Fariseos y saduceos | J.C. Ryle

Fariseos y saduceos
“Y Jesús les dijo: Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”
(Mateo 16:6).

Cada palabra pronunciada por el Señor Jesús está repleta de profunda enseñanza para los cristianos. Es la voz del Pastor supremo. Es el Cabeza de la Iglesia dirigiéndose a todos sus miembros, el Rey de reyes hablando a sus súbditos, el Señor de la casa hablando a sus siervos, el Capitán de nuestra salvación hablando a sus soldados. Por encima de todo, es la voz de Aquel que dijo: “Yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar” (Juan 12:49). El corazón de todo creyente debiera arder en su interior cuando oye las palabras de su Señor, debiera decir: “¡La voz de mi amado!” (Cantares 2:8).

Y cualquier palabra pronunciada por el Señor Jesús es de gran valor. Preciosas como el oro son todas sus palabras de doctrina y preceptos; preciosas son todas sus palabras de consuelo y ánimo; no menos preciosas son todas sus palabras de advertencia y aviso. No debemos escucharle solamente cuando dice: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados”; también debemos escucharle cuando dice: “Mirad, guardaos”.

Voy a centrar mi atención en una de las más solemnes y enérgicas advertencias que profirió el Señor Jesús: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”. Sobre este texto quiero erigir un faro para todos aquellos que deseen ser salvos y para proteger a algunas almas, si es posible, del naufragio. Los tiempos exigen grandemente faros como este: los naufragios espirituales de los últimos veinticinco años han sido lamentablemente numerosos. Los guardianes de la Iglesia deben hablar claramente ahora o callar para siempre.

I. Antes que nada pediría a mis lectores que observen a quién se dirige la advertencia del texto.
Nuestro Señor Jesucristo no estaba hablando a hombres mundanos, impíos y sin santificar, sino a sus propios discípulos, compañeros y amigos. Se dirigía a hombres que, a excepción del apóstata Judas Iscariote, eran limpios de corazón a los ojos de Dios. Hablaba a los Doce Apóstoles, a los primeros fundadores de la Iglesia de Cristo y los primeros ministros de la Palabra de salvación. Y, sin embargo, aun a ellos les dirigió la solemne advertencia de nuestro texto: “Mirad, guardaos”.
Hay algo extraordinario con respecto a este hecho. Podríamos pensar que los Apóstoles no tenían gran necesidad de este tipo de advertencias. ¿No habían renunciado a todo por amor a Cristo? Lo habían hecho. ¿No habían soportado la aflicción por amor a Cristo? Lo habían hecho. ¿No habían creído en Jesús, seguido a Jesús y amado a Jesús cuando casi todo el mundo era incrédulo? Todas estas cosas son ciertas; y, sin embargo, era a ellos a quienes iba dirigida la advertencia: “Mirad, guardaos”. Podríamos pensar que, en cualquier caso, los discípulos no tenían mucho que temer de “la levadura de los fariseos y de los saduceos”. Eran hombres pobres y sin educación, la mayoría de ellos pescadores o publicanos; no tenían inclinaciones a favor de los fariseos y los saduceos; eran más propensos a sentir prejuicios contra ellos que a sentir algún tipo de atracción hacia ellos. Todo esto es perfectamente cierto; y, sin embargo, es a ellos a quienes va dirigida esta solemne advertencia: “Mirad, guardaos”.
Hay un útil consejo aquí para todos aquellos que profesamos amar al Señor Jesucristo con sinceridad. Nos dice alto y claro que los más eminentes siervos de Cristo no escapan a la necesidad de avisos y deben estar siempre en guardia. Nos muestra claramente que los creyentes más santos deben andar humildemente con este Dios y velar y orar para no caer en tentación y ser hallados en falta. Nadie es tan santo como para no caer; no definitivamente, no desesperadamente, sino para su propio malestar y para escándalo de la Iglesia y triunfo del mundo; nadie es tan fuerte como para no ser vencido durante un tiempo. Aun siendo elegidos por Dios el Padre, aun siendo justificados por la sangre y la justicia de Jesucristo, aun siendo santificados por el Espíritu Santo, los creyentes siguen siendo solo hombres: siguen estando en el cuerpo y en el mundo. Siempre están cerca de la tentación: siempre son susceptibles de errar, tanto en su doctrina como en su práctica. Sus corazones, aunque renovados, son muy débiles; su entendimiento, aunque iluminado, sigue embotado. Deben vivir como aquellos que viven en territorio enemigo y ponerse cada día la armadura de Dios. El diablo es muy activo: nunca duerme ni descansa. Recordemos las caídas de Noé, Abraham y Lot, Moisés, David y Pedro; y, al recordarlos, seamos humildes y tengamos cuidado de no caer.
Permítaseme decir que nadie necesita más las advertencias que los ministros del Evangelio de Cristo. Nuestro ministerio y nuestra ordenación no son garantía contra los errores y las equivocaciones. Tristemente, es muy cierto que las mayores herejías se han infiltrado en la Iglesia de Cristo por medio de hombres ordenados. Ni la ordenación episcopal, ni la ordenación presbiteriana ni cualquier otra ordenación confieren inmunidad alguna contra el error y la falsa doctrina. Nuestra misma familiaridad con el Evangelio engendra a menudo en nosotros un endurecimiento de nuestras mentes. Tendemos a leer las Escrituras, a predicar la Palabra y a dirigir la adoración pública y llevar el culto a Dios con un espíritu aburrido, endurecido, formal e insensible. Es muy probable que, a menos que vigilemos nuestros corazones, nuestra misma familiaridad con las cosas sagradas nos extravíe. “No hay otro lugar —dice un antiguo escritor— donde el alma de un hombre corra más peligro que en la labor sacerdotal”. La historia de la Iglesia de Cristo contiene muchas tristes demostraciones de que los más distinguidos ministros pueden desviarse durante un tiempo. ¿Quién no ha oído hablar del arzobispo Cranmer retractándose y echándose atrás con respecto a esas opiniones que tan resueltamente había defendido aunque, por la gracia de Dios, volviera finalmente a dar testimonio en una gloriosa confesión? ¿Quién no ha oído hablar del obispo Jewell firmando documentos que desaprobaba profundamente y cuya firma lamentó amargamente después? ¿Quién no sabe que se podría citar a muchos otros que, en alguna ocasión u otra, han incurrido en errores y se han desviado? ¿Y quién no conoce el triste hecho de que muchos de ellos jamás volvieron a la Verdad, sino que murieron con sus corazones endurecidos y permanecieron en sus errores hasta el fin?
Estas cosas debieran volvernos humildes y cautos. Nos dicen que desconfiemos de nuestros propios corazones y oremos para que se nos guarde de caer. En estos días, cuando se nos llama especialmente a aferrarnos firmemente a las doctrinas de la Reforma protestante, tengamos cuidado de que nuestro celo por el protestantismo no nos infle y nos vuelva orgullosos. Jamás digamos envanecidos: “Nunca caeré en el papismo o el modernismo”; esas ideas jamás tendrán nada que ver conmigo”. Recordemos que muchos comenzaron bien y siguieron bien durante un tiempo y, sin embargo, después se desviaron del camino verdadero. Tengamos cuidado de ser hombres espirituales además de protestantes, y verdaderos amigos de Cristo además de enemigos del Anticristo. Oremos para que se nos guarde del error y no olvidemos que los Doce Apóstoles mismos fueron los hombres a los que Aquel que es Cabeza de la Iglesia dirigió estas palabras: “Mirad, guardaos”.

II. En segundo lugar me propongo explicar cuáles eran esos errores de los que nuestro Señor advirtió a los Apóstoles. “Mirad —dice—, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”.
El peligro del que les previene es la falsa doctrina. No dice nada acerca de la espada de la persecución, de un quebrantamiento abierto de los Diez Mandamientos o del amor al dinero o al placer. Todas estas cosas eran sin duda peligros y trampas a los que las almas de los Apóstoles estaban expuestas; pero aquí nuestro Señor no pronuncia advertencia alguna contra ellas. Su advertencia se restringe a una sola cosa: “La levadura de los fariseos y de los saduceos”. No se nos deja a nuestra merced para que conjeturemos con respecto a lo que quería decir nuestro Señor con la palabra “levadura”. El Espíritu Santo, unos pocos versículos después del texto al que estoy haciendo referencia, nos dice claramente que la levadura se refiere a la “doctrina” de los fariseos y saduceos.
Intentemos comprender lo que queremos decir cuando hablamos de la “doctrina de los fariseos y de los saduceos”.
a) La doctrina de los fariseos se puede resumir en tres palabras: eran formalistas, adoraban según la tradición y se justificaban a sí mismos. Atribuían tal peso a las tradiciones de los hombres que prácticamente las consideraban de mayor importancia que los escritos inspirados del Antiguo Testamento. Se valoraban a sí mismos según una excesiva rigurosidad en su atención a todas las exigencias ceremoniales de la Ley mosaica. Tenían en gran estima el ser descendientes de Abraham y en sus corazones se decían: “Tenemos a Abraham por padre”. Pensaban que, debido a que tenían a Abraham por padre, no corrían el riesgo de ir al Infierno como otros hombres y que descender de él era una especie de acreditación para entrar en el Cielo. Atribuían gran valor a las abluciones y purificaciones ceremoniales del cuerpo y creían que el hecho mismo de tocar el cuerpo muerto de una mosca o un mosquito les contaminaría. Cumplían con gran pompa lo externo de la religión y las cosas que podían ser vistas por los hombres. Ensanchaban sus filacterias y extendían los flecos de sus mantos. Se enorgullecían de honrar a los santos muertos y de adornar las sepulturas de los justos. Eran celosos de ganar prosélitos. Tenían un gran concepto del poder, el rango y la preeminencia y de que los hombres les llamaran: “Rabí, rabí”. Los fariseos hacían estas cosas y muchas otras semejantes. Cualquier cristiano instruido encontrará estas cosas en los Evangelios según S. Mateo y S. Marcos (cf. Mateo 15 y 23; Marcos 7).
Al mismo tiempo, recordémoslo, no rechazaban formalmente ninguna parte del Antiguo Testamento. Pero introducían y añadían tanta inventiva humana que llegaban a dejar la Escritura a un lado y a enterrarla bajo sus propias tradiciones. Esta es la clase de religión de la que nuestro Señor dice a los Apóstoles: “Mirad, guardaos”.
b) La doctrina de los saduceos, por otro lado, se puede resumir en tres palabras: libertad ideológica, escepticismo y racionalismo. Su credo era mucho menos popular que el de los fariseos y, por tanto, hallamos que se les menciona menos en las Escrituras del Nuevo Testamento. Por lo que podemos deducir a partir del Nuevo Testamento, parece que sostenían la doctrina de los diversos grados de inspiración; en cualquier caso, atribuían un gran valor al Pentateuco por encima de otras partes del Antiguo Testamento, por no decir que desechaban por completo este. Creían que no había resurrección y que no existían los ángeles ni el espíritu, y ridiculizaban a las personas para que abandonaran estas creencias presentándoles casos complicados y preguntas difíciles. Tenemos un ejemplo de su forma de argumentar en el caso que presentaron a nuestro Señor acerca de la mujer que había tenido siete maridos, cuando preguntaron: “En la resurrección, pues, ¿de cuál de los siete será ella mujer, ya que todos la tuvieron?”. Y de esta forma probablemente esperaban, llevando la religión hasta el absurdo y dejando en ridículo sus principales doctrinas, hacer que los hombres renunciaran a la fe que habían recibido de las Escrituras.
Al mismo tiempo, recordémoslo, no podemos decir que los saduceos fueran manifiestamente infieles: no lo eran. No podemos decir que rechazaran la Revelación en su conjunto: no lo hacían. Respetaban la Ley de Moisés. Muchos de ellos se encontraban entre los sacerdotes en los tiempos que se describen en Hechos de los Apóstoles. Caifás, que condenó a nuestro Señor, era saduceo. Pero el efecto práctico de su enseñanza era debilitar la fe de los hombres en cualquier revelación, arrojando una nube de duda sobre las mentes de los hombres, lo que solo está un grado por encima de la incredulidad. Y de toda esa clase de doctrina —libertad ideológica, escepticismo y racionalismo— dice nuestro Señor: “Mirad, guardaos”.
Ahora bien, se nos plantea la siguiente pregunta: ¿Por qué hizo nuestro Señor esta advertencia? Sabía, sin lugar a dudas, que en cuestión de cuarenta años las escuelas de los fariseos y de los saduceos habrían desaparecido. Sabía todas las cosas desde el principio, sabía perfectamente que en cuarenta años Jerusalén, con su magnífico Templo, quedaría destruida y los judíos serían dispersados por toda la Tierra. ¿Por qué, pues, le hallamos advirtiendo contra “la levadura de los fariseos y de los saduceos”?
Creo que nuestro Señor hizo esta solemne advertencia para beneficio perpetuo para la Iglesia que vino a fundar en la Tierra. Habló con un conocimiento profético. Conocía bien las enfermedades de que es susceptible la naturaleza humana. Vio con anticipación que las dos grandes plagas de su Iglesia sobre la Tierra serían siempre la doctrina de los fariseos y la doctrina de los saduceos. Sabía que estas serían las piedras de molino superior e inferior entre las cuales su Verdad sería perpetuamente molida y aplastada hasta que viniera por segunda vez. Sabía que siempre habría fariseos de espíritu y saduceos de espíritu entre los que profesaran el cristianismo. Sabía que su sucesión jamás se interrumpiría y que su generación jamás se extinguiría, y que a pesar de que los fariseos y los saduceos no existieran ya, sus principios proseguirían siempre. Sabía que, durante el tiempo que existiera la Iglesia hasta su regreso, habría siempre algunos que añadirían a la Palabra y otros que sustraerían de ella; unos la ahogarían añadiéndole otras cosas y otros la desangrarían sustrayéndole sus verdades esenciales. Y esta es la razón de que le oigamos haciendo esta solemne advertencia: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”.
Y ahora llega otra pregunta: ¿No tenía nuestro Señor buenos motivos para hacer esta advertencia? Me dirijo a todos los que conocen algo de la historia de la Iglesia: ¿No había ciertamente razones? Me dirijo a todos aquellos que recuerdan lo que sucedió poco después de la muerte de los Apóstoles. ¿No leemos que en la Iglesia primitiva de Cristo surgieron dos facciones distintas: una siempre inclinada a errar —como los arrianos— sosteniendo una sola parte de la Verdad y la otra inclinada siempre a errar —como los adoradores de reliquias y de santos— sosteniendo algo más que la Verdad que hay en Jesús? ¿No vemos cómo aflora lo mismo posteriormente en forma de romanismo por un lado y de socinianismo por el otro? ¿No leemos en la historia de nuestra propia Iglesia que hubo dos grandes facciones: los non-jurors (los que no juraron) por un lado y los latitudinarios por el otro. Estas son cosas antiguas. En un texto breve como este me es imposible tratarlas de forma más detallada. Son cosas muy conocidas para todos los que estén familiarizados con la historia de los tiempos pasados. Siempre ha habido dos grandes facciones: la facción que representa los principios de los fariseos y la facción que representa los principios de los saduceos. Nuestro Señor tenía, pues, buenos motivos para decir de estos dos grandes principios: “Mirad, guardaos”.
Pero deseo acercar la cuestión más aún al presente. Pido a mis lectores que consideren si advertencias como esta no son especialmente necesarias en nuestra época. Sin duda en Inglaterra tenemos muchas cosas por que estar agradecidos. Hemos hecho grandes avances en las artes y las ciencias en los últimos tres siglos y hacemos un amplio despliegue moralista y religioso. Pero pregunto a cualquiera que sea capaz de ver más allá de su puerta o de su propio hogar, ¿no vivimos en medio de los peligros de la falsa doctrina?
Por un lado, tenemos entre nosotros una escuela de hombres que, a sabiendas de ello o no, están allanando el camino hacia la Iglesia de Roma, una escuela que declara extraer sus principios de la tradición primitiva, de los escritos de los Padres y de la voz de la Iglesia; una escuela que habla y escribe tanto acerca de la Iglesia, el ministerio y los sacramentos que, como la vara de Aarón, les hace devorar todo lo demás en el cristianismo; una escuela que atribuye gran importancia a las formas externas y al ceremonial religioso, a los gestos, las posturas, las reverencias, las cruces, las pilas bautismales, los asientos especiales, las credenciales, los crucifijos, las albas, las túnicas, las capas pluviales, las casullas, los manteles de los altares, el incienso, las imágenes, los estandartes, las procesiones, las ornamentaciones florales y muchas otras cosas semejantes acerca de las cuales no hallamos una sola palabra en la Escritura con respecto a su lugar en el culto cristiano. Me refiero, por supuesto, a la escuela de eclesiásticos llamados ritualistas. Cuando examinamos los procedimientos de dicha escuela, solo podemos llegar a una conclusión acerca de ellos. Creo que, independientemente de la intención de sus maestros y lo devotos, celosos y abnegados que sean muchos de ellos, ha caído sobre ellos el manto de los fariseos.
Tenemos, por otro lado, una escuela de hombres que, a sabiendas de ello o no, parecen allanar el camino hacia el socinianismo; una escuela que sostiene ideas extrañas con respecto a la inspiración plenaria de la Santa Escritura, ideas más extrañas aún con respecto a la doctrina del sacrificio y de la expiación de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, ideas extrañas con respecto a la eternidad del castigo y al amor de Dios hacia el hombre; una escuela fuerte en cuanto a lo que se niega pero muy débil en cuanto a lo que se afirma, hábil en suscitar dudas pero impotente a la hora de resolverlas, inteligente para desestabilizar y debilitar la fe del hombre pero incapaz de ofrecer una base sólida donde apoyar nuestros pies. Y, ya sea la intención de los dirigentes de esta escuela o no, creo que ha caído sobre ellos el manto de los saduceos.
Estas cosas suenan duras. Nos ahorra muchos problemas cerrar los ojos y decir: “No veo peligro alguno”; y debido a que no se ve, no creer que lo hay. Es fácil taparnos los oídos y decir: “No oigo nada”; y debido a que no oímos nada, no sentir alarma alguna. Pero sabemos bien quiénes son los que se regocijan en ciertos sectores de nuestra propia Iglesia por el estado de las cosas que deberíamos lamentar. Sabemos lo que piensa el católico romano y lo que piensa el sociniano. El católico romano se regocija ante el auge del Movimiento de Oxford: el sociniano se regocija cuando surgen hombres que enseñan ideas como las que se proponen en los tiempos modernos con respecto a la expiación y la inspiración. No se regocijarían como lo hacen si no vieran que se está haciendo su obra y que se está alentando su causa. El peligro, en mi opinión, es mucho mayor de lo que solemos pensar. Los libros que se leen en muchos sectores son sumamente perniciosos y el tono del pensamiento con respecto a las cuestiones religiosas entre muchas clases, especialmente entre las más altas jerarquías, es profundamente insatisfactorio. La plaga está extendida. Si amamos la vida, deberíamos examinar nuestros corazones, probar nuestra propia fe y asegurarnos de que estamos sobre el fundamento correcto. Por encima de todo, deberíamos tener cuidado de no empaparnos nosotros mismos del veneno de la falsa doctrina y no apartarnos de nuestro primer amor.
Soy profundamente consciente de lo doloroso que es hablar acerca de estas cuestiones. Sé bien que hablar claramente con respecto a la falsa doctrina es muy impopular y que el orador debe aceptar que se le considere drástico, complicado y de mente estrecha. Hay miles de personas que no son capaces de distinguir las diferencias religiosas. Para la mayoría, un clérigo es un clérigo y un sermón es un sermón, y son completamente incapaces de entender las diferencias entre un ministro y otro, entre una doctrina y otra. No puedo esperar de tales personas que aprueben las advertencias contra la falsa doctrina. Debo hacerme a la idea de que voy a afrontar su desaprobación y a soportarla lo mejor que pueda.
Pero pediré a cualquier persona sincera y que lea la Biblia sin prejuicios que se dirija al Nuevo Testamento y vea qué es lo que encuentra allí. Descubrirá muchas advertencias claras contra la falsa doctrina: “Guardaos de los falsos profetas”. “Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas”. “No os dejéis llevar de doctrinas diversas y extrañas”. “No creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios” (Mateo 7:15; Colosenses 2:8; Hebreos 13:9; 1 Juan 4:1). Hallará que gran parte de las Epístolas inspiradas están llenas de amplias explicaciones de la verdadera doctrina y de advertencias contra la falsa enseñanza. ¿Es posible para un ministro que tome la Biblia como su regla de fe evitar hacer advertencias contra los errores doctrinales?
Por último, pido a cualquiera que examine lo que está sucediendo en Inglaterra en este mismo momento. ¿No es cierto que ha habido cientos que han abandonado la Iglesia oficial y se han unido a la Iglesia de Roma en los últimos treinta años? ¿No es cierto que hay cientos entre nuestras propias filas que en realidad no son mucho mejores que los romanistas y que, de ser coherentes, deberían seguir los pasos de Newman y Manning e ir al lugar que les corresponde? Pregunto de nuevo, ¿no es cierto que hay veintenas de jóvenes en Oxford y Cambridge que están siendo destruidos y arruinados por la perniciosa influencia del escepticismo y que han perdido todos los verdaderos principios religiosos? Burlas en cuanto a los periódicos religiosos, estentóreas declaraciones de desagrado ante las “facciones”, altisonantes y vagas frases respecto al “pensamiento profundo, la amplitud de miras, la nueva luz, el manejo libre de la Escritura y la decadencia de ciertas escuelas de teología” constituyen todo el cristianismo de las nuevas generaciones. Y, sin embargo, cara a cara ante estos hechos notorios, los hombres claman: “Deja de hablar de la falsa doctrina. ¡Deja la falsa doctrina en paz!”. No puedo callarme. La fe en la Palabra de Dios, el amor por las almas de los hombres y los votos que hice en mi ordenamiento me empujan a dar testimonio de los errores del presente. Y creo que lo que dijo nuestro Señor es eminentemente verdad para esta época: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”.

III. Lo tercero que quiero pedirte que consideres es el particular nombre que da nuestro Señor Jesucristo a las doctrinas de los fariseos y saduceos.
Las palabras que utilizaba nuestro Señor eran siempre las más sabias y las mejores que se podían emplear. Podría haber dicho: “Mirad, guardaos de la doctrina, la enseñanza o las opiniones de los fariseos y de los saduceos”. Pero no dice eso: utiliza una palabra de una naturaleza especial. Dice: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”.
Ahora bien, todos sabemos cuál es el verdadero significado de la palabra “levadura”: la levadura que se añade a la masa que se utiliza para hacer una barra de pan. La proporción de esta levadura es muy pequeña respecto a la masa a la que se añade; igualmente —quiere decir nuestro Señor—, los comienzos de la falsa doctrina son pequeños en comparación con el cuerpo del cristianismo. Obra callada y silenciosamente; igualmente —quiere decir nuestro Señor—, la falsa doctrina obra secretamente en el corazón donde se introduce. Cambia desapercibidamente el carácter de toda la masa con que se mezcla; igualmente —quiere decir nuestro Señor—, las doctrinas de los fariseos y de los saduceos lo trastocan todo una vez que se las acepta en una iglesia o en el corazón de un hombre. Advirtamos estos puntos: arrojan luz sobre muchas cosas que vemos en la actualidad. Es de gran importancia aprender las lecciones de sabiduría que contiene la palabra “levadura”.
La falsa doctrina no se enfrenta a los hombres cara a cara y proclama que es falsa. No hace sonar una trompeta ante ella ni intenta alejarnos abiertamente de la Verdad que tenemos en Jesús. No viene a los hombres a la luz del día y les llama a rendirse. Se acerca a nosotros en secreto, calladamente, clandestinamente y de forma convincente, sin levantar así las sospechas de la persona y ponerla en guardia. Es el lobo vestido de oveja y Satanás con ropajes de ángel de luz lo que ha demostrado ser siempre el mayor enemigo de la Iglesia de Cristo.
Creo que el campeón más extraordinario de los fariseos no es aquel que te pide abierta y sinceramente que te unas a la Iglesia de Roma: es aquel que dice que está de acuerdo contigo en todos los puntos doctrinales. No quiere quitar nada de las ideas evangélicas que sostienes; no quiere que hagas cambio alguno en absoluto; lo único que te pide es que añadas algo más a tu creencia a fin de que tu cristianismo sea perfecto. “Créeme —dice—, no queremos que renuncies a nada. Solo queremos que tengas unas cuantas ideas más claras con respecto a la Iglesia y a los sacramentos. Queremos que añadas a tus opiniones actuales algo más con respecto a la función del ministro, un poco más con respecto a la autoridad episcopal, un poco más con respecto al Libro de Oración y un poco más con respecto a la necesidad de orden y disciplina. Solo queremos que añadas algo más de estas cosas a tu sistema religioso y con eso ya estarás en lo cierto”. Pero cuando los hombres te hablan de esta forma, entonces es el momento de recordar lo que dijo nuestro Señor y de mirar y guardarse. Esta es la levadura de los fariseos contra la que debemos estar en guardia.
¿Por qué digo esto? Porque no hay garantías contra la doctrina de los fariseos a menos que nos resistamos a sus principios en los comienzos. Comenzando con “algo más con respecto a la Iglesia”, puede que un día te encuentres poniendo a la Iglesia en el lugar de Cristo. Comenzando con “algo más con respecto al ministerio”, quizá un día consideres al ministro como “el mediador entre Dios y el hombre”. Comenzando con “algo más con respecto a los sacramentos”, puede que un día renuncies por completo a la doctrina de la justificación por la fe sin las obras de la Ley. Comenzando con “algo más de reverencia al Libro de Oración”, quizá un día lo antepongas a la Palabra de Dios misma. Comenzando con “algo más de honor para los obispos”, quizá niegues finalmente la salvación de todo aquel que no pertenezca a la Iglesia episcopal. Me estoy limitando a contar una antigua historia; solamente estoy señalando caminos pisados por cientos de miembros de la Iglesia de Inglaterra en los últimos años. Comenzaron criticando a los reformadores y acabaron tragándose los decretos del Concilio de Trento. Comenzaron por ensalzar a Laud y a los non-jurors y terminaron llegando mucho más lejos que ellos y uniéndose formalmente a la Iglesia de Roma. Creo que, cuando oigamos a hombres que nos piden que “añadamos algo más” a nuestras buenas y viejas ideas evangélicas, deberíamos ponernos en guardia. Deberíamos recordar la amonestación de nuestro Señor: “Guardaos de la levadura de los fariseos”.
Creo que el más peligroso campeón de la escuela saducea no es aquel que te dice abiertamente que quiere que dejes a un lado una parte de la Verdad y te conviertas en un librepensador y un escéptico. Es aquel que comienza a insinuar silenciosamente dudas con respecto a la postura religiosa que debiéramos adoptar, dudas con respecto a si debiéramos ser tan categóricos cuando decimos “esto es cierto y eso es falso”, dudas con respecto a si es correcto pensar que están equivocadas las personas que difieren de nuestras opiniones religiosas, puesto que, después de todo, puede que tengan tanta razón como nosotros. Es el hombre que nos dice que no debemos condenar las ideas de nadie, no sea que nos equivoquemos mostrando falta de caridad. Es el hombre que siempre comienza hablando de una forma vaga acerca de Dios como un Dios de amor e insinúa que quizá deberíamos creer que todos los hombres, sin importar la doctrina que profesen, se salvarán. Es el hombre que nos recuerda constantemente que deberíamos tener cuidado de pensar a la ligera de hombres con grandes mentes y grandes intelectos (aunque sean deístas y escépticos), que no piensan como nosotros; y que, al fin y al cabo, “¡todas las grandes mentes son, en mayor o menor medida, enseñadas de Dios!”. Es el hombre que siempre está hablando de las dificultades de la inspiración y que siempre está poniendo en duda que todos los hombres no se salvarán al final y que no todos estarán en lo cierto a los ojos de Dios. Es el hombre que corona esta clase de discurso despachando algunas burlas contra lo que él denomina “ideas chapadas a la antigua”, “teología estrecha de miras”, “fanatismo” y “falta de liberalidad y comprensión” en la actualidad. Pero cuando los hombres empiezan a hablarnos de esta forma, es el momento de ponernos en guardia. Es el momento de recordar las palabras de nuestro Señor Jesucristo, de mirar y guardarnos de la levadura.
Una vez más, ¿por qué digo esto? Lo digo porque no hay más garantía contra el saduceísmo que contra el fariseísmo a menos que nos resistamos a sus principios en sus primeros brotes. Tras comenzar con cierto discurso vago con respecto a la “caridad” puedes acabar en la doctrina de la salvación universal, llenando el Cielo con una variopinta y heterogénea multitud de malvados y de buenos, y negando la existencia del Infierno. Tras comenzar con unas cuantas frases altisonantes con respecto al intelecto y a la luz interior del hombre, puedes acabar negando la obra del Espíritu Santo y sosteniendo que Homero y Shakespeare estaban tan inspirados como S. Pablo, y prácticamente dejando así a un lado la Biblia. Tras comenzar con alguna idea nebulosa y fantasiosa con respecto a que “todas las religiones contienen verdad en mayor o menor medida”, quizá acabes negando completamente la necesidad de las misiones y sosteniendo que lo mejor es dejar a todo el mundo en paz. Tras comenzar con cierto descontento con la “religión evangélica” por considerarla chapada a la antigua, estrecha y exclusivista, quizá acabes rechazando todas las doctrinas esenciales del cristianismo: la expiación, la necesidad de la gracia y la divinidad de Cristo. Nuevamente repito que solo estoy contando una vieja historia: solamente dibujo un camino que muchos han pisado en los últimos años. En otro tiempo les satisfacían eruditos como Newton, Scott, Cecil y Romaine; ¡ahora pretenden haber encontrado un camino mejor en los principios propuestos por teólogos de la escuela liberal! Creo que no hay seguridad para el alma de un hombre a menos que recuerde la lección que implican estas solemnes palabras: “Guardaos de la levadura de los saduceos”.
Cuidémonos de la clandestinidad de esta falsa doctrina. Como el fruto del que comieron Adán y Eva, a primera vista parece agradable, bueno y codiciable. No hay una señal de veneno escrita en él, y por eso las personas no lo temen. Como una moneda falsa, no lleva una marca que diga “mala”; su misma semejanza con la Verdad hace que resulte aceptable.
Cuidémonos de los diminutos comienzos de la falsa doctrina. Toda herejía comenzó en un tiempo como una pequeña desviación de la Verdad. Solo hace falta una pequeña semilla de error para crear un gran árbol. Son las pequeñas piedras las que constituyen un gran edificio. El gran arca de Noé, donde él y su familia se salvaron del diluvio, fue construida con árboles pequeños. Un poco de levadura leuda toda la masa. Un pequeño error en un eslabón de la cadena hace naufragar al imponente navío, ahogándose con él toda su tripulación. La omisión o la adición de un pequeño elemento en la receta del médico estropea toda la medicina y la convierte en veneno. No toleremos tranquilamente algo de deshonestidad, un poco de fraude o unas cuantas mentiras; igualmente, no permitamos jamás que una pequeña falsa doctrina nos destruya al pensar que es “poca cosa” y que no puede perjudicarnos. Los gálatas no parecían estar haciendo nada muy peligroso cuando “[guardaban] los días, los meses, los tiempos y los años”; y, sin embargo, S. Pablo dice: “Me temo de vosotros”.
Por último, cuidémonos de suponer que no estamos de modo alguno en peligro: “Nuestras tesis son sanas; descansamos sobre terreno firme; puede que otros caigan, ¡pero nosotros estamos a salvo!”. Cientos han pensado lo mismo y han acabado mal. En su confianza en sí mismos se han visto mezclados en pequeñas tentaciones y sutiles formas de falsa doctrina; en su orgullo, se acercaron al borde del peligro; y ahora parecen perdidos para siempre. Parece como si se hubieran entregado a un gran engaño hasta creer una mentira. Algunos han cambiado su Libro de Oración por el breviario y están orando a la virgen María y postrándose ante imágenes. Otros están tirando por la borda una doctrina tras otra y prometen despojarse de cualquier tipo de religión salvo algunos retazos de deísmo. Es impresionante cómo lo refleja El progreso del Peregrino, que describe la colina del Error como “muy escarpada al otro lado”, y “cuando Cristiano y Esperanzado miraron hacia abajo vieron en el fondo los cuerpos de varios hombres despedazados por la caída desde la cima”. Jamás, jamás olvidemos la amonestación a guardarnos de la “levadura” y, si creemos que nos mantenemos firmes, miremos que no caigamos.

IV. Propongo, en cuarto y último lugar, indicar algunas salvaguardas y algunos antídotos contra los peligros de la actualidad: la levadura de los fariseos y la levadura de los saduceos.
Creo que todos necesitamos más y más la presencia del Espíritu Santo en nuestros corazones para guiarnos, enseñarnos y conservarnos sanos en la fe. Todos necesitamos velar más y orar para ser guardados y protegidos de desviarnos. Pero, aun así, hay ciertas importantes verdades que debemos asegurarnos de tener en mente de forma especial en una época como esta. Hay tiempos cuando alguna epidemia invade un país y las medicinas, siempre valiosas, adquieren un valor especial. Hay lugares donde prevalece un tipo concreto de malaria en el que los medicamentos, valiosos en cualquier lugar, lo son más que nunca a consecuencia de ello. De la misma forma, creo que hay épocas y tiempos en la Iglesia de Cristo cuando tenemos que afianzar nuestra sujeción a determinadas importantes verdades esenciales, tomarlas en nuestras manos con mayor firmeza de la habitual, abrazarlas estrechamente y no soltarlas. Esas doctrinas son las que quiero presentar por orden como los grandes antídotos contra la levadura de los fariseos y de los saduceos. Cuando Saúl y Jonatán fueron alcanzados por flechas, David ordenó a los hijos de Israel que aprendieran a utilizar el arco.
a) Por un lado, si queremos conservarnos sanos en nuestra fe debemos prestar atención a nuestra doctrina con respecto a la corrupción absoluta de la naturaleza humana. La corrupción de la naturaleza humana no se puede tomar a la ligera. No es una enfermedad parcial y superficial, sino una corrupción radical y universal de la voluntad del hombre, sus inclinaciones y su conciencia. No somos meramente pobres y lastimeros pecadores a los ojos de Dios: somos pecadores culpables; somos pecadores censurables: merecemos en justicia la ira de Dios y su condena. Creo que son contados los errores y las falsas doctrinas en cuyos orígenes no encontramos ideas equivocadas con respecto a la corrupción de la naturaleza humana. Las ideas equivocadas con respecto a una enfermedad suelen conllevar ideas equivocadas con respecto al medicamento. Las ideas equivocadas con respecto a la corrupción de la naturaleza humana siempre conllevarán ideas equivocadas con respecto al gran antídoto y la cura para esa corrupción.
b) Por otro lado, debemos prestar atención a nuestra doctrina con respecto a la inspiración y la autoridad de las Santas Escrituras. Sostengamos con valentía, ante todos los que digan lo contrario, que toda la Biblia ha sido dada por inspiración del Espíritu Santo, que toda ella es completamente inspirada, no una parte más que otra, y que hay un abismo entre la Palabra de Dios y cualquier otro libro del mundo. No debemos temer las dificultades que puedan salirnos al paso en cuanto a la doctrina de la inspiración plenaria. Hay muchas cosas en ella que son demasiado elevadas para nuestra comprensión: es un milagro, y todos los milagros son forzosamente misteriosos. Pero, si no creemos en nada hasta poder explicarlo en su totalidad, ciertamente creeremos en muy pocas cosas. No debemos temer los ataques a la Biblia por parte de la crítica. Desde los tiempos de los Apóstoles, la Palabra del Señor ha sido “probada” incesantemente y jamás ha dejado de salir como el oro, indemne e inmaculada. No debemos temer los descubrimientos de la ciencia. Puede que los astrónomos sondeen los cielos con sus telescopios y que los geólogos lleguen al corazón de la Tierra, pero jamás debilitarán la autoridad de la Biblia. “Jamás se descubrirá contradicción entre la voz de Dios y la obra de las manos de Dios”. No debemos temer las investigaciones de los exploradores. Jamás descubrirán nada que contradiga la Biblia de Dios. Creo que, si Layard recorriera toda la Tierra y excavara cien Nínives enterradas, no encontraría una sola inscripción que contradijera un solo hecho de la Palabra de Dios.
Más aún, debemos afirmar valientemente que esta Palabra de Dios es la única regla de fe y conducta, que ningún hombre puede exigir nada que no esté escrito en ella como necesario para la salvación y que, por muy convincentemente que se defiendan nuevas doctrinas, si no están en la Palabra de Dios no son dignas de nuestra atención. No importa en absoluto quién diga algo, ya sea un obispo, un archidiácono, un deán o un presbítero. No importa en absoluto que esté bien dicho, de forma elocuente, atractiva y convincente, y de tal forma que te ponga en ridículo. No debemos creerlo a menos que se nos pruebe por medio de la Santa Escritura.
En último lugar, pero no por ello de menor importancia, debemos utilizar la Biblia demostrando que creemos que nos fue dada por inspiración. Debemos utilizarla con reverencia y leerla con toda la ternura con que leeríamos las palabras de un padre ausente. No debemos esperar ausencia de misterios en un libro inspirado por el Espíritu de Dios. Debemos recordar que en la naturaleza existen muchas cosas que no podemos entender y que lo mismo que sucede con el libro de la naturaleza sucederá siempre con el libro de la Revelación. Deberíamos acercarnos a la Palabra de Dios con ese espíritu piadoso que recomendaba Lord Bacon hace muchos años: “Recuerda —dice hablando acerca del libro de la naturaleza— que el hombre no es el dueño de ese libro, sino un intérprete del mismo”. Y, tal como tratamos el libro de la naturaleza, así debemos tratar el Libro de Dios. No debemos acercarnos a él para enseñar, sino para aprender; no como sus maestros, sino como humildes alumnos que intentan comprenderlo.
c) Por otro lado, debemos prestar atención a nuestra doctrina con respecto a la expiación y al oficio sacerdotal de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Debemos sostener valientemente que la muerte de nuestro Señor en la Cruz no fue una muerte común. No fue la muerte de alguien que, como Cranmer, Ridley y Latimer, fueron mártires. No fue la muerte de alguien que murió solamente para dejarnos un ejemplo de abnegación y entrega. La muerte de Cristo fue un sacrificio a Dios del propio cuerpo de Cristo y de su sangre para satisfacer el castigo merecido por el pecado y la transgresión del hombre. Fue un sacrificio y una propiciación; un sacrificio tipificado en cada ofrenda de la Ley mosaica, un sacrificio de la más poderosa influencia sobre el género humano. Sin el derramamiento de esa sangre no podría haber —no habría habido— remisión alguna de pecado.
Más aún, debemos afirmar valientemente que ese Salvador crucificado está sentado para siempre a la diestra de Dios para interceder por todos los que acuden a Dios por medio de Él, qué Él les representa allí y ruega por los que han depositado su confianza en Él y que no ha delegado su oficio de Sacerdote y Mediador a ningún hombre o conjunto de hombres sobre la Tierra. No necesitamos a nadie más. No necesitamos a la virgen María ni a los ángeles, ni a ningún santo, sacerdote o persona —ordenada o sin ordenar— para que medie entre Dios y nosotros; solo necesitamos al único Mediador: Cristo Jesús.
Más aún, debemos afirmar valientemente que la tranquilidad de conciencia no se compra por medio de la confesión a un sacerdote y recibiendo la absolución de un hombre por el pecado. Solo se obtiene acudiendo al gran Sumo Sacerdote, Cristo Jesús; por medio de la confesión ante Él, no ante el hombre; y porque nos absuelve Él únicamente, el único que puede decir: “Tus pecados te son perdonados: ve en paz”.
En último lugar, pero no por ello de menor importancia, debemos afirmar valientemente que esa paz con Dios, una vez obtenida por medio de la fe en Cristo, no debe guardarse por medio de meros actos externos de adoración ceremonial ni recibiendo el sacramento de la Santa Cena cada día, sino por medio de la costumbre diaria de mirar al Señor Jesucristo por fe, comiendo por fe su cuerpo y bebiendo por fe su sangre; esa comida y esa bebida de la que nuestro Señor dice que quien coma y beba hallará que su “carne es verdadera comida y [su] sangre es verdadera bebida”. El santo John Owen declaró hace mucho tiempo que, si había algo que Satanás deseaba echar abajo más que ninguna otra cosa, era el oficio sacerdotal de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Satanás sabía bien —decía Owen— que era el “principal fundamento de la fe y el consuelo de la Iglesia”. Las ideas correctas con respecto a ese oficio son de esencial importancia en la actualidad para que los hombres no caigan en el error.
d) Debo mencionar otro antídoto más. Debemos prestar atención a nuestra doctrina con respecto a la obra del Espíritu Santo. Tengamos presente que su obra no es una actuación invisible e incierta en el corazón y que donde está no se oculta, no pasa desapercibido. No creemos que el rocío al caer pueda pasar desapercibido o que, habiendo vida en un hombre, no se pueda ver y observar en su aliento. Lo mismo sucede con la influencia del Espíritu Santo. Ningún hombre tiene derecho a decir que la tiene a menos que puedan verse sus frutos —los efectos de su experiencia— en su vida. Donde Él esté habrá una nueva creación y un nuevo hombre. Donde Él esté habrá siempre un nuevo conocimiento, una nueva fe, una nueva santidad, nuevos frutos en la vida, en la familia, en el mundo, en la Iglesia. Y donde no se vean estas cosas, podemos decir con toda confianza que la obra del Espíritu Santo está ausente. Estos son tiempos en que todos necesitamos estar en guardia con respecto a la doctrina de la obra del Espíritu. Madame Guyon dijo hace mucho tiempo que quizá llegaría la época en que los hombres tuvieran que ser mártires por la obra del Espíritu Santo. Ese momento no parece lejano. En cualquier caso, si hay una verdad religiosa que parece ser más despreciada que otras, es la obra del Espíritu Santo.
Deseo recalcar la inmensa importancia de estos cuatro puntos a todos los que lean este capítulo: a) ideas claras con respecto a que la naturaleza humana es pecaminosa; b) ideas claras con respecto a la inspiración de la Escritura; c) ideas claras con respecto a la expiación y el oficio sacerdotal de nuestro Señor y Salvador Jesucristo; d) e ideas claras con respecto a la obra del Espíritu Santo. Creo que en el corazón que está firme en cuanto a estos cuatro puntos no hallarán asidero doctrinas extrañas con respecto a la Iglesia, el ministerio y los sacramentos ni con respecto al amor de Dios, la muerte de Cristo y la eternidad del castigo. Creo que son cuatro grandes salvaguardas contra la levadura de los fariseos y de los saduceos.
Concluiré ahora este capítulo con algunas indicaciones a modo de aplicación práctica. Deseo que toda esta cuestión resulte útil a todos aquellos en cuyas manos caigan estas páginas y ofrecer una respuesta a las preguntas que puedan surgir en algunos corazones: ¿Qué debemos hacer? ¿Qué consejos puedes ofrecernos para estos tiempos?
1) En primer lugar, quiero pedir a todo lector de este capítulo que averigüe si tiene una religión salvadora personal para su propia alma. Esto es lo principal, a fin de cuentas. No servirá de provecho alguno a ningún hombre el pertenecer a una firme Iglesia visible si él mismo no pertenece a Cristo. De nada le servirá tener salubridad intelectual en la fe y conformarse a la sana doctrina si su propio corazón no está sano. ¿Es este tu caso? ¿Puedes decir que tu corazón está sano a los ojos de Dios? ¿Lo ha renovado el Espíritu Santo? ¿Permanece Cristo en ti por la fe? ¡No descanses, no descanses hasta que puedas dar una respuesta afirmativa a estas preguntas! El hombre que muere inconverso, por muy sanas que sean sus ideas, estará tan ciertamente perdido para siempre como el peor fariseo o saduceo que haya vivido.
2) En siguiente lugar, permítaseme rogar a cada lector de este capítulo que desee tener una fe sana que estudie diligentemente la Biblia. Ese bendito libro se nos ha dado para que sea lámpara a nuestros pies y lumbrera en nuestro camino. Ningún hombre que lo lea con reverencia, oración, humildad y regularidad se desviará del camino al Cielo. Todo sermón, todo libro religioso y todo ministerio deben ser probados y evaluados por él. ¿Quieres saber cuál es la Verdad? ¿Te sientes confundido y desorientado por la guerra de palabras que oyes por todas partes con respecto a la religión? ¿Quieres saber lo que debes creer y lo que debes ser y hacer a fin de ser salvo? Toma tu Biblia y aléjate del hombre. Lee tu Biblia orando fervorosamente por la enseñanza del Espíritu Santo; léela con la determinación sincera de guiarte por sus lecciones. Hazlo con firmeza y perseverancia y verás la luz: serás protegido de la levadura de los fariseos y de los saduceos y guiado a la vida eterna. La mejor forma de hacer una cosa es hacerla. Actúa según este consejo sin demora.
3) En siguiente lugar, permítaseme aconsejar a cada lector de este capítulo que tiene razones para creer que su fe y su corazón están sanos que preste atención a la proporción de las verdades. Con eso pretendo recalcar la importancia de otorgar a cada una de las diversas verdades del cristianismo idéntico lugar y posición en nuestro corazón al recibido en la Palabra de Dios. Las cosas primordiales no se deben poner en segundo lugar y las cosas secundarias no deben tener prioridad en nuestra religión. No se debe poner la Iglesia por encima de Cristo; no se deben poner los sacramentos por encima de la fe y de la obra del Espíritu Santo. No se debe exaltar a los ministros por encima del lugar que les ha asignado Cristo; los medios de gracia no deben considerarse como fines en lugar de medios. Tener en cuenta este punto es de gran importancia: los errores que surgen por desatenderlo no son pocos ni pequeños. De ahí la inmensa importancia de estudiar toda la Palabra de Dios, sin omitir nada y evitando la parcialidad al leer una parte más que otra. De ahí también el valor de tener un sistema cristiano claro en nuestras mentes. Le iría muy bien a la Iglesia de Inglaterra leer sus Treinta y Nueve Artículos y advertir el bello orden en que declaran las principales verdades que deben creer los hombres.
4) En siguiente lugar, permítaseme suplicar a todo siervo de Cristo con un corazón sincero que no se deje engañar por el especioso disfraz bajo el que suelen acercarse las falsas doctrinas a nuestras almas en la actualidad. Cuídate de suponer que se puede confiar en un maestro religioso porque, aun a pesar de sostener algunas ideas erróneas, “enseña muchas verdades”. Tal maestro es precisamente el que puede hacerte más daño: el veneno es siempre más peligroso cuando se da en pequeñas dosis y mezclado con comida saludable. Ten cuidado de no dejarte llevar por el aparente fervor de muchos de los maestros y defensores de la falsa doctrina. Recuerda que el celo, la sinceridad y el fervor no son prueba alguna de que un hombre está trabajando para Cristo y de que hay que creerle. Sin duda fue el fervor lo que movió a Pedro a ofrecer al Señor librarse y no ir a la Cruz; sin embargo, nuestro Señor le dijo: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!”. No cabe duda de que Saulo era movido por un gran fervor cuando fue de un lugar a otro persiguiendo a los cristianos; sin embargo, lo hizo por ignorancia y su celo no era con conocimiento. No cabe duda de que los fundadores de la Inquisición española estaban llenos de fervor y, al quemar vivos a los santos de Dios, pensaban que estaban prestando un servicio a Dios; sin embargo, en realidad estaban persiguiendo a los miembros de Cristo y siguiendo los pasos de Caín. Es un hecho terrible que “el mismo Satanás se disfraza como ángel de luz” (2 Corintios 11:14). ¡De todos los engaños que se dan en estos últimos tiempos no hay otro más extendido que la idea de que “si un hombre es fervoroso en su religión tiene que ser un hombre bueno”! Ten cuidado de no dejarte llevar por este engaño; ¡ten cuidado de que no te extravíen “hombres fervorosos”! El fervor es en sí mismo algo excelente; pero debe ser un fervor en nombre de Cristo y de toda su Verdad o, si no, carece de valor alguno en absoluto.
5) En siguiente lugar, permítaseme aconsejar a todo verdadero siervo de Cristo que examine su propio corazón frecuente y detenidamente en relación con su estado ante Dios. Esta es una práctica que resulta útil en todas las épocas; pero es especialmente deseable en el presente. Cuando la gran peste de Londres estaba en su máximo apogeo, la gente observaba de una forma que nunca había observado antes el más mínimo síntoma que aparecía en su cuerpo. Una mancha aquí o allá, que en tiempo de salud los hombres considerarían sin importancia, recibía una gran atención cuando la peste estaba diezmando familias y matando a uno tras otro. Así debería ser con nosotros mismos en los tiempos en que vivimos. Debemos observar nuestros corazones con doble vigilancia. Debemos dedicar más tiempo a la meditación, a examinarnos a nosotros mismos y a la reflexión. Es una época de prisas y apresuramientos; si queremos ser guardados de caer, debemos dedicar tiempo a estar con frecuencia a solas con Dios.
(6) Por último, permítaseme animar a todos los verdaderos creyentes a contender ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos. No tenemos motivos para avergonzarnos de esa fe. Estoy firmemente convencido de que no hay sistema que proporcione más vida, que esté calculado de tal forma para despertar a los que duermen, guiar a los que buscan y edificar a los santos que el llamado sistema cristiano evangélico. Dondequiera que se predica fielmente, se pone en acción eficazmente y se adorna coherentemente con las vidas de sus maestros, está el poder de Dios. Quizá se hable en su contra y algunos se burlen; pero lo mismo sucedió en los tiempos de los Apóstoles. Quizá muchos de sus defensores lo presenten y lo defiendan débilmente; pero, al final, sus frutos y resultados son su principal elogio. Ningún otro sistema religioso puede ofrecer tantos frutos. En ningún otro lugar se convierten tantas almas a Dios como en las congregaciones donde se predica el Evangelio de Jesucristo en su plenitud, sin mezclarlo con la doctrina farisea o saducea. Sin lugar a dudas, no se nos llama a ser meros polemistas, pero jamás debiéramos avergonzarnos de dar testimonio de la Verdad tal como es en Jesús y de defender con denuedo la religión evangélica. Tenemos la Verdad y no debemos tener miedo a decirlo. El día del Juicio demostrará quién está en lo cierto, y a ese día debemos mirar con valenlía.

Ryle, J. C. (2003). Advertencias a las iglesias (D. C. Williams, Trad.; Primera edición, pp. 42-67). Editorial Peregrino.


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