La doctrina de la justificación definida confesionalmente

Ministerios Ligonier

Serie:  La doctrina de la justificación

La doctrina de la justificación definida confesionalmente

Por Chad Van Dixhoorn

Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: La doctrina de la justificación.

Diez años después de que Martín Lutero publicara sus noventa y cinco tesis, los teólogos y príncipes luteranos comenzaron a trabajar en una declaración de fe que se convirtió en la Confesión de Augsburgo (1530). Para entonces, ya estaba claro que un artículo definitorio de la Reforma era la doctrina de la justificación, ya que una de las prioridades de los creyentes evangélicos, como se les conocía entonces a los protestantes, era confesar claramente cómo los cristianos se benefician de la gracia de Dios por medio de Cristo. Así, después de presentar artículos sobre Dios, el pecado y la obra de Jesús, los luteranos, como se les llamó más tarde, ofrecieron un cuarto artículo: «De la justificación». El artículo afirmaba claramente que no podemos ser justificados ante Dios por nuestras «propias fuerzas, méritos u obras», sino que somos justificados por causa de Cristo y por la fe.

Fue un buen comienzo. Lo que la Confesión de Augsburgo había hecho era importante, pues resumía los elementos básicos de una doctrina completamente bíblica. Pero el artículo sobre la justificación era conciso, más breve que el artículo de Augsburgo sobre la «Nueva obediencia» y mucho más breve que el artículo sobre el arrepentimiento. Tampoco era claro: el artículo sobre la justificación terminaba con una observación de Romanos 3 y 4 afirmando que Dios imputa la fe como «justicia», pero no explicaba lo que esto significa.

No pasó mucho tiempo antes de que los protestantes reformados redactaran sus propias confesiones, y una vez iniciado el movimiento, parecía que no se detendría. En su pico, o mejor dicho en su alta meseta, se produjeron aproximadamente cincuenta confesiones y catecismos en veinte años. Casi todos estos resúmenes de las Escrituras abordaban la doctrina de la justificación. Pero un grupo importante de documentos confesionales apareció durante la primera Contrarreforma católica romana: la Confesión Belga (1561), los Treinta y Nueve Artículos (1562) y el Catecismo de Heidelberg (1563).

El artículo 23 de la Confesión Belga, al igual que las declaraciones luteranas anteriores, se enfocaba en el don gratuito del perdón por medio de Cristo y en la maravillosa liberación del juicio que Adán se ganó y que sus descendientes merecen. El autor de la confesión, que pronto se convertiría en un valiente mártir, describió de manera hermosa la justicia del cristiano, por lo que entendía muy bien el perdón del cristiano.

El artículo 11 de los Treinta y Nueve Artículos ofrece un comentario escueto sobre la justificación, pero lleva al lector a reflexionar sobre cómo la doctrina de la justificación no solo es «muy sana» sino que también es «muy llena de consuelo».

La pregunta y respuesta 60 del Catecismo de Heidelberg no menciona la justificación en absoluto, pero la ausencia de una palabra no significa que el catecismo no enseñe el concepto. Típico del Catecismo de Heidelberg, la respuesta no tiene sentido sin la pregunta, pero una vez que se juntan las dos partes, la combinación cobra perfecto significado. El problema de la conciencia culpable y el privilegio de las bendiciones salvadoras de Dios en Cristo se discuten con el más íntimo de los pronombres: «haber transgredido terriblemente» y, sin embargo, Dios me trata «como si yo nunca hubiera tenido ni cometido pecado alguno, e incluso como si hubiera cumplido perfectamente con toda la obediencia que Cristo ha logrado por mí, siempre y cuando yo tan solo reciba este beneficio con un corazón creyente». Las preguntas que siguen exploran la función de la fe (pregunta 61), nuestras propias buenas obras (preguntas 62-64), y el origen de la fe, regocijándose de que la fe viene «Del Espíritu Santo, que obra fe en nuestros corazones mediante la predicación del santo Evangelio, y la confirma a través del uso de los santos sacramentos» (pregunta 65).

La Confesión Belga y el Catecismo de Heidelberg (a diferencia de los Treinta y Nueve Artículos) iniciaron la práctica de respaldar sus enseñanzas con notas al pie de página con citas de la Biblia, que a menudo se conocen como «textos de prueba». Esto es una ventaja para los lectores, aunque los que conocen bien la Biblia no se sorprenden con los textos utilizados. Al fin y al cabo, algunas partes de la Biblia hablan más claramente del tema de la justificación que otras. La Confesión Belga cita un par de versículos de los Salmos y de Romanos 3 y 4. Los textos del Catecismo de Heidelberg se toman casi por completo del Nuevo Testamento, con muchas referencias a Romanos 3-4, Gálatas 2, Efesios 2 y algunas referencias más a los escritos inspirados de los apóstoles Pablo y Juan, y de otros. Los cristianos que se toman el tiempo de buscar cada pasaje son ricamente recompensados.

Con el Catecismo de Heidelberg, otra pieza del rompecabezas cae en su lugar. Aquí queda claro que en la justificación somos declarados justos: Dios «me imputa la perfecta satisfacción, justicia y santidad de Cristo». Pero después de un paso adelante, se da un paso hacia el lado, pues no está claro cómo encaja el perdón con la justificación. El Catecismo de Heidelberg presenta la bendición del perdón en su desarrollo de los temas de los sacramentos, de la predicación y de la oración del padrenuestro, pero no es tan claro como la Confesión Belga en cuanto a que el perdón está ligado a la justificación.

El hecho de que la Confesión Belga resalte una verdad y el Catecismo de Heidelberg resalte otra no es de tanta importancia para quienes utilizan estos documentos. De hecho, la mayoría de las iglesias que utilizan uno de estos textos utilizan ambos y añaden también los Cánones de Dort. Estos tres textos juntos son aceptados como las Tres Formas de Unidad para sus iglesias y representan un resumen completo de la enseñanza de las Escrituras sobre temas esenciales.

Los Cánones de Dort se redactaron en 1618-19 en respuesta a los errores que se enseñaban en los Países Bajos. Los cánones plantean cinco puntos bajo cuatro encabezados, que han llegado a ser conocidos como los «cinco puntos del calvinismo». Los cánones corrigen los malentendidos sobre la gracia de Dios en la predestinación, la medida en que los seres humanos están dañados por la caída, la naturaleza de la gracia de Dios, etc. Curiosamente, el Sínodo de Dort, que produjo los cánones, decidió no abordar en profundidad los errores sobre la justificación, aunque el mismo grupo de maestros problemáticos (llamados remonstrantes o arminianos) también estaban confundidos sobre esa doctrina. De hecho, las referencias a la justificación en los Cánones de Dort aparecen de pasada. Se mencionan errores sobre la justificación, se enfatiza la unidad del plan de redención («a los que [Dios] justificó, también los glorificó», como dice Rom 8:30) y se citan muchos versículos que mencionan la justificación, pero no se explican.

La última gran declaración confesional de las iglesias reformadas es la Confesión de Fe de Westminster y los Catecismos Mayor y Menor que la acompañan. Estos fueron redactados y «revisados con textos de prueba» entre 1646 y 1648 por la Asamblea de Westminster (1643-53), constituída por un grupo de teólogos reunidos en Inglaterra que también contó con la ayuda de un puñado de teólogos escoceses.

La primera tarea de la Asamblea de Westminster fue revisar los Treinta y Nueve Artículos. Cuando la asamblea llegó al artículo 11, sobre la justificación, decidió que tenía que hacer cambios importantes. En primer lugar, el artículo revisado debía ofrecer una definición clara de la justificación porque la asamblea había llegado a la conclusión de que el término justificación debía ser el término bíblico que abarcara, por un lado, la justicia acreditada, y por otro, el perdón divino, dos aspectos distintos pero esenciales de la doctrina de la justificación. En segundo lugar, el artículo revisado por la asamblea tendría que explicar el fundamento o la base de la justificación. ¿Sobre qué base se pueden perdonar nuestros pecados e imputar la justicia de Cristo?

Al final se abandonó la tarea de revisión y la asamblea redactó nuevos textos. Resultó que el capítulo 11 de la nueva confesión también era sobre la justificación. Queda claro de inmediato que la asamblea, incluso al escribir algo nuevo, se basó en lo antiguo, como podemos ver en un solo párrafo inicial, pero completo:

A quienes Dios llama eficazmente, también los justifica gratuitamente (Rom 8:30; Rom 3:24): no mediante la infusión de justicia en ellos, sino que les perdona sus pecados, y cuenta y acepta sus personas como justas, mas no por algo obrado en o hecho por ellos, sino solamente por causa de Cristo; tampoco les imputa la fe misma, ni el acto de creer o alguna otra obediencia evangélica como su justicia, sino que les imputa la obediencia y la satisfacción de Cristo (Rom 4:5-8; 2 Co 5:19, 21; Rom 3:22, 24-25, 27-28; Tit 3:5, 7; Ef 1:7; Jer 23:6; 1 Co 1:30-31; Rom 5:17-19), recibiendo ellos a Cristo y descansando en él y en su justicia mediante la fe, la cual no la tienen ellos mismos, pues es don de Dios (Hch 10:44; Gal 2:16; Flp 3:9; Hch 13:38, 39; Ef 2:7, 8).

Aquí finalmente se reúnen las enseñanzas de las confesiones anteriores bajo un mismo techo, incluyendo pasajes bíblicos citados a menudo en las Tres Formas de Unidad. Remontándose a la primera confesión luterana, y sobre todo a la propia Biblia, la confesión nos muestra que es Dios quien justifica, y lo hace gratuitamente, sin necesitar algo de nosotros. Encontramos nuestra salvación «no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino conforme a su misericordia» (Tit 3:5). Somos justificados por Su gracia. No por algo obrado en nosotros o hecho por nosotros; ni siquiera el hecho de creer nos hace merecedores de una posición ante Dios. Es «en Él» que «tenemos redención», es decir, en Cristo. Somos justificados «mediante su sangre». Es por Él que encontramos «el perdón de nuestros pecados, según las riquezas de su gracia» (Ef 1:7).

En última instancia, se nos asegura que Dios estableció a Jesucristo como el Único que necesitamos para nuestra justificación. Él es nuestra sabiduría, nuestra santidad y nuestra redención. Y Él es nuestra justicia (1 Co 1:30-31). Dios nos justifica al imputarnos la obediencia y la satisfacción de Cristo. Esta es la enseñanza de la Biblia y es esta enseñanza la que se recupera y se transmite cada vez con más claridad en estos resúmenes de credos evangélicos, que culminan en las confesiones de la Iglesia cristiana posteriores a la Reforma. Alabado sea el Señor por la bendición de la justificación que recibimos por medio del Señor Jesucristo y que Él ha enseñado a Su pueblo por el poder de Su Espíritu Santo.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Chad Van Dixhoorn
El Dr. Chad Van Dixhoorn es profesor de historia de la Iglesia y director del Centro Craig para el Estudio de las Normas de Westminster en el Seminario Teológico Westminster de Filadelfia. Es autor de Confessing the Faith.

La Escritura sola

Ministerios Ligonier

Serie: Doctrinas mal entendidas

La Escritura sola
Por Chad Van Dixhoorn

Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Doctrinas mal entendidas

n 1546, el Concilio de Trento, una asamblea católica romana que se reunió poco después de la muerte de Martín Lutero, emitió dos decretos sobre la Sagrada Escritura. El primer decreto maldijo a los que no aceptaban las Escrituras y a los que «condenaban deliberadamente» las tradiciones de la Iglesia. El segundo decreto prohibió las lecturas tergiversadas de la «Sagrada Escritura» en asuntos doctrinales o morales. El concilio también condenó las interpretaciones de «la Sagrada Escritura contrarias a… la santa madre Iglesia» o «contrarias al consentimiento unánime de los Padres», y explicó que es tarea de la Iglesia «juzgar el verdadero sentido e interpretación de las Santas Escrituras».

Ambos decretos están abarrotados de cláusulas complicadas y frases extrañas. Hay una razón para esto: los obispos en el concilio no estaban de acuerdo entre sí acerca de la relación entre la Escritura y las tradiciones de la Iglesia utilizadas para interpretar la Escritura, así que discutieron sobre cómo llegar a algún tipo de consenso. De los que estaban dispuestos a votar sobre el tema, treinta y tres miembros pensaron que la Escritura y la tradición son «iguales» en autoridad, once pensaron que son «similares» pero no «iguales» en autoridad, y tres pensaron que el concilio solo debería exigir que se respetaran las tradiciones. Se abandonó el lenguaje de igualdad autoritaria entre la Escritura y la tradición.

En otro consenso, el concilio hizo otra distinción: treinta y ocho miembros querían que el concilio condenara a aquellos que no aceptaban las Escrituras ni la tradición. Pero treinta y tres miembros querían una posición más flexible. Estaban dispuestos a condenar a los que no aceptaban la Escritura, pero con respecto a la tradición, los obispos solo condenarían a las personas que conscientemente rechazaran las tradiciones de la iglesia. Aquí el partido minoritario ganó la votación, ya que el partido mayoritario no estuvo dispuesto a ignorar las opiniones de sus colegas.

Como autoridad final, la Escritura, al ser la Palabra de Dios, permanece firme por Sí misma.

Cuento esta historia porque es sorprendente escuchar que miembros del Concilio de Trento presentaron ideas que todo reformador podría afirmar (y que creo que todo cristiano protestante debería afirmar). Después de todo, todo reformador podría estar de acuerdo en que la Escritura no debe ser manipulada para que diga lo que queremos. La Biblia es la Palabra de Dios: debemos ser moldeados por ella; no que ella sea moldeada por nosotros. Los reformadores también podrían estar de acuerdo con la pequeña minoría de votantes en el Concilio de Trento: las tradiciones de la Iglesia, siendo sin duda los escritos y las prácticas más antiguas de la Iglesia, merecen estimación. Sí, ha habido falsos maestros en la historia de la Iglesia, pero también existe una historia de enseñanza útil en la Iglesia que afirma y apoya la enseñanza de la Escritura. Hay mucho que aprender de aquellos que nos han precedido.

Al fin y al cabo, los reformadores se dieron cuenta de que la idea católica romana de lograr un «consentimiento unánime» entre los maestros cristianos de los primeros siglos de la Iglesia no tenía base alguna en la realidad. De hecho, la Confesión de Augsburgo de 1530, la declaración teológica luterana primitiva más importante, destaca los desacuerdos presentes dentro de la misma tradición romana, incluyendo contrastes entre las enseñanzas de la Iglesia y las enseñanzas de los padres prominentes de la Iglesia. Sin embargo, considerar las enseñanzas de los padres de la Iglesia como importantes resultaba obvio para todos. Como autoridad final, la Escritura, al ser la Palabra de Dios, permanece firme por Sí misma. De todos modos, las personas sabias leen las Escrituras en compañía de otros, no solos, incluso aquellos que nos han precedido.

Cuento esta historia también porque el concilio llegó a otras conclusiones que ningún reformador podría aceptar (y que ningún cristiano protestante debería aceptar). Principalmente, los reformadores no pudieron aceptar que «juzgar… el verdadero sentido e interpretación» de la Biblia es responsabilidad de la Iglesia. Poner tal autoridad en manos de la Iglesia sería poner a la Iglesia por encima de la Biblia en lugar de la Biblia por encima de la Iglesia. Insistir en que este tipo de interpretación es necesaria era como anunciar que la Biblia no es clara en Sí misma.

Toda la historia de la Iglesia protestante, vista en los cientos de confesiones y catecismos producidos por luteranos y reformados por igual, testifica del poder y la utilidad de la Escritura y llama a las iglesias a reformarse según las Escrituras. Estas confesiones ocasionalmente citan a autores importantes en la historia de la Iglesia. Los escritores protestantes lo hacían a menudo. Pero entendieron que solo la Escritura tiene las marcas de necesidad, suficiencia, autoridad suprema y claridad en todos los asuntos relacionados con la salvación. En última instancia, la relevancia, la utilidad, la veracidad y la capacidad de persuasión de cualquier otro texto deben evaluarse únicamente a través de la Escritura sola.

En 1646, la Asamblea de Westminster, escribiendo al final de la larga Reforma de Inglaterra, declaró:

«El Espíritu Santo, que habla en la Escritura, y de cuya sentencia debemos depender, es el único Juez Supremo por quien deben decidirse todas las controversias religiosas, y por quien deben examinarse todos los decretos de los concilios, las opiniones de los antiguos escritores, las doctrinas humanas y las opiniones individuales» (Confesión de Fe de Westminster 1.10).

Esto fue simplemente para registrar la actitud de los mismos escritores bíblicos, quienes validaron muchos de sus argumentos con un «así dice el Señor», seguido de una cita de la Escritura. ¿Debemos respetar los decretos de los concilios, tener en alta estima a los escritores antiguos y el adecuado interés en las enseñanzas de otros hombres? Sí. Como los hombres sabios han señalado en el pasado, muchos problemas en la Iglesia pudieron haberse evitado si los cristianos hubieran escuchado, no solo lo que creemos que el Espíritu Santo nos está enseñando, sino también lo que Él pudo haberle enseñado a otros. Sin embargo, ninguna de estas fuentes de conocimiento y sabiduría, y mucho menos las declaraciones de los papas, puede elevarse al nivel de la autoridad de la propia Palabra de Dios. En esto debemos estar firmes.

Ahora, ¿hay «controversias religiosas» que necesitan resolverse? Entonces solo hay un estándar que es necesario que utilicemos, una sola corte a la que todo cristiano e iglesia debe apelar. ¿Hay «decretos de concilios» que deban evaluarse? Entonces solo hay un canon por el cual estos concilios y sus decretos pueden ser considerados legítimamente correctos o incorrectos. ¿Han encontrado tú o tus amigos «opiniones de escritores antiguos» con gran peso? Solo hay una balanza en la que se pueden pesar. ¿Nos encontramos con «las enseñanzas de los hombres» en conversaciones, lecturas y predicaciones? Solo hay una luz con la que pueden examinarse. ¿Hay «opiniones individuales» o criterios personales en la Iglesia? Entonces solo hay una manera en que deben ser juzgados. Hay una «sentencia» en la que «debemos depender», y esa no puede ser otra que la del «Espíritu Santo que habla en la Escritura».

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Chad Van Dixhoorn

El Dr. Chad Van Dixhoorn es profesor de historia de la Iglesia y director del Centro Craig para el Estudio de las Normas de Westminster en el Seminario Teológico Westminster de Filadelfia. Es autor de Confessing the Faith.