Nuestros padres del siglo IV

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Serie: La historia de la Iglesia | Siglo IV

Nuestros padres del siglo IV

Por George Grant

Nota del editor: Este es el octavo artículo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo IV

Al igual que con los padres fundadores de los Estados Unidos, muchos mencionan a los padres de la Iglesia, pero son pocos los que realmente han llegado a leer sus escritos. Es común que se haga referencia a ellos, pero rara vez los vemos citados. Aunque son una parte fundamental de los eslóganes tradicionalistas, la realidad es que han contribuido muy poco a las tradiciones que se supone han inspirado. Hoy en día, estos padres de la Iglesia son desconocidos para la mayoría. Hay muy poco conocimiento sobre aquellos que le siguieron a los apóstoles, incluso en aquellas comunidades que ponen mucho énfasis en la sucesión apostólica (los católicos, los ortodoxos, los anglicanos y los coptos). Sus palabras y obras no suelen usarse más que para ser veneradas anecdóticamente.

La ironía de esto va más allá de lo obvio, pues la realidad es que los escritos de los padres de la Iglesia son completamente legibles y están ampliamente disponibles. Los primeros cristianos eran tanto alfabetizados como literarios. Eran gente del Libro y de los libros. Como resultado, sus cartas, sermones, tratados, comentarios, manifiestos, credos, diálogos, proverbios, epigramas y sagas fueron cuidadosamente preservados y antologizados a lo largo de los siglos. Los creyentes que fueron acosados y perseguidos durante la época imperial fueron consolados por su sabiduría pastoral. Los medievalistas basaron su cosmovisión en los fundamentos patrísticos a lo largo de la era de la cristiandad. Los reformadores protestantes consideraron sus preceptos con cuidado durante los tumultuosos días de la Reforma. De hecho, casi todas las generaciones de cristianos hasta finales del siglo XIX hicieron del estudio de sus ideas un aspecto elemental de la educación clásica.

Lamentablemente, la lectura de sus obras exige una cierta cantidad de diligencia, reflexión y discernimiento —como es necesariamente el caso de todo escrito sustancioso— lo cual probablemente es la causa por la cual leer y estudiar la literatura patrística pasó de moda a finales de siglo XX.

Teóricamente, la patrística continúa siendo atractiva para nosotros. Repetimos la piadosa letanía de los reformadores: volvamos al patrón de la Iglesia primitiva; restauremos la integridad de la adoración como algo primordial; eliminemos las capas acumuladas de prácticas, rituales y ceremonias tradicionales. De alguna manera, nos imaginamos que la patrística nos apoya en esto. Suponemos que es simplista, primitiva y básica. Por lo que con frecuencia nos sorprendemos al descubrir que en realidad es complicada, refinada y madura. Y si hay algo a lo cual la Iglesia moderna se opone es a la profundidad, a la sofisticación y a la perspicacia. El resultado es que continuamos con una ingenuidad despreocupada, diciendo: «No me confundan con los hechos».

En términos generales, la época de los padres, en la Iglesia Occidental, fue durante los primeros cinco siglos después de Cristo. En la Iglesia Oriental, la era patrística se extiende hasta abarcar a Juan Damasceno a mediados del siglo VIII. Los eruditos han seguido la tradición de organizar a los escritores en cuatro grupos. En el primer grupo están los padres apostólicos y los apologistas, o aquellos escritores que eran más o menos contemporáneos con la formación del canon del Nuevo Testamento. Todos estos escribieron en griego. En el segundo grupo están aquellos escritores del tercer siglo, aproximadamente desde los tiempos de Ireneo hasta el Concilio de Nicea. Estos escribieron en griego y en latín. En el tercer grupo están los padres latinos posnicenos, aquellos escritores de la época de los grandes concilios ecuménicos. En el cuarto grupo están los padres griegos posnicenos, aquellos escritores de la Edad de Oro bizantina.

La mayoría de las colecciones modernas de la patrística solamente incluyen escritos del primer grupo, lo cual es una gran pena. En realidad, la cúspide del período patrístico fue el siglo IV. Estos cien años fueron asombrosos, comenzando con Atanasio (296-373), quien se mantuvo contra mundum (contra el mundo) y concluyendo con Agustín (354-430), quien estableció los fundamentos de la civilización occidental. En el ínterin, hombres como Alejandro de Alejandría (267-328), Julio de Roma (337-352), Hilario de Poitiers (315-368), Basilio de Cesarea (330-379), Gregorio Nacianceno (330-390), Martín de Tours (335-397) y Gregorio de Nisa (335-394) pelearon y ganaron la gran lucha por la ortodoxia bíblica contra los arrianos, y comenzaron las primeras protestas contra las herejías de los apolinaristas y los monofisitas. Fue en el siglo IV que Juan Crisóstomo (344-407) revitalizó tanto la predicación como la liturgia de la Iglesia. Fue en el siglo IV que San Jerónimo de Belén (347-420) realizó el trabajo textual esencial sobre el cual la Iglesia se apoyaría por más de un milenio. Fue en el siglo IV que se revelaron los errores del pelagianismo, el donatismo y el celestianismo.

En tiempos como estos, en los cuales el evangelio está siendo atacado como en ningún otro momento desde el siglo IV, vale la pena tomarnos el tiempo para considerar los patrones de fidelidad que tuvieron los héroes de esa época. Nos convendría aprender de sus vidas y ministerios. Sin duda, sería beneficioso que siguiéramos los pasos de sus grandes batallas, de modo que podamos estar en condiciones para luchar las nuestras.

Por consiguiente, leer sobre estos padres, aprender de estos padres e imitar a estos padres no sería meramente un ejercicio de curiosidad por lo antiguo ni de idealismo nostálgico. Más bien, podría llegar a ser, aparte del estudio de las Escrituras mismas, lo que más nos ayude en nuestros discipulados.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
George Grant
George Grant es el pastor de Parish Presbyterian Church (PCA), el fundador de Franklin Classical School, Chalmers Fund, y King’s Meadow Study Center, y el autor de más de 70 libros.

Contra Mundum

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Serie: La historia de la Iglesia | Siglo IV

Contra Mundum

Por Ken Jones

Nota del editor: Este es el séptimo artículo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo IV

Como se ha ilustrado en otros artículos de esta serie, el siglo IV fue un período muy interesante en la historia de la Iglesia. Luego de soportar mucha persecución en su carácter de religión despreciada ante los ojos de Roma, la conversión de Constantino y el Edicto de Milán del año 313 dieron origen a una política de tolerancia del cristianismo. Con las amenazas externas a la Iglesia algo atenuadas, las amenazas internas comenzaron a surgir una vez más. La herejía no era novedad para la Iglesia. El apóstol Pablo enfrentó el reto de los judaizantes en el siglo I, y, entre otros, Ireneo refutó a los gnósticos y los marcionitas en el siglo II. En el siglo IV, la herejía más preponderante fue la doctrina respecto a la persona de Cristo de un presbítero de Alejandría llamado Arrio. Alejandro, el obispo de Alejandría, refutó la enseñanza de Arrio y sus seguidores, lo que posteriormente llevó al emperador Constantino a convocar el primer concilio ecuménico en Nicea durante el invierno de los años 324-325.

La controversia nunca es placentera, pero en la vida de la Iglesia algunas de las controversias más amargas han producido los frutos más dulces y perdurables. La controversia arriana no solo produjo el Credo Niceno del año 325 (que sigue siendo recitado en muchas iglesias al día de hoy), sino que también puso en la palestra a un verdadero héroe de la fe: Atanasio de Alejandría. Nacido alrededor del año 296, Atanasio fue algo así como un prodigio teológico y fue criado desde una temprana edad en el hogar y bajo la tutela del obispo Alejandro. Al momento del Concilio de Nicea, Atanasio era diácono y asistió al concilio como secretario de Alejandro. Incluso en su rol como secretario, Atanasio contribuyó significativamente a la redacción del credo. Sin embargo, fue después del concilio que el legado de Atanasio se forjó, cuando asumió el oficio de obispo en el año 328, luego de la muerte de Alejandro. Hay tres lecciones acerca de este campeón de la ortodoxia que quisiera que la Iglesia contemporánea considerara.

En primer lugar, Atanasio refutó el arrianismo motivado por su implicación práctica. Dicho de otro modo, en este debate teológico de finos matices Atanasio estaba preocupado por las implicaciones de esta herejía para la salvación. Dos de sus escritos reflejan sus inquietudes prácticas y pastorales.  La encarnación del Verbo expone el hecho de que en la encarnación, Dios el Verbo, Jesucristo, se hizo humano para renovar lo que era humano, para santificar lo que se había corrompido en Adán. En Discursos contra los arrianos, por su parte, Atanasio argumenta que solo Dios inicia y logra la salvación, y también señala que era necesario que nuestro Salvador fuera tanto completamente humano (para renovar la humanidad) como completamente divino (para lograr la reconciliación). 

Los cristianos evangélicos tienden a mantenerse al margen de las controversias teológicas porque asumen que solo se trata de teólogos ejercitando sus músculos intelectuales en debates especulativos que no tienen relevancia para la fe personal. Si bien puede haber instancias en que ese sea el caso, muchas de las controversias actuales, como «la controversia sobre el señorío de Cristo en la salvación», el documento ecuménico «Evangélicos y católicos juntos» y la «Nueva Perspectiva sobre Pablo», son muy prácticas. Al igual que Atanasio, debemos entender sus implicaciones para la fe «que de una vez para siempre fue entregada».

Lo segundo que podemos aprender de Atanasio es que no debe buscarse la unidad aparte de, o a costa de, la verdad. El Concilio de Nicea produjo el credo que estableció la fórmula ortodoxa sobre la naturaleza de Cristo. Todos los que no se conformaron a este credo fueron considerados herejes, lo que ocasionó el exilio de Arrio y sus partidarios. Diez años más tarde, líderes importantes de la Iglesia convencieron al emperador Constantino de restaurar a Arrio. Entonces, Constantino le escribió una carta a Atanasio (que para ese entonces ya era obispo) instándolo a recibir a Arrio, «cuyas opiniones habían sido distorsionadas». Atanasio rehusó volver a admitir a Arrio y sus seguidores porque «no podía existir comunión entre la Iglesia y aquel que negaba la divinidad de Cristo». Considerando que el emperador y muchos de los otros obispos estaban ejerciendo presión para la restauración de Arrio, habría sido fácil, por no decir entendible, que Atanasio cediera, pero él no cedió. La lección para nosotros es obvia: cuando las personas con las que tenemos comunión se apartan de los fundamentos de la fe, no están más que quebrantando esa comunión. Esta es la clara enseñanza de la Escritura: Gálatas 1:6-92 Juan 7-11Judas 3-4. La separación es dolorosa, pero a veces es necesaria. La posterior restauración de Arrio y sus seguidores tuvo como resultado que el arrianismo llegara a dominar en las provincias orientales de la Iglesia.

Una tercera lección que podemos aprender de Atanasio es su valiente determinación para defender la verdad. La restauración de Arrio y sus seguidores condujo a la expulsión de Atanasio en el año 335. A pesar de que fue restaurado poco antes de la muerte de Constantino en 337, ese fue solo el comienzo. En total, Atanasio fue exiliado cinco veces. Podemos aprender dos cosas de las expulsiones de Atanasio. Primero, no permitió que las experiencias lo amargaran o lo hundieran en la tristeza. Al igual que Pablo durante sus diversos encarcelamientos, Atanasio fue bastante productivo en el exilio. Segundo, el exilio no hizo que este santo se desmoronara y transigiera. Nuestro adversario busca agotarnos con sus ataques, y si el primero no funciona, puede que el tercero o el cuarto sí lo haga. Atanasio fue tan valiente para defender la verdad luego de su quinto y último exilio como lo fue después del primero. ¿Qué podemos aprender de este audaz hombre de fe? Podemos aprender que defendemos o negamos el evangelio en las doctrinas que sostenemos y que la comunión cristiana es un asunto de unidad doctrinal. Por último, debemos aferrarnos al evangelio con firmeza sin importar las consecuencias.


Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Ken Jones
Ken Jones

El reverendo Ken Jones es pastor de la Glendale Missionary Baptist Church en Miami, FL.

Ni una iota

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Serie: La historia de la Iglesia | Siglo IV

Ni una iota

Por Rick Gamble

Nota del editor: Este es el quinto artículo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo IV

Mientras estuvo en la tierra, nuestro Señor aseveró que Él y el Padre son uno (Jn 10:30). Por otro lado, Él preguntó: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino solo uno, Dios» (Mr 10:18). Poner esas dos declaraciones juntas no es muy fácil. Sin embargo, la Biblia no deja solo esa pregunta por resolver. Jesús podía decirle al «desconocido» y curioso pecador escondido en un árbol que almorzaría con él y al mismo tiempo afirmar que «de aquel día o de aquella hora nadie sabe, sino solo el Padre» (Mr 13:32).

Hay una tensión inherente en estos y otros pasajes bíblicos. Para expresar la tensión de manera precisa, el gran problema relacionado con el ministerio terrenal de Jesús es este: el Divino que convirtió el agua en vino, que levantó a Su amigo Lázaro de la tumba, que caminó sobre el agua y ordenó a Su amigo Pedro que hiciera lo mismo, también podía morir una muerte sangrienta y vergonzosa en la cruz.

Verdaderamente Jesús es el Dios-hombre, pero la relación entre ambos no es tan fácil de entender. La resurrección no hizo la situación más simple. Después de conquistar la muerte, María pudo adorarlo y aferrarse a Sus pies. Su cuerpo nuevo todavía tenía las marcas de los clavos que Tomás pudo ver y tocar. Jesús pudo cocinar pescado de desayuno para Sus deprimidos discípulos pescadores. Pero también pudo caminar a través de puertas cerradas y, tras hablar con algunos discípulos, pudo desaparecer repentinamente. Al final de Su tiempo en la tierra, después de ser visto por muchos (Él no fue una aparición), ascendió corporalmente al cielo y ahora está sentado a la diestra del Padre.

Estos y otros pasajes de las Escrituras le enseñaron a la Iglesia primitiva, y nos enseñan hoy, a exclamar: «¡Jesús es Dios!». Nuestras voces se unen con los cristianos de hace dos mil años y se alegran de que tengamos un gran Sumo Sacerdote que «conoce» nuestras debilidades porque es verdaderamente hombre. Confesamos con ellos que Jesús de Nazaret, un hombre nacido de María, también es «Señor».

Aunque cantamos la misma canción de alabanza, nuestro mundo es diferente al de los seguidores de Cristo de los primeros cuatro siglos. No tenemos que adorar en las catacumbas y, al menos aquí en los Estados Unidos de América, los funcionarios del gobierno no nos quieren matar por nuestra profesión de fe. Afortunadamente, el mundo de la persecución cristiana del siglo IV dio un frenazo cuando el emperador Constantino rescindió los decretos anticristianos anteriores y elevó el cristianismo a ser la fe oficial del Imperio. De repente, la Iglesia tuvo tiempo libre para reflexionar sobre estas verdades bíblicas difíciles y aparentemente contradictorias.

Viendo nuestra tarea desde otra dirección, preguntamos: ¿Cómo ha entendido la Iglesia la enseñanza de Pablo que nos dice que Jesús tomó «la forma de siervo» (Flp 2:7) y la enseñanza del discípulo amado que nos recuerda que «vimos Su gloria»? (Jn 1:14). Reconociendo que Jesucristo es el Dios-hombre, la Iglesia tuvo que determinar cómo era posible que lo divino y lo humano se unieran. Esas preguntas fueron resueltas en el siglo IV, desde la época del Concilio de Nicea (325) hasta el Concilio de Constantinopla (381).

El llamado a una reunión en Nicea

Como suele ser el caso en la Iglesia, surgió una controversia por estos temas difíciles. Figuras particulares se asociaron con diferentes posiciones teológicas. Por un lado estaba el teólogo llamado Arrio. Para él, ciertos temas de la Escritura eran muy importantes. Por ejemplo, en las sinagogas judías se memorizaba y se repetía una frase hebrea particular, llamada el «Shemá»: «Escucha, oh Israel, el SEÑOR es nuestro Dios, el SEÑOR uno es» (Dt 6:4). ¡Esta es una enseñanza buena y verdadera! Sin embargo, si el Señor es «Uno», ¿cómo encaja Jesús en la ecuación? La respuesta para Arrio era simple. En la encarnación, Jesús de Nazaret «se convirtió» en el Dios-hombre. Una vez más, a primera vista, esta frase también es correcta. Jesús se convirtió en el Dios-hombre hace dos mil años cuando nació de la virgen.

Sin embargo, oculto detrás de esta frase correcta, había un bote de basura desbordante de ideas equivocadas. Cualquier cristiano ortodoxo de hoy puede afirmar que Jesús «se convirtió» en el Dios-hombre en aquel pequeño pueblo de Belén, pero también afirmamos que la segunda persona de la Trinidad existió en completa deidad antes de ese tiempo. Esta preexistencia de Cristo era el problema para Arrio. No la creía y dijo: «hubo un tiempo en que Él no era [el eterno Hijo de Dios]».

En este punto del debate, el héroe de la ortodoxia, Atanasio, legítimamente lanzó un grito de alarma. Para exponer el asunto de manera clara y concisa: los seguidores de Arrio habían negado la plena deidad eterna del Hijo y del Espíritu Santo con el Padre. Esto es herejía.

No obstante, la posición de Arrio era fácil de entender. Supuestamente ayudaba a «aclarar» los problemas bíblicos. Era una posición atractiva, ¡pero era incorrecta! El debate entre Atanasio y los seguidores de Arrio retumbó como un trueno por todo el Imperio. Para resolver la controversia, el emperador Constantino convocó una reunión gigante de la Iglesia.

En medio de mucho debate, los teólogos que se reunieron en el año 325 en el Concilio de Nicea establecieron la eterna divinidad preexistente de Cristo. Sus formulaciones excluyeron al arrianismo de la Iglesia. Se declaró que Jesús era «de una sustancia» con el Padre. La palabra griega para «de una, o la misma, sustancia» es homoousios. Consiste en dos palabras unidas. La mayoría sabe que la palabra «homo» significa «mismo», mientras que «ousia» significa «sustancia».

Después del 325

Con este primer gran concilio, se habían establecido las bases para la paz en la Iglesia. Se había tomado una buena postura teológica y la controversia sobre la naturaleza de Cristo debió haber llegado a su fin. ¡Pero aquí estamos hablando de teólogos! Mientras que el arrianismo fue condenado oficialmente y Atanasio había ganado teológica y políticamente, no todos estaban convencidos de la posición ortodoxa.

La lucha después del 325 no fue sobre hombres, sino sobre palabras. La controversia fue entre aquellos que se aferraron a homoousios y los que proclamaron una nueva palabra: homoiousios. Si estás leyendo esto por primera vez, es posible que ni siquiera hayas notado la diferencia. Hay una «i» insertada en la segunda palabra.

¿Es tan importante una pequeña «i»? Si evalúo el trabajo sobresaliente de un estudiante y pretendo darle una calificación de «A», pero olvido una pequeña línea, habrá una gran diferencia en el significado. Esa «A» se convertiría en una «F» en los registros de la clase. ¡Los estudiantes de teología deben preocuparse mucho por una pequeña línea! También deben preocuparse por una pequeña «i». Mientras homoousios significa de la «misma sustancia», homoiousios significa que Jesús es de una «sustancia similar».

Sin embargo, cuando estamos hablando de la misma «sustancia» o «esencia» de algo, o es completamente de esa sustancia o no lo es. Por ejemplo, una «manzana» puede ser «similar» a otra «manzana». Podrían haber diferencias de color o sabor, pero ambas serían «manzanas». Hay espacio para algunas diferencias en los detalles: más dulce o menos dulce, roja o verde. ¡Pero una «manzana» no puede saber como un sándwich de jamón ni parecerse a un elefante y seguir siendo una «manzana»! Debe tener todas las cualidades que hacen que una manzana sea una manzana. Tiene que ser «manzana» en su sustancia, o es otra cosa.

Después de un debate considerable, los teólogos se pusieron de acuerdo. Cuando se trata de la sustancia de la divinidad o la humanidad, no hay un «casi» divino ni un «parcialmente» humano. Dios tiene que ser completamente Dios y un hombre tiene que ser un hombre. Homoiousios (con la «i», sustancia «similar») fue rechazada por todos y la mayoría renunció a su posición de que Jesús podría ser «similar» a Dios en sustancia, confirmando así la ortodoxia.

Pero aún había algunos alborotadores que no estaban convencidos. Ellos no doblarían sus rodillas ante la noción de una encarnación completa del Hijo de Dios eternamente divino. Fueron más allá y dijeron que Jesús era «diferente» al Padre en Su sustancia.

Esta era una posición extrema y ​​por tanto todos entendieron que tenía que ser rechazada. Incluso los instigadores homoiousios se pusieron al lado de sus antiguos oponentes (homoousios) para luchar contra el nuevo enemigo: «diferente». Para terminar la controversia, otro concilio fue convocado, esta vez para reunirse en la ciudad de Constantinopla en el año 381. Allí fue reafirmado el credo completo, el que llamamos el «Credo de Nicea», que también es apropiadamente llamado «Credo Niceno-Constantinopolitano».

Sabiamente, el Credo de Calcedonia (451) no intenta explicar exhaustivamente el misterio de cómo Cristo puede ser completamente Dios y hombre. Sí establece que podemos reflexionar teológicamente entre dos límites, que Su naturaleza divina debe ser total y que Su naturaleza humana debe ser completa. También advierte contra una relación falsa entre las dos naturalezas.

Hay dos naturalezas en la sola y única persona de Cristo. Aun así, Él tenía una autoconciencia indivisa. El Credo de Calcedonia afirmó que incluso después de la encarnación, y durante toda la eternidad, la distinción entre las dos naturalezas continúa. Si bien son distintas, sin confusión ni conversión, no obstante, tampoco tienen separación ni división. En cuanto a la voluntad de Cristo, la voluntad divina sigue siendo divina y la voluntad humana sigue siendo humana. En Cristo, el Dios-hombre, los dos tienen una vida común y se interpenetran entre sí. Esto también es similar a la relación entre las tres personas de la Trinidad.

Una nota final en relación con la gloriosa doctrina de la persona de Jesucristo: estaríamos empobrecidos si no fuera por las arduas labores de los teólogos del siglo IV.


Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Rick Gamble
Rick Gamble

El Dr. Rick Gamble es profesor de teología sistemática en el Reformed Presbyterian Theological Seminary y es pastor principal de la College Hill Reformed Presbyterian Church en Beaver Falls, Penn. También es autor de numerosos artículos sobre la vida y el pensamiento de Juan Calvino.