¿Qué es el espíritu? | Albert Simpson
¿Qué es el espíritu?
Albert Simpson
En resumidas cuentas puede decirse que es el elemento divino en el hombre, o tal vez más correctamente, aquella parte que está en contacto con Dios o que puede conocerlo. No es la parte intelectual, mental, estética o sujeta a sanciones, sino la parte espiritual, su naturaleza más elevada, la que reconoce lo celestial y lo divino y dialoga con ello.
Es aquello de nosotros que conoce a Dios, lo que está directa e inmediatamente consciente de la presencia divina y puede tener compañerismo con él, oyendo su voz, contemplando su gloria, recibiendo intuitivamente la impresión de su toque y la convicción de su voluntad, comprendiendo y adorando su carácter y sus atributos, hablándole en el espíritu y en el lenguaje de la oración, de la alabanza y la comunión celestial. Es también la parte que está consciente directamente del otro mundo de espíritus malos, y que puede conocer también el toque del enemigo, tanto como la voz del Pastor.
El espíritu es aquello que reconoce la diferencia entre el bien y el mal, es lo que ama el bien y lo discierne y recoge en armonía con la justicia. Es el elemento moral en la naturaleza humana. Es la región en la que la conciencia habla y reina. Es el asiento de la justicia, de la pureza y de la santidad, es lo que se asemeja a Dios, el nuevo hombre creado en justicia y en santidad verdadera, en la misma imagen de Dios. Cada ser humano debe estar consciente de tal elemento en su ser y debe entender que es esencialmente diferente de la percepción de las meras dificultades y de la comprensión y las emociones del corazón.
El espíritu es lo que elige, intenta, determina y por ende prácticamente decide todo el asunto de nuestra acción y nuestra obediencia al Señor. En pocas palabras, es la región de la voluntad, ese potente impulso de la naturaleza humana, esa prerrogativa casi divina que Dios ha elegido compartir con el hombre, su hijo, para manejar el mismo timón de la vida de cuyas decisiones penden todos los asuntos del carácter y del destino. ¡Qué fuerza tan decisiva es y cuán esencial es que sea santificada por completo! De que sea santificada o de que no lo sea depende que la vida sea de obediencia o de desobediencia; y cuando la voluntad es recta y la decisión se ha hecho firmemente, cuando el ojo es puro, Dios reconoce el corazón como veraz y cristalino. “…porque si primero hay la voluntad dispuesta, será aceptada según lo que uno tiene, no según lo que no tiene”.
El espíritu es lo que confirma y la confianza es uno de sus atributos o facultades. Es la cualidad filial en el hijo de Dios que puede ver al Padre cara a cara sin una nube, que se atreve a reclinarse en su seno sin un temor y que pone sus manos en las manos eternas con el abandono de la sencillez infantil.
El espíritu es lo que ama a Dios. No es, aclaremos, el amor como emoción humana de la cual hablamos, puesto que ésta pertenece a la naturaleza inferior del alma y puede ser altamente desarrollada en una persona cuyo espíritu todavía esté muerto para Dios en transgresiones y delitos; sino que hablamos aquí del amor divino que es el don directo del Espíritu Santo y la fuente verdadera de la santidad y la obediencia. No es nada menos que el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, cuya esfera de acción es el corazón humano.
El espíritu es lo que glorifica a Dios y que hace que la voluntad y la gloria divinas sean el objetivo supremo de la persona, quien está dispuesta a perderse en la gloria del Señor. El concepto mismo de tal objetivo es enteramente ajeno a la mente humana y puede ser recibido sólo por un espíritu que ha nacido de nuevo y que ha sido creado en la imagen divina.
El espíritu es lo que se deleita en Dios, que tiene hambre por su presencia y por su compañerismo y que encuentra su alimento, su porción, su satisfacción y su herencia en él, quien a su vez se vuelve nuestro todo en todo.
Este elemento maravilloso de nuestra naturaleza humana está sujeto a todas las debilidades y susceptibilidades que encontramos en una forma más burda en nuestra vida física. Hay sentido y órganos espirituales tan reales y tan concretos como los que tiene nuestro ser físico. Los encontramos claramente reconocidos en la Biblia. Existe, por ejemplo, el sentido del oído espiritual: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”, y “Bienaventurados… vuestros oídos, porque oyen”. “Mis ovejas oyen mi voz… y me siguen”. Está también el sentido de la vista: “Tus ojos verán al Rey en su hermosura; verán la tierra que está lejos”, y “mirando… como en un espejo la gloria del Señor”, o “teniendo ojos no veis”, y “para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz y de la potestad de Satanás a Dios”.
Existe también el sentido del toque espiritual: “Por ver si logro asir (tomar con mi mano) aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús” Y “¿quién es el que me ha tocado?”, y “todos los que lo tocaron, quedaron sanos”. Se menciona también el sentido del gusto: “Gustad y ved que es bueno Jehová”, y “El que me come, él también vivirá por mí”, “El que a mí viene, nunca tendrá hambre y el que en mí cree, no tendrá sed jamás”. El espíritu tiene subsistencia intrínseca: cuando sea separado del cuerpo después de la muerte, tendrá la misma autoconsciencia que tenía durante la vida y muy probablemente poderes más intensos en cuanto a emociones, acciones y deleites.
Lo anterior es no más que un breve pantallazo de este don supremo de nuestra humanidad, esta cámara superior de la casa de Dios, esta naturaleza más elevada que recibimos de nuestro Creador y que perdimos, o por lo menos que fue degradada, violada y enterrada a través de nuestro pecado y caída.
Simpson, A. (2012). Santificados por completo (1a edición, pp. 28-31). Publicaciones Alianza.