Nuestra actitud hacia el fariseo

Nuestra actitud hacia el fariseo
Por David Strain

Nota del editor:Este es el sexto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El legalismo

avegar entre la Escila (las rocas) del antinomianismo, por un lado, y la Caribdis (los lugares difíciles) del legalismo, por otro, es una responsabilidad constante en la vida cristiana. Esta dificultad se ve agravada por el hecho de que la mayoría de nosotros nos sentimos más atraídos por las rocas de un lado que por las del otro. Tal vez reaccionemos a la forma en que fuimos criados, o a una predicación desequilibrada que en su día tuvo lugar en nuestras iglesias, o a una fase anterior de nuestro propio camino cristiano en la que nos desviamos hacia la autocomplacencia o la autosuficiencia. Y aunque nunca debemos desentendernos de la lucha por mantener el rumbo y evitar los peligrosos arrecifes que siempre acechan bajo la superficie, también debemos recordar que hay otras personas que también están haciendo el viaje, y nuestras reacciones al verlas trazar un rumbo inseguro pueden estar condicionadas tanto por nuestra propia historia de giros equivocados como por sus errores actuales.

Los que venimos de un trasfondo fundamentalista y hemos llegado a conocer a Cristo podemos encontrarnos en medio de una reacción al legalismo. Las exigencias excesivamente restrictivas añadían cargas innecesarias al yugo ligero y fácil de Cristo. Pero en algún momento, en la bondadosa providencia de Dios, redescubrimos las riquezas de la gracia soberana. Comprendimos que, habiendo sido justificados gratuitamente, al margen de nuestras obras, estamos revestidos de la justicia de Cristo, total e inamoviblemente perdonados, aceptados y amados. Hemos llegado a aferrarnos con gratitud a la maravillosa verdad de nuestra adopción. En Cristo, nosotros, que antes éramos enemigos de Dios, ahora somos Sus hijos, herederos Suyos y coherederos con Cristo.

El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, somos también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si en verdad padecemos con Él a fin de que también seamos glorificados con Él (Ro 8:16-17).

La vergüenza que sentíamos antes, cuando no estábamos a la altura de las exigencias legalistas que se nos imponían, se ha desvanecido a medida que nos apropiamos de nuevo de nuestra libertad como hijos del Rey. Ahora sabemos que no es necesario que intentemos ganarnos un lugar en la casa de Dios por nuestros propios esfuerzos, ya que hemos sido adoptados para siempre en Su familia.

Pero aun habiendo redescubierto las alegrías de estas preciosas verdades del evangelio, seguimos estando en peligro. Afortunadamente, el primer peligro es bien conocido, y aunque es pernicioso, la mayoría de nosotros estamos en guardia contra él. Es el peligro de la reacción exagerada. Sabemos que no debemos escuchar en las fuertes garantías de la rica gracia de Dios una negación de las exigencias igualmente fuertes de la santa ley de Dios. Sabemos que por las obras de la ley nadie será justificado (Gá 2:16), pero no estamos fuera de la ley de Dios, sino que vivimos bajo la ley de Cristo (1 Co 9:21). La ley, despojada de su poder condenatorio, se ha convertido en nuestra amiga. Siguiendo con la metáfora marinera, para el cristiano la ley se convierte en el piloto de un barco, que dirige la nave a través de aguas traicioneras y traza un rumbo seguro.

Sin embargo, al segundo peligro lo pasamos por alto fácilmente. Trazar un rumbo seguro para nosotros mismos es una cosa, pero la paciencia con los compañeros cristianos que pueden desviarse de ese rumbo es otra muy distinta. Como legalistas en recuperación, tenemos que reconocer lo rápido que puede fallar nuestra paciencia con los demás cuando todavía no pueden ver las rocas del legalismo que se avecinan y de las que siempre nos alejamos con tanto cuidado. Nos preguntamos cómo pueden estar tan ciegos como para pasar por alto las rocas afiladas de la justicia propia y los arrecifes ocultos de la vergüenza. Nos alegramos de no cometer sus errores. ¡Qué ingenuos son esos que no pueden ver el camino de la verdadera libertad del evangelio!

Pero el legalismo adopta diversas formas, y una de las más sutiles queda expuesta en nuestra jactancia farisaica de que, a diferencia de nuestros pobres hermanos legalistas, nosotros sabemos más. Y así, mientras nos felicitamos por nuestra sabiduría al alejarnos con seguridad de los peligros de la excesiva estrechez y de las gravosas restricciones impuestas por el hombre, encallamos en las mismas rocas de las que creímos haber escapado. J. Gresham Machen, reflexionando sobre la parábola de Jesús del fariseo y el publicano (Lc 18:11), señaló en una ocasión este peligro en su libro What Is Faith? [¿Qué es la fe?].

Sin duda creemos que podemos evitar el error del fariseo. Decimos que Dios no fue propicio a él, porque fue despectivo con el publicano; debemos ser tiernos con el publicano, como Jesús nos enseñó a ser, y entonces Dios será propicio a nosotros. Seguro que es una buena idea; está bien que seamos tiernos con el publicano. Pero ¿cuál es nuestra actitud hacia el fariseo? Por desgracia, lo despreciamos de forma verdaderamente farisaica. Subimos al templo a orar; nos ponemos de pie y oramos así con nosotros mismos: «Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, orgulloso de mi propia justicia, poco caritativo con los publicanos, ni aun como este fariseo».

Si esperamos salvar a otros de las rocas, de nada nos servirá que encallemos nosotros mismos. La práctica de la paciencia es la mejor defensa para no convertirnos en legalistas respecto al legalismo y en fariseos respecto a los fariseos.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
David Strain
El Dr. David Strain es el ministro principal de la First Presbyterian Church en Jackson, Mississippi, y el presidente del consejo de Christian Witness to Israel (North America) [Testigos cristianos a Israel (Norteamérica)].

Las raíces del legalismo

Las raíces del legalismo
Por Stephen Nichols

Nota del editor:Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El legalismo

no de los muchos aportes de Martín Lutero consiste en la palabra latina incurvatus. Suena como algo que un dentista te diría que tienes mientras te pincha y te clava los molares. Pero no es eso. Significa «vuelto hacia dentro». Significa que somos egoístas, egocéntricos y ensimismados por naturaleza. Aunque esto por sí solo es más que condenatorio, la condición de incurvatus tiene un efecto aun más revelador. Como estamos volcados hacia adentro, pensamos que podemos alcanzar la justicia por nosotros mismos. Así que nos esforzamos, ansiosos, por alcanzar una posición correcta ante Dios.

¿Cuántas veces has oído decir a alguien que mientras nuestras buenas obras superen a las malas, Dios nos recibirá en el cielo con los brazos abiertos? ¿Cuántos sistemas religiosos se basan en las obras? ¿Cuántas personas se sienten atrapadas por sus incesantes intentos fallidos de alcanzar la perfección? Todos esos son casos de incurvatus. Es una epidemia.

Comprendiendo tan bien este concepto de incurvatus, Lutero dijo: «Es muy difícil para un hombre creer que Dios es misericordioso con él. El corazón humano no puede captarlo». Si no miramos a la gracia, nos miramos a nosotros mismos y a nuestros propios esfuerzos.

Ahí están las raíces del legalismo.

Las raíces del legalismo están en el propio corazón humano pecador y caído. El corazón manifiesta su condición pecaminosa en nuestro deseo paralizante de apoyarnos en nuestros propios méritos y en nuestras propias capacidades en el intento de salir de algún modo del pozo cenagoso del pecado y llegar hasta el cielo. La gracia nos parece una píldora demasiado amarga. Nos dice que nunca podremos ser lo suficientemente buenos.

Curiosamente, lo contrario al legalismo también tropieza con la gracia. Lo contrario al legalismo es el antinomianismo. Esta palabra incluye el prefijo griego anti, «contra, en lugar de», y la palabra griega nomos, «ley». Desde el punto de vista teológico, los antinomianos huyen de cualquier obligación a la ley o de cualquier mandato divino. Los antinomianos son como James Bond: tienen licencia para pecar. Pero esa es la triste mentira del antinomianismo. No es libertad, es una licencia.

La solución al legalismo no es el antinomianismo. La solución al antinomianismo no es el legalismo. La solución a ambos es la gracia, eso que Lutero nos dijo que era difícil de comprender. Explorar más a fondo las raíces del legalismo servirá no solo para desenmascararlo, sino también para mostrar los contornos brillantes y asombrosos de su solución: la gracia de Dios.

EL LEGALISMO EN LA ESCRITURA
La expresión más clara del legalismo en la Escritura aparece en las historias de los antagonistas en los evangelios, los fariseos. De hecho, gracias a ellos, tenemos el término farisaico, que se define como «hipócrita» y tiene que ver también con ser censurador y santurrón. Estas cosas no son buenas. En conjunto, son algo realmente malo. Otra definición nos informa que el término farisaico, significa un compromiso extremo con la observancia religiosa y el ritual, lejos de creer. Ambos aspectos de la definición son cruciales. La primera parte es el empeño por llegar, aunque sea con aprehensión, al cielo. La segunda parte nos remite a la cita de Lutero y a nuestra aversión a la gracia: simplemente no puede ser tan simple como creer.

Cristo se enfrentó a esta tendencia farisaica en casi todas las páginas de los evangelios. Una de las ocasiones fue la parábola sobre el fariseo y el publicano en Lucas 18. «Te doy gracias porque no soy como los demás hombres», oraba el fariseo. Ahí está la autojustificación. El fariseo manifestó además que ayunaba y diezmaba. Ahí está la obediencia externa.

En esta parábola, el fariseo se contrapone al recaudador de impuestos. El publicano simplemente oraba: «Ten piedad de mí, pecador». Ahí está el clamor por la gracia.

Unos versículos más adelante, un gobernante rico se le acerca a Cristo. También él cumple el rol de fariseo. También él manifiesta su santurronería. Al parecer, adonde sea que Cristo iba, se encontraba con fariseos.

Irónicamente, los fariseos, aunque entendían lo contrario, en realidad no se preocupaban por la ley de Dios. Ellos crearon todo un sistema de normas para poder eludir la ley de Dios. Eran expertos en crear vacíos legales. Tenían un sistema de leyes creado por el hombre para evitar la ley divina y llevaron a Israel por el mal camino. Por eso vemos que Jesús se opuso a ellos con tanta vehemencia y los definió como falsos pastores de Israel en la serie de «ayes» desencadenados en Mateo 23.

Antes de su conversión, Pablo era uno de esos falsos pastores. Pablo era un legalista consumado. De hecho, sería difícil encontrar a otra persona tan celosa por la ley. Él tenía conocimiento de primera mano cuando declaró: «Porque por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de Él» (Ro 3:20). Tenía conocimiento de primera mano cuando se lamentó: «Porque todos los que son de las obras de la ley están bajo maldición» (Gá 3:10).

Pablo también tuvo experiencia de primera mano con la gracia. Por eso declaró con gozo: «Dios envió a Su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, a fin de que redimiera a los que estaban bajo la ley» (Gá 4:4-5). Es imposible estudiar a Pablo sin entrar en contacto con la gracia. Por eso leemos en Romanos 5 que todo nuestro esfuerzo llega a su fin en Cristo. Solo podemos alcanzar la paz con Dios por medio de la fe en Cristo, el único que cumplió la ley perfectamente.

EL LEGALISMO EN LA HISTORIA
Al volver a las páginas de la historia de la iglesia, vemos cómo el enfoque de la iglesia en la gracia fue eclipsado por el legalismo. Esto ocurrió a gran escala tras la controversia entre Agustín y Pelagio. A raíz de esa controversia, se sembraron las semillas que acabarían dando lugar a un sistema de obras en toda regla como lo fue la visión de la iglesia medieval sobre la salvación. La clave aquí es el cambio de la enseñanza bíblica sobre el arrepentimiento a la enseñanza de la iglesia sobre la penitencia.

El arrepentimiento está ilustrado en el recaudador de impuestos de la parábola de Cristo. El arrepentido simplemente oraba a Dios: «Ten piedad de mí, pecador». La penitencia es la lista de cosas que hay que hacer para quedar bien con Dios. En la época de Lutero, esa lista había crecido bastante. Por eso Lutero intentó en vano llegar a Dios siendo un buen monje. Lutero incluso se metió en el monasterio en un intento, muy equivocado, de agradar a Dios.

Solo una cosa resultó del ardiente trabajo de Lutero: se encontró aun más alejado de Dios y sumido en la ansiedad. Más adelante en su vida, incluso sufrió físicamente por sus intentos anteriores de alcanzar la justicia mediante estos esfuerzos. Pero en Su gracia, Dios llegó hasta Lutero. No podemos aprehender la gracia de forma natural. Por eso la gracia nos debe aprehender a nosotros.

Una rama de la Reforma inicialmente celebró esta gloriosa verdad de la gracia y luego se apartó de ella. En Zúrich surgieron los anabaptistas. Entre otras creencias, abogaban por retirarse de la sociedad y vivir en comunidades segregadas. Pronto desarrollaron un código de vestimenta y normas sobre cómo vivir y trabajar. Se llamaban a sí mismos menonitas, ya que seguían las enseñanzas de Menno Simons (1496-1561). En 1693, Jakob Ammann se separó de los menonitas por la práctica de «la prohibición», es decir, el rechazo a los que transgreden las normas. Sus seguidores serían conocidos como los amish. Pasaron del evangelio a las normas y las tradiciones.

La misma dinámica se produjo en el siglo XX en varios grupos fundamentalistas. Recuerdo entrar en una iglesia en los años setentas y encontrarme con dos grandes diagramas que mostraban las pautas aceptables de cabello y ropa para hombres y mujeres. El cristianismo se reducía a listas, sobre todo de lo que no hay que hacer.

Así como vemos que Cristo se enfrentó al legalismo en casi todas las páginas de los evangelios, también podemos encontrar legalismo en todas las páginas de la historia de la iglesia. También podemos encontrar lo contrario. El antinomianismo prosperó durante la Reforma. Prosperó y sigue prosperando en algunos grupos de fundamentalismo. Lamentablemente, podemos contar toda la historia de la búsqueda equivocada de Dios por parte de la humanidad rastreando estos hilos siempre presentes del legalismo y el antinomianismo.

EL LEGALISMO EN LA VIDA
Lo contrario al legalismo no es la licencia. Es la libertad. Lutero llamaba a Gálatas su «Katie». «Estoy comprometido con ella», decía. Es un cumplido que va en dos direcciones. Refleja cuán profundamente amaba a su esposa, y refleja cuán profundamente amaba el mensaje de Gálatas. Es «la epístola de la libertad».

Si queremos descubrir las raíces del legalismo, debemos mirar en última instancia a nuestra propia vida. La condición incurvatus nos impide ver nuestra verdadera necesidad. Nos engaña haciéndonos creer que somos básicamente buenos y que solo necesitamos ser mejores. El legalismo es realmente condenable y bastante perjudicial. El legalismo puede incluso catapultarnos hacia lo contrario, a una vida de licencia y a una vida, en última instancia, de rebelión.

La realidad es que no somos buenos. Qué ironía que parte de la «buena noticia» del evangelio sea que no somos buenos en absoluto. Y como no somos buenos, nunca podríamos mirarnos a nosotros mismos, sino que debemos mirar a Aquel que nació de una mujer, nacido bajo la ley. Él es el único justo. Guardó la ley y soportó su castigo por aquellos que confían en Él. Dios derrama Su gracia gratuitamente sobre nosotros por lo que Cristo ha hecho por nosotros. Cristo nos ha liberado (Gá 5:1).

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Stephen Nichols
El Dr. Stephen J. Nichols es presidente de Reformation Bible College, director académico de Ligonier Ministries y maestro de la Confraternidad de Enseñanza de Ligonier Ministries. Es el anfitrión de los podcasts 5 Minutes in Church History y Open Book. Es autor de numerosos libros, entre ellos For Us and for Our Salvation, Jonathan Edwards: A Guided Tour of His Life and Thought, Peace y A Time for Confidence, y es coeditor de The Legacy of Luther y de la serie de Crossway: Theologians on the Christian Life. Él está en Twitter @DrSteveNichols.

La definición de legalismo

La definición de legalismo
Por Nicholas T. Batzig

Nota del editor:Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El legalismo

Si quieres degradar a alguien en la iglesia, simplemente tienes que utilizar «la palabra que comienza con L» cuando hables con esa persona o sobre ella. El número de veces que un creyente ha llamado legalista a otro es incalculable. Los insultos suelen producirse cuando alguien de la iglesia cree que otro ha dicho o hecho algo que atenta contra la libertad cristiana. Al igual que su término hermano «fundamen…», la etiqueta de legalista se ha convertido en una especie de insulto religioso habitual en las iglesias orientadas a la gracia y centradas en el evangelio. Debemos ser extremadamente lentos a la hora de utilizar esta palabra cuando hablemos con o sobre otros en una comunidad eclesiástica. Puede ser que un creyente simplemente tenga una conciencia más débil o más blanda que otro (Ro 14-15). Además, los que aman la ley de Dios y procuran caminar cuidadosamente de acuerdo con ella siempre serán susceptibles de ser llamados legalistas.

Debemos cuidarnos de no lanzar descuidadamente la acusación de legalismo. Sin embargo, también debemos reconocer que el legalismo, en sus diversas formas, está muy vivo en las iglesias evangélicas y reformadas. También hay que evitarlo con la máxima determinación. Para evitar lanzar una falsa acusación contra un creyente, para evitar abrazar personalmente el legalismo y para ayudar a restaurar a un creyente que ha caído en el legalismo, debemos saber identificar este mal perenne tanto en sus formas doctrinales como prácticas.

LEGALISMO DOCTRINAL
El legalismo es, por definición, un intento de añadir algo a la obra terminada de Cristo. Es confiar en cualquier otra cosa que no sea Cristo y Su obra terminada para la posición de uno ante Dios. La refutación del legalismo en el Nuevo Testamento es principalmente una respuesta a las perversiones de la doctrina de la justificación por la fe sola. La mayoría de los oponentes del Salvador eran los que creían que eran justos por sí mismos, basándose en su celo y compromiso con la ley de Dios. Los fariseos, los saduceos y los escribas ejemplificaban, con sus palabras y sus actos, el legalismo doctrinal en los días de Cristo y los apóstoles. Aunque hacían ocasionales apelaciones a la gracia, con su autojusticia truncaron y tergiversaron el significado bíblico de la gracia. El apóstol Pablo resumió la naturaleza del legalismo judío cuando escribió: «Pues desconociendo la justicia de Dios y procurando establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque Cristo es el fin de la ley para justicia a todo aquel que cree» (Ro 10:3-4).

Comprender la relación entre la ley y el evangelio en nuestra justificación es primordial para aprender a evitar el legalismo doctrinal. Las Escrituras enseñan que somos justificados por las obras del Salvador, no por las nuestras. El último Adán vino a hacer todo lo que el primer Adán no pudo hacer (Ro 5:12-21; 1 Co 15:47-49). Nació «bajo la ley, a fin de que redimiera a los que estaban bajo la ley» (Gá 4:4-5). Vino a ser nuestro representante para cumplir las exigencias legales del pacto de Dios, es decir, para rendir a Dios una obediencia perfecta, personal y continua en nombre de Su pueblo. Jesús hizo merecedores de justicia perfecta a todos aquellos que el Padre le había dado. Nosotros, mediante la unión de fe con Él, recibimos un estatus de justicia en virtud de la justicia de Cristo que se nos imputa. En Cristo, Dios proporciona lo que Él exige. Las buenas obras por las que Dios ha redimido a los creyentes, para que andemos en ellas, no intervienen en absoluto en nuestra justificación. Son simplemente la evidencia necesaria de que Dios nos ha perdonado y aceptado en Cristo.

Sin embargo, el legalismo doctrinal también puede introducirse en nuestra mente por la puerta trasera de la santificación. El apóstol Pablo lo dio a entender en Gálatas 3:1-4. Los miembros de la iglesia de Galacia se habían dejado engañar creyendo que su posición ante Dios dependía en última instancia de lo que consiguieran en la carne en su andar cristiano. Es posible que comencemos la vida cristiana creyendo únicamente en Cristo y en Su obra salvadora y que luego caigamos en la trampa de imaginar tontamente que depende de nosotros terminar lo que Él ha comenzado. En la santificación, al igual que en la justificación, son ciertas las palabras de Jesús: «separados de Mí nada pueden hacer» (Jn 15:5).

El legalismo doctrinal en la santificación a veces es alimentado por predicadores apasionados que hacen hincapié en las enseñanzas de Jesús sobre las exigencias del discipulado cristiano, al tiempo que las separan de la enseñanza apostólica sobre la naturaleza de la obra salvadora de Cristo para los pecadores, o minimizan tal enseñanza. El renombrado teólogo reformado Geerhardus Vos explicó la naturaleza de esta forma sutil de legalismo cuando escribió:

Todavía prevalece una forma sutil de legalismo que quiere robar al Salvador Su corona de gloria, ganada por la cruz, y hacer de Él un segundo Moisés, ofreciéndonos las piedras de la ley en lugar del pan de vida del evangelio… [el legalismo] no tiene poder para salvar.

En Colosenses 2:20-23, el apóstol Pablo aborda otra forma de legalismo doctrinal que se cuela por la puerta trasera de la santificación. Él escribe:

Si ustedes han muerto con Cristo a los principios elementales del mundo, ¿por qué, como si aún vivieran en el mundo, se someten a preceptos tales como: «no manipules, no gustes, no toques», (todos los cuales se refieren a cosas destinadas a perecer con el uso), según los preceptos y enseñanzas de los hombres? Tales cosas tienen a la verdad, la apariencia de sabiduría en una religión humana, en la humillación de sí mismo y en el trato severo del cuerpo, pero carecen de valor alguno contra los apetitos de la carne.

Los que han abrazado esta forma de legalismo doctrinal prohíben lo que Dios no ha prohibido y ordenan lo que Él no ha mandado. Se obligan a sí mismos y a los demás a una norma de santidad externa a la que Dios no nos ha obligado en Su Palabra. Esta es una de las formas más prevalentes y perniciosas de legalismo en la iglesia actual. A menudo se presenta en forma de prohibiciones de comer ciertos alimentos y beber alcohol. A veces se cuela a través de convicciones personales sobre la crianza y la educación.

LEGALISMO PRÁCTICO
Hay otro tipo de legalismo ante el que debemos estar en guardia: el legalismo práctico, que puede tomar imperceptiblemente el control de nuestros corazones. Por naturaleza, nuestras conciencias están conectadas al pacto de obras. Aunque los creyentes se han convertido en nuevas criaturas en Cristo, todavía llevan consigo un viejo hombre, una vieja naturaleza pecaminosa adámica. El modo por defecto de la vieja naturaleza es volver a deslizarse mentalmente bajo el pacto de obras. Siempre corremos el peligro de convertirnos en legalistas prácticos al alimentar o pasar por alto un espíritu legalista.

Es totalmente posible que un hombre o una mujer tenga la cabeza llena de doctrina ortodoxa y al mismo tiempo el corazón lleno de autosuficiencia y orgullo. Podemos estar comprometidos intelectualmente con las doctrinas de la gracia y hablar con nuestros labios de la libertad que Cristo ha comprado para los creyentes, y al mismo tiempo negarlas con nuestras palabras y acciones.

El espíritu legalista es fomentado por el orgullo espiritual. Cuando un creyente experimenta un crecimiento en el conocimiento o algún poder espiritual, corre el peligro de empezar a confiar en sus logros espirituales. Cuando esto ocurre, los legalistas prácticos empiezan a mirar a los demás por encima del hombro y a juzgar pecaminosamente a quienes no han experimentado lo mismo que ellos. En su sermón «Llevar el arca a Sión por segunda vez», Jonathan Edwards explicó que había observado la realidad del orgullo espiritual y el legalismo práctico entre quienes habían experimentado el avivamiento durante el Gran Despertar:

Mientras viven, en los hombres hay una disposición excesiva para hacer una justicia de lo que hay en ellos mismos, y también una disposición excesiva para hacer una justicia de sus experiencias espirituales, así como de otras cosas… un converso es propenso a ser exaltado con pensamientos elevados de su propia eminencia en la gracia.

Quizá lo más perjudicial sea la forma en que el espíritu legalista puede manifestarse en el púlpito. Un ministro puede predicar la gracia de Dios en el evangelio sin experimentar esa gracia en su propia vida. Esto, a su vez, tiende a alimentar un espíritu legalista entre ciertos miembros de una iglesia.

LA CURA PARA EL LEGALISMO
La gracia de Dios en el evangelio es la única cura para el legalismo doctrinal y práctico. Cuando reconozcamos el legalismo doctrinal o práctico en nuestras vidas, debemos huir hacia el Cristo crucificado. Al hacerlo, empezaremos a crecer de nuevo en nuestro amor por Aquel que murió para sanarnos de nuestra propensión a confiar en nuestras propias obras o logros. A diario, necesitamos que se nos recuerde la gracia que ha cubierto todos nuestros pecados, que nos ha proporcionado la justicia desde fuera de nosotros mismos y que nos ha liberado del poder del pecado. Solo entonces perseguiremos con gozo la santidad. Solo entonces amaremos la ley de Dios sin intentar cumplirla para nuestra justificación ante Él. El grito de un corazón liberado del legalismo es este:Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí. No hago nula la gracia de Dios, porque si la justicia viene por medio de la ley, entonces Cristo murió en vano (Gá 2:20-21).

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Nicholas T. Batzig
El Rev. Nicholas T. Batzig es editor asociado de Ligonier Ministries. Escribe en su blog Feeding on Christ.

El legalismo versus la religión del evangelio

Serie: El legalismo

Nota del editor:Este es el primer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El legalismo

Por Burk Parsons

En los últimos años la palabra religión ha pasado por momentos difíciles. Muchos han intentado oponer la religión a la fe, diciendo que el cristianismo no es una religión sino una relación. Eso suena bien, pero no es del todo cierto. La fe y la religión no se excluyen mutuamente, sino que se complementan. El cristianismo es una religión fundada en una relación con Jesucristo. De hecho, el cristianismo es la única religión verdadera del mundo porque es la religión establecida por el único Dios verdadero. La religión cristiana es la vida integral de confiar, adorar, seguir y amar a Dios y al prójimo, capacitada por la obra regeneradora y potenciadora del Espíritu Santo, y fundamentada en nuestra relación con Cristo mediante el evangelio por la gracia sola por medio de la fe sola.

Sin embargo, hablamos con razón de la religión en forma crítica cuando hablamos de la religión creada por el hombre. Cuando hablamos de tal religión, o bien nos referimos a todas las falsas religiones del mundo, como el islam y el budismo, o bien hablamos de las normas religiosas que los hombres añaden a la Escritura y con las que intentan atar nuestras conciencias. Este último tipo de religión era la de los fariseos y, más tarde, la de los judaizantes. Sin embargo, el problema fundamental de los fariseos y los judaizantes no fue que eran demasiado celosos de la ortodoxia religiosa, sino que inventaron su propia ortodoxia religiosa. Basándose en sus invenciones legalistas hechas por el hombre, juzgaron los corazones y tiranizaron a aquellos a los que Cristo había liberado. Y ese es precisamente el problema de las formas de legalismo en nuestras iglesias de hoy. Inventamos leyes en torno a la ley de Dios. Intentamos convertir nuestras preferencias en principios de Dios. Decimos «no puedes» cuando Dios dice «puedes».

Al mismo tiempo, también debemos comprender lo que no es el legalismo. El legalismo no es la obediencia a Dios y a Su ley. El legalismo no es aprender a obedecer todo lo que Cristo nos ha ordenado. El legalismo no es perseguir la santidad. El legalismo no es esforzarnos por agradar a Dios y glorificarle en todo lo que hacemos. El legalismo no es ser celosos de nuestras buenas obras y en dar frutos de arrepentimiento.

El legalismo no es un error del cristianismo: es una religión totalmente diferente. El legalismo llama la atención sobre nosotros mismos, pero la religión del evangelio llama la atención sobre Jesucristo. El legalismo nos da gloria, pero la religión del evangelio da gloria a Dios. El legalismo está arraigado en la adoración de uno mismo, pero la religión del evangelio está arraigada en la adoración de Dios. Y lo irónico del legalismo es que no hace que la gente quiera esforzarse más, sino que hace que quiera rendirse.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Burk Parsons
El Dr. Burk Parsons es pastor principal de Saint Andrew’s Chapel [Capilla de San Andrés] en Sanford, Florida, director de publicaciones de Ligonier Ministries, editor de Tabletalk magazine, y maestro de la Confraternidad de Enseñanza de Ligonier Ministries. Él es un ministro ordenado en la Iglesia Presbiteriana en América y director de Church Planting Fellowship. Es autor de Why Do We Have Creeds?, editor de Assured by God y John Calvin: A Heart for Devotion, Doctrine, and Doxology, y co-traductor y co-editor de ¿Cómo debe vivir el cristiano? de Juan Calvino.