LA DEFINICION DE LA AMARGURA En el griego del Nuevo Testamento, “amargura” proviene de una palabra que significa punzar. Su raíz hebrea agrega la idea de algo pesado. Finalmente, el uso en el griego clásico revela el concepto de algo fuerte. La amargura, entonces, es algo fuerte y pesado que punza hasta lo más profundo del corazón. La amargura no tiene lugar automáticamente cuando alguien me ofende, sino que es una reacción no bíblica (es decir pecaminosa) a la ofensa o a una situación difícil y por lo general injusta. No importa si la ofensa fue intencional o no. Si el ofendido no arregla la situación con Dios, la amargura le inducirá a imaginar más ofensas de la misma persona. La amargura es una manera de responder que a la larga puede convertirse en norma de vida. Sus compañeros son la autocompasión, los sentimientos heridos, el enojo, el resentimiento, el rencor, la venganza, la envidia, la calumnia, los chismes, la paranoia, las maquinaciones vanas y el cinismo. La amargura es resultado de sentimientos muy profundos, quizá los más profundos de la vida. La razón por la que es tan difícil de desarraigar es triple: En primer lugar, el ofendido considera que la ofensa es culpa de otra persona (y muchas veces es cierto) y razona: “El/ella debe venir a pedirme disculpas y arrepentirse ante Dios. Yo soy la víctima». El cristiano se siente culpable cuando comete un pecado. Sin embargo, no nos sentimos culpables de pecado por habernos amargado cuando alguien peca contra nosotros, pues la percepción de ser víctima eclipsa cualquier sentimiento de culpa. Por lo tanto este pecado de amargura es muy fácil justificar. En segundo lugar, casi nadie nos ayuda a quitar la amargura de nuestra vida. Por lo contrario, los amigos más íntimos afirman: “Tú tienes derecho… mira lo que te ha hecho», lo cual nos convence aun más de que estamos actuando correctamente. Finalmente, si alguien cobra suficiente valor como para decirnos: “Amigo, estás amargado; eso es pecado contra Dios y debes arrepentirte», da la impresión de que al consejero le falta compasión (recuerde, que el ofendido piensa que es víctima). Me pasó recientemente en un diálogo con una mujer que nunca se ha podido recuperar de un gran mal cometido por su padre. Ella lleva más de 30 años cultivando una amargura que hoy ha florecido en todo un huerto. Cuando compasivamente (Gálatas 6:1) le mencioné que era hora de perdonar y olvidar lo que queda atrás (Filipenses 3:13), me acusó de no tener compasión. Peor todavía, más tarde descubrí que se quejó a otras personas, diciendo que como consejero carecía de “simpatía” y compasión. Hasta es posible perder la amistad de la persona amargada por haberle aconsejado que quite la amargura de su vida (Efesios 4:31). El siguiente ejemplo ilustra cómo la amargura puede dividir a amigos y familiares. Florencia, una joven de 21 años, pertenece a una familia que durante años ha sufrido una contienda familiar. Ella es la única que no desea culpar a los demás ni demostrar que tiene razón sino que anhela ver reconciliación. La pelea comenzó poco después del nacimiento de Florencia, sobre lo que al principio fue algo insignificante. Veinte años más tarde, alimentada por imaginaciones vanas, rencor y paranoia, existe una gran brecha entre dos grupos de la familia. A pesar de que casi todos son cristianos, la lucha es más fuerte que nunca. Florencia, tomando en serio lo que dice la palabra de Dios sobre la amargura, con toda el alma quiere que la familia se reconcilie. Se siente impotente, sin embargo, porque está bajo la amenaza de no poder volver a casa de sus padres si pisa la propiedad de su hermana y su cuñado. Finalmente, el lector notará una característica interesante en casi todos los ejemplos de este libro: por regla general nos amargamos con las personas más cercanas a nosotros.
Mirón, J. (1994). La amargura, el pecado más contagioso (pp. 6-8). Editorial Unilit.
Nota del editor: Este es un fragmento adaptado del libro Haz algo: Descubre la voluntad de Dios (Poiema Publicaciones, 2020), por Kevin DeYoung.
Lo que los creyentes necesitamos para vivir una vida piadosa es sabiduría. Dios no nos dice el futuro, ni espera que lo adivinemos. Cuando no sabemos hacia dónde ir y tenemos que enfrentar decisiones difíciles en la vida, Dios no espera que andemos a tientas en la oscuridad tratando de encontrar Su voluntad en Su dirección. Él espera que confiemos en Él y seamos sabios.
Dios quiere que conozcamos Su sabiduría La Palabra de Dios es viva y eficaz. Cuando leemos la Biblia, escuchamos a Dios con una seguridad que no encontramos en ningún otro libro y en ninguna otra voz. Podemos leer las Escrituras sabiendo que esto es lo que dice el Espíritu Santo. Y a medida que las leemos, las releemos, las meditamos y las digerimos, llegaremos a tener «la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús» (2 Ti 3:15).
Pero la Biblia no es un libro de casos. No nos da información explícita sobre el noviazgo o las carreras, o sobre cuándo empezar una iglesia o comprar una casa. Todos hemos deseado que la Biblia fuera ese tipo de libro, pero no lo es, porque Dios está más interesado en algo más que el hecho de que podamos cumplir con Su listado de tareas: Él quiere nuestra transformación.
Dios quiere que lo conozcamos íntimamente Dios no solo quiere que obedezcamos Sus mandamientos de manera externa. Él quiere que lo conozcamos tan íntimamente que Sus pensamientos se conviertan en nuestros pensamientos, Sus caminos en nuestros caminos, Sus deseos en nuestros deseos. Dios quiere que bebamos tan profundamente de las Escrituras que nuestras mentes y corazones sean transformados para que podamos amar lo que Él ama y odiar lo que Él odia. Romanos 12:1-2 es el texto clásico sobre este tipo de transformación espiritual:
Por tanto, hermanos, les ruego por las misericordias de Dios que presenten sus cuerpos como sacrificio vivo y santo, aceptable a Dios, que es el culto racional de ustedes. Y no se adapten a este mundo, sino transfórmense mediante la renovación de su mente, para que verifiquen cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno y aceptable y perfecto.
Aquí hay tres mandamientos: (1) Ofrecer nuestros cuerpos como sacrificios vivos, (2) no amoldarnos al mundo actual, (3) ser transformados mediante la renovación de nuestras mentes. Si hacemos estas tres cosas, podremos discernir cuál es la voluntad de Dios. Así funciona la vida cristiana. No hay atajos. Dios quiere que nos ofrezcamos a Él por completo, que nos apartemos de los caminos del mundo y así seamos transformados. Solo entonces tendremos algo mejor que revelaciones especiales sobre el futuro. Tendremos sabiduría.
Dios quiere que desarrollemos un gusto por la piedad Mi esposa, Trisha, no aprecia mi —¿cómo decirlo?— paladar sensible. La verdad: soy difícil para comer. Hay demasiadas comidas que no me gustan, y puedo detectar muy fácilmente cuando hay algún ingrediente nuevo en una receta que ya es familiar. Así debiéramos ser con la Palabra de Dios. Debemos ingerirla y digerirla con tanta regularidad que lleguemos a desarrollar un gusto por la piedad. Eso es sabiduría.
La sabiduría es la diferencia entre conocer a un biólogo de clase mundial que pueda escribir tus ensayos por ti y aprender de un biólogo de clase mundial para poder escribir ensayos como él.
Muchos de nosotros queremos que Dios sea un académico de clase mundial que escriba nuestros ensayos y viva nuestras vidas, pero Dios quiere que nos sentemos a Sus pies y leamos Su Palabra para poder vivir una vida que refleje a Su Hijo. Dios no quiere revelarnos el futuro por una sencilla pero profunda razón: nos convertimos en aquello que contemplamos. Dios quiere que le contemplemos en Su gloria para ser transformados a Su semejanza (2 Co 3:18). Si Dios nos resolviera todo, no tendríamos que confiar en Él ni aprender a deleitarnos en Su gloria. Dios dice: «No te voy a dar una bola de cristal. Te voy a dar mi Palabra. Medita en ella; contémplame en ella; sé como yo».
Busca la sabiduría de Dios en comunidad Los sabios leen y memorizan la Escritura. Les encanta escuchar a otros leerla, predicarla y cantarla. Pero los sabios también saben que necesitan leer la Biblia en comunidad. Necesitamos escuchar lo que dicen los demás cristianos que leen sus Biblias. Si queremos tomar decisiones sabias, debemos buscar el consejo de los demás. Esto es particularmente importante al tomar decisiones amorales o decisiones sobre asuntos que no se tratan claramente en las Escrituras. Esto no quiere decir que tenemos que hacer lo que crea la mayoría, ni que las decisiones que tomemos tienen que agradarle a todo el mundo, ni que debemos consultar a todo cristiano que tengamos cerca. Pero cuando la Palabra de Dios no habla decisivamente, o cuando el tema que tienes por delante ni siquiera es mencionado en la Escritura, es sabio escuchar a otros cristianos.
Considera estas palabras de Proverbios:
El sabio oirá y crecerá en conocimiento, Y el inteligente adquirirá habilidad (1:5).
El camino del necio es recto a sus propios ojos, Pero el que escucha consejos es sabio (12:15).
Sin consulta, los planes se frustran, Pero con muchos consejeros, triunfan (15:22).
Escucha el consejo y acepta la corrección, Para que seas sabio el resto de tus días (19:20).
Una de las virtudes que más aprecio en los demás, y una que espero reflejar, es el ser enseñable. ¿Estás dispuesto a cambiar tu parecer cuando el argumento de otro tiene más peso que el tuyo? ¿Estás dispuesto a escuchar un buen consejo de otros labios que no sean los tuyos, y que tal vez contradiga tus ideas preconcebidas? ¿Estás dispuesto a decir: «Eso no se me había ocurrido» o «Puedo ver tu punto»? Si nadie te ha escuchado cambiar de opinión acerca de algo, o eres un dios o te crees que lo eres. Puedo decir sin temor a equivocarme que tomo mejores decisiones cuando las consulto con mi esposa. Tomo mejores decisiones cuando lo hago junto con los demás pastores de mi iglesia. Soy más sabio cuando escucho primero a mis amigos.
Por supuesto, muchas veces tienes que decidir las cosas por ti mismo. En ocasiones tendrás que ir contra la corriente porque sabes que es lo correcto. Pero para la mayoría de nuestras decisiones, haría mucho bien el simplemente preguntar a otro: «¿Qué piensas?». Nos la pasamos preguntándole a Dios: «¿Cuál es tu voluntad?», cuando Él probablemente está pensando: «Pues, consíguete un amigo. Ve y habla con alguien. Por algo redimí a tantas personas: cometen menos errores cuando hablan entre ustedes. Pide consejo».
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Kevin DeYoung (MDiv, Seminario Teológico Gordon-Conwell) es pastor principal de la Iglesia Christ Covenant en Matthews, Carolina del Norte, presidente de la junta de The Gospel Coalition, profesor asistente de teología sistemática en el Seminario Teológico Reformado (Charlotte) y candidato a doctorado en la Universidad de Leicester. Es autor de numerosos libros, incluyendo Just Do Something. Kevin y su esposa, Trisha, tienen siete hijos.
Hay diferentes maneras de saber que tenemos el sello de la morada del Espíritu en nosotros:
EL ESPÍRITU SANTO ME MINISTRA Cada vez me deleito más al estar y conversar con aquellos que tienen el Espíritu. Me deleito en el Día del Señor, en el tiempo de adoración y de oración. Amo escuchar la predicación de la Biblia con el Espíritu Santo enviado del cielo. Si una persona llamada por Dios está dirigiendo una reunión en la que se predicará la Palabra de Dios, me gustaría estar en esa reunión. Creo que la Biblia es inspirada por Dios. Oro por mí y por aquellos que amo (amigos, familia y conocidos). Anhelo que esas personas conozcan a Dios y que den sus vidas para glorificarlo y honrarlo. Me siento mal cuando peco; siento la necesidad de confesarle mi pecado a Dios. Quiero agradar a Dios en todo lo que hago, por lo que presento mi cuerpo a Él como sacrificio vivo. Esta es mi oración: “Que mi vida entera esté consagrada a Ti, Señor… Traigo a Ti mi vida para ser, Señor, Tuya por la eternidad”. Estos deleites son las marcas de mi sellado; son las consecuencias de la morada del Espíritu Santo en mi vida. No hay otra explicación para este comportamiento tan contrario a los apetitos mundanos; es consecuencia de que Dios ha estado obrando en mi vida.
EL FRUTO DEL ESPÍRITU ES EVIDENTE EN MI VIDA Gálatas 5:22-23 dice: “En cambio, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio. No hay ley que condene estas cosas”. Los componentes del fruto del Espíritu aún no son perfeccionados en mí. Mi anciana madre sufría de demencia. Vivía con nosotros y hacía la misma pregunta cada pocos minutos durante horas, noche tras noche. Debí haber sido más paciente y bondadoso con ella. Debí haber mostrado más dominio propio. Sin embargo, este fruto no está totalmente ausente en mí. Tengo el amor, el gozo y la paz divinos que Pablo enlistó, incluso en los tiempos de profunda angustia. Sería mucho más egoísta, desagradable y despiadado sin la obra del Espíritu Santo en mi vida.
CONOZCO LA BENDICIÓN DEL ESPÍRITU Fui llamado al ministerio en 1963 y por cuarenta años he predicado la Palabra de Dios. ¿Ha sido este un largo viaje de mi ego? No niego la posibilidad. Estar de pie frente a cientos de personas y predicar la Palabra de Dios semana tras semana podría satisfacer el ego de algunos. No obstante, he experimentado una y otra vez una ayuda más allá de mis fuerzas al preparar mis sermones y predicar de la Biblia. A través de los años muchos grandes hombres de esta congregación han sido llamados al ministerio. Creyentes de diferentes trasfondos y personalidades me dicen que mis sermones los ayudan. Eso solo es posible por medio de los dones de enseñanza, pastorado y liderazgo que el Espíritu Santo ha puesto en mí.
VEO LA DIRECCIÓN DEL ESPÍRITU EN MI VIDA Dios me ha guiado en las sendas de justicia. Esa ha sido la irresistible trayectoria de mi vida. He pecado todos los días y he tenido caídas importantes; Dios me ha levantado muchas veces. Todos los días he conocido el perdón. Nunca he vivido un día en que no haya sabido que Jesucristo es mi Salvador y que debo estar caminando más cerca de Él. El Espíritu me ha guiado a servir a los demás, a poner la otra mejilla a los insultos, a negarme y a adorar al Rey del cielo.
Por consiguiente sé que el Espíritu Santo está en mi vida puesto que Dios dice que el Espíritu está en la vida de todo el que cree en Su Hijo. Por medio de las marcas del Espíritu veo la confirmación de Dios, de que Sus promesas son verdad. Ese es el sello del Espíritu de Dios. ¿Has sido marcado en Cristo con este sello? ¿Es visible en tu vida el fruto del Espíritu? ¿Los demás reconocen estos dones en ti? ¿Estás siendo guiado por el Espíritu año tras año? ¿Eso, a su vez, guía a otros a Cristo?
Estas preguntas no se refieren a tu ortodoxia. Ni siquiera son acerca de tus sentimientos y emociones. Se refieren a tu espiritualidad. Esa palabra se ha vuelto muy común hoy en día. Los jóvenes afirman que en sus valores buscan la espiritualidad en vez del materialismo. Me pregunto si realmente es así. La espiritualidad que es agradable a Dios es el resultado de la obra del Espíritu en nuestras vidas. Lleva fruto santo por el camino angosto de servir a los demás en el nombre de Jesucristo. El Espíritu de Dios crea y sostiene la verdadera espiritualidad. ¿Has sido marcado en Cristo con el sello del Espíritu Santo?
Este artículo ¿Cómo sé si tengo el sello del Espíritu Santo? fue adaptado de una porción del libro El Espíritu Santo, publicado por Poiema Publicaciones.
Peter Berger dice que todas las personas y culturas anhelan “darle sentido a la experiencia del sufrimiento y el mal”. Ninguna cultura o cosmovisión ha hecho esto con la minuciosidad con que lo ha hecho el cristianismo. Según la teología cristiana, todo sufrimiento tiene un propósito, pues Dios se propuso derrotar al mal de una manera tan exhaustiva en la cruz que todos los estragos del mal algún día serán deshechos y nosotros, apesar de haber participado tan profundamente en él, seremos salvos.
Dios no está logrando esto a pesar del sufrimiento, la agonía y la pérdida, sino por medio de estas cosas; es por medio del sufrimiento de Dios que el sufrimiento de la humanidad finalmente será superado y destruido. Aunque es imposible no preguntarse si Dios pudo haber hecho todo esto de otra manera —sin permitir toda la miseria y el dolor— la cruz nos asegura que, cualesquiera que sean los consejos y propósitos insondables detrás del curso de la historia, todos surgen de Su amor por nosotros y Su compromiso absoluto con nuestro gozo y nuestra gloria.
“ES POR MEDIO DEL SUFRIMIENTO DE DIOS QUE EL SUFRIMIENTO DE LA HUMANIDAD FINALMENTE SERÁ SUPERADO Y DESTRUIDO”
Así que el sufrimiento se encuentra en el centro de la fe cristiana. No solo es la forma en que Cristo se hizo uno de nosotros y nos redimió, sino que es una de las principales formas en que nos asemejamos a Él y experimentamos Su redención. Y eso significa que nuestro sufrimiento, a pesar del dolor que conlleva, también está lleno de propósito y utilidad.
Este artículo ¿Puede tener propósito mi sufrimiento? fue adaptado de una porción del libro Caminando con Dios a través de el dolor y el sufrimiento, publicado por Poiema Publicaciones por Timothy Keller en español.
Nota del editor: En Coalición por el Evangelio estamos felices de presentarte para descarga gratuita: TRES DÍAS QUE CAMBIARON LA HISTORIA, un ebook nuevo escrito por el pastor Sugel Michelén, ideal para leer en Semana Santa. Aquí tienes el pdf de este recurso: Haz clic para acceder a ebook-semana-santa.pdf. Oramos pueda ser de edificación para ti y te invitamos a compartir con otras personas.
En Coalición por el Evangelio estamos felices de presentarte para descarga gratuita Tres días que cambiaron la historia: Del huerto a la tumba vacía, un ebook nuevo escrito por el pastor Sugel Michelén, ideal para leer en Semana Santa. Aquí tienes el prefacio de este recurso, que oramos pueda ser de edificación para ti y te invitamos a compartir con otras personas.
En la mañana del 11 de enero del año 49 a. C., Julio César se encontraba con su ejército a orillas del río Rubicón, que señalaba el límite entre la Galia Cisalpina e Italia. Según la ley romana, si un general traspasaba ese límite con sus tropas armadas sería declarado enemigo público de la República. César estaba consciente de que cruzar el Rubicón con sus legiones sería interpretado como una declaración de guerra.
Finalmente, y después de un momento de duda, César dijo a sus soldados: «Alea iacta est», frase en latín que significa «la suerte está echada». El paso del Rubicón provocó una guerra civil que duraría cuatro años y marcaría el final de la República romana para dar paso al imperio. Cuando César entró en Roma, se hizo declarar cónsul y dictador perpetuo. Con el paso del tiempo, «cruzar el Rubicón» vino a significar el hecho de tomar una decisión irrevocable de serias consecuencias.
Nos encontramos con el cruce del Rubicón en la vida de Jesús al llegar al capítulo 11 del Evangelio de Marcos. Por más de tres años, el Señor había estado enseñando la Palabra y haciendo milagros en Israel, pero ahora se encontraba en el principio del fin de Su ministerio terrenal. Su entrada a Jerusalén el llamado domingo de ramos habría de provocar una reacción en cadena —planeada desde la eternidad por el Dios soberano— que culminaría con Su muerte en la cruz del calvario, durante la fiesta de la Pascua.
De modo que, a diferencia de Cesar, el Señor no entró en Jerusalén como un dictador dispuesto a aplastar toda resistencia, sino como un Rey que asume la posición de un siervo para dar Su vida en rescate por muchos. No llegó a Jerusalén rodeado de ejércitos armados, sino montado en un pollino, acompañado de Sus discípulos y de una multitud que le aclamaba sin tener un entendimiento claro de la naturaleza de Su reino.
Esa cruz en la que murió nuestro Señor es el punto focal de toda la historia humana
César entró en Roma para gobernar el Imperio con mano de hierro; Cristo entró en Jerusalén para ser entregado a un procurador romano por los líderes religiosos de Su nación y ser condenado a muerte, durante una fiesta judía en la que miles de corderos eran sacrificados conforme a la ley mosaica. Todos esos corderos inmolados señalaban a ese gran sacrificio que habría de ocurrir ese próximo viernes, cuando el Señor Jesucristo fuera llevado a la cruz como el verdadero cordero pascual que quita el pecado del mundo.
Esa cruz en la que murió nuestro Señor es el punto focal de toda la historia humana. La línea divisoria entre los que se salvan y los que se pierden; entre el cielo y el infierno. Por eso los evangelistas dedican tanto espacio a los eventos que ocurrieron en esa última semana. Mateo dedica un cuarto de su Evangelio a esa pequeña porción del ministerio terrenal de Jesús. Marcos le dedica un tercio; Lucas un quinto, y Juan la mitad de su Evangelio. Así de importante son estos últimos días. Si sumamos el contenido de los cuatro evangelios, hacen un total de ochenta y nueve capítulos, treinta de los cuales se enfocan en estos siete días. En otras palabras, más de un tercio de los cuatro evangelios está dedicado a narrar con lujo de detalle lo que sucedió durante la semana de la pasión.
En este libro digital que tienes en la mano, me propongo observar contigo tres de las escenas que nos ayudarán a entender la importancia y el significado de esa muerte, acompañada del evento más glorioso de la historia redentora: la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Es mi anhelo y oración que el Señor use estas breves meditaciones para llevar a muchos a decir como Pablo, que «el amor de Cristo nos apremia, habiendo llegado a esta conclusión: que Uno murió por todos, y por consiguiente, todos murieron. Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5:14-15).
Sugel Michelén (MTS) es miembro del concilio de Coalición por el Evangelio. Ha sido por más 35 años uno de los pastores de Iglesia Bíblica del Señor Jesucristo, en República Dominicana, donde tiene la responsabilidad de predicar regularmente la Palabra de Dios. Es autor de varios libros, incluyendo De parte de Dios y delante de Dios y El cuerpo de Cristo. El pastor Michelén y su esposa Gloria tienen 3 hijos y 5 nietos. Puedes seguirlo en Twitter.
Cuando el cristianismo comenzó a crecer, sus escritores rápidamente comenzaron a aportar muchas ideas nuevas al mundo del pensamiento humano, difiriendo notoriamente no solo de las creencias paganas occidentales, sino también del pensamiento oriental, especialmente en lo referente al dolor y el sufrimiento[1]. Es casi imposible sobreestimar la importancia de la perspectiva cristiana del sufrimiento por el éxito que tuvo en el imperio romano y por su impacto en el pensamiento humano.
Los primeros oradores y escritores cristianos no solo argumentaron enérgicamente que la enseñanza del cristianismo tenía una mejor explicación del sufrimiento, sino que insistieron en que las vidas de los cristianos lo demostraban. Cipriano relató cómo los cristianos no abandonaron a sus seres queridos ni huyeron de las ciudades durante las terribles pestes, como hicieron la mayoría de los residentes paganos. En lugar de esto, se quedaron para atender a los enfermos y enfrentaron su muerte con calma[2]. Otros escritos cristianos primitivos, como Para los romanos de Ignacio de Antioquía y Carta a los filipenses de Policarpo, señalaban el aplomo con que los cristianos se enfrentaban a torturas y muerte a causa de su fe. “Los cristianos usaron el sufrimiento para defender la superioridad de su credo… [porque] sufrían mejor que los paganos”[3]. Los griegos habían enseñado que el verdadero propósito de la filosofía era ayudarnos a enfrentar el sufrimiento y la muerte. Sobre esta base, escritores como Cipriano, Ambrosio y más tarde Agustín argumentaron que los cristianos sufrieron y murieron mejor, y esta fue una evidencia empírica y visible de que el cristianismo era “la filosofía suprema”. Las diferencias entre la población pagana y la cristiana en cuanto a este tema fueron lo suficientemente significativas como para dar credibilidad a la fe cristiana. A diferencia del momento actual, en el que la existencia del sufrimiento y el mal hace que la fe cristiana sea vulnerable a la crítica y la duda, los primeros cristianos proclamaban que el dolor y la adversidad en la vida eran de las principales razones para abrazar la fe.
¿Por qué eran tan diferentes los cristianos? No era debido a alguna distinción en su temperamento natural; no eran simplemente personas más fuertes. Tenía que ver con lo que creían sobre el mundo. Judith Perkins, erudita en documentos clásicos, argumenta que el relato del sufrimiento de la tradición filosófica griega no fue práctico ni satisfactorio para la persona promedio. El enfoque cristiano del dolor y el mal, con mayor espacio para la tristeza y mayor base para la esperanza, fue parte importante de su atractivo[4].
Primero, el cristianismo ofrecía una mayor base para la esperanza. Luc Ferry, en su capítulo “La victoria del cristianismo”[5], está de acuerdo en que la perspectiva cristiana del sufrimiento fue una de las principales razones por las que el cristianismo derrotó completamente a la filosofía griega y se convirtió en la cosmovisión dominante en el imperio romano. Para Ferry, una de las principales diferencias tenía que ver con lo que el cristianismo enseñaba respecto al amor y al propósito de las personas. La diferencia más obvia era la doctrina cristiana de la resurrección de los cuerpos y la restauración del mundo material. Los filósofos estoicos habían enseñado que, después de la muerte, continuamos como parte del universo, pero no en una forma individual. Tal como resume Ferry: “La doctrina estoica de la salvación es completamente anónima e impersonal. Nos promete la eternidad, ciertamente, pero no como personas, sino como un fragmento olvidado del cosmos”[6]. Pero los cristianos creían en la resurrección debido a la confirmación de cientos de testigos oculares del Cristo resucitado. Ese es nuestro futuro, y eso significa que somos salvos de manera individual —nuestras personalidades serán conservadas, embellecidas y perfeccionadas después de la muerte. Nuestro futuro estará lleno de un amor perfecto y sin obstáculos —con Dios y con los demás. Ambrosio escribió:
Debe haber una diferencia entre los siervos de Cristo y los adoradores de ídolos; estos últimos lloran por sus amigos, pues suponen que han perecido para siempre… Pero en cuanto a nosotros, para quienes la muerte es el fin no de nuestra naturaleza sino solo de esta vida, ya que nuestra naturaleza misma será renovada y mejorada, la llegada de la muerte enjugará toda lágrima[7].
Los filósofos griegos, especialmente los estoicos, intentaron “despojarnos de los temores relacionados con la muerte, pero a expensas de nuestra identidad individual”[8]. El cristianismo ofrecía algo radicalmente más satisfactorio. Ferry señala que lo que los seres humanos queremos “sobre todas las cosas es reunirnos con nuestros seres queridos y, si es posible, con sus voces, sus rostros —no en forma de fragmentos indiferenciados, como piedrecitas o verduras”[9].
No hay una declaración más sorprendente sobre esta diferencia entre el cristianismo y el paganismo antiguo que la que se encuentra en el primer capítulo del Evangelio de Juan. Allí, Juan aborda de manera brillante uno de los temas principales de la filosofía griega, al comenzar su relato diciendo que “en el principio [del tiempo] ya existía el Logos” (Jn 1:1). Pero continúa diciendo: “Y el Logos se hizo carne, y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado Su gloria” (Jn 1:14). Esta fue una declaración impresionante. Juan estaba diciendo: “Estamos de acuerdo en que existe un orden detrás del universo, y en que hallamos el significado de la vida cuando nos alineamos con él”. Pero Juan también estaba diciendo que el Logos detrás del universo no era un principio abstracto y racional que solo podía ser entendido por la élite educada. Más bien, el Logos del universo es una persona — Jesucristo— que cualquiera puede amar y conocer en una relación personal. Ferry resume el mensaje de Juan de esta manera: “Lo divino… ya no era una estructura impersonal, sino un individuo extraordinario”[10]. Ferry señaló que esto fue un “cambio insondable” que tuvo un “efecto incalculable en la historia de las ideas”.
Y más espacio para el sufrimiento
La otra gran diferencia entre los filósofos griegos y el cristianismo era que la consolación cristiana daba más lugar a las expresiones de tristeza y dolor. Las lágrimas y el llanto no deben ser sofocados ni limitados —son naturales y buenos. Cipriano cita a San Pablo, diciendo que los cristianos deben realmente afligirse, pero que deben hacerlo llenos de esperanza (1Ts 4:13).34 Los cristianos no veían el dolor como una cosa inútil que debía ser reprimida a toda costa. Ambrosio no se disculpó por sus lágrimas y su dolor a causa de la muerte de su hermano. Recordando las lágrimas de Jesús en la tumba de Lázaro, escribió: “No hemos incurrido en ningún pecado grave por nuestras lágrimas. No todo el llanto procede de la incredulidad o la debilidad… El Señor también lloró. Lloró por uno que no era familiar Suyo, yo por mi hermano. Lloró por todos al llorar por uno; yo lloraré por todos al llorar por mi hermano”[11].
Para los cristianos, el sufrimiento no se debe tratar principalmente mediante el control y la supresión de las emociones negativas con el uso de la razón o la fuerza de voluntad. La realidad no era conocida principalmente a través de la razón y la contemplación, sino a través de las relaciones. La salvación se obtenía por medio de la humildad, la fe y el amor, no de la razón y el control de las emociones. Y, por tanto, los cristianos no enfrentamos la adversidad reduciendo estoicamente nuestro amor por las personas y por las cosas de este mundo, sino aumentando nuestro amor y nuestro gozo en Dios. Ferry señala: “Agustín, después de haber criticado radicalmente el amor que nos lleva a aferrarnos a cualquier cosa, no lo condena cuando su objeto es divino”[12]. Lo que está diciendo es que aunque el cristianismo estaba de acuerdo con los escritores paganos en que ese apego desmesurado a los bienes terrenales puede conducir a penas y dolor innecesarios, también enseñó que la respuesta a esto no era disminuir mi amor por esos bienes, sino amar a Dios por encima de todo. La única forma en que podremos enfrentarnos a todas las cosas con paz es si Dios es nuestro mayor amor, pues ni siquiera la muerte puede separarnos de Su amor. El dolor no tenía que ser eliminado, sino sazonado y sostenido con amor y esperanza.
Además de utilizar el amor y la esperanza para aligerar nuestro dolor, los cristianos también somos llamados a usar el consuelo de conocer el cuidado paternal de Dios. El consejo de los antiguos consoladores a los enfermos era que aceptaran la inevitabilidad de su cruel destino. Señalaban que el destino era aleatorio, una rueda de azar sin fundamento ni propósito; así que debían reconciliarse con él y no entregarse a la autocompasión ni quejarse[13]. El cristianismo rechazó rotundamente esta opinión. En lugar de múltiples dioses y centros de poder luchando unos contra otros, y de un destino impersonal gobernando sobre todo, el cristianismo presentaba una visión completamente nueva a la cultura grecorromana. El historiador Ronald Rittgers señaló que los cristianos afirmaban que un Creador único sostiene al mundo con sabiduría y amor personal, “en oposición directa al politeísmo pagano y las nociones paganas del destino”[14]. Lo resume de esta manera: “Este Dios creó a la humanidad para la comunión con Él” e impuso la muerte y el sufrimiento solo cuando la raza humana se separó de esta confraternidad para ser sus propios amos; “la mortalidad y las dificultades no eran parte de la naturaleza original de las cosas”. Después de la Caída de la raza humana y la llegada del dolor y la maldad, Dios comenzó un proceso de salvación para restaurar esa comunión a través de Cristo. Durante este tiempo, Dios utilizó “pruebas, tribulaciones y adversidades para probar las almas humanas”, y junto con ellas les ofreció la “esperanza de ser libradas de ellas… Fue Él quien eliminó el aguijón de la muerte”[15]. En resumen, aunque los caminos de Dios a menudo son tan borrosos para nosotros como los de un padre para un bebé, aún confiamos en que nuestro Padre celestial nos cuida y está con nosotros para guiarnos y protegernos en todas las circunstancias de la vida.
Este artículo La esperanza superior del cristiano: cómo las promesas del evangelio moldean la forma en la que vemos el sufrimiento fue adaptado de una porción del libro Caminando con Dios a través de el dolor y el sufrimiento, publicado por Poiema Publicaciones.
Páginas 45 a la 50
[1] Ver Rittgers, Reformation of Suffering. Esta sección y la siguiente se basan grandemente en el excelente e innovador estudio de Rittgers sobre este tema.
[2] Cipriano, On Mortality [Sobre la mortalidad], capítulo 13. Citado en Rittgers, Reformation of Suffering, 45.
[3] Rittgers, 47.
[4] Judith Perkins, The Suffering Self: Pain and Narrative Representation in the Early Christian Era [El ser sufriente: El dolor y la representación narrativa en la era cristiana primitiva] (Routledge, 1995).
[5] En Ferry, Brief History.
[6] Ibid
[7] Ambrosio de Milán, On the Death of Satyrus [Sobre la muerte de Sátiro]. Citado en Rittgers, Reformation of Suffering, 43–44.
[8] Rittgers, 52.
[9] Ibid.
[10] Ibid.
[11] Ibid.
[12] Ibid.
[13] Incluso Séneca, quien creía en un Dios, creía que Él estaba sujeto a los dictados del destino. El destino en la visión greco-romana es impersonal, sus dispensaciones son completamente inexplicables, no puedes pedirle al destino que haga justicia —ese es un error categórico. El destino es completamente caprichoso y aleatorio, aunque se haya personificado poéticamente en los escritos antiguos. En Boecio, Consolation of Philosophy [La consolación de la filosofía], se expresa bien esta opinión: “Estás equivocado si piensas que la fortuna ha cambiado a favor tuyo. El cambio es su comportamiento normal, su verdadera naturaleza… Has descubierto la cara cambiante de la diosa aleatoria… Con mano dominante mueve la rueda de inflexión [de azar], como las corrientes que van de un lado a otro en una bahía traicionera. No escucha ningún grito de miseria, no hace caso a ninguna lágrima, sino que se ríe de todo el dolor que ha provocado”. Boecio, The Consolation of Philosophy, traducido con una introducción de Victor Watts (rev. ed., Penguin, 1999), 23-24.
[14] Boecio, The Consolation of Philosophy, 46–47.
La realidad del ministerio del Espíritu Parece natural (puede ser hasta gratificante) que las opiniones expresadas en los capítulos precedentes debieran provocar preguntas de parte de los lectores preocupados.
¿Una relación viva con Dios? La pregunta más grande que surge es si el Espíritu Santo está o no realmente presente en las vidas personales de los creyentes. ¿Tiene el creyente una relación viva con Dios? ¿Trata directamente con nosotros el Espíritu Santo?
Las respuestas a estas interrogantes deben ser enfáticas: «Sí, el ministerio del Espíritu Santo es la realidad más importante en nuestras vidas, y el Nuevo Testamento lo proclama con una sorprendente amplitud de vocabulario».
El Espíritu Santo mora en el creyente. Este hecho escasamente necesita ser argumentado. Lo más importante es notar que esta morada no es ocasional sino intermitente. Es permanente y continua. Él permanece en nosotros. El cristiano es irreversiblemente un ser humano espiritual, aún cuando no se comporte como tal. No deviene en espiritual cuando tiene ciertos sentimientos o certezas de victorias y revelaciones. El cristiano es espiritual todo el tiempo.
Frente a los hechos, la imagen del creyente cuya vida, en ciertos momentos, es interrumpida por el Espíritu Santo, es una vida muy elevada, por lo tanto, la perspectiva defendida en los primeros capítulos de este libro parece muy fría y racionalista por contraste.
Pero lo que estamos reclamando es una perspectiva de la vida cristiana que sea consistentemente sobrenatural. Como miembro del cuerpo de Cristo, la vida y el poder del Salvador corren por las venas de los creyentes. Como una rama de la vid, el creyente nunca es independiente del tronco principal. Está enraizado en Cristo y está fundado en Cristo y es nutrido por Él. Todo esto es cierto todo el tiempo, cuando enfrentamos la tentación, la responsabilidad y el dolor. No son menos ciertos cuando buscamos saber la voluntad de Dios, o cuando estamos tratando de hilvanar todos los detalles de nuestra situación, y cuando estamos enseñando la Palabra de Dios.
El Espíritu nos convence de pecado. Esto es, obviamente, de gran importancia en las primeras etapas de nuestra recuperación espiritual. Pero no termina allí. Cuando Dios quebrantó el corazón de David él ya no era un creyente nuevo (Salmo 51:8). David era un creyente maduro. Lo mismo fue cierto de Pedro cuando negó a su Señor, él salió afuera y lloró amargamente. El caso particular de David nos demuestra cuán ciego puede ser un cristiano frente a sus propios pecados, hasta que el Espíritu viene y nos conduce a nuestra verdadera realidad. Para muchos, la más profunda convicción de pecado no ocurre al comienzo de su vida espiritual, sino muchos años después, cuando el Espíritu los levanta de su caída, un camino que siempre pasa por las profundidades.
Que el Espíritu nos guía, es algo claramente establecido en Rom. 8:14, donde dice que «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios». Este pasaje no se refiere a lo que comúnmente llamamos guía, ni al hecho de que Dios nos protege de las duras realidades de la vida. «La finalidad de la dirección espiritual de la que Pablo habla aquí no es para capacitarnos para escapar de las dificultades, peligros, pruebas o sufrimientos de esta vida, sino específicamente para capacitarnos a fin de vencer al pecado» nos dice B.B. Warfield. Pablo relaciona la dirección del Espíritu directamente con «la mortificación de las obras del cuerpo». La acción del Espíritu subyace detrás de nuestro odio contra el pecado, de nuestra hambre y sed de justicia, y de nuestra lucha contra los efectos de nuestras propias personalidades.
El Espíritu nos ayuda. Esto se refiere específicamente a «nuestras enfermedades». Somos por nosotros mismos incapaces e incompetentes, pero el Espíritu nos ayuda. Lo crucial aquí es que la obra del Espíritu no es vicaria. De la misma manera que no asegura inmunidad frente a la presión, tampoco lleva nuestras cargas en nuestro lugar. El lleva la carga con nosotros, no por nosotros. ¿Con qué finalidad? Con la finalidad de que los que empiezan clamando «¡no podemos llevarla!» terminen siendo «más que vencedores». No sólo sobreviven, sino que triunfan en la misma situación donde, alguna vez, creían imposible vivir una vida cristiana efectiva.
El Espíritu testifica que somos hijos de Dios. Todos concuerdan que, en alguna manera, este testimonio implica «las marcas de la gracia». Pero algunos argumentan que, además, existe un testimonio inmediato del Espíritu Santo. Esto constituye una equivocación. Una vez que hemos aceptado que el testimonio es mediante la Biblia y que, de alguna manera, se relaciona con las marcas de la gracia, dicho testimonio nunca puede ser inmediato. El testimonio del Espíritu no es un paso adicional, independiente de los otros dos. Es testigo, usando la evidencia, y la evidencia que el Espíritu usa es la obra de Dios en nuestras vidas.
Hay una similitud interesante entre la actividad del Espíritu de ser testigo de nuestra filiación y su actividad de dar testimonio que la Biblia es la palabra de Dios. Según la Confesión de Fe de Westminster, la Biblia «abundantemente evidencia por sí misma ser la Palabra de Dios» (ver, Capítulo I., sec. V). Tiene todas las características que uno puede esperar de un libro inspirado por Dios: altura, unidad, majestad, integridad y «muchas otras incomparables excelencias». Sin embargo, a pesar de esta evidencia (no sólo adecuada y abundante), muchos hombres siguen sin convencerse, otros nunca llegan más allá de tener un mero alto concepto por la Biblia, y hasta creyentes experimentan flujos y reflujos en cuanto a la seguridad de la salvación. La sola evidencia no es suficiente. El Espíritu Santo tiene que dar coherencia a dicha evidencia y lo hace influenciando nuestras mentes y corazones, haciéndolos sensibles y dispuestos a responder ante la evidencia. Sucede lo mismo con la seguridad de nuestra filiación. La Biblia no contiene una declaración específica en cuanto a que cualquiera de nosotros sea un hijo de Dios. Solamente dice «a todos cuantos recibieron a Cristo, a ellos les dio autoridad para llegar a ser hijos de Dios». La pregunta en la que necesitamos certeza del Espíritu Santo es esta ¿pertenecemos a este grupo? Jonathan Edwards decía «Las promesas y los juramentos de Dios son seguros, pero no pueden dar segura esperanza y consuelo a ninguna persona en particular, más allá de lo que podemos saber, que dichas promesas son hechas para esa persona».
¿Soy yo uno de aquellos a quienes se le han hecho estas promesas? Si lo somos, entonces nuestras vidas contendrán evidencia de ello. La enseñanza de George Gillespie es interesante aquí (en su libro «preguntas misceláneas», capítulo XXI). En determinado momento él escribe así: «Dios no hace ninguna prueba mediante calificación y confianza en un testimonio interior bajo la noción del testimonio del Espíritu Santo; cuando no hay la menor evidencia de alguna verdadera marca de la gracia, esta manera es engañosa y entrampadora para la conciencia». Pero en otro momento él lo manifiesta de este modo: «Todas tus marcas te dejarán en las tinieblas si el Espíritu de gracia no abre tus ojos para que tú puedas conocer las cosas que te son dadas por Dios gratuitamente». Y luego concluye, «En el asunto de la seguridad y plena persuasión (de la salvación), las evidencias de la gracia, y el testimonio del Espíritu, son dos causas o ayudas concurrentes; ambas son necesarias. Sin las evidencias de la gracia, cualquier ‘seguridad’ no es una seguridad certera ni bien fundada. Sin el testimonio del Espíritu no es una seguridad pletórica o plena».
Hay «excelencias incomparables» mediante las cuales evidenciamos, abundantemente, ser hijos de Dios, tales como «Creemos, tenemos hambre y sed de la justicia, amamos a nuestros hermanos, nos acercamos en oración a Dios con franqueza». Pero así como las evidencias de la autoría de Dios en la Biblia no siempre persuaden ni convencen, igual lo es en el asunto de la seguridad de la salvación del creyente. La evidencia siempre está allí. Sin embargo, el verdadero creyente «puede esperar mucho y luchar con muchas dificultades antes de participar de ella». (Confesión de Fe de Westminster, Cap. XVIII., sec., III). Además, «la seguridad de la salvación de los verdaderos creyentes puede ser sacudida de diferentes maneras, disminuida e interrumpida». (Confesión de fe de Westminster, Cap. XVIII., sec., IV)
La dificultad es que necesitamos más evidencia. Para citar otra vez a George Gillespie, «Las marcas de la gracia son inútiles, indiscernibles, e insatisfactorias para el alma que ha desertado y que está nublada». Necesitamos el testimonio del Espíritu Santo por medio de y con las marcas de la gracia. Esto no significa que Él nos guía a través de un extenso y laberintoso argumento, que revisa todos los eslabones de la cadena de evidencias que nos guían a la seguridad. La seguridad puede obtenerse en un instante, tal como una mente entrenada puede resumir en un instante una situación militar, médica o política. Las cosas importantes son: Primero, que el Espíritu nunca da testimonio sin la evidencia y, segundo, la evidencia por sí sola nunca es suficiente para darnos «plena seguridad e infalible persuasión».
El Espíritu está también relacionado con el testimonio en otro sentido (y más importante), el sentido de nuestro testimonio de Cristo. En realidad, para esto fue dado: «Recibiréis poder y me seréis testigos» (Hechos 1:8). El derramamiento del Espíritu convierte a todo el pueblo del Señor en profetas (Hechos 2:17). Solamente Él puede darnos el mensaje, las palabras, el estímulo y la sabiduría para dar testimonio efectivo. Esto lo vemos claramente en el sermón de Pedro en el Pentecostés, notable por su nuevo y profundo entendimiento, su tremendo manejo del lenguaje, su valentía y su tacto. En el poder del Espíritu, este completo novicio, habló en público dando un mensaje que llegó directamente a las conciencias de sus oyentes sin antagonizarlos. Este es el poder que necesitamos si es que vamos a restablecer la causa cristiana en la Gran Bretaña de hoy.
El Espíritu ayuda en tiempos de crisis. Nuestro Señor hace esta promesa en forma explícita, y la relaciona, en primera instancia, a situaciones donde la fe de los cristianos está siendo probada, «No os preocupéis acerca de lo que diréis. El Espíritu Santo le enseñará en ese mismo momento lo que debéis decir». (Lucas 12:12). Esto se cumplió cuando Pedro y Juan fueron arrestados y llevados delante del Sanedrín. Cuando fueron desafiados en cuanto a la autoridad de su predicación y sanidad, Pedro fue lleno del Espíritu Santo (Hechos 4:8). Pablo tuvo una experiencia similar en Pafos. Cuando Elimas el mago intentó prejuiciar al Procónsul en contra del cristianismo, Pablo fue lleno del Espíritu y anuló eficazmente el poder del hechicero.
Hay muchas situaciones de la vida que no podemos planificar y que nunca podemos esperar manejarlas en base a nuestras propias fuerzas de la habilidad y la experiencia. No tiene sentido preocuparse por ellas. En vez de ello, debemos capacitarnos para confiar implícitamente en las promesas de Dios que Él nos dará lo que necesitemos para manejar dichas emergencias.
Finalmente, el Espíritu es la fuente de los dones que necesitamos para el servicio cristiano. Ya hemos discutido este aspecto de la enseñanza del Nuevo Testamento. El punto que necesita ser enfatizado una y otra vez es nuestra dependencia en todo lo que buscamos hacer por Cristo. Nunca podemos tener las cosas bajo control. Ninguna tecnología religiosa o eclesiástica puede garantizar el éxito. Ni siquiera podemos confiar en la posesión general de dones. Tiene que haber una obra específica de Dios en el mismo punto en el cual trabajamos. Además, a diferencia de la gracia (charis) los dones espirituales (charísmata), no son necesariamente permanentes. El Espíritu del Señor se apartó de Saúl y lo dejó destituido del don político que una vez tenía tan abundantemente. Lo mismo le sucedió a Sansón, aunque su don le fue restaurado, fue un supremo trágico esfuerzo al final. Un pastor no debe presumir de que sus dones le son permanentes. Si contristamos al Espíritu Santo, o si fallamos en «avivar el fuego del don» (2 Tim. 1:6) nuestros poderes serán revocados y nos veremos sin nada más que con el cascarón vacío del oficio.
El rol del Espíritu en la orientación (Guía) Pero ¿qué rol tiene el Espíritu en la orientación, asumiendo que ya no hay lugar para la revelación especial?
En primer lugar, sin el Espíritu no podemos entender lo que enseña la Biblia. En todas las decisiones que tomamos debemos obedecer las reglas generales de la Palabra (Confesión de Fe de Westminster, Cap. I., sec., VI). Pero la Confesión también nos dice que la iluminación interna del Espíritu es esencial para el entendimiento mismo de la Palabra. Sin este entendimiento espiritual, torceremos la Biblia según nuestros propios prejuicios y terminaremos destruyéndonos a nosotros mismos.
En segundo lugar, necesitamos la ayuda el Espíritu para evaluar las situaciones correctamente, especialmente en tiempos de crisis. Aquí es donde entra el don de la sabiduría. Sin este don llegaremos a conclusiones «según la carne», viendo las cosas no desde el punto de vista de Dios sino del hombre. No es un asunto fácil trascender el interés personal, las normas mundanas y los fuertes grupos de presión, y que arribemos a una evaluación que haga justicia a los criterios espirituales, a las perspectivas del Reino de Dios, y la predominante importancia de la gloria del Salvador.
En tercer lugar, necesitamos el Espíritu para que nos haga estar dispuestos a hacer la voluntad de Dios. Es simplista asumir que el problema involucrado en la orientación es algo puramente intelectual de determinar lo que tenemos que hacer. A veces, la lucha real comienza solamente cuando hemos llegado a conocer la voluntad de Dios, porque eso traerá conflicto con nuestros acariciados prejuicios y ambiciones. Dios no dejó a Jonás con ninguna duda si debía ir a Nínive o no.
Pero de todos modos huyó. Por eso, la oración pidiendo orientación no solamente debe implicar oración por tener luz, sino también oración para estar dispuestos a seguir dicha luz. Pero todo esto está muy lejos de que el Espíritu nos da revelación directa y especial, y muchos cristianos lo encuentran desconcertante. Hasta donde a ellos les concierne, el negar la guía personal e inmediata es negar la realidad de la religión experimental misma.
Implicaciones históricas Tratemos de sacar nuestras implicaciones históricas. Esta idea mística de la orientación puede, virtualmente, ser universal entre los cristianos de hoy. Pero no siempre lo fue así. La Confesión de Fe de Westminster, por ejemplo, declara categóricamente que «aquellas maneras anteriores de Dios para revelar su voluntad a su pueblo han cesado ahora». (Confesión de Fe de Westminster Cap., I., sec. I). Más adelante afirma la perfección de la Biblia, «Todo el consejo de Dios concerniente a todas las cosas necesarias para la salvación del hombre, la fe y la vida está expresamente establecida en la Biblia, o pueden deducirse de ella por buena y necesaria consecuencia». (Cap. I., sec. VI). Luego sobre la base de esta perfección añade que nada debe añadirse a la Biblia «ya sea por nuevas revelaciones del Espíritu o las tradiciones de los hombres». Ya sea que la Confesión esté en lo correcto o no, estas palabras muestran claramente que la teología clásica del siglo XVII consideraba cualquier pretensión de revelación adicional como inconsistente con la suficiencia y finalidad de la Biblia.
En los últimos 150 años la posición de la Confesión ha sido descartada. Swedenborg y José Smith, los fundadores de las grandes sectas modernas han pretendido haber tenido revelaciones especiales. Los «profetas» pentecostales declaran que las reciben constantemente. Hasta el libro «Los días de los padres en Ross-shire» del Dr. John Kennedy, describe (y recomienda) un experimentalismo místico que es difícil de compatibilizar con la enseñanza de la Confesión.
Pero también ha habido otras voces. Por ejemplo, el profesor John Murray escribe, «la Palabra de Dios es la norma perfecta y suficiente de práctica. El corolario de esto es que no debemos buscar, depender o demandar nuevas revelaciones del Espíritu». Murray también habla «del error de pensar que aún cuando el Espíritu no nos provee de revelación especial en forma de palabras, visiones o sueños, sin embargo, El nos provee de algún sentimiento, impresión o convicción directa que debemos considerarlas como que el Espíritu nos informa acerca de su mente y voluntad en una situación particular».
El profesor Paul Wooley compartía el punto de vista del profesor Murray. El dice que hay una consecuencia muy importante con respecto a la suficiencia de la Biblia, «Dios, en la actualidad, no guía a su pueblo sin usar la Biblia. No hay ‘corazonadas’ divinamente dadas. Dios no da a su pueblo impresiones mentales directas para hacer esto o aquello. La gente no escucha la voz de Dios que les habla dentro de ellos. No hay comunicación no escrita inmediata y directa entre Dios y los seres humanos individuales. Si en realidad la Biblia no es suficiente, ni siquiera es necesaria. Por otro lado, si tales comunicaciones realmente tuvieran lugar, cada cristiano sería potencialmente un autor de la Biblia».
Es importante notar lo que los evangélicos piensan en cuanto a las revelaciones. Cuando la Confesión dice que «aquellas maneras anteriores en que Dios se reveló a sí mismo han cesado ahora» se está refiriendo a las teofanías, sueños, visiones, declaraciones proféticas y a la tradición apostólica. Cuando, hoy en día, los evangélicos reclaman tener revelación directa ellos no están pensando en alguna de las mencionadas. Están hablando de un estado de la conciencia, de sentimientos complejos que, según dicen, indican la voluntad de Dios. La misma impresión mental es la revelación de lo que Dios quiere que hagan. Una propuesta de sermón, una propuesta de movilización, una propuesta de renuncia se siente bien. No hay nada malo en tener tales sentimientos, ni tampoco con el actuar con base en ellos. Como lo señala el profesor Murray, no debemos caer en la trampa de que «un fuerte y arrollador sentimiento o impresión o convicción es necesariamente irracional o místico». Puesto que nuestra mente es limitada, puede ser que la manera en que todas las consideraciones relevantes se centran en nuestro consciente. Pero de todas maneras, sigue siendo sólo un sentimiento o una impresión. Incluso cuando ello es absolutamente correcto, no por eso es una revelación. Un hombre que diga que uno más uno es igual a dos, podrá tener una arrolladora impresión de que está diciendo exactamente la verdad. Pero, entonces, lo mismo sentirán algunos que digan que la tierra es plana. La veracidad de sus respectivas convicciones no pueden decidirse mediante lo que ellos sientan respecto a ellas.
La orientación (Guía) en la Iglesia primitiva Parece que detrás de la idea de que los creyentes siguen siendo guiados mediante revelación directa, subyace la suposición que fuese lo que fuere, lo que la gente gozó durante la era apostólica eso debemos gozar hoy también. Pero si miramos muy de cerca, descubrimos que en aquellos primeros tiempos, las cosas no fueron exactamente como lo suponemos.
Por ejemplo, la verdadera razón por la cual, la iglesia primitiva tuvo apóstoles y profetas era precisamente porque todos los creyentes no tenían revelación especial. Hombres como Agabo, necesitaban de ambas porque el canon aún no había sido completado y porque el ministerio de Espíritu, íntimo y decisivo como era, dejaba grandes áreas de incertidumbre.
Es interesante también que, en momentos críticos en el desarrollo de la iglesia no se dio orientación divina especial. En Hechos 1:21–26, por ejemplo, cuando los discípulos decidieron elegir al sucesor de Judas, no hubo ninguna revelación. Tenían que recurrir a echar suertes, y está muy lejos de ser claro que mediante la suerte la voluntad de Dios fuera expresada (excepto en el sentido general de que la caída del dado siempre estará dentro del decreto divino). En realidad no se escucha más acerca de Matías.
Lo mismo encontramos en relación a la elección de los siete en Hechos 6:1–6. La decisión marcó un gran paso hacia adelante en la organización de la iglesia. Pero fue movido por una simple emergencia que resultó del reclamo de los helenistas que sus viudas estaban siendo olvidadas. En todos los instantes, los líderes de la iglesia son guiados por nada más que «la luz de la naturaleza y la prudencia cristiana». Argumentaron simplemente que no es correcto perder su tiempo en la administración, que dichas tareas deben ser realizadas por otros y que quienes deben ser elegidos sean hombres llenos del Espíritu Santo y de sabiduría. La decisión final es tomada sobre la base de que la propuesta «agradó a toda la multitud».
Cuando Pablo prepara la elección de presbíteros en Galacia (Hechos 14:23) estos son nombrados por elección popular. Y cuando Tito los seleccionaba en Creta, a él se le encomienda fijarse en ciertas cualidades y basar su decisión sobre esto (Tito 1:5–9).
Es ciertamente significativo que la toma de decisiones, en una comunidad tan obviamente carismática como la iglesia primitiva, haya sido tan frecuentemente un asunto de mero sentido común. Es mucho más fascinante aún el notar que incluso cuando se dio orientación divina, los detalles quedaron para ser trabajados según lo juzgaran las personas involucradas. El envío de Pablo y Bernabé es un asunto de revelación directa, la cual no es muy sorprendente si consideramos que ello marca el efectivo inicio de la misión a los gentiles. Pero una vez que los misioneros son ordenados, toda la evidencia sugiere que ellos tenían que arreglar los detalles por sí mismos, qué lugares visitar, con quiénes ir, cómo viajar, cuánto tiempo estar. Al tomar estas decisiones ellos son, por su puesto, hombres llenos del Espíritu, pero hay muy poca evidencia de revelación directa y de ninguna manera existe la inclinación de considerar sus propios sentimientos como sinónimos de la voluntad de Dios. Todos los problemas ordinarios de los misioneros están presentes, incluso el amargo sabor del abandono sufrido por Juan Marcos en Panfilia.
La misma situación se repite en Hechos 16. Fueron prohibidos por el Espíritu Santo de predicar en Asia. Luego, ellos muy humanamente intentaron dirigirse a Bitinia, pero nuevamente fueron impedidos. Entonces tomaron su propia decisión de dirigirse a Troas. En Troas, Pablo recibe la visión (no una impresión mental) de un varón macedonio, «¡ven y ayúdanos!» ¡Tremendo drama! Pero de allí en adelante la historia es una historia humana de viajar a Samotracia, luego a Neápolis y finalmente a Filipos. Una vez llegados a Filipos, decidieron (sin ninguna revelación) descender a la ribera del río en el día sábado. Como resultado de aquella decisión se convirtió Lidia. Pero, claro está, sin ninguna guía directa, Pablo reprende a la niña poseída por un demonio, luego siguió un aparente desastre. Son tomados presos y eventualmente expulsados.
La visita de Pablo a Atenas establece los mismos principios. No es una revelación la que lo trae a Pablo aquí, sino el mero hecho de que hasta allí es donde los llevaron escoltados los hermanos de Berea (Hechos 17:15). En Atenas Pablo predica su gran sermón delante del Areópago, sin embargo, no porque se le dio un mensaje sino porque su alma es provocada por la idolatría y la superstición que ve a su alrededor. El sermón en sí es un modelo de la juiciosa aplicación de la verdad bíblica a una audiencia particular y hasta peculiar.
Historias notables El argumento que hemos planteado en este capítulo casi siempre es contrarrestado con anécdotas. Todos saben notables historias de hombres y mujeres que han tenido un arrollador sentimiento, que debían seguir una acción en cierta dirección. Obedecieron aquel sentimiento y el resultado los reivindicó en forma gloriosa.
Es peligroso permitir que la teología sea guiada por las historias extra-bíblicas. Pero permitiendo la relevancia de tales incidentes por un momento, es muy seguro que podemos encontrarles muchos paralelos en fuentes no cristianas. Cada directivo tiene corazonadas. También Winston Churchill tenía un arrollador sentimiento que estaba en la dirección correcta cuando, en 1939 escribía, «me sentía como si estuviese caminando con el destino, y que toda mi vida pasada había sido una preparación para esta hora y para esta prueba». Además, por cada corazonada que resulta ser correcta hay muchas que no lo son. «Que la gente tiene corazonadas es obvio» escribe Paul Wooley, «que muchas de esas corazonadas resultan muy bien y otras muy mal, es también obvio». Pero solamente la que resultó exitosa es la que se cuenta.
Luego tenemos el consejo de M’Cheyne, «tu texto, tus pensamientos, tus palabras – tómalos de Dios». Esto puede no ser tan ofensivo como parece. ¿Cuándo la palabra del predicador es de Dios? Hasta donde a nosotros concierne, la palabra del predicador es de Dios cuando se basa, por sus cuatro lados, en la Biblia. Cómo nos sentimos en relación a ella es algo inmaterial. Ciertamente necesitamos sabiduría para saber qué parte de la Biblia debemos exponer en una situación dada. En efecto, el poseer tal sabiduría es un aspecto indispensable de quien es llamado a predicar. Pero incluso si nuestro juicio titubea, la Palabra de Dios sigue siendo Palabra de Dios, que desea exposición reverente y una atención responsiva. La autoridad radica en la Biblia misma y no en nuestras impresiones mentales.
Pero ¿es qué no hemos experimentado situaciones cuando estábamos seguros de que Dios nos había dado la Palabra? No, porque antes que comenzáramos a predicar habíamos llegado a sostener las mismas opiniones sobre este tema que las que sostenemos hoy en día. Pero lo que sabíamos era una adecuada medida de confianza que habíamos preparado algo que podríamos predicar con libertad. Podemos dormir bien la noche anterior. Pero las muchas veces que no hemos podido (en efecto, con bastante frecuencia) el sermón no salió bien y fue una agonía el predicarlo. En otras ocasiones, hemos tenido la experiencia contraria, un sermón en el que no teníamos confianza y una noche sin dormir. Pero cuando llegó el día, salió bien, al menos en la medida en que la predicación misma fue una experiencia gozosa y hasta tonificante.
Los sentimientos que tenemos antes de predicar y los que tenemos durante el sermón no son importantes, excepto para nosotros mismos. Lo que importa es la verdad que predicamos y por lo que debemos orar no es por seguridad antes de predicar o por libertad cuando estamos predicando sino por sabiduría y valentía para declarar todo el consejo de Dios.
El lugar de la mente No olvidemos que la iglesia aún goza de la revelación. La Biblia es la Palabra viva de Dios que continúa dándonos guía clara y abundante. Pero cuando tenemos que decidir cómo llegar a Edimburgo, o a Bombay, estamos en la misma situación de Pablo cuando estaba tratando ir desde Troas a Samotracia. Tenemos que pensar. De hecho, es bastante sorprendente cuánto énfasis pone la Biblia en el rol de la mente en la vida cristiana. Tenemos que transformarnos mediante la renovación de nuestras mentes (Rom. 12:2). Tenemos que ceñirnos los lomos de nuestra mente (1 Pedro 1:13). Servimos a la ley de Dios con nuestras mentes (Rom. 7:25). Obviamente, no se nos llama a servir a Dios abandonando nuestro intelecto sino consagrándolo y aplicándolo. Volviendo al modelo con el que iniciamos, tenemos que pensar lo que Cristo pensó.
El intelecto no es, como lo hemos enfatizado repetidamente, ordinario en sí mismo, pues está habitado por el Espíritu Santo, y no piensa o juzga, de la misma manera que el intelecto del hombre natural. Pero lo nuevo del intelecto regenerado no es el único elemento carismático en la toma de decisiones por parte del cristiano. Tenemos que vérnoslas con el don de la sabiduría, «si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios» (Stgo. 1:5). Esto es más que sentido común y mucho más que la visión diaria del hombre nacido de nuevo. Es un charisma especial, que capacita a hombres como Salomón y Esteban para dirigir la iglesia y para resolver los problemas que se suscitan en la consejería y la administración. No implica que Dios nos revela las conclusiones, pero probablemente implica un conocimiento instintivo de lo que es correcto hacer. El don está disponible a todos nosotros y al mirar los inimaginables problemas que enfrentan la iglesia y la sociedad, debemos estar más y más conscientes de que nada menos que una sagacidad sobrenatural, podrá resolver nuestras necesidades.
Mucha gente dirá que la línea que hemos tomado en este tema no es estimulante porque pone en duda la experiencia de muchos creyentes. Frente a esto podemos decir una sola cosa, que piensen cuán desanimador es para cada creyente ordinario cuando escucha a otros hablar de estas maravillosas experiencias que ellos nunca han tenido. Nuestras propias reflexiones se originaron muchos años atrás, precisamente de tales desánimos. Por lo tanto, fue una poderosa ayuda saber que no estábamos solos en esta carencia. Si lo que hemos dicho ayuda en algo a alguien a aceptarse a sí mismo delante de Dios, a pesar de no escuchar voces, ver visiones o tener arrolladoras certezas, entonces estaremos felices.
Macleod, D. (2005). El bautismo con El Espíritu Santo: Una perspectiva bíblica y Reformada (A. R. Alvarado, Trad.; 1a ed., pp. 100-117). CLIR; Sola Scriptura.
Este gran profeta ganó una señalada victoria sobre el mal. La figura siniestra de Jezabel hace que Elías se esconda. (4) Enebro, aquí simboliza ataque de abatimiento, aplastamiento. Nosotros cultivamos este árbol y a veces nos refugiamos allí. Sentimos compasión de nosotros mismos, dignos de conmiseraciones. Nos hallamos tan sumergidos que creemos que lo mejor es el fin. El gran Elías tan fuerte en el Carmelo, un cobarde bajo el Enebro.
I. LOS HOMBRES MAS FUERTES TAMBIEN SE ABATEN Nadie puede escapar de los asaltos de Satanás. (1 Cor. 10:12). Ante dificultades en vez de mirar a Dios, corremos al Enebro. Los abatimientos suelen venir después de grandes avivamientos. Una lucha tenaz e intensa hace presión a nuestro ser. Entonces el péndulo de nuestra vida se va al otro extremo. El remedio de Dios no fue un discurso de su flaqueza. Le deja que descanse, se alimente y vuelva a descansar. (5-6). Mientras permanezcamos debajo del Enebro nos privamos de Dios.
II. NO CONVIENE TOMAR DECISIONES BAJO EL ENEBRO No es allí nuestro lugar, no es la posición normal del creyente. Todo lo juzgaríamos bajo el prisma de nuestra condición. La indiferencia y la falta de espiritualidad se originan bajo el Enebro. Tampoco conviene hablar a otros de nuestro estado. Es perjudicial. Debemos ocultar nuestro pesar al hombre y decírselo a Dios. Sólo nos restaurará una nueva visión de Dios. ¿Qué haces aquí? (9). No es tu lugar, tu causa no está perdida. ¿Qué haré de ti aqui? Me juzgaste mal a mí, a mi obra y a ti mismo; miremos a Dios.
III. LA SOLUCION ESTA EN UNA NUEVA VISION DE DIOS “Vé, vuélvete por tu camino” (15). Tu obra no ha terminado aún. Continúa la escuela de profetas, unge a Eliseo y espera tu hora. Humillado y avergonzado salió de la cueva, retirando su renuncia. En Jn. 1:48, hallamos a Natanael debajo de una higuera. ¡Qué diferencia! Si Enebro es desesperación la higuera es meditación, confesión. Desarraiguemos el Enebro y plantemos en su lugar una higuera.
Campderros, D. (2003). Bosquejos Bíblicos: Tomo I (p. 45). Casa Bautista de Publicaciones.
Fariseos y saduceos “Y Jesús les dijo: Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos” (Mateo 16:6).
Cada palabra pronunciada por el Señor Jesús está repleta de profunda enseñanza para los cristianos. Es la voz del Pastor supremo. Es el Cabeza de la Iglesia dirigiéndose a todos sus miembros, el Rey de reyes hablando a sus súbditos, el Señor de la casa hablando a sus siervos, el Capitán de nuestra salvación hablando a sus soldados. Por encima de todo, es la voz de Aquel que dijo: “Yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar” (Juan 12:49). El corazón de todo creyente debiera arder en su interior cuando oye las palabras de su Señor, debiera decir: “¡La voz de mi amado!” (Cantares 2:8).
Y cualquier palabra pronunciada por el Señor Jesús es de gran valor. Preciosas como el oro son todas sus palabras de doctrina y preceptos; preciosas son todas sus palabras de consuelo y ánimo; no menos preciosas son todas sus palabras de advertencia y aviso. No debemos escucharle solamente cuando dice: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados”; también debemos escucharle cuando dice: “Mirad, guardaos”.
Voy a centrar mi atención en una de las más solemnes y enérgicas advertencias que profirió el Señor Jesús: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”. Sobre este texto quiero erigir un faro para todos aquellos que deseen ser salvos y para proteger a algunas almas, si es posible, del naufragio. Los tiempos exigen grandemente faros como este: los naufragios espirituales de los últimos veinticinco años han sido lamentablemente numerosos. Los guardianes de la Iglesia deben hablar claramente ahora o callar para siempre.
I. Antes que nada pediría a mis lectores que observen a quién se dirige la advertencia del texto. Nuestro Señor Jesucristo no estaba hablando a hombres mundanos, impíos y sin santificar, sino a sus propios discípulos, compañeros y amigos. Se dirigía a hombres que, a excepción del apóstata Judas Iscariote, eran limpios de corazón a los ojos de Dios. Hablaba a los Doce Apóstoles, a los primeros fundadores de la Iglesia de Cristo y los primeros ministros de la Palabra de salvación. Y, sin embargo, aun a ellos les dirigió la solemne advertencia de nuestro texto: “Mirad, guardaos”. Hay algo extraordinario con respecto a este hecho. Podríamos pensar que los Apóstoles no tenían gran necesidad de este tipo de advertencias. ¿No habían renunciado a todo por amor a Cristo? Lo habían hecho. ¿No habían soportado la aflicción por amor a Cristo? Lo habían hecho. ¿No habían creído en Jesús, seguido a Jesús y amado a Jesús cuando casi todo el mundo era incrédulo? Todas estas cosas son ciertas; y, sin embargo, era a ellos a quienes iba dirigida la advertencia: “Mirad, guardaos”. Podríamos pensar que, en cualquier caso, los discípulos no tenían mucho que temer de “la levadura de los fariseos y de los saduceos”. Eran hombres pobres y sin educación, la mayoría de ellos pescadores o publicanos; no tenían inclinaciones a favor de los fariseos y los saduceos; eran más propensos a sentir prejuicios contra ellos que a sentir algún tipo de atracción hacia ellos. Todo esto es perfectamente cierto; y, sin embargo, es a ellos a quienes va dirigida esta solemne advertencia: “Mirad, guardaos”. Hay un útil consejo aquí para todos aquellos que profesamos amar al Señor Jesucristo con sinceridad. Nos dice alto y claro que los más eminentes siervos de Cristo no escapan a la necesidad de avisos y deben estar siempre en guardia. Nos muestra claramente que los creyentes más santos deben andar humildemente con este Dios y velar y orar para no caer en tentación y ser hallados en falta. Nadie es tan santo como para no caer; no definitivamente, no desesperadamente, sino para su propio malestar y para escándalo de la Iglesia y triunfo del mundo; nadie es tan fuerte como para no ser vencido durante un tiempo. Aun siendo elegidos por Dios el Padre, aun siendo justificados por la sangre y la justicia de Jesucristo, aun siendo santificados por el Espíritu Santo, los creyentes siguen siendo solo hombres: siguen estando en el cuerpo y en el mundo. Siempre están cerca de la tentación: siempre son susceptibles de errar, tanto en su doctrina como en su práctica. Sus corazones, aunque renovados, son muy débiles; su entendimiento, aunque iluminado, sigue embotado. Deben vivir como aquellos que viven en territorio enemigo y ponerse cada día la armadura de Dios. El diablo es muy activo: nunca duerme ni descansa. Recordemos las caídas de Noé, Abraham y Lot, Moisés, David y Pedro; y, al recordarlos, seamos humildes y tengamos cuidado de no caer. Permítaseme decir que nadie necesita más las advertencias que los ministros del Evangelio de Cristo. Nuestro ministerio y nuestra ordenación no son garantía contra los errores y las equivocaciones. Tristemente, es muy cierto que las mayores herejías se han infiltrado en la Iglesia de Cristo por medio de hombres ordenados. Ni la ordenación episcopal, ni la ordenación presbiteriana ni cualquier otra ordenación confieren inmunidad alguna contra el error y la falsa doctrina. Nuestra misma familiaridad con el Evangelio engendra a menudo en nosotros un endurecimiento de nuestras mentes. Tendemos a leer las Escrituras, a predicar la Palabra y a dirigir la adoración pública y llevar el culto a Dios con un espíritu aburrido, endurecido, formal e insensible. Es muy probable que, a menos que vigilemos nuestros corazones, nuestra misma familiaridad con las cosas sagradas nos extravíe. “No hay otro lugar —dice un antiguo escritor— donde el alma de un hombre corra más peligro que en la labor sacerdotal”. La historia de la Iglesia de Cristo contiene muchas tristes demostraciones de que los más distinguidos ministros pueden desviarse durante un tiempo. ¿Quién no ha oído hablar del arzobispo Cranmer retractándose y echándose atrás con respecto a esas opiniones que tan resueltamente había defendido aunque, por la gracia de Dios, volviera finalmente a dar testimonio en una gloriosa confesión? ¿Quién no ha oído hablar del obispo Jewell firmando documentos que desaprobaba profundamente y cuya firma lamentó amargamente después? ¿Quién no sabe que se podría citar a muchos otros que, en alguna ocasión u otra, han incurrido en errores y se han desviado? ¿Y quién no conoce el triste hecho de que muchos de ellos jamás volvieron a la Verdad, sino que murieron con sus corazones endurecidos y permanecieron en sus errores hasta el fin? Estas cosas debieran volvernos humildes y cautos. Nos dicen que desconfiemos de nuestros propios corazones y oremos para que se nos guarde de caer. En estos días, cuando se nos llama especialmente a aferrarnos firmemente a las doctrinas de la Reforma protestante, tengamos cuidado de que nuestro celo por el protestantismo no nos infle y nos vuelva orgullosos. Jamás digamos envanecidos: “Nunca caeré en el papismo o el modernismo”; esas ideas jamás tendrán nada que ver conmigo”. Recordemos que muchos comenzaron bien y siguieron bien durante un tiempo y, sin embargo, después se desviaron del camino verdadero. Tengamos cuidado de ser hombres espirituales además de protestantes, y verdaderos amigos de Cristo además de enemigos del Anticristo. Oremos para que se nos guarde del error y no olvidemos que los Doce Apóstoles mismos fueron los hombres a los que Aquel que es Cabeza de la Iglesia dirigió estas palabras: “Mirad, guardaos”.
II. En segundo lugar me propongo explicar cuáles eran esos errores de los que nuestro Señor advirtió a los Apóstoles. “Mirad —dice—, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”. El peligro del que les previene es la falsa doctrina. No dice nada acerca de la espada de la persecución, de un quebrantamiento abierto de los Diez Mandamientos o del amor al dinero o al placer. Todas estas cosas eran sin duda peligros y trampas a los que las almas de los Apóstoles estaban expuestas; pero aquí nuestro Señor no pronuncia advertencia alguna contra ellas. Su advertencia se restringe a una sola cosa: “La levadura de los fariseos y de los saduceos”. No se nos deja a nuestra merced para que conjeturemos con respecto a lo que quería decir nuestro Señor con la palabra “levadura”. El Espíritu Santo, unos pocos versículos después del texto al que estoy haciendo referencia, nos dice claramente que la levadura se refiere a la “doctrina” de los fariseos y saduceos. Intentemos comprender lo que queremos decir cuando hablamos de la “doctrina de los fariseos y de los saduceos”. a) La doctrina de los fariseos se puede resumir en tres palabras: eran formalistas, adoraban según la tradición y se justificaban a sí mismos. Atribuían tal peso a las tradiciones de los hombres que prácticamente las consideraban de mayor importancia que los escritos inspirados del Antiguo Testamento. Se valoraban a sí mismos según una excesiva rigurosidad en su atención a todas las exigencias ceremoniales de la Ley mosaica. Tenían en gran estima el ser descendientes de Abraham y en sus corazones se decían: “Tenemos a Abraham por padre”. Pensaban que, debido a que tenían a Abraham por padre, no corrían el riesgo de ir al Infierno como otros hombres y que descender de él era una especie de acreditación para entrar en el Cielo. Atribuían gran valor a las abluciones y purificaciones ceremoniales del cuerpo y creían que el hecho mismo de tocar el cuerpo muerto de una mosca o un mosquito les contaminaría. Cumplían con gran pompa lo externo de la religión y las cosas que podían ser vistas por los hombres. Ensanchaban sus filacterias y extendían los flecos de sus mantos. Se enorgullecían de honrar a los santos muertos y de adornar las sepulturas de los justos. Eran celosos de ganar prosélitos. Tenían un gran concepto del poder, el rango y la preeminencia y de que los hombres les llamaran: “Rabí, rabí”. Los fariseos hacían estas cosas y muchas otras semejantes. Cualquier cristiano instruido encontrará estas cosas en los Evangelios según S. Mateo y S. Marcos (cf. Mateo 15 y 23; Marcos 7). Al mismo tiempo, recordémoslo, no rechazaban formalmente ninguna parte del Antiguo Testamento. Pero introducían y añadían tanta inventiva humana que llegaban a dejar la Escritura a un lado y a enterrarla bajo sus propias tradiciones. Esta es la clase de religión de la que nuestro Señor dice a los Apóstoles: “Mirad, guardaos”. b) La doctrina de los saduceos, por otro lado, se puede resumir en tres palabras: libertad ideológica, escepticismo y racionalismo. Su credo era mucho menos popular que el de los fariseos y, por tanto, hallamos que se les menciona menos en las Escrituras del Nuevo Testamento. Por lo que podemos deducir a partir del Nuevo Testamento, parece que sostenían la doctrina de los diversos grados de inspiración; en cualquier caso, atribuían un gran valor al Pentateuco por encima de otras partes del Antiguo Testamento, por no decir que desechaban por completo este. Creían que no había resurrección y que no existían los ángeles ni el espíritu, y ridiculizaban a las personas para que abandonaran estas creencias presentándoles casos complicados y preguntas difíciles. Tenemos un ejemplo de su forma de argumentar en el caso que presentaron a nuestro Señor acerca de la mujer que había tenido siete maridos, cuando preguntaron: “En la resurrección, pues, ¿de cuál de los siete será ella mujer, ya que todos la tuvieron?”. Y de esta forma probablemente esperaban, llevando la religión hasta el absurdo y dejando en ridículo sus principales doctrinas, hacer que los hombres renunciaran a la fe que habían recibido de las Escrituras. Al mismo tiempo, recordémoslo, no podemos decir que los saduceos fueran manifiestamente infieles: no lo eran. No podemos decir que rechazaran la Revelación en su conjunto: no lo hacían. Respetaban la Ley de Moisés. Muchos de ellos se encontraban entre los sacerdotes en los tiempos que se describen en Hechos de los Apóstoles. Caifás, que condenó a nuestro Señor, era saduceo. Pero el efecto práctico de su enseñanza era debilitar la fe de los hombres en cualquier revelación, arrojando una nube de duda sobre las mentes de los hombres, lo que solo está un grado por encima de la incredulidad. Y de toda esa clase de doctrina —libertad ideológica, escepticismo y racionalismo— dice nuestro Señor: “Mirad, guardaos”. Ahora bien, se nos plantea la siguiente pregunta: ¿Por qué hizo nuestro Señor esta advertencia? Sabía, sin lugar a dudas, que en cuestión de cuarenta años las escuelas de los fariseos y de los saduceos habrían desaparecido. Sabía todas las cosas desde el principio, sabía perfectamente que en cuarenta años Jerusalén, con su magnífico Templo, quedaría destruida y los judíos serían dispersados por toda la Tierra. ¿Por qué, pues, le hallamos advirtiendo contra “la levadura de los fariseos y de los saduceos”? Creo que nuestro Señor hizo esta solemne advertencia para beneficio perpetuo para la Iglesia que vino a fundar en la Tierra. Habló con un conocimiento profético. Conocía bien las enfermedades de que es susceptible la naturaleza humana. Vio con anticipación que las dos grandes plagas de su Iglesia sobre la Tierra serían siempre la doctrina de los fariseos y la doctrina de los saduceos. Sabía que estas serían las piedras de molino superior e inferior entre las cuales su Verdad sería perpetuamente molida y aplastada hasta que viniera por segunda vez. Sabía que siempre habría fariseos de espíritu y saduceos de espíritu entre los que profesaran el cristianismo. Sabía que su sucesión jamás se interrumpiría y que su generación jamás se extinguiría, y que a pesar de que los fariseos y los saduceos no existieran ya, sus principios proseguirían siempre. Sabía que, durante el tiempo que existiera la Iglesia hasta su regreso, habría siempre algunos que añadirían a la Palabra y otros que sustraerían de ella; unos la ahogarían añadiéndole otras cosas y otros la desangrarían sustrayéndole sus verdades esenciales. Y esta es la razón de que le oigamos haciendo esta solemne advertencia: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”. Y ahora llega otra pregunta: ¿No tenía nuestro Señor buenos motivos para hacer esta advertencia? Me dirijo a todos los que conocen algo de la historia de la Iglesia: ¿No había ciertamente razones? Me dirijo a todos aquellos que recuerdan lo que sucedió poco después de la muerte de los Apóstoles. ¿No leemos que en la Iglesia primitiva de Cristo surgieron dos facciones distintas: una siempre inclinada a errar —como los arrianos— sosteniendo una sola parte de la Verdad y la otra inclinada siempre a errar —como los adoradores de reliquias y de santos— sosteniendo algo más que la Verdad que hay en Jesús? ¿No vemos cómo aflora lo mismo posteriormente en forma de romanismo por un lado y de socinianismo por el otro? ¿No leemos en la historia de nuestra propia Iglesia que hubo dos grandes facciones: los non-jurors (los que no juraron) por un lado y los latitudinarios por el otro. Estas son cosas antiguas. En un texto breve como este me es imposible tratarlas de forma más detallada. Son cosas muy conocidas para todos los que estén familiarizados con la historia de los tiempos pasados. Siempre ha habido dos grandes facciones: la facción que representa los principios de los fariseos y la facción que representa los principios de los saduceos. Nuestro Señor tenía, pues, buenos motivos para decir de estos dos grandes principios: “Mirad, guardaos”. Pero deseo acercar la cuestión más aún al presente. Pido a mis lectores que consideren si advertencias como esta no son especialmente necesarias en nuestra época. Sin duda en Inglaterra tenemos muchas cosas por que estar agradecidos. Hemos hecho grandes avances en las artes y las ciencias en los últimos tres siglos y hacemos un amplio despliegue moralista y religioso. Pero pregunto a cualquiera que sea capaz de ver más allá de su puerta o de su propio hogar, ¿no vivimos en medio de los peligros de la falsa doctrina? Por un lado, tenemos entre nosotros una escuela de hombres que, a sabiendas de ello o no, están allanando el camino hacia la Iglesia de Roma, una escuela que declara extraer sus principios de la tradición primitiva, de los escritos de los Padres y de la voz de la Iglesia; una escuela que habla y escribe tanto acerca de la Iglesia, el ministerio y los sacramentos que, como la vara de Aarón, les hace devorar todo lo demás en el cristianismo; una escuela que atribuye gran importancia a las formas externas y al ceremonial religioso, a los gestos, las posturas, las reverencias, las cruces, las pilas bautismales, los asientos especiales, las credenciales, los crucifijos, las albas, las túnicas, las capas pluviales, las casullas, los manteles de los altares, el incienso, las imágenes, los estandartes, las procesiones, las ornamentaciones florales y muchas otras cosas semejantes acerca de las cuales no hallamos una sola palabra en la Escritura con respecto a su lugar en el culto cristiano. Me refiero, por supuesto, a la escuela de eclesiásticos llamados ritualistas. Cuando examinamos los procedimientos de dicha escuela, solo podemos llegar a una conclusión acerca de ellos. Creo que, independientemente de la intención de sus maestros y lo devotos, celosos y abnegados que sean muchos de ellos, ha caído sobre ellos el manto de los fariseos. Tenemos, por otro lado, una escuela de hombres que, a sabiendas de ello o no, parecen allanar el camino hacia el socinianismo; una escuela que sostiene ideas extrañas con respecto a la inspiración plenaria de la Santa Escritura, ideas más extrañas aún con respecto a la doctrina del sacrificio y de la expiación de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, ideas extrañas con respecto a la eternidad del castigo y al amor de Dios hacia el hombre; una escuela fuerte en cuanto a lo que se niega pero muy débil en cuanto a lo que se afirma, hábil en suscitar dudas pero impotente a la hora de resolverlas, inteligente para desestabilizar y debilitar la fe del hombre pero incapaz de ofrecer una base sólida donde apoyar nuestros pies. Y, ya sea la intención de los dirigentes de esta escuela o no, creo que ha caído sobre ellos el manto de los saduceos. Estas cosas suenan duras. Nos ahorra muchos problemas cerrar los ojos y decir: “No veo peligro alguno”; y debido a que no se ve, no creer que lo hay. Es fácil taparnos los oídos y decir: “No oigo nada”; y debido a que no oímos nada, no sentir alarma alguna. Pero sabemos bien quiénes son los que se regocijan en ciertos sectores de nuestra propia Iglesia por el estado de las cosas que deberíamos lamentar. Sabemos lo que piensa el católico romano y lo que piensa el sociniano. El católico romano se regocija ante el auge del Movimiento de Oxford: el sociniano se regocija cuando surgen hombres que enseñan ideas como las que se proponen en los tiempos modernos con respecto a la expiación y la inspiración. No se regocijarían como lo hacen si no vieran que se está haciendo su obra y que se está alentando su causa. El peligro, en mi opinión, es mucho mayor de lo que solemos pensar. Los libros que se leen en muchos sectores son sumamente perniciosos y el tono del pensamiento con respecto a las cuestiones religiosas entre muchas clases, especialmente entre las más altas jerarquías, es profundamente insatisfactorio. La plaga está extendida. Si amamos la vida, deberíamos examinar nuestros corazones, probar nuestra propia fe y asegurarnos de que estamos sobre el fundamento correcto. Por encima de todo, deberíamos tener cuidado de no empaparnos nosotros mismos del veneno de la falsa doctrina y no apartarnos de nuestro primer amor. Soy profundamente consciente de lo doloroso que es hablar acerca de estas cuestiones. Sé bien que hablar claramente con respecto a la falsa doctrina es muy impopular y que el orador debe aceptar que se le considere drástico, complicado y de mente estrecha. Hay miles de personas que no son capaces de distinguir las diferencias religiosas. Para la mayoría, un clérigo es un clérigo y un sermón es un sermón, y son completamente incapaces de entender las diferencias entre un ministro y otro, entre una doctrina y otra. No puedo esperar de tales personas que aprueben las advertencias contra la falsa doctrina. Debo hacerme a la idea de que voy a afrontar su desaprobación y a soportarla lo mejor que pueda. Pero pediré a cualquier persona sincera y que lea la Biblia sin prejuicios que se dirija al Nuevo Testamento y vea qué es lo que encuentra allí. Descubrirá muchas advertencias claras contra la falsa doctrina: “Guardaos de los falsos profetas”. “Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas”. “No os dejéis llevar de doctrinas diversas y extrañas”. “No creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios” (Mateo 7:15; Colosenses 2:8; Hebreos 13:9; 1 Juan 4:1). Hallará que gran parte de las Epístolas inspiradas están llenas de amplias explicaciones de la verdadera doctrina y de advertencias contra la falsa enseñanza. ¿Es posible para un ministro que tome la Biblia como su regla de fe evitar hacer advertencias contra los errores doctrinales? Por último, pido a cualquiera que examine lo que está sucediendo en Inglaterra en este mismo momento. ¿No es cierto que ha habido cientos que han abandonado la Iglesia oficial y se han unido a la Iglesia de Roma en los últimos treinta años? ¿No es cierto que hay cientos entre nuestras propias filas que en realidad no son mucho mejores que los romanistas y que, de ser coherentes, deberían seguir los pasos de Newman y Manning e ir al lugar que les corresponde? Pregunto de nuevo, ¿no es cierto que hay veintenas de jóvenes en Oxford y Cambridge que están siendo destruidos y arruinados por la perniciosa influencia del escepticismo y que han perdido todos los verdaderos principios religiosos? Burlas en cuanto a los periódicos religiosos, estentóreas declaraciones de desagrado ante las “facciones”, altisonantes y vagas frases respecto al “pensamiento profundo, la amplitud de miras, la nueva luz, el manejo libre de la Escritura y la decadencia de ciertas escuelas de teología” constituyen todo el cristianismo de las nuevas generaciones. Y, sin embargo, cara a cara ante estos hechos notorios, los hombres claman: “Deja de hablar de la falsa doctrina. ¡Deja la falsa doctrina en paz!”. No puedo callarme. La fe en la Palabra de Dios, el amor por las almas de los hombres y los votos que hice en mi ordenamiento me empujan a dar testimonio de los errores del presente. Y creo que lo que dijo nuestro Señor es eminentemente verdad para esta época: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”.
III. Lo tercero que quiero pedirte que consideres es el particular nombre que da nuestro Señor Jesucristo a las doctrinas de los fariseos y saduceos. Las palabras que utilizaba nuestro Señor eran siempre las más sabias y las mejores que se podían emplear. Podría haber dicho: “Mirad, guardaos de la doctrina, la enseñanza o las opiniones de los fariseos y de los saduceos”. Pero no dice eso: utiliza una palabra de una naturaleza especial. Dice: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”. Ahora bien, todos sabemos cuál es el verdadero significado de la palabra “levadura”: la levadura que se añade a la masa que se utiliza para hacer una barra de pan. La proporción de esta levadura es muy pequeña respecto a la masa a la que se añade; igualmente —quiere decir nuestro Señor—, los comienzos de la falsa doctrina son pequeños en comparación con el cuerpo del cristianismo. Obra callada y silenciosamente; igualmente —quiere decir nuestro Señor—, la falsa doctrina obra secretamente en el corazón donde se introduce. Cambia desapercibidamente el carácter de toda la masa con que se mezcla; igualmente —quiere decir nuestro Señor—, las doctrinas de los fariseos y de los saduceos lo trastocan todo una vez que se las acepta en una iglesia o en el corazón de un hombre. Advirtamos estos puntos: arrojan luz sobre muchas cosas que vemos en la actualidad. Es de gran importancia aprender las lecciones de sabiduría que contiene la palabra “levadura”. La falsa doctrina no se enfrenta a los hombres cara a cara y proclama que es falsa. No hace sonar una trompeta ante ella ni intenta alejarnos abiertamente de la Verdad que tenemos en Jesús. No viene a los hombres a la luz del día y les llama a rendirse. Se acerca a nosotros en secreto, calladamente, clandestinamente y de forma convincente, sin levantar así las sospechas de la persona y ponerla en guardia. Es el lobo vestido de oveja y Satanás con ropajes de ángel de luz lo que ha demostrado ser siempre el mayor enemigo de la Iglesia de Cristo. Creo que el campeón más extraordinario de los fariseos no es aquel que te pide abierta y sinceramente que te unas a la Iglesia de Roma: es aquel que dice que está de acuerdo contigo en todos los puntos doctrinales. No quiere quitar nada de las ideas evangélicas que sostienes; no quiere que hagas cambio alguno en absoluto; lo único que te pide es que añadas algo más a tu creencia a fin de que tu cristianismo sea perfecto. “Créeme —dice—, no queremos que renuncies a nada. Solo queremos que tengas unas cuantas ideas más claras con respecto a la Iglesia y a los sacramentos. Queremos que añadas a tus opiniones actuales algo más con respecto a la función del ministro, un poco más con respecto a la autoridad episcopal, un poco más con respecto al Libro de Oración y un poco más con respecto a la necesidad de orden y disciplina. Solo queremos que añadas algo más de estas cosas a tu sistema religioso y con eso ya estarás en lo cierto”. Pero cuando los hombres te hablan de esta forma, entonces es el momento de recordar lo que dijo nuestro Señor y de mirar y guardarse. Esta es la levadura de los fariseos contra la que debemos estar en guardia. ¿Por qué digo esto? Porque no hay garantías contra la doctrina de los fariseos a menos que nos resistamos a sus principios en los comienzos. Comenzando con “algo más con respecto a la Iglesia”, puede que un día te encuentres poniendo a la Iglesia en el lugar de Cristo. Comenzando con “algo más con respecto al ministerio”, quizá un día consideres al ministro como “el mediador entre Dios y el hombre”. Comenzando con “algo más con respecto a los sacramentos”, puede que un día renuncies por completo a la doctrina de la justificación por la fe sin las obras de la Ley. Comenzando con “algo más de reverencia al Libro de Oración”, quizá un día lo antepongas a la Palabra de Dios misma. Comenzando con “algo más de honor para los obispos”, quizá niegues finalmente la salvación de todo aquel que no pertenezca a la Iglesia episcopal. Me estoy limitando a contar una antigua historia; solamente estoy señalando caminos pisados por cientos de miembros de la Iglesia de Inglaterra en los últimos años. Comenzaron criticando a los reformadores y acabaron tragándose los decretos del Concilio de Trento. Comenzaron por ensalzar a Laud y a los non-jurors y terminaron llegando mucho más lejos que ellos y uniéndose formalmente a la Iglesia de Roma. Creo que, cuando oigamos a hombres que nos piden que “añadamos algo más” a nuestras buenas y viejas ideas evangélicas, deberíamos ponernos en guardia. Deberíamos recordar la amonestación de nuestro Señor: “Guardaos de la levadura de los fariseos”. Creo que el más peligroso campeón de la escuela saducea no es aquel que te dice abiertamente que quiere que dejes a un lado una parte de la Verdad y te conviertas en un librepensador y un escéptico. Es aquel que comienza a insinuar silenciosamente dudas con respecto a la postura religiosa que debiéramos adoptar, dudas con respecto a si debiéramos ser tan categóricos cuando decimos “esto es cierto y eso es falso”, dudas con respecto a si es correcto pensar que están equivocadas las personas que difieren de nuestras opiniones religiosas, puesto que, después de todo, puede que tengan tanta razón como nosotros. Es el hombre que nos dice que no debemos condenar las ideas de nadie, no sea que nos equivoquemos mostrando falta de caridad. Es el hombre que siempre comienza hablando de una forma vaga acerca de Dios como un Dios de amor e insinúa que quizá deberíamos creer que todos los hombres, sin importar la doctrina que profesen, se salvarán. Es el hombre que nos recuerda constantemente que deberíamos tener cuidado de pensar a la ligera de hombres con grandes mentes y grandes intelectos (aunque sean deístas y escépticos), que no piensan como nosotros; y que, al fin y al cabo, “¡todas las grandes mentes son, en mayor o menor medida, enseñadas de Dios!”. Es el hombre que siempre está hablando de las dificultades de la inspiración y que siempre está poniendo en duda que todos los hombres no se salvarán al final y que no todos estarán en lo cierto a los ojos de Dios. Es el hombre que corona esta clase de discurso despachando algunas burlas contra lo que él denomina “ideas chapadas a la antigua”, “teología estrecha de miras”, “fanatismo” y “falta de liberalidad y comprensión” en la actualidad. Pero cuando los hombres empiezan a hablarnos de esta forma, es el momento de ponernos en guardia. Es el momento de recordar las palabras de nuestro Señor Jesucristo, de mirar y guardarnos de la levadura. Una vez más, ¿por qué digo esto? Lo digo porque no hay más garantía contra el saduceísmo que contra el fariseísmo a menos que nos resistamos a sus principios en sus primeros brotes. Tras comenzar con cierto discurso vago con respecto a la “caridad” puedes acabar en la doctrina de la salvación universal, llenando el Cielo con una variopinta y heterogénea multitud de malvados y de buenos, y negando la existencia del Infierno. Tras comenzar con unas cuantas frases altisonantes con respecto al intelecto y a la luz interior del hombre, puedes acabar negando la obra del Espíritu Santo y sosteniendo que Homero y Shakespeare estaban tan inspirados como S. Pablo, y prácticamente dejando así a un lado la Biblia. Tras comenzar con alguna idea nebulosa y fantasiosa con respecto a que “todas las religiones contienen verdad en mayor o menor medida”, quizá acabes negando completamente la necesidad de las misiones y sosteniendo que lo mejor es dejar a todo el mundo en paz. Tras comenzar con cierto descontento con la “religión evangélica” por considerarla chapada a la antigua, estrecha y exclusivista, quizá acabes rechazando todas las doctrinas esenciales del cristianismo: la expiación, la necesidad de la gracia y la divinidad de Cristo. Nuevamente repito que solo estoy contando una vieja historia: solamente dibujo un camino que muchos han pisado en los últimos años. En otro tiempo les satisfacían eruditos como Newton, Scott, Cecil y Romaine; ¡ahora pretenden haber encontrado un camino mejor en los principios propuestos por teólogos de la escuela liberal! Creo que no hay seguridad para el alma de un hombre a menos que recuerde la lección que implican estas solemnes palabras: “Guardaos de la levadura de los saduceos”. Cuidémonos de la clandestinidad de esta falsa doctrina. Como el fruto del que comieron Adán y Eva, a primera vista parece agradable, bueno y codiciable. No hay una señal de veneno escrita en él, y por eso las personas no lo temen. Como una moneda falsa, no lleva una marca que diga “mala”; su misma semejanza con la Verdad hace que resulte aceptable. Cuidémonos de los diminutos comienzos de la falsa doctrina. Toda herejía comenzó en un tiempo como una pequeña desviación de la Verdad. Solo hace falta una pequeña semilla de error para crear un gran árbol. Son las pequeñas piedras las que constituyen un gran edificio. El gran arca de Noé, donde él y su familia se salvaron del diluvio, fue construida con árboles pequeños. Un poco de levadura leuda toda la masa. Un pequeño error en un eslabón de la cadena hace naufragar al imponente navío, ahogándose con él toda su tripulación. La omisión o la adición de un pequeño elemento en la receta del médico estropea toda la medicina y la convierte en veneno. No toleremos tranquilamente algo de deshonestidad, un poco de fraude o unas cuantas mentiras; igualmente, no permitamos jamás que una pequeña falsa doctrina nos destruya al pensar que es “poca cosa” y que no puede perjudicarnos. Los gálatas no parecían estar haciendo nada muy peligroso cuando “[guardaban] los días, los meses, los tiempos y los años”; y, sin embargo, S. Pablo dice: “Me temo de vosotros”. Por último, cuidémonos de suponer que no estamos de modo alguno en peligro: “Nuestras tesis son sanas; descansamos sobre terreno firme; puede que otros caigan, ¡pero nosotros estamos a salvo!”. Cientos han pensado lo mismo y han acabado mal. En su confianza en sí mismos se han visto mezclados en pequeñas tentaciones y sutiles formas de falsa doctrina; en su orgullo, se acercaron al borde del peligro; y ahora parecen perdidos para siempre. Parece como si se hubieran entregado a un gran engaño hasta creer una mentira. Algunos han cambiado su Libro de Oración por el breviario y están orando a la virgen María y postrándose ante imágenes. Otros están tirando por la borda una doctrina tras otra y prometen despojarse de cualquier tipo de religión salvo algunos retazos de deísmo. Es impresionante cómo lo refleja El progreso del Peregrino, que describe la colina del Error como “muy escarpada al otro lado”, y “cuando Cristiano y Esperanzado miraron hacia abajo vieron en el fondo los cuerpos de varios hombres despedazados por la caída desde la cima”. Jamás, jamás olvidemos la amonestación a guardarnos de la “levadura” y, si creemos que nos mantenemos firmes, miremos que no caigamos.
IV. Propongo, en cuarto y último lugar, indicar algunas salvaguardas y algunos antídotos contra los peligros de la actualidad: la levadura de los fariseos y la levadura de los saduceos. Creo que todos necesitamos más y más la presencia del Espíritu Santo en nuestros corazones para guiarnos, enseñarnos y conservarnos sanos en la fe. Todos necesitamos velar más y orar para ser guardados y protegidos de desviarnos. Pero, aun así, hay ciertas importantes verdades que debemos asegurarnos de tener en mente de forma especial en una época como esta. Hay tiempos cuando alguna epidemia invade un país y las medicinas, siempre valiosas, adquieren un valor especial. Hay lugares donde prevalece un tipo concreto de malaria en el que los medicamentos, valiosos en cualquier lugar, lo son más que nunca a consecuencia de ello. De la misma forma, creo que hay épocas y tiempos en la Iglesia de Cristo cuando tenemos que afianzar nuestra sujeción a determinadas importantes verdades esenciales, tomarlas en nuestras manos con mayor firmeza de la habitual, abrazarlas estrechamente y no soltarlas. Esas doctrinas son las que quiero presentar por orden como los grandes antídotos contra la levadura de los fariseos y de los saduceos. Cuando Saúl y Jonatán fueron alcanzados por flechas, David ordenó a los hijos de Israel que aprendieran a utilizar el arco. a) Por un lado, si queremos conservarnos sanos en nuestra fe debemos prestar atención a nuestra doctrina con respecto a la corrupción absoluta de la naturaleza humana. La corrupción de la naturaleza humana no se puede tomar a la ligera. No es una enfermedad parcial y superficial, sino una corrupción radical y universal de la voluntad del hombre, sus inclinaciones y su conciencia. No somos meramente pobres y lastimeros pecadores a los ojos de Dios: somos pecadores culpables; somos pecadores censurables: merecemos en justicia la ira de Dios y su condena. Creo que son contados los errores y las falsas doctrinas en cuyos orígenes no encontramos ideas equivocadas con respecto a la corrupción de la naturaleza humana. Las ideas equivocadas con respecto a una enfermedad suelen conllevar ideas equivocadas con respecto al medicamento. Las ideas equivocadas con respecto a la corrupción de la naturaleza humana siempre conllevarán ideas equivocadas con respecto al gran antídoto y la cura para esa corrupción. b) Por otro lado, debemos prestar atención a nuestra doctrina con respecto a la inspiración y la autoridad de las Santas Escrituras. Sostengamos con valentía, ante todos los que digan lo contrario, que toda la Biblia ha sido dada por inspiración del Espíritu Santo, que toda ella es completamente inspirada, no una parte más que otra, y que hay un abismo entre la Palabra de Dios y cualquier otro libro del mundo. No debemos temer las dificultades que puedan salirnos al paso en cuanto a la doctrina de la inspiración plenaria. Hay muchas cosas en ella que son demasiado elevadas para nuestra comprensión: es un milagro, y todos los milagros son forzosamente misteriosos. Pero, si no creemos en nada hasta poder explicarlo en su totalidad, ciertamente creeremos en muy pocas cosas. No debemos temer los ataques a la Biblia por parte de la crítica. Desde los tiempos de los Apóstoles, la Palabra del Señor ha sido “probada” incesantemente y jamás ha dejado de salir como el oro, indemne e inmaculada. No debemos temer los descubrimientos de la ciencia. Puede que los astrónomos sondeen los cielos con sus telescopios y que los geólogos lleguen al corazón de la Tierra, pero jamás debilitarán la autoridad de la Biblia. “Jamás se descubrirá contradicción entre la voz de Dios y la obra de las manos de Dios”. No debemos temer las investigaciones de los exploradores. Jamás descubrirán nada que contradiga la Biblia de Dios. Creo que, si Layard recorriera toda la Tierra y excavara cien Nínives enterradas, no encontraría una sola inscripción que contradijera un solo hecho de la Palabra de Dios. Más aún, debemos afirmar valientemente que esta Palabra de Dios es la única regla de fe y conducta, que ningún hombre puede exigir nada que no esté escrito en ella como necesario para la salvación y que, por muy convincentemente que se defiendan nuevas doctrinas, si no están en la Palabra de Dios no son dignas de nuestra atención. No importa en absoluto quién diga algo, ya sea un obispo, un archidiácono, un deán o un presbítero. No importa en absoluto que esté bien dicho, de forma elocuente, atractiva y convincente, y de tal forma que te ponga en ridículo. No debemos creerlo a menos que se nos pruebe por medio de la Santa Escritura. En último lugar, pero no por ello de menor importancia, debemos utilizar la Biblia demostrando que creemos que nos fue dada por inspiración. Debemos utilizarla con reverencia y leerla con toda la ternura con que leeríamos las palabras de un padre ausente. No debemos esperar ausencia de misterios en un libro inspirado por el Espíritu de Dios. Debemos recordar que en la naturaleza existen muchas cosas que no podemos entender y que lo mismo que sucede con el libro de la naturaleza sucederá siempre con el libro de la Revelación. Deberíamos acercarnos a la Palabra de Dios con ese espíritu piadoso que recomendaba Lord Bacon hace muchos años: “Recuerda —dice hablando acerca del libro de la naturaleza— que el hombre no es el dueño de ese libro, sino un intérprete del mismo”. Y, tal como tratamos el libro de la naturaleza, así debemos tratar el Libro de Dios. No debemos acercarnos a él para enseñar, sino para aprender; no como sus maestros, sino como humildes alumnos que intentan comprenderlo. c) Por otro lado, debemos prestar atención a nuestra doctrina con respecto a la expiación y al oficio sacerdotal de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Debemos sostener valientemente que la muerte de nuestro Señor en la Cruz no fue una muerte común. No fue la muerte de alguien que, como Cranmer, Ridley y Latimer, fueron mártires. No fue la muerte de alguien que murió solamente para dejarnos un ejemplo de abnegación y entrega. La muerte de Cristo fue un sacrificio a Dios del propio cuerpo de Cristo y de su sangre para satisfacer el castigo merecido por el pecado y la transgresión del hombre. Fue un sacrificio y una propiciación; un sacrificio tipificado en cada ofrenda de la Ley mosaica, un sacrificio de la más poderosa influencia sobre el género humano. Sin el derramamiento de esa sangre no podría haber —no habría habido— remisión alguna de pecado. Más aún, debemos afirmar valientemente que ese Salvador crucificado está sentado para siempre a la diestra de Dios para interceder por todos los que acuden a Dios por medio de Él, qué Él les representa allí y ruega por los que han depositado su confianza en Él y que no ha delegado su oficio de Sacerdote y Mediador a ningún hombre o conjunto de hombres sobre la Tierra. No necesitamos a nadie más. No necesitamos a la virgen María ni a los ángeles, ni a ningún santo, sacerdote o persona —ordenada o sin ordenar— para que medie entre Dios y nosotros; solo necesitamos al único Mediador: Cristo Jesús. Más aún, debemos afirmar valientemente que la tranquilidad de conciencia no se compra por medio de la confesión a un sacerdote y recibiendo la absolución de un hombre por el pecado. Solo se obtiene acudiendo al gran Sumo Sacerdote, Cristo Jesús; por medio de la confesión ante Él, no ante el hombre; y porque nos absuelve Él únicamente, el único que puede decir: “Tus pecados te son perdonados: ve en paz”. En último lugar, pero no por ello de menor importancia, debemos afirmar valientemente que esa paz con Dios, una vez obtenida por medio de la fe en Cristo, no debe guardarse por medio de meros actos externos de adoración ceremonial ni recibiendo el sacramento de la Santa Cena cada día, sino por medio de la costumbre diaria de mirar al Señor Jesucristo por fe, comiendo por fe su cuerpo y bebiendo por fe su sangre; esa comida y esa bebida de la que nuestro Señor dice que quien coma y beba hallará que su “carne es verdadera comida y [su] sangre es verdadera bebida”. El santo John Owen declaró hace mucho tiempo que, si había algo que Satanás deseaba echar abajo más que ninguna otra cosa, era el oficio sacerdotal de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Satanás sabía bien —decía Owen— que era el “principal fundamento de la fe y el consuelo de la Iglesia”. Las ideas correctas con respecto a ese oficio son de esencial importancia en la actualidad para que los hombres no caigan en el error. d) Debo mencionar otro antídoto más. Debemos prestar atención a nuestra doctrina con respecto a la obra del Espíritu Santo. Tengamos presente que su obra no es una actuación invisible e incierta en el corazón y que donde está no se oculta, no pasa desapercibido. No creemos que el rocío al caer pueda pasar desapercibido o que, habiendo vida en un hombre, no se pueda ver y observar en su aliento. Lo mismo sucede con la influencia del Espíritu Santo. Ningún hombre tiene derecho a decir que la tiene a menos que puedan verse sus frutos —los efectos de su experiencia— en su vida. Donde Él esté habrá una nueva creación y un nuevo hombre. Donde Él esté habrá siempre un nuevo conocimiento, una nueva fe, una nueva santidad, nuevos frutos en la vida, en la familia, en el mundo, en la Iglesia. Y donde no se vean estas cosas, podemos decir con toda confianza que la obra del Espíritu Santo está ausente. Estos son tiempos en que todos necesitamos estar en guardia con respecto a la doctrina de la obra del Espíritu. Madame Guyon dijo hace mucho tiempo que quizá llegaría la época en que los hombres tuvieran que ser mártires por la obra del Espíritu Santo. Ese momento no parece lejano. En cualquier caso, si hay una verdad religiosa que parece ser más despreciada que otras, es la obra del Espíritu Santo. Deseo recalcar la inmensa importancia de estos cuatro puntos a todos los que lean este capítulo: a) ideas claras con respecto a que la naturaleza humana es pecaminosa; b) ideas claras con respecto a la inspiración de la Escritura; c) ideas claras con respecto a la expiación y el oficio sacerdotal de nuestro Señor y Salvador Jesucristo; d) e ideas claras con respecto a la obra del Espíritu Santo. Creo que en el corazón que está firme en cuanto a estos cuatro puntos no hallarán asidero doctrinas extrañas con respecto a la Iglesia, el ministerio y los sacramentos ni con respecto al amor de Dios, la muerte de Cristo y la eternidad del castigo. Creo que son cuatro grandes salvaguardas contra la levadura de los fariseos y de los saduceos. Concluiré ahora este capítulo con algunas indicaciones a modo de aplicación práctica. Deseo que toda esta cuestión resulte útil a todos aquellos en cuyas manos caigan estas páginas y ofrecer una respuesta a las preguntas que puedan surgir en algunos corazones: ¿Qué debemos hacer? ¿Qué consejos puedes ofrecernos para estos tiempos? 1) En primer lugar, quiero pedir a todo lector de este capítulo que averigüe si tiene una religión salvadora personal para su propia alma. Esto es lo principal, a fin de cuentas. No servirá de provecho alguno a ningún hombre el pertenecer a una firme Iglesia visible si él mismo no pertenece a Cristo. De nada le servirá tener salubridad intelectual en la fe y conformarse a la sana doctrina si su propio corazón no está sano. ¿Es este tu caso? ¿Puedes decir que tu corazón está sano a los ojos de Dios? ¿Lo ha renovado el Espíritu Santo? ¿Permanece Cristo en ti por la fe? ¡No descanses, no descanses hasta que puedas dar una respuesta afirmativa a estas preguntas! El hombre que muere inconverso, por muy sanas que sean sus ideas, estará tan ciertamente perdido para siempre como el peor fariseo o saduceo que haya vivido. 2) En siguiente lugar, permítaseme rogar a cada lector de este capítulo que desee tener una fe sana que estudie diligentemente la Biblia. Ese bendito libro se nos ha dado para que sea lámpara a nuestros pies y lumbrera en nuestro camino. Ningún hombre que lo lea con reverencia, oración, humildad y regularidad se desviará del camino al Cielo. Todo sermón, todo libro religioso y todo ministerio deben ser probados y evaluados por él. ¿Quieres saber cuál es la Verdad? ¿Te sientes confundido y desorientado por la guerra de palabras que oyes por todas partes con respecto a la religión? ¿Quieres saber lo que debes creer y lo que debes ser y hacer a fin de ser salvo? Toma tu Biblia y aléjate del hombre. Lee tu Biblia orando fervorosamente por la enseñanza del Espíritu Santo; léela con la determinación sincera de guiarte por sus lecciones. Hazlo con firmeza y perseverancia y verás la luz: serás protegido de la levadura de los fariseos y de los saduceos y guiado a la vida eterna. La mejor forma de hacer una cosa es hacerla. Actúa según este consejo sin demora. 3) En siguiente lugar, permítaseme aconsejar a cada lector de este capítulo que tiene razones para creer que su fe y su corazón están sanos que preste atención a la proporción de las verdades. Con eso pretendo recalcar la importancia de otorgar a cada una de las diversas verdades del cristianismo idéntico lugar y posición en nuestro corazón al recibido en la Palabra de Dios. Las cosas primordiales no se deben poner en segundo lugar y las cosas secundarias no deben tener prioridad en nuestra religión. No se debe poner la Iglesia por encima de Cristo; no se deben poner los sacramentos por encima de la fe y de la obra del Espíritu Santo. No se debe exaltar a los ministros por encima del lugar que les ha asignado Cristo; los medios de gracia no deben considerarse como fines en lugar de medios. Tener en cuenta este punto es de gran importancia: los errores que surgen por desatenderlo no son pocos ni pequeños. De ahí la inmensa importancia de estudiar toda la Palabra de Dios, sin omitir nada y evitando la parcialidad al leer una parte más que otra. De ahí también el valor de tener un sistema cristiano claro en nuestras mentes. Le iría muy bien a la Iglesia de Inglaterra leer sus Treinta y Nueve Artículos y advertir el bello orden en que declaran las principales verdades que deben creer los hombres. 4) En siguiente lugar, permítaseme suplicar a todo siervo de Cristo con un corazón sincero que no se deje engañar por el especioso disfraz bajo el que suelen acercarse las falsas doctrinas a nuestras almas en la actualidad. Cuídate de suponer que se puede confiar en un maestro religioso porque, aun a pesar de sostener algunas ideas erróneas, “enseña muchas verdades”. Tal maestro es precisamente el que puede hacerte más daño: el veneno es siempre más peligroso cuando se da en pequeñas dosis y mezclado con comida saludable. Ten cuidado de no dejarte llevar por el aparente fervor de muchos de los maestros y defensores de la falsa doctrina. Recuerda que el celo, la sinceridad y el fervor no son prueba alguna de que un hombre está trabajando para Cristo y de que hay que creerle. Sin duda fue el fervor lo que movió a Pedro a ofrecer al Señor librarse y no ir a la Cruz; sin embargo, nuestro Señor le dijo: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!”. No cabe duda de que Saulo era movido por un gran fervor cuando fue de un lugar a otro persiguiendo a los cristianos; sin embargo, lo hizo por ignorancia y su celo no era con conocimiento. No cabe duda de que los fundadores de la Inquisición española estaban llenos de fervor y, al quemar vivos a los santos de Dios, pensaban que estaban prestando un servicio a Dios; sin embargo, en realidad estaban persiguiendo a los miembros de Cristo y siguiendo los pasos de Caín. Es un hecho terrible que “el mismo Satanás se disfraza como ángel de luz” (2 Corintios 11:14). ¡De todos los engaños que se dan en estos últimos tiempos no hay otro más extendido que la idea de que “si un hombre es fervoroso en su religión tiene que ser un hombre bueno”! Ten cuidado de no dejarte llevar por este engaño; ¡ten cuidado de que no te extravíen “hombres fervorosos”! El fervor es en sí mismo algo excelente; pero debe ser un fervor en nombre de Cristo y de toda su Verdad o, si no, carece de valor alguno en absoluto. 5) En siguiente lugar, permítaseme aconsejar a todo verdadero siervo de Cristo que examine su propio corazón frecuente y detenidamente en relación con su estado ante Dios. Esta es una práctica que resulta útil en todas las épocas; pero es especialmente deseable en el presente. Cuando la gran peste de Londres estaba en su máximo apogeo, la gente observaba de una forma que nunca había observado antes el más mínimo síntoma que aparecía en su cuerpo. Una mancha aquí o allá, que en tiempo de salud los hombres considerarían sin importancia, recibía una gran atención cuando la peste estaba diezmando familias y matando a uno tras otro. Así debería ser con nosotros mismos en los tiempos en que vivimos. Debemos observar nuestros corazones con doble vigilancia. Debemos dedicar más tiempo a la meditación, a examinarnos a nosotros mismos y a la reflexión. Es una época de prisas y apresuramientos; si queremos ser guardados de caer, debemos dedicar tiempo a estar con frecuencia a solas con Dios. (6) Por último, permítaseme animar a todos los verdaderos creyentes a contender ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos. No tenemos motivos para avergonzarnos de esa fe. Estoy firmemente convencido de que no hay sistema que proporcione más vida, que esté calculado de tal forma para despertar a los que duermen, guiar a los que buscan y edificar a los santos que el llamado sistema cristiano evangélico. Dondequiera que se predica fielmente, se pone en acción eficazmente y se adorna coherentemente con las vidas de sus maestros, está el poder de Dios. Quizá se hable en su contra y algunos se burlen; pero lo mismo sucedió en los tiempos de los Apóstoles. Quizá muchos de sus defensores lo presenten y lo defiendan débilmente; pero, al final, sus frutos y resultados son su principal elogio. Ningún otro sistema religioso puede ofrecer tantos frutos. En ningún otro lugar se convierten tantas almas a Dios como en las congregaciones donde se predica el Evangelio de Jesucristo en su plenitud, sin mezclarlo con la doctrina farisea o saducea. Sin lugar a dudas, no se nos llama a ser meros polemistas, pero jamás debiéramos avergonzarnos de dar testimonio de la Verdad tal como es en Jesús y de defender con denuedo la religión evangélica. Tenemos la Verdad y no debemos tener miedo a decirlo. El día del Juicio demostrará quién está en lo cierto, y a ese día debemos mirar con valenlía.
Ryle, J. C. (2003). Advertencias a las iglesias (D. C. Williams, Trad.; Primera edición, pp. 42-67). Editorial Peregrino.
3 PRINCIPIOS PARA HONRAR A TUS PADRES A MEDIDA QUE VAN ENVEJECIENDO
Por Jim Newheiser Elyze Fitzpatrick
HONRAR A TUS PADRES Aunque los hijos adultos están libres del control paterno, siguen teniendo la responsabilidad de honrar a sus padres (Éx 20:12). Los hijos adultos honran a sus padres cuando buscan su consejo respecto a decisiones importantes. También muestran amor y respeto invirtiendo en la relación por medio de visitas frecuentes y llamadas telefónicas. Muchas familias jóvenes honran a padres que viven lejos usando sus recursos limitados y sus días de vacaciones para ir a visitarlos. Esto puede producir recuerdos que duran toda la vida y lazos más fuertes con nuestros hijos y nietos. A medida que los hijos adultos ganan una perspectiva más madura de la edad adulta, entienden y valoran cada vez más todo el esfuerzo de sus padres, y eso suele llevarlos a un mayor agradecimiento.
HONRA A TUS PADRES ASEGURÁNDOTE DE QUE SUS NECESIDADES ESTÉN CUBIERTAS Aunque muchos de nosotros anhelamos disfrutar esa etapa del nido vacío en la que se supone tendríamos menos responsabilidades, por lo general estos son los años en que nuestros padres ancianos comienzan a necesitar más de nuestra ayuda. Jesús mismo enseñó que tenemos la obligación de honrar a nuestros padres, lo que incluye asegurarnos de que sus necesidades materiales estén cubiertas. Él condenó fuertemente a los fariseos por usar el servicio a Dios como una excusa para evitar su deber (Mt 15:3-6). Jesús incluso cumplió esta parte de la ley mientras moría en la cruz, asegurándose de que alguien cuidara de Su madre porque Él ya no podría hacerlo en Su humanidad. Él la encomendó dulcemente al cuidado de Su amado amigo, el apóstol Juan, quien la llevó a su casa (Jn 19:26-27).
El apóstol Pablo manda a los hijos y nietos a proveer para las necesidades económicas de sus madres y abuelas viudas antes de pedirle ayuda a la iglesia (1Ti 5:4). De hecho, él condena como peores que incrédulos a los que no cumplen esta obligación básica para con la familia (1Ti 5:8).
Desgraciadamente nuestra cultura poscristiana se está apartando rápidamente de los valores bíblicos. La responsabilidad de cuidar de los ancianos se ha transferido de la familia al estado. La mayoría de los hijos adultos simplemente suponen que es tarea del gobierno proveer para sus padres ancianos. Pero incluso cuando sus necesidades físicas están siendo cubiertas por una institución, muchas de estas personas mayores se sienten solas. Sus hijos están demasiado ocupados con sus propias familias y carreras como para tener mucho tiempo para el abuelo o la abuela. Suponen que ya que las necesidades físicas de sus padres están cubiertas no necesitan que los visiten.
Mientras más se hunda nuestra sociedad en el ensimismamiento, más sufrirán las personas mayores. Esa generación que aprendió a abortar bebés no deseados porque eran un estorbo en su estilo de vida está comenzando a lidiar con sus parientes mayores, a quienes también consideran un estorbo.1 El porcentaje de gente de edad avanzada en nuestra población aumentará notablemente a medida que los baby boomers (todos los que nacieron durante la explosión de natalidad que hubo tras la Segunda Guerra Mundial) alcancen la edad de jubilación. Habrá menos trabajadores pagando impuestos para financiar la Seguridad Social, el seguro médico del estado y otros programas para los ancianos. El incremento en los costos médicos podría aumentar la presión social y política para deshacerse de los ancianos, ya sea por medio de la eutanasia o negándoles la atención médica. Los políticos ya están hablando sobre la necesidad de racionar la atención médica y se cuestionan si vale la pena desperdiciar recursos limitados en personas no productivas que de cualquier manera ya no van a vivir mucho tiempo.
LOS CRISTIANOS TIENEN LA OPORTUNIDAD DE SER LUZ EN EL MUNDO Así como los primeros cristianos demostraron el valor que le daban a la vida, así como su amor por sus semejantes al cuidar a bebés no deseados que habían sido abandonados para morir,3 nosotros tenemos la oportunidad de manifestar la luz de Cristo por la manera en que cuidamos a los miembros ancianos de nuestra familia. Muchas familias cristianas han aceptado a una abuela viuda o a un abuelo inválido en sus casas para que puedan pasar sus últimos días rodeados de los que los aman y cuidan de ellos. Otros, cuyos padres todavía son algo independientes, pasan mucho tiempo ayudando a mamá y papá con varias tareas del hogar. Tal amor refleja el amor sacrificial de Jesús, quien sacrificó tiempo, comodidad, privacidad y dinero por amor a los demás. Hacerse cargo de un padre anciano puede ser extremadamente estresante, sobre todo cuando tienes que lidiar con sus enfermedades físicas y mentales. Pero podemos mostrarles ese amor porque hemos sido muy amados (1Jn 4:19).
ACEPTANDO LAS LIMITACIONES Cuando una madre anciana o necesitada se muda con sus hijos, tendrá que recordar que su hijo o su yerno es ahora la cabeza de la casa. Quizá ha tenido que vivir por su cuenta durante muchos años, pero ahora tendrá que vivir bajo la autoridad de otro. No importa cuánto pueda amar a esa persona, le será difícil aceptar este cambio en la relación.
Uno de los mayores retos para las personas mayores es aceptar las nuevas limitaciones. Para ellas es muy difícil admitir que ya no pueden vivir solas y que ya no deben manejar ni administrar sus propias finanzas. También se encuentran en una posición donde deben considerar con humildad las necesidades e intereses de los miembros de su familia (Mt 7:12), aceptando y no resistiéndose a las limitaciones que se les impongan. Si tienen que lidiar con las penosas señales de una demencia precoz, también van a llegar a frustrarse cuando se den cuenta de que ya no pueden pensar tan claramente como solían hacerlo. Llegará un punto en el que tendrán que confiar en seres queridos que están en su sano juicio para que tomen por ellos las decisiones difíciles.
La manera de tratar con estas pérdidas es aceptando que Dios es soberano y que nos ha quitado algo que Él mismo nos había dado (Job 1:21).
La buena noticia para el creyente es que estos sufrimientos son temporales. Nuestra bendita esperanza es que un día nuestras enfermedades ya no existirán más; nuestros cuerpos serán resucitados en la semejanza de Su glorioso cuerpo cuando Él regrese (Fil 3:20-21). Esta dulce promesa por sí sola es lo suficientemente poderosa como para sostener a los creyentes mientras atraviesan el valle de sombra de muerte —incluso una muerte lenta como la que resulta de padecer demencia o alzhéimer.
A veces los hijos con padres ancianos vienen a nosotros pidiendo consejo sobre cómo manejar la renuencia de sus padres a recibir ayuda o aceptar las limitaciones. Cuando los padres viven solos los hijos temen por su seguridad, y quizá por la seguridad de los demás (en el caso de padres ancianos que ya no deberían manejar un carro). En este tipo de situaciones, los hijos también tienen que reconocer su propio poder limitado. Por lo general no pueden obligar a sus padres a que actúen con prudencia, y podrían dañar la relación si lo intentan. A menos que el padre sea un gran peligro para sí mismo o para los demás, puede ser que tengas que esperar pacientemente y confiar en que el Señor cuide de ellos.
Otro posible factor que pudiera complicar las cosas son los conflictos entre los hermanos. La hija que vive cerca de los padres o que se los lleva a su casa puede sentir que está soportando una carga muy grande mientras los demás se quedan muy cómodos. Los que viven más lejos pudieran sospechar que el hijo que está más involucrado en las vidas de los padres está sacando ventaja de su posición adquiriendo los bienes paternos y las herencias. Es muy importante que los hermanos se comuniquen francamente sobre estos temas y lo hagan de acuerdo a los principios bíblicos de suponer lo mejor (1Co 13:7), pasar por alto las faltas (1P 4:8) y considerar los intereses de los demás por encima de los propios (Fil 2:3-4).
Una vida fiel en medio de estos retos puede parecer que está más allá de tu alcance. Tratar de equilibrar la responsabilidad de cuidar a tus padres ancianos con el resto de tus responsabilidades (cónyuge, hijos que vivan en tu casa e hijos que se han ido de la casa) seguramente va a ser abrumador. Permítenos recomendarte que busques el consejo bíblico de tu pastor o de un consejero bíblico que te pueda ayudar a clasificar tus variadas responsabilidades y priorizarlas.
Este artículo 3 principios para honrar a tus padres a medida que van envejeciendo fue adaptado de una porción del libro Nunca dejas de ser padre, publicado por Poiema Publicaciones. Puedes descargar una muestra gratuita visitando este enlace.