La Mirada del Alma

Tozer, A. W.

La Mirada del Alma

Puestos los ojos en el autor y consumador

de la fe, en Jesús. Hebreos 12:2

Pensemos en el hombre sencillo e inteligente que mencionamos en el capítulo seis, que se detiene por primera vez a leer las Sagradas Escrituras. Se acerca a la Biblia sin ningún conocimiento previo de lo que contiene. No tiene ningún prejuicio; nada tiene que probar, nada que defender.

Este hombre no leerá por mucho tiempo sin darse cuenta que algunas verdades comienzan a destacarse nítidamente. Son los principios espirituales con que Dios ha tratado a los hombres, que aparecen entretejidos en los escritos de varones santos que fueron “movidos por el Espíritu de Dios.” Según prosiga en la lectura deseará hacer un resumen de las verdades que está entendiendo. Estos resúmenes vendrán a ser los principios de su credo bíblico. Y si lee por más tiempo, las nuevas lecturas no afectarán estos principios; por el contrario los aumentarán y fortalecerán. Nuestro hombre está descubriendo lo que la Biblia enseña.

Muy arriba en las enseñanzas de la Biblia se encuentra la doctrina de la fe. Es tanta la importancia que la Biblia asigna a la fe, que es imposible que pase desapercibida. El tendrá que reconocer muy pronto que la fe es de vital importancia para la vida del alma. “Sin fe, es imposible agradar a Dios.” Por la fe es posible adquirir cualquier cosa; ir a cualquier parte en el reino de Dios, pero sin fe nadie puede allegarse a Dios, ni ser librado de sus culpas, ni tener libertad, ni salvación, ni comunión, ni nada. Nunca tener vida espiritual.

Cuando nuestro amigo haya llegado al capítulo once de la Epístola a los Hebreos, no le será extraño el elocuente encomio que se hace allí de la fe. Antes de eso habrá leído la brillante defensa de la fe que hace Pablo en Romanos y en Gálatas. Más adelante, si lee la historia de la iglesia, podrá ver el asombroso poder espiritual que tenían los reformadores debido a su fe inalterable en la religión cristiana.

Pues bien, si la fe es algo tan importante en la vida cristiana, si es algo imprescindible en la búsqueda de Dios, es perfectamente natural que deseemos cerciorarnos si en verdad tenemos este don. Y siendo nuestra mente como es, tarde o temprano ha de querer investigar cual es la naturaleza de la fe. ¿Qué es fe? Junto a esta pregunta viene enseguida otra. ¿Tengo yo fe? Y debemos encontrar alguna respuesta dondequiera esta se halle.

Casi todos los que predican o enseñan acerca de la fe dicen más o menos lo mismo. Nos dicen que es creer en una promesa, que es aceptar lo que Dios dice, que es reconocer la verdad de la Biblia, y actuar conforme a ella. El resto de lo que ellos dicen en sermones o en libros son relatos acerca de personas que por fe hallaron respuesta a sus oraciones. Esas respuestas son por lo general bendiciones materiales, tales como sanidad, dinero, protección física o éxito en los negocios. O si el maestro es un filósofo, nos llevará en excursión por los ámbitos de la metafísica, o nos sumergerá en los hielos de la jerga psicológica, definiendo y redefiniendo conceptos, partiendo delgados pelillos hasta hacerlos desaparecer por completo. Cuando finaliza la exposición nos damos cuenta que hemos salido por la misma puerta por la cual entramos. Sin duda, debe haber algo mejor que eso.

La Biblia no hace ningún esfuerzo para definir la fe. Aparte de una breve definición en la Epístola a los Hebreos, en la cual se emplean diecinueve palabras (Hebreos 11:1), yo no sé de ninguna otra definición bíblica, y si la hay, la fe no es definida filosóficamente, sino en manera funcional. Se afirma lo que la fe es en operación, no lo que es en esencia. Se asume la presencia de la fe, y muestra lo que ella produce, no precisamente lo que ella es. Es bueno y sabio llegar hasta aquí, y no pretender saber más. Se nos dice de dónde procede, y por qué medios viene. “La fe es un don de Dios” y “la fe viene por el oir, y el oir por la Palabra de Dios.” Hasta aquí todo va claro, y parafraseando a Tomás de Kempis, “Prefiero ejercer la fe, antes que definirla.”

De aquí en adelante, cada vez que en este capítulo aparezca la palabra “fe” debe entenderse como fe en acción, tal como es ejercida por un hombre verdaderamente creyente. Dejamos de lado la idea de definir la fe, y vamos a pensar en ella como se la siente cuando se pone en acción. La naturaleza de nuestros pensamientos será pues práctica, y no teórica.

En una dramática narración que se halla en el libro de Números se le va fe en acción. El pueblo de Israel se desalentó, y murmuró contra Dios, y Dios envió entre ellos serpientes ardientes. “Estas mordían a las gentes, y muchos murieron.” Moisés intercedió ante el Señor por ellos y el Señor les dio un remedio. Le ordenó a Moisés que hiciera una serpiente de metal, y la pusiera enroscada en un poste en medio del campamento, de modo que cualquiera pudiera verla. “Será que cualquiera que fuere mordido, y mire a la serpiente, vivirá.” Así lo hizo Moisés. “Y fue que cuando alguna serpiente mordía a alguno, miraba a la serpiente de metal, y vivía” (Números 21:4–9).

En el Nuevo Testamento encontramos la explicación de este suceso y nada menos que por el propio Señor Jesucristo. El les explica a sus oyentes como pueden ser salvos. Y les dice que es por medio de la fe. Para hacer bien clara su explicación recurre al libro de Números. “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado, para que todo aquel que en él creyere, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:14, 15).

El hombre inteligente que lee esto no tardará en hacer un descubrimiento: las palabras mirar y creer son sinónimas. La palabra “mirar” que se emplea en el Antiguo Testamento tiene idéntico significado que la palabra “creer.” Mirar la serpiente es lo mismo que creer en Cristo. Pero debemos tener en cuenta que mientras los israelitas tenían que mirar con sus ojos físicos, los creyentes del Nuevo Testamento deben creer con el corazón. La conclusión es que la fe es la mirada del alma que se dirige a un Dios Salvador.

Después de haber entendido esto, habrá de recordar otros pasajes cuyo significado comenzará a serle más claro. Por ejemplo, “A él miraron, y fueron alumbrados, y sus rostros no se avergonzaron” (Salmo 34:5). “A tí, que habitas en los cielos, alcé mis ojos; he aquí que como los ojos de los siervos miran a la mano de sus señores, y como los ojos de la sierva a la mano de su señora, así nuestros ojos miran a Jehová nuestro Dios, hasta que haya misericordia de nosotros” (Salmo 123:1–2). He aquí el hombre que busca misericordia, y mira rectamente al Dios de misericordia hasta que halla la misericordia. Nuestro Señor mismo siempre miraba a Dios, “Y levantando los ojos al cielo, bendijo, y partió y dio los panes a los discípulos” (Mateo 14:19). La verdad es que Jesús enseñó siempre que todo lo que él hacía podía hacerlo porque se mantenía mirando a Dios. Su poder descansaba en el hecho de que siempre estaba con su mirada interior puesta en su Padre (Juan 5:19–21).

El tenor de toda la Biblia está en completo acuerdo con lo que dejamos dicho. Y todo se resume en la exhortación de la Epístola a los Hebreos cuando nos dice que corramos la carrera “puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, en Jesús.” Todo lo cual enseña que la fe no es un acto que se realiza una sola vez, sino una actitud continua del corazón que se mantiene mirando a Dios.

Creer, entonces, es dirigir la atención del corazón hacia Cristo. Es levantar la mirada a “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo,” y nunca dejar de mirar por el resto de nuestra vida. Al principio podrá parecer difícil, pero dicha actitud se hace más fácil con el contínuo mirar a la maravillosa personalidad de Cristo. Podremos distraernos a veces, pero al haber encomendado nuestro corazón a él, cada vez que nos apartemos un poco, sentiremos el fuerte deseo de retornar al igual que un pajarillo que vuelve a su nido.

Insisto en que es necesaria esta entrega personal y voluntaria a Cristo, que hace que el alma fije para siempre su mirada en Jesús. Dios acepta esta intención como la elección nuestra, y tolera las distracciones que sufrimos al vivir en este mundo malo. Dios sabe que hemos encaminado nuestro corazón a Jesús, y nosotros también lo sabemos, y nos consolamos al saber que nuestra alma está adquiriendo un hábito que no tardará en formar parte de nuestra naturaleza, de modo que pronto no ha de requerir ningún esfuerzo de nuestra parte.

La fe es la virtud que menos piensa en sí misma. Por su propia naturaleza es escasamente conciente de que existe. Igual que el ojo, que ve todo lo que tiene delante de sí, pero él no se ve nunca, la fe se ocupa del Objeto sobre el cual ella descansa, y no pone nunca atención en sí misma. Mientras estamos mirando a Dios, no nos estamos mirando a nosotros mismos, El hombre que ha luchado por purificarse a sí mismo, y no ha conseguido nada más que fracasos, encontrará grande alivio al quitar la mirada de sí mismo y fijarla en aquel Unico que es perfecto. Mientras mire a Jesús, se realizarán dentro de él todas aquellas cosas que deseó por tanto tiempo. Dios estará dentro de él, obrando el querer y el hacer por su buena voluntad.

La fe, por sí sola, no es un acto meritorio; el mérito depende de aquel en quien se pone la fe. La fe es un cambio de mirada: dejamos de mirarnos a nosotros mismos para mirar a Dios. El pecado ha torcido nuestra visión interior. La incredulidad es poner al yo en el lugar que le corresponde a Dios, y se halla peligrosamente cerca del pecado de Lucifer, que dijo, “Sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo” (Isaías 14:14). La fe mira hacia afuera, y no hacia adentro, y sobre esto reposa la vida entera.

Todo esto podrá parecer demasiado sencillo. Pero no pedimos disculpa por ello. A aquellos que quieren subir al cielo en busca de ayuda, o descender al infierno, Dios les dice, “Cercana está la palabra de fe” (Romanos 10:8). La palabra nos induce a levantar nuestros ojos a Cristo, y allí comienza la bendita vida de fe.

Al levantar nuestra mirada hacia Dios podemos estar seguros de hallar una mirada amistosa, porque está escrito que los ojos de Jehová recorren toda la tierra para ver a los que tienen corazón perfecto para con él. La grata expresión de la experiencia es, “Tú, oh Dios, me ves.” Cuando los ojos del alma se encuentran con el Señor a quien buscan, se puede decir que el cielo ha comenzado a existir en la tierra.

Nicolás de Cusa en su obra “Visión de Dios,” escribió esto hace más de quinientos años: “Cuando todo mi afán es dirigirme hacia ti, porque tú haces todo para dirigirte hacia mí; cuando solo miro hacia tí con entera atención, sin despegar de tí los ojos de mi mente, porque tú me abrazas con tu constante cariño; cuando dirijo mi amor únicamente a tí, porque tú que eres amor, te has tornado hacia mí, ¿qué es mi vida, Señor mío, sino todo dulzura por tu amoroso abrazo?”

Me gustaría decir más de este antiguo varón de Dios. El es muy poco conocido entre los cristianos corrientes, y entre los fundamentalistas, menos. Creo que ganaríamos mucho si nos relacionáramos un poco con hombres de la escuela cristiana de la que Nicolás de Cusa es uno de los representantes más genuinos. Pero para que los líderes denominacionales de hoy aprueben la literatura que el pueblo ha de leer, esta debe ser enteramente del gusto partidista de ellos. Medio siglo transcurrido en América con esta misma actitud nos ha hecho a todos presumidos y satisfechos con nosotros mismos. Nos imitamos unos a otros, y repetimos los unos las frases de los otros, y buscamos excusas pueriles para disimular nuestra falta de originalidad.

Nicolás fue fiel seguidor de Cristo; amaba a nuestro Señor, su devoción era brillante y radiante. Su teología era ortodoxa, pero fragante y dulce como todo lo que emana de Jesús. Por ejemplo, su concepto de la vida eterna no podía ser más encantador. Si no me equivoco, era lo más parecido posible a Juan 17:3, que es lo corriente entre nosotros hoy en día. “La vida eterna —decía Nicolás— no es otra cosa que la manera bendita en que miras constantemente, penetrando hasta lo más secreto de mi alma. Tu mirada imparte vida, incesantemente; imparte tu amor; me alimentas inflamándome; y mientras me alimentas, despiertas en mí mayores deseos de tí; me das a beber del rocío de la felicidad, y al mismo tiempo abres en mí una fuente de vida cuya corriente tú abasteces y haces permanente.”

Pues bien, si la fe es la mirada que el corazón dirige a Dios, y si dicha mirada no es otra cosa que el levantar los ojos del alma para que se encuentren con los de Dios, que todo lo ve, se comprenderá que dicha operación es bastante fácil. Dios siempre hace fácil el desempeño de las cosas vitales, y las pone al alcance de los más débiles y pobres de nosotros.

De todo esto se pueden sacar varias conclusiones. Su simplicidad, por ejemplo. Desde que creer es mirar, eso se puede hacer sin necesidad de ninguna aparatosidad rereligiosa. Dios ha dispuesto que lo esencial para la vida o para la muerte esté sujeto al capricho o al accidente. El mobiliario puede romperse o perderse; el agua puede escurrirse, los registros consumirse por el fuego, el pastor puede tardar en llegar o el edificio incendiarse. Todas estas cosas son externas y pueden sufrir accidentes. Pero el mirar es una actitud del corazón que puede asumirla cualquiera, ya sea de pie, de rodillas, o reclinado en su última agonía, aunque se encuentre a miles de millas de cualquier templo.

En vista que el creer es mirar, dicha mirada se puede efectuar en cualquier momento. Ningún instante es mejor que otro para realizar el más noble de los actos. Nadie se encuentra más cerca de Cristo el domingo de resurrección que lo está el sábado 3 de agosto o el lunes 4 de octubre. Mientras Cristo esté sentado en el trono como Mediador, un día es tan bueno como cualquier otro, y todos los días son días de salvación.

Tampoco tiene importancia, en esta obra bendita de salvación, el lugar en que estemos cuando creemos en Dios. Levantad vuestro corazón a Cristo, e inmediatamente os sentiréis en un santuario, sea que estéis en un coche de ferrocarril, en una fábrica o en una cocina. Podéis ver a Dios en cualquier parte, con tal que vuestro corazón haya decidido amarle y obedecerle.

Tal vez alguno preguntará: “¿No es esto cosa propia de monjes o de ministros, que de por sí están acostumbrados a tener momentos reposados de meditación? Yo soy obrero, y dispongo de poco tiempo para eso.” Me alegra poder decir que esta clase de vida es accesible a cualquier hijo o hija de Dios. De hecho, es practicada diariamente por miles de personas muy ocupadas, y no está fuera del alcance de cualquiera.

Muchos han hallado el secreto de lo que vengo diciendo, y sin preocuparse demasiado por lo que ocurre dentro de ellos, practican continuamente el hábito de mirar a Dios desde su templo interior. Ellos saben que algo muy profundo en sus almas contempla a Dios. Aun en los momentos cuando exigencias terrenales les obligan a apartar la vista de ello, no por eso interrumpen la comunión con Dios. No bien se ven libres de lo que impedía vuelven a concentrarse en él. Este es el testimonio de muchísimos cristianos, y mientras escribo, tengo la sensación de estar simplemente transcribiendo lo que ellos me han dicho.

No quiero dejar la impresión de que los medios comunes de gracia son de poco valor. Ciertamente, ellos valen mucho. La oración privada debe ser practicada por todo cristiano. Largos períodos de lectura de la Biblia y meditación purificarán nuestra vista interior, y la dirigirán; la asistencia a la iglesia amplía nuestros conocimientos, y nos mantiene en comunión con los hermanos. Servicio, trabajo, actividad, todos son buenos, y debieran ocupar a todo cristiano. Pero en el fondo de todas estas cosas, y dándoles verdaderamente significado, debe estar el hecho de mirar constantemente a Dios. Un nuevo par de ojos (para hablar así) han de desarrollarse dentro de nosotros, capacitándonos para contemplar a Dios, mientras los ojos físicos siguen mirando el mundo que pasa ante nosotros.

Tal vez haya alguno que diga que estamos magnificando la religión privada, que el “nosotros” del Nuevo Testamento está siendo desplazado por un egoísta “yo.” ¿Se les ha ocurrido pensar alguna vez que cien pianos afinados todos con el mismo sintonizador, están automáticamente sintonizados unos con otros? Tienen el mismo tono, no porque hayan sido sintonizados unos con otros, sino porque todos fueron sintonizados por el mismo sintonizador. Del mismo modo cien personas, que están todas adorando a Dios con la mirada fija en Cristo, están perfectamente unidas unas con otras, mucho más que otras cien que al parecer adoran “unidas” pero cada una con sus pensamientos puestos en cualquier parte. La religión social se perfecciona al purificarse la religión individual. El cuerpo se hace fuerte cuando todos sus miembros están en perfecta salud. La iglesia de Dios gana cuando todos y cada uno de sus miembros tratan de vivir mejor y más elevadamente.

Todo lo que antecede presupone sincero arrepentimiento y entrega completa a Cristo. Apenas es necesario decir esto, porque solamente personas muy consagradas habrán seguido la lectura hasta aquí.

Cuando hayamos adquirido el hábito de mirar interiormente a Dios nos sentiremos llevados a un nivel de vida espiritual más alto, en conformidad con las promesas de Dios y las enseñanzas del Nuevo Testamento. El Dios Trino y Unico será nuestra morada, aun cuando nuestros pies pisen el prosaico sendero de los deberes cotidianos. Habremos hallado en verdad el summun bonum de la existencia. “Hay una fuente de deseos que podemos codiciar. Son estos de la clase que ni los ángeles ni los hombres pueden comprar, pero pueden adquirirlo aquellos que posean las cualidades que dejamos expuestas, pues ellas satisfacen plenamente todos los deseos racionales, y no puede haber mayor satisfacción que esa” (La Visión de Dios).

¡Oh, Señor! He oído una buena palabra invitándome a que mire a tí, y me asegura que si así lo hago, hallaré satisfacción. Mi alma anhela esa satisfacción, pero el pecado ha nublado mi visión a tal punto que apenas puedo distinguirte. Te ruego que me purifiques con tu preciosa sangre, limpiándome interiormente para que pueda mirarte sin velo ninguno, todos los días de mi peregrinaje. Solo así podré contemplarte en todo tu esplendor el día que aparezcas para ser glorificado con tus santos y admirado por todos aquellos que te esperan, amén.

Tozer, A. W. (1977). La Búsqueda de Dios: Un Clásico Libro Devocional. (D. Bruchez, Trad.) (pp. 85–98). Camp Hill, PA: Christian Publications.

Llamados a sufrir

Marzo 6

Llamados a sufrir

Para [el sufrimiento] fuisteis llamados. (1 Pedro 2:21)

Aunque el versículo de hoy parece indicar que se nos llama a sufrir, en realidad se refiere a la última parte del versículo 20, que dice: “Si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios”. Cuando los cristianos soportan con paciencia el sufrimiento, eso agrada a Dios.

Eso no debiera sorprendernos. Al comienzo de este capítulo de Primera Pedro, el apóstol afirma que los cristianos “sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (v. 9). Nuestro mundo sombrío se resiente y a menudo es hostil con quienes representan al Señor Jesucristo. Ese resentimiento y esa hostilidad pueden sentirse en determinados momentos y lugares más que en otros, pero siempre está allí en cierto modo como parte del privilegio de ser suyos.

Del libro La Verdad para Hoy de John MacArthur DERECHOS DE AUTOR © 2001 Utilizado con permiso de Editorial Portavoz, http://www.portavoz.com

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La vid verdadera

Miércoles 6 Marzo

(Jesús dijo:) Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto… Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer.

Juan 15:1-2, 5

La vid verdadera

Los que viven en las regiones vitícolas saben que la vid (la planta) vive durante años, pero los pámpanos (las ramas) deben ser podados en invierno y necesitan cuidados durante todo el año. Su poda permite obtener racimos de mejor calidad.

En la Biblia, la vid y los pámpanos son una imagen del Señor Jesús y de los cristianos. Jesús es la fuente de vida, y los creyentes deben permanecer unidos a él para llevar fruto. Dios, el Padre, es el labrador, quien se ocupa de los creyentes a fin de que lleven más fruto.

Todo creyente es objeto de ese trabajo de poda. Las pruebas de la vida son instrumentos que el Padre emplea para aumentar nuestra capacidad de llevar fruto para su gloria. El Señor anima a sus discípulos a permanecer cerca de él, orando y escuchando su Palabra, la Biblia. Es la única forma de ser productivos para Dios.

¿Por qué el Señor dice que él es la “vid verdadera”? En el Antiguo Testamento está escrito: “Hiciste venir una vid de Egipto” (Salmo 80:8). Esta vid era Israel, el pueblo que Dios sacó de la esclavitud y eligió para que produjera fruto. Ese pueblo no escuchó a Dios. No podía ser llamado “la vid verdadera”. Este título fue reservado solo para el Señor Jesús. Él declaró ser esa vid cuando estaba a punto de ofrecerse a sí mismo en la cruz. Iba a dar su vida para poder ser la fuente de “savia” de vida para todos los que creen en él.

Ezequiel 1 – Hechos 13:26-52 – Salmo 30:6-12 – Proverbios 11:1-2

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La Voz que Habla

Tozer.A.W

La Voz que Habla

En el principio era el Verbo,

y el Verbo era con Dios, y el

Verbo era Dios. Juan 1:1

Cualquier persona inteligente, aún no instruida en las enseñanzas del cristianismo, leyendo este texto llegaría a la conclusión que lo que Juan quiere decir es que Dios desea hablar, y comunicar sus pensamientos a otros. Y estaría en lo cierto. La palabra es el medio por el cual se expresan los pensamientos, y al aplicar este término al Hijo de Dios nos lleva a pensar que el deseo de expresarse es inherente a la Divinidad, y que Dios desea hablar con los seres que ha creado. Toda la Biblia apoya esta creencia. Dios está hablando. No solo que ha hablado, sino que está hablando. Habla continuamente por medio de la naturaleza; el mundo está lleno de su voz.

Una de las grandes realidades que debemos considerar es la Voz de Dios hablando en este mundo. La cosmología más breve y más satisfactoria es ésta: “Dios dijo, y fue hecho.” El por qué de la ley natural es la voz viviente de Dios inmanente a toda la creación. Y esta palabra de Dios que dio vida a todas las cosas no puede entenderse que es la Biblia, porque no es palabra escrita o impresa, sino la expresión de la voluntad de Dios hablando en la estructura de todas las cosas. Esa palabra de Dios es el aliento divino, que llena todo con potencia viva. La voz de Dios es la energía más poderosa en la naturaleza, pues toda energía parte del hecho de que Dios ha hablado.

La Biblia es la palabra escrita de Dios, y porque es escrita, está confinada a los límites del papel, tinta y cuero. En cambio la voz de Dios es viva, libre y soberana. “Las palabras que yo os he hablado, son espíritu y son vida.” La vida está en las palabras habladas. La palabra de Dios en la Biblia puede tener poder solo si corresponde con la palabra de Dios en el universo. Es su Voz presente, lo que hace a la palabra escrita tan poderosa. Si no fuera así, la palabra estaría encerrada entre las tapas de un libro.

Sería una concepción muy primitiva de Dios imaginarlo en la creación usando sierras, martillos y clavos a la manera de un carpintero que fabrica un mueble. La Biblia enseña otra cosa. “Porque él dijo, y fue hecho; él mandó, y existió” (Salmos 33:9). “Por la fe entendemos haber sido compuestos los siglos, por la palabra de Dios” (Hebreos 11:3). Tengamos en cuenta que Dios no se refiere aquí a su palabra escrita, sino a su palabra hablada. La voz de Dios que llena el mundo antecede a la Biblia por siglos incontables. Es una voz que no ha dejado de oirse desde los albores de la creación, y sigue resonando de un extremo a otro del universo.

La palabra de Dios es rápida y poderosa. En el principio de todas las cosas habló hacia la nada, y la nada se convirtió en algo. El caos oyó esa voz, y se convirtió en orden; la oscuridad la oyó, y nació la luz. “Y dijo Dios sea, y fue.” Estas palabras gemelas, como causa y efecto, ocurren a todo lo largo del relato bíblico de la creación. El dijo vale por el así. Y el así, es el dijo puesto en continuo presente.

Que Dios está aquí, y está hablando, son verdades que respaldan otras verdades bíblicas: sin ellas no podría haber revelación. Dios no escribió un libro y lo envió por medio de mensajeros a personas sin ayuda. Dios habló un Libro, y vive en sus palabras habladas, hablando continuamente sus palabras y haciendo que perduren a través de los años. Dios sopló sobre un muñeco de barro y ese vino a ser un hombre. El sopla sobre los hombres y vuelven a convertirse en barro. “Volveos, hijos de los hombres” —fue lo que Dios dijo después de decretar la muerte de todo hombre, y no fue necesario que dijera una sola palabra más. La triste procesión humana desde la cuna hasta la sepultura es prueba suficiente de que su primera palabra fue verdad.

Todavía no hemos dado la atención necesaria a esa profunda declaración en el evangelio de Juan que dice, “Aquel era la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo.” No importan los cambios de puntuación que se hagan, la verdad permanece firme: la palabra de Dios afecta el corazón de todo hombre, como la luz lo hace al alma. En el corazón de todos los hombres brilla la luz y resuena la palabra, y no hay manera de escapar. Algo así debe ser necesario, si es cierto que Dios vive y está en el mundo. Juan afirma que así es. Aun las personas que nunca han leído la Biblia han recibido en sus conciencias mensajes suficientemente claros, de manera que no pueden decir que no han oído su voz. “Mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles, o defendiéndoles, sus razonamientos” (Romanos 2:15). “Porque las cosas invisibles de él, su eterna potencia y divinidad, se echan de ver desde la creación del mundo, siendo entendidas por las cosas que son hechas, de modo que son inexcusables” (Romanos 1:20).

Los hebreos de la antigüedad le daban el nombre de Sabiduría a esa voz de que estamos tratando, pues decían que se oía en todas partes y que recorría la tierra en busca de respuesta de parte de los hijos de los hombres. El capítulo octavo del libro de Proverbios comienza así: “¿No clama la sabiduría, y da su voz la inteligencia?” Entonces describe la sabiduría como una hermosa mujer que “se para en las alturas y en las encrucijadas de los caminos; dirige su voz a todas partes, para que nadie deje de oírla y dice: ‘Oh, hombres, a vosotros clamo; dirijo mi voz a los hijos de los hombres.’ ” Seguidamente se dirige a los simples y faltos de cordura y les aconseja que escuchen lo que les dice. Lo que pide la sabiduría de Dios es atención espiritual, pero rara vez este pedido es escuchado. La tragedia consiste en que nuestro bienestar eterno depende de nuestro oir, y hemos enseñado a nuestros oídos a no escuchar.

Esta voz universal ha resonado siempre, y a menudo atribulado a los hombres, aun cuando estos no se daban cuenta de donde provenían sus temores. ¿No será esa voz que se cierne como niebla vital sobre los corazones de hombres y mujeres, lo que ha despertado sus conciencias y sus anhelos de inmortalidad en millones de seres humanos desde los albores de la historia? No tenemos por qué temer eso. La voz hablando es un hecho. Como los hombres han reaccionado ante ella, es algo que se debe observar.

Una vez que Dios habló a nuestro Señor desde el cielo, algunos que oyeron atribuyeron la voz a causas naturales. “Ha sido trueno,” dijeron. Este hábito de explicar la voz por causas naturales es la vera raíz de la ciencia moderna. En el soplo de vida del cosmos hay algo misterioso, algo sumamente pavoroso, que la mente humana no alcanza a comprender. El creyente no pretende comprenderlo, simplemente cae de rodillas y exclama “¡Dios!” El hombre común también cae de rodillas, pero no lo hace para adorar, sino para investigar, escudriñar, en su afán de hallar explicación natural a todas las cosas. Estamos viviendo en un siglo secularizado. Nuestros pensamientos y hábitos son los del científico, no los del adorador. Estamos más dispuestos a explicar que a adorar. “Es un trueno” decimos, y seguimos nuestro camino indiferentes. Pero todavía la Voz sigue resonando y escudriñando. El orden y la vida del mundo dependen de esa Voz, pero los hombres están demasiado ocupados, o demasiado obstinados para escuchar.

Cada uno de nosotros ha tenido alguna experiencia imposible de explicar: un súbito sentido de soledad, un sentimiento de maravilla o de pavor, al contemplar la vastedad del infinito. O tal vez un fugaz relámpago de luz, como venido de otro sol, que nos ha dejado la sensación de pertenecer a otro mundo, que nuestro origen es divino. Lo que hemos visto entonces, o sentido, o aprendido, es diferente a todo lo que enseñan las escuelas, y en una amplia gama, distinto de todas nuestras anteriores experiencias y opiniones.

Nos vimos entonces forzados a suspender nuestras dudas cuando, por un breve momento, las nubes se retiraron y pudimos ver y oir por nosotros mismos. Cualquiera sea la explicación que demos a estos casos, no seríamos justos si excluyéramos completamente a Dios, negando que nos estuvo hablando en ellos. Nunca tengamos tal petulancia.

Es mi propia creencia (y no me enojo si alguien opina de distinta manera), que todo lo bueno y bello que hay en el mundo, producido por el hombre, es el resultado de su falaz y pecaminosa respuesta a la Voz creativa que resuena por toda la tierra. Los filósofos moralistas, que soñaron sueños de virtud; los pensadores religiosos, que especularon acerca de Dios y la inmortalidad; los poetas y artistas, que crearon de la materia común obras de imperecedera belleza, ¿cómo se pueden explicar? No es suficiente con decir “Se trata del genio.”

¿Qué es el genio? El genio podrá ser un hombre perseguido por esa Voz, que trabaja afanándose como un poseído, por ver si logra alcanzar un fin que vagamente comprende. El hecho de que el genio, sea hombre o mujer, no crea en Dios, y aún hable o escriba en contra de él, no contradice lo que estoy diciendo. La revelación de la obra redentora de Dios que se halla en las Escrituras es necesaria para la obtención de la fe salvadora y la paz con Dios. La fe en el Salvador resucitado es necesaria para la obtención de paz y tranquilidad y para adquirir fe en nuestra propia inmortalidad. Para mí todo esto es una adecuada explicación de todo lo bueno que existe fuera de Cristo. Pero usted puede ser un buen cristiano sin aceptar mi tesis.

La voz de Dios es amistosa. Nadie necesita asustarse al oirla, a menos que antes haya hecho la decisión de no obedecerla. La sangre de Cristo ha cubierto no solo la raza humana, sino toda la creación también. “Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por él reconciliar todas las cosas consigo, así las que están en la tierra como las que están en el cielo, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1:19–20). Podemos predicar con toda confianza acerca de un cielo amistoso. Los cielos y la tierra están llenos de la buena voluntad de aquel que habitó en la zarza. La sangre perfecta del sacrificio expiatorio asegura esto para siempre.

Quienquiera que desee detenerse a escuchar oirá hablar a los cielos. Esta no es la hora en que los hombres están dispuestos a escuchar, porque el escuchar no es parte de la religión popular de hoy en día. Nos encontramos en el polo opuesto. La religión ha aceptado la monstruosa herejía de que el ruido, el tamaño, la actividad y el estrépito hacen estimable al ser humano delante de Dios. A un pueblo que está sumido en un clima de violencia Dios le dice: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios.” Hoy en día Dios quiere que aprendamos que nuestra fortaleza y seguridad no dependen del ruido, sino del silencio.

Es necesario que estemos tranquilos y en silencio para oir la voz de Dios. Lo mejor es que estemos con nuestra Biblia abierta ante nosotros. Entonces, si así lo deseamos, podemos acercarnos a Dios y escuchar lo que está hablando a nuestro corazón. Pienso que para la mayoría de las personas el procedimiento será algo como esto: primero un sonido, como de una Presencia caminando en el jardín. Después una voz, algo más inteligible, pero todavía algo lejos. Luego, el momento feliz cuando el Espíritu comienza a iluminar las Escrituras, y eso que al principio fue solo un sonido, y después una voz, llega a ser una palabra clara, cálida, íntima y amable como la del mejor amigo. Enseguida vendrá la vida y la luz, y lo mejor de todo, la capacidad de ver y descansar, abrazando a Cristo como el Salvador y Señor de todo.

La Biblia no podrá nunca ser un libro vivo hasta que no reconozcamos que Dios habla en el universo. Saltar de un mundo impersonal y muerto a una Biblia dogmática es algo demasiado para muchas personas. Ellos pueden admitir que deberían aceptar la Biblia como la Palabra de Dios, pero de ahí a creer que cada palabra es para ellos, media un gran trecho. Un hombre puede decir, “Esas palabras son para mí,” pero todavía seguir pensando en su corazón que no lo son. El es víctima de una psicología dividida. Trata de pensar de que Dios está mudo en todas partes y que habla solo en un libro.

Creo que mucha de nuestra incredulidad religiosa se debe a que tenemos una equivocada concepción de las Escrituras de Verdad. Un Dios silencioso comienza a hablar súbitamente en un Libro, y cuando éste queda terminado, vuelve a guardar silencio por el resto de los siglos. Y ahora leemos el libro como si fuera solo el registro de lo que Dios dijo en los tiempos que hablaba. Con nociones como estas en nuestra cabeza, ¿cómo podemos creer? El hecho es que Dios no está mudo y silencioso, que nunca lo ha estado. Está en la naturaleza de Dios hablar. La segunda persona del Dios Trino es llamada la Palabra. La Biblia es el resultado del continuo hablar de Dios. Es la declaración infalible de su mente dicha para nosotros en palabras comprensibles y familiares.

Creo que un nuevo mundo surgirá de la actual niebla religiosa cuando nos acerquemos a la Biblia con la idea de que no solo es un libro que una vez ha hablado, sino uno que habla todavía. Los profetas decían habitualmente “Así dice el Señor.” Y daban a entender a sus oyentes que Dios estaba hablando siempre en tiempo presente. Podemos usar el tiempo pasado para hacer ver que en algún momento, en el tiempo pasado, Dios habló, pero lo que Dios dijo una vez, sigue repitiéndose, como la criatura que ha nacido sigue viviendo, y un mundo que fue creado, sigue existiendo. Pero estas ilustraciones son insuficientes, porque las criaturas mueren, y los mundos se consumen, mas la Palabra del Dios nuestro permanece para siempre.

Si queréis proseguir en conocer a Dios, abrid vuestra Biblia, en la seguridad de que ella os hablará. No la leáis pensando que es una cosa que podéis desechar en cualquier momento, porque ella es algo más que una cosa; es una voz, una palabra, la palabra del Dios vivo.

Señor, enséñame a escuchar. Los tiempos son ruidosos, y mis oídos están hartos de griteria y sonidos estridentes. Dame el espíritu del niño Samuel, que dijo, “Habla, Señor, que tu siervo oye.” Permíteme que te oiga hablándome al corazón. Haz que me acostumbre al sonido de tu voz, y que lo oiga cuando todos los de la tierra hayan desaparecido; haz que los únicos sonidos que oiga en esos momentos sean los de la música de tu Voz, amén.

Tozer, A. W. (1977). La Búsqueda de Dios: Un Clásico Libro Devocional. (D. Bruchez, Trad.) (pp. 73–85). Camp Hill, PA: Christian Publications.

Dispuestos a sufrir

Marzo 5

Dispuestos a sufrir

Puesto que Cristo ha padecido por nosotros en la carne, vosotros también armaos del mismo pensamiento. (1 Pedro 4:1)

Una de las bendiciones de ser cristiano es nuestra identificación con Cristo y sus privilegios resultantes. Sin embargo, para que no demos por sentado esas bendiciones, suponiendo que resultarán en que seamos amados y respetados por el mundo, Dios también permite que suframos. En realidad, el apóstol Pedro en su primera epístola muestra con toda claridad que quienes son más bendecidos en la fe sufren más.

La vida cristiana es un llamado a la gloria a través del sufrimiento. Eso es porque quienes están en Cristo están inevitablemente en pugna con su cultura y su sociedad. Todos los sistemas estimulados por Satanás están en pugna con las cosas de Cristo. El apóstol Juan dijo que una persona no puede amar a Dios y al mundo al mismo tiempo (1 Jn. 2:15). Y Santiago dijo: “Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Stg. 4:4).

Del libro La Verdad para Hoy de John MacArthur DERECHOS DE AUTOR © 2001 Utilizado con permiso de Editorial Portavoz, http://www.portavoz.com

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¿A quién quiere agradar?

Martes 5 Marzo

¿Busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo.

Gálatas 1:10

¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único?

Juan 5:44

¿A quién quiere agradar?

Un joven y talentoso músico, alumno de un renombrado violinista, se presentó en público por primera vez. Su brillante actuación desencadenó nutridos y merecidos aplausos. Sin embargo, el joven no parecía apreciarlos, ni siquiera notarlos, pues estaba demasiado ocupado observando la reacción de un anciano de cabellos blancos sentado en primera fila. Solo cuando este último se levantó para inclinar suavemente la cabeza hacia él, una enorme sonrisa iluminó el rostro del joven violinista. Su maestro acababa de darle su aprobación, y eso era lo único que contaba para él.

¿De quién esperamos la aprobación en nuestra vida? Cultivar nuestra imagen ante los demás hace que corramos el riesgo de descuidar la única calificación valedera: la de Dios. ¡Tendemos tanto a querer ser bien vistos y considerados por nuestro entorno! Damos demasiada importancia a la opinión de los demás. Si el mal que se dice de nosotros despierta nuestra susceptibilidad, y el bien, nuestro orgullo, ¿no es una prueba de que nos dejamos influenciar mucho por «el qué dirán»?

Cuando el Señor Jesús vivía en la tierra, no buscaba el reconocimiento. Al contrario de los que corren tras la popularidad, él decía la verdad antes que buscar complacer a su audiencia. Eso molestó de tal forma que motivó su crucifixión. Pero, ¡qué aprobación recibió de parte de su Padre! Dios lo resucitó y lo hizo sentar a la diestra de su propio trono.

2 Samuel 24 – Hechos 13:1-25 – Salmo 30:1-5 – Proverbios 10:31-32

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La Presencia Universal

Tozer.A.W

La Presencia Universal

¿Adónde me iré de tu espíritu?

¿Y adónde huiré de tu

presencia? Salmo 139:7

En toda enseñanza cristiana hay ciertas verdades básicas, ocultas a veces, y más bien asumidas que afirmadas, pero que son necesarias a toda verdad como los colores primarios son necesarios para componer cualquier cuadro. La divina inmanencia es una de esas verdades.

Dios mora en su creación, y está indispensablemente presente en todas sus obras. Esto lo enseñan firmemente profetas y apóstoles y está aceptado por la teología cristiana general. Dicha verdad consta en los libros de teología, pero por alguna razón no ha entrado aun en el corazón de los creyentes, para que llegue a ser parte de su fe. Muchos predicadores y maestros cristianos hacen tímidas menciones de ella, y más bien parecen esquivarla para eludir sus implicaciones. Me imagino que proceden así por el temor de ser tildados de panteístas. Pero la doctrina de la divina inmanencia nada tiene que ver con el panteísmo.

El error panteísta es tan palpable que nadie debería dejarse engañar por él. Sostiene que Dios es la suma de todas las cosas creadas. La naturaleza y Dios son la misma cosa, de modo que cualquiera que toque a la una toca también al otro. Esto es una degradación de la gloria divina. Los panteístas, al atribuirle divinidad a todo, han hecho desaparecer del mundo toda divinidad.

La verdad es que aunque Dios habita en su mundo, está separado de él por un abismo infranqueable. Por mucho que Dios se identifique con la obra de sus manos, éstas son sus obras, y nunca pueden ser El. Dios es anterior a sus obras e independiente de ellas.

¿Qué significa, entonces, la divina inmanencia en la experiencia cristiana? Significa simplemente que Dios está aquí. Dondequiera estemos nosotros, Dios está. No hay lugar, ni lo puede haber, donde Dios no esté. Diez millones de inteligencias, situadas en igual número de puntos del espacio, separadas por incalculables distancias, pueden todas decir al mismo tiempo, “Aquí está Dios.” No hay un solo sitio del espacio que esté más cerca de Dios que cualquier otro. Ningún hombre está, en cuanto a distancia se refiere, más cerca o más lejos de Dios que otro hombre.

Hay ciertas verdades que cree todo cristiano medio instruído en la doctrina. A nosotros toca examinarlas y meditar en ellas, hasta que empiecen a resplandecer en nosotros.

“En el principio Dios.” Aquí no hay materia, porque lo material requiere siempre una causa que lo preceda. Dios es esa causa. No se trata de ninguna ley, porque ley es simplemente el nombre que le damos al curso que sigue todo lo creado. Ese curso ha sido planeado, y fue Dios quien lo planeó. Tampoco se trata de ninguna mente, porque la mente es también una cosa creada, y debe tener un creador que la respalde. En el principio Dios, la Causa de las causas, el principio originador de la materia, de la ley y de la mente. Por ahí debemos comenzar.

Adán pecó, y presa del pánico, trató de hacer lo imposible: ocultarse de la presencia de Dios. David también pensó un tiempo poder escapar de la presencia de Dios, pero tuvo que escribir, “¿Adónde me iré de tu espíritu, y adónde huiré de tu presencia?” (Salmo 139:7). Y luego prosiguió, en uno de sus más preciosos salmos, alabando la divina inmanencia: “Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el abismo hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba, y habitare en el extremo de la mar, aun allí me guiará tu mano y me asirá tu diestra.” Y él sabía que la existencia y la videncia de Dios eran una sola y misma cosa. Que Dios, que todo lo ve, había estado con él antes que naciera, y había observado el misterio del florecer de su vida. Salomón exclamó, “¿Es verdad que Dios haya de morar sobre la tierra? He aquí que los cielos, y los cielos de los cielos, no te pueden contener, ¿cuánto menos esta casa que yo he edificado?” (1 Reyes 8:27) Pablo les aseguró a los atenienses que “Dios no está lejos de cada uno de nosotros, porque en él vivimos, y nos movemos, y somos” (Hechos 17:27, 28).

Si Dios está presente en todo punto del espacio, si no podemos ir a ningún lugar donde él no esté, si ni aun podemos concebir lugar alguno donde Dios no se encuentre, ¿por qué entonces dicha Presencia universal no es la más celebrada verdad del mundo? El patriarca Jacob, en la soledad del desierto, nos ha dado la respuesta a esta interrogación. El tuvo una visión de Dios, y asombrado por ella, exclamó, “Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía” (Genesis 28:16). Jacob no había estado nunca, ni siquiera una fracción de segundo, fuera del círculo de esa Presencia que todo lo penetra, pero no se había dado cuenta de ello. A eso se debieron sus inquietudes, y a eso se deben las nuestras. Las gentes no saben que Dios está aquí. íQué diferente sería todo si lo supiesen!

La Presencia de Dios, y la manifestación de esa Presencia no son la misma cosa. La una puede ocurrir sin la otra. Dios está presente aunque estemos completamente inconcientes de él; Dios se manifiesta únicamente cuando estamos concientes de su presencia. Por nuestra parte debemos rendirnos al Espíritu de Dios, porque su obra es hacernos manifiesta la presencia del Padre y del Hijo. Si cooperamos con él y le obedecemos amorosamente, Dios se nos manifestará, y esa manifestación hará la diferencia entre un cristiano meramente nominal, y otro cristiano lleno de la luz que emana del rostro del Padre.

Dios está presente en todas partes, y siempre trata de darse a conocer. No solo revela su existencia, sino que pone de manifiesto lo que él es. No fue necesario persuadirle que se revelara a Moisés. “Y Jehová descendió en la nube, y estuvo allí con él, proclamando el nombre de Jehová” (Exodo 34:5). Dios no solo hizo una declaración verbal de su naturaleza, sino reveló su propio Ser a Moisés, de modo que el rostro de Moisés brilló por el fulgor de la presencia divina. Para algunos de nosotros será un gran momento cuando comencemos a creer que es cierto que Dios revela su presencia, y que él ha prometido mucho, pero no más de lo que intenta cumplir.

Si logramos éxito en nuestra búsqueda de Dios se deberá a que él siempre quiere revelarse. La revelación de Dios al hombre no es una simple visita de tierras lejanas por un breve momento al alma humana. El que así cree equivoca toda la verdad. La aproximación de Dios al alma, o la del alma a Dios, no es algo intermitente y espaciado. No hay en ellos ningún concepto de distancia física. No es problema de kilómetros, sino de experiencia.

Hablar de estar cerca o lejos de Dios es emplear un lenguaje comprensible para todos. Un hombre puede decir: “Conforme mi hijo se va haciendo más grande, lo siento más allegado a mí.” Esto no obstante el hecho de que ha tenido su hijo pegado a él desde que nació. ¿Qué es lo que quiere decir ese padre al expresarse así? Obviamente está hablando de experiencia. Quiere decir que su hijo lo está conociendo más íntimamente, que ahora hay más afinidad entre ambos. Las barreras que antes existían, debido a las grandes diferencias en el modo de pensar y de sentir, van desapareciendo. Padre e hijo están ahora mucho más unidos en mente y corazón.

Cuando, pues, cantamos “Cerca, más cerca, oh Dios, de tí” no estamos pensando en la proximidad de lugar, sino en la proximidad de relación. Lo que pedimos al cantar es una más clara conciencia de relación íntima, de alma con alma; queremos estar más concientes de la Divina Presencia. No hace falta gritar a través del espacio llamando a un Dios lejano. El está más cercano a nosotros que nuestra propia alma, más íntimamente ligado a nosotros que nuestros mismos pensamientos.

¿Por qué algunas personas hallan a Dios en una manera que otros no pueden? ¿Por qué Dios manifiesta su Presencia a algunos pocos, y deja inmensas multitudes en la media luz de una experiencia cristiana imperfecta? Por supuesto, Dios desea lo mismo para todos. El no tiene favoritos dentro de su familia. Lo que hace por una de sus criaturas, puede hacerlo por cualquier otra. La diferencia no la hace Dios, sino nosotros.

Escojamos al acaso una veintena de grandes santos cuyas vidas son conocidas de todos. Estos pueden ser personajes bíblicos o de la historia de la iglesia. Nos llamará la atención el hecho de que siendo todos ellos santos, no todos son iguales. En algunos casos la diferencia es tan notable que llama poderosamente la atención. Por ejemplo, cuán diferente fue Moisés de Isaías, Elías de David, Pablo de Juan, San Francisco de Asís de Martín Lutero, Tomás de Kempis de Carlos Finney. La diferencia entre ellos es tan grande como la vida humana: diferencia de raza, de nacionalidad, de cultura, de temperamento, de costumbres, de cualidades personales. Sin embargo todos ellos, día tras día, anduvieron en la elevada senda de la vida espiritual, por encima del camino común de los demás.

La diferencia entre ellos era puramente incidental, y nada significaba a los ojos de Dios. En alguna cualidad vital, ellos eran idénticos. ¿Cuál era esa?

Me aventuraría a decir que la cualidad vital que los unía era la receptividad espiritual. Había en ellos algo que siempre estaba abierto para el cielo; algo que los impelía hacia Dios. Sin intentar hacer ningún análisis de ellos, diré únicamente que tenían comprensión espiritual, y que la cultivaron de tal modo que llegó a ser lo más grande de sus vidas. La diferencia entre ellos y el resto de los mortales consistió en su deseo de vivir en comunión con Dios, e hicieron todo lo que estuvo a su alcance para lograrlo. Durante toda su vida tuvieron el hábito de responder a lo espiritual. No desobedecieron la visión celestial. Como lo dice el salmista David, “Mi corazón ha dicho de tí, Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh Jehová.”

Como en todo lo bueno de la vida humana, detrás de esa actitud receptiva está Dios. La soberanía de Dios está allí, y la sienten aun aquellos que le dan mayor importancia teológica.

Importante como es el hecho de que Dios está trabajando con nosotros, quiero advertir que no pongamos demasiada atención en ello. Puede conducir a una estéril pasividad. Dios no nos exige que comprendamos los misterios de la elección, predestinación ni la divina soberanía. La mejor manera de encarar estas verdades es levantar los ojos al cielo y decir: “¡Oh, Señor, tú lo sabes!” Son cosas que pertenecen a la profunda y misteriosa omnisciencia de Dios. La investigación de estos misterios podrá formar teólogos, pero jamás santos.

La receptividad no es una cosa simple, es más bien una cosa compleja, una mezcla de varios elementos dentro del alma humana. Es una afinidad con, una propensión hacia, una respuesta simpática a, y un deseo de tener tal cosa. Por eso se puede tener más o menos de ella, dependiendo de la calidad del individuo. Puede aumentar con el uso y debilitarse con el desuso. No es una fuerza irresistible que se nos impone desde arriba. Mas bien es un don de Dios, pero uno que debe ser reconocido y cultivado, como cualquier otro don, si va a realizar el propósito para el cual ha sido dado.

El desconocimiento de este hecho es causa de graves fallas en el evangelismo moderno. La idea de cultivarlo y ejercitarlo, tan cara a los santos de antaño, ha desaparecido de los cristianos de hoy. Es demasiado lento, demasiado común. Ahora reclamamos brillo y acción dramática. La generación de cristianos que ha crecido entre botones eléctricos y computadoras se impacienta cuando se le pide que emplee métodos más lentos. La verdad es que hemos estado tratando de emplear métodos mecánicos en nuestras relaciones con Dios. Leemos apresuradamente la porción bíblica marcada en el cuaderno, y luego salimos corriendo a la reunión evangélica para escuchar a un aventurero religioso venido de lejanas tierras, pensando que eso aliviará nuestros problemas espirituales.

Los resultados trágicos de estas cosas los vemos en todas partes: en la vida superficial que viven muchas personas tituladas cristianas, en la filosofía hueca que sostienen y el elemento frívolo y burlesco que predomina en las reuniones evangélicas; en la exaltación del hombre y en la fe que se pone en los actos puramente externos; en los “compañerismos” religiosos y parecería con enemigos del evangelio, y en los medios comerciales que se emplean para hacer la obra de Dios. Todos estos son síntomas de una grave enfermedad, una enfermedad que afecta la misma alma del cristiano.

Ninguna persona es responsable directa de esta enfermedad. Mas bien, todos somos un poco culpables de ella. Todos hemos contribuído, directa o indirectamente, a este estado de cosas. Hemos sido demasiado ciegos para ver, o demasiado tímidos para hablar, o demasiado egoístas para no desear otra cosa que esa pobre dieta con la cual otros parecen quedar satisfechos. Para decirlo de otro modo, aceptamos las ideas de unos y otros, imitamos las vidas de otros, y aceptamos lo que ocurre a otros como el modelo para nosotros. Por toda una generación hemos estado descendiendo. Nos encontramos ahora en un sitio bajo y arenoso, donde solo crece un pasto pobre, y hemos hecho que la Palabra de Dios se ajuste a nuestra condición, y todavía decimos que este es el mejor alimento de los bienaventurados.

Se requiere firme determinación, y bastante esfuerzo, para zafarse de las garras de nuestro tiempo y volver a los tiempos bíblicos. Pero es posible hacerlo. Los cristianos del pasado tuvieron que hacerlo así. La historia relata algunos de esos regresos en gran escala, encabezados por hombres tales como San Francisco, Martín Lutero y Jorge Fox. Desgraciadamente, en estos días no parece vislumbrarse ningún varón de la talla de estos. Si vendrá o no vendrá un hombre de estos, es algo en que los cristianos no están bien de acuerdo, pero eso no importa.

No pretendo saber todo lo que Dios hará con este mundo, pero creo saber lo que hará con el hombre o la mujer que individualmente le busca, y puedo decirlo a otros. Dejad a cualquier hombre volverse a Dios, dejadle que se ejercite en la santidad; que trate de desarrollar sus facultades espirituales con fe y humildad, y ya veréis los resultados, mucho mayores que en los días de flaqueza y debilidad.

Cualquier cristiano que sinceramente se vuelve a Dios, rompiendo el molde en el cual ha estado encerrado, y recurre a la Biblia con el objeto de hallar en ella sus normas espirituales, será dichoso con sus hallazgos.

Digámoslo otra vez: la Presencia Universal es un hecho. Aquí está. No se trata de un Dios extraño y desconocido, ¡se trata de nuestro Padre! Padre nuestro y del Señor Jesucristo cuyo amor se ha manifestado siempre, a través de los siglos, a todos los pecadores. Y Dios siempre está tratando de llamar nuestra atención, de revelarse a nosotros y de establecer comunión con nosotros. Tenemos dentro de nosotros las facultades suficientes para comunicarnos con él. Basta que oigamos su voz. A esto llamamos la búsqueda de Dios. Y lo reconoceremos a él en un grado creciente, a medida que nuestras facultades se afinan y perfeccionan y nuestra receptividad mejora acuciada por la fe y el amor.

¡Oh Dios y Padre! Me arrepiento de mi excesiva preocupación por las cosas materiales. He estado demasiado enredado en las cosas del mundo. Tú has estado aquí, y yo no me he dado cuenta de ello. He estado ciego, y no te he visto. Abre mis ojos, para que pueda verte en mí y alrededor de mí. Por amor de Jesús, amén.

Tozer, A. W. (1977). La Búsqueda de Dios: Un Clásico Libro Devocional. (D. Bruchez, Trad.) (pp. 61–71). Camp Hill, PA: Christian Publications.

Madurez en el sufrimiento

Marzo 4

Madurez en el sufrimiento

El Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca. (1 Pedro 5:10)

Un llamado del cristiano a la gloria tiene que ir por la senda del sufrimiento. El versículo de hoy explica por qué. El sufrimiento es el método de Dios para que su pueblo madure espiritualmente. Lo complace cuando soportamos con paciencia la prueba que afrontamos en el camino. El sufrimiento es parte del plan de Dios a fin de preparar a su pueblo para la gloria.

El apóstol Pedro dijo esto respecto al valor del sufrimiento: “En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo” (1 P. 1:6-7). Dios permite el sufrimiento como una confirmación de nuestra fe. También produce paciencia, aunque la paciencia es una virtud que no necesitaremos en la eternidad; no habrá razón alguna para la impaciencia allí. Pero además de esos beneficios, el sufrimiento aumenta nuestra capacidad de alabar, honrar y glorificar a Dios, y eso es algo que usaremos por toda la eternidad.

Del libro La Verdad para Hoy de John MacArthur DERECHOS DE AUTOR © 2001 Utilizado con permiso de Editorial Portavoz, http://www.portavoz.com

Del libro La Verdad para Hoy de John MacArthur DERECHOS DE AUTOR © 2001 Utilizado con permiso de Editorial Portavoz, http://www.portavoz.com

Bienaventurados los de limpio corazón (6)

Lunes 4 Marzo

Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.

Mateo 5:8

Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros.

Ezequiel 36:26

Las bienaventuranzas

Bienaventurados los de limpio corazón (6

En la Biblia, el corazón designa nuestro ser moral, interior, en contraste con el cuerpo. En el corazón se forman los pensamientos, los sentimientos y las motivaciones. Allí se toman las decisiones.

Un corazón impuro nos aleja de Dios. Nos lleva a tomar malas decisiones, nos conduce a la miseria, a la amargura y a la muerte. Por ello podemos orar, como David: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Salmo 51:10).

A quien cree en el Señor Jesús, Dios le da un corazón nuevo con nuevas motivaciones y un nuevo amor. Él nos invita a vivir esta nueva vida, purificándonos de todo lo que se opone a su voluntad: celos, orgullo, resentimientos, excesos, adulterios, codicia… Un corazón puro es un corazón que se vuelve a Dios en una feliz relación con él, en su amor y su luz.

Cuán hermosa es la promesa para “los de limpio corazón”: ¡“verán a Dios”! Aquí no se trata de una mirada fugaz o superficial. Además, Dios es invisible. Pero Jesús, Dios hecho Hombre, nos lo ha revelado. Lea los evangelios y dirá con gozo, como los discípulos de Cristo en Emaús: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?” (Lucas 24:32). Esto es ver a Dios, no solamente con un corazón puro, sino también con un corazón feliz, que arde de amor por Jesús, ahora y para siempre: “Ellos verán a Dios”. ¡Qué felicidad!

(continuará el próximo lunes)

2 Samuel 23 – Hechos 12 – Salmo 29:7-11 – Proverbios 10:29-30

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“Líbrele… si le quiere”

Domingo 3 Marzo

He entregado lo que amaba mi alma en mano de sus enemigos.

Jeremías 12:7

(Dios) no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros.

Romanos 8:32

Siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo.

Romanos 5:10

“Líbrele… si le quiere”

El Señor Jesús estaba clavado en la cruz, y los que asistían a este “espectáculo” se burlaban de él sin discreción. Los jefes religiosos lanzaron un desafío a Dios: “Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere; porque ha dicho: Soy Hijo de Dios” (Mateo 27:43).

El Señor Jesús confiaba en Dios. Sus enemigos lo sabían. Él era el Hijo de Dios. Sus obras lo demostraban. Dios declaró dos veces que hallaba complacencia en él (Mateo 3:17; 17:5).

“Líbrele… si le quiere”. ¿No respondería Dios inmediatamente a este reto? ¿Dejaría suponer que no quería a su amado Hijo?

Pero Jesús permanecía colgado en la cruz. Ninguna voz se hizo oír desde el cielo. Las burlas continuaban; Dios permitió que actuaran libremente… Luego la oscuridad cubrió la tierra durante tres horas, y Jesús clamó a gran voz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Salmo 22:1; Mateo 27:46; Marcos 15:34). Así Jesús proclamó a oídos de todos que ese Dios santo en quien él confiaba lo había abandonado. Pero seguía siendo su Dios, a quien no dejó de amar, incluso durante esas terribles horas. Nada puede explicar esta escena, salvo estas verdades: “Dios es amor” (1 Juan 4:8); “tú eres santo” (Salmo 22:3).

Este fue el precio que el Dios de amor pagó para ofrecer la salvación a hombres culpables y rebeldes contra él. En esas horas tenebrosas, Jesús cargó nuestros pecados. El Dios santo lo hirió, lo abandonó, pero solo así puede perdonar a todos los que creen en él.

2 Samuel 22:31-51 – Hechos 11 – Salmo 29:1-6 – Proverbios 10:27-28

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