30 ABRIL

Una imagen sobrecogedora
Números 7 | Salmo 42–43 | Cantar de Cantares 5 | Hebreos 5
Millones de cristianos han cantado estas palabras como cántico. Otros muchos han reflexionado en ellas en su propia lectura de las Escrituras: “Cual ciervo jadeante en busca del agua, así te busca, oh Dios, todo mi ser” (Salmo 42:1).
Es una imagen sobrecogedora. Uno se imagina un ciervo o una cierva, bajando hasta el límite del bosque, en la luz tenue del crepúsculo al final de un día caluroso, para calmar su sed en las aguas frescas de un arroyo cristalino. Cuando los creyentes se han aplicado esta imagen a ellos mismos, han evocado una diversidad enorme de circunstancias personales: los anhelos semimísticos de una valiente orientación teocéntrico que desafía cualquier oposición cultural, o un anhelo solitario de un sentimiento real de la presencia de Dios cuando los cielos parecen mudos como el bronce, un contentamiento sereno con nuestra propia experiencia religiosa, y mucho más.
Pero sean las que sean las aplicaciones de esta imagen conmovedora, la situación del ciervo, igual que la del salmista como veremos más adelante, entraña mucho estrés. El ciervo no se acerca al arroyo para obtener su cuota habitual de agua fresca; está jadeante para lograr beber. El salterio métrico añade las palabras: “acalorado por la caza”. No obstante, esta idea está ausente del texto y la aplicación que hace el salmista no encaja tan bien con esta como con otra posibilidad. El salmista piensa más bien en un ciervo que jadea por corrientes de agua en una estación de sequía y hambre (igual que la que se describe en Joel 1:20). Del mismo modo, él está hambriento de Dios, anhelando su presencia, y en particular estar de nuevo en Jerusalén, disfrutando del culto en el templo, cuando “… yo fui con la multitud, y la conduje hasta la casa de Dios, entre voces de alegría y de alabanza del pueblo en fiesta” (42:4). En lugar de ello se encuentra abatido (42:5) porque está muy lejos, en el valle de Jordán, cerca de las alturas de Hermón, en el extremo norte del país.
Aquí, el salmista debe luchar contra los enemigos que le atormentan: “mis adversarios, mientras me echan en cara a todas horas: «¿Dónde está tu Dios?” (42:10). Lo único que podrá satisfacer al salmista no es, finalmente, Jerusalén y el templo, sino Dios mismo. Esté donde esté, el salmista puede declarar: “Esta es la oración al Dios de mi vida: que de día el SEÑOR mande su amor, y de noche su canto me acompañe” (42:8). Por lo tanto, cobra ánimo con estas reflexiones: “¿Por qué voy a inquietarme? ¿Por qué me voy a angustiar? En Dios pondré mi esperanza, y todavía lo alabaré. ¡Él es mi Salvador y mi Dios!” (42:11).
Canta este himno, repite estas líneas antiguas. Y anímate cuando luchas contra la fría niebla del desespero y Dios parece estar lejos.
Carson, D. A. (2013). Por amor a Dios: Devocional para apasionarnos por la Palabra. (R. Marshall, G. Muñoz, & L. Viegas, Trads.) (1a edición, Vol. I, p. 120). Barcelona: Publicaciones Andamio.
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