Sin falsificar la Palabra | J.C. Ryle

Sin falsificar la Palabra
“Pues no somos como muchos, que medran falsificando la palabra de Dios, sino que con sinceridad, como de parte de Dios, y delante de Dios, hablamos en Cristo”
(2 Corintios 2:17).

No es cosa banal hablar a una congregación de almas inmortales acerca de las cosas de Dios. Pero la responsabilidad más importante de todas es hablar a un grupo de ministros como el que veo ante mí en estos momentos. Atraviesa mi mente la terrible sensación de que una sola palabra equivocada que arraigue en algún corazón y fructifique en el futuro desde algún púlpito puede ocasionar daños cuyo alcance desconocemos.
Pero hay ocasiones en que la verdadera humildad se ve no tanto en las confesiones de nuestra debilidad en alta voz como al olvidarnos de nosotros por completo. Deseo olvidar mi ego en esta ocasión al dirigir mi atención a esta porción de la Escritura. Si no digo mucho acerca de mi sentimiento personal de insuficiencia, hazme el favor de creer que no es porque no lo tenga.

La expresión griega que se traduce como “falsificando” deriva de una palabra cuya etimología no halla consenso entre los lexicógrafos. Se refiere o bien a un comerciante que no lleva su negocio con honradez o a un vinatero que adultera el vino que pone a la venta. Tyndale la traduce como: “No somos de aquellos que mutilan y modifican la Palabra de Dios”. En la versión Rhemish leemos: “No somos como muchos, que adulteran la Palabra de Dios”. En la Versión Autorizada inglesa, al margen, leemos: “No somos como muchos, que utilizan con engaño la Palabra de Dios”.

En la construcción de la frase, el Espíritu Santo inspiró a S. Pablo para que declarara la verdad de forma negativa y positiva. Este tipo de construcción añade claridad al sentido de las palabras y las hace inequívocas, además de intensificar y fortalecer la aseveración que contienen. Se dan casos de construcciones similares en otros tres pasajes extraordinarios de la Escritura, dos en referencia a la cuestión del bautismo y uno con respecto a la cuestión del nuevo nacimiento (cf. Juan 1:13; 1 Pedro 1:23; 1 Pedro 3:21). Se hallará, pues, que el texto contiene lecciones tanto positivas como negativas para la instrucción de los ministros de Cristo. Unas cosas debemos evitarlas. Otras cosas debemos seguirlas.

La primera de las lecciones negativas es una clara advertencia contra la falsificación o la utilización engañosa de la Palabra de Dios. El Apóstol dice que “muchos” lo hacen, señalando que aun en su época había algunos que no trataban la verdad de Dios con honradez y fidelidad. Aquí tenemos una respuesta contundente para aquellos que afirman que la Iglesia primitiva era de una pureza sin adulterar. El misterio de la iniquidad había comenzado ya a obrar. La lección que se nos enseña es que debemos cuidarnos de cualquier aseveración falsa de esa Palabra de Dios que se nos ha encargado predicar. No debemos añadirle nada. Tampoco debemos quitar nada.
Ahora bien, ¿cuándo se puede decir de nosotros que falsificamos la Palabra de Dios en la actualidad? ¿Cuáles son las rocas y bancos de arena que debemos esquivar si no queremos formar parte de los “muchos” que manipulan engañosamente la verdad de Dios? Pueden ser de utilidad unas cuantas indicaciones en cuanto a esto.

Falsificamos la Palabra de Dios de la forma más peligrosa cuando arrojamos cualquier sombra de duda sobre la inspiración plenaria de una parte de la Santa Escritura. Eso no es corromper meramente el vaso, sino toda la fuente. Eso no es meramente corromper el cubo del agua viva que declaramos presentar a nuestro pueblo, sino envenenar todo el pozo. Una vez equivocados en este punto, está en peligro toda la esencia de nuestra religión. Es una fisura en el fundamento. Es un gusano en la raíz de nuestra teología. Una vez que permitimos que ese gusano ataque la raíz, no debe sorprendernos que las ramas, las hojas y el fruto empiecen a decaer poco a poco. Soy muy consciente de que toda la cuestión de la inspiración está rodeada de dificultades. Lo único que quiero decir es que, en mi humilde opinión, a pesar de ciertas dificultades que no podemos resolver por ahora, la única postura segura y sostenible que podemos adoptar es esta: que cada capítulo, cada versículo y cada palabra de la Biblia han sido “[inspirados] por Dios”. Jamás debiéramos abandonar ningún principio teológico, como tampoco lo hacemos con los principios científicos, a causa de las aparentes dificultades que no podemos eliminar en la actualidad.

Permítaseme mencionar una analogía de este importante axioma. Aquellos que están familiarizados con la astronomía saben que antes del descubrimiento de Neptuno había dificultades que preocupaban mucho a la mayoría de los astrónomos científicos con respecto a ciertas aberraciones del planeta Urano. Esas aberraciones confundían las mentes de los astrónomos y algunos de ellos indicaron que quizá podrían demostrar que el sistema newtoniano no era cierto. Pero, por aquella época, un conocido astrónomo francés llamado Leverrier leyó ante la Academia de la Ciencia un artículo en el que establecía el gran axioma de que no convenía a un científico renunciar a un principio a causa de las dificultades que no podían explicarse. Decía en concreto: “No podemos explicar las aberraciones de Urano por ahora; pero estamos seguros de que tarde o temprano se demostrará que el sistema newtoniano es correcto. Quizá se descubra algo un día que demuestre que estas aberraciones son explicables a la vez que el sistema newtoniano sigue siendo cierto y permanece inalterado”. Unos años después, los angustiados ojos de los astrónomos descubrieron el último gran planeta: Neptuno. Se demostró que este planeta era la verdadera causa de todas las aberraciones de Urano, y lo que el astrónomo francés había establecido como un principio científico se verificó como algo sabio y cierto. La aplicación de la anécdota es obvia. Tengamos cuidado de no renunciar a ningún principio teológico básico. No renunciemos al gran principio de la inspiración plenaria debido a las dificultades que se planteen. Quizá llegue el día en que estas se resuelvan. Mientras tanto, podemos estar seguros de que las dificultades a las que se enfrenta cualquier otra teoría son diez veces mayores que aquellas a la que se enfrenta la nuestra.

En segundo lugar, falsificamos la Palabra de Dios cuando planteamos afirmaciones doctrinales equivocadas. Esto lo hacemos al añadir a la Biblia las opiniones de la Iglesia o de los Padres como si tuvieran la misma autoridad. Lo hacemos cuando sustraemos cosas de la Biblia a fin de complacer a los hombres o cuando, por un sentimiento de falsa liberalidad, evitamos cualquier afirmación que suene radical, dura o estrecha. Lo hacemos al intentar suavizar cualquier cosa que se enseñe con respecto al castigo eterno o a la realidad del Infierno. Lo hacemos cuando proponemos doctrinas de forma desproporcionada. Todos tenemos doctrinas favoritas y nuestras mentes están constituidas de tal forma que es difícil ver una verdad claramente sin olvidar que existen otras verdades igualmente importantes. No debemos olvidar la exhortación de Pablo a ministrar “conforme a la medida de la fe”. Lo hacemos cuando exhibimos un deseo excesivo de encubrir, defender y matizar doctrinas como la justificación por la fe sin las obras de la Ley por miedo a las acusaciones de antinomianismo; o cuando huimos de afirmaciones acerca de la santidad por miedo a que se nos considere legalistas. No lo hacemos menos cuando eludimos utilizar el lenguaje bíblico al mencionar las doctrinas. Tendemos a relegar expresiones como “nuevo nacimiento”, “elección”, “adopción”, “conversión”, “seguridad” y a utilizar circunloquios, como si nos avergonzáramos del lenguaje claro de la Biblia. No puedo extenderme en estas afirmaciones por falta de tiempo. Me doy por satisfecho con mencionarlas y dejarlas para tu reflexión personal.

En tercer lugar, falsificamos la Palabra de Dios cuando la aplicamos de forma equivocada. Lo hacemos al no discriminar entre clases en nuestras congregaciones, cuando nos dirigimos a todos como poseedores de la gracia en razón de su bautismo o su pertenencia a la iglesia y no trazamos una línea entre los que tienen el Espíritu y los que no. ¿No somos propensos a relegar los llamamientos claros a los inconversos? Cuando tenemos a 800 ó 2000 personas ante nuestro púlpito y sabemos que una gran proporción de ellas son inconversas, ¿no tendemos a decir “si hay alguno que no conozca las cosas necesarias para su paz eterna…”, cuando más bien debiéramos decir “si hay alguno que no tenga la gracia de Dios en él…”? ¿Y no corremos el peligro de manejar defectuosamente la Palabra en nuestras exhortaciones prácticas al no dejar claro lo que dice la Biblia a las diversas clases que forman parte de nuestra congregación? Hablamos claramente a los pobres; ¿pero hablamos también claramente a los ricos? ¿Hablamos claramente al dirigirnos a las clases altas? Este es un punto respecto al cual me temo que necesitamos examinar nuestras conciencias.

Pasemos ahora a las lecciones positivas que contiene el texto: “Sino que con sinceridad, como de parte de Dios, y delante de Dios, hablamos en Cristo”. Bastará con unas cuantas palabras respecto a cada apartado.
Deberíamos tener el propósito de hablar “con sinceridad” —sinceridad de propósito, de corazón y de motivaciones—; de hablar como quienes están profundamente convencidos de la verdad de lo que dicen, como quienes tienen fuertes sentimientos y un amor tierno hacia aquellos a quienes nos dirigimos.
Deberíamos tener el propósito de hablar “como de parte de Dios”. Deberíamos intentar sentirnos como hombres a los que se ha encargado hablar en nombre de Dios y en su lugar. En nuestro pavor a caer en el romanismo, con demasiada frecuencia olvidamos el lenguaje del Apóstol: “Honro mi ministerio”. Olvidamos cuán grande es la responsabilidad del ministro del Nuevo Pacto y lo terrible que es el pecado de aquellos que, cuando un verdadero ministro de Cristo se dirige a ellos, se niegan a recibir su mensaje y endurecen sus corazones contra Él..

Deberíamos tener el propósito de hablar “delante de Dios”. No debemos preguntarnos a nosotros mismos qué habrá pensado la gente de mí, sino cómo me habrá visto Dios. Latimer recibió en cierta ocasión el llamamiento a predicar ante Enrique VIII y comenzó su sermón de la siguiente forma. (Lo cito de memoria, no pretendo tener una precisión literal): “¡Latimer! ¡Latimer! ¿Recuerdas que estás hablando ante el excelso y poderoso rey Enrique VIII; ante aquel que tiene poder para enviarte a prisión, ante aquel que puede ordenar que te decapiten si así le place? ¿Tendrás cuidado de no decir nada que ofenda a sus regios oídos?”. Entonces, tras una pausa, prosiguió: “¡Latimer! ¡Latimer! ¿No recuerdas que estás hablando ante el Rey de reyes y Señor de señores, ante Aquel al que deberá presentarse Enrique VIII; ante Aquel al que tú mismo tendrás que rendir cuentas un día? ¡Latimer! ¡Latimer! Sé fiel al Señor y declara toda la Palabra de Dios”. ¡Oh!, que este sea el espíritu con que nos retiremos siempre de nuestros púlpitos: no preocupándonos de si los hombres quedan satisfechos o descontentos, no preocupándonos de si los hombres dicen que hemos sido elocuentes o débiles; sino con el testimonio de nuestra conciencia de que hemos hablado como delante de Dios.

Por último, deberíamos tener el propósito de hablar “en Cristo”. El significado de esta frase no está claro. Grotius dice lo siguiente: “Debemos hablar en su nombre, como embajadores”. Pero Grotius tiene poca autoridad. Beza dice: “Debemos hablar acerca de Cristo, con respecto a Cristo”. Esto es buena doctrina, pero difícilmente el significado de las palabras. Otros dicen: debemos hablar como unidos a Cristo, como aquellos que han recibido la misericordia de Cristo y cuyo único derecho a dirigirse a los demás procede de Cristo. Otros dicen: debemos hablar como a través de Cristo, con la fortaleza de Cristo. Quizá este sea el mejor sentido. La expresión en el griego corresponde exactamente a la de Filipenses 4:13: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”. No importa el significado que atribuyamos a estas palabras, hay una cosa clara: debemos hablar en Cristo, como quienes han recibido misericordia, como quienes no desean exaltarse a sí mismos sino al Salvador y como quienes no se preocupan por lo que puedan decir los hombres con tal que Cristo sea magnificado en sus ministerios.
En resumen, todos deberíamos preguntarnos: ¿Manejamos alguna vez engañosamente la Palabra de Dios? ¿Comprendemos lo que es hablar como de parte de Dios, delante de Dios y en Cristo? Permítaseme plantear ante todos una pregunta escrutadora. ¿Hay algún texto en la Palabra de Dios que rehuimos exponer? ¿Hay alguna afirmación en la Biblia de la que evitamos hablar a nuestra congregación no porque no la entendamos, sino porque contradice alguna idea que nos gusta con respecto a lo que es la Verdad? Si es así, preguntemos a nuestras conciencias si estamos manejando la Palabra de Dios engañosamente.

¿Hay algo en la Biblia que releguemos por temor a sonar duros y a ofender a parte de nuestra audiencia? ¿Hay alguna afirmación, ya sea doctrinal o práctica, que mutilemos o desmembremos? Si es así, ¿estamos tratando con honradez la Palabra de Dios?
Oremos para ser guardados de falsificar la Palabra de Dios. Que ni el temor al hombre ni su favor nos induzcan a relegar, evitar, cambiar, mutilar o matizar texto alguno de la Biblia. Sin duda, cuando hablamos como embajadores de Dios, debemos hacerlo con santo denuedo. No tenemos motivo alguno para avergonzarnos de cualquier afirmación que hagamos desde nuestros púlpitos siempre que sea conforme a la Escritura. A menudo he pensado que uno de los grandes secretos del maravilloso honor que Dios ha puesto sobre un hombre que no se encuentra en nuestra denominación (me refiero al Sr. Spurgeon) es la extraordinaria valentía y confianza con que habla desde el púlpito a las personas de sus pecados y de sus almas. No se puede decir que lo haga por miedo a alguien o por complacer a alguien. Parece dar lo que le corresponde a cada clase de oyente: al rico y al pobre, al de clase elevada y al de clase baja, al noble y al campesino, al erudito y al analfabeto. Trata a cada uno con claridad, según la Palabra de Dios. Creo que esa misma valentía tiene mucho que ver con el éxito que a Dios le ha complacido dar a su ministerio. No nos avergoncemos de aprender una lección de él en este aspecto. Vayamos y hagamos lo mismo.

Ryle, J. C. (2003). Advertencias a las iglesias (D. C. Williams, Trad.; Primera edición, pp. 28-35). Editorial Peregrino.

La desprotestantización de las iglesias cristianas | J.C. Ryle

La desprotestantización en la iglesia

J.C. Ryle

El principal punto que quiero fijar en las mentes de todos es el siguiente: que la idolatría se ha manifestado decididamente en la Iglesia visible de Cristo y en ninguna parte de forma tan clara como en la Iglesia de Roma.
IV. Y ahora, en último lugar, permítaseme mostrar la abolición definitiva de toda idolatría. ¿Qué acabará con ella?
Considero que el alma del hombre que no anhela el momento en que no exista ya la idolatría carece de salud. Difícilmente puede estar reconciliado con Dios el corazón que piensa en los millones que están hundidos en el paganismo o que honran al falso profeta Mahoma u ofrecen oraciones diarias a la virgen María y no clama: “O, mi Dios, ¿cuándo llegará el fin de todas estas cosas? ¿Durante cuánto tiempo, oh Señor, durante cuánto tiempo?”.

Aquí, como en otras cuestiones, la palabra cierta de la profecía viene en nuestra ayuda. Un día llegará el fin de toda idolatría. Su condenación está señalada. Su destrucción es segura. Ya sea en los templos paganos o en las supuestas Iglesias cristianas, la idolatría será destruida en la Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo. Entonces se cumplirá plenamente la profecía de Isaías: “Quitará totalmente los ídolos” (Isaías 2:18). Entonces se cumplirán las palabras de Miqueas (5:13): “Haré destruir tus esculturas y tus imágenes de en medio de ti, y nunca más te inclinarás a la obra de tus manos”. Entonces se cumplirá la profecía de Sofonías (2:11): “Terrible será Jehová contra ellos, porque destruirá a todos los dioses de la tierra, y desde sus lugares se inclinarán a él todas las tierras de las naciones”. Entonces se cumplirá la profecía de Zacarías (13:2): “En aquel día, dice Jehová de los ejércitos, quitaré de la tierra los nombres de las imágenes, y nunca más serán recordados”. En una palabra, se cumplirá plenamente el Salmo 97: “Jehová reina; regocíjese la tierra, alégrense las muchas costas. Nubes y oscuridad alrededor de él; justicia y juicio son el fundamento de su trono. Fuego irá delante de él, y abrasará a sus enemigos alrededor. Sus relámpagos alumbraron el mundo; la tierra vio y se estremeció. Los montes se derritieron como cera delante de Jehová, delante del Señor de toda la tierra. Los cielos anunciaron su justicia, y todos los pueblos vieron su gloria. Avergüéncense todos los que sirven a las imágenes de talla, los que se glorían en los ídolos. Póstrense a él todos los dioses”.

La Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo es esa bendita esperanza que debiera consolar a los hijos de Dios bajo la actual dispensación. Es la estrella polar que debe guiar nuestro viaje. Es el punto en el que todas nuestras expectativas debieran concentrarse: “Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:37). Nuestro David ya no vivirá en Adulam, seguido por unos pocos menospreciados y rechazados por la mayoría. Manifestará su gran poder, reinará y hará que toda rodilla se doble ante Él.

Hasta entonces no disfrutamos perfectamente de nuestra redención, como dice Pablo a los efesios: “Fuisteis sellados para el día de la redención” (Efesios 4:30). Hasta entonces, nuestra salvación no está completa, como dice Pedro: “Sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero” (1 Pedro 1:5). Hasta entonces, nuestro conocimiento sigue siendo defectuoso, como dice Pablo a los corintios: “Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Corintios 13:12). En resumen, lo mejor está por venir.

Pero, en el día del regreso de nuestro Señor, todo deseo recibirá su plena satisfacción. Ya no estaremos abatidos y exhaustos por este sentimiento de constante fracaso, de debilidad y decepción. En su presencia, y no en otro lugar, hallaremos que hay plenitud de gozo; y cuando despertemos a su semejanza seremos satisfechos, si no lo fuimos antes (cf. Salmo 16:11; 17:15). Ahora hay muchas abominaciones en la Iglesia visible ante las que solo podemos gemir y clamar como el fiel en tiempos de Ezequiel (cf. Ezequiel 9:4). No podemos eliminarlas. El trigo y la cizaña crecen juntos hasta que llega la cosecha. Pero se acerca un día en que el Señor Jesús purificará una vez más su Templo y echará todo lo que lo ensucia. Hará esa obra de la que los actos de Ezequías y Josías fueron un pálido tipo hace mucho tiempo. Echará las imágenes y purgará la idolatría en todas sus manifestaciones.

¿Quién anhela ahora la conversión del mundo pagano? No la verás en su plenitud hasta la aparición del Señor. Entonces, y no hasta entonces, se cumplirá ese texto tan frecuentemente mal aplicado: “Aquel día arrojará el hombre a los topos y murciélagos sus ídolos de plata y sus ídolos de oro, que le hicieron para que adorase” (Isaías 2:20).

¿Quién anhela ahora la redención de Israel? No la verás en su perfección hasta que el Redentor venga a Sion. La idolatría en la Iglesia profesante de Cristo ha sido una de las más poderosas piedras de tropiezo en el camino de los judíos. Cuando comience a caer, empezará a retirarse el velo sobre el corazón de Israel (cf. Salmo 102:16).

¿Quién anhela ahora la caída del Anticristo y la purificación de la Iglesia de Roma? Creo que no sucederá hasta la culminación de esta dispensación. Ese vasto sistema de idolatría quizá sea consumido y matado con el Espíritu de la boca del Señor, pero jamás será destruido salvo por el resplandor de su Venida (cf. 2 Tesalonicenses 2:8).

¿Quién anhela una Iglesia perfecta, una Iglesia en la que no haya la más mínima mancha de idolatría? Debes esperar el regreso del Señor. Entonces, y no hasta entonces, veremos una Iglesia perfecta, una Iglesia sin mancha ni arruga ni cosa semejante (cf. Efesios 5:27), una Iglesia en la que todos los miembros estarán regenerados y todos serán hijos de Dios.
Si esto es así, los hombres no deben sorprenderse de que les instemos a estudiar la profecía y les ordenemos, por encima de todo, asirse firmemente de la gloriosa doctrina de la Segunda Venida de Cristo y de su Reino. Esta es la “antorcha que alumbra en lugar oscuro” a la que haremos bien en prestar atención. Dejemos que otros se entreguen a su fantasía, si así lo desean, con la idea de una imaginaria “Iglesia del futuro”. Dejemos que los hijos de este mundo sueñen con alguna clase de “hombre venidero” que lo entienda todo y lo arregle todo. Solamente están cultivando una amarga decepción. Se darán cuenta de que sus visiones son infundadas y vacías como un sueño. Es a estos a los que bien pueden aplicarse las palabras del Profeta: “He aquí que todos vosotros encendéis fuego, y os rodeáis de teas; andad a la luz de vuestro fuego, y de las teas que encendisteis. De mi mano os vendrá esto; en dolor seréis sepultados” (Isaías 50:11).

Pero deja que tus ojos miren hacia el día de la Segunda Venida de Cristo. Ese es el único día en el que se rectificará todo abuso y se purgará toda corrupción y fuente de tristeza. Aguardando ese día, trabajemos y sirvamos a nuestra generación; no estando ociosos como si no se pudiera hacer nada para refrenar el mal, pero no descorazonados porque no vemos todas las cosas puestas aún bajo nuestro Señor. Después de todo, la noche está avanzada y se acerca el día. Te exhorto a esperar en el Señor.

Si esto es así, los hombres no deben sorprenderse de que les advirtamos que se cuiden de cualquier inclinación hacia la Iglesia de Roma. Sin duda, cuando la idea de Dios con respecto a la idolatría se nos revela tan claramente en su Palabra, parece el colmo del capricho unirse a una Iglesia tan impregnada de idolatría como la Iglesia de Roma. Entrar en comunión con ella cuando Dios dice: “Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas” (Apocalipsis 18:4), buscarla cuando el Señor nos advierte de que la abandonemos, convertirnos en sus súbditos cuando la voz del Señor clama: “Escapa por tu vida, huye de la ira venidera”. Todo esto es ciertamente ceguera mental, una ceguera como la de aquel que, a pesar de haber sido advertido, se embarca en un barco que está naufragando; una ceguera que sería casi increíble si nuestros propios ojos no vieran ejemplos de ello continuamente.

Todos debemos estar en guardia. No debemos dar nada por supuesto. No debemos suponer apresuradamente que somos demasiado sabios para que se nos engañe y decir como Hazael: “¿Qué es tu siervo, este perro, para que haga tan grandes cosas?”. Aquellos que predican deben clamar en voz alta y no callar, no permitir que ninguna falsa amabilidad les silencie con respecto a las herejías de la época. Aquellos que escuchan deben tener los lomos ceñidos con la Verdad y sus mentes llenas de claras ideas proféticas en relación con el fin al que llegarán todos los adoradores de ídolos. Intentemos todos comprender que el fin del mundo se avecina y que la abolición de la idolatría se acerca. ¿Es momento de aproximarse a Roma? ¿No es más bien tiempo de alejarse y mantenerse al margen para no vernos envueltos en su caída? ¿Es momento de mitigar y paliar las múltiples corrupciones de Roma y negarnos a ver la realidad de sus pecados? Sin duda más bien debiéramos ser doblemente celosos de cualquier tendencia a romanizar la religión, doblemente cuidadosos de evitar la connivencia con cualquier traición contra Cristo nuestro Señor y doblemente dispuestos a protestar contra la adoración antiescrituraria de cualquier tipo. Repito una vez más, pues, que debemos recordar que la destrucción de la idolatría es cierta y, por tanto, cuidarnos de la Iglesia de Roma.

El asunto que estoy tratando es de una importancia profunda y trascendente y exige la seria atención de todos los clérigos protestantes. No sirve de nada negar que una gran parte del clero y de la congregación de la Iglesia de Inglaterra está haciendo todo lo posible para unir la Iglesia de Inglaterra con la idólatra Iglesia de Roma. La publicación de ese monstruoso libro llamado Eirenicon, del Dr. Pusey, y la formación de una “sociedad para promover la unidad en la cristiandad” son una clara prueba de lo que estoy diciendo. “Que corra el que leyere en ella” (Hab. 2:2).

La existencia de un movimiento como este no sorprenderá a quien ha seguido de cerca la historia de la Iglesia de Inglaterra en los últimos cuarenta años. Las tendencias del Movimiento de Oxford y del ritualismo se han dirigido constantemente hacia Roma. Cientos de hombres y mujeres han abandonado limpia y sinceramente nuestras filas y se han convertido en abiertos papistas. Pero muchos cientos se han quedado y son aún clérigos nominales en nuestro seno. El pomposo ceremonial semicatólico romano que se ha introducido en muchas iglesias ha preparado las mentes de los hombres para los cambios. Una forma extravagantemente teatral e idólatra de celebrar la Cena del Señor ha allanado el camino para la transustanciación. Ha estado en marcha durante mucho tiempo un exitoso proceso de desprotestantización. La pobre antigua Iglesia de Inglaterra se encuentra en un plano inclinado. Su misma existencia como Iglesia protestante se encuentra en peligro.
Sostengo que este movimiento romanista debe resistirse firmemente. A pesar del rango, la erudición y la devoción de algunos de sus defensores, lo considero un movimiento sumamente pernicioso, destructor de almas y contrario a la Escritura. Decir que la reunión con Roma sería un insulto para nuestros reformadores martirizados es ser muy suaves: ¡sería un pecado y una ofensa contra Dios! Antes de que se reúna con la idólatra Iglesia de Roma preferiría ver mi amada Iglesia perecer y destruirse en pedazos. ¡Mejor morir que volver a ser papista!.

Sin duda, la Unidad abstracta es algo excelente: pero la Unidad sin Verdad es inútil. La Paz y la Uniformidad son bellas y valiosas: pero la Paz sin el Evangelio —la Paz basada en un episcopado común y no en una fe común— carece de valor y no merece ese apelativo. Cuando Roma haya revocado los decretos de Trento y sus adiciones al Credo, cuando Roma se haya retractado de sus doctrinas falsas y antiescriturarias, cuando Roma haya renunciado formalmente a la adoración de imágenes, la adoración a María y la transustanciación; entonces, y no hasta entonces, será hora de hablar de reunirnos con ella. Hasta entonces hay un abismo sobre el que no se puede tender un puente sinceramente. Hasta entonces, llamo a todos los clérigos a resistir hasta la muerte esta idea de reunirse con Roma. Hasta entonces, nuestro lema debe ser: “¡No a la paz con Roma! ¡No a la comunión con los idólatras!”. Bien dice el admirable obispo Jewell en su Apología: “No rechazamos la paz y la concordia con los hombres; ¡pero no mantendremos un estado de guerra con Dios para estar en paz con los hombres!”. ¡Este testimonio es cierto! ¡Mejor le iría a la Iglesia de Inglaterra si todos sus obispos hubieran sido como Jewell!
Escribo estas cosas con pena. Pero las circunstancias de la época hacen que sea absolutamente necesario pronunciarse. Independientemente del lugar del horizonte al que mire, veo serios motivos para la alarma. No temo en absoluto por la verdadera Iglesia de Cristo. Pero por la Iglesia de Inglaterra establecida y por todas las iglesias protestantes de Inglaterra, ciertamente tengo serios temores. La marea de acontecimientos parece ir en contra del protestantismo y a favor de Roma. Parece como si Dios tuviera una controversia con nosotros como nación y estuviera a punto de castigarnos por nuestros pecados.

No soy profeta. No sé hacia dónde nos dirigimos. Pero, al paso que van las cosas, creo que es bastante factible que, dentro de pocos años, la Iglesia de Inglaterra se una a la Iglesia de Roma. Quizá la corona de Inglaterra descanse una vez más sobre la cabeza de un papista. Quizá se repudie formalmente el protestantismo. Quizá un obispo católico romano presida una vez más el Palacio de Lambethy. Quizá se diga misa una vez más en las abadías de Westminster y de S. Pablo. ¡Y el resultado será que todos los cristianos lectores de la Biblia deberán abandonar la Iglesia de Inglaterra o bien aprobar la adoración de ídolos y convertirse en idólatras! ¡Dios nos conceda que jamás lleguemos a semejante estado de cosas! Pero, a este paso, me parece bastante posible.
Y ahora solo me queda concluir lo que he estado diciendo mencionando algunas salvaguardas para las almas de todos los que lean este capítulo. Vivimos en una época en que la Iglesia de Roma camina entre nosotros con fuerzas renovadas y jactándose de que pronto recuperará el terreno perdido. Se nos están presentando constantemente falsas doctrinas de las formas más sutiles y especiosas. No se puede considerar irrazonable que ofrezca algunas salvaguardas prácticas contra la idolatría. Qué es, de dónde proviene, dónde está, qué acabará con ella; todo eso ya lo hemos visto. Permítaseme señalar cómo podemos estar a salvo de ella y me abstendré de decir más.

1) Armémonos, pues, por un lado, con un profundo conocimiento de la Palabra de Dios. Leamos nuestras biblias más diligentemente que nunca y familiaricémonos con cada parte de ellas. Que la Palabra habite en nosotros abundantemente. Cuidémonos de cualquier cosa que nos haga dedicar menos tiempo y menos empeño a la lectura atenta de sus sagradas páginas. La Biblia es la espada del Espíritu; jamás la dejemos a un lado. La Biblia es la verdadera antorcha en momentos de oscuridad; cuidémonos de no viajar sin su luz. Si conociéramos la historia secreta de las numerosas secesiones en nuestra Iglesia a favor de Roma, que deploramos, tengo fuertes sospechas de que, en casi todos los casos, uno de los pasos más importantes en la cuesta abajo se hallaría en el abandono de la Biblia, en una mayor atención a las formas, los sacramentos, los cultos diarios, el cristianismo primitivo, etcétera, y una menor atención a la Palabra escrita de Dios. La Biblia es la calzada real. Una vez que la abandonamos por un camino secundario —por hermoso, antiguo y frecuentado que este parezca—, no debemos sorprendernos si acabamos adorando imágenes y reliquias y yendo al confesionario con regularidad.

2) Armémonos, en segundo lugar, con un celo piadoso por la más mínima parte del Evangelio. Cuidémonos de sancionar el más somero intento de sustraerle una jota o una tilde o de eclipsar alguna parte por medio de la exaltación de cuestiones religiosas secundarias. Parecía una nimiedad que Pedro se abstuviera de comer con los gentiles; sin embargo, Pablo les dice a los gálatas: “Le resistí cara a cara, porque era de condenar” (Gálatas 2:11). No tengamos en poco cualquier cosa concerniente a nuestras almas. Seamos muy meticulosos al decidir a quién escuchamos, adónde vamos, qué hacemos, así como en todas las cuestiones relativas a nuestra adoración personal; y no nos preocupe la acusación de ser aprensivos y excesivamente escrupulosos. Vivimos en tiempos en los que en los pequeños actos están implícitos grandes principios, y cuestiones religiosas que hace cincuenta años se consideraban absolutamente inocuas, ahora ya no lo son debido a las circunstancias. Evitemos jugar con cualquier tendencia hacia Roma. Es de necios jugar con fuego. Creo que muchos de los que se han pervertido y apartado comenzaron pensando que no podía ser muy dañino atribuir un poco más de importancia a las cosas externas. Pero, una vez que empezaron a bajar por la pendiente, fueron de una cosa a otra. Provocaron a Dios, ¡y Él les abandonó a su suerte! Fueron entregados a un gran engaño y se les dejó creer una mentira (2 Tesalonicenses 2:11). Tentaron al diablo, ¡y este vino a ellos! Comenzaron con nimiedades, como muchos las llaman neciamente, y han acabado en una manifiesta idolatría.

3) Armémonos, por último, con ideas claras y sanas acerca de nuestro Señor Jesucristo y de la salvación que es en Él. Él es la “imagen del Dios invisible”, la “imagen misma de su sustancia” y la verdadera protección contra toda idolatría cuando se le conoce verdaderamente. Edifiquémonos profundamente en el fuerte fundamento de la obra que completó en la Cruz. Tengamos claro que Jesucristo ha hecho todo lo necesario a fin de presentarnos sin mancha ante el trono de Dios y que una fe sencilla por nuestra parte como la de un niño es lo único que hace falta para que participemos de la obra de Cristo. No dudemos que teniendo esta fe estamos completamente justificados a los ojos de Dios; nunca estaremos más justificados aunque vivamos tantos años como Matusalén y hagamos las obras del apóstol Pablo; y no podemos añadir nada a esa justificación completa por medio de actos, palabras, ayunos, oraciones, limosnas, cumplimiento de las ordenanzas o cualquier otra cosa por nuestra parte.
¡Por encima de todo, mantengamos una comunión continua con la persona del Señor Jesús! Moremos en Él diariamente, alimentémonos de Él diariamente, mirémosle diariamente, apoyémonos en Él diariamente, vivamos dependiendo de Él diariamente y tomemos de su plenitud diariamente. Comprendamos esto y la idea de otros mediadores, otros consoladores y otros intercesores parecerá completamente absurda. “¿Qué falta hace?”, responderemos: “Tengo a Cristo y en Él lo tengo todo. ¿Qué tengo yo que ver con los ídolos? Tengo a Jesús en mi corazón, a Jesús en la Biblia, a Jesús en el Cielo, ¡y no quiero nada más!”.
Una vez que permitimos al Señor Jesucristo ocupar el lugar correcto en nuestros corazones, todas las demás cosas en nuestra religión se ajustarán al lugar adecuado. La Iglesia, los ministros, los sacramentos, las ordenanzas, todo descenderá y ocupará un segundo lugar.
A menos que Cristo se siente como Sacerdote y Rey en el trono de nuestro corazón, ese pequeño reino interior estará en perpetua confusión. Pero solo con que le permitas ser el “todo en todo” ahí, todo irá bien. Ante Él caerá todo ídolo, todo Dagón. Conocer a Cristo correctamente, creer en Cristo verdaderamente, amar a Cristo de corazón es la verdadera protección contra el ritualismo, el catolicismo romano y toda forma de idolatría.

Ryle, J. C. (2003). Advertencias a las iglesias (D. C. Williams, Trad.; Primera edición, pp. 147-157). Editorial Peregrino.

Aquellos cuyo corazón esté endurecido por el pecado descubrirán, a su pesar, que “la ira del Cordero” existe (Apocalipsis 6:16). | RYLE J.C.

Mateo 18:1–14. Lo primero que se nos enseña en estos versículos es la necesidad de la conversión, y de que esta se manifieste por una humildad como la de un niño. Los discípulos fueron a nuestro Señor con la pregunta: “¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?”.

Hablaron como hombres cuyo entendimiento estuviera solo a medias, y llenos de expectativas carnales. Recibieron una respuesta calculada para despertarlos de su fantasía, una respuesta que contiene una verdad fundamental del cristianismo: “Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (LBLA).

Dejemos que estas palabras penetren muy profundamente en nuestros corazones. Sin conversión, no hay salvación. Todos necesitamos un cambio radical de nuestra naturaleza: tal y como es, no tiene ni fe en Dios, ni temor a Él, ni amor por Él. “Nos es necesario nacer de nuevo” (cf. Juan 3:7). Tal y como somos, estamos absolutamente incapacitados para habitar en la presencia de Dios. El Cielo está cerrado para nosotros a menos que nos “convirtamos”. Y esto es así para todos los grupos, clases y rangos de la Humanidad: todos nacen en pecado y son hijos de ira, y todos ellos, sin excepción, necesitan nacer de nuevo y ser hechos criaturas nuevas. Tiene que hacérsenos entrega de un corazón nuevo, y tiene que ponerse en nuestro interior un espíritu nuevo; las cosas viejas tienen que pasar, y todas han de ser hechas nuevas. Es bueno haber sido bautizado y haber entrado a formar parte de la Iglesia cristiana, y hacer uso de los medios de gracia cristiana, pero, con todo, ¿“nos hemos convertido”?

¿Queremos saber si nos hemos convertido de veras? ¿Queremos saber cuál es el método con el que debemos ponernos a prueba? El indicio más seguro de una conversión auténtica es la humildad. Si de verdad hemos recibido el Espíritu Santo, se verá en que nuestra actitud es mansa y parecida a la de un niño. Como los niños, tendremos una opinión humilde respecto a nuestra sabiduría y nuestras fuerzas, y dependeremos mucho de nuestro Padre en los cielos. Como los niños, no buscaremos grandes cosas en este mundo, sino que teniendo sustento y abrigo, y el amor de un Padre, estaremos contentos con eso. ¡Es, ciertamente, una prueba que llega hasta lo más hondo de nuestros corazones! Pone al descubierto la irrealidad de muchas presuntas conversiones. Es fácil convertirse de un partido político a otro, de una secta a otra, de tener una opinión a tener otra distinta, pero tales “conversiones” no salvan el alma de nadie. Lo que todos necesitamos es una conversión del orgullo a la humildad, de tener un alto concepto de nosotros mismos a tener uno más bajo, de la presunción a la modestia, de pensar como el fariseo a pensar como el publicano. Es una conversión de ese tipo la que tenemos que experimentar, si deseamos ser salvos. Esas son las conversiones que proceden del Espíritu Santo.
La siguiente cosa que se nos enseña en estos versículos es el grave pecado de poner obstáculos en el camino de los creyentes. Las palabras del Señor Jesús respecto a este punto son particularmente solemnes: “¡Ay del mundo por los tropiezos! […] ¡Ay de aquel hombre por quien viene el tropiezo!”.

Ponemos “tropiezos” u obstáculos en el camino de las almas de los hombres siempre que hacemos algo que los aparta de Cristo, o que los desvía del camino de la salvación, o que les hace sentir repulsión por la verdadera religión. Puede que lo hagamos directamente, al perseguir, ridiculizar, rebatir o disuadir su voluntad de servir a Cristo; o puede que lo hagamos indirectamente, al vivir de una forma que no concuerda con nuestra profesión de fe, o al hacer con nuestra conducta que el cristianismo no sea atractivo ni agradable. Siempre que hagamos algo así, estaremos cometiendo, según se deduce claramente de las palabras de nuestro Señor, un pecado grave.

Hay algo realmente temible en la doctrina que aquí se expone; debería despertarnos el deseo de someternos a un exhaustivo examen de conciencia. No basta con desear hacer el bien en este mundo: ¿estamos completamente seguros de no estar haciendo algún daño? Quizá no persigamos abiertamente a quienes sirven a Cristo, ¿pero estamos perjudicando a alguien con nuestra actitud o nuestro ejemplo? Es horrible pensar en el daño que puede llegar a hacer una sola persona cuya vida no concuerde con su profesión religiosa. Tal persona le da un buen pretexto al infiel, le da al hombre mundano una excusa para mantenerse en su indecisión, pone freno a quienes andan buscando la salvación y causa desánimo a los santos. Es, en definitiva, un sermón vivo, pero un sermón del diablo. Solo cuando llegue el día final se revelará la tremenda perdición de almas que los “tropiezos” habrán producido en la Iglesia de Cristo. Una de las acusaciones que Natán presentó contra David fue esta: “Has dado ocasión de blasfemar a los enemigos del Señor” (2 Samuel 12:14 LBLA).

La siguiente cosa que se nos enseña en estos versículos es la realidad del castigo futuro, después de la muerte. Nuestro Señor utiliza dos expresiones muy duras al hablar de esto. Habla de “ser echado en el fuego eterno” y también de “ser echado en el infierno de fuego”.

El significado de esas palabras es claro, inconfundible. En el mundo venidero existe un lugar de indescriptible sufrimiento, al que serán enviados para siempre quienes hayan muerto sin haberse arrepentido y sin haber creído. En la Escritura se revela un “hervor de fuego” que antes o después devorará a todos los adversarios de Dios (Hebreos 10:27). La misma fiable Palabra que ofrece un Cielo para todos aquellos que se arrepientan y se conviertan declara con total claridad que habrá un Infierno para todos los impíos.

No nos dejemos engañar por nadie que nos venga con palabras vanas acerca de tan terrible cuestión. En estos últimos días se han levantado hombres que niegan la eternidad de ese castigo futuro, repitiendo el viejo argumento del diablo de que no moriremos (cf. Génesis 3:4). No cedamos ante sus razonamientos, por muy convincentes que suenen. Mantengámonos firmes en “las sendas antiguas”. El Dios de amor y de misericordia es también un Dios de justicia: Él, con toda certeza, “dará la paga”. El diluvio en tiempos de Noé y la destrucción de Sodoma por el fuego tenían por objeto mostrarnos lo que Dios hará un día. Ninguna otra boca ha hablado con tanta claridad acerca del Infierno como la de Cristo. Aquellos cuyo corazón esté endurecido por el pecado descubrirán, a su pesar, que “la ira del Cordero” existe (Apocalipsis 6:16).

Lo último que se nos enseña en estos versículos es el valor que Dios da aun al más pequeño y humilde de los creyentes. “No es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos, que se pierda uno de estos pequeños”.
El propósito de estas palabras es alentar a todos los verdaderos cristianos, no solo a niños pequeños. El contexto en el que se encuentran —la parábola de las noventa y nueve ovejas y una que se descarrió— parece indicárnoslo sin dejar lugar a dudas. Su propósito es mostrarnos que nuestro Señor Jesús es un Pastor que cuida con mucho amor a cada una de las almas que se le han confiado. Él quiere tanto a la más joven, a la más débil y a la más enclenque de su rebaño como a la más fuerte; no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de su mano. Él las guiará con cuidado por el desierto de este mundo, y no las fatigará ni un solo día, para que no muera ninguna de ellas (cf. Génesis 33:13). Él las llevará en sus brazos al atravesar todas las dificultades, y las defenderá de todos sus enemigos. Aquello que dijo una vez se cumplirá literalmente: “De los que me diste, no perdí ninguno” (Juan 18:9).

Teniendo semejante Salvador, ¿quién temerá comenzar a esforzarse por ser un buen cristiano? Teniendo semejante Pastor, ¿quién, que haya comenzado a hacerlo, temerá perderse?

Ryle, J. C. (2001). Meditaciones sobre los Evangelios: Mateo (P. E. González, Trad.; pp. 243-248). Editorial Peregrino.

Fariseos y saduceos | J.C. Ryle

Fariseos y saduceos
“Y Jesús les dijo: Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”
(Mateo 16:6).

Cada palabra pronunciada por el Señor Jesús está repleta de profunda enseñanza para los cristianos. Es la voz del Pastor supremo. Es el Cabeza de la Iglesia dirigiéndose a todos sus miembros, el Rey de reyes hablando a sus súbditos, el Señor de la casa hablando a sus siervos, el Capitán de nuestra salvación hablando a sus soldados. Por encima de todo, es la voz de Aquel que dijo: “Yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar” (Juan 12:49). El corazón de todo creyente debiera arder en su interior cuando oye las palabras de su Señor, debiera decir: “¡La voz de mi amado!” (Cantares 2:8).

Y cualquier palabra pronunciada por el Señor Jesús es de gran valor. Preciosas como el oro son todas sus palabras de doctrina y preceptos; preciosas son todas sus palabras de consuelo y ánimo; no menos preciosas son todas sus palabras de advertencia y aviso. No debemos escucharle solamente cuando dice: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados”; también debemos escucharle cuando dice: “Mirad, guardaos”.

Voy a centrar mi atención en una de las más solemnes y enérgicas advertencias que profirió el Señor Jesús: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”. Sobre este texto quiero erigir un faro para todos aquellos que deseen ser salvos y para proteger a algunas almas, si es posible, del naufragio. Los tiempos exigen grandemente faros como este: los naufragios espirituales de los últimos veinticinco años han sido lamentablemente numerosos. Los guardianes de la Iglesia deben hablar claramente ahora o callar para siempre.

I. Antes que nada pediría a mis lectores que observen a quién se dirige la advertencia del texto.
Nuestro Señor Jesucristo no estaba hablando a hombres mundanos, impíos y sin santificar, sino a sus propios discípulos, compañeros y amigos. Se dirigía a hombres que, a excepción del apóstata Judas Iscariote, eran limpios de corazón a los ojos de Dios. Hablaba a los Doce Apóstoles, a los primeros fundadores de la Iglesia de Cristo y los primeros ministros de la Palabra de salvación. Y, sin embargo, aun a ellos les dirigió la solemne advertencia de nuestro texto: “Mirad, guardaos”.
Hay algo extraordinario con respecto a este hecho. Podríamos pensar que los Apóstoles no tenían gran necesidad de este tipo de advertencias. ¿No habían renunciado a todo por amor a Cristo? Lo habían hecho. ¿No habían soportado la aflicción por amor a Cristo? Lo habían hecho. ¿No habían creído en Jesús, seguido a Jesús y amado a Jesús cuando casi todo el mundo era incrédulo? Todas estas cosas son ciertas; y, sin embargo, era a ellos a quienes iba dirigida la advertencia: “Mirad, guardaos”. Podríamos pensar que, en cualquier caso, los discípulos no tenían mucho que temer de “la levadura de los fariseos y de los saduceos”. Eran hombres pobres y sin educación, la mayoría de ellos pescadores o publicanos; no tenían inclinaciones a favor de los fariseos y los saduceos; eran más propensos a sentir prejuicios contra ellos que a sentir algún tipo de atracción hacia ellos. Todo esto es perfectamente cierto; y, sin embargo, es a ellos a quienes va dirigida esta solemne advertencia: “Mirad, guardaos”.
Hay un útil consejo aquí para todos aquellos que profesamos amar al Señor Jesucristo con sinceridad. Nos dice alto y claro que los más eminentes siervos de Cristo no escapan a la necesidad de avisos y deben estar siempre en guardia. Nos muestra claramente que los creyentes más santos deben andar humildemente con este Dios y velar y orar para no caer en tentación y ser hallados en falta. Nadie es tan santo como para no caer; no definitivamente, no desesperadamente, sino para su propio malestar y para escándalo de la Iglesia y triunfo del mundo; nadie es tan fuerte como para no ser vencido durante un tiempo. Aun siendo elegidos por Dios el Padre, aun siendo justificados por la sangre y la justicia de Jesucristo, aun siendo santificados por el Espíritu Santo, los creyentes siguen siendo solo hombres: siguen estando en el cuerpo y en el mundo. Siempre están cerca de la tentación: siempre son susceptibles de errar, tanto en su doctrina como en su práctica. Sus corazones, aunque renovados, son muy débiles; su entendimiento, aunque iluminado, sigue embotado. Deben vivir como aquellos que viven en territorio enemigo y ponerse cada día la armadura de Dios. El diablo es muy activo: nunca duerme ni descansa. Recordemos las caídas de Noé, Abraham y Lot, Moisés, David y Pedro; y, al recordarlos, seamos humildes y tengamos cuidado de no caer.
Permítaseme decir que nadie necesita más las advertencias que los ministros del Evangelio de Cristo. Nuestro ministerio y nuestra ordenación no son garantía contra los errores y las equivocaciones. Tristemente, es muy cierto que las mayores herejías se han infiltrado en la Iglesia de Cristo por medio de hombres ordenados. Ni la ordenación episcopal, ni la ordenación presbiteriana ni cualquier otra ordenación confieren inmunidad alguna contra el error y la falsa doctrina. Nuestra misma familiaridad con el Evangelio engendra a menudo en nosotros un endurecimiento de nuestras mentes. Tendemos a leer las Escrituras, a predicar la Palabra y a dirigir la adoración pública y llevar el culto a Dios con un espíritu aburrido, endurecido, formal e insensible. Es muy probable que, a menos que vigilemos nuestros corazones, nuestra misma familiaridad con las cosas sagradas nos extravíe. “No hay otro lugar —dice un antiguo escritor— donde el alma de un hombre corra más peligro que en la labor sacerdotal”. La historia de la Iglesia de Cristo contiene muchas tristes demostraciones de que los más distinguidos ministros pueden desviarse durante un tiempo. ¿Quién no ha oído hablar del arzobispo Cranmer retractándose y echándose atrás con respecto a esas opiniones que tan resueltamente había defendido aunque, por la gracia de Dios, volviera finalmente a dar testimonio en una gloriosa confesión? ¿Quién no ha oído hablar del obispo Jewell firmando documentos que desaprobaba profundamente y cuya firma lamentó amargamente después? ¿Quién no sabe que se podría citar a muchos otros que, en alguna ocasión u otra, han incurrido en errores y se han desviado? ¿Y quién no conoce el triste hecho de que muchos de ellos jamás volvieron a la Verdad, sino que murieron con sus corazones endurecidos y permanecieron en sus errores hasta el fin?
Estas cosas debieran volvernos humildes y cautos. Nos dicen que desconfiemos de nuestros propios corazones y oremos para que se nos guarde de caer. En estos días, cuando se nos llama especialmente a aferrarnos firmemente a las doctrinas de la Reforma protestante, tengamos cuidado de que nuestro celo por el protestantismo no nos infle y nos vuelva orgullosos. Jamás digamos envanecidos: “Nunca caeré en el papismo o el modernismo”; esas ideas jamás tendrán nada que ver conmigo”. Recordemos que muchos comenzaron bien y siguieron bien durante un tiempo y, sin embargo, después se desviaron del camino verdadero. Tengamos cuidado de ser hombres espirituales además de protestantes, y verdaderos amigos de Cristo además de enemigos del Anticristo. Oremos para que se nos guarde del error y no olvidemos que los Doce Apóstoles mismos fueron los hombres a los que Aquel que es Cabeza de la Iglesia dirigió estas palabras: “Mirad, guardaos”.

II. En segundo lugar me propongo explicar cuáles eran esos errores de los que nuestro Señor advirtió a los Apóstoles. “Mirad —dice—, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”.
El peligro del que les previene es la falsa doctrina. No dice nada acerca de la espada de la persecución, de un quebrantamiento abierto de los Diez Mandamientos o del amor al dinero o al placer. Todas estas cosas eran sin duda peligros y trampas a los que las almas de los Apóstoles estaban expuestas; pero aquí nuestro Señor no pronuncia advertencia alguna contra ellas. Su advertencia se restringe a una sola cosa: “La levadura de los fariseos y de los saduceos”. No se nos deja a nuestra merced para que conjeturemos con respecto a lo que quería decir nuestro Señor con la palabra “levadura”. El Espíritu Santo, unos pocos versículos después del texto al que estoy haciendo referencia, nos dice claramente que la levadura se refiere a la “doctrina” de los fariseos y saduceos.
Intentemos comprender lo que queremos decir cuando hablamos de la “doctrina de los fariseos y de los saduceos”.
a) La doctrina de los fariseos se puede resumir en tres palabras: eran formalistas, adoraban según la tradición y se justificaban a sí mismos. Atribuían tal peso a las tradiciones de los hombres que prácticamente las consideraban de mayor importancia que los escritos inspirados del Antiguo Testamento. Se valoraban a sí mismos según una excesiva rigurosidad en su atención a todas las exigencias ceremoniales de la Ley mosaica. Tenían en gran estima el ser descendientes de Abraham y en sus corazones se decían: “Tenemos a Abraham por padre”. Pensaban que, debido a que tenían a Abraham por padre, no corrían el riesgo de ir al Infierno como otros hombres y que descender de él era una especie de acreditación para entrar en el Cielo. Atribuían gran valor a las abluciones y purificaciones ceremoniales del cuerpo y creían que el hecho mismo de tocar el cuerpo muerto de una mosca o un mosquito les contaminaría. Cumplían con gran pompa lo externo de la religión y las cosas que podían ser vistas por los hombres. Ensanchaban sus filacterias y extendían los flecos de sus mantos. Se enorgullecían de honrar a los santos muertos y de adornar las sepulturas de los justos. Eran celosos de ganar prosélitos. Tenían un gran concepto del poder, el rango y la preeminencia y de que los hombres les llamaran: “Rabí, rabí”. Los fariseos hacían estas cosas y muchas otras semejantes. Cualquier cristiano instruido encontrará estas cosas en los Evangelios según S. Mateo y S. Marcos (cf. Mateo 15 y 23; Marcos 7).
Al mismo tiempo, recordémoslo, no rechazaban formalmente ninguna parte del Antiguo Testamento. Pero introducían y añadían tanta inventiva humana que llegaban a dejar la Escritura a un lado y a enterrarla bajo sus propias tradiciones. Esta es la clase de religión de la que nuestro Señor dice a los Apóstoles: “Mirad, guardaos”.
b) La doctrina de los saduceos, por otro lado, se puede resumir en tres palabras: libertad ideológica, escepticismo y racionalismo. Su credo era mucho menos popular que el de los fariseos y, por tanto, hallamos que se les menciona menos en las Escrituras del Nuevo Testamento. Por lo que podemos deducir a partir del Nuevo Testamento, parece que sostenían la doctrina de los diversos grados de inspiración; en cualquier caso, atribuían un gran valor al Pentateuco por encima de otras partes del Antiguo Testamento, por no decir que desechaban por completo este. Creían que no había resurrección y que no existían los ángeles ni el espíritu, y ridiculizaban a las personas para que abandonaran estas creencias presentándoles casos complicados y preguntas difíciles. Tenemos un ejemplo de su forma de argumentar en el caso que presentaron a nuestro Señor acerca de la mujer que había tenido siete maridos, cuando preguntaron: “En la resurrección, pues, ¿de cuál de los siete será ella mujer, ya que todos la tuvieron?”. Y de esta forma probablemente esperaban, llevando la religión hasta el absurdo y dejando en ridículo sus principales doctrinas, hacer que los hombres renunciaran a la fe que habían recibido de las Escrituras.
Al mismo tiempo, recordémoslo, no podemos decir que los saduceos fueran manifiestamente infieles: no lo eran. No podemos decir que rechazaran la Revelación en su conjunto: no lo hacían. Respetaban la Ley de Moisés. Muchos de ellos se encontraban entre los sacerdotes en los tiempos que se describen en Hechos de los Apóstoles. Caifás, que condenó a nuestro Señor, era saduceo. Pero el efecto práctico de su enseñanza era debilitar la fe de los hombres en cualquier revelación, arrojando una nube de duda sobre las mentes de los hombres, lo que solo está un grado por encima de la incredulidad. Y de toda esa clase de doctrina —libertad ideológica, escepticismo y racionalismo— dice nuestro Señor: “Mirad, guardaos”.
Ahora bien, se nos plantea la siguiente pregunta: ¿Por qué hizo nuestro Señor esta advertencia? Sabía, sin lugar a dudas, que en cuestión de cuarenta años las escuelas de los fariseos y de los saduceos habrían desaparecido. Sabía todas las cosas desde el principio, sabía perfectamente que en cuarenta años Jerusalén, con su magnífico Templo, quedaría destruida y los judíos serían dispersados por toda la Tierra. ¿Por qué, pues, le hallamos advirtiendo contra “la levadura de los fariseos y de los saduceos”?
Creo que nuestro Señor hizo esta solemne advertencia para beneficio perpetuo para la Iglesia que vino a fundar en la Tierra. Habló con un conocimiento profético. Conocía bien las enfermedades de que es susceptible la naturaleza humana. Vio con anticipación que las dos grandes plagas de su Iglesia sobre la Tierra serían siempre la doctrina de los fariseos y la doctrina de los saduceos. Sabía que estas serían las piedras de molino superior e inferior entre las cuales su Verdad sería perpetuamente molida y aplastada hasta que viniera por segunda vez. Sabía que siempre habría fariseos de espíritu y saduceos de espíritu entre los que profesaran el cristianismo. Sabía que su sucesión jamás se interrumpiría y que su generación jamás se extinguiría, y que a pesar de que los fariseos y los saduceos no existieran ya, sus principios proseguirían siempre. Sabía que, durante el tiempo que existiera la Iglesia hasta su regreso, habría siempre algunos que añadirían a la Palabra y otros que sustraerían de ella; unos la ahogarían añadiéndole otras cosas y otros la desangrarían sustrayéndole sus verdades esenciales. Y esta es la razón de que le oigamos haciendo esta solemne advertencia: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”.
Y ahora llega otra pregunta: ¿No tenía nuestro Señor buenos motivos para hacer esta advertencia? Me dirijo a todos los que conocen algo de la historia de la Iglesia: ¿No había ciertamente razones? Me dirijo a todos aquellos que recuerdan lo que sucedió poco después de la muerte de los Apóstoles. ¿No leemos que en la Iglesia primitiva de Cristo surgieron dos facciones distintas: una siempre inclinada a errar —como los arrianos— sosteniendo una sola parte de la Verdad y la otra inclinada siempre a errar —como los adoradores de reliquias y de santos— sosteniendo algo más que la Verdad que hay en Jesús? ¿No vemos cómo aflora lo mismo posteriormente en forma de romanismo por un lado y de socinianismo por el otro? ¿No leemos en la historia de nuestra propia Iglesia que hubo dos grandes facciones: los non-jurors (los que no juraron) por un lado y los latitudinarios por el otro. Estas son cosas antiguas. En un texto breve como este me es imposible tratarlas de forma más detallada. Son cosas muy conocidas para todos los que estén familiarizados con la historia de los tiempos pasados. Siempre ha habido dos grandes facciones: la facción que representa los principios de los fariseos y la facción que representa los principios de los saduceos. Nuestro Señor tenía, pues, buenos motivos para decir de estos dos grandes principios: “Mirad, guardaos”.
Pero deseo acercar la cuestión más aún al presente. Pido a mis lectores que consideren si advertencias como esta no son especialmente necesarias en nuestra época. Sin duda en Inglaterra tenemos muchas cosas por que estar agradecidos. Hemos hecho grandes avances en las artes y las ciencias en los últimos tres siglos y hacemos un amplio despliegue moralista y religioso. Pero pregunto a cualquiera que sea capaz de ver más allá de su puerta o de su propio hogar, ¿no vivimos en medio de los peligros de la falsa doctrina?
Por un lado, tenemos entre nosotros una escuela de hombres que, a sabiendas de ello o no, están allanando el camino hacia la Iglesia de Roma, una escuela que declara extraer sus principios de la tradición primitiva, de los escritos de los Padres y de la voz de la Iglesia; una escuela que habla y escribe tanto acerca de la Iglesia, el ministerio y los sacramentos que, como la vara de Aarón, les hace devorar todo lo demás en el cristianismo; una escuela que atribuye gran importancia a las formas externas y al ceremonial religioso, a los gestos, las posturas, las reverencias, las cruces, las pilas bautismales, los asientos especiales, las credenciales, los crucifijos, las albas, las túnicas, las capas pluviales, las casullas, los manteles de los altares, el incienso, las imágenes, los estandartes, las procesiones, las ornamentaciones florales y muchas otras cosas semejantes acerca de las cuales no hallamos una sola palabra en la Escritura con respecto a su lugar en el culto cristiano. Me refiero, por supuesto, a la escuela de eclesiásticos llamados ritualistas. Cuando examinamos los procedimientos de dicha escuela, solo podemos llegar a una conclusión acerca de ellos. Creo que, independientemente de la intención de sus maestros y lo devotos, celosos y abnegados que sean muchos de ellos, ha caído sobre ellos el manto de los fariseos.
Tenemos, por otro lado, una escuela de hombres que, a sabiendas de ello o no, parecen allanar el camino hacia el socinianismo; una escuela que sostiene ideas extrañas con respecto a la inspiración plenaria de la Santa Escritura, ideas más extrañas aún con respecto a la doctrina del sacrificio y de la expiación de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, ideas extrañas con respecto a la eternidad del castigo y al amor de Dios hacia el hombre; una escuela fuerte en cuanto a lo que se niega pero muy débil en cuanto a lo que se afirma, hábil en suscitar dudas pero impotente a la hora de resolverlas, inteligente para desestabilizar y debilitar la fe del hombre pero incapaz de ofrecer una base sólida donde apoyar nuestros pies. Y, ya sea la intención de los dirigentes de esta escuela o no, creo que ha caído sobre ellos el manto de los saduceos.
Estas cosas suenan duras. Nos ahorra muchos problemas cerrar los ojos y decir: “No veo peligro alguno”; y debido a que no se ve, no creer que lo hay. Es fácil taparnos los oídos y decir: “No oigo nada”; y debido a que no oímos nada, no sentir alarma alguna. Pero sabemos bien quiénes son los que se regocijan en ciertos sectores de nuestra propia Iglesia por el estado de las cosas que deberíamos lamentar. Sabemos lo que piensa el católico romano y lo que piensa el sociniano. El católico romano se regocija ante el auge del Movimiento de Oxford: el sociniano se regocija cuando surgen hombres que enseñan ideas como las que se proponen en los tiempos modernos con respecto a la expiación y la inspiración. No se regocijarían como lo hacen si no vieran que se está haciendo su obra y que se está alentando su causa. El peligro, en mi opinión, es mucho mayor de lo que solemos pensar. Los libros que se leen en muchos sectores son sumamente perniciosos y el tono del pensamiento con respecto a las cuestiones religiosas entre muchas clases, especialmente entre las más altas jerarquías, es profundamente insatisfactorio. La plaga está extendida. Si amamos la vida, deberíamos examinar nuestros corazones, probar nuestra propia fe y asegurarnos de que estamos sobre el fundamento correcto. Por encima de todo, deberíamos tener cuidado de no empaparnos nosotros mismos del veneno de la falsa doctrina y no apartarnos de nuestro primer amor.
Soy profundamente consciente de lo doloroso que es hablar acerca de estas cuestiones. Sé bien que hablar claramente con respecto a la falsa doctrina es muy impopular y que el orador debe aceptar que se le considere drástico, complicado y de mente estrecha. Hay miles de personas que no son capaces de distinguir las diferencias religiosas. Para la mayoría, un clérigo es un clérigo y un sermón es un sermón, y son completamente incapaces de entender las diferencias entre un ministro y otro, entre una doctrina y otra. No puedo esperar de tales personas que aprueben las advertencias contra la falsa doctrina. Debo hacerme a la idea de que voy a afrontar su desaprobación y a soportarla lo mejor que pueda.
Pero pediré a cualquier persona sincera y que lea la Biblia sin prejuicios que se dirija al Nuevo Testamento y vea qué es lo que encuentra allí. Descubrirá muchas advertencias claras contra la falsa doctrina: “Guardaos de los falsos profetas”. “Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas”. “No os dejéis llevar de doctrinas diversas y extrañas”. “No creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios” (Mateo 7:15; Colosenses 2:8; Hebreos 13:9; 1 Juan 4:1). Hallará que gran parte de las Epístolas inspiradas están llenas de amplias explicaciones de la verdadera doctrina y de advertencias contra la falsa enseñanza. ¿Es posible para un ministro que tome la Biblia como su regla de fe evitar hacer advertencias contra los errores doctrinales?
Por último, pido a cualquiera que examine lo que está sucediendo en Inglaterra en este mismo momento. ¿No es cierto que ha habido cientos que han abandonado la Iglesia oficial y se han unido a la Iglesia de Roma en los últimos treinta años? ¿No es cierto que hay cientos entre nuestras propias filas que en realidad no son mucho mejores que los romanistas y que, de ser coherentes, deberían seguir los pasos de Newman y Manning e ir al lugar que les corresponde? Pregunto de nuevo, ¿no es cierto que hay veintenas de jóvenes en Oxford y Cambridge que están siendo destruidos y arruinados por la perniciosa influencia del escepticismo y que han perdido todos los verdaderos principios religiosos? Burlas en cuanto a los periódicos religiosos, estentóreas declaraciones de desagrado ante las “facciones”, altisonantes y vagas frases respecto al “pensamiento profundo, la amplitud de miras, la nueva luz, el manejo libre de la Escritura y la decadencia de ciertas escuelas de teología” constituyen todo el cristianismo de las nuevas generaciones. Y, sin embargo, cara a cara ante estos hechos notorios, los hombres claman: “Deja de hablar de la falsa doctrina. ¡Deja la falsa doctrina en paz!”. No puedo callarme. La fe en la Palabra de Dios, el amor por las almas de los hombres y los votos que hice en mi ordenamiento me empujan a dar testimonio de los errores del presente. Y creo que lo que dijo nuestro Señor es eminentemente verdad para esta época: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”.

III. Lo tercero que quiero pedirte que consideres es el particular nombre que da nuestro Señor Jesucristo a las doctrinas de los fariseos y saduceos.
Las palabras que utilizaba nuestro Señor eran siempre las más sabias y las mejores que se podían emplear. Podría haber dicho: “Mirad, guardaos de la doctrina, la enseñanza o las opiniones de los fariseos y de los saduceos”. Pero no dice eso: utiliza una palabra de una naturaleza especial. Dice: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”.
Ahora bien, todos sabemos cuál es el verdadero significado de la palabra “levadura”: la levadura que se añade a la masa que se utiliza para hacer una barra de pan. La proporción de esta levadura es muy pequeña respecto a la masa a la que se añade; igualmente —quiere decir nuestro Señor—, los comienzos de la falsa doctrina son pequeños en comparación con el cuerpo del cristianismo. Obra callada y silenciosamente; igualmente —quiere decir nuestro Señor—, la falsa doctrina obra secretamente en el corazón donde se introduce. Cambia desapercibidamente el carácter de toda la masa con que se mezcla; igualmente —quiere decir nuestro Señor—, las doctrinas de los fariseos y de los saduceos lo trastocan todo una vez que se las acepta en una iglesia o en el corazón de un hombre. Advirtamos estos puntos: arrojan luz sobre muchas cosas que vemos en la actualidad. Es de gran importancia aprender las lecciones de sabiduría que contiene la palabra “levadura”.
La falsa doctrina no se enfrenta a los hombres cara a cara y proclama que es falsa. No hace sonar una trompeta ante ella ni intenta alejarnos abiertamente de la Verdad que tenemos en Jesús. No viene a los hombres a la luz del día y les llama a rendirse. Se acerca a nosotros en secreto, calladamente, clandestinamente y de forma convincente, sin levantar así las sospechas de la persona y ponerla en guardia. Es el lobo vestido de oveja y Satanás con ropajes de ángel de luz lo que ha demostrado ser siempre el mayor enemigo de la Iglesia de Cristo.
Creo que el campeón más extraordinario de los fariseos no es aquel que te pide abierta y sinceramente que te unas a la Iglesia de Roma: es aquel que dice que está de acuerdo contigo en todos los puntos doctrinales. No quiere quitar nada de las ideas evangélicas que sostienes; no quiere que hagas cambio alguno en absoluto; lo único que te pide es que añadas algo más a tu creencia a fin de que tu cristianismo sea perfecto. “Créeme —dice—, no queremos que renuncies a nada. Solo queremos que tengas unas cuantas ideas más claras con respecto a la Iglesia y a los sacramentos. Queremos que añadas a tus opiniones actuales algo más con respecto a la función del ministro, un poco más con respecto a la autoridad episcopal, un poco más con respecto al Libro de Oración y un poco más con respecto a la necesidad de orden y disciplina. Solo queremos que añadas algo más de estas cosas a tu sistema religioso y con eso ya estarás en lo cierto”. Pero cuando los hombres te hablan de esta forma, entonces es el momento de recordar lo que dijo nuestro Señor y de mirar y guardarse. Esta es la levadura de los fariseos contra la que debemos estar en guardia.
¿Por qué digo esto? Porque no hay garantías contra la doctrina de los fariseos a menos que nos resistamos a sus principios en los comienzos. Comenzando con “algo más con respecto a la Iglesia”, puede que un día te encuentres poniendo a la Iglesia en el lugar de Cristo. Comenzando con “algo más con respecto al ministerio”, quizá un día consideres al ministro como “el mediador entre Dios y el hombre”. Comenzando con “algo más con respecto a los sacramentos”, puede que un día renuncies por completo a la doctrina de la justificación por la fe sin las obras de la Ley. Comenzando con “algo más de reverencia al Libro de Oración”, quizá un día lo antepongas a la Palabra de Dios misma. Comenzando con “algo más de honor para los obispos”, quizá niegues finalmente la salvación de todo aquel que no pertenezca a la Iglesia episcopal. Me estoy limitando a contar una antigua historia; solamente estoy señalando caminos pisados por cientos de miembros de la Iglesia de Inglaterra en los últimos años. Comenzaron criticando a los reformadores y acabaron tragándose los decretos del Concilio de Trento. Comenzaron por ensalzar a Laud y a los non-jurors y terminaron llegando mucho más lejos que ellos y uniéndose formalmente a la Iglesia de Roma. Creo que, cuando oigamos a hombres que nos piden que “añadamos algo más” a nuestras buenas y viejas ideas evangélicas, deberíamos ponernos en guardia. Deberíamos recordar la amonestación de nuestro Señor: “Guardaos de la levadura de los fariseos”.
Creo que el más peligroso campeón de la escuela saducea no es aquel que te dice abiertamente que quiere que dejes a un lado una parte de la Verdad y te conviertas en un librepensador y un escéptico. Es aquel que comienza a insinuar silenciosamente dudas con respecto a la postura religiosa que debiéramos adoptar, dudas con respecto a si debiéramos ser tan categóricos cuando decimos “esto es cierto y eso es falso”, dudas con respecto a si es correcto pensar que están equivocadas las personas que difieren de nuestras opiniones religiosas, puesto que, después de todo, puede que tengan tanta razón como nosotros. Es el hombre que nos dice que no debemos condenar las ideas de nadie, no sea que nos equivoquemos mostrando falta de caridad. Es el hombre que siempre comienza hablando de una forma vaga acerca de Dios como un Dios de amor e insinúa que quizá deberíamos creer que todos los hombres, sin importar la doctrina que profesen, se salvarán. Es el hombre que nos recuerda constantemente que deberíamos tener cuidado de pensar a la ligera de hombres con grandes mentes y grandes intelectos (aunque sean deístas y escépticos), que no piensan como nosotros; y que, al fin y al cabo, “¡todas las grandes mentes son, en mayor o menor medida, enseñadas de Dios!”. Es el hombre que siempre está hablando de las dificultades de la inspiración y que siempre está poniendo en duda que todos los hombres no se salvarán al final y que no todos estarán en lo cierto a los ojos de Dios. Es el hombre que corona esta clase de discurso despachando algunas burlas contra lo que él denomina “ideas chapadas a la antigua”, “teología estrecha de miras”, “fanatismo” y “falta de liberalidad y comprensión” en la actualidad. Pero cuando los hombres empiezan a hablarnos de esta forma, es el momento de ponernos en guardia. Es el momento de recordar las palabras de nuestro Señor Jesucristo, de mirar y guardarnos de la levadura.
Una vez más, ¿por qué digo esto? Lo digo porque no hay más garantía contra el saduceísmo que contra el fariseísmo a menos que nos resistamos a sus principios en sus primeros brotes. Tras comenzar con cierto discurso vago con respecto a la “caridad” puedes acabar en la doctrina de la salvación universal, llenando el Cielo con una variopinta y heterogénea multitud de malvados y de buenos, y negando la existencia del Infierno. Tras comenzar con unas cuantas frases altisonantes con respecto al intelecto y a la luz interior del hombre, puedes acabar negando la obra del Espíritu Santo y sosteniendo que Homero y Shakespeare estaban tan inspirados como S. Pablo, y prácticamente dejando así a un lado la Biblia. Tras comenzar con alguna idea nebulosa y fantasiosa con respecto a que “todas las religiones contienen verdad en mayor o menor medida”, quizá acabes negando completamente la necesidad de las misiones y sosteniendo que lo mejor es dejar a todo el mundo en paz. Tras comenzar con cierto descontento con la “religión evangélica” por considerarla chapada a la antigua, estrecha y exclusivista, quizá acabes rechazando todas las doctrinas esenciales del cristianismo: la expiación, la necesidad de la gracia y la divinidad de Cristo. Nuevamente repito que solo estoy contando una vieja historia: solamente dibujo un camino que muchos han pisado en los últimos años. En otro tiempo les satisfacían eruditos como Newton, Scott, Cecil y Romaine; ¡ahora pretenden haber encontrado un camino mejor en los principios propuestos por teólogos de la escuela liberal! Creo que no hay seguridad para el alma de un hombre a menos que recuerde la lección que implican estas solemnes palabras: “Guardaos de la levadura de los saduceos”.
Cuidémonos de la clandestinidad de esta falsa doctrina. Como el fruto del que comieron Adán y Eva, a primera vista parece agradable, bueno y codiciable. No hay una señal de veneno escrita en él, y por eso las personas no lo temen. Como una moneda falsa, no lleva una marca que diga “mala”; su misma semejanza con la Verdad hace que resulte aceptable.
Cuidémonos de los diminutos comienzos de la falsa doctrina. Toda herejía comenzó en un tiempo como una pequeña desviación de la Verdad. Solo hace falta una pequeña semilla de error para crear un gran árbol. Son las pequeñas piedras las que constituyen un gran edificio. El gran arca de Noé, donde él y su familia se salvaron del diluvio, fue construida con árboles pequeños. Un poco de levadura leuda toda la masa. Un pequeño error en un eslabón de la cadena hace naufragar al imponente navío, ahogándose con él toda su tripulación. La omisión o la adición de un pequeño elemento en la receta del médico estropea toda la medicina y la convierte en veneno. No toleremos tranquilamente algo de deshonestidad, un poco de fraude o unas cuantas mentiras; igualmente, no permitamos jamás que una pequeña falsa doctrina nos destruya al pensar que es “poca cosa” y que no puede perjudicarnos. Los gálatas no parecían estar haciendo nada muy peligroso cuando “[guardaban] los días, los meses, los tiempos y los años”; y, sin embargo, S. Pablo dice: “Me temo de vosotros”.
Por último, cuidémonos de suponer que no estamos de modo alguno en peligro: “Nuestras tesis son sanas; descansamos sobre terreno firme; puede que otros caigan, ¡pero nosotros estamos a salvo!”. Cientos han pensado lo mismo y han acabado mal. En su confianza en sí mismos se han visto mezclados en pequeñas tentaciones y sutiles formas de falsa doctrina; en su orgullo, se acercaron al borde del peligro; y ahora parecen perdidos para siempre. Parece como si se hubieran entregado a un gran engaño hasta creer una mentira. Algunos han cambiado su Libro de Oración por el breviario y están orando a la virgen María y postrándose ante imágenes. Otros están tirando por la borda una doctrina tras otra y prometen despojarse de cualquier tipo de religión salvo algunos retazos de deísmo. Es impresionante cómo lo refleja El progreso del Peregrino, que describe la colina del Error como “muy escarpada al otro lado”, y “cuando Cristiano y Esperanzado miraron hacia abajo vieron en el fondo los cuerpos de varios hombres despedazados por la caída desde la cima”. Jamás, jamás olvidemos la amonestación a guardarnos de la “levadura” y, si creemos que nos mantenemos firmes, miremos que no caigamos.

IV. Propongo, en cuarto y último lugar, indicar algunas salvaguardas y algunos antídotos contra los peligros de la actualidad: la levadura de los fariseos y la levadura de los saduceos.
Creo que todos necesitamos más y más la presencia del Espíritu Santo en nuestros corazones para guiarnos, enseñarnos y conservarnos sanos en la fe. Todos necesitamos velar más y orar para ser guardados y protegidos de desviarnos. Pero, aun así, hay ciertas importantes verdades que debemos asegurarnos de tener en mente de forma especial en una época como esta. Hay tiempos cuando alguna epidemia invade un país y las medicinas, siempre valiosas, adquieren un valor especial. Hay lugares donde prevalece un tipo concreto de malaria en el que los medicamentos, valiosos en cualquier lugar, lo son más que nunca a consecuencia de ello. De la misma forma, creo que hay épocas y tiempos en la Iglesia de Cristo cuando tenemos que afianzar nuestra sujeción a determinadas importantes verdades esenciales, tomarlas en nuestras manos con mayor firmeza de la habitual, abrazarlas estrechamente y no soltarlas. Esas doctrinas son las que quiero presentar por orden como los grandes antídotos contra la levadura de los fariseos y de los saduceos. Cuando Saúl y Jonatán fueron alcanzados por flechas, David ordenó a los hijos de Israel que aprendieran a utilizar el arco.
a) Por un lado, si queremos conservarnos sanos en nuestra fe debemos prestar atención a nuestra doctrina con respecto a la corrupción absoluta de la naturaleza humana. La corrupción de la naturaleza humana no se puede tomar a la ligera. No es una enfermedad parcial y superficial, sino una corrupción radical y universal de la voluntad del hombre, sus inclinaciones y su conciencia. No somos meramente pobres y lastimeros pecadores a los ojos de Dios: somos pecadores culpables; somos pecadores censurables: merecemos en justicia la ira de Dios y su condena. Creo que son contados los errores y las falsas doctrinas en cuyos orígenes no encontramos ideas equivocadas con respecto a la corrupción de la naturaleza humana. Las ideas equivocadas con respecto a una enfermedad suelen conllevar ideas equivocadas con respecto al medicamento. Las ideas equivocadas con respecto a la corrupción de la naturaleza humana siempre conllevarán ideas equivocadas con respecto al gran antídoto y la cura para esa corrupción.
b) Por otro lado, debemos prestar atención a nuestra doctrina con respecto a la inspiración y la autoridad de las Santas Escrituras. Sostengamos con valentía, ante todos los que digan lo contrario, que toda la Biblia ha sido dada por inspiración del Espíritu Santo, que toda ella es completamente inspirada, no una parte más que otra, y que hay un abismo entre la Palabra de Dios y cualquier otro libro del mundo. No debemos temer las dificultades que puedan salirnos al paso en cuanto a la doctrina de la inspiración plenaria. Hay muchas cosas en ella que son demasiado elevadas para nuestra comprensión: es un milagro, y todos los milagros son forzosamente misteriosos. Pero, si no creemos en nada hasta poder explicarlo en su totalidad, ciertamente creeremos en muy pocas cosas. No debemos temer los ataques a la Biblia por parte de la crítica. Desde los tiempos de los Apóstoles, la Palabra del Señor ha sido “probada” incesantemente y jamás ha dejado de salir como el oro, indemne e inmaculada. No debemos temer los descubrimientos de la ciencia. Puede que los astrónomos sondeen los cielos con sus telescopios y que los geólogos lleguen al corazón de la Tierra, pero jamás debilitarán la autoridad de la Biblia. “Jamás se descubrirá contradicción entre la voz de Dios y la obra de las manos de Dios”. No debemos temer las investigaciones de los exploradores. Jamás descubrirán nada que contradiga la Biblia de Dios. Creo que, si Layard recorriera toda la Tierra y excavara cien Nínives enterradas, no encontraría una sola inscripción que contradijera un solo hecho de la Palabra de Dios.
Más aún, debemos afirmar valientemente que esta Palabra de Dios es la única regla de fe y conducta, que ningún hombre puede exigir nada que no esté escrito en ella como necesario para la salvación y que, por muy convincentemente que se defiendan nuevas doctrinas, si no están en la Palabra de Dios no son dignas de nuestra atención. No importa en absoluto quién diga algo, ya sea un obispo, un archidiácono, un deán o un presbítero. No importa en absoluto que esté bien dicho, de forma elocuente, atractiva y convincente, y de tal forma que te ponga en ridículo. No debemos creerlo a menos que se nos pruebe por medio de la Santa Escritura.
En último lugar, pero no por ello de menor importancia, debemos utilizar la Biblia demostrando que creemos que nos fue dada por inspiración. Debemos utilizarla con reverencia y leerla con toda la ternura con que leeríamos las palabras de un padre ausente. No debemos esperar ausencia de misterios en un libro inspirado por el Espíritu de Dios. Debemos recordar que en la naturaleza existen muchas cosas que no podemos entender y que lo mismo que sucede con el libro de la naturaleza sucederá siempre con el libro de la Revelación. Deberíamos acercarnos a la Palabra de Dios con ese espíritu piadoso que recomendaba Lord Bacon hace muchos años: “Recuerda —dice hablando acerca del libro de la naturaleza— que el hombre no es el dueño de ese libro, sino un intérprete del mismo”. Y, tal como tratamos el libro de la naturaleza, así debemos tratar el Libro de Dios. No debemos acercarnos a él para enseñar, sino para aprender; no como sus maestros, sino como humildes alumnos que intentan comprenderlo.
c) Por otro lado, debemos prestar atención a nuestra doctrina con respecto a la expiación y al oficio sacerdotal de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Debemos sostener valientemente que la muerte de nuestro Señor en la Cruz no fue una muerte común. No fue la muerte de alguien que, como Cranmer, Ridley y Latimer, fueron mártires. No fue la muerte de alguien que murió solamente para dejarnos un ejemplo de abnegación y entrega. La muerte de Cristo fue un sacrificio a Dios del propio cuerpo de Cristo y de su sangre para satisfacer el castigo merecido por el pecado y la transgresión del hombre. Fue un sacrificio y una propiciación; un sacrificio tipificado en cada ofrenda de la Ley mosaica, un sacrificio de la más poderosa influencia sobre el género humano. Sin el derramamiento de esa sangre no podría haber —no habría habido— remisión alguna de pecado.
Más aún, debemos afirmar valientemente que ese Salvador crucificado está sentado para siempre a la diestra de Dios para interceder por todos los que acuden a Dios por medio de Él, qué Él les representa allí y ruega por los que han depositado su confianza en Él y que no ha delegado su oficio de Sacerdote y Mediador a ningún hombre o conjunto de hombres sobre la Tierra. No necesitamos a nadie más. No necesitamos a la virgen María ni a los ángeles, ni a ningún santo, sacerdote o persona —ordenada o sin ordenar— para que medie entre Dios y nosotros; solo necesitamos al único Mediador: Cristo Jesús.
Más aún, debemos afirmar valientemente que la tranquilidad de conciencia no se compra por medio de la confesión a un sacerdote y recibiendo la absolución de un hombre por el pecado. Solo se obtiene acudiendo al gran Sumo Sacerdote, Cristo Jesús; por medio de la confesión ante Él, no ante el hombre; y porque nos absuelve Él únicamente, el único que puede decir: “Tus pecados te son perdonados: ve en paz”.
En último lugar, pero no por ello de menor importancia, debemos afirmar valientemente que esa paz con Dios, una vez obtenida por medio de la fe en Cristo, no debe guardarse por medio de meros actos externos de adoración ceremonial ni recibiendo el sacramento de la Santa Cena cada día, sino por medio de la costumbre diaria de mirar al Señor Jesucristo por fe, comiendo por fe su cuerpo y bebiendo por fe su sangre; esa comida y esa bebida de la que nuestro Señor dice que quien coma y beba hallará que su “carne es verdadera comida y [su] sangre es verdadera bebida”. El santo John Owen declaró hace mucho tiempo que, si había algo que Satanás deseaba echar abajo más que ninguna otra cosa, era el oficio sacerdotal de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Satanás sabía bien —decía Owen— que era el “principal fundamento de la fe y el consuelo de la Iglesia”. Las ideas correctas con respecto a ese oficio son de esencial importancia en la actualidad para que los hombres no caigan en el error.
d) Debo mencionar otro antídoto más. Debemos prestar atención a nuestra doctrina con respecto a la obra del Espíritu Santo. Tengamos presente que su obra no es una actuación invisible e incierta en el corazón y que donde está no se oculta, no pasa desapercibido. No creemos que el rocío al caer pueda pasar desapercibido o que, habiendo vida en un hombre, no se pueda ver y observar en su aliento. Lo mismo sucede con la influencia del Espíritu Santo. Ningún hombre tiene derecho a decir que la tiene a menos que puedan verse sus frutos —los efectos de su experiencia— en su vida. Donde Él esté habrá una nueva creación y un nuevo hombre. Donde Él esté habrá siempre un nuevo conocimiento, una nueva fe, una nueva santidad, nuevos frutos en la vida, en la familia, en el mundo, en la Iglesia. Y donde no se vean estas cosas, podemos decir con toda confianza que la obra del Espíritu Santo está ausente. Estos son tiempos en que todos necesitamos estar en guardia con respecto a la doctrina de la obra del Espíritu. Madame Guyon dijo hace mucho tiempo que quizá llegaría la época en que los hombres tuvieran que ser mártires por la obra del Espíritu Santo. Ese momento no parece lejano. En cualquier caso, si hay una verdad religiosa que parece ser más despreciada que otras, es la obra del Espíritu Santo.
Deseo recalcar la inmensa importancia de estos cuatro puntos a todos los que lean este capítulo: a) ideas claras con respecto a que la naturaleza humana es pecaminosa; b) ideas claras con respecto a la inspiración de la Escritura; c) ideas claras con respecto a la expiación y el oficio sacerdotal de nuestro Señor y Salvador Jesucristo; d) e ideas claras con respecto a la obra del Espíritu Santo. Creo que en el corazón que está firme en cuanto a estos cuatro puntos no hallarán asidero doctrinas extrañas con respecto a la Iglesia, el ministerio y los sacramentos ni con respecto al amor de Dios, la muerte de Cristo y la eternidad del castigo. Creo que son cuatro grandes salvaguardas contra la levadura de los fariseos y de los saduceos.
Concluiré ahora este capítulo con algunas indicaciones a modo de aplicación práctica. Deseo que toda esta cuestión resulte útil a todos aquellos en cuyas manos caigan estas páginas y ofrecer una respuesta a las preguntas que puedan surgir en algunos corazones: ¿Qué debemos hacer? ¿Qué consejos puedes ofrecernos para estos tiempos?
1) En primer lugar, quiero pedir a todo lector de este capítulo que averigüe si tiene una religión salvadora personal para su propia alma. Esto es lo principal, a fin de cuentas. No servirá de provecho alguno a ningún hombre el pertenecer a una firme Iglesia visible si él mismo no pertenece a Cristo. De nada le servirá tener salubridad intelectual en la fe y conformarse a la sana doctrina si su propio corazón no está sano. ¿Es este tu caso? ¿Puedes decir que tu corazón está sano a los ojos de Dios? ¿Lo ha renovado el Espíritu Santo? ¿Permanece Cristo en ti por la fe? ¡No descanses, no descanses hasta que puedas dar una respuesta afirmativa a estas preguntas! El hombre que muere inconverso, por muy sanas que sean sus ideas, estará tan ciertamente perdido para siempre como el peor fariseo o saduceo que haya vivido.
2) En siguiente lugar, permítaseme rogar a cada lector de este capítulo que desee tener una fe sana que estudie diligentemente la Biblia. Ese bendito libro se nos ha dado para que sea lámpara a nuestros pies y lumbrera en nuestro camino. Ningún hombre que lo lea con reverencia, oración, humildad y regularidad se desviará del camino al Cielo. Todo sermón, todo libro religioso y todo ministerio deben ser probados y evaluados por él. ¿Quieres saber cuál es la Verdad? ¿Te sientes confundido y desorientado por la guerra de palabras que oyes por todas partes con respecto a la religión? ¿Quieres saber lo que debes creer y lo que debes ser y hacer a fin de ser salvo? Toma tu Biblia y aléjate del hombre. Lee tu Biblia orando fervorosamente por la enseñanza del Espíritu Santo; léela con la determinación sincera de guiarte por sus lecciones. Hazlo con firmeza y perseverancia y verás la luz: serás protegido de la levadura de los fariseos y de los saduceos y guiado a la vida eterna. La mejor forma de hacer una cosa es hacerla. Actúa según este consejo sin demora.
3) En siguiente lugar, permítaseme aconsejar a cada lector de este capítulo que tiene razones para creer que su fe y su corazón están sanos que preste atención a la proporción de las verdades. Con eso pretendo recalcar la importancia de otorgar a cada una de las diversas verdades del cristianismo idéntico lugar y posición en nuestro corazón al recibido en la Palabra de Dios. Las cosas primordiales no se deben poner en segundo lugar y las cosas secundarias no deben tener prioridad en nuestra religión. No se debe poner la Iglesia por encima de Cristo; no se deben poner los sacramentos por encima de la fe y de la obra del Espíritu Santo. No se debe exaltar a los ministros por encima del lugar que les ha asignado Cristo; los medios de gracia no deben considerarse como fines en lugar de medios. Tener en cuenta este punto es de gran importancia: los errores que surgen por desatenderlo no son pocos ni pequeños. De ahí la inmensa importancia de estudiar toda la Palabra de Dios, sin omitir nada y evitando la parcialidad al leer una parte más que otra. De ahí también el valor de tener un sistema cristiano claro en nuestras mentes. Le iría muy bien a la Iglesia de Inglaterra leer sus Treinta y Nueve Artículos y advertir el bello orden en que declaran las principales verdades que deben creer los hombres.
4) En siguiente lugar, permítaseme suplicar a todo siervo de Cristo con un corazón sincero que no se deje engañar por el especioso disfraz bajo el que suelen acercarse las falsas doctrinas a nuestras almas en la actualidad. Cuídate de suponer que se puede confiar en un maestro religioso porque, aun a pesar de sostener algunas ideas erróneas, “enseña muchas verdades”. Tal maestro es precisamente el que puede hacerte más daño: el veneno es siempre más peligroso cuando se da en pequeñas dosis y mezclado con comida saludable. Ten cuidado de no dejarte llevar por el aparente fervor de muchos de los maestros y defensores de la falsa doctrina. Recuerda que el celo, la sinceridad y el fervor no son prueba alguna de que un hombre está trabajando para Cristo y de que hay que creerle. Sin duda fue el fervor lo que movió a Pedro a ofrecer al Señor librarse y no ir a la Cruz; sin embargo, nuestro Señor le dijo: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!”. No cabe duda de que Saulo era movido por un gran fervor cuando fue de un lugar a otro persiguiendo a los cristianos; sin embargo, lo hizo por ignorancia y su celo no era con conocimiento. No cabe duda de que los fundadores de la Inquisición española estaban llenos de fervor y, al quemar vivos a los santos de Dios, pensaban que estaban prestando un servicio a Dios; sin embargo, en realidad estaban persiguiendo a los miembros de Cristo y siguiendo los pasos de Caín. Es un hecho terrible que “el mismo Satanás se disfraza como ángel de luz” (2 Corintios 11:14). ¡De todos los engaños que se dan en estos últimos tiempos no hay otro más extendido que la idea de que “si un hombre es fervoroso en su religión tiene que ser un hombre bueno”! Ten cuidado de no dejarte llevar por este engaño; ¡ten cuidado de que no te extravíen “hombres fervorosos”! El fervor es en sí mismo algo excelente; pero debe ser un fervor en nombre de Cristo y de toda su Verdad o, si no, carece de valor alguno en absoluto.
5) En siguiente lugar, permítaseme aconsejar a todo verdadero siervo de Cristo que examine su propio corazón frecuente y detenidamente en relación con su estado ante Dios. Esta es una práctica que resulta útil en todas las épocas; pero es especialmente deseable en el presente. Cuando la gran peste de Londres estaba en su máximo apogeo, la gente observaba de una forma que nunca había observado antes el más mínimo síntoma que aparecía en su cuerpo. Una mancha aquí o allá, que en tiempo de salud los hombres considerarían sin importancia, recibía una gran atención cuando la peste estaba diezmando familias y matando a uno tras otro. Así debería ser con nosotros mismos en los tiempos en que vivimos. Debemos observar nuestros corazones con doble vigilancia. Debemos dedicar más tiempo a la meditación, a examinarnos a nosotros mismos y a la reflexión. Es una época de prisas y apresuramientos; si queremos ser guardados de caer, debemos dedicar tiempo a estar con frecuencia a solas con Dios.
(6) Por último, permítaseme animar a todos los verdaderos creyentes a contender ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos. No tenemos motivos para avergonzarnos de esa fe. Estoy firmemente convencido de que no hay sistema que proporcione más vida, que esté calculado de tal forma para despertar a los que duermen, guiar a los que buscan y edificar a los santos que el llamado sistema cristiano evangélico. Dondequiera que se predica fielmente, se pone en acción eficazmente y se adorna coherentemente con las vidas de sus maestros, está el poder de Dios. Quizá se hable en su contra y algunos se burlen; pero lo mismo sucedió en los tiempos de los Apóstoles. Quizá muchos de sus defensores lo presenten y lo defiendan débilmente; pero, al final, sus frutos y resultados son su principal elogio. Ningún otro sistema religioso puede ofrecer tantos frutos. En ningún otro lugar se convierten tantas almas a Dios como en las congregaciones donde se predica el Evangelio de Jesucristo en su plenitud, sin mezclarlo con la doctrina farisea o saducea. Sin lugar a dudas, no se nos llama a ser meros polemistas, pero jamás debiéramos avergonzarnos de dar testimonio de la Verdad tal como es en Jesús y de defender con denuedo la religión evangélica. Tenemos la Verdad y no debemos tener miedo a decirlo. El día del Juicio demostrará quién está en lo cierto, y a ese día debemos mirar con valenlía.

Ryle, J. C. (2003). Advertencias a las iglesias (D. C. Williams, Trad.; Primera edición, pp. 42-67). Editorial Peregrino.

La Verdadera Iglesia

Por J.C. Ryle

Yo deseo que pertenezcas a la única Iglesia Verdadera: a la Iglesia fuera de la cual no hay salvación. No pregunto a dónde asistes los domingos sino pregunto si ‘¿Perteneces a la única Iglesia Verdadera?» 

¿Dónde se encuentra esta única Iglesia verdadera? ¿Cómo es esta Iglesia? ¿Cuáles son las características por las cuales se puede reconocer esta única Iglesia verdadera? Quizás me hagas tales preguntas. Escucha bien y te daré algunas respuestas al respecto. 

La única Iglesia verdadera se compone de todos los creyentes del Señor Jesús. Se compone de todos los elegidos de Dios -de todos los hombres y mujeres convertidos -de todos los cristianos verdaderos. A cualquier persona que se le manifiesta la elección de Dios el Padre, la sangre vertida de Dios el Hijo, la obra santificadora de Dios el Espíritu, lo consideramos como un miembro de la Iglesia verdadera de Cristo. 

Es una Iglesia en la cual todos los miembros poseen las mismas características. Todos son nacidos del Espíritu; todos poseen «un arrepentimiento para con Dios, y la fe en nuestro Señor Jesucristo,» y santidad de vida y conversación. Todos odian el pecado y todos aman a Cristo. Adoran en diferentes maneras; algunos adoran con una forma de oración, y otros sin ninguna; otros adoran hincados y otros en pie; pero todos adoran con un sólo corazón. Todos son guiados por un mismo Espíritu; todos edifican sobre el mismo cimiento; todos derivan su religión de un sólo libro la Biblia. Todos están unidos a un mismo eje-Jesucristo. Todos aun ahora pueden decir con un corazón, «Aleluya;» y todos pueden responder con un corazón y una sola voz, «Amén y Amen. 

Es una Iglesia que no depende de ningún ministro aquí en la tierra, aunque sí estima mucho a aquellos que predican el evangelio a sus miembros. La vida de sus miembros no depende de la membresía oficial de la Iglesia, ni del bautismo ni de la cena del Señor aunque también estiman mucho estas cosas cuando, se pueden practicar. Pero sólo posee un Líder Supremo un Pastor, un obispo principal -y ese es, Jesucristo. Sólo Él, por medio de su Espíritu, da la entrada a los miembros de esta Iglesia, aunque los ministros les pueden indicar la entrada. Hasta que Él abra la puerta ningún hombre en la tierra la puede abrir-ni obispos, ni presbíteros, ni convocaciones, ni sínodos. Una vez que un hombre se arrepiente y cree en el evangelio, se convierte en ese momento en un miembro de esta Iglesia. Es posible que como el ladrón penitente no tenga la oportunidad de bautizarse, pero él sí tiene aquello que es mucho mejor que el bautismo en el agua eI bautismo del Espíritu. Puede ser que no pueda recibir el pan y el vino en la Cena del Señor; pero él come del cuerpo de Cristo y bebe de la sangre de Cristo todos los días de su vida, y ningún ministro en la tierra se lo puede impedir. Puede ser excomulgado por hombres ordenados y cortado de las ordenanzas externas de la Iglesia protestante: pero ni todos los hombres ordenados en el mundo lo pueden sacar de la única verdadera Iglesia. 

Es una Iglesia cuya existencia no depende de formas, ceremonias, catedrales, iglesias, capillas, púlpitos, bautismales, vestimentas, órganos, fundaciones, dinero, reyes, gobiernos, magistrados ni de ningún favor de parte del hombre. Muchas veces ha sobrevivido y continuado cuando todas estas cosas le han sido quitadas. Muchas veces se ha escapado de aquellos que debían de ser sus amigos al desierto y a las cuevas en la tierra. Su existencia no depende de nada sino la presencia de Cristo y de su Espíritu; y como éstos estarán siempre con ella, la Iglesia no puede morir. 

Esta es la Iglesia a la cual pertenecen los títulos bíblicos de honra y privilegio presentes, y sus promesas de gloria futura; éste es el cuerpo de Cristo; éste es el rebaño de Cristo; ésta es la casa de fe y la familia de Dios; éste es el edificio dc Dios, el cimiento de Dios, y el templo del Espíritu Santo. Esta es la Iglesia de los primogénitos, cuyos nombres están escritos en el cielo; éste es el sacerdocio real, la generación escogida, el pueblo escogido, la posesión adquirida, la habitación de Dios, la luz del mundo, la sal y el trigo de la tierra; ésta es «la santa Iglesia Católica» del Credo de los Apóstoles; ésta es la «única Iglesia Católica y Apostólica» de Credo de Nicea; esta es la Iglesia a la cual Cristo prometió que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella,» 5 y a la cual dice, «He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mateo 16:18; 28:) 

Esta es la única Iglesia que posee una verdadera unidad Sus miembros están completamente de acuerdo respecto a los asuntos más importantes de la religión, porque todos son enseñados por un mismo Espíritu. En cuanto a Dios, a Cristo, el Espíritu, al pecado, a sus propios corazones, a la fe, al arrepentimiento, a la necesidad de la santidad, al valor de la Biblia, a la importancia de la oración, a la resurrección y al juicio venidero están de acuerdo. Escoge a tres o a cuatro de ellos, sin conocerse, de las regiones más aisladas de la tierra y examínalos individualmente sobre estos puntos y verás que serán de un mismo corazón. 

Esta es la única Iglesia que posee la verdadera santidad. Todos sus miembros son santos. No sólo son santos en palabra, en nombre o en el sentido de caridad; todos son santos en acto y hecho, en realidad, en su vida diaria y en la verdad. Todos están más o menos conforrnados a la imágen de Jesucristo. Ningún hombre impío pertenece a esta Iglesia. 

Esta es la única Iglesia que es verdaderamente católica. No es la Iglesia nacional de alguna nación o raza: sus miembros se encuentran en cada región del mundo donde el evangelio es recibido y creído. No está limitada a las fronteras de cierto país ni encerrada dentro de la estructura de formas particulares ni de un gobierno externo. En ella no hay diferencia entre judío o griego, negro o blanco, piscopaliano o Presbiteriano pero la fe en Cristo es todos. Sus miembros serán juntados del norte, del sur, y del oriente y del occidente, y todos tendrán dife rentes nombres y lenguas-pero todos serán uno en Jesucristo. 

Esta es la única Iglesia que es verdaderamente apostólica. Está edificada sobre los cimientos echados por los Apóstoles, y sostiene las doctrinas que ellos predicaban. Las dos metas que sus miembros; procuran realizar son, la fe y la práctica apostólicas; y ellos consideran que el hombre que sólo habla de seguir a los apóstoles sin poseer estas cosas, no es mejor que un metal que resuena o címbalo que retiñe. 

Esta es la única Iglesia que con certeza perdurará hasta el final. Nada puede vencerla o destruirla del todo. Sus miembros pueden ser perseguidos, oprimidos, encarcelados, golpeados, decapitados, y quemados, pero la verdadera Iglesia nunca es eliminada; vuelve a surgir nuevamente de sus aflicciones sobrevive el fuego y el agua. Cuando la aplastan en un país brota en otro. Los Faraones, los Herodes, los Neros, las Marías sangrientas, han luchado por eliminar esta Iglesia; ellos matan sus miles y luego se mueren y van a su lugar. La verdadera Iglesia dura más que todos ellos, y es testigo de la muerte de éstos. Es un yunque que ha quebrado muchos martillos en este mundo, y aún seguirá quebrando más. Es una zarza que arde muchas veces pero no se consume. 

Esta es la única Iglesia de la cual ningún miembro perecerá. Una vez que uno se matricula en’ esta Iglesia, sus pecados están perdonados por la eternidad; nunca son echados fuera. La elección de Dios el Padre, la intercesión continua de Dios el Hijo, la renovación diaria y el poder santificador de Dios el Espíritu Santo, los rodea y los encierra como en un jardín. Ningun hueso del cuerpo místico de Cristo será roto; ningún cordero del rebaño de Cristo le será arrebatado de la mano. 

Esta es la Iglesia que desempeña el trabajo de Cristo en la tierra. Sus miembros son un pequeño rebaño y pocos en número, comparados con los hijos del mundo: uno cuantos aquí, otros tantos allá-unos cuantos en esta parroquia y otros tantos allá. Pero estos son los que sacuden el universo; éstos son los que cambian el destino de gobiernos con sus oraciones; éstos son los que son los obreros activos para difundir el conocimiento de la religión pura y sin mácula; éstos son los que son la misma vida de un país, el escudo, la defensa, la resistencia y el apoyo de cualquier nación a la cual pertenecen. 

Esta es la Iglesia que será verdaderamente gloriosa al final Cuando toda la gloria terrenal se termine entonces esta Iglesia será presentada sin mancha delante del trono de Dios el Padre. Los tronos, los principados, y los poderes en la tierra llegarán a la nada todos los dignatarios, los oficios y las fundaciones pasarán; pero la Iglesia de los primogénitos brillará como las estrellas al fin y será presentada con gozo delante del trono del Padre en el día de la apariencia de Cristo. Cuando las joyas del Señor se preparen y suceda la manifestación de los Hijos de Dios, no se mencionarán el Episcopalianismo ni el Presbiterianismo ni el Congregacionalismo sino una sola Iglesia y ésa será la Iglesia de los elegidos. 

Lector, esta es la iglesia verdadera a la cual uno necesita pertenecer si has de ser salvo. Hasta que pertenezcas a ésta no eres nada mas que un alma perdida. Puedes tener la forma, la cáscara, la piel y la semblanza de la religión pero no posees la substancia y la vida. Sí, puedes gozar de muchos privilegios y puede ser que estés dotado con mucha luz y conocimiento pero sino perteneces al Cuerpo de Cristo, tu luz y tu conocimiento y privilegios no salvarán tu alma. ¡Ay, cómo hay ignorancia sobre este punto! Los hombres se imaginan que si se unen a esta iglesia o a aquella y se convierten en miembros y hacen ciertos ritos que sus almas están bien. Es un engaño total y es un error muy grave. No todos aquellos que se Ilamaban Israel eran de Israel, ni tampoco todos aquellos que profesan ser cristianos son miembros del cuerpo de Cristo. 

Nota bien; puede ser que seas Episcopaliano, Presbiteriano Independiente, Bautista, Metodista o Pentecostal y aún un pertenecer a la iglesia verdadera. Y si no perteneces, al final seria mejor que no hubieras nacido. 

-por J.C. Ryle, Obispo de Liverpool

La Verdadera Iglesia

Evangelio Blog

Por J.C. Ryle

Yo deseo que pertenezcas a la única Iglesia Verdadera: a la Iglesia fuera de la cual no hay salvación. No pregunto a dónde asistes los domingos sino pregunto si ‘¿Perteneces a la única Iglesia Verdadera?” 

¿Dónde se encuentra esta única Iglesia verdadera? ¿Cómo es esta Iglesia? ¿Cuáles son las características por las cuales se puede reconocer esta única Iglesia verdadera? Quizás me hagas tales preguntas. Escucha bien y te daré algunas respuestas al respecto. 

La única Iglesia verdadera se compone de todos los creyentes del Señor Jesús. Se compone de todos los elegidos de Dios -de todos los hombres y mujeres convertidos -de todos los cristianos verdaderos. A cualquier persona que se le manifiesta la elección de Dios el Padre, la sangre vertida de Dios el Hijo, la obra santificadora de Dios el Espíritu, lo consideramos como un miembro de la Iglesia verdadera de Cristo. 

Es una Iglesia en la cual todos los miembros poseen las mismas características. Todos son nacidos del Espíritu; todos poseen “un arrepentimiento para con Dios, y la fe en nuestro Señor Jesucristo,” y santidad de vida y conversación. Todos odian el pecado y todos aman a Cristo. Adoran en diferentes maneras; algunos adoran con una forma de oración, y otros sin ninguna; otros adoran hincados y otros en pie; pero todos adoran con un sólo corazón. Todos son guiados por un mismo Espíritu; todos edifican sobre el mismo cimiento; todos derivan su religión de un sólo libro la Biblia. Todos están unidos a un mismo eje-Jesucristo. Todos aun ahora pueden decir con un corazón, “Aleluya;” y todos pueden responder con un corazón y una sola voz, “Amén y Amen. 

Es una Iglesia que no depende de ningún ministro aquí en la tierra, aunque sí estima mucho a aquellos que predican el evangelio a sus miembros. La vida de sus miembros no depende de la membresía oficial de la Iglesia, ni del bautismo ni de la cena del Señor aunque también estiman mucho estas cosas cuando, se pueden practicar. Pero sólo posee un Líder Supremo un Pastor, un obispo principal -y ese es, Jesucristo. Sólo Él, por medio de su Espíritu, da la entrada a los miembros de esta Iglesia, aunque los ministros les pueden indicar la entrada. Hasta que Él abra la puerta ningún hombre en la tierra la puede abrir-ni obispos, ni presbíteros, ni convocaciones, ni sínodos. Una vez que un hombre se arrepiente y cree en el evangelio, se convierte en ese momento en un miembro de esta Iglesia. Es posible que como el ladrón penitente no tenga la oportunidad de bautizarse, pero él sí tiene aquello que es mucho mejor que el bautismo en el agua eI bautismo del Espíritu. Puede ser que no pueda recibir el pan y el vino en la Cena del Señor; pero él come del cuerpo de Cristo y bebe de la sangre de Cristo todos los días de su vida, y ningún ministro en la tierra se lo puede impedir. Puede ser excomulgado por hombres ordenados y cortado de las ordenanzas externas de la Iglesia protestante: pero ni todos los hombres ordenados en el mundo lo pueden sacar de la única verdadera Iglesia. 

Es una Iglesia cuya existencia no depende de formas, ceremonias, catedrales, iglesias, capillas, púlpitos, bautismales, vestimentas, órganos, fundaciones, dinero, reyes, gobiernos, magistrados ni de ningún favor de parte del hombre. Muchas veces ha sobrevivido y continuado cuando todas estas cosas le han sido quitadas. Muchas veces se ha escapado de aquellos que debían de ser sus amigos al desierto y a las cuevas en la tierra. Su existencia no depende de nada sino la presencia de Cristo y de su Espíritu; y como éstos estarán siempre con ella, la Iglesia no puede morir. 

Esta es la Iglesia a la cual pertenecen los títulos bíblicos de honra y privilegio presentes, y sus promesas de gloria futura; éste es el cuerpo de Cristo; éste es el rebaño de Cristo; ésta es la casa de fe y la familia de Dios; éste es el edificio dc Dios, el cimiento de Dios, y el templo del Espíritu Santo. Esta es la Iglesia de los primogénitos, cuyos nombres están escritos en el cielo; éste es el sacerdocio real, la generación escogida, el pueblo escogido, la posesión adquirida, la habitación de Dios, la luz del mundo, la sal y el trigo de la tierra; ésta es “la santa Iglesia Católica” del Credo de los Apóstoles; ésta es la “única Iglesia Católica y Apostólica” de Credo de Nicea; esta es la Iglesia a la cual Cristo prometió que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella,” 5 y a la cual dice, “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 16:18; 28:) 

Esta es la única Iglesia que posee una verdadera unidad Sus miembros están completamente de acuerdo respecto a los asuntos más importantes de la religión, porque todos son enseñados por un mismo Espíritu. En cuanto a Dios, a Cristo, el Espíritu, al pecado, a sus propios corazones, a la fe, al arrepentimiento, a la necesidad de la santidad, al valor de la Biblia, a la importancia de la oración, a la resurrección y al juicio venidero están de acuerdo. Escoge a tres o a cuatro de ellos, sin conocerse, de las regiones más aisladas de la tierra y examínalos individualmente sobre estos puntos y verás que serán de un mismo corazón. 

Esta es la única Iglesia que posee la verdadera santidad. Todos sus miembros son santos. No sólo son santos en palabra, en nombre o en el sentido de caridad; todos son santos en acto y hecho, en realidad, en su vida diaria y en la verdad. Todos están más o menos conforrnados a la imágen de Jesucristo. Ningún hombre impío pertenece a esta Iglesia. 

Esta es la única Iglesia que es verdaderamente católica. No es la Iglesia nacional de alguna nación o raza: sus miembros se encuentran en cada región del mundo donde el evangelio es recibido y creído. No está limitada a las fronteras de cierto país ni encerrada dentro de la estructura de formas particulares ni de un gobierno externo. En ella no hay diferencia entre judío o griego, negro o blanco, piscopaliano o Presbiteriano pero la fe en Cristo es todos. Sus miembros serán juntados del norte, del sur, y del oriente y del occidente, y todos tendrán dife rentes nombres y lenguas-pero todos serán uno en Jesucristo. 

Esta es la única Iglesia que es verdaderamente apostólica. Está edificada sobre los cimientos echados por los Apóstoles, y sostiene las doctrinas que ellos predicaban. Las dos metas que sus miembros; procuran realizar son, la fe y la práctica apostólicas; y ellos consideran que el hombre que sólo habla de seguir a los apóstoles sin poseer estas cosas, no es mejor que un metal que resuena o címbalo que retiñe. 

Esta es la única Iglesia que con certeza perdurará hasta el final. Nada puede vencerla o destruirla del todo. Sus miembros pueden ser perseguidos, oprimidos, encarcelados, golpeados, decapitados, y quemados, pero la verdadera Iglesia nunca es eliminada; vuelve a surgir nuevamente de sus aflicciones sobrevive el fuego y el agua. Cuando la aplastan en un país brota en otro. Los Faraones, los Herodes, los Neros, las Marías sangrientas, han luchado por eliminar esta Iglesia; ellos matan sus miles y luego se mueren y van a su lugar. La verdadera Iglesia dura más que todos ellos, y es testigo de la muerte de éstos. Es un yunque que ha quebrado muchos martillos en este mundo, y aún seguirá quebrando más. Es una zarza que arde muchas veces pero no se consume. 

Esta es la única Iglesia de la cual ningún miembro perecerá. Una vez que uno se matricula en’ esta Iglesia, sus pecados están perdonados por la eternidad; nunca son echados fuera. La elección de Dios el Padre, la intercesión continua de Dios el Hijo, la renovación diaria y el poder santificador de Dios el Espíritu Santo, los rodea y los encierra como en un jardín. Ningun hueso del cuerpo místico de Cristo será roto; ningún cordero del rebaño de Cristo le será arrebatado de la mano. 

Esta es la Iglesia que desempeña el trabajo de Cristo en la tierra. Sus miembros son un pequeño rebaño y pocos en número, comparados con los hijos del mundo: uno cuantos aquí, otros tantos allá-unos cuantos en esta parroquia y otros tantos allá. Pero estos son los que sacuden el universo; éstos son los que cambian el destino de gobiernos con sus oraciones; éstos son los que son los obreros activos para difundir el conocimiento de la religión pura y sin mácula; éstos son los que son la misma vida de un país, el escudo, la defensa, la resistencia y el apoyo de cualquier nación a la cual pertenecen. 

Esta es la Iglesia que será verdaderamente gloriosa al final Cuando toda la gloria terrenal se termine entonces esta Iglesia será presentada sin mancha delante del trono de Dios el Padre. Los tronos, los principados, y los poderes en la tierra llegarán a la nada todos los dignatarios, los oficios y las fundaciones pasarán; pero la Iglesia de los primogénitos brillará como las estrellas al fin y será presentada con gozo delante del trono del Padre en el día de la apariencia de Cristo. Cuando las joyas del Señor se preparen y suceda la manifestación de los Hijos de Dios, no se mencionarán el Episcopalianismo ni el Presbiterianismo ni el Congregacionalismo sino una sola Iglesia y ésa será la Iglesia de los elegidos. 

Lector, esta es la iglesia verdadera a la cual uno necesita pertenecer si has de ser salvo. Hasta que pertenezcas a ésta no eres nada mas que un alma perdida. Puedes tener la forma, la cáscara, la piel y la semblanza de la religión pero no posees la substancia y la vida. Sí, puedes gozar de muchos privilegios y puede ser que estés dotado con mucha luz y conocimiento pero sino perteneces al Cuerpo de Cristo, tu luz y tu conocimiento y privilegios no salvarán tu alma. ¡Ay, cómo hay ignorancia sobre este punto! Los hombres se imaginan que si se unen a esta iglesia o a aquella y se convierten en miembros y hacen ciertos ritos que sus almas están bien. Es un engaño total y es un error muy grave. No todos aquellos que se Ilamaban Israel eran de Israel, ni tampoco todos aquellos que profesan ser cristianos son miembros del cuerpo de Cristo. 

Nota bien; puede ser que seas Episcopaliano, Presbiteriano Independiente, Bautista, Metodista o Pentecostal y aún un pertenecer a la iglesia verdadera. Y si no perteneces, al final seria mejor que no hubieras nacido. 

J.C. Ryle

Obispo de Liverpool

EL AUTOEXAMEN

Esclavos de Cristo

EL AUTOEXAMEN

J.C.Ryle

“Y después de algunos días, Pablo dijo á Bernabé: Volvamos á visitar á los hermanos por todas las ciudades en las cuales hemos anunciado la palabra del Señor, cómo están.” (Hechos 15:36)

Después de su primer viaje misionero el apóstol Pablo sugirió a Bernabé, que volvieran a visitar las iglesias que habían establecido para ver como estaban. Estaba ansioso para saber si estaban creciendo espiritualmente. Entonces dijo: “Volvamos a visitar a nuestros hermanos para ver cómo están”. Hay algo que todos podemos aprender de esto: necesitamos examinarnos a nosotros mismos para saber cómo está nuestra relación con Dios.
Vivimos en una época de grandes privilegios espirituales. El evangelio ha sido predicado casi en todo el mundo. La Biblia está disponible en más idiomas que en cualquier otro tiempo en el pasado. En muchas partes del mundo las iglesias han crecido rápidamente. Pero debemos preguntarnos a nosotros mismos ¿Cómo nos ha beneficiado todo esto?
Vivimos en una época de muchos peligros espirituales. Nunca antes tantas personas han profesado ser cristianos. Pero, ¿Son todos estos profesantes personas realmente convertidas? A muchos les gusta asistir a las campañas evangelísticas en donde parece que están sucediendo muchas cosas emocionantes. Pero el emocionalismo es una cosa muy diferente al crecimiento espiritual, y es de mucha importancia que frecuentemente hagamos un alto y nos preguntemos a nosotros mismos en dónde estamos espiritualmente.
Déjeme hacerle diez preguntas que le ayudarán a descubrir la verdad acerca de su condición espiritual. Le hago estas preguntas solamente para su propio beneficio. Si al principio algunas le parecen como muy bruscas, recuerde que la persona que le dice la verdad, éste es en realidad su verdadero amigo.

1. ¿Ha pensado seriamente acerca de su condición espiritual?

Tristemente, hay muchos que nunca piensan acerca de su salvación. Nunca se detienen para pensar seriamente acerca de la muerte y el juicio, acerca de la eternidad, acerca del cielo y el infierno. Están demasiado ocupados con sus negocios, sus placeres, sus familias, las cosas de la política o el dinero. Ellos viven como si nunca fueran a morir y comparecer ante el tribunal de Dios. Tales personas están viviendo en realidad al nivel de los animales, porque nunca piensan acerca de las cosas más importantes de la vida. ¿Piensa usted acerca de las cosas más importantes?

2. ¿Qué ha hecho usted acerca de su salvación?

Hay muchas personas que en ocasiones piensan acerca del cristianismo, pero nunca van más allá de meros pensamientos. Quizás cuando están en problemas, cuando ha fallecido algún conocido, quizás cuando conocen a algún creyente sincero o cuando leen un libro cristiano, piensan acerca de su salvación; pero no van más allá de pensarlo. Pero no se separan de servir al pecado y al mundo pecaminoso; no toman su cruz para seguir a Cristo. Recuerde, que no es suficiente simplemente pensar acerca de Dios y la salvación. Usted tiene que hacer algo al respecto o no puede ser salvo.

3. ¿Está usted tratando de acallar su conciencia con una religiosidad externa?

Muchos cometen este error. Su cristianismo consiste enteramente del cumplimiento de deberes externos. Ellos asisten a todos los cultos y participan sin fallar en la cena del Señor. Se aferran tenazmente a las enseñanzas particulares de su Iglesia y discuten con cualquiera que no está de acuerdo con ellas. Pero a pesar de esto, no tienen una devoción a Cristo en sus corazones. Su religión no les da satisfacción porque no conocen nada del gozo y la paz interiores. Quizás, en lo secreto de sus corazones saben que algo está mal, pero no saben qué es. Yo le ruego a usted entonces, que se examine a sí mismo. Si se preocupa por su salvación, no se contente con una mera observancia externa de algunos deberes. Usted necesita mucho más que eso para ser salvo.

4. ¿Han sido perdonados sus pecados?

Usted sabe en su corazón que es un pecador, que se ha quedado corto de las normas divinas, en pensamiento, en palabra y en hechos. Por lo tanto, usted sabe que si en el día del juicio sus pecados no han sido perdonados, entonces usted tendrá que ser condenado para siempre. La gloria de la fe cristiana es que provee precisamente el perdón que usted necesita; un perdón completo, gratuito y eterno. Este perdón ha sido comprado para nosotros (los creyentes) por nuestro Señor Jesucristo. Cristo realizó este perdón a través de su encarnación, viniendo al mundo para ser nuestro salvador, y por su vida perfecta, su muerte y su resurrección como nuestro sustituto. Pero aunque este perdón es perfectamente gratuito, no nos es dado en forma automática. Uno no puede recibirlo simplemente asistiendo a una Iglesia cristiana, ni siquiera uniéndose a su membresía. Este perdón es algo que cada persona debe abrazar por sí mismo ejercitando la fe en Cristo. Si usted no se ha apropiado la obra de Cristo por la fe, entonces respecto a usted, es como si Cristo no hubiera muerto. La fe es una confianza sincera y humilde en el Señor Jesucristo para salvación. Todos aquellos que personalmente confían en El como Señor y salvador, son aceptados de inmediato y perdonados; pero sin esta confianza no hay ningún perdón en lo absoluto.
Entonces, usted puede ver que no es suficiente simplemente conocer los hechos acerca del Señor Jesucristo. Tal vez usted crea que El es el salvador de los hombres, pero la pregunta es si El es su salvador. ¿Sabe si sus pecados han sido perdonados?

5. ¿Ha experimentado la realidad de una conversión a Dios?

“Y dijo: De cierto os digo, que si no os volviereis, y fuereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.” (Mateo 18:3) “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.” (2 Corintios 5:17) Por naturaleza somos tan débiles, terrenales, mundanos y pecaminosos que sin un cambio completo en lo interior, no podemos servir a Dios en esta vida, y no podremos disfrutar de El en el cielo. Tal como los patitos se acostumbran naturalmente al agua, así nosotros desde que nacemos estamos inclinados al pecado. Si vamos a dejar el pecado y a aprender a amar a Dios, tiene que suceder un gran cambio en nuestras vidas. Si este cambio ya ha sucedido, entonces será manifiesto por sus frutos. ¿Tiene usted una sensibilidad y odio hacia el pecado? ¿Tiene usted fe en Cristo y amor a El? ¿Ama usted la santidad y anhela ser más santo? ¿Encuentra usted en sí mismo un amor creciente por el pueblo de Dios y un disgusto por los caminos del mundo? Estas son las evidencias que siempre siguen a una conversión verdadera hacia Dios. ¿Cuál es su condición?

6. ¿Sabe usted algo de la práctica de la santidad cristiana?

La Biblia deja claro que “sin santidad nadie verá al Señor”. La santidad es el resultado inevitable de la conversión verdadera. Ahora, la santidad no es la perfección absoluta, la libertad completa del pecado. Esto existirá solamente en el cielo. La santidad tampoco es algo que podemos obtener sin un esfuerzo y una lucha constante. Pero aunque la santidad en esta vida es imperfecta, sin embargo es real. La santidad real hará que el hombre cumpla sus deberes en su hogar y en su trabajo, y afectará su forma de vivir en su vida cotidiana y su manera de enfrentar sus problemas. La santidad le hará humilde, bondadoso, dadivoso, considerado con los demás, amable y perdonador. No le conducirá a descuidar los deberes ordinarios de la vida, sino que le capacitará para vivir la vida cristiana, donde quiera que Dios le haya llamado.

7. ¿Conoce usted algo del gozo dado por los medios de gracia?

Por “los medios de gracia” quiero decir cinco cosas: la lectura de la Biblia, la oración secreta, la oración pública de Dios en la Iglesia, la participación en la cena del Señor y la santificación del día del Señor. Estas cosas han sido ordenadas por la gracia de Dios con el fin de traernos a la fe en Cristo y ayudarnos a crecer como creyentes. Nuestra condición espiritual dependerá en gran medida de la manera en que usamos estos medios. Fíjese que digo; la manera en que los usamos, porque no recibimos ningún beneficio automático de sólo cumplirlos. Entonces tengo que preguntarle; ¿Se deleita usted en la lectura de la Palabra de Dios? ¿Derrama usted su corazón a Dios en la oración? ¿Se deleita usted en el día del Señor al dedicarlo a la adoración, la oración y el compañerismo cristiano? Aún si “los medios de gracia” no tuvieran ningún otro propósito, nos servirían como indicadores de nuestra condición espiritual verdadera. Dígame lo que un hombre hace con respecto a estas cosas y le diré si está en el camino hacia el cielo o el infierno.

8. ¿Se está esforzando para hacer algo bueno en este mundo?

Mientras estuvo en la tierra el Señor Jesús “anduvo haciendo bienes” (Hech. 10:38) Desde entonces, los creyentes verdaderos siempre han tratado de seguir su ejemplo. Cuando el Señor Jesús relató la historia del buen samaritano (Luc. 10:25–37), terminó diciendo: “Vé, y haz tú lo mismo”. Siempre existen oportunidades para hacer el bien, la única pregunta es si realmente queremos hacerlo. Aún aquellos que no tienen dinero para dar, pueden hacer bien a los enfermos y a otros que tienen problemas, si están dispuestos a dedicarles tiempo y a mostrarles simpatía y atención. Lea la historia del buen samaritano. ¿Conoce usted algo de este tipo de amor al prójimo? ¿Trata usted de hacer bien a otros aparte de sus amigos, su familia o la Iglesia? ¿Está viviendo usted como un discípulo de Aquel que “anduvo haciendo bienes” y que nos mandó a seguir su “ejemplo”? (Jn. 13:15)

9. ¿Conoce usted algo de una vida de continuo compañerismo con Cristo?

Por “compañerismo” quiero decir el hábito de “permanecer en Cristo”, lo cual nuestro Señor señala como necesario si hemos de llevar fruto como creyentes (Jn. 15:4–8) Debemos entender claramente que tener compañerismo con Cristo es más que el mero hecho de ser un creyente. Todos los que se han arrepentido y venido a Cristo son creyentes, y le pertenecen. Pero hay muchos que nunca van mucho más allá de esta etapa, debido a su ignorancia, su flojera, el temor de los hombres, la influencia del mundo, o algún pecado persistente que no ha sido mortificado. Ellos tienen solamente la poca fe, una esperanza pequeña, un poco de paz y un poco de santidad. Ellos viven toda su vida llevando fruto solamente “a treinta” (Mat. 13:8)
El compañerismo con Cristo es diferente. Es algo experimentado por aquellos que se esfuerzan constantemente para crecer en la gracia: en fe, en conocimiento, y en conformidad a la voluntad de Cristo en todo. Es experimentado por aquellos que “prosiguen al blanco” (Fil. 3:14) El gran secreto del compañerismo es el de siempre vivir por la fe en Cristo, y depender continuamente de El para todos los recursos que necesitamos. El apóstol Pablo pudo decir: “Para mí el vivir es Cristo” (Fil. 1:28), y “Ya no vivo yo, más vive Cristo en mí”. (Gál. 2:20) Esta clase de compañerismo es perfectamente consistente con una convicción profunda de nuestros pecados y corrupción. No nos libra de la experiencia (el conflicto contra el pecado) descrita en el capítulo siete del libro de Romanos. Pero sí nos capacita para no mirarnos a nosotros mismos sino a Cristo, y a regocijarnos en El.

10. ¿Sabe usted algo de lo que significa estar preparado para la segunda venida de Cristo?

Una de las grandes certidumbres de la Biblia es que Cristo vendrá otra vez a este mundo. Vendrá tanto para castigar a los pecadores, como para perfeccionar la salvación de su pueblo en su reino eterno de justicia. ¿Está usted preparado para su venida? Estar preparado significa simplemente ser un creyente sincero y consistente. No significa abandonar su trabajo cotidiano como algunos piensan, más bien significa cumplir con su trabajo cotidiano como creyente, y siempre estar dispuesto a dejar todo cuando El aparezca. Le pregunto otra vez ¿Está usted preparado?

Conclusión: Déjeme terminar con algunas palabras de aplicación:

1. ¿Está usted dormido y descuidado respecto a las realidades espirituales? ¡Despierte! Usted es como alguien que está en un bote a la deriva, que es arrastrado por la corriente para estrellarse en las rocas. ¡Despiértese e invoque a Dios!
2. ¿Se siente usted como condenado y sin esperanza? Eche a un lado sus temores y escuche a Cristo. El dice: “Venid á mí todos los que estáis trabajados y cargados, que yo os haré descansar.” (Mate

Ryle, J. C. (2002). Caminando con Dios: Un tratado sobre las implicaciones prácticas del cristianismo. (O. I. Negrete & T. R. Montgomery, Trads.) (pp. 3–8). Graham, NC: Publicaciones Faro de Gracia.

«Mira más a Jesús y menos a ti mismo» — J.C.Ryle (1816 – 1900)

John Charles Ryle, escribió más de 200 folletos y tratados, y se vendieron millones de copias de ellos y muchos de sus escritos fueron traducidos a varios idiomas

La Verdadera Iglesia

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J.C. Ryle

Yo deseo que pertenezcas a la única Iglesia Verdadera: a la Iglesia fuera de la cual no hay salvación. No pregunto a dónde asistes los domingos sino pregunto si ‘¿Perteneces a la única Iglesia Verdadera?” 

¿Dónde se encuentra esta única Iglesia verdadera? ¿Cómo es esta Iglesia? ¿Cuáles son las características por las cuales se puede reconocer esta única Iglesia verdadera? Quizás me hagas tales preguntas. Escucha bien y te daré algunas respuestas al respecto. 

La única Iglesia verdadera se compone de todos los creyentes del Señor Jesús. Se compone de todos los elegidos de Dios -de todos los hombres y mujeres convertidos -de todos los cristianos verdaderos. A cualquier persona que se le manifiesta la elección de Dios el Padre, la sangre vertida de Dios el Hijo, la obra santificadora de Dios el Espíritu, lo consideramos como un miembro de la Iglesia verdadera de Cristo. 

Es una Iglesia en la cual todos los miembros poseen las mismas características. Todos son nacidos del Espíritu; todos poseen “un arrepentimiento para con Dios, y la fe en nuestro Señor Jesucristo,” y santidad de vida y conversación. Todos odian el pecado y todos aman a Cristo. Adoran en diferentes maneras; algunos adoran con una forma de oración, y otros sin ninguna; otros adoran hincados y otros en pie; pero todos adoran con un sólo corazón. Todos son guiados por un mismo Espíritu; todos edifican sobre el mismo cimiento; todos derivan su religión de un sólo libro la Biblia. Todos están unidos a un mismo eje-Jesucristo. Todos aun ahora pueden decir con un corazón, “Aleluya;” y todos pueden responder con un corazón y una sola voz, “Amén y Amen. 

Es una Iglesia que no depende de ningún ministro aquí en la tierra, aunque sí estima mucho a aquellos que predican el evangelio a sus miembros. La vida de sus miembros no depende de la membresía oficial de la Iglesia, ni del bautismo ni de la cena del Señor aunque también estiman mucho estas cosas cuando, se pueden practicar. Pero sólo posee un Líder Supremo un Pastor, un obispo principal -y ese es, Jesucristo. Sólo Él, por medio de su Espíritu, da la entrada a los miembros de esta Iglesia, aunque los ministros les pueden indicar la entrada. Hasta que Él abra la puerta ningún hombre en la tierra la puede abrir-ni obispos, ni presbíteros, ni convocaciones, ni sínodos. Una vez que un hombre se arrepiente y cree en el evangelio, se convierte en ese momento en un miembro de esta Iglesia. Es posible que como el ladrón penitente no tenga la oportunidad de bautizarse, pero él sí tiene aquello que es mucho mejor que el bautismo en el agua eI bautismo del Espíritu. Puede ser que no pueda recibir el pan y el vino en la Cena del Señor; pero él come del cuerpo de Cristo y bebe de la sangre de Cristo todos los días de su vida, y ningún ministro en la tierra se lo puede impedir. Puede ser excomulgado por hombres ordenados y cortado de las ordenanzas externas de la Iglesia protestante: pero ni todos los hombres ordenados en el mundo lo pueden sacar de la única verdadera Iglesia. 

Es una Iglesia cuya existencia no depende de formas, ceremonias, catedrales, iglesias, capillas, púlpitos, bautismales, vestimentas, órganos, fundaciones, dinero, reyes, gobiernos, magistrados ni de ningún favor de parte del hombre. Muchas veces ha sobrevivido y continuado cuando todas estas cosas le han sido quitadas. Muchas veces se ha escapado de aquellos que debían de ser sus amigos al desierto y a las cuevas en la tierra. Su existencia no depende de nada sino la presencia de Cristo y de su Espíritu; y como éstos estarán siempre con ella, la Iglesia no puede morir. 

Esta es la Iglesia a la cual pertenecen los títulos bíblicos de honra y privilegio presentes, y sus promesas de gloria futura; éste es el cuerpo de Cristo; éste es el rebaño de Cristo; ésta es la casa de fe y la familia de Dios; éste es el edificio dc Dios, el cimiento de Dios, y el templo del Espíritu Santo. Esta es la Iglesia de los primogénitos, cuyos nombres están escritos en el cielo; éste es el sacerdocio real, la generación escogida, el pueblo escogido, la posesión adquirida, la habitación de Dios, la luz del mundo, la sal y el trigo de la tierra; ésta es “la santa Iglesia Católica” del Credo de los Apóstoles; ésta es la “única Iglesia Católica y Apostólica” de Credo de Nicea; esta es la Iglesia a la cual Cristo prometió que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella,” 5 y a la cual dice, “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 16:18; 28:) 

Esta es la única Iglesia que posee una verdadera unidad Sus miembros están completamente de acuerdo respecto a los asuntos más importantes de la religión, porque todos son enseñados por un mismo Espíritu. En cuanto a Dios, a Cristo, el Espíritu, al pecado, a sus propios corazones, a la fe, al arrepentimiento, a la necesidad de la santidad, al valor de la Biblia, a la importancia de la oración, a la resurrección y al juicio venidero están de acuerdo. Escoge a tres o a cuatro de ellos, sin conocerse, de las regiones más aisladas de la tierra y examínalos individualmente sobre estos puntos y verás que serán de un mismo corazón. 

Esta es la única Iglesia que posee la verdadera santidad. Todos sus miembros son santos. No sólo son santos en palabra, en nombre o en el sentido de caridad; todos son santos en acto y hecho, en realidad, en su vida diaria y en la verdad. Todos están más o menos conforrnados a la imágen de Jesucristo. Ningún hombre impío pertenece a esta Iglesia. 

Esta es la única Iglesia que es verdaderamente católica. No es la Iglesia nacional de alguna nación o raza: sus miembros se encuentran en cada región del mundo donde el evangelio es recibido y creído. No está limitada a las fronteras de cierto país ni encerrada dentro de la estructura de formas particulares ni de un gobierno externo. En ella no hay diferencia entre judío o griego, negro o blanco, piscopaliano o Presbiteriano pero la fe en Cristo es todos. Sus miembros serán juntados del norte, del sur, y del oriente y del occidente, y todos tendrán dife rentes nombres y lenguas-pero todos serán uno en Jesucristo. 

Esta es la única Iglesia que es verdaderamente apostólica. Está edificada sobre los cimientos echados por los Apóstoles, y sostiene las doctrinas que ellos predicaban. Las dos metas que sus miembros; procuran realizar son, la fe y la práctica apostólicas; y ellos consideran que el hombre que sólo habla de seguir a los apóstoles sin poseer estas cosas, no es mejor que un metal que resuena o címbalo que retiñe. 

Esta es la única Iglesia que con certeza perdurará hasta el final. Nada puede vencerla o destruirla del todo. Sus miembros pueden ser perseguidos, oprimidos, encarcelados, golpeados, decapitados, y quemados, pero la verdadera Iglesia nunca es eliminada; vuelve a surgir nuevamente de sus aflicciones sobrevive el fuego y el agua. Cuando la aplastan en un país brota en otro. Los Faraones, los Herodes, los Neros, las Marías sangrientas, han luchado por eliminar esta Iglesia; ellos matan sus miles y luego se mueren y van a su lugar. La verdadera Iglesia dura más que todos ellos, y es testigo de la muerte de éstos. Es un yunque que ha quebrado muchos martillos en este mundo, y aún seguirá quebrando más. Es una zarza que arde muchas veces pero no se consume. 

Esta es la única Iglesia de la cual ningún miembro perecerá. Una vez que uno se matricula en’ esta Iglesia, sus pecados están perdonados por la eternidad; nunca son echados fuera. La elección de Dios el Padre, la intercesión continua de Dios el Hijo, la renovación diaria y el poder santificador de Dios el Espíritu Santo, los rodea y los encierra como en un jardín. Ningun hueso del cuerpo místico de Cristo será roto; ningún cordero del rebaño de Cristo le será arrebatado de la mano. 

Esta es la Iglesia que desempeña el trabajo de Cristo en la tierra. Sus miembros son un pequeño rebaño y pocos en número, comparados con los hijos del mundo: uno cuantos aquí, otros tantos allá-unos cuantos en esta parroquia y otros tantos allá. Pero estos son los que sacuden el universo; éstos son los que cambian el destino de gobiernos con sus oraciones; éstos son los que son los obreros activos para difundir el conocimiento de la religión pura y sin mácula; éstos son los que son la misma vida de un país, el escudo, la defensa, la resistencia y el apoyo de cualquier nación a la cual pertenecen. 

Esta es la Iglesia que será verdaderamente gloriosa al final Cuando toda la gloria terrenal se termine entonces esta Iglesia será presentada sin mancha delante del trono de Dios el Padre. Los tronos, los principados, y los poderes en la tierra llegarán a la nada todos los dignatarios, los oficios y las fundaciones pasarán; pero la Iglesia de los primogénitos brillará como las estrellas al fin y será presentada con gozo delante del trono del Padre en el día de la apariencia de Cristo. Cuando las joyas del Señor se preparen y suceda la manifestación de los Hijos de Dios, no se mencionarán el Episcopalianismo ni el Presbiterianismo ni el Congregacionalismo sino una sola Iglesia y ésa será la Iglesia de los elegidos. 

Lector, esta es la iglesia verdadera a la cual uno necesita pertenecer si has de ser salvo. Hasta que pertenezcas a ésta no eres nada mas que un alma perdida. Puedes tener la forma, la cáscara, la piel y la semblanza de la religión pero no posees la substancia y la vida. Sí, puedes gozar de muchos privilegios y puede ser que estés dotado con mucha luz y conocimiento pero sino perteneces al Cuerpo de Cristo, tu luz y tu conocimiento y privilegios no salvarán tu alma. ¡Ay, cómo hay ignorancia sobre este punto! Los hombres se imaginan que si se unen a esta iglesia o a aquella y se convierten en miembros y hacen ciertos ritos que sus almas están bien. Es un engaño total y es un error muy grave. No todos aquellos que se Ilamaban Israel eran de Israel, ni tampoco todos aquellos que profesan ser cristianos son miembros del cuerpo de Cristo. 

Nota bien; puede ser que seas Episcopaliano, Presbiteriano Independiente, Bautista, Metodista o Pentecostal y aún un pertenecer a la iglesia verdadera. Y si no perteneces, al final seria mejor que no hubieras nacido. 

¿Es usted nacido de nuevo?

Alimentemos El Alma

Serie: Sermones Clásicos

¿Es usted nacido de nuevo?

Ps. David Barceló

David Barceló

Westminster en California (MA) y Westminster en Filadelfia (DMin)

David es licenciado en Psicología y graduado de los seminarios Westminster en California (MA) y Westminster en Filadelfia (DMin). Es miembro de la NANC y graduado en Consejería Bíblica por IBCD. David ha estado sirviendo en la Iglesia Evangélica de la Gracia, desde sus inicios en mayo de 2005, siendo ordenado al ministerio pastoral en la IEG en junio de 2008.

http://www.porgracia.es