El temor a estar solos

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Serie: El temor

El temor a estar solos

Jayne V. Clark 

Nota del editor: Este es el noveno capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El temor.

Esta mañana escuché en la radio que habían encontrado a un hombre de cincuenta años muerto en su apartamento. Esa noticia ya era lo suficientemente triste, pero lo que la hizo aún más trágica fue el hecho de que llevaba tres años muerto. ¡Tres años! Para algunos de nosotros, esa noticia expresó nuestro mayor temor: morir solos y olvidados.

Pero aunque la muerte nos recuerde lo que más nos asusta de estar solos, este temor toma muchas formas y no nos está esperando en el futuro. Puede comenzar mucho más temprano. ¿Encontraré con quien sentarme en la cafetería de la escuela? ¿Tendré con quien hablar en la fiesta? ¿Será que encontraré a alguien con quien pasar el resto de mi vida? ¿A quién puedo designar como la persona a llamar en caso de una emergencia? ¿Qué me pasará si mi matrimonio se destruye? ¿Me visitarán si termino en un asilo de ancianos? 

Ya sea que estemos despiertos o dormidos, en la casa o fuera de ella, el Señor está presente con nosotros.

Estas son preguntas reales, preocupaciones genuinas, y por más difíciles que sean de abordar por sí solas, a veces encontramos que apuntan a temores aún más profundos. Algunos llegan a ciertas conclusiones: «No vale la pena conocerme»; «Soy tan aburrido (o estoy tan deprimido) que nadie quiere estar cerca de mí. Soy un fracasado». Otros se sienten desconectados o aislados, y llegan a creer que no «encajan» en ningún lugar. Y luego hay otros que, después de haber quedado vulnerables por el duelo o la traición, se encuentran atrapados entre la posibilidad de ser heridos nuevamente y la posibilidad de terminar solos. 

Como alguien que ha estado soltera durante toda su vida, he luchado con muchas de estas preguntas a lo largo de los años, pero me siento afortunada por algo que quedó grabado en mi mente y corazón a temprana edad y que me ayudó a crecer. Todavía puedo verlo escrito en pan de oro en el frente de la iglesia a la que asistíamos cuando tenía ocho años: «Y he aquí, Yo estoy con vosotros todos los días» (Mt 28:20). Puede que a esa edad no tuviera la capacidad de comprender muy bien los sermones, pero ver esa promesa semana tras semana durante cuatro años tuvo un impacto duradero en mí. Sentía que Jesús me hablaba específicamente a mí: «Yo estaré contigo»Algunos niños se inventan amigos imaginarios con quienes hablar, pero nosotros tenemos a un Amigo real que está más unido a nosotros que un hermano (Pr 18:24). Y Él no es cualquier amigo. Él es el gran «Yo soy» que envió a Moisés a liberar a Su pueblo, y que enfrentó la muerte para salvarnos. Así que cada vez que me sentía asustada o abrumada, Él no solo estuvo allí, sino que me ayudó a enfrentar lo que me estaba preocupando. Y eso es tan cierto hoy como lo era en ese entonces. 

El Salmo 139 es maravillosamente reconfortante en este sentido: 

¿Adónde me iré de Tu Espíritu, 
o adónde huiré de Tu presencia?
Si subo a los cielos, he aquí, allí estás Tú;
si en el Seol preparo mi lecho, allí estás Tú.
Si tomo las alas del alba
y si habito en lo más remoto del mar,
aun allí me guiará Tu mano,
y me asirá Tu diestra (vv. 7-10).

Este salmo deja claro que Dios siempre está con nosotros. De hecho, no podemos escapar de Él. No importa dónde vayamos —a las alturas, a las profundidades, al otro lado del mar— lo encontraremos allí y nos daremos cuenta de que ha estado con nosotros en cada paso del camino. Ya sea que estemos despiertos o dormidos, en la casa o fuera de ella, el Señor está presente con nosotros. ¿Y qué de esos miedos subyacentes que nos asedian? Este salmo también deja claro que Él conoce cada uno de nuestros pensamientos, cada palabra que sale de nuestra boca y cada rincón oscuro de nuestros corazones, y aun así nunca nos deja. Quizás nos cuesta más creer el «siempre» de Mateo 28:20 porque nada parece ser permanente en este mundo, y a veces no sentimos que Él está con nosotros. Pero eso no cambia el hecho de que Él está. 

Cuando Jesús estaba hablando con Sus discípulos poco antes de morir, les dijo que Su Padre enviaría al Espíritu Santo, que no solo moraría con ellos, sino en ellos (Jn 14:17). Al tener al Espíritu Santo morando en nosotros, la realidad es que nunca, nunca estamos solos. ¿Significa eso que nunca nos sentimos solos? No. ¿Significa eso que nunca le tenemos miedo a la soledad? No. Pero sí significa que no estaré sola cuando me sienta así. Y debido a que Jesús está con nosotros y en nosotros, podemos cuidar de otros que quizás se sientan desubicados o solos, y acercarnos a ellos. Significa que aun cuando me sienta vulnerable y sola, no estoy realmente sola. Todavía hay alguien conmigo (y contigo) que está al tanto, que se preocupa y me ayuda. Y quizás lo más reconfortante de todo es que, cuando llegue nuestro último día, experimentaremos la plenitud de las palabras de Jesús hacia nosotros: «Y les aseguro que estaré con ustedes siempre».

Este artículo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Jayne V. Clark
Jayne V. Clark

Jayne V. Clark es jefa de personal en el Christian Counseling & Education Foundation (CCEF). Es autora de Healing Broken Relationships [Cómo restaurar relaciones interpersonales] y de Single and Lonely [Soltera y sola].

El temor a no ser aceptados

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Serie: El. temor

El temor a no ser aceptados

Jeremy Pierre

Nota del editor: Este es el octavo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El temor

Nos gusta ser aceptados. Ser aceptados es ser deseados. Y el deseo de ser deseado es uno de los impulsos más poderosos del corazón humano. Al ver cómo esta hambre por ser deseados lleva a personas razonables a actuar con tanta desesperación, e incluso necedad, me he preguntado si sus cabezas han sido reemplazadas. Yo mismo he sido un necio desesperado… y tú también.

Ser considerado poco atractivo o indigno de atención es una de las peores categorías posibles en una cultura como la nuestra. He visto más de una vez a una mujer de calidad terminar con un hombre cuestionable, simplemente porque fue el primero en expresar interés por ella en mucho tiempo. Y viceversa. La aceptación es la moneda de nuestras relaciones sociales, se percibe en todo: desde la atracción tácita hacia una persona por encima de otra en una fiesta hasta las diferentes muestras de atención que intercambiamos en las redes sociales. Queremos ser aceptados, y queremos que nos digan: «Me gusta». 

¿Cómo podemos interpretar esta experiencia bíblicamente? Veamos algunos temas de las Escrituras que pueden ayudarnos a entenderlo.

  1. Dios nos diseñó para ser aceptados.

El desagrado entre las personas no existía en el huerto del Edén antes de la Caída. Por supuesto, nunca llegamos a ver cómo habría funcionado una sociedad completa bajo esos hermosos árboles. Pero si la relación entre Adán y Eva nos enseña algo sobre las relaciones (no solo el matrimonio) es que Dios creó a las personas para que conectaran entre sí, libres del temor a la vergüenza y el rechazo. Estaban desnudos y no se avergonzaban (Gn 2:25). Pero la maldición del pecado los desconectó, trajo temor y vergüenza, haciendo que las personas se dieran cuenta de lo que estaba mal en ellos mismos y en los demás (3:7). Fueron separados el uno del otro y también de su Creador. Fuimos creados para ser aceptados porque fuimos creados para conectarnos unos con otros.

  1. Ser aceptados significa ser deseados. Ser deseados es parte de pertenecer.

Las personas se sienten atraídas a lo que consideran valioso. El libro de Cantares describe cómo se ve la intimidad restaurada entre un esposo y una esposa, y nos enseña un principio que aplica a todas las relaciones humanas: el vínculo entre el deseo y la pertenencia. Este tema se resume bien en Cantares 7:10: «Yo soy de mi amado, y su deseo tiende hacia mí». En otras palabras, una esposa se siente segura en su relación con su esposo porque él expresa claramente su deseo por ella. Este mismo principio se aplica en el resto de las relaciones humanas: ser aceptados es un elemento clave de la conexión relacional para la que fuimos creados.

  1. No ser aceptados significa no ser deseados.

Lo peor de no ser aceptados es que nos recuerda nuestras características indeseables, las cualidades que no dan la talla. Es una forma de rechazo. Le tememos al rechazo porque fuimos creados para pertenecer a una comunidad.

Esto nos indica que, a fin de cuentas, el temor a no ser aceptados es temor al rechazo. El hecho de que temamos al rechazo no es sorprendente, pues el Señor nos creó para conectarnos unos con otros. Pero Dios nos diseñó para una intimidad aún más esencial. Fuimos creados para pertenecer a Dios. Y esto es lo que empieza a movernos hacia una solución sólida al temor a no ser aceptados por las personas.

  1. Fuimos creados para pertenecer primeramente al Señor.

El Señor nos creó para que le pertenezcamos primero a Él y luego a los demás. El temor a no ser aceptados por las personas puede amenazar ese orden, pues al querer ser deseables a los ojos de las personas, muchas veces menospreciamos el afecto superior de Dios hacia nosotros. Olvidamos que nuestro mayor problema nunca ha sido el rechazo de las personas, sino el de Dios. El temor a no ser aceptados por las personas puede indicar que hemos olvidado el privilegio asombroso de ser recibidos tan profundamente por Dios, que Jesús dice que el Padre ama a Su pueblo con el mismo amor con que lo ama a Él (Jn 17:26). No hay un afecto más profundo en todo el universo.

  1. El Señor te valora (es decir, te acepta y te ama).

Aquí no estoy proponiendo meramente un evangelio terapéutico. Su amor no es simplemente Su intento por asegurarte que eres más deseable de lo que piensas. Su amor es mucho mejor que esto. Significa que Él te valora por razones mucho más profundas que cualquier cualidad que puedas tener o no tener. Él te valora porque te creó como una expresión única de Su propio ser. Aunque tu pecado desfigura esa expresión, la intención de Dios sigue siendo apartarte para Su exclusiva posesión. Él ve la imagen de Cristo en ti (Rom 8:291 Co 15:49).

Todo esto significa que Dios no solo te ama. Él te acepta. Es decir, el afecto que tenía Salomón por su esposa, o Adán por Eva, es tan solo un pequeño reflejo del deseo de Dios por Su pueblo. Él nos valora porque nos ha hecho valiosos al derramar Su amor sobre nosotros en Cristo. 

Ser aceptados por Dios es una consecuencia de Su amor. A medida que confíes en ese amor perfecto, el temor a no ser aceptado por las personas irá perdiendo su poder sobre ti.

Este artículo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Jeremy Pierre
Jeremy Pierre

El Dr. Jeremy Pierre es decano de estudiantes y profesor asistente de Consejería Bíblica en el Southern Baptist Theological Seminary en Louisville, Ky., pastor en Clifton Baptist Church y coautor de The Pastor and Counseling [El pastor y la consejería].

El temor a ser un mal padre

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Serie: El Temor

El temor a ser un mal padre

Jon Nielson


Nota del editor:
 Este es el séptimo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El temor.

Cuando tuvimos a nuestro primer hijo, experimenté esa avalancha de emociones que los padres dicen sentir. Asombro. Admiración. Gratitud. Los primeros dos días en el hospital fueron maravillosos, pues estábamos rodeados de enfermeras serviciales y animados por las visitas de nuestros amigos. Pero nunca olvidaré el sentimiento que se apoderó de mí mientras nos alejábamos del hospital con nuestra hija de dos días en el asiento trasero: «¿Realmente creen que somos capaces de cuidar a esta niña? ¿Qué vamos a hacer sin un botón para llamar a la enfermera?». Sentía miedo, aprensión y una profunda sensación de insuficiencia.

Dios ha sido fiel. Disfrutamos profundamente esta responsabilidad que Él nos ha dado de criar a cuatro hermosas hijas . Pero este temor de los padres nunca desaparece por completo, ¿no es cierto? Se transforma y adopta diferentes formas a medida que nuestros hijos van creciendo. Comenzamos a temer los futuros años rebeldes de nuestros hijos: ¿Y si rechazan la fe cristiana? Tememos su irrespeto: ¿Y si se niegan a someterse a nosotros? Tememos nuestra propia debilidad: ¿Y si cometemos grandes errores en su crianza? Sentimos lo que sentí cuando salimos de ese hospital nueve años atrás: miedo, aprensión y una sensación de insuficiencia.

Cuando hacemos lo que es correcto para nuestros hijos, haciéndolos infelices en el proceso, no deberíamos enfocarnos en su desaprobación sino en la aprobación eterna que tenemos ante Dios en Cristo.

Permíteme traer algunas palabras de la carta de Pablo a los efesios que pueden ayudarnos a rechazar estos temores tan comunes. Primero, podemos criar a nuestros hijos sin temor debido a la soberanía de Dios en la salvación. El apóstol Pablo no se anda con rodeos con respecto a nuestro estado sin Cristo: estábamos «muertos» en nuestros pecados (Ef 2:1). No heridos, ni parcialmente destrozados, ni faltos de oxígeno: muertos. Una de las doctrinas gloriosas de la fe cristiana es la de la regeneración: la obra soberana del Espíritu Santo que hace que los corazones muertos cobren vida para tener una fe salvadora en Jesucristo. Padres, no podemos fabricar la regeneración. Es una obra de Dios el Espíritu Santo, el único que puede dar vida a los muertos. Podemos dar testimonio, diariamente, del evangelio de Jesucristo. Podemos enseñar a nuestros hijos la Palabra de Dios y las doctrinas de la fe. Podemos modelar la obediencia a Jesucristo para que nuestros hijos la vean. Podemos orar hasta llorar. Pero ningún padre ha podido regenerar el corazón de un hijo. Por tanto, quítate esa carga. Ese trabajo le corresponde a Dios.

En segundo lugar, podemos criar a nuestros hijos sin temor admitiendo nuestra insuficiencia y debilidad. El apóstol Pablo deja en claro que, dado que nuestra salvación es por la sola gracia y no por obras, ningún cristiano puede «jactarse» de su aprobación ante Dios (Ef 2:9). ¿De qué podemos jactarnos, aparte de Jesucristo nuestro Salvador? Estábamos muertos en nuestros pecados, nos resucitó y nos dio el don de la fe. De modo que, padres, sintámonos libres de admitir nuestra propia insuficiencia y debilidad en la crianza de nuestros hijos, así como admitimos nuestra total insuficiencia y debilidad ante un Dios santo. Es seguro que cometeremos errores; el temor a ello no debe dominarnos. Somos absolutamente insuficientes para salvar a nuestros hijos; ya lo hemos dicho. Así que liberémonos del temor al fracaso en la crianza. Todos fallaremos. Oremos para que Dios dirija los corazones de nuestros hijos, a través y a pesar de nuestra guía imperfecta, hacia un Salvador que nunca fallará.

En tercer lugar, podemos criar a nuestros hijos sin temor debido a la aprobación eterna de Dios que tenemos en Cristo. Incluso ahora, que nuestros hijos están pequeños, no me gusta cuando se molestan conmigo. Me encanta ser el papá «divertido», decirles que sí a todo lo que pueda y ver las expresiones de gratitud en sus caritas. No me gusta decirles que no. No me gusta que me digan que no soy divertido. Si soy honesto, la razón por la que no me gusta es mi propia inseguridad. Soy un hombre adulto… y necesito la aprobación de los niños. Suena un poco tonto, ¿no? Pero creo que esto se intensifica a medida que los niños crecen. Por supuesto que queremos ser divertidos. Por supuesto que queremos dar a nuestros hijos las cosas que quieren. Pero a menudo no podemos. Y cuando hacemos lo que es correcto para nuestros hijos, haciéndolos infelices en el proceso, no deberíamos enfocarnos en su desaprobación sino en la aprobación eterna que tenemos ante Dios en Cristo. Nuestro Padre celestial «nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él. En amor nos predestinó para adopción como hijos para Sí mediante Jesucristo» (Ef 1:4-5). Es esa eterna aprobación de un Padre amoroso lo que nos fortalece para lidiar con la enojada (y esperemos que temporal) desaprobación de nuestros hijos.

Este artículo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Jon Nielson
Jon Nielson

El Dr. Jon Nielson es el pastor principal de Christ Presbyterian Church en Roselle, Illinois. Es autor de varios libros, incluso algunos volúmenes de la serie Reformed Expository Bible Studies [Estudios bíblicos expositivos y reformados] .

El temor de que los hijos no conozcan al Señor

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Serie: El Temor

El temor de que los hijos no conozcan al Señor

Por Rebecca VanDoodewaard


Nota del editor:
 Este es el sexto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El temor.

Mónica era una mujer que temía por el alma de su hijo. Y con razón: Agustín veía la fe de Mónica como algo tonto y débil. Rechazó su cristianismo, volviéndose a la filosofía pagana, al entretenimiento violento y a la indulgencia sexual. Sin embargo, esta madre de la Iglesia primitiva siguió a su hijo por todo el Imperio romano, con la esperanza de seguir influenciándolo y de algún modo llevarlo a Cristo. 

Mónica no está sola. El temor por nuestros hijos es tan antiguo como Adán y Eva. Parece ser tan natural en la crianza como lo son las ampollas después de un maratón. Nos preocupamos por el bienestar físico, mental y emocional de nuestros hijos. Y los temores tienden a crecer junto con ellos: nos preocupa que al aprender a caminar terminen con un chichón en la frente; nos preocupa que al aprender a conducir terminen en la sala de emergencias de un hospital.

Para salvar a Su pueblo descarriado, el Padre envió a Su Hijo unigénito, un Hijo que fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

Pero el temor a que un hijo no sea salvo es el más oscuro de nuestros temores. La conducta de nuestros hijos puede confirmar y aumentar nuestros temores, profundizándolos a medida que pasa el tiempo y persiste su falta de arrepentimiento. Y este temor es complicado. Tememos no solamente por las almas de nuestros hijos, aunque eso es lo principal. También tememos que se hagan daño a sí mismos y a los demás, que desacrediten el nombre de Cristo y de la Iglesia, que nadie entienda nuestro dolor, que estemos perdiendo el contacto con ellos mientras buscan escapar de nuestra influencia. Tememos que esta prueba sea de por vida. Aun en medio del dolor, el temor a lo que piensen los demás acerca de nuestra paternidad o familia puede nublar nuestras mentes y nuestros corazones.

La preocupación de Mónica por Agustín la hacía llorar mientras iba de un lugar a otro. Las oraciones y las lágrimas deben estar allí, fluyendo a causa del amor por nuestros hijos y la tristeza por la acumulación de su culpa delante de Dios. Pero nuestras lágrimas nunca podrán consolar, alentar ni eliminar la culpabilidad de nuestros hijos. ¿Qué pasa si no lloramos lo suficiente o si lloramos por las razones equivocadas? ¿Qué pasa si oramos con un énfasis incorrecto? Nuestras acciones paternas nunca son meritorias. Como diría el gran escritor de himnos Horatius Bonar, todas nuestras oraciones, suspiros y lágrimas son incapaces de aliviar su terrible carga.

Hace falta que intervenga un amor por nuestros hijos que supere el nuestro. Dios no ha prometido salvar a todos los niños del pacto (Mt 10:34-36). Pero Él sigue siendo el Dios fiel que guarda el pacto y que se reveló a Sí Mismo a Abram (Gn 17). Nuestra experiencia no cambia el carácter de Dios. Si nuestros hijos no se aferran a las promesas del pacto, la culpa es de ellos, no de Dios. Dios es el mismo Padre celestial inmutable que salva a todos los que vienen a Él. Él escucha nuestras oraciones y las responde con Su sabiduría oculta.

Pero Él hace más que eso. Dios entiende lo que es tener un hijo descarriado. En Oseas, el Señor dice: «Cuando Israel era niño, Yo lo amé, y de Egipto llamé a Mi hijo. Cuanto más los llamaban los profetas, tanto más se alejaban de ellos» (11:1-2a). Dios fue rechazado por un pueblo que Él amó y cuidó.

Para salvar a Su pueblo descarriado, el Padre envió a Su Hijo unigénito, un Hijo que fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Tú y yo nunca habríamos sacrificado a un hijo fiel y amoroso por gente que nos odiara. Esto va más allá del alcance del amor humano. Pero si estamos en Cristo, esta es nuestra experiencia: antes estábamos «alejados y… de ánimo hostil, ocupados en malas obras» (Col 1:21), mas ahora estamos reconciliados con el Padre por medio de la expiación del Hijo. El Dios que se acercó a nosotros no ha cambiado a pesar de nuestras circunstancias.

Un hijo descarriado es una gran prueba de fe, en parte porque la situación expone qué tanto caminamos por fe, y no por vista. Cuando solo tenemos ojos para nuestro hijo descarriado, y para todas las formas en que el mundo, la carne y el diablo están obrando con éxito en él o ella, el temor es una respuesta natural. Al vivir por fe uno puede ver esta realidad. Uno ve el peligro espiritual, pero se enfoca en quién es Dios. Miramos a Cristo, quien puede decirle al Padre: «De los que me diste, no perdí ninguno» (Jn 18:9). Por Su gracia, Dios trae a muchos pródigos de vuelta a casa. Los padres cristianos deben llegar al punto de su fe en el que, con mansedumbre pero de todo corazón, afirmen junto con nuestro Señor Sus palabras más difíciles:

El que ama al padre o a la madre más que a Mí, no es digno de Mí; y el que ama al hijo o a la hija más que a Mí, no es digno de Mí. Y el que no toma su cruz y sigue en pos de Mí, no es digno de Mí (Mt 10:37-38).

Este artículo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Rebecca VanDoodewaard
Rebecca VanDoodewaard

Rebecca VanDoodewaard es autora de Reformation Women: Sixteenth-Century Figures Who Shaped Christianity’s Rebirth [Las mujeres de la Reforma: Figuras del siglo XVI que moldearon el renacimiento del cristianismo] y de las series para niños de Banner Board Books.

El temor a las pérdidas económicas

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Serie: El temor

El temor a las pérdidas económicas

Mike Emlet

Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El temor.

Considera cuánto de tu vida gira en torno a tu estabilidad económica. Te despertaste esta mañana en un dormitorio cálido porque pagaste la factura de electricidad. Desayunaste porque compraste provisiones. Fuiste y volviste del trabajo porque pagaste un billete de tren o la gasolina para tu automóvil. Llevabas puesta ropa apropiada para tu profesión, la cual compraste en una tienda. Tu trabajo te proporciona un ingreso regular que paga la calefacción, la comida, el transporte y la ropa. Y eso es solo la punta del iceberg. Casi todo lo que has tocado hoy tiene un costo.

Dado el grado en que las necesidades básicas de la vida están conectadas a la solvencia financiera, no es de extrañar que incluso los cristianos luchen contra el miedo a sufrir pérdidas económicas. En un mundo caído, aun aquellos que trabajan y presupuestan diligentemente a veces encuentran que sus gastos exceden sus ingresos. Una enfermedad prolongada acaba con los ahorros. Las caídas del mercado de valores destruyen las cuentas de jubilación. Los despidos laborales ocurren en la flor de la vida. La quiebra nos amenaza. El hambre y la falta de vivienda no son problemas aislados. La transitoriedad de la seguridad financiera es parte de la realidad de vivir en un mundo maldito por el pecado y saturado de sufrimiento (Pr 23:4-51 Tim 6:7).

Jesucristo es nuestra posesión más verdadera y profunda en medio de las fortunas cambiantes de la vida.

Es apropiado preocuparse por esto, pero a menudo nuestras vidas manifiestan reacciones y estrategias pecaminosas para evitar la posibilidad de la ruina financiera. Nuestra ansiedad se dispara. Nos convertimos en adictos al trabajo. Acumulamos nuestro dinero por temor a que nunca sea suficiente (Lc 12:13-21). Nos volvemos tacaños y calculadores, tratando cada decisión y relación como si fuera un balance financiero. Nuestra generosidad desaparece. Y, aun así, el fantasma de la pérdida no se va. Entonces ¿cómo afrontamos esta posibilidad con una creciente confianza  en Dios en lugar de una creciente ansiedad?

Es fundamental que comprendamos y confiemos en que Dios es un Padre amoroso y generoso que tiene cuidado de Sus hijos y les provee lo que más necesitan. En el contexto de una discusión sobre la codicia y las posesiones, Jesús les dice a Sus discípulos: «Por eso os digo: No os preocupéis por vuestra vida, qué comeréis; ni por vuestro cuerpo, qué vestiréis» (Lc 12:22). ¿Qué nos da confianza para dejar a un lado nuestras ansiedades por posibles pérdidas económicas? Los versículos que siguen (vv. 22-34) destacan cuatro cosas.

  1. LA VIDA ES MÁS QUE LA SATISFACCIÓN DE NECESIDADES TEMPORALES (V. 23).

Aunque la comida y la ropa son importantes (y, por lo tanto, también los recursos financieros que permiten su adquisición), hay algo aún más esencial para una vida abundante. En contraste con aquellos que «buscan estas cosas» como fines en sí mismas, Jesús exhorta a Sus discípulos a buscar primero Su Reino (v. 31; ver Mt 6:33). Vivir de acuerdo con esta prioridad del Reino es lo que le permite al apóstol Pablo decir: «Por tanto no desfallecemos, antes bien, aunque nuestro hombre exterior va decayendo, sin embargo, nuestro hombre interior se renueva de día en día» (2 Co 4:16).

  1. DIOS PROVEE HASTA PARA LAS MÁS PEQUEÑAS DE SUS CRIATURAS (LC 12:24-28).

Si Él alimenta a los cuervos y viste a los lirios con belleza, ¿no proveerá para los seres humanos, que son el pináculo de Su creación? Él sabe lo que necesitamos (v. 30). No nos dará una piedra si le pedimos pan (Mt 7:9).

  1. SOMOS PARTE DEL REBAÑO DE DIOS (LC 12:32). VIVIMOS EN COMUNIDAD CON NUESTROS HERMANOS EN CRISTO.

Confiar en la provisión de Dios incluye creer que Él traerá gente para socorrernos cuando pidamos ayuda en un momento de crisis económica. La colecta de Pablo para la iglesia en Jerusalén demuestra esta interdependencia en el cuerpo de Cristo (2 Co 8 – 9).

  1. A NUESTRO PADRE LE HA PLACIDO DARNOS EL REINO (LC 12:32).

Si Él nos ha dado la posesión más grande de todas: una herencia que es «incorruptible, inmaculada y que no se marchitará» (1 Pe 1:4), ¿cómo no nos dará también por gracia lo que realmente necesitamos (Rom 8:32)? La riqueza duradera y la verdadera seguridad se encuentran en el Reino: «Porque conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, sin embargo por amor a vosotros se hizo pobre, para que vosotros por medio de Su pobreza llegarais a ser ricos» (2 Co 8:9).

Una creciente confianza  en nuestro Dios fiel no garantiza inmunidad contra las pérdidas económicas. Sin embargo, a pesar de la amenaza real de bolsas de dinero que envejecen, tesoros terrenales que fallan, ladrones que entran y roban, y polillas que devoran (Lc 12:33), Jesucristo nunca le faltará al pueblo de Dios. Él es nuestro pan de vida (Jn 6:35) y nuestra agua viva (Jn 4:14), y nos viste con Su justicia (Is 61:10Zac 3:1-52 Co 5:21Flp 3:9). Él es nuestra posesión más verdadera y profunda en medio de las fortunas cambiantes de la vida. Verdaderamente, Él es Jehová-Jireh, nuestro proveedor (Gn 22:14).

Este artículo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Mike Emlet
Mike Emlet

El Dr. Mike Emlet es profesor de la Christian Counseling & Educational Foundation [Fundación de Consejería y Educación Cristiana] (CCEF). Es autor de CrossTalk [Conversaciones sobre la cruz] y Descriptions and Prescriptions [Descripciones y prescripciones].

El temor a un mundo cambiante

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Serie: El temor

El temor a un mundo cambiante

Por Keith A. Evans

Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El temor.

Los cambios. A pocos de nosotros nos gustan; a muchos nos asustan; la mayoría tratamos de prevenirlos. Sin embargo, hay cambios en todas partes. Para reconocerlos, no hace falta que nos sentemos en una mecedora de nuestra terraza, levemente irritados y reflexionando con la mirada perdida: «Cuando tenía tu edad…». Repasamos las noticias que han salido en las últimas veinticuatro horas mientras aconsejamos frenéticamente a nuestros propios corazones para que no se turben. Hacemos una pausa para charlar con nuestros vecinos de al lado —quienes no comparten el mismo apellido— o con la pareja que vive al otro lado de la calle —cuyos nombres son Jaime y Juan— y nos preguntamos nerviosamente qué ha sucedido con la familia nuclear. Experimentamos cambios incluso en nuestros propios huesos; pasamos de un día a otro, recordando esos «buenos tiempos» en los que nuestros cuerpos no nos dolían tanto, o al menos respondían mejor a las órdenes de nuestros cerebros. Hay cambios en todas partes. No importa cuáles sean, hay algo en nosotros que grita: «¡Las cosas no deberían ser así!».

En Eclesiastés 7:10, Salomón expresa estas luchas del corazón cuando nos instruye a no preguntar: «¿Por qué fueron los días pasados mejores que estos?». Aquí Dios está identificando nuestra tendencia natural cuando vemos cambios en el mundo: somos tentados a creer que el pasado era inherentemente mejor que el futuro amenazante que se aproxima. Pero Salomón explica por qué no debemos dejar escapar tal pregunta de nuestros labios: «Pues no es sabio que preguntes sobre esto».

La libertad del miedo al cambio no resulta de la ausencia de cambio, sino de la presencia de un Dios inmutable.

El padre de Salomón lo expresó de una manera ligeramente diferente cuando observó en el Salmo 11:3: «Si los fundamentos son destruidos; ¿qué puede hacer el justo?». ¿Sientes el peso de la pregunta de David? Al mirar a tu alrededor, ¿puedes identificarte con el mismo sentimiento de que los fundamentos están siendo destruidos? David usa imágenes de su contexto para establecer la escena: «¿Cómo decís a mi alma: “Huye cual ave al monte”? Porque, he aquí, los impíos tensan el arco, preparan su saeta sobre la cuerda» (vv. 1-2). Podríamos situar la pregunta en nuestro entorno moderno de esta manera: «¿Cómo puedo consolar mi corazón cuando la sociedad se está descomponiendo a un ritmo vertiginoso? ¿Dónde está mi esperanza cuando el mal parece predominar?».

Sin embargo, tanto la razón por la que Salomón nos llama a no asumir la superioridad del pasado como la fuente de la esperanza que ofrece David tienen que ver con el lugar donde ponemos nuestra confianza. La historia no está en manos de una suerte aleatoria ni es controlada por un destino desconocido e impersonal. El Salmo 11 saca esta conclusión de manera sucinta: «El SEÑOR está en Su santo templo, el trono del SEÑOR está en los cielos» (v. 4). Hay un Supervisor completamente sabio y soberano, y todo lo que sucede es ordenado por nuestro Padre de gracia y bondad.

Amados, Dios no se pasa el día viendo las mismas noticias ni se queda perplejo ante lo que ocurre en el mundo. Nuestro trino Señor no se llena de pánico al asomarse y ver cómo la cizaña va creciendo en medio del trigo. El Dios que nos llama a no preocuparnos por el mañana y a no estar ansiosos es el Dios que nunca está ansioso ni se preocupa.

De hecho, el Salmo 46 pinta un cuadro aún más sombrío que el Salmo 11. El Salmo 46:2 nos dice que los montes inamovibles se mueven y una tierra imperturbable es sacudida: «Por tanto, no temeremos aunque la tierra sufra cambios, y aunque los montes se deslicen al fondo de los mares». Por otro lado, las potencias mundiales se levantan contra el Reino de Dios: «Bramaron las naciones, se tambalearon los reinos» (v. 6). Pero en medio de todo esto, Dios está en control. Él habla y el mal es desarmado por la fuerza: «Hace cesar las guerras hasta los confines de la tierra; quiebra el arco, parte la lanza, y quema los carros en el fuego» (v. 9). Él truena: «Estad quietos, y sabed que Yo soy Dios», y el reino de la maldad tiene que obedecer (v. 10). Él proclama: «Exaltado seré entre las naciones, exaltado seré en la tierra» (v. 10), y todo lo que se opone a Él no tiene más remedio que obedecer.

La solución a un mundo cambiante no es tratar desesperadamente de estabilizar un mundo inestable (v. 11). La cura para el pánico por los vientos y los torrentes que arremeten constantemente contra la casa no es reforzar las ventanas con tablas (Mt 7:258:27). La libertad del miedo al cambio no resulta de la ausencia de cambio, sino de la presencia de un Dios inmutable (Mal 3:6). Cuando seas tentado a creer que tu Padre solo te está dando piedras y serpientes en este mundo cuando estás pidiéndole pan (Mt 7:9-11), solo recuerda que la sabiduría no se pregunta con temor: «¿Por qué fueron los días pasados mejores que estos?» (Ec 7:10). La sabiduría espera en Aquel que está en control (Pr 9:10).

Este artículo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Keith A. Evans
Keith A. Evans

Keith A. Evans es profesor de Consejería Bíblica y director del Biblical Counseling Institute en el Presbyterian Theological Seminary de Pittsburgh.

La realidad del temor

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Serie: El temor

La realidad del temor

Ed Welch

Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El temor.

En nuestra lista interminable de problemas, el temor y la ansiedad tienden a ocupar los primeros lugares. Son asuntos esencialmente humanos. No se trata de sentimientos que nos atrapan por momentos; son aspectos regulares de la vida diaria que pueden quedarse silenciosamente en un segundo plano o pasar al frente para dominarnos. En estos tiempos, se consideran una parte intrínseca de nuestra humanidad. Nos dicen que somos impotentes y débiles, que nos esperan dificultades, que las cosas preciadas están en riesgo y que no hay mucho que podamos hacer al respecto. Y tienen razón. Sus predicciones específicas a menudo no son correctas, y no cuentan toda la historia, pero son correctas. En este mundo, nosotros y nuestros seres queridos tendremos aflicciones (Jn 16:33).

La Biblia de Estudio de La Reforma

Podríamos desear que todos nuestros temores desaparecieran, pero sabemos que no todos son malos. Su mayor beneficio es que nos recuerdan lo pequeños que somos y lo mucho que necesitamos a Jesús. Depender de Él es vida; la independencia es un mito mortal. El temor también es una alarma que nos advierte del peligro. Sin él, seríamos incapaces de crecer en sabiduría, pues la sabiduría debe distinguir lo que es bueno y seguro de lo que es malo y dañino. No obstante, aunque reconocemos estos beneficios, todos podemos estar de acuerdo en esto: nos gustaría tener menos temores y que fueran menos intensos.

Hoy tenemos al Espíritu de poder que nos da el valor para dar pequeños pasos de obediencia, aun cuando el futuro nos parezca sombrío.

Si miras a tu alrededor notarás que tus temores están en todas partes. Viven escondidos en palabras como estréspreocupacióninquietudnerviosismopresión y pavor. Están atados a la culpa y a muchas otras luchas cotidianas. Si nos sentimos culpables, tememos ser juzgados. Si nos sentimos avergonzados, tememos la posibilidad de quedar expuestos ante los demás. Muchas veces nuestro enojo se debe a un temor que está dispuesto a luchar. Vemos que algo que amamos está en riesgo y, en vez de congelarnos o huir, lo enfrentamos. La depresión podría ser un temor que se ha dado por vencido. Vemos el presente como algo oscuro e insoportable. Y el futuro es peor. Es oscuro, insoportable y sin esperanza. O considera el trastorno de estrés postraumático. Describe a aquellos de nosotros que hemos tenido un roce con la destrucción, ya sea en forma de peligro físico o de las acciones malvadas de otros. Tememos que estos recuerdos nos atormenten, o que el pasado se repita en el futuro. Algo malo ha sucedido y algo malo sucederá. Y luego están todas nuestras adicciones. Las adicciones son deseos que rechazan los límites, pero si las examinamos más de cerca, veremos que lo que perseguimos con muchas de ellas es distraernos o anestesiarnos para no tener que lidiar con una mente inestable, un cuerpo inquieto y un futuro que luce sombrío. Las adicciones son poderosas, pero a fin de cuentas son ineficaces cuando se trata de mantener a raya los miedos y ansiedades.

La Escritura está de acuerdo en que hay temor en todas partes. Los Salmos asumen que vivimos en temor. «El día en que temo, yo en Ti confío» (Sal 56:3). La meta de los salmos es reconocer el temor entremezclado con la fe en nuestro Dios quien es digno de confianza. El tema más común en los Salmos es el temor a los enemigos poderosos que calumnian y hacen que la vida sea miserable. Estos enemigos pueden incluso matar. Todas estas son razones válidas para temer. Cuando leemos las Escrituras con el tema del temor en mente, vemos que «no temas» aparece de alguna forma u otra más de trescientas veces. Estas palabras a menudo aparecen como órdenes, pero al igual que las palabras de Jesús a la viuda afligida de Naín («No llores», Lc 7:13), en realidad son palabras de compasión y consuelo. Las encontramos a lo largo de las Escrituras cuando nuestras circunstancias son apremiantes y necesitamos la seguridad de que Dios está cerca (p. ej.: Gn 15:121:1746:3Mt 14:2728:10).

Cuando el Espíritu te dirija a pasajes sobre el temor y la ansiedad, notarás que hay tres verdades que se repiten continuamente. La primera es que Dios habla palabras hermosas y agradables a Su pueblo atemorizado. No esperes reprensión, aunque debe haber confesión y arrepentimiento durante toda nuestra vida. En vez de eso, espera compasión. Espera consuelo.

Lo segundo es que el Señor promete estar con nosotros, nunca nos dejará ni nos abandonará (Heb 13:5). Esta es la promesa que abarca a todas las demás. Jesucristo murió por los pecados «para llevarnos a Dios» (1 Pe 3:18). Las personas temerosas estarán más prontas a atesorar el evangelio.

Lo tercero es que, debido a que el Señor está presente y es soberano sobre el futuro, podemos prestar toda nuestra atención a la misión que Dios nos ha dado para hoy (Mt 6:33-34). Hoy tenemos toda la gracia que necesitamos. Hoy tenemos al Espíritu de poder que nos da el valor para dar pequeños pasos de obediencia, aun cuando el futuro nos parezca sombrío. Cuando llegue el día de mañana, el Espíritu nos dará el poder y la valentía que necesitemos. La gracia de Dios es nueva cada mañana.

Los temores y las ansiedades están en todos los aspectos de la vida y en las Escrituras. Al ser tan constantes, estas tres verdades no son simplemente una forma de enfrentar nuestros temores, sino que resumen el patrón del crecimiento cristiano.

Este artículo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Ed Welch
Ed Welch

El Dr. Ed Welch es un miembro de la facultad en el Christian Counseling & Educational Foundation (CCEF). Ha sido consejero por más de treinta años y es autor de varios libros, entre ellos Addictions: A Banquet in the Grave [Las adicciones: Un banquete en la tumba].

Libres del temor

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Serie: El temor

 Burk Parsons 

Nota del editor: Este es el primer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El temor.

El mundo es un lugar peligroso, lleno de riesgos y de gente poco confiable. Hay amenazas, dificultades y trampas acechando en cada esquina porque el mal es real. Como cristianos, entendemos esto porque sabemos cómo el pecado y sus consecuencias entraron al mundo.

La Biblia de Estudio de La Reforma

Muchas personas no religiosas o ateas no quieren admitir que el mal existe o que los hombres son pecadores. No obstante, cuando hay ataques terroristas o calamidades son prontos para hablar sobre «actos de maldad» o de «personas malvadas». No tienen palabras propias para explicar las miserias y las tragedias de este mundo, por lo que deben tomar prestadas palabras de nuestra cosmovisión bíblica. Solo la Escritura proporciona una explicación coherente del mal, y solo la Palabra de Dios nos indica por qué somos temerosos por naturaleza.

Todos nacemos con temores, clamando por ayuda desde que entramos a este mundo. Hasta los bebés no nacidos experimentan un miedo intenso cuando los abortistas los están destrozando en los vientres de sus madres, lugar en donde antes estaban seguros y protegidos. Los niños pequeños le temen a la oscuridad y quieren una lámpara nocturna que los conforte. No solo sentimos temor por las peores catástrofes que nos suceden a nosotros y a los que nos rodean, sino también por todas las dificultades y tragedias menores que pudiéramos experimentar.

El temor es una emoción primitiva tan poderosa que puede causar estragos en nuestros corazones. La pregunta es: ¿qué hacemos con nuestros miedos? ¿Nos revolcamos en el fango del temor, actuamos como si no lo sintiéramos, intentamos esconderlo o tratamos de enfrentarlo con gran tenacidad? ¿O nos volvemos al Señor? Es solo cuando nos volvemos al Señor que podemos escucharle decir: «No temas». Sin embargo, el Señor nos ordena a no temer, no para que ignoremos nuestros miedos ni para que los superemos a pura fuerza de voluntad, sino porque Él nos ha prometido: «Yo estoy contigo». Debido a que el Señor está con nosotros, nos ha enseñado a temerle solo a Él. Todos los demás temores comienzan a desvanecerse cuando tememos al Señor.

Saber que estamos unidos a Cristo por la fe sola, y que el Espíritu Santo mora en nosotros, marca la diferencia entre tenerle miedo a Dios y temer a Dios. Marca la diferencia entre tenerle miedo a todos los peligros que pudiéramos enfrentar y confiar en nuestro Dios soberano, quien nunca nos dejará ni nos desamparará. El Espíritu Santo, nuestro Consolador, nos permite caminar siendo libres del temor porque hemos sido rescatados por Aquel que nos sostiene en la palma de Su mano. Por eso podemos cantar con John Newton: «Su gracia me enseñó a temer, mis dudas ahuyentó», y con Martín Lutero: «Aunque estén demonios mil prontos a devorarnos, no temeremos porque Dios sabrá cómo ampararnos» ya que Él ha decretado que Su voluntad prevalezca en nosotros.

Este artículo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Burk Parsons
Burk Parsons

El Dr. Burk Parsons es pastor principal de Saint Andrew’s Chapel [Capilla de San Andrés] en Sanford, Florida, director de publicaciones de Ligonier Ministries, editor de Tabletalk magazine, y maestro de la Confraternidad de Enseñanza de Ligonier Ministries. Él es un ministro ordenado en la Iglesia Presbiteriana en América y director de Church Planting Fellowship. Es autor de Why Do We Have Creeds?, editor de Assured by God y John Calvin: A Heart for Devotion, Doctrine, and Doxology, y co-traductor y co-editor de ¿Cómo debe vivir el cristiano? de Juan Calvino.