzos?”

“No.”

“Entonces ¿será usted guiado a cada hora y a cada minuto como un bebé en los brazos de su madre?”

“Sí, así me guiará Dios.”

“Y ¿está toda su esperanza de llegar al Lugar Santísimo envuelto en la gracia y misericordia de Dios?”

“Sí, toda mi esperanza está en El.”

“Entonces, señor, con su permiso guardaré de nuevo mi espada, porque éste es mi Calvinismo, ésta mi elección, mi justificación por fe, mi perseverancia final; en fin, es en sustancia todo lo que creo, y así lo creo; y, por lo tanto, en vez de buscar términos y frases que nos separen, busquemos mejor aquellas cosas en las cuales estamos de acuerdo.”

La segunda manera en que reconocemos la soberanía de Dios en la salvación es que oramos por la conversión de otros. Ahora, ¿sobre qué fundamento debemos interceder por ellos? ¿Nos limitamos a pedirle a Dios que los lleve a un punto donde ellos mismos puedan decidir si quieren ser salvos, independientemente de Él? Yo dudo que usted ore así. Creo, más bien, que usted ora en términos categóricos que Dios, simple y decisivamente, los salve; que Él les abra los ojos ciegos, endulce sus corazones amargos, renueve sus naturalezas depravadas e incite sus voluntades para recibir a Jesucristo como su Salvador. Usted le pide a Dios que prepare todo lo necesario para que ellos puedan ser salvos. Usted nunca le pediría a Dios que no los lleve a la fe, porque usted ya sabe que eso es algo que Dios no puede hacer. ¡Nunca haría usted tal cosa! Cuando usted ora por los incrédulos, reconoce que está dentro del poder de Dios llevarlos a la fe. Pide que Él lo haga, y reposa en el conocimiento que Su poder es lo suficientemente grande para cumplir con su petición. El poder de Dios es aún más grande: esta creencia que anima su intercesión es la gran verdad de Dios escrita en nuestros corazones por la obra milagrosa del Espíritu Santo. Entonces, cuando usted ora (y cuando un cristiano ora es de lo más sano y sabio), usted sabe que es Dios quien salva al hombre; usted sabe que lo que hace a los hombres voltear sus rostros hacia Cristo es la voz misericordiosa de Dios llamándolos hacia Él. Por consiguiente, tanto por la práctica de intercesión para otros como por el hecho de dar gracias por nuestra propia salvación, nos damos cuenta de que la gracia de Dios es soberana, y así es que todos los cristianos en el mundo reconocen la gracia soberana de Dios.

Hay una controversia perenne en la Iglesia concerniente al señorío de Dios en cuanto a la conducta humana y la fe redentora. Lo que se dijo anteriormente debe definir nuestra posición al respecto. La esencia del problema es distinta a lo que aparenta. Pues no es cierto que algunos cristianos creen en la soberanía divina mientras que otros adoptan una perspectiva opuesta. La verdad es que todo cristiano cree en la soberanía divina, pero algunos no saben que lo creen; así, imaginan e insisten que rechazan la doctrina. ¿Cuál es la causa de esta situación inoportuna? La raíz del problema es la misma de casi todos los problemas en la Iglesia —la introducción de especulaciones racionalistas, la pasión por la consistencia sistematizada, el rechazo del misterio, la idea de que Dios no puede ser más sabio que el hombre y la subyugación de las Escrituras a la lógica humana. La Biblia enseña que el hombre es responsable por sus acciones, pero el hombre no ve (ni puede ver) cómo esto puede compaginar con el señorío soberano de Dios. Creen que las dos ideas no pueden co-existir, aunque co-existen en la Biblia y, por lo tanto rechazan la idea bíblica de la soberanía, para preservar la idea de la responsabilidad humana. El deseo de simplificar la Biblia por medio del abandono de doctrinas bíblicas es un acto de lo más natural para nuestras mentes perversas y depravadas. Tampoco nos sorprende que aun los hombres más buenos se encuentren atrapados por esa inclinación. Ésta es la razón por la que esta controversia ha persistido en la Iglesia por tantos siglos. Sin embargo, la ironía de la situación se manifiesta cuando los defensores de cada partido oran. En la oración vemos que aquellos que rechazan la doctrina realmente lo afirman con la misma certeza que aquellos que la defienden.

¿Cómo ora usted? ¿Pide usted su pan de cada día? ¿Usted le agradece a Dios por su salvación? ¿Ora usted por la conversión de otros? Si ha contestado “no”, sólo puedo decir que dudo que usted haya nacido de nuevo. Pero si ha contestado “sí”, pues eso afirma que, a pesar de cómo usted había pensado antes con respecto a este tema teológico, en su corazón usted cree en la soberanía de Dios, así como cualquier otro cristiano. De pie podemos construir argumento tras argumento, pero de rodillas todos estamos de acuerdo. Y ahora, tomemos este acuerdo como punto de partida.

 Packer, J. I. (2008). El Evangelismo y la Soberanía de Dios. (G. A. Martínez, Trad.) (pp. 11–17). Graham, NC: Publicaciones Faro de Gracia.

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