Ser fiel y dar frutos

Por Nicholas T. Batzig

Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El éxito

Richard Greenham, uno de los renombrados teólogos puritanos del siglo XVI, fue muy querido en su época por la ayuda espiritual que supuso para muchos creyentes de Inglaterra, como también para sus compañeros ministros. Un buen número de pastores puritanos enviaban a sus congregantes a Greenham para lo que consideraban los «casos de conciencia» más difíciles. No obstante, Greenham expresó su pesar por no ver muchos frutos en su propia congregación de Dry Drayton —la pequeñísima ciudad rural en la que ejercía como pastor— durante sus casi veintiún años de ministerio allí. Al reflexionar sobre el estado espiritual de su congregación, Greenham habló de «enfermedad de sermones» y de «falta de fruto». Un escritor describió una vez el ministerio de Greenham en Dry Drayton en los siguientes términos: «Tenía pastos verdes, pero las ovejas estaban demasiado flacas». Tras su muerte, la pequeña congregación de Dry Drayton creció espiritualmente y prosperó numéricamente bajo el sucesor de Greenham. Alguien le preguntó una vez al ministro sucesor qué había hecho para experimentar tal crecimiento. Sin vacilar, indicó que era el fruto de la fiel labor de Greenham. Aunque Richard Greenham nunca vivió para ver ese fruto entre la gente que pastoreaba, su fidelidad en Dry Drayton fue decisiva para preparar los campos de la congregación para que dieran fruto en los años venideros.

Comprender la relación entre el ser fiel y el dar frutos no es de poca importancia para aquellos que derraman su vida en el ministerio del evangelio. También lo es para todos los creyentes. Una pregunta con la que con frecuencia se enfrenta la mente, tanto de ministros como de congregantes, es esta: ¿Cómo sé que mis labores por la causa de Cristo han sido fructíferas?

Es importante que establezcamos primero la enseñanza bíblica sobre el dar frutos. Cuando los fariseos acudieron a Juan para que los bautizara, él les dijo: «Dad frutos dignos de arrepentimiento» (Lc 3:8). Del mismo modo, Jesús dijo: «Todo árbol bueno da frutos» (Mt 7:17). Además, Jesús aseguró que, cuando la semilla de la Palabra de Dios cae en un corazón regenerado, «este sí da fruto» (13:23). El apóstol Pablo reveló que se preocupaba profundamente por la fecundidad en el ministerio cuando dijo a la iglesia de Filipos: «… si el vivir en la carne, esto significa para mí una labor fructífera…» (Flp 1:22). El apóstol también se preocupó profundamente por la fecundidad en la vida y el trabajo de los creyentes. Cuando escribió a la iglesia de Colosas, recordó a los creyentes la forma en que el evangelio había ido «dando fruto constantemente y creciendo, así lo ha estado haciendo también en vosotros, desde el día que oísteis y comprendisteis la gracia de Dios en verdad» (Col 1:6). Y por supuesto, nuestra mente vuelve una y otra vez al célebre pasaje del apóstol sobre el fruto del Espíritu (Gal 5:22-23). Cuando consideramos las enseñanzas de Jesús y los apóstoles, descubrimos que el dar frutos es la obra de Dios, basada en la obra salvadora de Cristo y producida soberanamente por Su Espíritu tanto en las vidas (carácter piadoso) como en las labores (obra del Reino) de Su pueblo.

Pero ¿qué determina la naturaleza de la fecundidad? ¿Es la fecundidad proporcional a nuestro trabajo? ¿O simplemente debemos procurar ser fieles y dejar que ocurra lo que ocurra? Afortunadamente, las Escrituras nos proporcionan una serie de respuestas a estas preguntas sobre la relación entre la fidelidad y el dar frutos.

El dar frutos es, en última instancia, la obra de Dios, que sucede cuando nos comprometemos con Él para procurar ser fieles en todos los aspectos de nuestra vida y en todo aquello a lo que Él nos llama. Debemos resistir la tentación de ver la fecundidad del mismo modo en que un corredor de bolsa ve su cartera. Es un error espiritual de enormes proporciones el mirar nuestras vidas y trabajos y decir: «Si hago esto hoy y esto mañana, el resultado será x, y o z». El apóstol Pablo, al defender su propio ministerio contra los ministros que se jactaban de sus propios logros, escribió: «Yo planté, Apolos regó, pero Dios ha dado el crecimiento» (1 Co 3:6-7). El salmista, en términos inequívocos, enseñó el mismo principio cuando escribió: «Si el SEÑOR no edifica la casa, en vano trabajan los que la edifican» (Sal 127:1). Cuanto más logremos comprender y abrazar este principio, más preparados estaremos para comprometernos con Él de tal manera que estemos dispuestos a ser utilizados de la forma que Él desee.

Aunque reconozcamos que el dar frutos es obra de Dios, debemos entender que la diligencia es un componente esencial de vivir y obrar fielmente. Una vez que reconocemos que la fecundidad es obra de Dios, pudiera introducirse en nuestro pensamiento una forma sutil de hipercalvinismo. Podemos empezar a pensar para nosotros mismos, o encontrarnos diciendo a otros, cosas como: «Realmente no importa lo que hagamos porque, al final, todo es obra de Dios». Curiosamente, en la misma carta en la que admitió que «Dios ha dado el crecimiento», Pablo declaró: «He trabajado mucho más que todos ellos, aunque no yo, sino la gracia de Dios en mí» (1 Co 15:10). En Proverbios, Salomón observó sabiamente: «La mano de los diligentes gobernará» (Pr 12:24). Un autor resume de forma útil nuestra responsabilidad de ser diligentes en nuestras labores espirituales cuando dice: «Puedes hacer el ministerio con la ayuda de Dios, así que da todo lo que tienes. No puedes hacer el ministerio sin la ayuda de Dios, así que ten paz». Esto es cierto en todas las esferas en las que el creyente trata de ser fiel a Dios. La diligencia en llevar a cabo fielmente aquellas cosas a las que Dios nos ha llamado conducirá, en última instancia, a dar frutos.

La destreza es otro aspecto vital de la fidelidad que da frutos. Hay muchas cosas que nunca haré porque Dios no me ha dado los dones ni la vocación para hacerlas. Nunca practicaré un deporte profesional ni seré concertista de piano. Nunca seré físico nuclear ni cardiólogo. Estoy completamente satisfecho con el hecho de que no he sido dotado para ello. Del mismo modo, Dios no llama a todos los creyentes al ministerio del evangelio a tiempo completo. Considera el encargo del apóstol a los creyentes de Roma:

Pero teniendo dones que difieren, según la gracia que nos ha sido dada, usémoslos: si el de profecía, úsese en proporción a la fe; si el de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación; el que da, con liberalidad; el que dirige, con diligencia; el que muestra misericordia, con alegría (Rom 12:6-8).

También debemos darnos cuenta de que el dar frutos no depende de las circunstancias ni de la posición. Podemos convencernos equivocadamente a nosotros mismos de que cuanto más grande sea la plataforma, más fruto se obtendrá. Podemos caer en la trampa de pensar en el fruto espiritual en términos mundanos, y actuar como si los individuos que tienen un talento natural, que son ricos o que tienen influencias fueran los que tengan más probabilidades de dar frutos. Sin embargo, el apóstol Pablo dio este recordatorio tan necesario a la iglesia de Corinto:

No hubo muchos sabios conforme a la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que Dios ha escogido lo necio del mundo, para avergonzar a los sabios; y Dios ha escogido lo débil del mundo, para avergonzar a lo que es fuerte; y lo vil y despreciado del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para anular lo que es; para que nadie se jacte delante de Dios (1 Co 1:26-29).

Considera el fruto que el apóstol vio en su propio ministerio mientras estaba encarcelado. El Señor utilizó a Pablo, no para la conversión del César, sino para la conversión de algunos de los guardias de la prisión del César. Además, Pablo le dijo a Filemón que Onésimo, su siervo fugitivo, «en otro tiempo te era inútil, pero ahora nos es útil a ti y a mí» (Flm 1:11; Col 4:9). Este es un excelente ejemplo del tipo de individuos improbables e inesperados a los que Dios pone a dar frutos.

Además, también debemos recordar que el dar frutos se produce en diferentes momentos y estaciones. No podemos saber cuándo aparecerá un fruto espiritual. Se nos dice que los santos del gran salón de la fe tuvieron diferentes resultados en sus fieles vidas y labores (Heb 11). Algunos triunfaron sometiendo reinos, obrando la justicia, obteniendo promesas, cerrando la boca de los leones, apagando la violencia del fuego, escapando del filo de la espada, etc. Otros sufrieron siendo torturados, no aceptando la liberación, soportando burlas y azotes, siendo encadenados y encarcelados, siendo apedreados, siendo aserrados en dos, vagando por desiertos y montañas y en cuevas y guaridas. Sin embargo, al final, todos ellos recibieron en gloria el fruto supremo de sus labores. El Cristo exaltado da a cada uno su corona de vencedor. En la resurrección, experimentarán el fruto pleno de sus vidas y obras, junto con todos los santos.

En última instancia, la muerte y resurrección de Jesús es el fundamento de nuestra fidelidad y fecundidad. «Vuestro trabajo en el Señor», explicó Pablo, «no es en vano», porque Cristo ha resucitado de entre los muertos (considera 1 Co 15:58 a la luz del contexto más amplio del capítulo). La muerte y la resurrección de Jesús han asegurado el fruto espiritual en la vida de Su pueblo. En última instancia, todos nuestros frutos proceden de nuestra unión con Jesucristo, la vid que da vida y fruto (Jn 15:1-11, 16). Cristo está comprometido a hacernos fructíferos en nuestras vidas y labores para que Dios obtenga la gloria por la obra que ha realizado en Su pueblo. Si procuramos ser firmes e inamovibles en todo aquello a lo que el Señor nos llama en Su Palabra, podemos estar seguros de que «[nuestro] trabajo en el Señor no es en vano».

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Nicholas T. Batzig
El Rev. Nicholas T. Batzig es editor asociado de Ligonier Ministries. Escribe en su blog Feeding on Christ.

El éxito vocacional

El éxito vocacional
Por Eric B. Watkins

Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El éxito

Ya sea en el ámbito de la paternidad, de las relaciones o de nuestra vocación, todos aspiramos al éxito. El éxito vocacional se encuentra en el corazón del sueño americano, que enseña que, si uno trabaja lo suficientemente duro y durante el tiempo suficiente, lo más probable es que tenga éxito. Pero ¿cómo medimos el éxito desde un punto de vista cristiano? ¿Es por la cantidad de dinero que ganamos? ¿Por las tantas cosas que poseemos? ¿Es por el número de personas que nos consideran exitosos?

En Mateo 25:14-30, Jesús cuenta la parábola de tres siervos, de los cuales los dos primeros fueron declarados fieles pero el último fue declarado infiel. Los dos primeros fueron fieles porque, cuando su amo partió para un largo viaje, los siervos tomaron lo que el amo les había confiado y lo invirtieron cuidadosamente. A la vuelta del amo, esto había producido un gran beneficio. El amo se alegró y les confió aún más. Pero el tercer siervo no amaba ni respetaba a su amo. En un acto de autopreservación y desinterés, escondió el dinero de su amo en la tierra y, a la vuelta de este, le devolvió el dinero sin haberlo invertido. El discurso que el siervo dirige a su amo revela que en verdad no amaba ni respetaba a su amo, por lo que ese siervo desperdició su tiempo y la confianza de su amo. El amo procedió a reprender y a expulsar al siervo infiel.

Esta parábola plantea una pregunta aleccionadora: ¿Cuánto amamos y respetamos a nuestro Amo celestial? Según la parábola, la respuesta se encuentra en la forma en que servimos a nuestro Amo con los talentos y tesoros que Él nos ha confiado. El éxito de los dos primeros siervos no radicaba en que su trabajo diera un resultado provechoso, sino simplemente en que habían sido fieles con lo que el amo les había dado. Jesús no los elogia por tener el «toque de Midas» en la inversión, sino simplemente por ser fieles. La bendición que les da es la que todos deberíamos desear oír en el día de Su regreso: «Bien, siervo bueno y fiel». ¿Qué puede ser más dulce que escuchar a Jesús decirnos eso?

El éxito vocacional debe verse desde esta perspectiva. Dios nos creó tanto para trabajar como para descansar. El trabajo es natural. Es un don de Dios y está en el corazón de lo que significa ser creado a Su imagen. Dios mismo trabajó y luego descansó. El hombre, como hijo fiel creado a imagen de Dios, debe trabajar y descansar, y todo para la gloria de Dios (1 Co 10:31). La razón por la que el éxito es a veces una meta ilusoria es que la caída de la humanidad en el pecado afectó no solo a nuestras almas, sino también a nuestros cuerpos y mentes. Ya no amamos las cosas para las que fuimos creados para amar en la inocencia y pureza que Adán conoció antes de la caída. Al igual que nuestra relación con Dios se vio afectada por el pecado, también lo hizo nuestra relación con el orden creado. La caída provocó una relación problemática, en la que ahora crecen espinas y cardos entre las flores de la creación de Dios. El sudor que resbala por nuestra frente se mezcla a menudo con la ansiedad, ya que nuestro trabajo está salpicado de numerosas frustraciones y decepciones. A veces, la molestia de nuestros trabajos parece tan grande que es difícil no levantar las manos junto al predicador de Eclesiastés y declarar que «todo es vanidad y correr tras el viento» (Ec 2:17).

Es aquí donde tenemos que recordar que no debemos mirar las cosas —incluso el éxito— como las mira el mundo. Aunque es cierto que los efectos de la caída permean todo lo que hacemos, la obra de Cristo nos redime y transforma nuestra perspectiva de todas las cosas, incluidas nuestras labores. Dado que Cristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte, nos ha convertido en nuevas criaturas cuya identidad se encuentra en Él, al igual que nuestro éxito. La Confesión de Westminster nos dice que, en la medida en que nuestras buenas obras se realicen con fe y obediencia hacia Dios, le son agradables y le dan gloria y honor. Pero lo que hace que nuestras buenas obras sean, en última instancia, aceptables para Dios, es que son aceptadas «en Él» (CFW 16.6). Dios se complace en considerar nuestras buenas obras, incluido el trabajo que realizamos en nuestras vocaciones, como hechas en Cristo, y al hacerlo, se complace en nosotros. Esto no significa que nuestro trabajo vaya a ser perfecto en esta vida, pero sí que a los ojos de Dios es agradable y aceptable. Así, el éxito genuino para nosotros puede encontrarse cuando nos damos cuenta de que solo por estar en Cristo cualquier cosa que hagamos es agradable a Dios. Por lo tanto, porque estamos en Cristo, nuestro trabajo «bajo el sol» es redimido y agradable a los ojos de Dios.

Sobre esta base de que hemos sido redimidos en Cristo mediante el evangelio, nos damos cuenta de la belleza y la importancia de esforzarnos por obrar de maneras en que agrademos a Dios. Él no simplemente nos ha redimido de algo; también nos ha redimido para algo. Según Efesios 2:10, hemos sido «creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas». Esto ciertamente incluye nuestras vocaciones. Dios nos ha recreado a la imagen de Cristo y nos ha dotado de la capacidad para trabajar de una manera que le agrade.

El famoso corredor presbiteriano escocés Eric Liddell, que guardaba el sábado, es recordado por decir: «Dios me hizo rápido. Y cuando corro, siento Su placer». Aunque la mayoría de nosotros no vamos a correr nunca en las olimpiadas, lo que dijo Liddell lo puede decir cada miembro del pueblo de Dios. Dios nos ha creado en Cristo Jesús para buenas obras —incluidas nuestras vocaciones— y cuando realizamos esas obras lo mejor que podemos, deberíamos sentir el placer de Dios. Para ampliar la analogía, lo que más importa no es que ganemos la carrera (que consigamos el ascenso, que ganemos más dinero o que tengamos la oficina más grande), sino que nos esforcemos con lo mejor de nuestras capacidades dadas por Dios para agradarle en todo lo que hacemos. Lo que más nos agrada debe ser lo que más agrada a Dios. El verdadero éxito no se puede cuantificar fácilmente. No es el éxito tal y como lo mide el mundo. Más bien, es esforzarse por hacer incluso las pequeñas cosas que hacemos cuando nadie nos mira de una manera que honre a Dios y demuestre que tenemos una relación adecuada con la creación y, lo que es más importante, con el Dios de la creación.

La Biblia nos recuerda repetidamente que solo Dios puede hacer prosperar nuestro trabajo. No es simplemente por la fuerza de nuestras manos o por nuestra fuerza de voluntad que llega el éxito. Ya sea que nuestras vocaciones estén dentro o fuera de la iglesia, es solo Dios quien da el crecimiento. En Su providencia, perfectamente sabia, a veces trabajamos con diligencia para Su honor y, sin embargo, no vemos el fruto de nuestra labor como habríamos deseado. Y hay otras veces en las que no trabajamos tan bien o tan fielmente como deberíamos y, sin embargo, Dios hace que nuestro trabajo prospere a pesar de nosotros. Es por eso que no podemos medir el éxito simplemente cuantificando los resultados visibles. Tenemos que esforzarnos por ver las cosas como las ve Dios y por medirlas como Dios las mide, no con la sabiduría mundana, sino con la sabiduría del Espíritu.

En este sentido, todo trabajo nuestro, sea cual sea, es un aspecto de la obra del Reino. Todo trabajo nuestro puede traer honor y gloria a Dios, y ser un aspecto de nuestro testimonio cristiano ante un mundo que nos observa. Por eso los cristianos deben trabajar mucho y descansar bien. Ambas cosas son importantes. Aunque Dios nos creó para trabajar, no nos creó exclusivamente para trabajar. Adán debía tener una semana de trabajo razonablemente constante, con seis días de trabajo y uno de descanso. Parece que en nuestra cultura nos hemos desviado hacia los extremos: o bien caemos en prácticas perezosas y no somos diligentes en nuestro trabajo, o bien nos convertimos en adictos al trabajo que parecen nunca detenerse ni descansar de la manera en que Dios lo diseñó. Ninguno de estos enfoques es bíblico ni saludable. Abstenerse de trabajar diligente y fielmente es negar tanto la belleza de la creación como la belleza mayor de la redención en Cristo. En Su perfecta sabiduría, Dios dotó nuestra semana de trabajo de un descanso sabático. Todo en nosotros necesita descanso. Nuestros cuerpos, sí, pero también nuestras almas.

Como parte de nuestro esfuerzo por glorificar y disfrutar de Dios en todo lo que hacemos, necesitamos descansar de nuestras labores en este mundo de forma regular y centrarnos en el bendito descanso del cielo mismo. Descansar y adorar en el día del Señor nos proporciona un agradable y rejuvenecedor anticipo del cielo. Trabajar sin descansar es actuar como si fuéramos esclavos condenados sin esperanza de redención de la maldición del pecado que ha cargado nuestras labores; y sin embargo, abstenernos de trabajar fielmente es una negación funcional de que hemos sido creados y recreados a imagen de Dios. Por tanto, nuestras vocaciones no son simplemente un medio para mantenernos a nosotros mismos y a nuestras familias; son oportunidades para utilizar nuestros «talentos» con la mayor fidelidad y diligencia que podamos, todo ello para la gloria de Dios.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Eric B. Watkins
El Dr. Eric B. Watkins es el pastor principal de Covenant Presbyterian Church (OPC) en St. Augustine, Florida, y autor de The Drama of Preaching [El drama de la predicación].

El éxito bíblico

Serie: El éxito

Por Lain Duguid

Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El éxito

Qué significa tener éxito? Solemos pensar que el éxito implica alcanzar determinados objetivos personales y profesionales: prosperar económicamente, ser respetado por los compañeros, formar una familia sólida, etc. Medimos el éxito en términos de recibir honores, llegar a la cima, ser admirado, alcanzar riquezas o hacerse notar. Mientras tanto, el fracaso significa ser pobre o insignificante, ser impopular o desagradable, o ser objeto de vergüenza. Incluso en el ministerio, a menudo calificamos como «éxito» tener una congregación grande o de rápido crecimiento, combinada con una reputación de buen pastor o predicador, mientras que «fracaso» significa un rebaño pequeño o que decrece, o tener que dejar una iglesia por dificultades o diferencias con su dirección.

Por supuesto, los distintos aspectos de esta definición de éxito son valorados de forma diferente por distintas personas. Una persona puede tenerlo todo económicamente y, sin embargo, sentirse fracasada porque le falta popularidad, lo único que realmente le importa. Otra puede parecer que no tiene nada y, sin embargo, sentirse triunfadora porque ha logrado sus objetivos en un ámbito diferente. En la vida eclesiástica hay pastores de iglesias grandes que no se sienten exitosos porque envidian a aquellos cuyas iglesias son aún más prominentes, mientras que algunos que pastorean pequeños rebaños se sienten satisfechos amando bien a los que Dios ha puesto bajo su mando. El «éxito» y el «fracaso» son evaluaciones muy subjetivas de nuestra propia situación y de los otros que nos rodean.

Sin embargo, los seres humanos somos unos jueces extraordinariamente malos para el éxito y el fracaso. Por un lado, a menudo utilizamos las varas de medir equivocadas. Las personas que juzgamos como «exitosas» —los ricos, los poderosos, los influyentes y los atractivos— no reciben ninguna alabanza especial en el Reino de Dios. Mientras tanto, aquellos a quienes menospreciamos como fracasados —los pobres, los quebrantados y las personas sin importancia— son a menudo aquellos por los que parece que Dios tiene una preocupación especial. Según Jesús, es posible ganar el mundo entero —triunfar sobre casi cualquier criterio humano— y aun así fracasar en la vida por perder el alma en el proceso (Mt 16:26). Al mismo tiempo, Jesús declara que es posible perder todas tus posesiones, relaciones y estatus, y aun así tener éxito en lo que realmente importa: tu relación con Dios (Mr 10:28-30).

Además, a menudo hacemos juicios prematuros. Juzgamos basándonos en las apariencias actuales, evaluando a las personas como si conociéramos el desenlace de su historia. En realidad, el final de la historia no se contará en este mundo, sino en el mundo venidero, donde algunos que ahora son los primeros («exitosos») serán los últimos, mientras que otros que ahora son juzgados como últimos («fracasados») serán los primeros en el Reino de Dios (Mr 10:31). Las medidas del éxito en el Reino invertido de Dios no son las mismas que las de esta época.

Por supuesto, la sabiduría bíblica no se limita a dar la vuelta a la sabiduría convencional para que ahora los pobres y los humildes se consideren automáticamente triunfadores, mientras se descarta de plano a quien tiene riqueza o rango. Ciertamente, hay personas en la Biblia que utilizaron su riqueza o su posición elevada con sabiduría, como José o Daniel. Incluso en un entorno pagano, estos hombres sirvieron fielmente al Señor en el más alto nivel de gobierno. Asimismo, José de Arimatea utilizó su riqueza para proporcionar una tumba a Jesús tras Su crucifixión (Mt 27:57-59). Pero más que la riqueza o la posición, lo que estos hombres tenían en común era que servían primero al Señor y a Su Reino, con los recursos que Él les dio.

Con toda seguridad esto es lo que significa tener éxito desde una perspectiva bíblica. En lugar de servir a los objetivos de nuestros propios reinos personales, cualesquiera que estos sean —comodidad, aprobación, dinero, etc.— la persona exitosa pone en primer lugar al Reino de Dios. Está dispuesta a renunciar a cualquiera de estas cosas si se interponen en el camino de servir a Dios, o a utilizarlas para Dios como recursos sobre los que es un mayordomo que un día será llamado a rendir cuentas (ver Mt 25:14-30). El mayordomo que tiene éxito no es aquel al que se le confían más recursos, sean del tipo que sean, sino el que es administrador fiel de los recursos que se le han confiado (Mt 25:21).

Así, la persona a la que se le ha confiado una casa grande debería preguntarse cómo esa casa puede ser un recurso para el Reino, tal vez acogiendo actos de la iglesia u hospedando misioneros visitantes. La persona con dones para los negocios debería utilizarlos sabiamente para construir un negocio que beneficie a sus clientes y a la comunidad, además de a sí misma. La persona que sabe hablar debe hacerlo de forma que edifique a la gente: esto puede incluir la predicación, en el caso de aquellos que estén llamados a esa labor, pero también puede ser en su momento una palabra amable a una joven madre con luchas o a un adolescente perdido. Hay muchas formas de servir al Reino de Dios que pasan desapercibidas para muchos de los que nos rodean pero que, sin embargo, constituyen el éxito.

Un aspecto del éxito que fácilmente elude nuestra atención es estar arraigado y cimentado en la Palabra de Dios. Esto, según el Salmo 1, es una marca clave de las personas de éxito («bienaventurados»). Estas personas se deleitan en la Palabra de Dios, meditando en ella de día y de noche, ponderando la sabiduría de las leyes de Dios, así como la belleza del evangelio (Sal 1:2). También serán sabios en sus relaciones (v. 1). Estas personas florecerán como un árbol bien regado, con hojas verdes y frutos abundantes a su tiempo (v. 3). Estas personas resistirán la prueba definitiva, el día del juicio (vv. 5-6). Este tipo de personas no son fáciles de encontrar en este tiempo. El escritor del Salmo 73 estuvo a punto de tropezar al ver la prosperidad de los impíos, que parecían florecer mientras la gente piadosa luchaba (vv. 2-4). Él también necesitaba desarrollar una perspectiva a largo plazo que percibiera el destino final de los dos grupos (vv. 17-20).

Por supuesto, ninguno de nosotros puede estar verdaderamente a la altura de semejante estándar de éxito. ¿Quién de nosotros se deleita realmente en la Palabra de Dios día y noche? La mayoría de las veces, nos distraemos fácilmente con cosas de mucho menos valor e importancia, ya sea Internet, libros, películas o televisión. ¿Quién de nosotros es verdaderamente fiel con los dones que se nos han dado, ya sea nuestro tiempo, nuestros talentos o nuestro patrimonio? Desperdiciamos las oportunidades para hacer el bien a los demás, mientras gastamos cantidades desmesuradas de estas cosas en nosotros mismos y nuestra propia comodidad. Si se nos juzga según la norma de la Palabra de Dios, todos somos unos fracasados, unos siervos inútiles, que merecen ser arrojados a las tinieblas de afuera (Mt 25:30).

Sin embargo, la belleza del Reino de Dios es que no se requiere el éxito para entrar. La puerta está abierta de par en par a los fracasados y a los pródigos, aquellos que han despilfarrado sus recursos (que en realidad desde el principio eran recursos de Dios) en festines y vida desenfrenada o, en algunos casos, en el acaparamiento miserable de cosas con las que pudimos haber bendecido ricamente a otros. Estas son buenas noticias para nosotros, pues en lugar de buscar primero el reino de Dios, nuestros corazones muchas veces han atesorado cosas terrenales —cosas que se oxidarán, se abollarán y se estropearán— en vez de buscar cosas que tienen un valor eterno. Hemos perseguido la reputación personal y la aclamación, ignorando las demandas de la gloria de Dios sobre nuestras vidas y nuestras posesiones.

Por eso necesitamos desesperadamente el éxito que Jesucristo logró en nuestro favor. No parecía un éxito según la lógica habitual de este mundo. Abandonó las habitaciones de la gloria celestial y nació en un establo de una comunidad atrasada al borde del mundo civilizado. Fue el mentor de un pequeño grupo de discípulos que discutían constantemente entre ellos sobre quién era el más grande, sin entender Sus enseñanzas más sencillas. Al final, todos abandonaron a Jesús y huyeron, negando en algunos casos el haberle conocido. Luego fue crucificado, el castigo reservado para los criminales más atroces y despreciados. Este no es el tipo de currículum que el mundo considera como «éxito».

Sin embargo, en todo esto, Jesús buscó el Reino de Su Padre por encima de Sus propios intereses, dando Su vida por los Suyos. Atesoró la Palabra de Dios en Su corazón y se deleitó en Su comunión con el Padre. Al final de Su sufrimiento, encomendó Su espíritu en las manos de Su Padre, confiado en que el precio que pagó cumpliría Sus objetivos. Al cabo de tres días, resucitó triunfante y ascendió al cielo, donde Su nombre es ahora exaltado sobre todo nombre. Un día, toda rodilla se doblará ante Él y reconocerá que Él es la verdadera medida del éxito.

Como resultado, todos los que están unidos a Cristo están vinculados para siempre a Su gloria. La medida de nuestro éxito no puede definirse por lo que logremos en esta tierra, sino que ya ha sido definida por el hecho de que estamos en Cristo. Esto es lo que nos libera para gastarnos a nosotros mismos y todo lo que tenemos en el servicio al Reino de Cristo. Y es esto lo que también nos libera de la culpa aplastante por nuestros fracasos pasados y presentes en tomar nuestra cruz y seguirle. El hecho de que yo «tenga éxito» o «fracase» —según cualquier criterio— en última instancia no cuenta para nada. Lo que cuenta es el hecho de que Cristo ha triunfado por mí, en mi lugar. Mi única esperanza y jactancia no descansan en mi fidelidad, sino en el hecho de que, ya sea yo rico o pobre, prominente o desconocido, débil o fuerte, mi fiel Salvador me ha amado y se ha entregado por mí. Ese es todo el éxito que yo —y cualquier otra persona— necesitaremos jamás.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Lain Duguid
El Dr. Lain Duguid es profesor de Antiguo Testamento en el Westminster Theological Seminary en Filadelfia y pastor fundador de Christ Presbyterian Church en Glenside, Pennsylvania. Es autor de varios libros, entre ellos The Whole Armor of God: How Christ’s Victory Strengthens Us for Spiritual Warfare [Toda la armadura de Dios: Cómo la victoria de Cristo nos fortalece para la guerra espiritual].

El éxito mundano

Serie: El éxito

El éxito mundano
Por Nate Shurden

Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El éxito

Claro, esto no es lo que se esperaría de alguien que fue escogido como el “estudiante con mayor probabilidad de éxito” en la escuela secundaria». Quise discrepar, pero no pude. Nunca había visto así a mi amigo, quien siempre fue tan seguro de sí mismo. Pero una relación rota, muy poco después de haber perdido su trabajo, puede lograr eso. Ya no tenía al mundo asido por la cola, y lo sabía. Ni siquiera podía disimularlo. Desanimado y desilusionado por una serie de expectativas no cumplidas, empezó a preguntarse en voz alta: «¿Qué significa realmente tener éxito en la vida?».

Aunque no lo sintiera así, en ese momento mi amigo estaba en un lugar mejor de lo que él podía imaginarse. Porque bajo la superficie de su vida destrozada, Dios estaba eliminando sus falsas suposiciones sobre el éxito mundano, y con el tiempo Él sustituiría esas suposiciones por creencias bíblicas fuertes y seguras sobre la naturaleza del verdadero éxito.

En el transcurso de un par de reuniones, expliqué que, si Adán y Eva hubieran asistido a la escuela secundaria, también habrían ganado el premio a «los de mayor probabilidad de éxito». Formados por la mano de Dios, sin carecer de nada, completamente equipados con la capacidad para fructificar, multiplicarse y llenar la tierra (Gn 1:26-28), estos dos estaban preparados para el éxito. Un dúo dinámico destinado a la grandeza.

Pero a medida que se desarrolla la historia, aprendemos que no se puede juzgar al éxito por su portada, pues un potencial de éxito no es una promesa de éxito. En Génesis 3, Adán y Eva cayeron bajo la influencia de una definición diferente de éxito, que no procedía de Dios, sino del maligno. Según la serpiente, el éxito verdadero se encuentra, no en ser a la imagen de Dios, sino en ser igual a Dios (v. 5).

Tras la caída de Adán y Eva, el diseño de Dios para el trabajo, los logros y el éxito se volvió patas arriba. El hombre sustituyó a Dios como objeto del éxito. El orgullo sustituyó a la humildad como impulso para el éxito. La autopromoción sustituyó al sacrificio como el método para el éxito. Y la cima sustituyó a la verdadera bendición como métrica para medir el éxito.

Por eso, cada vez que experimentamos un pequeño éxito, estalla en nuestro interior una guerra de gloria. En lugar del gozo santo por un trabajo bien hecho, por un logro hecho para la gloria de Dios, explotamos ese logro como una oportunidad para hacernos de un nombre. Ponemos el foco de atención en nosotros mismos en lugar de ponerlo en Dios, porque nuestra naturaleza está inclinada hacia la idolatría en lugar de la verdadera adoración a Dios.

Al decir esto, no pretendo sugerir que el éxito mundano sea inherentemente pecaminoso. Muchos de los hombres de Dios en la Biblia gozaron del éxito y el reconocimiento mundano. José era la mano derecha de Faraón en Egipto y fue usado para salvar a Israel durante la hambruna. Ester fue la reina del rey persa Asuero, y Dios la usó para salvar a Su pueblo del malvado complot de Amán. Daniel era consejero del rey Nabucodonosor y fue usado para representar la gloria de Dios ante una nación extranjera. Estos son solo tres ejemplos de entre docenas que podríamos elegir, pero el punto queda bien establecido: Dios participa activamente en la consecución del éxito mundano —el poder, la riqueza y la posición— de Su pueblo, y en el aprovechamiento de ese éxito para Sus propios fines buenos y piadosos.

Pero del mismo modo en que el éxito mundano no es intrínsecamente pecaminoso, tampoco es intrínsecamente bueno (al menos ya no lo es). El éxito mundano puede ser un medio para el bien, pero también puede ser aprovechado para el mal. Ya sea el engaño de las riquezas y las posesiones (Mr 4:19), la falsa esperanza del pedigrí y los dones (1 Co 1:26-31), o la idolatría del poder y la posición (Mr 10:35-45), las Escrituras nos advierten repetidamente contra la trampa del éxito mundano. La Biblia sabe que el éxito tiene una forma de remoldearnos según las prioridades y prácticas del mundo.

Adam Smith, el economista del siglo XVIII, conocía esta tendencia del éxito. Es famoso su argumento de que la mejor manera de construir una economía próspera es «dirigiéndonos no a su humanidad, sino a su amor propio». Comprendió que la motivación de las personas caídas por el logro y el éxito suele surgir, no de un corazón que se inclina hacia el amor a Dios y al prójimo, sino de un corazón volcado hacia el amor a sí mismo.

Ahora bien, todo esto plantea una pregunta: ¿Cuál es la verdadera naturaleza del éxito?

Tal como yo lo veo, hay dos maneras de equivocarse. Por un lado, dado que el éxito no es intrínsecamente bueno ni malo, y que llega tanto a los piadosos como a los impíos, sería insensato situar la naturaleza del éxito únicamente en factores externos. Por otra parte, puesto que el éxito incluye necesariamente un fruto manifiesto, resulta igualmente ingenuo limitar el éxito a solo factores internos o del corazón. Por el contrario, debemos reunir estos dos factores y seguir la enseñanza bíblica sobre la fidelidad y el dar frutos. ¿A qué me refiero?

A veces, vivir de acuerdo con las enseñanzas de la Biblia dará lugar a un éxito mundano. Jonathan Edwards señaló en su libro The Nature of True Virtue [La naturaleza de la virtud verdadera] que Dios ha hecho al mundo de tal manera que vivir rectamente suele reportar dividendos mundanos. Es la persona íntegra la que a menudo consigue el ascenso. Es el trabajador dedicado en quien se puede confiar y quien consigue el aumento. Como les ocurrió a José, Ester y Daniel, el éxito mundano suele ser el subproducto de una vida recta.

Sin embargo, otras veces, vivir con rectitud puede costarte el éxito mundano. Cuando defiendes la verdad, a veces no te dejarán ascender o no conseguirás un aumento. Cuando elijas valientemente denunciar la injusticia o la corrupción, es casi seguro que te despreciarán, y puede que, a veces, pierdas uno o dos peldaños en la escalera, o incluso algo peor. Pero esto es de esperar. De nuevo, podemos recurrir a José, Ester y Daniel. Estos santos no solo experimentaron el éxito mundano debido a su fidelidad, sino que también experimentaron la pérdida del éxito mundano debido a su fidelidad. Podríamos decir que, en algunos casos, recibir el éxito mundano fue el fruto de la fidelidad y, en otros casos, perder el éxito mundano fue el precio de la fidelidad.

Afortunadamente, el éxito mundano no tenía un gran control sobre sus corazones. Ellos estaban tan comprometidos con la fidelidad, que podían recibir o soltar el éxito mundano porque no era su objetivo. El éxito mundano no tenía sus corazones. La verdad es que no muchos de nosotros podemos poseer el éxito mundano sin que el éxito mundano nos posea a nosotros. Resulta que se necesita una gran madurez espiritual para ser exitoso. Debemos suplicar al Señor que nunca nos permita tener más éxito mundano del que puede soportar nuestra madurez espiritual. «Pues, ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?» (Mr 8:36).

Comprometámonos a recibir y conservar el éxito mundano solo si ese éxito se produce y se conserva por medio de la obediencia fiel a la Palabra de Dios. Ese fue el compromiso de Josué. Mientras preparaba a Israel para entrar a la tierra prometida, no se centró en las estrategias militares ni en el armamento físico. En cambio, llamó al pueblo a conocer y hacer todo lo que exigía el libro de la ley, «Porque entonces… tendrás éxito» (Jos 1:8).

Las palabras de Josué se parecen mucho a las de Jesús cuando dice: «Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra» (Jn 4:34). La fidelidad a Su Padre, no la aclamación y los elogios de los hombres, era el corazón y la misión de Jesús. Pero digamos la verdad. En muchos sentidos, este compromiso hizo que Jesús no fuera muy impresionante a los ojos del mundo.

De hecho, si las instituciones concedieran un premio al de «menos probabilidad de éxito» (y me alegro mucho de que no lo hagan), casi con toda seguridad Jesús habría sido el favorito para el premio. Nació fuera del matrimonio, de una madre sin renombre (Lc 1-2), fue adoptado por un simple carpintero llamado José de Nazaret y todo el mundo sabía que de Nazaret no podía salir nada bueno (Jn 1:46). No tenía majestad externa ni aspecto hermoso que lo hiciera deseable (Isa 53:2) y ni siquiera tenía un lugar donde recostar la cabeza (Mt 8:20). Por si todo esto fuera poco, murió de la forma más vergonzosa que se pueda imaginar, como un criminal convicto por medio de la crucifixión (Jn 19).

Ahora bien, estoy bastante seguro de que estas cualidades no están en ningún plan a diez años para el éxito mundano. Pero ese es el punto. El éxito de Jesús no se mide según el criterio del mundo porque Jesús no es de este mundo. El éxito o el fracaso de Su vida no puede evaluarse según los estándares del mundo, porque la vida que vivió y el Reino que construye no son de este mundo. Pero al no ser de este mundo, Jesús es el perfecto Salvador para este mundo.

Piénsalo. Si Adán y Eva pusieron al mundo patas arriba cuando se aferraron a la igualdad con Dios, fue Jesús quien puso al mundo patas arriba cuando «no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse». Si Adán y Eva pusieron al mundo patas arriba al envanecerse de orgullo, fue Jesús quien enderezó al mundo cuando «se despojó a sí mismo tomando forma de siervo». Si Adán y Eva pusieron al mundo patas arriba al desobedecer el mandamiento de Dios, fue Jesús quien lo enderezó «haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2:6-8).

El hombre más exitoso que jamás haya existido parecía un fracaso a los ojos del mundo, pero a los ojos del Padre era un verdadero éxito, y el Padre «le exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre» (v. 9).

La cruz es necedad para los gentiles y piedra de tropiezo para los judíos. Pero para los que son salvos, es la definición del verdadero éxito (1 Co 1:18, 22-24).

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.

Nate Shurden
El reverendo Nate Shurden es pastor principal de Cornerstone Presbyterian Church y miembro adjunto de la facultad del New College Franklin en Franklin, Tennessee. Puedes seguirle en Twitter como @NateShurden.

El éxito

Serie: El éxito
Por Burk Parsons

Nota del editor: Este es el primer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El éxito

Bien hecho. Gran trabajo. Así se hace. Cuando éramos niños, nos encantaba oír palabras de ánimo de nuestros padres, madres, abuelos, profesores y entrenadores. Recuerdo con cariño la sonrisa de aprobación de mi padre y el abrazo cariñoso de mi madre cuando hacía un buen trabajo. A decir verdad, como adultos seguimos deseando que nos digan que lo hemos hecho bien. Nos encanta que nos animen cuando hemos tenido éxito.

Dios nos ha dado un deseo inherente de tener éxito. Queremos ser hombres, mujeres, padres, abuelos, empleados, estudiantes y cristianos de éxito. Queremos tener éxito no solo porque nos sentimos bien al tenerlo, sino porque sabemos que es bueno alcanzarlo. Queremos tener éxito por nuestra propia seguridad y para poder mantenernos a nosotros mismos y a nuestras familias. Queremos que nuestras vidas importen, y queremos que nuestro trabajo importe. Queremos ser apreciados, respetados y amados. No queremos hacer lo mejor posible y fracasar, y no queremos tener éxito en las cosas equivocadas. Queremos hacer las cosas correctas y que nuestras vidas marquen la diferencia en lo que realmente importa.

Algunos dicen que el deseo de éxito es intrínsecamente malo. Otros creen que el éxito terrenal es lo único que importa. Ambos se equivocan. Dios nos dio el deseo de tener éxito, y al esforzarnos por alcanzar el éxito según lo define la Biblia, damos gloria a nuestro Creador. Sin embargo, el éxito bíblicamente definido no siempre se parece al éxito según el mundo. Dios nos llama a ser fieles, porque ese es el verdadero éxito. Ser fiel siempre significa ser fructífero y exitoso a los ojos de Dios. Pero no siempre significa ser exitoso a los ojos de los hombres. Dios nos llama a ser fieles dependiendo cada día del Espíritu Santo para que prospere nuestro camino y tengamos buen éxito para Su gloria, no para la nuestra (Jos 1:8; Sal 118:25). Y mientras esperamos el regreso de Jesucristo, quien es nuestra única esperanza de éxito verdadero y definitivo, esforcémonos por ser siempre fieles para que podamos oír a nuestro Salvador decir: «Bien, siervo bueno y fiel» (Mt 25:23a)..

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.

Burk Parsons
El Dr. Burk Parsons es pastor principal de Saint Andrew’s Chapel [Capilla de San Andrés] en Sanford, Florida, director de publicaciones de Ligonier Ministries, editor de Tabletalk magazine, y maestro de la Confraternidad de Enseñanza de Ligonier Ministries. Él es un ministro ordenado en la Iglesia Presbiteriana en América y director de Church Planting Fellowship. Es autor de Why Do We Have Creeds?, editor de Assured by God y John Calvin: A Heart for Devotion, Doctrine, and Doxology, y co-traductor y co-editor de ¿Cómo debe vivir el cristiano? de Juan Calvino.