Un llamado a criar hijas conscientes del abuso doméstico

Un llamado a criar hijas conscientes del abuso doméstico
JEREMY PIERRE

«Si tu futuro esposo te pone un dedo encima, será mejor que me lo digas y lo mataré».

Hasta ahí llegaban muchos padres al abordar el tema del abuso con sus hijas. Se siente eficaz porque es simple, protector y duro. Además, se siente bastante genial decirlo.

Pero es una manera perezosa de hacerlo, el tipo de bravuconería que se jacta de mucho pero hace poco. Asume que el abuso es fácil de identificar y que la fuerza debe responderse con una contrafuerza. Peor aún, está basado en una fantasía. Se trata de idealizar el mandato de «no hay amor más grande» como un acto heroico —como lanzarse a una calle inundada o recibir una bala en un tiroteo para salvar a alguien que amas— mientras se ignoran las innumerables formas reales en las que estamos llamados a entregar nuestras vidas por las personas reales que amamos (Jn 15:12-13). Preparar a nuestras hijas para que detecten las señales de advertencia en un potencial abusador no viene con el lujo del heroísmo.

Por eso, cuando hablamos de abuso con nuestras hijas —y, en realidad, con todas las mujeres que estamos llamados a cuidar en nuestras iglesias— no debemos hacerlo con bravuconería, sino con entendimiento. ¿Por qué con entendimiento? Porque lo que nuestras hijas necesitan no es que los hombres se pongan bravucones contra otros hombres, sino que los hombres les proporcionen un entendimiento que les ayude a discernir activamente a un buen hombre de un mal hombre.

Lo que nuestras hijas necesitan es un entendimiento que les ayude a discernir activamente a un buen hombre de un mal hombre

Lo sé, técnicamente todos los hombres son malos. Mi doctrina del pecado es clara. Pero aquí no estoy usando «malo» para describir la pecaminosidad universal, sino la propensión a un tipo particular de pecado que es relacionalmente peligroso. El tipo de hombre con el que no quieres que tu hija salga. Un hombre caracterizado por una mentalidad manipuladora o abusiva.

El abuso es fácil de discernir cuando tiene la apariencia de algo que todo el mundo sabe que es malo: un puñetazo, un empujón por las escaleras, un armario cerrado con llave. El abuso es mucho más difícil de discernir cuando se parece a algo bueno, como un liderazgo asertivo, un afecto exclusivo o una instrucción clara.

No se puede predecir el abuso futuro, pero estar informado sobre las dinámicas del abuso puede ayudarte a discernir si un hombre se caracteriza por tendencias preocupantes. El corazón de un abusador lo inclina a ver su vida a través de unos lentes de tener derecho. Esto le lleva a ver a los demás como activos u obstáculos para el deseo al que supuestamente tiene derecho. Lo peligroso es cuando utiliza su influencia y fuerza para disminuir la influencia y la fuerza de los que están bajo su cargo para conseguir lo que quiere.

Enseñando discernimiento exigente sobre los hombres
El discernimiento significa distinguir entre lo que agrada y lo que desagrada al Señor en tu situación actual, basándote en lo que sabes de Él por las Escrituras. No es algo automático ni evidente, sino que requiere un esfuerzo: «Examinen qué es lo que agrada al Señor» (Ef 5:10). Y los derechos artificiales son más difíciles de discernir que los errores obvios. Es mucho más fácil distinguir la hiedra venenosa de los girasoles que de una enredadera trepadora.

Nuestras hijas deben conocer los valores de la Escritura. La mejor manera de aprenderlos es viéndolos en la vida de sus padres y de los demás hombres de la iglesia. Pablo expuso este punto con frecuencia en su énfasis en la imitación de los que también imitan al Señor (1 Co 11:1; 1 Ts 1:6; 2 Ts 3:9). Al final, nuestras hijas tomarán su propia decisión sobre con quién se casarán. Con toda razón. Lo que queremos como padres es que estén equipadas para tomar la mejor decisión posible. Esto es lo que quiero decir con discernimiento.

Aquí hay cinco distinciones que podemos señalar a nuestras hijas para ayudarlas a discernir qué hombres son dignos de su atención, particularmente para una relación que lleve al matrimonio. Con la ayuda de Dios, podemos modelar estas cualidades en nuestro propio liderazgo.

  1. «Un buen hombre es humilde, no inseguro».
    La inseguridad puede parecerse mucho a la humildad. Un hombre que necesita que le aseguren constantemente su lugar en el mundo o lo que los demás piensan de él puede parecerle algo dulce a una joven. Su vulnerabilidad es comprensible. A medida que el hombre busca esta seguridad en ella, hace que la joven se sienta necesitada. Puede sentirse como una intimidad privilegiada: Este pobre chico tiene una autoestima tan baja que necesita a alguien que constantemente lo refuerce y me busca a mí para que sea esa persona.

Pero esa no es la idea que la Escritura tiene de la humildad. La necesidad de una reafirmación constante es, por el contrario, un fracaso en reconocer la base sobre la que debe descansar nuestra confianza personal. Pablo modeló una confianza que no provenía de la afirmación de su propio valor por parte de otras personas, sino del reconocimiento humilde de que solo es un siervo y administrador. Solo el reconocimiento de Dios es importante (1 Co 4:1-5).

Toda persona lucha contra la inseguridad en cierta medida. Pero un patrón profundo de inseguridad es una luz de alerta. Si un hombre no recibe la afirmación que espera, puede buscar extraerla de otros, particularmente de aquellos con los que puede ser más agresivo. Los hombres abusivos casi siempre son profundamente inseguros. La humildad, por el contrario, significa no demandar nuestros deseos personales a los demás (Stg 4:1-10).

  1. «Un buen hombre es fuerte, no defensivo».
    La actitud defensiva puede parecer fuerza porque es asertiva frente a la oposición. Un hombre a la defensiva parecerá decidido y centrado cuando perciba resistencia. En un mundo lleno de hombres genuinamente débiles de voluntad y pasivos, esta característica puede parecer atractiva para nuestras hijas. Pueden confundirla fácilmente con la verdadera fuerza.

Pero no es así como Pablo habla de la fuerza:

Así que, nosotros los que somos fuertes, debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles y no agradarnos a nosotros mismos. Cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno para su edificación. Pues ni aun Cristo se agradó a Él mismo; antes bien, como está escrito: «Los insultos de los que te injuriaban cayeron sobre Mí» (Ro 15:1-3).

La verdadera fuerza es ejercer un esfuerzo personal —podríamos decir poder— para lograr el bien de los demás, no el propio. En este sentido, Jesús, en su punto aparentemente más débil, estaba ejerciendo el mayor poder que un hombre haya mostrado jamás.

La verdadera fuerza de un hombre puede verse en su voluntad de sobrellevar las cargas a favor de otros. La actitud defensiva de un hombre muestra lo pequeño que es, ejerciendo toda su fuerza para su propio y pequeño círculo de preocupación.

La verdadera fuerza de un hombre puede verse en su voluntad de sobrellevar las cargas a favor de otros

  1. «Un buen hombre se arrepiente, no se disculpa».
    Las disculpas son fáciles, comparadas con el arrepentimiento. Pedir disculpas es reconocer el error y ofrecer una explicación del porqué: «No debí ser tan duro; tuve un día difícil». Hay un elemento de reconocimiento del mal cometido, pero es más explicativo que contrito. Las disculpas tienen mil accesorios diferentes que una persona puede añadir: trasladar la culpa, hacer sentir culpable a la otra persona, restar importancia. El punto es que las disculpas parecen arrepentimiento, pero los abusadores se disculpan mucho como una forma de evitar que las mujeres se alejen o salgan corriendo.

El arrepentimiento es algo diferente. Es reconocer la falta y asumir la causa de la misma: «No debí ser tan duro. He pecado contra ti y te he hecho daño». No se identifica solo con palabras; debe apartarse del pecado y rendir cuentas de verdad. El tipo de rendición de cuentas que un hombre no controla por sí mismo, sino que tiene que someterse a ella: el tipo de rendición de cuentas que duele (Heb 12:11). Un buen hombre sabe que la incomodidad de tener que rendir cuentas es la gracia de Dios para evitar que se entregue a su propio egoísmo y orgullo.

  1. «Un buen hombre liderará, no exigirá».
    Los hombres pueden fracasar en el liderazgo tanto por no tener ambiciones como por exigirlas. En una cultura que suele mimar a los hombres sin ambiciones, nuestras hijas pueden sentirse atraídas por lo contrario. Pueden ver a un hombre que es exigente consigo mismo y con los demás; creen que han encontrado a un hombre poco común con suficiente temple para liderar de verdad.

Pero liderar no es exigir. Pablo, quien ostentaba la autoridad única de un apóstol y testigo ocular de Jesús, fue criticado por no ser más duro en su liderazgo personal. En cambio, demostró «la mansedumbre y la benignidad de Cristo» al ser «humilde cuando estaba delante» los corintios (2 Co 10:1). Se negó a alabarse a sí mismo como hacían otros exigiendo lealtad hacia él por encima de sus rivales (v. 12). Por el contrario, quería que su propia influencia se limitara a edificar la fe de los creyentes en el evangelio para que pudieran llevar ese evangelio a otros (v. 15).

¿Lo comprendiste? Pablo quería que su influencia sobre su gente fuera limitada. Solo quería que le siguieran en la medida en que les impulsara a hacer lo que agradaba al Señor. Este es el verdadero liderazgo: no obligar a las personas a ajustarse a preferencias personales, sino ejercer influencia para que se cumpla la voluntad de Dios en sus vidas. Este tipo de liderazgo requiere una profunda seguridad en Dios y una valiente resolución para trabajar por el bien de los demás, aun con pocos aplausos.

El liderazgo de un esposo en el matrimonio nunca es a la fuerza. La esposa no debe seguir por imposición, sino por libertad. La instrucción de Pablo para que las esposas se sometan a sus maridos (Ef 5:22-24) es igual que todos los mandatos para todos los cristianos en Efesios. La obediencia de un creyente siempre fluye de la confianza en el evangelio del amor de Dios, resultando en una expresión libre de amor como respuesta.

El liderazgo de un esposo en el matrimonio nunca es a la fuerza. La esposa no debe seguir por imposición, sino por libertad

  1. «Un buen hombre puede estar en desacuerdo contigo, pero no te menospreciará».
    Esta es quizás la distinción más importante que debo recalcar: Un hombre puede estar en desacuerdo contigo —incluso fuertemente— sin menospreciarte. Un hombre insistente no es necesariamente un hombre abusivo. Un hombre puede ser muy obstinado, estar encerrado en sus planes o estar totalmente convencido de que su opinión sobre un tema es la correcta. Esto puede incluso caracterizarse a veces por pecados como el orgullo y la arrogancia. Pero el desacuerdo no es abusivo en sí mismo.

Esa oscura línea se cruza cuando la insistencia de un hombre pasa a menospreciar a las personas bajo su influencia para que se sometan. Cuando una discusión pasa del tema mismo hacia la persona, se ha producido un giro peligroso. Los insultos y las amenazas no son meras ofensas personales; son un intento de eliminar la oposición (Stg 3:1-4:10). Si un hombre que sale con mi hija se molesta por un asunto en el que no están de acuerdo, no tendría problemas en ayudarlos a resolverlo. Si comienza a insultarla y a menospreciarla como persona, utilizaría un cálculo diferente. Si él ya está usando palabras para empujarla hacia sus preferencias, no es un hombre al que ella deba confiar una mayor influencia en su vida.

Los buenos hombres no controlan a las mujeres. Las equipan para detectar el tipo de hombre que lo haría. Esa es la verdadera hombría: el poder dado por Dios para el bien de quienes están bajo su cuidado. El tipo de hombre que se enfrentará a la versión cobarde y controladora de la hombría, equipando a sus hijas para que sean fuertes y capaces de discernir.

Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Equipo Coalición.
Jeremy Pierre es el decano de Estudiantes y profesor asociado de la consejería bíblica en The Southern Baptist Theological Seminary y sirve como anciano en la Iglesia Bautista Clifton. Es co-autor de “The Pastor and Counseling” (“El Pastor y la Consejería”, Crossway, 2015) y autor del próximo “The Dynamic Heart in Daily Life: Counseling from a Theology of Human Experience” (“El Corazón Dinámico en la Vida Diaria: Aconsejando desde una Teología de la Experiencia Humana”, New Growth, 2016). Él y su esposa, Sarah, tienen cinco hijos y vive en Louisville, Kentucky.

El temor a no ser aceptados

Ministerios Ligonier

El Blog de Ligonier

Serie: El. temor

El temor a no ser aceptados

Jeremy Pierre

Nota del editor: Este es el octavo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El temor

Nos gusta ser aceptados. Ser aceptados es ser deseados. Y el deseo de ser deseado es uno de los impulsos más poderosos del corazón humano. Al ver cómo esta hambre por ser deseados lleva a personas razonables a actuar con tanta desesperación, e incluso necedad, me he preguntado si sus cabezas han sido reemplazadas. Yo mismo he sido un necio desesperado… y tú también.

Ser considerado poco atractivo o indigno de atención es una de las peores categorías posibles en una cultura como la nuestra. He visto más de una vez a una mujer de calidad terminar con un hombre cuestionable, simplemente porque fue el primero en expresar interés por ella en mucho tiempo. Y viceversa. La aceptación es la moneda de nuestras relaciones sociales, se percibe en todo: desde la atracción tácita hacia una persona por encima de otra en una fiesta hasta las diferentes muestras de atención que intercambiamos en las redes sociales. Queremos ser aceptados, y queremos que nos digan: «Me gusta». 

¿Cómo podemos interpretar esta experiencia bíblicamente? Veamos algunos temas de las Escrituras que pueden ayudarnos a entenderlo.

  1. Dios nos diseñó para ser aceptados.

El desagrado entre las personas no existía en el huerto del Edén antes de la Caída. Por supuesto, nunca llegamos a ver cómo habría funcionado una sociedad completa bajo esos hermosos árboles. Pero si la relación entre Adán y Eva nos enseña algo sobre las relaciones (no solo el matrimonio) es que Dios creó a las personas para que conectaran entre sí, libres del temor a la vergüenza y el rechazo. Estaban desnudos y no se avergonzaban (Gn 2:25). Pero la maldición del pecado los desconectó, trajo temor y vergüenza, haciendo que las personas se dieran cuenta de lo que estaba mal en ellos mismos y en los demás (3:7). Fueron separados el uno del otro y también de su Creador. Fuimos creados para ser aceptados porque fuimos creados para conectarnos unos con otros.

  1. Ser aceptados significa ser deseados. Ser deseados es parte de pertenecer.

Las personas se sienten atraídas a lo que consideran valioso. El libro de Cantares describe cómo se ve la intimidad restaurada entre un esposo y una esposa, y nos enseña un principio que aplica a todas las relaciones humanas: el vínculo entre el deseo y la pertenencia. Este tema se resume bien en Cantares 7:10: «Yo soy de mi amado, y su deseo tiende hacia mí». En otras palabras, una esposa se siente segura en su relación con su esposo porque él expresa claramente su deseo por ella. Este mismo principio se aplica en el resto de las relaciones humanas: ser aceptados es un elemento clave de la conexión relacional para la que fuimos creados.

  1. No ser aceptados significa no ser deseados.

Lo peor de no ser aceptados es que nos recuerda nuestras características indeseables, las cualidades que no dan la talla. Es una forma de rechazo. Le tememos al rechazo porque fuimos creados para pertenecer a una comunidad.

Esto nos indica que, a fin de cuentas, el temor a no ser aceptados es temor al rechazo. El hecho de que temamos al rechazo no es sorprendente, pues el Señor nos creó para conectarnos unos con otros. Pero Dios nos diseñó para una intimidad aún más esencial. Fuimos creados para pertenecer a Dios. Y esto es lo que empieza a movernos hacia una solución sólida al temor a no ser aceptados por las personas.

  1. Fuimos creados para pertenecer primeramente al Señor.

El Señor nos creó para que le pertenezcamos primero a Él y luego a los demás. El temor a no ser aceptados por las personas puede amenazar ese orden, pues al querer ser deseables a los ojos de las personas, muchas veces menospreciamos el afecto superior de Dios hacia nosotros. Olvidamos que nuestro mayor problema nunca ha sido el rechazo de las personas, sino el de Dios. El temor a no ser aceptados por las personas puede indicar que hemos olvidado el privilegio asombroso de ser recibidos tan profundamente por Dios, que Jesús dice que el Padre ama a Su pueblo con el mismo amor con que lo ama a Él (Jn 17:26). No hay un afecto más profundo en todo el universo.

  1. El Señor te valora (es decir, te acepta y te ama).

Aquí no estoy proponiendo meramente un evangelio terapéutico. Su amor no es simplemente Su intento por asegurarte que eres más deseable de lo que piensas. Su amor es mucho mejor que esto. Significa que Él te valora por razones mucho más profundas que cualquier cualidad que puedas tener o no tener. Él te valora porque te creó como una expresión única de Su propio ser. Aunque tu pecado desfigura esa expresión, la intención de Dios sigue siendo apartarte para Su exclusiva posesión. Él ve la imagen de Cristo en ti (Rom 8:291 Co 15:49).

Todo esto significa que Dios no solo te ama. Él te acepta. Es decir, el afecto que tenía Salomón por su esposa, o Adán por Eva, es tan solo un pequeño reflejo del deseo de Dios por Su pueblo. Él nos valora porque nos ha hecho valiosos al derramar Su amor sobre nosotros en Cristo. 

Ser aceptados por Dios es una consecuencia de Su amor. A medida que confíes en ese amor perfecto, el temor a no ser aceptado por las personas irá perdiendo su poder sobre ti.

Este artículo fue publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Jeremy Pierre
Jeremy Pierre

El Dr. Jeremy Pierre es decano de estudiantes y profesor asistente de Consejería Bíblica en el Southern Baptist Theological Seminary en Louisville, Ky., pastor en Clifton Baptist Church y coautor de The Pastor and Counseling [El pastor y la consejería].

El pecado de inseguridad

Coalición por el Evangelio

El pecado de inseguridad

 JEREMY PIERRE

Barney lucha por levantar su gran cabeza púrpura, debilitado por la pérdida gradual de audiencia en los últimos años. Una vez una voz formidable en la programación televisiva para niños, ahora agarra débilmente a sus amigos, que se paran en silencio a su lado. Se las arregla para apoderarse de un puñado del pescuezo de Elmo y lo acerca. “Una cosa que nunca debes dejar que un solo niño olvide: ‘Tú eres especial”. El monstruo con voz de falsetto pone una mano peluda en Barney y se vuelve a mirar a los demás. Todos ellos sabían que un mensaje muy importante se les había confiado. De todas las lecciones morales en la programación televisiva de niños, esto iba a ser fundacional.

Y si te fijas, cada vez que los programas para niños se alejan de la diversión tonta o de la resolución de problemas situacional y dan un paso hacia la admonición moral, por lo general se trata de este mismo tema: la importancia de una positiva imagen propia y la confianza que debe resultar de la misma. Y así, la televisión educacional nos entrena para pensar positivamente sobre todo, desde el color de nuestro cabello hasta nuestro conjunto particular de intereses como los medios de infundir confianza para vivir.

No estoy abogando por una baja imagen propia, por supuesto. Simplemente estoy señalando que la inseguridad parece ser lo único adecuado para la corrección pública. De hecho, podríamos decir que en el universo moral de la programación infantil, la inseguridad es el pecado principal. ¿Por qué?

Antes de intentar responder a esa pregunta, permíteme presentarte otra: Yo creo que Dios llama a la inseguridad pecado, también; pero, ¿por qué?

La respuesta al primer por qué y al segundo no podrían ser más diferentes. Nuestros instructores culturales desaprueban nuestra inseguridad, porque es una ofensa a la dignidad individual. Dios desaprueba nuestra inseguridad, porque es una ofensa a la dignidad de su Hijo. El problema que Dios tiene con la inseguridad es digno de reflexión.

La inseguridad y la confianza en la carne

Puede que sea contrario a la intuición, pero de acuerdo a la Biblia, la inseguridad es lo que Pablo llama “confianza en la carne.” Pero, ¿cómo se entiende que la inseguridad y la confianza puedan estar relacionadas? Cada moneda tiene dos caras. En el lado superior, la confianza en la carne es la seguridad en sí mismo que viene de poseer esos atributos que supuestamente determinan mérito. Pero el otro lado de la moneda es igual de peligroso: la inseguridad que viene de no poseerlos. En ambos casos, ponemos nuestra confianza en los atributos personales que pensamos que traen vida.

En el entorno religioso y cultural del apóstol Pablo, él poseía todas las características más preciadas que lo encomendaban a Dios y a los demás. Tú y yo probablemente nunca hemos conocido a alguien que quiera ser conocido públicamente como un fariseo o que desearía haber sido circuncidado al octavo día. En nuestra cultura, no son cosas particularmente elogiables. Pero todos conocemos las cosas que sí lo son. Y más penoso, todos hemos sentido la desesperación de no tenerlas.

Para algunos de nosotros, esta es la estática de fondo de nuestro pensamiento regular, y tenemos que darnos cuenta de que no está mal principalmente porque nos hace infelices, como varios de nuestros amigos títeres destacarán. La inseguridad es pecaminosa por razones más graves que esa. Aquí hay al menos cuatro de ellas:

1. Distracción con uno mismo

La inseguridad estropea nuestra capacidad de hacer lo que Dios nos creó para hacer: amarlo a él y a los demás. ¿Cuántas veces has estado en una situación en la que deberías haber ofrecido la atención a alguien o acercarte a Dios privadamente en oración, pero tu mente está afanada pensando en lo torpe que te ves en tus pantalones esa mañana o cuánto más inteligente a la persona con la que estás hablando es? Ser inseguro es estar consciente de uno mismo. No estamos amando a los demás cuando estamos obsesionando con nosotros mismos; no estamos en humildad considerándolos como más importantes y más dignos (Fil. 2:3).

2. Insatisfacción con Dios

La inseguridad es a menudo nada más que rezongar por mejor maná. Estamos hartos de una alimentación adecuada; queremos un sabor extraordinario. No nos gusta lo que Dios nos ha dado – dinero, posición, apariencia, personalidad – y rezongamos por algo mejor. Tal descontento es una trampa de las “muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición” (1 Tim. 6:9). Nuestra insatisfacción con uno mismo es a menudo nada más que nuestra insatisfacción con Dios. La inseguridad no es pecado principalmente porque es un insulto a nuestro valor (aunque lo es), sino porque es un insulto a la sabiduría de Dios.

3. Justificación de otros

La inseguridad revela que anhelamos justificación ante la gente más que ante Dios. A él no le importa si su entrepierna es de 28 pulgadas o 34, o si tú alquilas o eres dueño. Sabemos esto, por supuesto. Pero todavía nos preocupamos. . . porque a ellos todavía les importa. Nos preocupamos más sobre los atributos que creemos que nos hacen dignos ante la gente que lo que nos preocupamos por aquellos que nos hacen dignos ante el Todopoderoso. La justicia es lo que agrada al Señor. Pero nosotros preferiríamos tener una reputación envidiable. Cuando nuestras mentes están suspirando por más atención en Facebook o una mejor carrera como un impulso a nuestra dignidad, abandonamos la justicia de Cristo que realmente nos hace dignos (Rom. 1:16-17).

4. Justificación por obras

La inseguridad muestra que de alguna manera todavía estamos creyendo que nuestra justificación está basada en nuestros propios atributos y logros. La mayoría de nosotros no estamos tentados a pensar que somos dignos porque somos de la tribu de Benjamín, pero puede que desearíamos que tuviéramos una iglesia más grande, niños más impresionantes, otro grado detrás de nuestro nombre. Pero la búsqueda de confianza en esas cosas es un rival directo a la búsqueda de la confianza en Cristo.

Y esta es la cordura que el apóstol Pablo nos trae en nuestra inseguridad: “Pero cuantas cosas eran para mí era ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor “(Fil. 3: 7-8a). Pablo no nos diría a nosotros en nuestras inseguridades implacables: “Sé que no te sientes digno, pero lo eres. Dios te hizo especial”. Si ser especial fuera la solución, nuestras vidas serían un ciclo sin fin de dietas y búsquedas de empleo. Pero estos son sólo nuestros patéticos intentos para voltear a la parte superior de esa misma moneda corroída. Todavía sería confiar en la carne.

Pablo nos dice que abandonemos la búsqueda de nuestro valor en otra cosa que no sea Cristo y su obra redentora a nuestro favor. Circular privadamente a través de una nueva ronda de auto-queja no se puede comparar con el abandono de nosotros mismos al servicio de los demás. El cansancio de quejas continua no puede ser comparado con la ganancia del contentamiento piadoso. La admiración voluble de la gente no se puede comparar con la abundante aprobación del Todopoderoso. La confianza tambaleante que mantenemos en nosotros mismos, no se puede comparar con el inmenso valor de la confianza en Cristo.

Si Pablo tenía un mensaje de despedida, ciertamente no sería que eres especial. Sería que eres justificado en Cristo, y la prueba suprema de esto te espera en la línea de meta, así que persevera en la fe (2 Tim. 4:7-8). No deberíamos estar tan preocupados con ser especiales que no podamos ser encontrados en Cristo.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Alejandra E. Fernández

Jeremy Pierre es el decano de Estudiantes y profesor asociado de la consejería bíblica en The Southern Baptist Theological Seminary y sirve como anciano en la Iglesia Bautista Clifton. Es co-autor de “The Pastor and Counseling” (“El Pastor y la Consejería”, Crossway, 2015) y autor del próximo “The Dynamic Heart in Daily Life: Counseling from a Theology of Human Experience” (“El Corazón Dinámico en la Vida Diaria: Aconsejando desde una Teología de la Experiencia Humana”, New Growth, 2016). Él y su esposa, Sarah, tienen cinco hijos y vive en Louisville, Kentucky.

Por qué sentimos vergüenza

Ministerios Ligonier

El Blog de Ligonier

Por qué sentimos vergüenza

Jeremy Pierre

Nota del editor: Este es el primer capítulo en la serie «La vergüenza», publicada por la Tabletalk Magazine. 

Las vacas no sienten vergüenza. Este sorprendente hecho me vino a la mente en la Feria del Condado Lorain, durante un verano particularmente moderado en Ohio. Lo que no fue para nada moderada fue mi repugnancia ante las hinchadas ubres llenas de mugre expuestas a la vista de todos. Mientras tanto, la vaca permaneció allí, parpadeando con ojos vidriosos. Mi mente casi adolescente , ya constantemente consciente de los aspectos desagradables de la existencia corporal, no podía entender tal cosa. Puede que las vacas no sientan vergüenza, pero los preadolescentes la respiran.

No solo los adolescentes, todo ser humano que respira siente vergüenza, independientemente de la etapa de la vida en que se encuentre o de sus antecedentes personales. Siempre ha sido así, casi desde que apareció el hombre en la tierra. Casi. Hubo un tiempo en que las personas disfrutaban de la riqueza de la existencia humana sin siquiera saber qué es la vergüenza. Sin experimentar una continua duda interna y el miedo a la condenación.

Gente gloriosa y vergonzosa

Dios originalmente creó al hombre bueno, muy bueno, de hecho, lo creó a Su imagen (Gn. 1:26-312:25). Es decir, en las palabras del Catecismo de Heidelberg: «en verdadera justicia y santidad» (Q & A 6). Adán estaba completamente seguro cerca de Dios porque era como Él. La vergüenza era completamente extraña a su naturaleza, totalmente inapropiada para una criatura tan gloriosa. Él podía caminar desnudo frente a toda la creación. Todo lo que se podía conocer sobre este hombre y su esposa estaba en plena exhibición. Y ellos no tenían miedo.

Pero todos conocemos el capítulo siguiente. La duda tonta, la mirada lujuriosa, la codicia consumada. Y de repente, ellos fueron conscientes de su desnudez en formas que nunca antes lo habían sido. No estaban más desnudos de lo que estaban antes, pero su desnudez ahora les hacía sentir inseguros. Ya no podían revelar de manera segura todo acerca de sí mismos al mundo que los observaba, el uno al otro, o especialmente a Dios. Los paseos vespertinos con Dios, que una vez fueron el deleite del día, ahora eran el terror de sus vidas.

El placer había sido reemplazado por el terror, no porque Dios había cambiado, sino porque ellos lo hicieron. Ellos estaban muy conscientes de la presencia de algo nuevo, una enfermedad extraña a su diseño: defecto, falta, pecado. Y lo habían invitado a entrar, sin pensar que con el pecado vendría la muerte (Ro. 5:12). Habían insistido en conocer el mal, y ahora eran partícipes de sus consecuencias, a saber, la conciencia de que la muerte está al acecho.

Mientras tanto, las vacas masticaban y miraban, ajenas a su propia desnudez. Una vaca no siente vergüenza porque ella no es la obra maestra de Dios. Los agentes morales creados para reflejar el carácter de Dios son los únicos capaces de conocer la tragedia personal de lo que se perdió en Edén.

Nuestra experiencia de vergüenza

No mucho ha cambiado para las vacas a lo largo de las generaciones. Tampoco ha cambiado mucho para nosotros. Seguimos plagados de vergüenza. Dentro de nosotros, nuestros pensamientos entran en conflicto y nuestras conciencias nos acusan, recordándonos que Cristo juzgará «los secretos de los hombres» (Ro. 2: 14-16). La vergüenza es el dolor de saber que nuestras conciencias tienen razón.

La vergüenza es una parte necesaria de la experiencia de un cristiano porque lo lleva de regreso a la cruz, donde vuelve a experimentar que su vergüenza ya ha sido quitada.

La vergüenza es auto evaluativa, pero es consciente también de las evaluaciones de los demás, particularmente de Dios. Es un sentimiento intenso sobre uno mismo, pero siempre consciente de la mirada de los demás. Es el testimonio interno inquebrantable de que no estamos a la altura y también el respectivo temor de que otros descubran este hecho.

A algunos estudiosos les gusta hacer distinción entre la vergüenza y la culpa describiendo la vergüenza como un pronunciamiento en contra de lo que soy, mientras que la culpa es un pronunciamiento en contra de lo que hago. La vergüenza es la conciencia particular de un individuo de que merece ser juzgado como persona, mientras que la culpa es un sentimiento de remordimiento por su conducta digna de juicio. Muchos creen que una buena dosis de culpa por las acciones injustas es saludable, pero no creen que la vergüenza como pronunciamiento sobre uno lo sea.

Creo que distinciones como estas pueden ser útiles para comprender los matices de nuestra experiencia, pero no para separarlos. La culpa y la vergüenza van de la mano. Si hago algo malo, eso indica algo sobre mí. Pecamos porque somos pecadores. Esa es una conexión que la Biblia claramente mantiene (Mt. 15:18Lc. 6:45), de manera que la vergüenza es una parte saludable de nuestra autopercepción.

Ahora espera un segundo. ¿Acabo de decir que la vergüenza es saludable? Sí, pero ten en cuenta lo siguiente con mucho cuidado: la vergüenza es una parte saludable, pero no un final saludable de la experiencia cristiana. La vergüenza no es la conclusión final que hacemos sobre nosotros mismos. Es una conciencia dolorosa que nos guarda de descansar satisfactoriamente en nuestro estado caído. Ella nos impulsa a buscar defensa de las acusaciones, un refugio de la amenaza del juicio, una pizca de gracia de un Juez misericordioso.

Y solo al ser empujados encontraremos que hay más que una pizca de gracia. Hay en abundancia. Abundante lino blanco para vestir a las personas desnudas.

Este es el evangelio cristiano, uno que los cristianos proclaman a sí mismos una y otra vez mientras viven bajo la carga diaria de que se les recuerde la oscuridad que aún permanece en su interior. De esta manera, Dios revierte el uso que Satanás hace de la vergüenza. Satanás quiere que nuestra vergüenza nos lleve lejos de Dios y hacia los arbustos. Pero Dios quiere que nuestra vergüenza nos lleve a Él en busca de ropas.

Qué hace un cristiano con la vergüenza

Al desempacar los aspectos prácticos de estas observaciones, vemos que a un cristiano le quedan al menos tres opciones para lidiar con su experiencia de vergüenza. Las primeras dos son falsas. Solo la última es la intención de Dios para el creyente.

Primero, los cristianos pueden esconderse de Dios y de los demás con miedo. Los cristianos saben mejor que nadie lo que Dios dice sobre el pecado. Sus declaraciones resuenan en sus oídos por la predicación de la iglesia y por las vidas de otros creyentes. Como lo hicieron nuestros padres originales, ellos se esconden de Dios y de los demás. Viven bajo la angustiosa conciencia de que las cosas que están en su interior no se ajustan a las expectativas de todos los que los rodean.

Una cosa es admitir orgullo. Todo el mundo llama a eso pecado, y se espera que confesarlo sea parte del proceso. ¿Pero qué hay de los pecados ocultos y profundos? ¿Las sucias fantasías sexuales, los viciosos insultos confidenciales, las borracheras desenfrenadas? La idea de que alguien descubra estas cosas causa tanta angustia que un cristiano se aísla de todos, incluyendo a Dios.

No toma mucho tiempo para que este aislamiento se vuelva cinismo. Jesús se convierte en el tipo de Salvador que prefiere a personas felices con pecados delicados. El cínico ve a Jesús dispuesto a ayudar a las personas que son impacientes, pero no a los que son pervertidos. Pero este no es el Jesús de la Escritura, que da «vestiduras blancas para que te vistas y no se manifieste la vergüenza de tu desnudez» (Ap. 3:18).

Esta primera opción no funciona porque la vergüenza necesita ser quitada, no ocultada.

En segundo lugar, los cristianos pueden tratar de evitar su sentido de la vergüenza. No la disfrutan y creen que es perjudicial para su autoestima. Por lo tanto, a través de varios medios, ya sea una psicología sofisticada o simplemente la confundida sabiduría convencional, se convencen a sí mismos de no sentir vergüenza poniendo excusas o culpando a otros.

Ahora, es completamente posible para los creyentes sentir falsa vergüenza; es decir, temer la condena de los demás porque no se ajustan a algún sistema de valores culturales que no sea necesariamente bíblico. Los adolescentes pueden sentir vergüenza por tener espinillas, las personas mayores por ser olvidadizas, los profesionales por no ganar suficiente dinero. Esta es una vergüenza falsa porque está basada en un estándar falso. Tratar con esto requiere que rechacemos aquellos estándares que compiten con los de Dios y rehusemos medirnos por estos.

Pero cuando se trata del estándar de Dios, de nada nos sirve negar la culpabilidad personal. No hay un máximo confort en tratar de disminuir mi sensación de desnudez ante un Dios santo. Tratar de hacerlo es simplemente coserse un vestido de retazos con hojas de higuera. La vergüenza es una parte necesaria de la experiencia de un cristiano porque lo lleva de regreso a la cruz, donde vuelve a experimentar que su vergüenza ya ha sido quitada.

Esta segunda opción no funciona porque la vergüenza necesita ser eliminada, no evitada.

Por lo tanto, la tercera y última opción para un cristiano es manejar la vergüenza, y es la única correcta: los cristianos reconocen lo que es vergonzoso dentro de ellos en la seguridad de la gracia prometida de Dios. La vergüenza es un testigo interno de que el pecado nos ha corrompido tan profundamente que solo Dios podría arreglar las cosas. Y Él ha prometido hacer exactamente eso.

El Dios de santidad resplandeciente, cuya pureza caracteriza a todo lo que le rodea, no despreciará a un corazón contrito y humillado (Sal. 51:17). Como dijimos, la vergüenza es una parte saludable, pero no un final saludable de la identidad cristiana. Esto se debe a que la identidad cristiana se basa en el mensaje original de Jesús, quien vino a decirles a las personas buenas que en realidad son malas y a las personas malas que Él las puede hacer buenas (Mr. 2:15-17). El fin de la identidad cristiana es la justicia o rectitud, no la vergüenza. Esta justicia les es dada de parte de Otro por fe, pero no es menos suya a causa de esto (Ro. 1:16-17).

Claro, las vacas no sienten vergüenza. Pero eso no las hace más afortunadas que nosotros. Las vacas nunca tendrán la oportunidad de compartir la justicia de Cristo. Ninguna otra criatura siente vergüenza porque ninguna otra criatura estuvo destinada a compartir el carácter de su Creador.

La vergüenza es un privilegio. Recuerda eso la próxima vez que la experimentes. Ella muestra que Dios te valora lo suficiente como para atraerte hacia la justicia que solo Él puede proporcionar.

Este artículo fue publicado originalmente en la Tabletalk Magazine.

Jeremy Pierre
Jeremy Pierre
El Dr. Jeremy Pierre es decano de estudiantes y profesor asistente de consejería bíblica en el Southern Baptist Theological Seminary en Louisville, Kentucky y es pastor en Clifton Baptist Church, y coautor de «The Pastor and Counseling».

La realidad de la decepción

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La realidad de la decepción

Jeremy Pierre

Nota del editor: Este es el primer capítulo en la serie «Esperanza en medio de la decepción», publicada por la Tabletalk Magazine.

La vida es una larga y constante decepción. La mayoría de la gente se da cuenta de esto cuando llega a sus treintas. En la niñez todo se ve posible. Los años de la adolescencia están llenos  de angustia y ansiedad, pero incluso esa ansiedad deja entrever algo de esperanza, ya que es solo una indignación silenciosa ante la idea de que las cosas podrían ser mejores. En sus veintes, una persona puede todavía conservar la ilusión de que el mundo pronto florecerá. No es hasta los treintas que una persona se da cuenta de que mucho de lo que viene no será mejor de lo que ya ha pasado. Los cuarentas, cincuentas y siguientes, con frecuencia reafirman la famosa bienaventuranza de Alexander Pope: “Bienaventurado el hombre que no espera nada, porque nunca será decepcionado”. Vivir es ser decepcionado.

Así que anímate. Por extraño que parezca, la decepción puede ser un indicador de que estás viendo el mundo correctamente. Nadie disfruta sentirse decepcionado. En sí misma, la decepción es similar a la tristeza por una pérdida y, en última instancia, no fuimos diseñados para ella. Pero, como todas las emociones, la decepción es un indicador de cómo una persona percibe su vida: qué es lo que cree y quiere de ella. Cuando estás viviendo en un mundo caído, a veces creer y querer lo correcto significa que serás decepcionado.

La experiencia de la decepción

Los seres humanos pueden decepcionarse porque son capaces de tener expectativas. Estamos hechos para anhelar mejores días. Todo fanático de un equipo perdedor sabe esto. Lo mismo ocurre con cada adolescente con acné, cada padre insomne de un recién nacido, cada joven profesional en búsqueda de una carrera, cada recién divorciado sentado en una casa ahora vacía. Todos en nuestra mente soñamos en pantalla gigante con una mejor vida, libre de las partes más dolorosas del presente. Vivimos en un desierto, pero imaginamos un jardín.

La decepción es lo que experimentamos cuando ese jardín nunca florece. Por supuesto, sabemos que no florecerá de inmediato. Pero, ¿tal vez lo hará incrementalmente? ¿Tal vez en el próximo capítulo  de la vida? ¿Tal vez al doblar la próxima esquina? Todos estos “tal vez” son los proyectores en la pantalla de la mente. Lo que proyectan podríamos llamar expectativas.

Experimentamos decepción como una sensación de pérdida cuando la realidad no cumple con nuestras expectativas. Las palabras clave son realidad y expectativas, y ambos términos están cargados de significado teológico.

La decepción es un indicador de cómo una persona percibe su vida: qué es lo que cree y quiere de ella.

Una teología de la decepción

La realidad es el mundo que nos rodea, un mundo que existía antes de que cualquiera de nosotros tomara su primer respiro. El mundo es un componente dado de nuestra experiencia, el contexto en el que nacemos y en el que nos movemos. Está fuera de nuestro control, está fuera de nuestra determinación y opera de acuerdo a leyes que no legislamos. En pocas palabras,la realidad es realidad. Y esta realidad constantemente falla en parecerse al Edén imaginario en el que tanto amamos habitar.

La realidad es el mundo en el que Dios nos colocó. Es fácil pasar por alto el significado teológico de Génesis 2:8: «Y plantó el Señor Dios un huerto hacia el oriente, en Edén; y puso allí al hombre que había formado». Dios hizo a Adán como una imagen corporal de Él en una ubicación física. Este mundo precedió a Adán. Estaba fuera de su determinación aunque bajo su dominio para ser el contexto de su obediencia (1:28). Adán no podría simplemente haber vivido en su mente; él tenía que moverse en una realidad fuera de su mente.

Las expectativas, por otro lado, son una respuesta humana a la realidad; y como respuestas, tenemos participación en ellas. Las expectativas son en parte esperanza, en parte predicción de lo que será la realidad. Son en parte esperanza en el sentido de que son una expectativa de lo bueno. Nadie se decepciona cuando no sucede algo malo que esperaban; en cambio, experimentan alivio. La esperanza es la anticipación de que la realidad se caracterizará por un mayor gozo, una mayor provisión, mayores logros, mayor paz.

Adán perdió su lugar en una realidad ideal al desobedecer a Dios, quien lo envió a él y a su esposa fuera del Edén y hacia la decepción suprema de un mundo acechado por la muerte y la decadencia (Gé 3:8-24). Un mundo que una vez fue generoso con fruto se volvió hostil con espinas. Esta es la realidad que los nietos de Adán han heredado. Pero también han heredado la memoria de ese jardín. Nuestra misma capacidad para decepcionarnos muestra que tenemos expectativas de un mundo mejor que el que vivimos.

Entonces, en cierto sentido, la decepción es una respuesta correcta a un mundo decepcionante. Vemos expectativas decepcionadas en todas partes en las Escrituras: desde Job maldiciendo el día en que nació, hasta los hijos de Coré comparando este lugar con la tierra de los muertos, hasta Pablo describiendo a la creación misma gimiendo de dolor y desilusión (Job 3:3Sal 88:12Ro 8:19-22). Esta decepción colectiva es una señal segura de que sabemos que podemos esperar más.

Entonces, ¿cómo procesamos nuestra decepción personal? Aquí hay algunos principios.

Tus decepciones específicas son solo la manifestación de una decepción más amplia. Como dijimos al principio, la vida es una decepción larga y constante. Esta gran decepción se manifiesta en muchas otras que son pequeñas. Familias rotas, carreras fallidas, salud en declive. Años de planificación y trabajo que resultan solo en más incertidumbre, no menos. Temor de que tus hijos adultos no mantengan los valores de la familia. Las relaciones que deberían haber sido de por vida ni siquiera alcanzan su vida media. O quizás lo peor de todo es que has obtenido las posesiones que deseabas y simplemente no te dan la satisfacción que buscabas.

Estas decepciones ordinarias guardan relación con cosas que van más allá de la situación que te decepciona. El sabio de Eclesiastés, sentado bajo los árboles frutales de su jardín soleado, festejando con funcionarios aduladores de todo el mundo, miraba fijamente al cielo, diciendo: «He visto todas las obras que se han hecho bajo el sol, y he aquí, todo es vanidad y correr tras el viento» (Ecl 1:14).

La decepción del predicador no se debió a los árboles, la comida o los funcionarios. Su decepción fue una comprensión abarcadora y exhaustiva, no de que simplemente este mundo no proporciona la satisfacción final, sino que no puede proporcionar la satisfacción final. Sus decepciones específicas son solo el reconocimiento propio de esta misma realidad.

Si deseas manejar la decepción de una manera piadosa, debes comenzar simplemente reconociendo que tus decepciones específicas no son exclusivas. El mundo no es particularmente injusto contigo. Es injusto con todos. Pensar que tus propias decepciones son una carga mayor para ti que las de los demás, te conducirá rápidamente a la autocompasión y al primo más sutil de la autocompasión, el auto-desprecio.

Tus decepciones pueden mostrar que tus expectativas no se alinean con lo que Dios dice acerca de la realidad. Dios nos dice que el mundo está caído. Tus decepciones pueden deberse a que esperas más de este mundo de lo que Dios dijo que daría. Todos prefieren secretamente un regreso inmediato al jardín anterior que esperar por el nuevo. Pero Dios dice que este mundo está marcado por futilidad y dificultad. La felicidad que experimentamos es genuina, pero es fugaz. La pregunta es: ¿estamos dispuestos a vivir a la manera de Dios en un mundo caído?

Tomemos, por ejemplo, los tipos de decepción que acabo de mencionar: una familias rotas, una carrera fallida o una salud en declive. Dios, de hecho, diseñó la familia para proporcionar intimidad y seguridad, pero en un mundo caído, las relaciones se rompen. El esperar una familia ideal ha impedido que muchas personas disfruten de su familia real. El trabajo y la carrera son una parte esencial de nuestro llamado o vocación, destinados a proporcionar satisfacción y provisión, pero en un mundo caído, las carreras no están garantizadas. Esperar por la carrera ideal no nos permite disfrutar el trabajo que ahora tenemos. Lo mismo sucede con la salud. Dios hizo al cuerpo humano con la facultad de auto sanarse, pero nuestra condición caída es evidente en cada molestia y dolor. Nuestro anhelo de una buena salud puede llevarnos a ser ingratos por cada día de vida.

Esperamos un mundo no afectado por la caída. Cuando hacemos eso, estamos insistiendo en nuestra propia versión de lo que el mundo debería ser, en lugar de confiar en Dios por el mundo que es.

Tus decepciones pueden, por otro lado, mostrar que tus expectativas se alinean con lo que Dios dice acerca de la realidad. Aunque Dios te dice que el mundo está caído, Él también te dice que no debería ser así. Tus desilusiones pueden mostrar que estás de acuerdo con Él. Sientes el dolor de una familia rota porque sabes que fuimos creados para estar en cercanía. Estás desilusionado por la pérdida inesperada de tu trabajo porque Dios diseñó el trabajo para producir una recompensa. Estás frustrado con un cuerpo que no responde cómo quieres porque sabes que Dios hizo los cuerpos para sean perfectos. La diferencia entre las expectativas que se alinean con las de Dios y las que no lo hacen está en tu disposicion de someterte a la manera de Dios de ver la vida: plagada de dificultades por ahora con el fin de agudizar tu anhelo por el mundo venidero. El dolor de darse cuenta de que el mundo está roto puede ser una plataforma para adorar al Dios que, incluso ahora, está preparando un mundo inquebrantable.

Tus decepciones deberían producir dos acciones en ti: lamentación y búsqueda. El predicador de Eclesiastés nos enseña a lamentar nuestra decepción. Lamentar significa quejarse con fe delante de Dios. Expresar nuestras decepciones a Dios es lo opuesto de albergarlas en nuestras almas. El lamento es una manera de entregar nuestras expectativas a Él, confiando en que Él va a solucionar la situación de acuerdo con Su sabiduría y en Su tiempo.

La gente de fe en Hebreos 11 nos enseña a buscar una mejor nación. La fe hace que las personas actúen de forma extraña en su realidad presente: no se conforman con ella. Habitantes de tierra firme construyen botes para salvarse de la destrucción venidera. Hombres ricos dejan todo para deambular. Ancianas deshonradas engendran naciones. Príncipes se identifican con esclavos para obtener un mejor reino. Prostitutas se convierten en las únicas con ojos para ver una vida mejor. Todos estaban insatisfechos con el presente con la esperanza de un futuro mejor, un futuro con Dios.

Así que anímate. La decepción puede ser refinada para un buen uso. Si nuestra realidad actual nos enseña a lamentarnos y a buscar, estamos bien encaminados a través de esta  larga y constante decepción. Y en el mundo inquebrantable que nos espera, llegaremos firmemente al final de la decepción.

Este artículo fue publicado originalmente en la Tabletalk Magazine.

Jeremy Pierre
Jeremy Pierre
El Dr. Jeremy Pierre es decano de estudiantes y profesor asistente de consejería bíblica en el Southern Baptist Theological Seminary en Louisville, Kentucky y es pastor en Clifton Baptist Church, y coautor de «The Pastor and Counseling».