La voz de los mártires

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Serie: La historia de la Iglesia | Siglo III

La voz de los mártires

Por Chris Schlect

Nota del editor: Este es el primer capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo III

Entre los tomos que encontrarás en mi biblioteca hay un juego de 38 volúmenes. Cada volumen se parece a los que le quedan a ambos lados. Son libros decorativos, de esos que se ven impresionantes en la estantería y, por lo tanto, permanecen allí. Cuando mis invitados recorren mi biblioteca, no suelen seleccionar estos volúmenes, hay otros libros que son mucho más atractivos. Si alguna vez un lector minucioso serio ve más allá de su aspecto distante y toma uno de estos volúmenes, se encontrará cara a cara con dos columnas por página de tipografía densa y anticuada. A pesar de que no verá mapas, diagramas o imágenes, sí detectará algunos caracteres griegos y latinos en un tipo de letra de 6 puntos. Ante esto, todos, excepto los exploradores más valientes, cerrarán el libro suavemente, lo devolverán a su lugar de descanso y pasarán al siguiente estante.

Sin embargo, al seguir su camino, se pierden pasajes como este: 

Primero se apoderaron de un anciano llamado Metras y le mandaron que blasfemase. Cuando rehusó, le golpearon con mazos, le acuchillaron la cara y los ojos con cañas aguzadas, lo sacaron a los suburbios, y lo apedrearon.

¿Quién era este anciano llamado Metras? La cita anterior, que se encuentra en la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea, es el único registro que tenemos de él. Este anciano pudo haber sido un obrero o un comerciante. ¿Tuvo nietos? Quizás lo más notable de él es lo poco notable, de hecho, lo ordinario que realmente fue. Sin embargo, fue uno de los innumerables hermanos y hermanas nuestros que perecieron durante las horribles persecuciones del siglo III. Haríamos bien en quitar el polvo de nuestros libros y recordar no solo la violencia de sus muertes, sino también la fidelidad de sus vidas, que los preparó para la muerte.

Metras murió por la persecución de una turba enardecida en la gran ciudad norafricana de Alejandría. Esta persecución comenzó en 249 d. C. y empeoró después de que Decio se pusiera la púrpura imperial y dictara sus crueles edictos a principios del año siguiente. Durante más de un siglo previo a este tiempo, los cristianos habían enfrentado períodos de persecución en varias localidades dentro de los vastos dominios romanos. Pero Decio fue el primer emperador en pretender un exterminio sistemático de todos los cristianos a lo largo de todo el Imperio. En un esfuerzo por erradicar a estos cristianos, decretó que se establecieran comisiones en cada comunidad de todo el Imperio. Estas comisiones se encargaron de administrar juramentos de lealtad al culto del estado y de certificar por escrito la lealtad religiosa de cada persona dentro de las fronteras de Roma. Tales juramentos eran requeridos incluso a los sacerdotes y sacerdotisas paganos.

Más de 50 de estos certificados todavía sobreviven. Un ejemplo típico es el siguiente: 

Hemos perseverado siempre en sacrificar a los dioses, y también ahora en vuestra presencia, según las órdenes publicadas hemos hecho libación y gustado las carnes del sacrificio. Os rogamos poner vuestra firma para nuestra seguridad. [Firmas] Nosotros, Aurelio Sereno y Aurelio Hermas, los vimos sacrificando. Firmado por mí, Hermas.

Sin embargo, Metras, y miles de otros con él, se negaron a participar en los cultos públicos de Roma. Él no derramaría vino como ofrenda ritual al genio de César, ni sacrificaría animales o cereal a ninguno de los dioses de Roma. Derramar vino es algo sencillo, pero Metras prefirió tener su rostro desgarrado, dejar que su cuerpo fuera golpeado y arrastrado, y ser apedreado hasta la muerte por las turbas. 

El autor de esta persecución fue, según los estándares de su época, un administrador y líder militar capaz. Decio fue un romano de Roma en una época en que el imperio se estaba desmoronando. Él lanzó esta vasta persecución en un intento desesperado por traer orden a su caótico reino. ¿Qué tan caótico fue? Entre el 235 y el 285, veintiséis emperadores, o Augustos, fueron reconocidos oficialmente por el Senado romano. Veinticinco de estos perecieron violentamente en disputas por la sucesión, y Decio estuvo entre ellos. Durante el mismo período, al menos otros 30 reclamantes fueron declarados Augustos no por el Senado, sino por sus ejércitos. Un emperador, Galieno, tuvo que destruir no menos de 18 rivales que aspiraron a la púrpura durante su reinado de 15 años (o tal vez reinó seis años; depende de si durante algunos años lo consideramos a él o a uno de sus rivales como el verdadero emperador).

Para Decio, tal turbulencia significaba que los dioses estaban enojados con Roma. Decio vio que sus predecesores habían tolerado a los cristianos, a quienes él consideraba (correctamente) como subversivos que no respetaban la religiosidad romana. Así que cuando se estableció como emperador, Decio creía sinceramente que su campaña anticristiana era una causa sagrada, necesaria para la preservación del orden romano tradicional.

Cuando leemos que al anciano Metras «le mandaron que blasfemase», vemos, probablemente, una referencia al juramento de lealtad de Decio. Esto nos recuerda que los romanos persiguieron a los cristianos no porque adoraban a Jesucristo, sino porque se negaban a adorar a otros dioses. De hecho, a lo largo de su historia, los romanos toleraron y en ocasiones incluso adoptaron a los dioses de otras culturas. Su multiculturalismo religioso permitió que diferentes culturas coexistieran dentro del mismo imperio, siempre que se respetara la ley de Roma y se pagaran impuestos a la persona que encarnaba esta ley: el emperador. Para los politeístas paganos, incluso los de diferentes culturas, no representaba un gran problema agregar al César a su lista de deidades. Pero los cristianos eran leales a un solo Dios y solo a uno. Por lo tanto, no se inclinarían ante ningún otro y por esto fueron castigados. Fueron castigados por su ateísmo.

Volviendo al libro antiguo, seguimos leyendo: 

Luego llevaron a una mujer creyente llamada Quinta al templo de los ídolos, e intentaron obligarla a adorar. Cuando ella se apartó horrorizada, la ataron de los pies y la arrastraron por la ciudad sobre el áspero pavimento, azotándola a la vez que estaba siendo golpeada por los grandes adoquines, y en aquel lugar la apedrearon hasta morir.

Como el de Metras, el relato de Quinta es decepcionantemente breve. No tenemos información sobre las obras de caridad que ella había realizado, sobre cómo su negativa a claudicar pudo haber brillado en otras ocasiones, sobre los seres queridos que le sobrevivieron, ni aun sobre sus últimas palabras cuando se enfrentaba a una muerte horrible.

Así es para otra mártir de las persecuciones decianas, una anciana soltera llamada Apolonia. Después de golpear su mandíbula hasta que le rompieron todos los dientes, los romanos encendieron un fuego y amenazaron con arrojarla en este si se negaba a blasfemar. Cuando aflojaron un poco su agarre, ella se arrojó libremente al fuego. También leemos de dos madres, Mercuria y Donisia, cada una de las cuales «no amaba a sus propios hijos por encima del Señor». De sus fracasos anteriores, el mandatario había aprendido que las mujeres cristianas maduras no se rendían ante la tortura; Lo habían hecho quedar mal. Por lo tanto, «al ser derrotado siempre por mujeres», el juez simplemente ordenó que Mercuria y Donisia fueran atravesadas por espadas, sin molestarse en sus acostumbrados intentos de obligarlas a jurar lealtad mediante la tortura. Tales eran los mártires, miles de ellos, de los cuales el mundo no era digno.

Durante el breve reinado de Decio, los cristianos lloraron a sus muertos en todo el mundo mediterráneo. Los miles que fueron martirizados eran vecinos y parientes estimados, personas con quienes los sobrevivientes habían cantado, orado y partido el pan. Las persecuciones sin duda trajeron dolor e incertidumbre.

Sin embargo, y peor aún, trajeron controversia. ¿Cómo iba la Iglesia a considerar a los que eran débiles, aquellos que participaban en los ritos paganos para salvar sus propias vidas? Cuando la persecución pasara y estos claudicantes buscaran ser readmitidos a la comunión, ¿debían ser admitidos? Un teólogo muy capaz llamado Novaciano, anciano en Roma, creía que no. Cuando más tarde se pidió a algunos líderes de la Iglesia que habían claudicado frente a la persecución que regresaran al liderazgo, Novaciano no quería tener nada que ver con ellos. Incluso ayudó a establecer oficiales opuestos para impugnarlos.

La controversia provocó tal conmoción entre los fieles que se convocó un concilio para abordar el asunto. Al menos 60 obispos descendieron a Roma, junto con muchos otros presbíteros y diáconos. (El día en que tales preguntas simplemente se harían al obispo de Roma —el papa— para su respuesta autoritaria no sería sino hasta mil años más tarde). El sínodo determinó, correctamente, que «las medicinas del arrepentimiento» deberían cubrir su pecado y que en verdad en la Iglesia había lugar para los hermanos más débiles. La restauración, luego de la concesión, probó más tarde ser poderosa: muchos de los hermanos que habían sido débiles en las persecuciones decianas se mantuvieron firmes, incluso hasta la muerte, cuando las persecuciones regresaron.

La Iglesia de hoy necesita levantar una nueva generación de lectores que amen abrir libros viejos y polvorientos y ser instruidos por ellos. En estos libros descubrimos una gran nube de testigos que nos dan testimonio y nos encargan que peleemos la buena batalla de la fe. Estos son los santos con quienes nos reuniremos en el cielo en el día del Señor. Los lectores que conocen a estos santos, que mantienen viva su memoria, pueden ser usados ​​para fortalecer a aquellos que son perseguidos en nuestros días. Y si, en la providencia de Dios, las persecuciones vienen a nosotros, el testimonio de nuestros antepasados ​​sufrientes puede ser usado por Dios para ayudarnos a permanecer firmes.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Chris Schlect
Chris Schlect

El Dr. Chris Schlect es profesor de historia en New Saint Andrews College y anciano en Christ Church en Moscow, Idaho.

Principados y potestades

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Serie: La historia de la Iglesia | Siglo I

Principados y potestades

Por Chris Schlect

Nota del editor: Este es el primer capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo I

Los lectores atentos de la Biblia deberían preguntarse qué sucedió entre Malaquías y Mateo. El Antiguo Testamento cierra con el pueblo de Dios acabando de regresar a su tierra palestina. Hablan y escriben el idioma hebreo en un mundo dominado por los persas. Pasando la página hacia el Nuevo Testamento, vemos al mismo pueblo todavía en Palestina, pero ahora el idioma que ellos hablan y escriben es el griego, no el hebreo, y los romanos, no los persas, están a cargo. Entre los Testamentos, el centro de la civilización se desplazó desde el valle del Tigris-Éufrates hasta el Mediterráneo. Comprender este cambio es entender el mundo en el que fue establecida la Iglesia del primer siglo.

La lengua griega y las formas de pensamiento que vinieron con ella fueron la herencia directa de Alejandro III de Macedonia. Alejandro partió de Grecia en el 335 a. C. para arrebatarle Asia a los persas. Su campaña lo llevó por el extremo oriental del Mediterráneo, derrotando a los persas en Issos, luego sitiando a Tiro y Gaza por la costa. Josefo nos dice que fue en esta etapa de su campaña, en 332 a. C., que Alejandro vino a Jerusalén. Allí honró al sumo sacerdote y reconoció al Dios de ese sacerdote como el que le estaba concediendo la victoria sobre los persas. Cuando a Alejandro le presentaron la profecía de Daniel de que los griegos derrotarían al Imperio persa, creyó que él mismo era el cumplimiento de esa profecía y le concedió favores a los judíos. 

El mundo al cual vino Cristo, y en el que se difundió Su evangelio, fue preparado de antemano por Aquel que levanta y derriba a las naciones según Su beneplácito.

Sin embargo, el resultado permanente de la conquista de Alejandro no fue tan grato para los judíos. En solo 11 años, convirtió en griego al mundo conocido, pero no vivió para reinar sobre su imperio. En el 323 a. C., Alejandro, ya en su lecho de muerte con solo 33 años de edad, dividió su vasto reino entre sus oficiales. Por más de un siglo después, Palestina fue disputada en un tira y afloja entre dos de las dinastías que Alejandro creó: los ptolomeos de Egipto y los seléucidas de Siria y Asia. A este conflicto en Palestina se sumó la presión cultural y política para que los judíos adoptaran las costumbres griegas, un proceso llamado «helenización». El rey seléucida Antíoco III (el Grande) finalmente le arrebató Palestina a los ptolomeos en 198 a. C., y su hijo, Antíoco IV (Epífanes), intensificó la campaña de helenización. Josefo explica que este Antíoco más joven profanó el templo de Jerusalén de la manera más abominable: lo convirtió en un santuario para Zeus y sacrificó cerdos al dios griego en el Lugar Santísimo. Antíoco Epífanes también prohibió la circuncisión y otras prácticas de la ley judía y ordenó quemar las Escrituras judías. Así inició la incesante hostilidad religiosa entre los judíos monoteístas de Palestina y los griegos. Esta hostilidad continuaría en el período romano y daría forma a la Iglesia del primer siglo como veremos. 

Muchos judíos claudicaron en sus convicciones y siguieron el programa coercitivo de helenización de Antíoco Epífanes, pero algunos se negaron. Un grupo patriótico de judíos rebeldes temerosos de Dios se alzó bajo el liderazgo de Judas Macabeo. Judas y sus tropas rebeldes bien entrenadas retomaron Jerusalén y rechazaron a la oposición seléucida. Él se convirtió en el fundador de una nueva dinastía gobernante independiente, los asmoneos (nombrados en honor a uno de los antepasados ​​de Judas). El 14 de diciembre de 164 a. C., Judas limpió el templo de la profanación griega, y las lámparas del templo se encendieron una vez más en el nombre de Yahvé. Este evento se conmemoró a partir de ese entonces en la fiesta judía de la dedicación (o «Jánuca», que significa «luces»). Años después, Jesús mismo estuvo en Jerusalén durante esta celebración (Jn 10:22). Jánuca es una metáfora adecuada para el contexto cultural de la Iglesia del primer siglo, ya que el festival nos recuerda la hostilidad entre la religión de Abraham y Jesús, por un lado, y las creencias grecorromanas establecidas, por el otro. 

Alejandro Magno desvió la atención del mundo hacia el oeste, desde Susa hasta Grecia. Pronto se movería aún más al oeste, a Roma. En los días de Alejandro, Roma se distinguía a sí misma por las victorias sucesivas y la ampliación del territorio en la lejana península italiana. A diferencia de otros imperios antiguos, Roma trató a sus enemigos conquistados como aliados, en lugar de esclavos. Cuando la guerra con Cartago añadió Sicilia, Córcega y Cerdeña a sus dominios (241-238 a. C.), los romanos formularon un esquema eficiente para gobernar a los súbditos distantes: organizaron «provincias», territorios con magistrados especiales asignados a cada uno de ellos. 

Fue en el 63 a. C. que Judea quedó bajo el dominio romano como parte de la provincia de Siria. Para ese entonces, Roma había derrotado a los cartagineses en el norte de África y España, y a los macedonios en Grecia, convirtiendo así el Mediterráneo en un lago latino. Del 67 al 62 a. C., Pompeyo el Grande intensificó el control romano en Siria y Asia. El historiador romano Tácito nos dice que cuando Pompeyo llegó a Jerusalén, entró en el templo, un acto que pensó era su prerrogativa por derecho de conquista. Se presume que él quería proclamar que la pequeña deidad de los judíos había sido vencida por los dioses superiores de Roma. Al igual que los griegos, los romanos aceptaban a dioses desconocidos, siempre que se diera el debido honor a los dioses de Roma. Esto, a menudo trajo conflicto entre judíos y cristianos y sus amos. 

Los judíos no solo eran extraños, sino también fastidiosos. Roma gobernó Judea durante la dinastía de los asmoneos y luego la de los herodianos, pero una actitud rebelde se agudizaba entre los orgullosos judíos. Al reconocer su inestabilidad, Roma hizo de Judea una provincia autónoma en el año 6 d. C. y asignó su gobierno a una sucesión de prefectos. Poncio Pilato (26-36 d. C.) fue el tercero de ellos, y por lo menos fue tan incompetente como cualquiera de los que ocuparon el cargo. Los herodianos gobernaron un vasto territorio bajo Herodes el Grande (37-4 a. C.). Herodes fue sucedido por sus hijos, Felipe el Tetrarca (4 a. C.-34 d. C.) quien gobernó la parte norte del territorio de su padre, y Herodes Antipas (4 a. C.-39 d. C.), quien es a menudo mencionado en los Evangelios y que gobernó en el sur. Cuando Felipe el Tetrarca murió, su territorio fue anexado a la provincia de Siria. Pero tres años después, en 37 d. C., el emperador Calígula separó ese mismo territorio de Siria y se lo dio a un sobrino de Herodes Antipas y Felipe, Agripa I (37-44 d. C.). El emperador Claudio expandió el territorio de Agripa para que fuera tan vasto como el de Herodes el Grande, y le confirió el título de «rey». 

Estos fueron los primeros años del Imperio romano. A lo largo del primer siglo antes de Cristo, el mundo romano fue devastado por la guerra civil. Los militares de alto rango tenían más poder como individuos que el mismo Senado romano, puesto que las legiones que dirigían eran más devotas a sus generales que a Roma. Cuando Mario luchó contra Sila, las tropas romanas llegaron de hecho a marchar contra la ciudad de Roma. Más tarde, César llevó a sus legiones desde la Galia a Roma para luchar contra el poderoso Pompeyo. Finalmente, Marco Antonio y su aliada amante egipcia, Cleopatra, fueron derrotados por Octavio. El polvo se había asentado, y Octavio era el último hombre en pie. La paz finalmente había regresado a Roma, y ​​en el 27 a. C. el Senado le confirió a Octavio el título de «Augusto». Las vastas fronteras del imperio estaban protegidas. Las carreteras estaban bien construidas y eran seguras, y las rutas marítimas habían sido purgadas de piratas. La justicia era administrada con imparcialidad y eficiencia (de acuerdo a los estándares antiguos). Roma se veía hermosa, y Horacio y Virgilio proclamaban una nueva era de paz. En la remota Judea, nacía un Salvador. 

Muchos judíos despreciaban el gobierno herodiano y romano y esperaban que Yahvé los liberara de sus opresores. Algunos eran radicales —los zelotes— que estaban dispuestos a tomar las armas contra Roma al igual que los jueces de antaño habían hecho contra sus opresores, y como Judas Macabeo había hecho contra los seléucidas. Del otro lado estaban los recaudadores de impuestos, que eran vistos como traidores a Israel. 

Recuerda que los orígenes de la Iglesia fueron judíos. «La salvación es de los judíos», dijo Jesús (Jn 4:22). Jesús mismo era judío, Sus primeros seguidores eran judíos, y la Iglesia se fundó sobre el evangelio que fue predicado a nuestro padre Abraham (cf. Gal 3:7-9Ef 2:11-13). Cuando los cristianos comenzaron a llamar la atención en el siglo I, fueron identificados por los de afuera, y con razón, como una secta que había surgido desde dentro del judaísmo. 

Irónicamente, fue de los mismos judíos de donde vino la hostilidad más intensa contra los cristianos del primer siglo. Al principio, cualquier estigma que el mundo pagano le había adjudicado al judaísmo le fue etiquetado también al cristianismo. Tácito dijo que los cristianos fueron «odiados por sus abominaciones» y calificó su punto de vista como «una superstición muy maliciosa». En Roma, el emperador Nerón aprovechó el desdén popular hacia los cristianos para culparlos del incendio de Roma. Él iluminaba sus fiestas de jardín con antorchas de cristianos en llamas. 

Al igual que sus padres hebreos, los cristianos del primer siglo fueron despreciados. Sin embargo, ellos vinieron a un mundo preparado por Dios para una extensión generalizada del evangelio. El mundo estaba bajo una ley: la de Roma. El mundo hablaba una lengua cosmopolita: el griego de Alejandro Magno. Los caminos y las rutas marítimas eran seguras. El mundo al cual vino Cristo, y en el que se difundió Su evangelio, fue preparado de antemano por Aquel que levanta y derriba a las naciones según Su beneplácito.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine
Chris Schlect
Chris Schlect

El Dr. Chris Schlect es profesor de historia en New Saint Andrews College y anciano en Christ Church en Moscow, Idaho.