La desprotestantización de las iglesias cristianas | J.C. Ryle

La desprotestantización en la iglesia

J.C. Ryle

El principal punto que quiero fijar en las mentes de todos es el siguiente: que la idolatría se ha manifestado decididamente en la Iglesia visible de Cristo y en ninguna parte de forma tan clara como en la Iglesia de Roma.
IV. Y ahora, en último lugar, permítaseme mostrar la abolición definitiva de toda idolatría. ¿Qué acabará con ella?
Considero que el alma del hombre que no anhela el momento en que no exista ya la idolatría carece de salud. Difícilmente puede estar reconciliado con Dios el corazón que piensa en los millones que están hundidos en el paganismo o que honran al falso profeta Mahoma u ofrecen oraciones diarias a la virgen María y no clama: “O, mi Dios, ¿cuándo llegará el fin de todas estas cosas? ¿Durante cuánto tiempo, oh Señor, durante cuánto tiempo?”.

Aquí, como en otras cuestiones, la palabra cierta de la profecía viene en nuestra ayuda. Un día llegará el fin de toda idolatría. Su condenación está señalada. Su destrucción es segura. Ya sea en los templos paganos o en las supuestas Iglesias cristianas, la idolatría será destruida en la Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo. Entonces se cumplirá plenamente la profecía de Isaías: “Quitará totalmente los ídolos” (Isaías 2:18). Entonces se cumplirán las palabras de Miqueas (5:13): “Haré destruir tus esculturas y tus imágenes de en medio de ti, y nunca más te inclinarás a la obra de tus manos”. Entonces se cumplirá la profecía de Sofonías (2:11): “Terrible será Jehová contra ellos, porque destruirá a todos los dioses de la tierra, y desde sus lugares se inclinarán a él todas las tierras de las naciones”. Entonces se cumplirá la profecía de Zacarías (13:2): “En aquel día, dice Jehová de los ejércitos, quitaré de la tierra los nombres de las imágenes, y nunca más serán recordados”. En una palabra, se cumplirá plenamente el Salmo 97: “Jehová reina; regocíjese la tierra, alégrense las muchas costas. Nubes y oscuridad alrededor de él; justicia y juicio son el fundamento de su trono. Fuego irá delante de él, y abrasará a sus enemigos alrededor. Sus relámpagos alumbraron el mundo; la tierra vio y se estremeció. Los montes se derritieron como cera delante de Jehová, delante del Señor de toda la tierra. Los cielos anunciaron su justicia, y todos los pueblos vieron su gloria. Avergüéncense todos los que sirven a las imágenes de talla, los que se glorían en los ídolos. Póstrense a él todos los dioses”.

La Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo es esa bendita esperanza que debiera consolar a los hijos de Dios bajo la actual dispensación. Es la estrella polar que debe guiar nuestro viaje. Es el punto en el que todas nuestras expectativas debieran concentrarse: “Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:37). Nuestro David ya no vivirá en Adulam, seguido por unos pocos menospreciados y rechazados por la mayoría. Manifestará su gran poder, reinará y hará que toda rodilla se doble ante Él.

Hasta entonces no disfrutamos perfectamente de nuestra redención, como dice Pablo a los efesios: “Fuisteis sellados para el día de la redención” (Efesios 4:30). Hasta entonces, nuestra salvación no está completa, como dice Pedro: “Sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero” (1 Pedro 1:5). Hasta entonces, nuestro conocimiento sigue siendo defectuoso, como dice Pablo a los corintios: “Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Corintios 13:12). En resumen, lo mejor está por venir.

Pero, en el día del regreso de nuestro Señor, todo deseo recibirá su plena satisfacción. Ya no estaremos abatidos y exhaustos por este sentimiento de constante fracaso, de debilidad y decepción. En su presencia, y no en otro lugar, hallaremos que hay plenitud de gozo; y cuando despertemos a su semejanza seremos satisfechos, si no lo fuimos antes (cf. Salmo 16:11; 17:15). Ahora hay muchas abominaciones en la Iglesia visible ante las que solo podemos gemir y clamar como el fiel en tiempos de Ezequiel (cf. Ezequiel 9:4). No podemos eliminarlas. El trigo y la cizaña crecen juntos hasta que llega la cosecha. Pero se acerca un día en que el Señor Jesús purificará una vez más su Templo y echará todo lo que lo ensucia. Hará esa obra de la que los actos de Ezequías y Josías fueron un pálido tipo hace mucho tiempo. Echará las imágenes y purgará la idolatría en todas sus manifestaciones.

¿Quién anhela ahora la conversión del mundo pagano? No la verás en su plenitud hasta la aparición del Señor. Entonces, y no hasta entonces, se cumplirá ese texto tan frecuentemente mal aplicado: “Aquel día arrojará el hombre a los topos y murciélagos sus ídolos de plata y sus ídolos de oro, que le hicieron para que adorase” (Isaías 2:20).

¿Quién anhela ahora la redención de Israel? No la verás en su perfección hasta que el Redentor venga a Sion. La idolatría en la Iglesia profesante de Cristo ha sido una de las más poderosas piedras de tropiezo en el camino de los judíos. Cuando comience a caer, empezará a retirarse el velo sobre el corazón de Israel (cf. Salmo 102:16).

¿Quién anhela ahora la caída del Anticristo y la purificación de la Iglesia de Roma? Creo que no sucederá hasta la culminación de esta dispensación. Ese vasto sistema de idolatría quizá sea consumido y matado con el Espíritu de la boca del Señor, pero jamás será destruido salvo por el resplandor de su Venida (cf. 2 Tesalonicenses 2:8).

¿Quién anhela una Iglesia perfecta, una Iglesia en la que no haya la más mínima mancha de idolatría? Debes esperar el regreso del Señor. Entonces, y no hasta entonces, veremos una Iglesia perfecta, una Iglesia sin mancha ni arruga ni cosa semejante (cf. Efesios 5:27), una Iglesia en la que todos los miembros estarán regenerados y todos serán hijos de Dios.
Si esto es así, los hombres no deben sorprenderse de que les instemos a estudiar la profecía y les ordenemos, por encima de todo, asirse firmemente de la gloriosa doctrina de la Segunda Venida de Cristo y de su Reino. Esta es la “antorcha que alumbra en lugar oscuro” a la que haremos bien en prestar atención. Dejemos que otros se entreguen a su fantasía, si así lo desean, con la idea de una imaginaria “Iglesia del futuro”. Dejemos que los hijos de este mundo sueñen con alguna clase de “hombre venidero” que lo entienda todo y lo arregle todo. Solamente están cultivando una amarga decepción. Se darán cuenta de que sus visiones son infundadas y vacías como un sueño. Es a estos a los que bien pueden aplicarse las palabras del Profeta: “He aquí que todos vosotros encendéis fuego, y os rodeáis de teas; andad a la luz de vuestro fuego, y de las teas que encendisteis. De mi mano os vendrá esto; en dolor seréis sepultados” (Isaías 50:11).

Pero deja que tus ojos miren hacia el día de la Segunda Venida de Cristo. Ese es el único día en el que se rectificará todo abuso y se purgará toda corrupción y fuente de tristeza. Aguardando ese día, trabajemos y sirvamos a nuestra generación; no estando ociosos como si no se pudiera hacer nada para refrenar el mal, pero no descorazonados porque no vemos todas las cosas puestas aún bajo nuestro Señor. Después de todo, la noche está avanzada y se acerca el día. Te exhorto a esperar en el Señor.

Si esto es así, los hombres no deben sorprenderse de que les advirtamos que se cuiden de cualquier inclinación hacia la Iglesia de Roma. Sin duda, cuando la idea de Dios con respecto a la idolatría se nos revela tan claramente en su Palabra, parece el colmo del capricho unirse a una Iglesia tan impregnada de idolatría como la Iglesia de Roma. Entrar en comunión con ella cuando Dios dice: “Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas” (Apocalipsis 18:4), buscarla cuando el Señor nos advierte de que la abandonemos, convertirnos en sus súbditos cuando la voz del Señor clama: “Escapa por tu vida, huye de la ira venidera”. Todo esto es ciertamente ceguera mental, una ceguera como la de aquel que, a pesar de haber sido advertido, se embarca en un barco que está naufragando; una ceguera que sería casi increíble si nuestros propios ojos no vieran ejemplos de ello continuamente.

Todos debemos estar en guardia. No debemos dar nada por supuesto. No debemos suponer apresuradamente que somos demasiado sabios para que se nos engañe y decir como Hazael: “¿Qué es tu siervo, este perro, para que haga tan grandes cosas?”. Aquellos que predican deben clamar en voz alta y no callar, no permitir que ninguna falsa amabilidad les silencie con respecto a las herejías de la época. Aquellos que escuchan deben tener los lomos ceñidos con la Verdad y sus mentes llenas de claras ideas proféticas en relación con el fin al que llegarán todos los adoradores de ídolos. Intentemos todos comprender que el fin del mundo se avecina y que la abolición de la idolatría se acerca. ¿Es momento de aproximarse a Roma? ¿No es más bien tiempo de alejarse y mantenerse al margen para no vernos envueltos en su caída? ¿Es momento de mitigar y paliar las múltiples corrupciones de Roma y negarnos a ver la realidad de sus pecados? Sin duda más bien debiéramos ser doblemente celosos de cualquier tendencia a romanizar la religión, doblemente cuidadosos de evitar la connivencia con cualquier traición contra Cristo nuestro Señor y doblemente dispuestos a protestar contra la adoración antiescrituraria de cualquier tipo. Repito una vez más, pues, que debemos recordar que la destrucción de la idolatría es cierta y, por tanto, cuidarnos de la Iglesia de Roma.

El asunto que estoy tratando es de una importancia profunda y trascendente y exige la seria atención de todos los clérigos protestantes. No sirve de nada negar que una gran parte del clero y de la congregación de la Iglesia de Inglaterra está haciendo todo lo posible para unir la Iglesia de Inglaterra con la idólatra Iglesia de Roma. La publicación de ese monstruoso libro llamado Eirenicon, del Dr. Pusey, y la formación de una “sociedad para promover la unidad en la cristiandad” son una clara prueba de lo que estoy diciendo. “Que corra el que leyere en ella” (Hab. 2:2).

La existencia de un movimiento como este no sorprenderá a quien ha seguido de cerca la historia de la Iglesia de Inglaterra en los últimos cuarenta años. Las tendencias del Movimiento de Oxford y del ritualismo se han dirigido constantemente hacia Roma. Cientos de hombres y mujeres han abandonado limpia y sinceramente nuestras filas y se han convertido en abiertos papistas. Pero muchos cientos se han quedado y son aún clérigos nominales en nuestro seno. El pomposo ceremonial semicatólico romano que se ha introducido en muchas iglesias ha preparado las mentes de los hombres para los cambios. Una forma extravagantemente teatral e idólatra de celebrar la Cena del Señor ha allanado el camino para la transustanciación. Ha estado en marcha durante mucho tiempo un exitoso proceso de desprotestantización. La pobre antigua Iglesia de Inglaterra se encuentra en un plano inclinado. Su misma existencia como Iglesia protestante se encuentra en peligro.
Sostengo que este movimiento romanista debe resistirse firmemente. A pesar del rango, la erudición y la devoción de algunos de sus defensores, lo considero un movimiento sumamente pernicioso, destructor de almas y contrario a la Escritura. Decir que la reunión con Roma sería un insulto para nuestros reformadores martirizados es ser muy suaves: ¡sería un pecado y una ofensa contra Dios! Antes de que se reúna con la idólatra Iglesia de Roma preferiría ver mi amada Iglesia perecer y destruirse en pedazos. ¡Mejor morir que volver a ser papista!.

Sin duda, la Unidad abstracta es algo excelente: pero la Unidad sin Verdad es inútil. La Paz y la Uniformidad son bellas y valiosas: pero la Paz sin el Evangelio —la Paz basada en un episcopado común y no en una fe común— carece de valor y no merece ese apelativo. Cuando Roma haya revocado los decretos de Trento y sus adiciones al Credo, cuando Roma se haya retractado de sus doctrinas falsas y antiescriturarias, cuando Roma haya renunciado formalmente a la adoración de imágenes, la adoración a María y la transustanciación; entonces, y no hasta entonces, será hora de hablar de reunirnos con ella. Hasta entonces hay un abismo sobre el que no se puede tender un puente sinceramente. Hasta entonces, llamo a todos los clérigos a resistir hasta la muerte esta idea de reunirse con Roma. Hasta entonces, nuestro lema debe ser: “¡No a la paz con Roma! ¡No a la comunión con los idólatras!”. Bien dice el admirable obispo Jewell en su Apología: “No rechazamos la paz y la concordia con los hombres; ¡pero no mantendremos un estado de guerra con Dios para estar en paz con los hombres!”. ¡Este testimonio es cierto! ¡Mejor le iría a la Iglesia de Inglaterra si todos sus obispos hubieran sido como Jewell!
Escribo estas cosas con pena. Pero las circunstancias de la época hacen que sea absolutamente necesario pronunciarse. Independientemente del lugar del horizonte al que mire, veo serios motivos para la alarma. No temo en absoluto por la verdadera Iglesia de Cristo. Pero por la Iglesia de Inglaterra establecida y por todas las iglesias protestantes de Inglaterra, ciertamente tengo serios temores. La marea de acontecimientos parece ir en contra del protestantismo y a favor de Roma. Parece como si Dios tuviera una controversia con nosotros como nación y estuviera a punto de castigarnos por nuestros pecados.

No soy profeta. No sé hacia dónde nos dirigimos. Pero, al paso que van las cosas, creo que es bastante factible que, dentro de pocos años, la Iglesia de Inglaterra se una a la Iglesia de Roma. Quizá la corona de Inglaterra descanse una vez más sobre la cabeza de un papista. Quizá se repudie formalmente el protestantismo. Quizá un obispo católico romano presida una vez más el Palacio de Lambethy. Quizá se diga misa una vez más en las abadías de Westminster y de S. Pablo. ¡Y el resultado será que todos los cristianos lectores de la Biblia deberán abandonar la Iglesia de Inglaterra o bien aprobar la adoración de ídolos y convertirse en idólatras! ¡Dios nos conceda que jamás lleguemos a semejante estado de cosas! Pero, a este paso, me parece bastante posible.
Y ahora solo me queda concluir lo que he estado diciendo mencionando algunas salvaguardas para las almas de todos los que lean este capítulo. Vivimos en una época en que la Iglesia de Roma camina entre nosotros con fuerzas renovadas y jactándose de que pronto recuperará el terreno perdido. Se nos están presentando constantemente falsas doctrinas de las formas más sutiles y especiosas. No se puede considerar irrazonable que ofrezca algunas salvaguardas prácticas contra la idolatría. Qué es, de dónde proviene, dónde está, qué acabará con ella; todo eso ya lo hemos visto. Permítaseme señalar cómo podemos estar a salvo de ella y me abstendré de decir más.

1) Armémonos, pues, por un lado, con un profundo conocimiento de la Palabra de Dios. Leamos nuestras biblias más diligentemente que nunca y familiaricémonos con cada parte de ellas. Que la Palabra habite en nosotros abundantemente. Cuidémonos de cualquier cosa que nos haga dedicar menos tiempo y menos empeño a la lectura atenta de sus sagradas páginas. La Biblia es la espada del Espíritu; jamás la dejemos a un lado. La Biblia es la verdadera antorcha en momentos de oscuridad; cuidémonos de no viajar sin su luz. Si conociéramos la historia secreta de las numerosas secesiones en nuestra Iglesia a favor de Roma, que deploramos, tengo fuertes sospechas de que, en casi todos los casos, uno de los pasos más importantes en la cuesta abajo se hallaría en el abandono de la Biblia, en una mayor atención a las formas, los sacramentos, los cultos diarios, el cristianismo primitivo, etcétera, y una menor atención a la Palabra escrita de Dios. La Biblia es la calzada real. Una vez que la abandonamos por un camino secundario —por hermoso, antiguo y frecuentado que este parezca—, no debemos sorprendernos si acabamos adorando imágenes y reliquias y yendo al confesionario con regularidad.

2) Armémonos, en segundo lugar, con un celo piadoso por la más mínima parte del Evangelio. Cuidémonos de sancionar el más somero intento de sustraerle una jota o una tilde o de eclipsar alguna parte por medio de la exaltación de cuestiones religiosas secundarias. Parecía una nimiedad que Pedro se abstuviera de comer con los gentiles; sin embargo, Pablo les dice a los gálatas: “Le resistí cara a cara, porque era de condenar” (Gálatas 2:11). No tengamos en poco cualquier cosa concerniente a nuestras almas. Seamos muy meticulosos al decidir a quién escuchamos, adónde vamos, qué hacemos, así como en todas las cuestiones relativas a nuestra adoración personal; y no nos preocupe la acusación de ser aprensivos y excesivamente escrupulosos. Vivimos en tiempos en los que en los pequeños actos están implícitos grandes principios, y cuestiones religiosas que hace cincuenta años se consideraban absolutamente inocuas, ahora ya no lo son debido a las circunstancias. Evitemos jugar con cualquier tendencia hacia Roma. Es de necios jugar con fuego. Creo que muchos de los que se han pervertido y apartado comenzaron pensando que no podía ser muy dañino atribuir un poco más de importancia a las cosas externas. Pero, una vez que empezaron a bajar por la pendiente, fueron de una cosa a otra. Provocaron a Dios, ¡y Él les abandonó a su suerte! Fueron entregados a un gran engaño y se les dejó creer una mentira (2 Tesalonicenses 2:11). Tentaron al diablo, ¡y este vino a ellos! Comenzaron con nimiedades, como muchos las llaman neciamente, y han acabado en una manifiesta idolatría.

3) Armémonos, por último, con ideas claras y sanas acerca de nuestro Señor Jesucristo y de la salvación que es en Él. Él es la “imagen del Dios invisible”, la “imagen misma de su sustancia” y la verdadera protección contra toda idolatría cuando se le conoce verdaderamente. Edifiquémonos profundamente en el fuerte fundamento de la obra que completó en la Cruz. Tengamos claro que Jesucristo ha hecho todo lo necesario a fin de presentarnos sin mancha ante el trono de Dios y que una fe sencilla por nuestra parte como la de un niño es lo único que hace falta para que participemos de la obra de Cristo. No dudemos que teniendo esta fe estamos completamente justificados a los ojos de Dios; nunca estaremos más justificados aunque vivamos tantos años como Matusalén y hagamos las obras del apóstol Pablo; y no podemos añadir nada a esa justificación completa por medio de actos, palabras, ayunos, oraciones, limosnas, cumplimiento de las ordenanzas o cualquier otra cosa por nuestra parte.
¡Por encima de todo, mantengamos una comunión continua con la persona del Señor Jesús! Moremos en Él diariamente, alimentémonos de Él diariamente, mirémosle diariamente, apoyémonos en Él diariamente, vivamos dependiendo de Él diariamente y tomemos de su plenitud diariamente. Comprendamos esto y la idea de otros mediadores, otros consoladores y otros intercesores parecerá completamente absurda. “¿Qué falta hace?”, responderemos: “Tengo a Cristo y en Él lo tengo todo. ¿Qué tengo yo que ver con los ídolos? Tengo a Jesús en mi corazón, a Jesús en la Biblia, a Jesús en el Cielo, ¡y no quiero nada más!”.
Una vez que permitimos al Señor Jesucristo ocupar el lugar correcto en nuestros corazones, todas las demás cosas en nuestra religión se ajustarán al lugar adecuado. La Iglesia, los ministros, los sacramentos, las ordenanzas, todo descenderá y ocupará un segundo lugar.
A menos que Cristo se siente como Sacerdote y Rey en el trono de nuestro corazón, ese pequeño reino interior estará en perpetua confusión. Pero solo con que le permitas ser el “todo en todo” ahí, todo irá bien. Ante Él caerá todo ídolo, todo Dagón. Conocer a Cristo correctamente, creer en Cristo verdaderamente, amar a Cristo de corazón es la verdadera protección contra el ritualismo, el catolicismo romano y toda forma de idolatría.

Ryle, J. C. (2003). Advertencias a las iglesias (D. C. Williams, Trad.; Primera edición, pp. 147-157). Editorial Peregrino.

¿ESTOY MUERTO AL PECADO? | ELYZE FITZPATRICK

¿ESTOY MUERTO AL PECADO?

ELYZE FITZPATRICK

Piénsalo: estás muerto al pecado

Por la obra del Padre en Cristo, nuestra antigua vida de pecado está muerta: ya no estamos bajo el dominio del pecado. A la iglesia como cuerpo y a nosotros como individuos se nos ha dado un “nuevo criterio para juzgarnos a nosotros mismos”. Si ya no vamos a vivir en pecado, debemos “entendernos a nosotros mismos por fe”. Estamos muertos al pecado, y no solo estamos muertos al poder del pecado, sino que también hemos sido vivificados para Dios, “habiendo sido traídos bajo Su dominio. Cuando pasamos a estar en Cristo, nos debe caracterizar un nuevo estilo de vida… Debemos pelear nuestra batalla con la certeza de que nuestro enemigo ha sido vencido”. Sí, el pecado ha sido vencido, y es por esa victoria de Cristo que podemos pelear esta batalla.

Esta primera obligación del evangelio que encontramos en Romanos es un llamado a la fe, a creer que lo que Él dijo hacer realmente ha sido hecho. La obediencia sumisa a la que Pablo nos llama en Romanos 6:13 —“… ofrézcanse más bien a Dios como quienes han vuelto de la muerte a la vida…”— se basa sobre la fe en el hecho consumado del evangelio: estamos muertos al pecado y vivos para Dios; hemos sido liberados de la esclavitud al pecado capacitados para someternos a Él.

Lo que esta nueva vida significa es que estamos confiados en que el cambio va a suceder. Podemos pelear valientemente para “quitarnos” el pecado que todavía mora en nuestros cuerpos mortales. No estamos solos; no, estamos en Él, y Él mismo nos sacó de esa tumba de pecado y muerte. Nos ha presentado junto a Él, completamente vivos en la presencia del Padre. Aunque sabemos que esto es verdad, puede haber ocasiones, particularmente cuando estamos luchando contra nuestro pecado, en que nos cuesta trabajo creerlo. Y es entonces cuando tenemos que volver al mandato que nos llama a recordar. En otras palabras, debemos quitar la mirada de nuestro pecado y ponerla en Su obra consumada en la cruz.

Al igual que los gálatas, necesitamos que nos recuerden estas verdades, especialmente cuando somos tentados a volver a caer en el desánimo que surge del moralismo y de la justicia propia. Aprópiate de las declaraciones personales de Pablo en Gálatas 2:20-21; aplícalas por fe a tu lucha contra el pecado: “He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio Su vida por mí”.

Nuestra vieja naturaleza ha sido crucificada con Él. La persona que una vez fuimos está muerta, y ahora hay un espíritu diferente habitando en nuestros cuerpos, el Espíritu del Cristo resucitado. Por supuesto, debemos apropiarnos de esto una y otra vez por fe, y creer obstinadamente que el Hijo de Dios no nos puede abandonar. Nos ama tanto que dio Su vida por nosotros.

¿Puede alguien ayudarme? | Sinclair B. Ferguson

¿Puede alguien ayudarme?

Sinclair B. Ferguson
El presente libro plantea lo que nuestros antepasados en la Iglesia cristiana solían llamar “el abandono espiritual”, ese sentimiento de que Dios se ha olvidado de nosotros y que nos hace sentir aislados y sin rumbo.
A algunos que tomen estas páginas y les echen un vistazo puede que les parezca inconcebible que ningún verdadero cristiano pudiera jamás pensar de esa manera. “Si piensan así, algo muy malo tiene que pasarle a su espiritualidad.” No obstante, en mi mente ha ido creciendo la convicción de que muchos cristianos saben lo que es sentir que no pueden más. A tales cristianos, cantar “ahora soy feliz todo el día” les parece tanto falso como superficial.
Sin ir más lejos, esta misma semana he recibido una carta de una cristiana que me contaba cuánto más difícil la vida le ha parecido desde que Cristo se apoderó de ella.
Este libro es para cristianos así. No les quitará todas sus dificultades; pero mi oración es que les sea una mano que ayude en el camino y que les dé ánimo, como si fuera una voz que diga: “Sé adónde vamos; da el siguiente paso aquí y verás cómo avanzas, aunque todo parezca totalmente oscuro a tu alrededor.”
El formato del libro –estudios en los Salmos– no es como es por casualidad. Cada capítulo llama la atención a experiencias que o bien llevaron al autor a sentir que Dios le había abandonado, o que pudieron haberlo hecho.
Hay varias razones por las que he decidido escribir el libro de esta manera, y espero que éstas se hagan patentes. Una de ellas es ésta: vivimos en un mundo que busca y ofrece respuestas fáciles y rápidas hasta para dificultades y planteamientos profundos. Tristemente, muchas personas se sienten decepcionadas con Dios mismo si Él no proporciona esa misma clase de respuestas.
Sin embargo, Dios no es nuestro siervo; sus caminos son más altos, más profundos y más anchos que los nuestros. El poeta inglés William Cowper aprendió, a través de sus propias depresiones profundas, que los brillantes propósitos de Dios a menudo se forjan en “minas profundas e insondables de infalible sabiduría”. De la misma manera, los Salmos nos muestran cómo el pueblo de Dios ha luchado con sus preguntas, sus dudas y sus experiencias de abandono, y cómo Dios les ha vuelto a levantar y traer a nueva luz y nuevo gozo.
Otra razón importante para acercarnos a este tema por medio del estudio de la Biblia es que cuando estamos desanimados, o tenemos que enfrentarnos con dificultades, o sentimos que Dios nos ha abandonado, la gran tentación es volvernos introspectivos. Perdemos el sentido de la perspectiva, la objetividad. Necesitamos que se nos saque de nosotros mismos y que se vuelva a dirigir nuestra mirada fuera de lo que somos y hacemos, y hacia lo que Dios es y hace. Sólo esto nos proporcionará la nueva orientación que todos necesitamos para la buena salud espiritual.
Así que estas páginas son, en un sentido, estudios bíblicos, estudios en la teología tal como ésta se aplica a la experiencia del espíritu herido.
Esta manera de acercarse al tema es importante por varias razones. Una de ellas es que, al tratar las dificultades y problemas personales de otros, existe una tentación para aquellos escritores cuya vocación sea la de teólogo o pastor, de dar por hecho que nuestra propia pericia es suficiente para solucionar todas las dificultades. Pero no es así, y nuestra formación bíblica y teológica tenía que habernos enseñado que no es así. Las Escrituras recalcan que somos seres materiales tanto como espirituales, y que existe entre los dos aspectos una constante interrelación en nuestras vidas. A veces, el desánimo y la depresión que podemos experimentar están tan íntimamente relacionados con nuestra condición física que deberíamos buscar ayuda y sanidad consultando a algún médico. Estaría fuera de lugar que yo pretendiese poder dar los consejos que sólo un médico debidamente cualificado puede dar.
No obstante, hay también otra consideración: en mi experiencia, a muchos cristianos desanimados que han buscado ayuda para su desánimo, haya sido de tipo médico o espiritual, se les ha decepcionado con los consejos que se les han dado. Todos hemos conocido de sobra casos de cristianos a quienes ciertos consejeros seculares les han dicho que su problema es que leen la Biblia, y que les convendría evitarla. Pero por otro lado, por desgracia, ¡la manera como muchos cristianos leen la Biblia y ven la vida cristiana, agrava de hecho sus dificultades!
A veces hay consejeros seculares que, sin darse cuenta, dan con el clavo en una seria necesidad que tienen muchos cristianos. Pero por desgracia, además de distorsionar la naturaleza del problema, no consiguen proporcionar la solución apropiada. Aconsejan deshacerse de la Biblia y del Dios de la Biblia, cuando la verdadera solución es aprender a entender bien la Biblia y descubrir al Dios de infinita gracia y compasión que en ella nos habla.
La mayoría de nosotros nos acercamos a un libro como éste buscando ayuda o bien para nosotros mismos o para otros: un arreglo lo más rápido posible. Pero los consejos demasiado rápidos sólo nos llevarán de una crisis a la siguiente. Lo que necesitamos es ayuda a más largo plazo, y ésta sólo se puede conseguir por medio de medidas a largo plazo. Necesitamos estudiar la Palabra de Dios de manera disciplinada, pensando bien en lo que hacemos, con oración, y emprendiéndolo con la ayuda del Espíritu. Esto cambiará nuestra manera de pensar y, como consecuencia, nuestra manera de vivir y, con el tiempo, cómo nos sentimos.
Ciertamente, éste fue el modelo apostólico. En la enseñanza de Pablo, es la renovación de la mente la que produce la transformación de nuestras vidas, y ésta, a su vez, nos lleva a descubrir “la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Ro. 12:1, 2).
Esta verdad la subraya un conmovedor testimonio personal del Dr. John White, en su libro The Masks of Melancholy (Las máscaras de la melancolía), y máxime cuando éste habla desde la perspectiva de sus muy diversas experiencias como psiquiatra cualificado además de teólogo pastoral que ha leído mucho y tiene gran experiencia.
Una segunda área en la que el consejero pastoral puede ofrecer ayuda, cualquiera que sea la causa básica de la depresión, es el enseñar y animar a los que la están padeciendo (siempre y cuando éstos tengan suficiente capacidad para concentrarse) a través del sólido estudio bíblico inductivo, y el disuadirles de leer lo meramente devocional. En la mayoría de los casos de las personas con depresión, la lectura devocional o se ha dejado del todo, o ha degenerado en algo poco sano o provechoso.
Hace años, cuando yo estaba profundamente deprimido, lo que salvó mi propia cordura fue una gran lucha –aunque tan seca como el polvo– para entender la profecía de Oseas. Estuve semanas enteras, mañana tras mañana, tomando notas de forma meticulosa y comprobando las alusiones históricas del texto. Empecé a sentir que el suelo debajo de mis pies se hacía cada vez más firme. Sabía, sin duda alguna, que la sanidad estaba surgiendo continuamente de mi lucha para captar el significado de la profecía.
Creo que no se puede exagerar la importancia de este principio. Es cierto que no es nada especialmente llamativo; pero en la vida cristiana hay mucho que no tiene nada de llamativo. Lo importante no es que sea llamativo, sino el hecho de que es el camino de Dios. Y precisamente porque es su camino, funciona.
Esto lo explica Pablo en una afirmación que muchas veces asociamos con la inspiración de las Escrituras, aunque el enfoque es la importancia práctica de las Escrituras en las vidas de aquellos que la conocen y la aman:
Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra (2 Ti. 3:16, 17).
Cuando estudiamos las Escrituras y meditamos en ellas, empiezan a hacer un impacto significativo sobre nuestras vidas en su totalidad. Imparten “enseñanza”: acerca de Dios, Cristo, nosotros mismos, el pecado, la gracia y toda una multitud de otras cosas. De esta manera nos conducen a conocer a Dios, moldean nuestra manera de pensar y nos dan dirección clara para la vida. También “redarguyen”: examinando nuestros corazones y tocando nuestras conciencias. La Palabra de Dios es
viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta (He. 4:12, 13).
Cuando nuestras vidas se exponen así a la influencia de la Palabra de Dios en las Escrituras, tiene lugar un proceso de limpieza. Tal como oró Jesús, somos santificados por medio de la verdad que es la Palabra de Dios (Juan 17:17). Este proceso es tan importante para nuestro bienestar espiritual como lo es la limpieza de una herida para su sanidad.
Luego Pablo añade que las Escrituras nos “corrigen”. Cuando yo era niño e iba a la escuela, pensaba que ser regañado y ser corregido eran sinónimos, ¡y no me gustaba ninguna de las dos cosas! Pero esta palabra que utiliza Pablo, corregir, es más que simplemente otra manera de decirnos que hemos hecho mal. De hecho, la palabra se utilizaba fuera del Nuevo Testamento en el campo de la medicina para “corregir” un miembro del cuerpo que se había lesionado: como curar una pierna rota. Es por medio de la reprensión de Dios como vemos nuestra necesidad; y es gracias al poder para sanar que tiene su Palabra –animando, dirigiendo de nuevo y dando seguridad– por lo que pueden sanarse nuestras mentes y nuestros espíritus.
El caso es que, nos viene a decir Pablo, se puede encontrar en las Escrituras todo lo necesario para ayudarnos a ser siervos de Cristo estables. Y es precisamente la estabilidad la cualidad que necesitamos cuando estamos desanimados y hemos empezado a pensar: “No voy a poder aguantar esto mucho más.”
Sobre todo, las Escrituras cambian el enfoque de nuestros corazones y mentes en cuanto a Dios para que éste vuelva a ser Aquel cuyo carácter aquéllas revelan. Nuestra necesidad más profunda es llegar a conocerle a Él mejor. Y cuando se satisface esa necesidad, se ven todas las demás necesidades que tenemos –las dudas, el desánimo, la depresión, el desconsuelo– en su verdadero contexto.
A Martín Lutero, el reformador del siglo XVI, en una ocasión cuando estaba muy desanimado, le recordó esta verdad de manera contundente su esposa Catalina. Ésta, al ver que su marido no respondía a ninguna palabra de ánimo, una mañana se vistió de negro: de ropa de luto. Ya que no le dio a su marido ninguna explicación, éste, al no haberse enterado de que nadie hubiera muerto, le preguntó: “Catalina, ¿por qué vas vestida de luto?” “Alguien ha muerto”, respondió ella. “¿Alguien ha muerto?”, exclamó Lutero, “yo no he oído que nadie haya muerto. ¿Quién puede haber muerto?” “Pues, al parecer”, le respondió su esposa, “¡habrá muerto Dios!”
Lutero cayó en la cuenta. Él, siendo creyente, un cristiano, y teniendo por Padre a un Dios tan grande, ¡estaba viviendo como si fuera en la práctica ateo! Pero Lutero sabía que Dios no estaba muerto. ¡Dios estaba vivo, reinando, y obrando en los acontecimientos de la Historia y también en la vida del propio Lutero! ¡Qué necio había sido! Y el desánimo lo desterró inmediatamente.
Conocer y amar a Dios crea un ambiente en el que les cuesta respirar al desánimo y a un sentimiento de depresión o de abandono espiritual. Es esto, en última instancia, lo que descubrieron una y otra vez los salmistas, y lo que nos dicen en diferentes contextos y de muchas y diversas maneras. Sentémonos, pues, a sus pies y aprendamos a ver lo que ellos vieron:
Oye, oh Jehová, mi voz con que a ti clamo;
Ten misericordia de mí, y respóndeme.
Mi corazón ha dicho de ti: Buscad mi rostro.
Tu rostro buscaré, oh Jehová…
Hubiera yo desmayado, si no creyese que veré la bondad de Jehová
En la tierra de los vivientes.
Aguarda a Jehová;
Esfuérzate, y aliéntese tu corazón;
Sí, espera a Jehová (Sal. 27:7, 8, 13, 14)

Ferguson, S. B. (2000). ¿Abandonado por Dios? (A. J. Birch, Trad.; Primera edición, pp. 10-16). Editorial Peregrino.

“Palos y Piedras pueden Romper Mis Huesos…”Las Palabras Pueden Romper Mi Corazón

“Palos y Piedras pueden Romper Mis Huesos…”
Las Palabras Pueden Romper Mi Corazón

JUNE HUNT

DURANTE LOS AÑOS DE MI INFANCIA, recuerdo haber oído algunos dichos muy llamativos que describían realmente las situaciones, tales como: “La gente que vive en casas de cristal no debería tirar piedras” y “A una piedra que rueda no le sale musgo”.
Otro adagio popular es “Palos y piedras pueden romper mis huesos, pero las palabras nunca me lastimarán”. A lo que yo respondo: Error, error, error. Todos sabemos que las palabras pueden romper nuestros corazones. La Biblia lo dice de esta manera: ”La lengua tiene el poder de vida y muerte y aquellos que la aman comerán de su fruto”.
Las palabras pueden acabar con una relación. Las palabras pueden matar nuestra motivación e inspiración. Esta verdad me la llevé a casa cuando estaba dirigiendo una conferencia en Indiana.
“¿Cuántos de ustedes han realmente luchado con el perdón y han tenido que hacer un esfuerzo enorme para perdonar a alguien que les ha herido profundamente?” Inmediatamente vi las manos levantadas de casi la cuarta parte de la audiencia. Rápidamente hice una evaluación de aquellas personas que levantaron la mano, buscando alguien físicamente adecuado.
La pregunta la hice al principio de una charla sobre el perdón, pero fue solo después de 15 minutos cuando señalé a un hombre de aproximadamente 30 años.
-“Señor, necesito ayuda. ¿Estaría dispuesto a acompañarme en la plataforma? Sorprendido, él acepta sonriente y sube al escenario. Ahora ambos quedamos cerca de una mesa que tiene un montón de rocas. “¿Puede decirnos su nombre y compartir algo sobre Ud?”
“Mi nombre es Rick. Soy contador y mi pasatiempo favorito es correr. Cuando no estoy trabajando estoy corriendo porque pienso participar en una maratón este año.”
“¡Esto es grandioso, Rick! Gracias por su colaboración.”
Acercándome a una pequeña mesa, tomé un gran gancho gris de colgar carne, de casi 60 centímetros de largo y un costal. En la parte superior del gancho en forma de herradura cabría el cuello de una persona. Un arpón recto se extiende como 60 centímetros entonces se arquea hacia atrás, como un enorme anzuelo con una afilada punta.
“Adelante, Rick. Deslice este gancho de carne cuidadosamente alrededor de su cuello.” Sus ojos se abrieron con sorpresa –el gancho lucía tan peligroso. Me miró cautelosamente. Algunas personas de la audiencia lanzaron un gemido, con seguridad contentas de no haber sido escogidas. Lentamente y con cautela, Rick deslizó la parte superior del gancho alrededor de su cuello. El arpón pasó por el pecho hasta la cintura y la punta quedó al frente. Yo coloqué la parte superior del costal sobre el extremo del gancho.
“Rick, al principio, cuando pregunté si alguno había luchado con el perdón, yo noté que Ud. había levantado la mano.”
“Correcto.”
“¿Qué ha sido tan difícil de perdonar? ¿Me podría contar qué le pasó?”
En este momento me acerqué al montón de rocas, con el fin de que cada vez que Rick mencionara una ofensa, yo dejaría caer una roca o un pequeño guijarro dentro del costal. Cada roca representaba algo malo que alguien habia cometido contra él –una herida que él cargaba.
Rick comenzó devolviéndose hasta su niñez. No nos tomó mucho tiempo saber que todas sus “rocas” provenían de la misma fuente –el crecer cerca de un padre cruel y a veces tirano, poco cariñoso e inflexible. En la medida que Rick describía a su padre y sus sufrimientos, hablaba suavemente:
“Nunca me aceptaba por lo que yo era “Las palabras críticas y cáusticas de su padre hicieron que yo metiera en el costal la primera roca.
“Cero cariño…” Ni una mano sobre el hombro, nada de abrazos ni palmaditas en la espalda. Una roca del tamaño de un puño cayó dentro del costal.
“Nada de tiempo para jugar..…” Nada de jugar a la lucha, nada de jugar a atrapar cosas –todas estas menciones justificaron otra roca muy pesada. Mientras más recordaba Rick, más caía en cuenta de lo que le había faltado.
“Nada de tiempo padre-hijo.…” Nada de andar juntos, ninguna conversación acerca de volverse hombre, ninguna conversación acerca de las profesiones para estudiar. Esto obligó a depositar otra roca. Rick continúo oprimiendo el” botón de repetición” enterrado en su memoria.
“Gritos…” Un repentino recuerdo atemorizante provocó en Rick un gesto de dolor. Todos los gritos y ataques verbales obtuvieron una roca de un tamaño considerable.
“Lastimando a mi madre.…” El abuso verbal y emocional de su padre llevó a que otra gran piedra cayera dentro del costal.
“Apártate de mi vista.…!” Sus palabras denigrantes y de menosprecio lograron otro guijarro pesado.
“Rechazo.…” Se suma al impacto emocional de todas las heridas ocasionadas por su padre. Con impulso Rick introdujo otra roca pesada en su costal. Esta chocó contra otras rocas, dejando algunos fragmentos pequeños y cortantes. Estas mismas piezas están incrustadas en la memoria de Rick. Finalmente, rechazo lo dice todo.
Ampliando esta imagen visual, le dije a Rick que él tenía un costal de rocas morando en su alma. Durante años él había estado arrastrando rocas de resentimiento, piedras de hostilidad y guijarros de amargura. Entonces señalé el saco que colgaba alrededor de su cuello –el costal que ahora estaba tensionado por el peso de las rocas.
“¿Qué pasaría si tuviera que caminar con el costal de piedras colgando de su gancho por el resto de su vida?”.
Cuando perdonamos, nos deshacemos de las rocas que nos doblegan y disminuyen nuestra fortaleza.
El respondió inmediatamente, sin necesidad de pensarlo: “No podría correr más”. Me sorprendió y alegró esta respuesta. En vez de decir:” Me encorvaría” o “Sería difícil caminar”, Rick, el devoto atleta expresó preocupación por no poder correr más.
Su respuesta expresa muy bien el costo de despojarse de “rocas” engorrosas. Piense en todas las Escrituras que hacen referencia a correr. El apóstol Pablo dice: “¿No saben que en una carrera todos los corredores compiten, pero sólo uno obtiene el premio? Corran, pues, de tal modo que lo obtengan”. Y él preguntó, “Ustedes estaban corriendo bien. ¿Quién los estorbó para que dejaran de obedecer a la verdad?”.
Lo que Rick dijo desde un punto de vista físico –“no podría correr más”- es también una verdad emocional y espiritual. Con el peso de demasiadas rocas lo máximo que podemos hacer es medio andar fatigados en nuestro camino por la vida. Si se añaden más rocas al montón, escasamente podremos movernos. Y si aún se arrojan más rocas estaremos completamente aplastados bajo el peso.
Pero cuando aprendemos a perdonar –aún cuando no lo sintamos- nos despojamos de las piedras que nos arrastran y disminuyen nuestras fuerzas. Mientras trabajamos en el proceso de perdonar, quedamos libres de la presión… ¡nos sentimos libres!
El profeta Isaías describe cómo es la libertad: “Volarán como las águilas: correrán y no se fatigarán, caminarán y no se cansarán”.
Ahora, volviendo a Rick: lo último que quisiera hacer es dejar a este hombre con el peso de su dolor emocional. ¡Yo quiero verlo correr!
“Rick, ¿quieres vivir el resto de tu vida cargando todo este dolor de tu pasado?”
“No, no quiero”.
“¿Entonces estás dispuesto a descolgar del gancho todo el dolor del pasado y pasárselo al gancho de Dios?”
“Si, lo estoy:”
“¿Estarías dispuesto a soltar a tu padre de tu gancho emocional, y pasarlo al gancho de Dios?”
“Sí, eso quiero,”
En oración los dos fuimos ante el trono de la gracia de Dios. “Señor Jesús,” empecé.
“Señor Jesús”, el repetía, “gracias por cuidar mi corazón…y cuanto he sido lastimado.… Tú sabes el dolor que he sentido.… Por el trato que mi padre me ha dado… su enojo… su falta de afecto.… su abuso… su rechazo.”
De repente, entre la multitud, lo inesperado ocurrió. Mientras Rick repetía la oración, haciéndola suya, una corriente de oraciones – apenas como un susurro – se escuchaban de un lado al otro del salón. La piel se me puso como de gallina. Con un profundo sentimiento santo de adoración, me di cuenta que en este día, más de un saco de rocas, pronto estaría vacío.
“Señor, yo suelto todo este dolor en Tus manos… Gracias, Señor Jesús… por morir en la cruz por mí… y extender Tu perdón hacia mí.… Como un acto de mi voluntad… yo elijo perdonar a mi padre.”
Mientras Rick continuaba orando, se daba un cambio extraordinario. Su voz, al comienzo reservada, se fortalecía con propiedad y determinación.
“Yo elijo soltar a mi padre… de mi gancho emocional… y ahora mismo, yo se lo paso a Dios.… Yo rechazo todos los pensamientos de venganza.… Yo confío que en Tu tiempo, Tú tratarás con mi padre… solo cuando Tú veas que es apropiado. Y Gracias, Señor, por perdonarme… Tu poder para perdonar… es por eso que puedo ser libre… En Tu santo nombre he orado, Amén.”
Las lágrimas de gratitud de Rick revelaban que había elegido experimentar la libertad del perdón. Y al mismo tiempo, a través del poder del perdón, muchos sacos de amargura que había en el auditorio, habían sido desocupados.
Personalmente sé lo que es sentirse cargado por las rocas de resentimiento. Si tú también sientes ese peso, yo lo comprendo. Quiero que sepas que las palabras escritas en este libro fueron escritas con un objetivo en mi mente– liberarte de ese gran costal lleno de rocas, y dejarte con el saco vacío.

Hunt, J. (2008). Cómo perdonar… cuando no lo sientes (pp. 11-16). Centros de Literatura Cristiana.

LO QUE CADA CREYENTE DEBERÍA SABER SOBRE LA TENTACION | John Owen

LO QUE CADA CREYENTE DEBERÍA SABER
SOBRE LA TENTACIÓN
por John Owen

La Advertencia del Salvador en contra de la Tentación

Los discípulos se sentían confiados aún y cuando el peligro estaba a la vuelta de la esquina. Fue entonces que el Señor dio esta advertencia: “Velad y orad, para que no entréis en tentación…” (Mat. 26:41; Mr. 14:38; Luc. 22:46) Cada discípulo de Cristo necesita la misma advertencia. Esta advertencia contiene tres lecciones básicas que cada creyente debería aprender muy bien:

  1. La tentación es algo contra lo cual el creyente necesita guardarse continuamente.
  2. “Entrar en tentación” significa ser tentado en la forma más profunda y peligrosa.
  3. Para evitar que seamos dañados por esta clase de tentación, el creyente debería aprender a “velar y orar”.
    En la Biblia vemos que existen dos clases diferentes de tentación. Hay un tipo de tentación que Dios usa y hay un tipo de tentación que Satanás utiliza. La tentación es como un cuchillo que puede ser utilizado para un propósito bueno o malo: puede servir para cortar la comida o puede ser usado para cortar su garganta.

I. La clase de tentación que Dios usa
Algunas veces la Biblia usa la palabra “tentación” para significar una prueba o un examen. (Vean por ejemplo que la versión antigua traduce Santiago 1:2 como “diversas tentaciones” y la versión 1960 traduce la misma frase como “diversas pruebas”.) Abraham fue probado por Dios (vea Gen. 22:1) y en una forma u otra, todos los creyentes están sujetos a pruebas y tentaciones.
Hay que notar dos puntos importantes acerca de dichas pruebas.
Primero: El propósito de Dios en enviarnos pruebas.
a. Las pruebas ayudan al creyente a conocer el estado de su salud espiritual.
A veces, la experiencia de una prueba enseñará al creyente las gracias espirituales que Dios está produciendo en su vida. La prueba que Dios le envió a Abraham demostró la fortaleza de su fe. A veces la prueba le mostrará al creyente las maldades de su corazón de las cuales no estaba consciente. Dios probó a Ezequías para revelarle el orgullo que había en su corazón (2 Cron. 32:31). A veces los creyentes necesitan ser animados viendo las gracias espirituales que Dios está obrando en sus vidas. A veces los creyentes necesitan ser humillados aprendiendo acerca de la maldad oculta de sus corazones. Dios cumple ambos propósitos a través del uso de pruebas adecuadas.
b. Las pruebas ayudan al creyente a conocer más acerca de Dios.
1) Solamente Dios puede guardar al creyente de caer en el pecado. Antes de que seamos tentados, pensamos que podemos manejar cualquier tentación con nuestras propias fuerzas. Pedro pensaba que jamás negaría a su Señor. La tentación le mostró que sí era capaz de hacerlo. (Mat. 26:33–35, 69–75).
2) Cuando hemos aprendido nuestra debilidad y el poder de la tentación, entonces estamos listos para descubrir el poder de la gracia de Dios. Esta es la gran lección en que el apóstol Pablo fue enseñado por medio de “su aguijón en la carne” (2 Cor. 12:7–10).
Segundo: Dios tiene muchas maneras para probar a su pueblo.
Dios prueba a cada creyente en una manera muy personal. En seguida daremos tres ejemplos de los métodos que Dios usa en ocasiones para probar a su pueblo:
a. Los prueba encomendándoles deberes que sobrepasan sus recursos. El apóstol Pablo se refiere a esta clase de prueba cuando escribe: “Pues fuimos abrumados sobremanera más allá de nuestras fuerzas…” (2 Cor. 1:8). Esta fue una prueba que Dios usó para enseñar a Pablo lo que él dice: “Para que no confiásemos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos” (2 Cor. 1:9). Los creyentes no deberían estar sorprendidos ni desmayados si Dios les encomienda una tarea que pareciera ser demasiado grande para ellos. En esta manera Dios prueba a los creyentes para hacerles ver si su fe en el poder divino es fuerte o débil.
b. Dios prueba a los creyentes permitiendo que sufran por su fe. Algunas veces el sufrimiento es muy severo, aún hasta el punto de la muerte (por ejemplo el martirio). Tal clase de sufrimiento es una prueba la cual la mayoría de los creyentes temen. Sin embargo, muchos creyentes han encontrado que en forma inesperada les fue concedida la fortaleza para ser torturados y aún para morir por Cristo. Todos los creyentes son llamados a sufrir de alguna forma u otra (Fil. 1:29 y 1 Ped. 2:21). Tales sufrimientos son llamados por el apóstol Pedro como “la prueba de vuestra fe” (1 Ped. 1:7 Versión Antigua).
c. Dios prueba a los creyentes permitiendo que se encuentren con maestros falsos y enseñanzas falsas. En esta manera Dios pone a prueba la lealtad y el amor del creyente hacia El. (Deut. 13 es un buen ejemplo de esta clase de prueba.)
Estos son tres ejemplos de la variedad de métodos que Dios usa para probar a su pueblo. Esta clase de prueba que Dios usa siempre tiene la intención de hacer bien a su pueblo. Estamos listos ahora para ver la clase de tentación que Satanás usa.

II. La tentación usada por Satanás con el propósito de lograr que la persona peque
Ambas clases de tentación contienen la idea de poner a prueba. ¡La tentación siempre es una prueba! En la clase de tentación intentada por Satanás, el punto que tenemos que recordar es el propósito de la prueba. La tentación de esta clase es una prueba diseñada para conducir a la persona a pecar. Dios nunca es el autor de este tipo de tentaciones (Stg. 1:13). Esta es la clase de tentación que el Señor tenía en mente cuando advirtió a sus discípulos. Esta es la clase de tentación acerca de la cual estudiaremos en este libro.
La Biblia enseña que hay tres causas principales para este tipo de tentación. A veces estas causas obran juntas y a veces separadamente:
Primero: El diablo como el tentador.
Dos veces en el Nuevo Testamento el diablo o Satanás es llamado “el tentador”. (Mat. 4:3; 1 Tes. 3:5). A veces el diablo tentará al creyente a pecar introduciendo pensamientos malos o blasfemos en su mente. A veces existe la tentación de dudar de la realidad de Dios o de la veracidad de su Palabra. Esta tentación frecuentemente surge por medio de malos pensamientos mandados por el diablo a la mente del creyente. Tentaciones de esta clase son llamadas “los dardos de fuego del maligno” (Ef. 6:16). El creyente no es culpable de pecado por el mero hecho de tener tales pensamientos. El creyente solamente es culpable de pecado si cree estos pensamientos.
Frecuentemente el diablo tienta usando dos de los siguientes métodos:
Segundo: El mundo (incluso la gente mundana) como un tentador.
El pescador usa como anzuelo un gusano sabroso para atraer al pez. En la misma forma, a menudo el diablo usa el anzuelo de alguna atracción del mundo para persuadir a la persona a pecar. El diablo, cuando tentó a Cristo usó los reinos de este mundo como su anzuelo. Fue una sirvienta quien tentó a Pedro para que negara a su Señor (Mat. 26:69). El mundo con todas sus cosas y su gente es una fuente constante de tentación para los creyentes.
Tercero: La carne (los deseos egoístas) como un tentador.
A veces el diablo obra a través de los deseos egoístas para tentar a la persona. El diablo tentó a Judas a traicionar al Señor usando tanto la ayuda del mundo (los fariseos y treinta monedas de plata Luc. 22:1–6) como la naturaleza codiciosa de Judas mismo. En las palabras de Santiago: “Cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido.” (Stg. 1:14)
La clase de tentación usada por el diablo es siempre un intento de persuadir de alguna forma a la persona a pecar. Tales tentaciones tienen como su meta principal persuadir a la persona a pecar en alguna o en todas las siguientes maneras: 1) por el descuido de algún deber que Dios le ha encomendado, 2) por guardar malos pensamientos en su corazón y permitir que los pensamientos ya concebidos den a luz el pecado, 3) por permitir que Satanás le distraiga de alguna manera de su comunión con Dios o 4) por fallar en dar a Dios la obediencia constante, completa y universal a todos sus mandamientos incluyendo la manera en la cual la obediencia es rendida.
Ahora estamos listos para reflexionar brevemente en la primera lección mencionada al principio de este capítulo.

III. La tentación es algo contra lo cual el creyente necesita guardarse continuamente
Ilustraremos los peligros de la tentación usada por Satanás bajo los siguientes dos puntos:
a. El gran daño que las tentaciones de Satanás pueden hacer al creyente.
La meta principal de la tentación es la de conducir a la persona a pecar. Pudiera ser el pecado de hacer lo que Dios prohibe. Pudiera ser el pecado de no hacer lo que Dios manda. Pudiera ser algún pecado en la carne que puede ser visto por otros, o pudiera ser un pecado en la mente que solo Dios puede ver. Cualquiera que sea el pecado, nunca debemos olvidar que el propósito de la tentación es de dañar la salud espiritual del creyente.
b. La gran variedad de tentaciones que Satanás usa en contra del creyente.
Cualquier cosa que pueda impedirnos hacer la voluntad de Dios debe ser vista como una tentación. Puede ser que sea algo dentro de nosotros (algún deseo malo) o cualquier cosa o persona en el mundo. Cualquier cosa que provoque o anime a una persona a pecar es un tipo de tentación. Casi cualquier deseo que una persona pueda tener, podría convertirse en una fuente de tentación. Desear tales cosas como por ejemplo: una vida tranquila, amigos, un buen nivel de vida, una buena reputación (¡la lista es casi interminable!), no es pecaminoso en sí mismo. Sin embargo, tales cosas pueden llegar a convertirse en una fuente peligrosa de tentación que resulte difícil resistir. Los creyentes necesitan aprender a temer las tentaciones que surgen de tales fuentes ya mencionadas. Deberían temer tales tentaciones tanto como temen las tentaciones que conducen a pecados abiertos y escandalosos. Si fallamos en hacer esto, estamos más cerca del borde de ser arruinados de lo que nos imaginamos.

Owen, J. (2010). Lo que cada creyente debería saber sobre la tentación (O. I. Negrete & T. R. Montgomery, Trads.; pp. 11-12). Publicaciones Faro de Gracia.

No basta conocer que hay un Dios, sino quién es Dios, y lo que es para nosotros | Juan Calvino

No basta conocer que hay un Dios, sino quién es Dios, y lo que es para nosotros

Por Juan Calvino

Por tanto, los que quieren disputar qué cosa es Dios, no hacen más que fantasear con vanas especulaciones, porque más nos conviene saber cómo es, y lo que pertenece a su naturaleza. Porque ¿qué aprovecha confesar, como Epicuro, que hay un Dios que, dejando a un lado el cuidado del mundo, vive en el ocio y el ‘placer? ¿Y de qué sirve conocer a un Dios con el que no tuviéramos que ver? Más bien, el conocimiento que de Él tenemos nos debe primeramente instruir en su temor y reverencia’, y después nos debe enseñar y encaminar a obtener de Él todos los bienes, y darle las gracias por ellos. Porque ¿cómo podremos pensar en Dios sin que al mismo tiempo pensemos que, pues somos hechura

de sus manos, por derecho natural y de creación estamos sometidos a su imperio; que le debemos nuestra vida, que todo cuanto emprendemos o hacemos lo debemos referir a Él? Puesto que esto es así, síguese como cosa cierta que nuestra vida está miserablemente corrompida, si no la ordenamos a su servicio, puesto que su voluntad debe servimos de regla y ley de vida. Por otra parte, es imposible ver claramente a Dios, sin que lo reconozcamos como fuente y manantial de todos los bienes. Con esto nos moveríamos a acercarnos a Él y a poner toda nuestra confianza en Él, si nuestra malicia natural no apartase nuestro entendimiento de investigar lo que es bueno. Porque, en primer lugar, un alma temerosa de Dios no se imagina un tal Dios, sino que pone sus ojos solamente en Aquél que es único y verdadero Dios; después, no se lo figura cual se le antoja, sino que se contenta con tenerlo como Él se le ha manifestado, y con grandísima diligencia se guarda de salir temerariamente de la voluntad de Dios, vagando de un lado para otro.

Instituciones de la Religión Cristiana Libro I, Cap 2

AUTOR DEL EXTRACTO
JUAN CALVINO
El primer teólogo en sistematizar las Escrituras, sus enseñanzas fueron de vital importancia para la reforma de la iglesia.

Viviendo como una Iglesia – Clase 1: La unidad

Viviendo como una iglesia

Por Capitol Hill Baptist Church (CHBC)

Clase 1: La unidad

Introducción
Bienvenido a la primera de trece clases que tendremos acerca de cómo vivir juntos como iglesia. Soy Matt, pastor asistente aquí en la congregación. Esta mañana espero transmitir una idea de lo que me gustaría lograr juntos. Sin embargo, antes de comenzar a hablar, quiero hacer una pregunta: ¿Por qué es importante la unidad para la iglesia local? [¿Qué se te ocurre?… ¿Iglesias discutiendo por el color de la alfombra?].

Genial. Ahora bien, empecemos esta clase del tema de la unidad de manera muy sencilla. En resumen, esta clase existe por tres simples verdades que encontramos en la Escritura:

Dios ha llamado a los cristianos a estar con él para siempre, pero nos ha dejado temporalmente en este mundo reunidos en iglesias locales.
Él ha escogido usar nuestras vidas unidos en iglesias como el principal método para mostrar su gloria.
Somos pecadores.
Las primeras dos verdades funcionan bien juntas, pero la tercera verdad complica las cosas considerablemente. Algún día, el mundo entero se postrará ante Dios y reconocerá que él es el Señor. Pero por ahora, Dios en su sabiduría, ha delegado la misión de desplegar la gloria de su perfecto carácter a personas bastante imperfectas, que forman parte de su Iglesia. La interrogante de cómo puede suceder eso es el enfoque de esta clase. Específicamente, nuestra meta es entender las oportunidades y las responsabilidades que tenemos como miembros de la iglesia. ¿Cómo es que, pecadores como nosotros, podemos reunirnos como una iglesia local donde abunda la unidad? Y no se trata de una unidad forzada que niega las diferencias, subestima las dificultades, o compromete el mensaje del evangelio, sino de una unidad real que actúa como un testimonio convincente del poder del evangelio. ¿Cómo es que, como pecadores, podemos responder al pecado entre nosotros sin ceder a las habladurías y a las calumnias? ¿Cómo podemos confiar en nuestros líderes y, al mismo tiempo, reconocer que también son pecadores? ¿Cómo podemos amar a las personas que nos hacen sentir incómodos porque son tan diferentes a nosotros? ¿Cómo podemos criticar a una iglesia imperfecta sin quejarnos?

Para aquellos de nosotros que hemos estado en una iglesia durante cierto tiempo, es probable que hayamos notado que estos objetivos son difíciles de alcanzar. Con mucha frecuencia, las iglesias se convierten en lugares de división, quejas y amargura. Muy a menudo, las iglesias fracasan en reflejar al mundo que nos observa el poder del evangelio que debería obrar en ellos. Nuestra meta para esta clase es explorar un plano práctico de lo que hace que una iglesia sea sana y unida: una sana doctrina que se expresa en un amor unificador que glorifica a Dios. Mi oración es que cada uno de nosotros salga de esta clase con un mejor entendimiento de lo que la Biblia dice que es una iglesia unida, y con algunas ideas muy claras de lo que todos podemos hacer para fomentar la unidad entre nosotros.

Para la clase de hoy, empezaré abordando la idea de la unidad, empleando principalmente la descripción que encontramos en Efesios 3 y 4 de lo que significa ser una iglesia. A continuación, veremos algunas versiones falsas de la unidad, las compararemos con la unidad verdadera, y hablaremos acerca de la razón por la que la unidad en la iglesia es tan importante.

Efesios 3-4: La meta de Dios para la iglesia
Comencemos respondiendo una pregunta fundamental: ¿Cuál es el plan de Dios para la iglesia local? El apóstol Pablo lo explica en los capítulos 2 y 3 del libro de Efesios. Si tienes una biblia, acompáñanos. Inicia con el evangelio, en Efesios 2:1-10. Estábamos «muertos en [nuestros] delitos y pecados» (2:1). Pero Dios «nos dio vida juntamente con Cristo» (2:5). «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» (2:8-9).

Pero ese evangelio no termina con nuestra salvación; conduce a algunas implicaciones bastante disruptivas. Implicación #1: la unidad. Como Pablo escribe sobre judíos y gentiles al final del capítulo 2, Dios derribó la pared intermedia de enemistad «para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades. Y vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros que estabais lejos, y a los que estaban cerca; porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre» (2:15b-18).

Observa que solo el evangelio crea esta unidad, es por medio de la cruz que Cristo acabó con su enemistad. Después de todo, ¿qué más podría unir a dos pueblos con historias, etnicidades, religiones y culturas tan diferentes?

Ahora, ¿cuál es el propósito de esta unidad entre judíos y gentiles? Ve al capítulo 3, versículo 10:

Su propósito era «que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los lugares celestiales».

Toma a un grupo de judíos y gentiles que no comparten nada en común salvo una aversión de siglos los unos por los otros (una sombra de lo que en nuestro contexto podrían ser los demócratas liberales y los republicanos libertarios), reúnelos en una iglesia local donde se cruzan entre sí regularmente, y las cosas explotarían, ¿cierto? ¡No! Por lo único que tienen en común, el vínculo de Cristo, viven juntos en asombroso amor y unidad. Una unidad que es tan inesperada, tan diferente a la manera en la cual opera nuestro mundo, que incluso los «principados y potestades en los lugares celestiales» se sientan y observan.

Increíble, ¿no? La unidad es notable entre dos dimensiones. Es notable por su amplitud. Esto quiere decir, que se expande para incluir a pueblos tan opuestos como lo eran los judíos y los gentiles. Esto glorifica a Dios al alcanzar a personas que, sin un poder sobrenatural, nunca estarían unidos. Recuerda Efesios 2:18: «Porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre».

En segundo lugar, esta unidad es notable por su profundidad. No se limita a unir a personas para que se toleren entre sí, sino para estar tan comprometidas que Pablo puede llamarles un nuevo hombre (2:15) y una nueva familia (2:19). Pablo busca los lazos más profundos del mundo natural, los lazos étnicos y familiares para describir esta nueva comunidad en la iglesia local.

La unidad con una amplitud y profundidad asombrosa hace que la gloria de un Dios invisible sea visible. Esta es la declaración de propósito final para la unidad de la iglesia en Éfeso. Esta es la declaración de propósito final para la unidad en nuestra iglesia. Y estos dos conceptos serán realmente importantes para este seminario básico. De hecho, tendremos una clase entera dedicada a la profundidad de la unidad al reflexionar sobre el compromiso de la membresía de la iglesia. Y una clase entera acerca de la amplitud de la unidad al meditar sobre la diversidad como una marca que define a la iglesia local.

Este es nuestro llamado como iglesia. Pero ese llamado tiene cierta competencia, la cual quiero exponerte ahora.

La unidad falsa
La unidad organizativa

Un problema que tenemos siempre que comenzamos a hablar acerca de la unidad cristiana es que algunos la definen como la idea de que todos los que se consideran cristianos deberían organizarse juntos, o al menos cooperar juntos, como un solo cuerpo reconocido. Dicen que la existencia de las distintas denominaciones le demuestra al mundo que no estamos unidos.

Uno de los desafíos que presenta esta corriente de pensamiento es que no da lugar para poder discrepar en amor. Podemos disentir de nuestros hermanos y hermanas presbiterianos con relación al bautismo, por ejemplo, y continuar haciendo juntos toda clase de buenas obras por el evangelio. En ese sentido, las denominaciones realmente exhiben nuestra unidad en el evangelio con más fuerza que si simplemente pretendiéramos que nuestros desacuerdos carecen de importancia. La conferencia que nuestro pastor ayuda a dirigir llamada «Juntos por el evangelio» es un buen ejemplo de esto.

Otro problema con esta idea es lo que sería el objetivo final de esa «unidad». Hay muchos que se llaman a sí mismos «cristianos», pero que no estarían de acuerdo con nuestra iglesia en cuanto a cosas fundamentales tales como quién es Dios, qué deben hacer las personas para ser salvas, incluso si es necesario ser salvos del pecado. Eso quiere decir que la unidad organizativa por sí sola confunde por completo al mundo acerca de la naturaleza del cristianismo y del evangelio. Ciertamente es algo bueno colaborar con los demás por el bien de un objetivo común, trabajar con católicos romanos para proteger los derechos de los no nacidos, por ejemplo. Sin embargo, aunque ese sea un tipo de unidad, no es la unidad sobrenatural del evangelio de la cual habla Pablo en Efesios.

La unidad extraevangélica

La segunda falsificación de la unidad cristiana verdadera es más sutil, y creo que estamos en mayor riesgo por ello. Así que empecemos con un ejemplo. Imaginemos que llega un maestro de una escuela pública de D.C., y se une a nuestra iglesia. ¿Con quién entablará amistades naturalmente? ¿Quién lo entenderá mejor lógicamente? Otros maestros, por supuesto. Por lo que le presento a otros maestros, y quizá eventualmente formamos un grupo pequeño para maestros. Seguramente se integrará rápidamente a esa comunidad y crecerá. Unidad creada, misión cumplida, ¿cierto? No del todo.

Lo que ocurrió es posiblemente más un fenómeno demográfico que un fenómeno evangélico. Los maestros se inclinan hacia otros maestros independientemente de si son cristianos o no. Y no hay nada de malo en desear estar con personas con experiencias de vida similares. Es absolutamente natural y puede ser espiritualmente beneficioso. Pero si esto es la suma total de lo que llamamos «iglesia local», temo que hemos creado algo que existiría incluso sin Dios.

En comparación a lo que vemos en Efesios, esta unidad es algo que llamaré unidad «extraevangélica». En una comunidad extraevangélica, casi todas las relaciones están fundamentadas en el evangelio y algo extra. Tomemos como ejemplo a Sam y Joe; ambos son cristianos, pero la verdadera razón por la que son amigos se debe a que ambos son solteros de 40 años, o a que comparten una pasión por combatir el analfabetismo, o a que ambos son enfermeros. En la unidad extraevangélica, usamos la similitud para construir una colectividad.

Compara esta comunidad con una comunidad que revela el evangelio. En una comunidad que da a conocer el evangelio, muchas relaciones nunca existirían de no ser por el poder del evangelio, ya sea por la profundidad del cuidado mutuo o porque las partes en la relación tienen poco en común, excepto Cristo. Claro, las relaciones basadas en la afinidad también pueden prosperar en la iglesia, pero no son el enfoque. Se dan de manera natural. En cambio, nos concentramos en ayudar a las personas a salir de sus zonas de confort para que edifiquen relaciones que no serían posibles sin lo sobrenatural.

Piensa en un globo que ha sido frotado contra tu camiseta para cargarlo con electricidad estática. Luego sostenlo por encima de la cabeza de alguien con cabello delgado y ligero. ¿Qué sucede? El cabello sube hasta el globo. No puedes ver la electricidad estática, pero su efecto, la reacción antinatural del cabello, es inconfundible. Lo mismo pasa con la unidad que da a conocer el evangelio. No puedes ver el evangelio; simplemente es cierto. Pero cuando fomentamos la unidad que es obviamente sobrenatural, hacemos que el evangelio sea visible. Me pregunto si puedes pensar en las relaciones que tienes en tu iglesia solo porque Cristo los ha unido. Puedo pensar en muchas de esas relaciones en mi vida y en la vida de otros que he observado. No te relacionarías con esa persona en el mundo, pero porque están en Cristo, tienen un cuidado, una preocupación y un afecto familiar el uno por el otro. ¡Ese amor hace que la electricidad del evangelio sea visible al mundo!

¿Quiere decir esto que deberíamos evitar cualquier relación en la que compartamos algo más además de Cristo? ¿No debería ser amigo de otros hombres casados en la iglesia a los que les guste el rock and roll y el béisbol de los New York Mets? No, Dios usa nuestras similitudes naturales. Y todas las iglesias tienen cierto tipo de cultura, cierto tipo de sensación, cierto idioma principal, e incluso cierta mayoría cultural. Sería deshonesto sugerir lo contrario, decir que una congregación realmente no comparte nada más en común salvo Cristo. Los gustos parecidos se atraen entre sí, y eso es natural. Pero algo importante a considerar es si dejaremos que las diferencias se conviertan en una barrera para la comunión, o una invitación para participar conjuntamente en glorificar al evangelio. ¿Insistiremos en el ministerio por similitud, lo cual se siente natural? O bien, si reconocemos nuestra tendencia hacia las semejanzas, ¿estableceremos nuestra aspiración en una comunidad donde personas diferentes disfruten una comunión extraordinaria solo por el vínculo sobrenatural del evangelio?

La unidad que importa, aquella que logra los propósitos de Dios en sí, es demostrablemente sobrenatural. No es una unidad que se construye alrededor del evangelio en adición a otro vínculo de similitud. Es la unidad que da a conocer el evangelio.

¿Qué es la unidad?
Habiendo visto estas dos falsificaciones, ¿qué es la unidad cristiana verdadera? La unidad cristiana verdadera de la que Pablo habla en su carta a los efesios podría definirse como una acción, un propósito, una fuente y un contexto.

La acción es amar. Específicamente, amar con ese amor hacia nuestros hermanos y hermanas en Cristo que traspasa los límites sociales. Piensa en las palabras de Jesús: «Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores aman a los que los aman».

Segundo, el propósito es la gloria de Dios en la vindicación de su evangelio. La unidad que existe por cualquier otro propósito puede ser valiosa, pero no es la unidad cristiana que estamos explorando en esta clase.

Tercero, la fuente: el amor de Cristo. «Nosotros amamos porque él nos amó primero». El amor que es sobrenatural solo puede explicarse a través del poder de Dios que obra en nosotros. Si la unidad es impulsada por el amor con el que el mundo está familiarizado y puede explicar, ¿de qué manera mostrará eso la sabiduría de Dios a los «principados y potestades en los lugares celestiales»? No, la unidad que glorifica a Dios y justifica la sabiduría del evangelio es la unidad que se alimenta de saber cuánto hemos sido perdonados en Cristo. ¿Recuerdas las palabras de Jesús en Lucas 7? «Aquel a quien se le perdona poco, poco ama». Y aquel a quien se le perdona mucho, mucho ama. Si en cualquier momento esta clase se convierte en solo una lista de cosas por hacer, cosas que sabes que deberías hacer y probablemente puedes hacer si trabajas arduamente, entonces vamos rumbo a la dirección equivocada. La unidad que nos interesa, esa unidad que es sobrenatural, tiene en su fuente un profundo entendimiento de lo mucho que hemos sido perdonados. La unidad cristiana no solo debe tener como meta el evangelio, sino que en su núcleo, debe nutrirse del mensaje del evangelio. Cualquier otra cosa es simplemente obra de seres humanos.

Y, por último, un contexto: un amor que, si bien no se limita a la iglesia local, trabaja de manera más práctica en ese contexto. Esas cuatro partes componen la definición que ves en el folleto: Amor que da a conocer el evangelio y que glorifica a Dios para con todos los hermanos y hermanas en Cristo, alimentado por nuestro perdón en Cristo que se expresa más claramente en la asamblea de la iglesia local.

Esa es la unidad cristiana, el plan de Dios para dar a conocer la sabiduría del evangelio a todos los pueblos.

¿Qué está en riesgo?
He estado diciendo que debemos apuntar hacia la clase de unidad correcta en nuestra iglesia. Que si no lo hacemos, realmente comprometemos los propósitos de Dios para la iglesia. ¿Pero cuáles son los riesgos exactamente? Si nuestra unidad se basa en vínculos naturales y no en el evangelio sobrenatural, ¿qué perdemos? Comencemos con la misión de la iglesia tal como se declara al final del libro de Mateo.

En Mateo 28, Jesús comisiona a su iglesia cuando le dice a sus discípulos:

«Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».

A riesgo de simplificar demasiado, existen dos impulsos vitales de esta Gran Comisión. Debemos compartir el evangelio con todas las naciones (incluyendo la nuestra), bautizando a quienes creen. Dicho de otro modo, evangelizar. Y debemos formar seguidores de Jesús: enseñando a cada generación de convertidos todas las cosas que él nos ha mandado. En otras palabras, discipular.

Cuando edificamos una unidad de la iglesia local que no es evidentemente sobrenatural, ponemos en juego ambos elementos de nuestra comisión. Comprometemos nuestra evangelización y comprometemos nuestro discipulado.

A. Comprometemos la evangelización

Las palabras de Jesús en Juan 13 describen nuestro poder en la evangelización. «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros». Y no se trata de un amor cualquiera, pues el versículo anterior establece el estándar de este amor: «Como yo os he amado, que también os améis unos a otros». Se trata de un amor con la profundidad de la cruz; un amor tan amplio como para llegar del cielo a la tierra. El amor que caracterizará a los creyentes ante los ojos del mundo como seguidores de Jesús es la misma clase de amor costoso, sobrenatural y que exalta a Dios que Jesús nos muestra.

Ahora bien, ¿puede existir amor en una comunidad conformada alrededor de algo más que no sea el evangelio? Por supuesto que sí. Piensa en la clase de comunidad que encontrarías en Alcohólicos Anónimos o en el Club Rotary, o en la página de Facebook de tu banda favorita. Puedes encontrar amistades allí, incluso afecto, lo que es maravilloso y real. ¿Pero es este el amor inexplicable sin Dios que Jesús describe en Juan 13? No, es el amor que el mundo reconoce. No obstante, el amor de Juan 13 y Efesios 3 es sobrenatural. Cuando la comunidad de la iglesia local desafía la explicación natural, confirma el increíble poder del evangelio[1].

Entonces, ¿cuál es el costo de la comunidad en la iglesia local que no es evidentemente sobrenatural? Volviendo a Juan 13:35: suprimimos lo que Dios quiere que sea la confirmación del evangelio. Evangelizar sin una comunidad sobrenatural es como empujar agua cuesta arriba. Es como «mostrar y contar» sin la parte de «mostrar». Puesto que servimos a un Dios de gracia, él todavía se complace en salvar almas cuando anunciamos el evangelio. Sin embargo, sin una comunidad sobrenatural, la evangelización no cuenta con el principal testimonio que Dios ha dado para manifestar el poder del evangelio al mundo.

B. Comprometemos el discipulado

Da un vistazo a Efesios 4:14-15. Pablo dice que la meta de nuestra vida juntos en la iglesia local es: «que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por dondequiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error, sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo».

Eso es lo que queremos ver en nuestra iglesia, ¿cierto? Un cuerpo de creyentes firmemente establecidos en nuestra obediencia a Cristo, la segunda parte de la Gran Comisión. Incluso si somos golpeados por falsas doctrinas y por artimañas humanas, nos aferramos con firmeza al fidedigno mensaje del evangelio. Esto que ves aquí es madurez y santidad. Crecemos en Cristo.

Ahora, ¿de dónde proviene esto? Pablo brinda una hermosa cadena en los versículos precedentes que demuestra cómo el crecimiento proviene de Cristo. Versículo 7, Cristo da dones a la iglesia. Versículo 11, esos dones son líderes tales como profetas, evangelistas, pastores y maestros que enseñan a su pueblo la Palabra. Su trabajo, versículo 12, es: «perfeccionar a los santos para la obra del ministerio», hasta que, versículo 13: «todos lleguemos a la unidad de la fe». ¿Lo ves? Por tanto, ¿quiénes son llamados por Dios para la obra del ministerio? ¿Los ancianos, en primer lugar? ¿Los ancianos que trabajan a tiempo completo en la iglesia, o el equipo pastoral? Estas personas poseen un rol importante, ¡pero el ministerio es la obra de los santos! Es el trabajo de cada cristiano. Eso significa que si eres miembro de una iglesia local, la santidad y el crecimiento del resto de los miembros es, de cierta manera, tu responsabilidad. Así como también lo es la unidad del cuerpo.

Entonces, ¿qué rol desempeña la unidad sobrenatural aquí? Es responsabilidad de los miembros discipularnos unos a otros para que seamos más semejantes a Cristo, pero no podemos efectuar este trabajo si las marcas que caracterizan a la iglesia son división, tensión, amargura, evitación y el egoísmo. La unidad es el terreno fértil en el cual este crecimiento puede ocurrir.

Y falso, la unidad «extraevangélica» tampoco hará el trabajo. Pablo dice en 1 Corintios 12 que existen muchas partes, pero un solo cuerpo (v. 20), y que él nos ha dado diferentes dones precisamente «para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros». Si solo compartes con las orejas, entonces no puedes recibir la influencia provechosa de los ojos, de los codos y de los pies.

Supongamos que tenemos una iglesia donde la comunidad es bastante inexistente, donde las personas aparecen para el tiempo del sermón, pero no se relacionan más allá de eso. Una comunidad sin profundidad. O imaginemos que en vez de una iglesia, tengo a un montón de amigos cristianos de mi antiguo equipo deportivo con los que me reúno semanalmente para rendir cuentas y animarnos mutuamente. Una comunidad sin amplitud. ¿Qué hay de malo en ellas?

Bueno, ninguna es evidentemente sobrenatural. Y sin una comunidad sobrenatural, nos costará cumplir la tarea de evangelizar y nuestra tarea de presentarnos unos a otros perfectos en Cristo. Dios es un dios increíblemente lleno de gracia y bondad. Así que no puedo decir que necesariamente fracasaremos, pero la unidad sobrenatural es el medio a través del cual Dios desea que llevemos a cabo la Gran Comisión.

Conclusión
Esa es nuestra introducción al tema de la unidad que desarrollaremos el resto del seminario. Durante las próximas doce semanas, veremos maneras prácticas de cómo podemos edificar una iglesia cuya unidad proteja y refleje el mensaje transformador del evangelio. Como dice el Salmo 133:1: «¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!». Espero que esa sea tu experiencia con la comunión que has experimentado en tu iglesia, y espero que tu oración sea que el Señor nos permita crecer y perseverar en la unidad.

[1]Me pregunto si esto podría explicar el interesante patrón del libro de Hechos. A medida que lees Hechos, notarás muy rápidamente que casi siempre, cuando el evangelio llega a una nueva región, viene acompañado por lo que Lucas llama «señales milagrosas». Estas señales ameritaban una explicación (cf. Hechos 2:12), y cuando la explicación llega, es el evangelio. Así, el libro comienza con la señal de lenguas en Pentecostés cuando el evangelio se predica por primera vez en Jerusalén. Luego cuando llega a Samaria, Lucas nos dice: «la gente, unánime, escuchaba atentamente las cosas que decía Felipe, oyendo y viendo las señalas que hacía» (8:6). El resto del libro sigue el mismo patrón: señales milagrosas a donde sea que el evangelio llega.

Pero cuando la narrativa vuelve a visitar estas ciudades, una vez que existe la iglesia local, deja de describir las señales milagrosas. Lucas se limita a escribir acerca de dos temas: el avance de la predicación del evangelio y el fortalecimiento de la iglesia.

¿Qué sucede? Aquí tienes una hipótesis: Cuando el evangelio entra por primera vez en una región, el Espíritu permite señales milagrosas. Una vez que el evangelio se establece, el Espíritu permite una comunidad milagrosa. Estas señales milagrosas eran un medio temporal para confirmar la verdad del evangelio. Temporal, hasta que el medio de confirmación permanente estuviese listo y en marcha: la comunidad milagrosa de la iglesia. E incluso en 1 Corintios 14, el único lugar donde vemos dones como el don de lengua en una iglesia establecida, Pablo deja en claro que la prioridad de los dones es edificar a la iglesia.

Por CHBC
Capitol Hill Baptist Church (CHBC) es una iglesia bautista en Washington, D.C., Estados Unidos

Dios hace que todo suceda | R.C.Sproul

Dios hace que todo suceda

R.C.Sproul

Uno de los conceptos dominantes en la cultura occidental durante los últimos doscientos años, como vimos en los capítulos anteriores, es que vivimos en un universo cerrado y mecanicista. Según la teoría, todo funciona conforme a leyes naturales fijas, y que no hay posibilidad de intrusión desde el exterior. Por lo tanto, el universo es como una máquina que funciona por sus propios mecanismos internos.
Sin embargo, incluso aquellos que introdujeron este concepto ya a comienzos del siglo XVII todavía planteaban la idea de que Dios construyó la máquina en un principio. Como pensadores y científicos inteligentes que eran, no podían deshacerse de la necesidad de un Creador. Ellos reconocían que no habría mundo para que ellos observaran si no hubiese una causa última de todas las cosas. Aun cuando se cuestionaba y desafiaba la idea de un Gobernador involucrado y providencial de los asuntos diarios, todavía se asumía tácitamente que tenía que haber un Creador por encima del orden creado.
En el concepto clásico, la providencia de Dios estaba muy estrechamente ligada a su rol como creador del universo. Nadie creía que Dios simplemente creó el universo y luego le volvió la espalda y perdió contacto con él, o que él volvió a sentarse en su trono del cielo y meramente observó el universo trabajar por su propio mecanismo interno, rehusando involucrarse personalmente en sus asuntos. La noción cristiana clásica más bien era que Dios es tanto la causa primaria del universo como también la causa primaria de todo lo que acontece en el universo.
Uno de los principios fundacionales de la teología cristiana es que nada en este mundo posee poder causal intrínseco. Nada tiene poder alguno salvo el poder que se le confiere —se le presta, por así decirlo— o se ejecuta a través de ello, que en última instancia es el poder de Dios. Es por eso que los teólogos y filósofos históricamente han hecho una distinción crucial entre causalidad primaria y causalidad secundaria.
Dios es la fuente de la causalidad primaria. En otras palabras, él es la causa primera. Él es el Autor de todo lo que hay, y sigue siendo la causa primaria de los acontecimientos humanos y de los sucesos naturales. Sin embargo, su causalidad primaria no excluye las causas secundarias. Sí, cuando cae la lluvia, el pasto se moja, no porque Dios moje directa e inmediatamente el pasto, sino porque la lluvia aplica humedad al pasto. Pero la lluvia no podría caer si no fuera por el poder causal de Dios que está por encima de cada actividad causal secundaria. El hombre moderno, sin embargo, se apresura a decir: “El pasto está mojado porque llovió”, y no sigue buscando una causa superior y última. La gente del siglo XXI al parecer piensa que podemos arreglárnoslas perfectamente con las causas secundarias sin pensar en la causa primaria.
El concepto básico aquí es que lo que Dios crea, él lo sustenta. Por lo tanto, una de las subdivisiones importantes de la doctrina de la providencia es el concepto de sustento divino. En palabras simples, esta es la clásica idea cristiana de que Dios no es el gran Relojero que fabrica el reloj, le da cuerda, y luego sale de escena. En lugar de eso, él preserva y sostiene aquello que crea.
Esto efectivamente lo vemos al comienzo mismo de la Biblia. Génesis 1:1 dice: “Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra”. La palabra hebrea traducida como “creó” es una forma del verbo bārā, que significa “crear”, “hacer”. Esta palabra entraña la idea de sostener. Me gusta ilustrar esta idea aludiendo a la diferencia en música entre una nota en staccato y una nota sostenida. Una nota en staccato es breve y cortante: “La la la la la”. Una nota sostenida se mantiene: “Laaaa”. Asimismo, la palabra bārā nos dice que Dios no simplemente trajo el mundo a existencia en un momento. El término indica que él continúa creándolo, por así decirlo. Él lo sostiene, lo cuida, y lo sustenta.
EL AUTOR DEL SER
Uno de los conceptos teológicos de la más profunda importancia es que Dios es el Autor del ser. Nosotros no podríamos existir sin un ser supremo, porque no tenemos el poder de ser por nosotros mismos. Si algún ateo pensara seria y lógicamente acerca del concepto de ser durante cinco minutos, ese sería el fin del ateísmo. Es un hecho ineludible que nadie en este mundo tiene el poder de ser dentro de sí mismo, y no obstante aquí estamos. Por lo tanto, en algún lugar debe haber alguien que sí tiene el poder de ser en sí mismo. Si tal ser no existe, científicamente sería del todo imposible que algo existiera. Si no hay un ser supremo, no podría haber ningún ser de ninguna especie. Si hay algo, debe haber algo que tenga el poder de ser; de lo contrario, nada sería. Es así de simple.
Cuando el apóstol Pablo se dirigió a los filósofos en el Areópago de Atenas, mencionó que había visto muchos altares en la ciudad, incluido uno “al dios no conocido” (Hechos 17:23a). Entonces él usó ese hecho como una entrada para hablarles la verdad bíblica: “Pues al Dios que ustedes adoran sin conocerlo, es el Dios que yo les anuncio. El Dios que hizo el mundo y todo lo que en él hay… da vida y aliento a todos y a todo… porque en él vivimos, y nos movemos, y somos” (vv. 23b–28a). Pablo dijo que todo lo que Dios crea es completamente dependiente del poder de Dios, no solo para su origen sino para la continuidad de su existencia.
A veces me impaciento con algunas de las licencias poéticas que se toman los autores de himnos. Un himno famoso incluye este verso: “¡Maravilloso amor! ¿Cómo puede ser que tú, mi Dios, murieras por mí?”. Es cierto, Dios murió en la cruz, por decirlo de alguna manera. El Dios-hombre, aquel que era Dios encarnado, murió por su pueblo. Pero la naturaleza divina no pereció en el Calvario. ¿Qué le sucedería al universo si Dios muriera? Si Dios dejara de existir, el universo perecería con él, porque Dios no solo lo ha creado todo, sino que lo sustenta todo. Nosotros dependemos de él, no solo para nuestro origen, sino también para nuestra continua existencia. Puesto que no tenemos el poder de ser en nosotros mismos, no duraríamos ni un segundo sin su poder sustentador. Eso es parte de la providencia de Dios.
Esta idea de que Dios sustenta el mundo —el mundo que él hizo y observa en los mínimos detalles— nos lleva al corazón del concepto de providencia, que es la enseñanza de que Dios gobierna su creación. Esta enseñanza tiene muchos aspectos, pero quiero enfocarme en tres de ellos en lo que resta de este capítulo: las verdades de que el gobierno de Dios sobre todas las cosas es permanente, soberano, y absoluto.
UN GOBIERNO PERMANENTE
Cada cierta cantidad de años, tenemos un cambio de gobierno en nuestro país cuando una nueva administración presidencial toma el mando. La Constitución limita el número de años que un presidente puede servir como jefe ejecutivo de la nación. Por lo tanto, según estándares humanos, los gobiernos van y vienen. Cada vez que un presidente entra en ejercicio, los medios informativos hablan del “periodo de luna de miel”, el tiempo cuando se mira al nuevo líder con favor, se lo recibe cálidamente, y todo lo demás. Pero a medida que cada vez más personas se molestan o decepcionan de sus políticas, su popularidad decae. Pronto escuchamos a algunos críticos opinando que necesitamos sacar al “vago” de su cargo. En otros países, tal disconformidad ocasionalmente ha conducido a la revolución armada, lo que ha acabado en el violento derrocamiento de presidentes o primeros ministros. Sea como fuere, ningún gobernador terrenal retiene el poder para siempre.
Dios, sin embargo, está sentado como el Gobernador supremo del cielo y la tierra. También él debe tolerar a personas desencantadas con su gobierno, que objetan sus políticas, y resisten su autoridad. Pero aunque la existencia misma de Dios puede ser negada, su autoridad puede ser resistida, y sus leyes desobedecidas, su gobierno providencial jamás puede ser derrocado.
El Salmo 2 nos da una vívida imagen del reino seguro de Dios. El salmista escribe: ¿Por qué se sublevan las naciones, y en vano conspiran los pueblos? Los reyes de la tierra se rebelan; los gobernantes se confabulan contra el Señor y contra su ungido. Y dicen: ‘¡Hagamos pedazos sus cadenas! ¡Librémonos de su yugo!’ ” (vv. 1–3, NVI). La imagen aquí es la de una cumbre de los poderosos gobernadores de este mundo. Ellos se reúnen para formar una coalición, una especie de eje militar, para planificar el derrocamiento de la autoridad divina. Es como si estuvieran planeando disparar sus misiles nucleares hacia el trono de Dios con el fin de volarlo del cielo. El objetivo de ellos es ser libre de la autoridad divina, arrojar las “cadenas” y el “yugo” con los que Dios los sujeta. Pero la conspiración no solo es contra “el Señor”, sino que también es contra “su ungido”. Aquí la palabra hebrea es māšîah, de donde proviene nuestra palabra castellana “Mesías”. Dios el Padre ha exaltado a su Hijo como cabeza de todas las cosas, con el derecho a gobernar a los gobernadores de este mundo. Aquellos que han sido investidos de autoridad terrenal se han reunido en un consejo para planificar cómo liberar al universo de la autoridad de Dios y de su Hijo.
¿Cuál es la reacción de Dios a esta conspiración terrenal? El salmista dice: “El rey de los cielos se ríe; el Señor se burla de ellos” (v. 4). Los reyes de la tierra se ponen en contra de Dios. Se conciertan con pactos y tratados solemnes, y se animan unos a otros a no vacilar sobre su decisión de destronar al Rey del universo. Pero cuando Dios mira todos estos poderes congregados, no tiembla de temor. Él se ríe, pero no con risa de diversión. El salmista describe la risa de Dios como risa de burla. Es la risa que expresa un poderoso rey cuando menosprecia a sus enemigos.
Pero Dios no meramente se ríe: “En su enojo los reprende, en su furor los intimida y dice: ‘He establecido a mi rey sobre Sión, mi santo monte’ ” (vv. 5–6, NVI). Dios reprenderá a las naciones rebeldes y afirmará al Rey que ha puesto en Sión.
Con frecuencia me asombra la diferencia entre el acento que encuentro en las páginas de las sagradas Escrituras y el que leo en las páginas de las revistas religiosas y escucho que se predica en los púlpitos de nuestras iglesias. Tenemos una imagen de Dios lleno de benevolencia. Lo vemos como un botones celestial al que podemos llamar cuando necesitamos servicio a la habitación, o como un Santa Claus cósmico que está presto a derramar regalos sobre nosotros. Él se complace en hacer cualquier cosa que le pidamos. Mientras tanto, él nos ruega amablemente que cambiemos nuestros caminos y vengamos a su Hijo, Jesús. Generalmente no escuchamos acerca de un Dios que ordena obediencia, que reafirma su autoridad sobre el universo e insiste en que nos inclinemos ante su Mesías ungido. No obstante, en la Escritura nunca vemos a Dios invitando a las personas a venir a Jesús. Él nos ordena que nos arrepintamos, y nos inculpa de traición a un nivel cósmico si decidimos no hacerlo. Una negativa a someterse a la autoridad de Cristo probablemente a nadie le causará problemas con la iglesia o el gobierno, pero ciertamente causará un problema con Dios.
En el Discurso del Aposento Alto (Juan 13–17), Jesús les dijo a sus discípulos que él se iba, pero prometió enviarles otro Consolador (14:16), el Espíritu Santo. Él dijo: “Cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (16:8). Cuando Jesús habló acerca de la venida del Espíritu Santo para convencer al mundo de pecado, él fue muy específico respecto al pecado en el que estaba pensando. Era el pecado de incredulidad. Él dijo que el Espíritu convencería “de pecado, por cuanto no creen en mí” (v. 9). Desde la perspectiva de Dios, la negativa a someterse al señorío de Cristo no simplemente se debe a una falta de convicción o de información. Dios lo considera como incredulidad, como la incapacidad de aceptar al Hijo de Dios por quien él es.
Pablo hizo eco de esta idea en el Areópago cuando dijo: “Dios pasó por alto aquellos tiempos de tal ignorancia, pero ahora manda a todos, en todas partes, que se arrepientan” (Hechos 17:30, NVI). Dios había sido paciente, dijo Pablo, pero ahora mandó que todos se arrepintieran y creyeran en Cristo. Rara vez escuchamos esta idea en los libros o desde el púlpito, la idea de que es nuestro deber someternos a Cristo. Pero si bien quizá no la escuchemos, esta no es una opción respecto a Dios.
En palabras simples, Dios impera sobre su universo, y su reinado no tendrá fin.
UN GOBIERNO SOBERANO
En nuestro país, vivimos en una democracia, así que nos cuesta entender la idea de soberanía. Nuestro contrato social declara que nadie puede gobernar aquí salvo con el consentimiento de los gobernados. Pero Dios no necesita nuestro consentimiento para gobernarnos. Él nos hizo, así que tiene un derecho intrínseco de gobernarnos.
En la Edad Media, los monarcas de Europa intentaban fundamentar su autoridad en el llamado “derecho divino de reyes”. Ellos declaraban que tenían un derecho dado por Dios para gobernar a sus compatriotas. La verdad es que solo Dios tiene semejante derecho.
En Inglaterra, el poder del monarca, que en otro tiempo fue muy grande, ahora es limitado. Inglaterra es una monarquía constitucional. La reina goza de toda la pompa y las galas de la realeza, pero el Parlamento y el primer ministro dirigen la nación, no el Palacio de Buckingham. La reina rige pero no gobierna.
Por el contrario, el Rey bíblico reina y gobierna a la vez. Y lleva a cabo su reinado, no por referéndum, sino por su soberanía personal.
UN GOBIERNO ABSOLUTO
El gobierno de Dios es una monarquía absoluta. A él no se le impone ninguna restricción externa. Él no tiene que respetar un equilibrio de poderes con un Congreso o una Corte Suprema. Dios es el Presidente, el Parlamento, y la Corte Suprema, todo en uno, porque él está investido con la autoridad de un monarca absoluto.
La historia del Antiguo Testamento es la historia del reino de Jehová sobre su pueblo. El motivo central del Nuevo Testamento es la realización sobre la tierra del reino de Dios en el Mesías, a quien Dios exalta a la mano derecha de autoridad y lo corona como el Rey de Reyes y Señor de señores. Él es el Gobernador último, aquel a quien debemos la lealtad última y la obediencia última.
Una de las grandes ironías de la historia es que cuando Jesús, quien era el Rey cósmico, nació en Belén, el mundo era gobernado por un hombre llamado César Augusto. Estrictamente hablando, sin embargo, la palabra “augusto” solo es apropiada para Dios. Significa “de suprema dignidad o grandeza; majestuoso; venerable; eminente”. Dios es el cumplimiento superlativo de todos estos términos, porque Dios el Señor omnipotente reina.

Sproul, R. C. (2012). ¿Controla Dios todas las cosas? (E. Castro, Trad.; Vol. 14). Reformation Trust: A Division of Ligonier Ministries.

¿QUÉ ES LA PROVIDENCIA? | R.C. Sproul

¿QUÉ ES LA PROVIDENCIA?

Un día, mientras miraba un programa de noticias, apareció un comercial sobre una serie de libros acerca de los problemas de la vida en el pasado. Una de las imágenes del comercial mostraba a un soldado confederado de la Guerra Civil acostado en una camilla siendo atendido por una enfermera y un médico de combate. Entonces el narrador me informó que leer este libro me ayudaría a entender cómo era estar enfermo a mediados del siglo XIX. Eso atrajo mi atención, porque muchas personas del siglo XXI están tan fuertemente atadas a este tiempo que rara vez piensan en cómo vivía la gente su vida diaria en las épocas y generaciones pasadas.
Esta es un área en la que me siento desacorde con mis contemporáneos. Yo pienso en la vida de las generaciones previas muy a menudo, porque tengo el hábito de leer libros que fueron escritos por personas que vivieron, en muchos casos, mucho antes del siglo XXI. Me gusta especialmente leer a los autores de los siglos XVI, XVII y XVIII.
En los escritos de estos autores continuamente observo un agudo sentido de la presencia de Dios. Estos hombres tenían un sentido de una providencia que lo abarcaba todo. Vemos un indicador de este sentido de que todo en la vida está bajo la dirección del gobierno del Dios todopoderoso en el hecho de que una de las primeras ciudades en lo que ahora es Estados Unidos de América fue Providencia, Rhode Island (fundada en 1636). Asimismo, la correspondencia personal de hombres de los siglos pasados, tales como Benjamin Franklin y John Adams, está marcada por la palabra “providencia”. La gente hablaba de una “Providencia benévola” o de una “Providencia airada”, pero a menudo había un sentido de que Dios estaba directamente involucrado en la vida diaria de las personas.
La situación es inmensamente distinta en nuestro propio tiempo. Mi difunto amigo James Montgomery Boice solía contar una divertida historia que ilustraba adecuadamente la mentalidad actual respecto a Dios y su involucramiento en el mundo. Había un montañista que resbaló en una saliente y estaba a punto de caer en picada cientos de metros a su muerte, pero cuando comenzó a caer, se agarró de una rama de un escuálido arbolito que crecía desde una grieta en la cara del precipicio. Mientras colgaba de la rama, las raíces del escuálido árbol empezaron a soltarse, y el montañista enfrentaba una muerte segura. En ese momento, gritó hacia el cielo: “¿Hay alguien allá arriba que pueda ayudarme?”. En respuesta, oyó una profunda voz barítona desde el cielo que decía: “Sí, aquí estoy, y te ayudaré. Suelta la rama y confía en mí”. El hombre miró al cielo y luego miró abajo al abismo. Finalmente, alzó la voz otra vez y dijo: “¿Hay alguien más allá arriba que pueda ayudarme?”.
Me gusta esa historia porque creo que tipifica la mentalidad cultural de nuestro tiempo. Primero, el montañista pregunta: “¿Hay alguien allá arriba?”. La mayoría de las personas del siglo XVIII asumía que había Alguien allá arriba. En sus mentes no cabía mucha duda de que un Creador todopoderoso gobernaba los asuntos del universo. Pero nosotros vivimos en un periodo de escepticismo sin precedentes acerca de la existencia misma de Dios. Es cierto que las encuestas regularmente nos dicen que entre el noventa y cinco y noventa y ocho por ciento de las personas en Estados Unidos creen en algún tipo de dios o poder superior. Yo supongo que eso puede explicarse en parte por el impacto de la tradición; cuesta abandonar las ideas que la gente ha valorado por generaciones, y en nuestra cultura todavía se confiere cierto estigma social al ateísmo desenfrenado. Además, yo creo que no podemos evadir la lógica de asumir que tiene que haber cierta especie de causa fundacional y última para este mundo tal como lo experimentamos. Pero por lo general, cuando presionamos a las personas y comenzamos a hablarles sobre su idea de un “poder superior” o un “ser supremo”, resulta ser un concepto que es más un “esto” que un “él”, una especie de energía o una fuerza indefinida. Es por eso que el montañista preguntó: “¿Hay alguien allá arriba?”. En ese momento crítico, reconoció su necesidad de un ser personal que estuviera a cargo del universo.
Hay otro aspecto de la anécdota que me parece significativo. Cuando estaba a punto de caer a su muerte, el montañista no preguntó simplemente “¿hay alguien allá arriba?”. Él especificó: “¿Hay alguien allá arriba que pueda ayudarme?”. Esa es la pregunta del hombre moderno. Quiere saber si hay alguien fuera de la esfera de la vida diaria que sea capaz de asistirlo. Pero yo creo que el montañista estaba haciendo una pregunta aún más fundamental. Él quería saber no solo si había alguien que pudiera ayudarlo, sino si había alguien que quisiera ayudarlo. Esta es la pregunta primordial en la mente del hombre y la mujer modernos. En otras palabras, ellos no solo quieren saber si existe la providencia, sino si ella es fría e insensible, o bondadosa y compasiva.
Por lo tanto, la pregunta por la providencia que quiero considerar en este breve libro no es meramente si hay alguien ahí, sino si ese alguien puede y quiere hacer cualquier cosa en este mundo en que vivimos.

Sproul, R. C. (2012). ¿Controla Dios todas las cosas? (E. Castro, Trad.; Vol. 14). Reformation Trust: A Division of Ligonier Ministries.

LA SOLUCION DIVINA PARA LA AMARGURA | Jaime Mirón

LA SOLUCION DIVINA PARA LA AMARGURA


Hace tiempo una mujer de 43 años vino a consultarnos. Hacía 23 años que estaba en tratamiento médico y siquiátrico por su depresión. Era una triste historia que cada vez escuchamos con más frecuencia. El padre de esta mujer se había aprovechado de ella desde los 5 hasta los 14 años de edad. Tiempo después ella recibió al Señor como Salvador de su vida, lo cual trajo alivio al comienzo, pero meses después volvió a caer en un estado depresivo. Vino a verme como un último recurso. «Desempacamos” el problema y descubrimos varios asuntos que solucionar, entre ellos como era lógico, un profundo resentimiento hacia su padre.
¿Cuál fue la ayuda para esta pobre mujer y para los miles que cuentan con experiencias similares?
Si hasta el momento usted no ha tenido que luchar con la amargura, tarde o temprano le acontecerá algo que lo enfrentará cara a cara con la tentación de guardar rencor, de vengarse, de pasar chismes, de formar alianzas, de justificar su actitud porque tiene razón, etc. Como cristianos hemos de estar preparados espiritualmente. ¿Cómo hacerlo?
Establecer la santidad como meta en su vida. Como en todos los casos de pecado, más vale prevenir que tener que tratar con las consecuencias devastadoras que el pecado siempre deja como herencia. El escritor de Hebreos, dentro del contexto de la raíz de amargura, exhorta: “Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (12:14). La mejor manera de prevenir la amargura es seguir o buscar la paz y la santidad; asumir un compromiso con Dios para ser santo (puro) pase lo que pasare. Cuando sobrevienen situaciones que lastiman nuestros sentimientos, producen rencor y demás actitudes que forman el círculo íntimo de la amargura, debemos decir: “He hecho un pacto con Dios a fin de ser santo, como El es Santo. A pesar de que la otra persona tenga la culpa, entregaré la situación en manos de Dios, perdonaré al ofensor y buscaré la paz.»
Nótese la diferencia entre la actitud de David y su ejército cuando volvieron de una batalla (1 Samuel 30). Encontraron la ciudad asolada y sus familias llevadas cautivas. En vez buscar el consuelo de Dios y por ende Su sabiduría, el pueblo se amargó y propuso apedrear a David. En contraste, la Biblia explica que «David se fortaleció en Jehová su Dios” (v. 6). En ningún momento es mi intención minimizar el daño causado por una ofensa o por el ultraje que experimentó David y su gente, sino que mi deseo es magnificar la gracia de Dios para consolar y ayudar a perdonar.
Consideremos ahora qué hacer cuando estamos amargados.
1) Ver la amargura como pecado contra Dios. En las próximas páginas explicaremos la importancia de perdonar al ofensor. Sin embargo, si yo estimara la amargura solamente como algo personal contra la persona que me engañó, me lastimó, me perjudicó con chismes o lo que fuere, sería fácil justificar mi rencor alegando que tengo razón pues el otro me hizo daño. Como ya mencionamos,es posible que no hay nada tan difícil de solucionar que la situación de la persona amargada que tiene razón para estarlo.
Cuando tengo amargura en mi corazón, con David tengo que confesar a Dios: “Contra ti, contra ti solo he pecado” (Salmo 51:4). En el momento en que percibo que (a pesar de las circunstancias) la amargura es un pecado contra Dios, debo confesarlo y la sangre de Cristo me lavará de todo pecado. Pablo instruye: “Quítense de vosotros toda amargura». La Biblia no otorga a nadie el derecho de amargarse.
Volvamos al Antiguo Testamento para entender el contexto de la raíz de amargura en Deuteronomio 29:18, donde el pecado principal es la idolatría. Eso es precisamente lo que pasa en el caso de la amargura. En vez de postrarse ante el Dios de la Biblia, buscando la solución divina, uno se postra ante sus propios recursos y su propia venganza. El ídolo es el propio “yo».
2) Perdonar al ofensor. En el mismo contexto donde Pablo nos exhorta a librarnos de toda amargura, nos explica cómo hacerlo: “…perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:31–32).
En junio de 1972, por vez primera en mi vida tuve que enfrentarme con la amargura. Dos ladrones entraron en la oficina de mi padre y lo mataron a sangre fría, robando menos de 50 dólares. Ni siquiera tuve el consuelo de poder decir, “Bueno, papá está con el Señor», porque a pesar de ser una excelente persona, mi padre no tenía tiempo para Dios. ¿Cuáles eran mi opciones? ¿Hundirme en la amargura? ¿Buscar venganza? ¿Culpar a Dios? No, tenía un compromiso bíblico con Dios de buscar la santidad en todo. La respuesta inmediata era perdonar a los criminales y dejar la situación en manos de Dios y las autoridades civiles.
¿Tristeza? Sí. ¿Lágrimas? Muchas. ¿Dificultades después? En cantidad. ¿Consecuencias? Por supuesto. ¿Fue injusto? Indiscutiblemente. ¿Hubo otras personas amargadas? Toda mi familia. ¿Viví o vivo con raíz de amargura en mi corazón? Por la gracia de Dios, no.
a) El perdón trae beneficios porque quita el resentimiento. Uno de los muchos beneficios de no guardar rencor es poder tomar decisiones con cordura.
b) El perdón no es tolerar a la persona ni al pecado; no es fingir que la maldad no existe ni es intentar pasarla por alto. Tolerar es “consentir, aguantar, no prohibir” y lejos está de ser el perdón bíblico. Permitir es pasivo mientras perdonar es activo. Cuando la Biblia habla de perdón, en el griego original hallamos que esta palabra literalmente significa “mandarlo afuera». Activamente estoy enviando el rencor “afuera», es decir estoy poniendo toda mi ansiedad sobre Dios (1ª Pedro 5:7).
c) El perdón no es simplemente olvidar, ya que eso es prácticamente imposible. El resentimiento tiene una memoria como una grabadora, y aún mejor porque la grabadora repite lo que fue dicho, mientras que el resentimiento hace que con cada vuelta la pista se vuelva más profunda. La única manera de apagar la grabadora es perdonar.
Después de una conferencia, una dama me preguntó: “Si el incidente vuelve a mi mente una y otra vez, ¿quiere decir que no he perdonado?” Mi respuesta tomaba en cuenta tres factores:
(1) Es posible que ella tuviera razón. Recordamos que “engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso…” (Jeremías 17:9). El ser humano haría cualquier cosa para mitigar la vergüenza, y es lógico que permanezcan los fuertes sentimientos negativos asociados con una ofensa. Volvamos al caso de la mujer que durante 23 años había estado en tratamiento siquiátrico a causa del abuso de su padre. Después de aclarar lo que no es el perdón, y luego de hablar sobre los beneficios que el perdón produciría, le expliqué que de acuerdo a Marcos 11:25 ella tenía que perdonar a su padre. Su respuesta inmediata fue: “Ya lo he hecho.” Pero era obvio que estaba llena de amargura y rencor. Mi siguiente pregunta fue: “¿Cuándo y cómo lo hizo?” Su contestación ilustra otra manera en que el ser humano evita asumir responsabilidad ante el Señor. Me dijo: “Muchas veces he pedido al Señor Jesús que perdonara a mi padre.” Es posible que la mujer aún no entendiera lo que Dios esperaba con respecto al perdón. O tal vez fuera su manera de no cumplir con una tarea difícil. Con paciencia volví a explicarle las cosas, y finalmente ella inclinó la cabeza y empezó a orar. Pronto vi lágrimas en sus ojos, y de corazón perdonó a su padre. Al día siguiente regresó para una consulta y se la veía con esperanza, con alivio y como una nueva persona.
(2) Hay quienes desean que recordemos incidentes dolorosos del pasado. En primer lugar está Satanás, que trabaja día y noche para dividir a los hermanos en Cristo (Apocalipsis 12:10; 1ª Timoteo 5:14). En segundo lugar, la vieja naturaleza saca a relucir el pasado. Los mexicanos emplean la frase “la cruda” al referirse a los efectos de la borrachera al día siguiente. En cierto modo es posible tener una “cruda espiritual” que precisa tiempo hasta no molestar más. Me refiero a ciertos hábitos, maneras de pensar que son difíciles de romper. Si uno en verdad ha perdonado, cada vez que el incidente viene a la memoria, en forma inmediata hay que recordar a Satanás y recordarse a sí mismo que la cuestión está en las manos de Dios y es un asunto terminado que sólo forma parte del recuerdo.
(3) Finalmente existe otra persona o grupo que no quiere que usted olvide el incidente: Aquellos que fueron contagiados por su amargura, aquellos a quienes usted mismo infectó y como resultado tomaron sobre sí la ofensa. Por lo general para ellos es más difícil perdonar porque recibieron la ofensa indirectamente. Por lo tanto, no se sorprenda cuando sus amigos a quienes usted contagió de amargura, se enojan con usted cuando, por la gracia de Dios, ha perdonado al ofensor y está libre de dicha amargura.
d) El perdón no absuelve al ofensor de la pena correspondiente a su pecado. El castigo está en las manos de Dios, o quizá de la ley humana. El salmista nos asegura: “El Señor hace justicia, y juicio a favor de todos los oprimidos” (Salmo 103:6 BLA).
Presenté estos principios por primera vez en una iglesia donde no solamente varios de los feligreses estaban resentidos, sino también el mismo pastor. Después del sermón el pastor dividió a su pequeña congregación en grupos de 5 ó 6 personas para dialogar sobre el tema. Me tocó estar en un grupo que incluía a una pareja y su hijo adolescente. En forma inmediata noté la total falta del gozo del Señor en aquella familia. Durante los 20 minutos que tuvimos para compartir me preguntaron cómo era posible quitar la amargura del corazón por un gran mal que alguien había cometido. El hijo mayor había entrado en el mundo de la droga a pesar de que sus padres eran cristianos. Un día no tuvo suficiente dinero para pagar por su dosis regular, y el proveedor lo mató. Desde aquel momento la amargura había estado carcomiendo a toda la familia, y alegaban que era imposible perdonar. Ellos creían que perdonar significaba absolver a los asesinos del crimen que habían perpetrado.
e) El perdón tampoco es un recibo que se da después que el ofensor haya pagado. Si no perdonamos hasta tanto la otra persona lo merezca, estamos guardando rencor.
f) El perdón no necesariamente tiene que ser un hecho conocido al ofensor. En muchos casos el ofensor ha muerto, pero el rencor continúa en el corazón de la persona herida. Recuerdo el caso de una señora que con lágrimas admitió que su esposo había desaparecido con otra mujer de la iglesia. Durante la conversación me confesó: “Lo he perdonado. Hay y habrá muchas lágrimas, dolor y tristeza, pero me rehúso terminantemente a llegar al fin de mi vida como una vieja amargada.” El hombre consiguió el divorcio y se casó legalmente con la otra mujer. Por su parte, esta señora vive con su tres muchachos y sirve a Dios de todo corazón; sus hijos aman al Señor y oran para que su padre un día regrese al camino de Dios. Tener que perdonar un gran mal mientras el ofensor no lo merezca, representa una excelente oportunidad para entender mejor cómo Cristo pudo perdonarnos a nosotros (Romanos 5:8; Efesios 4:32).
g) El perdón debe ser inmediato. Una vez me picó una araña durante la noche. Tuve una reacción alérgica que duró casi medio año. Ahora bien, si hubiera podido sacar el veneno antes de que se extendiera por el cuerpo, hubiera quedado una pequeña cicatriz pero no habría habido una reacción tan aguda. Algo semejante sucede con el perdón. Hay que perdonar inmediatamente antes de que “la picadura empiece a hincharse.”
h) El perdón debe ser continuo. La Biblia indica que debemos perdonar continuamente (Mateo 18:22). Perdonar hasta que se convierta en una norma de vida. Uno de los casos más difíciles es cuando la ofensa es continua como en el caso de esposo/esposa, patrón/empleado, padre/hijo, etc. Es entonces cuando el consejo del Señor a Pedro (perdonar 70 veces 7) es aun más aplicable.
i) El perdón debe marcar un punto final. Perdonar significa olvidar. No hablo de amnesia espiritual sino de sanar la herida. Es probable que la persona recuerde el asunto, que alguien le haga recordar o que Satanás venga con sus mañas trayéndolo a la memoria. Pero una vez que se ha perdonado sí es posible olvidar.
Perdonar es la única manera de arreglar el pasado. No podemos alterar los hechos ni cambiar lo ya ocurrido, pero podemos olvidar porque el verdadero perdón ofrece esa posibilidad. Una vez que hay perdón, olvidar significa:
1) Rehusarse a sacar a relucir el incidente ante las otras partes involucradas.
2) Rehusarse a sacar a relucirlo ante cualquier otra persona.
3) Rehusarse a sacar a relucirlo ante uno mismo.
4) Rehusarse a usar el incidente en contra de la otra persona.
5) Recordar que el olvido es un acto de la voluntad humana movida por el Espíritu Santo.
6) Sustituir con otra cosa el recuerdo del pasado, pues de lo contrario no será posible olvidar. Pablo nos explica una manera de hacerlo: “Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal” (Romanos 12:20, 21). Jesús amplía el concepto: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44).
j) El perdón también significa velar por los demás. Al finalizar su libro y bajo la inspiración del Espíritu Santo, el escritor de Hebreos exhorta a todos los creyentes a que seamos guardianes de nuestros hermanos. El versículo que advierte sobre la raíz de amargura comienza con: “Mirad bien”. En el griego original es la palabra episkopeo, de donde procede el término obispo o sobreveedor. Esto implica que en el momento en que uno detecta que se ha sembrado semilla de amargura en el corazón de un hermano en Cristo, la responsabilidad es ir con espíritu de mansedumbre, y hacer todo lo posible para desarraigarla antes que germine.
Se requiere un compromiso profundo con Dios a fin de no caer en la trampa de la amargura. Cristo mismo nos dará los recursos para vivir libres del “pecado más contagioso”.

Si tiene alguna pregunta, favor de dirigir su carta a:
Jaime Mirón
Apartado 15
Guatemala c.p. 01901
Guatemala, America Central