Toda verdad es verdad de Dios

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Serie: La historia de la Iglesia | Siglo VIII

Toda verdad es verdad de Dios

Por R.C. Sproul

Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo VIII

Durante la hambruna irlandesa de la patata en el siglo XIX, mi bisabuelo, Charles Sproul, huyó de su tierra natal para buscar refugio en Estados Unidos. Dejó su casita de techo de paja y piso de barro en un pueblo del norte de Irlanda y se dirigió descalzo a Dublín, al muelle desde el cual navegó hasta Nueva York. Después de registrarse como inmigrante en Isla Ellis, se dirigió al Oeste hacia Pittsburgh, donde se había establecido una gran colonia de escoceses-irlandeses. Fueron atraídos a ese sitio por las fábricas industriales de acero dirigidas por el escocés Andrew Carnegie.

¿Qué causó estas convulsiones? Durante el siglo anterior, las imágenes comenzaron a ser consideradas ventanas al mundo espiritual Mi bisabuelo murió en Pittsburgh en 1910, pero no sin antes inculcar un amor profundo  por la tradición e historia de Irlanda en sus hijos y nietos. Hace treinta años, uno de mis primos hizo una peregrinación a Irlanda del Norte para buscar sus raíces en la ciudad de donde vino nuestro bisabuelo. Mientras investigaba sobre el paradero de cualquiera de los Sprouls, un caballero anciano le dijo que el último miembro sobreviviente de nuestra familia había fallecido cuando tropezó en su camino a casa desde el bar local en un profundo estado de embriaguez. Cayó en un canal y se ahogó.

Esto nos deja con el estereotipo de que los irlandeses beben mucho, pelean fácilmente y que consideran que los ladrillos son como «confeti irlandés». Sin embargo, esta caricatura de los irlandeses oculta algunas dimensiones muy importantes de la historia irlandesa. En el siglo VIII, los misioneros que se establecieron en Irlanda fueron muy importantes para la cristianización de las islas británicas que habían sido habitadas en gran parte por paganos y bárbaros. Los monasterios en Irlanda se destacaron por su dedicación a la erudición, por copiar textos bíblicos y, especialmente, por adornar los textos bíblicos con magníficas iluminaciones. Su pasión por la erudición y el arte se propagó rápidamente a Gran Bretaña, donde se estableció la codificación de la ley antigua, la cual ha tenido un impacto, incluso en nuestra tierra, hasta el día de hoy.

Uno de los eruditos más importantes de este período fue un hombre llamado Beda, conocido como el «Venerable». Él residió en Inglaterra y es considerado como el primer gran historiador europeo. Los irlandeses también produjeron una obra maestra que combinó la erudición y la belleza en el famoso Book of Kells [Libro de Kells].

Sin embargo, fue en la segunda parte del siglo VIII que surgió el gran ímpetu por un renacimiento en la erudición. Fue bajo el reinado de Carlos el Grande (Carlomagno), coronado como el primer sacro emperador romano, que ocurrió un nuevo surgimiento de las artes y las ciencias. Este resurgimiento, llamado el «Renacimiento carolingio», presagiaba el gran Renacimiento que se propagaría por Europa a finales de la Edad Media, comenzando principalmente con el trabajo de los patrones Médicis en Italia, los cuales encontraron su cenit en las labores de Lorenzo el Magnífico.

En el Sacro Imperio Romano del siglo VIII, Carlomagno estaba decidido a recuperar lo mejor del aprendizaje clásico y bíblico. Él se convirtió en un patrocinador de la erudición y nombró a Alcuino de Gran Bretaña como su principal asistente intelectual. Carlomagno fue uno de los miembros más ilustres de la dinastía carolingia que comenzó con su padre, Pipino el Breve, y que continuó hasta el siglo X. El Renacimiento fue una recuperación del lenguaje clásico y de la verdad bíblica. El Renacimiento posterior, durante el siglo XVI, con su personaje más famoso, Erasmo de Rotterdam, encontró su lema en las palabras ad fontes, es decir, «a las fuentes». El lema declaraba la intención de los eruditos de ese día de volver al lugar de origen, «a las fuentes» de la filosofía antigua, la cultura y, especialmente, los lenguajes bíblicos. Así que, un estudio renovado de los filósofos griegos, Platón y Aristóteles, acompañado con un celo por la recuperación de los lenguajes bíblicos, encabezó tanto el Renacimiento posterior como el Renacimiento carolingio que surgió bajo el liderazgo de Carlomagno.

Antes del período carolingio, Agustín, en su pasión por la erudición, estaba convencido de que era el deber del cristiano aprender lo más que pueda sobre tantas cosas como le fuera posible. Dado que toda verdad es verdad de Dios, todos los aspectos de investigación científica deben estar dentro del ámbito del aprendizaje bíblico y cristiano. No fue por accidente que los grandes descubrimientos de la ciencia occidental fueron encabezados por cristianos que tomaron en serio sus responsabilidades de ejercer dominio sobre la tierra en servicio de Dios. En lugar de ver el aprendizaje, la erudición y la búsqueda de la belleza como ideas ajenas a la institución cristiana, el resurgimiento del siglo VIII, siguiendo el ejemplo anterior de Agustín, vio la búsqueda de Dios mismo en la búsqueda del conocimiento y la belleza. Ellos vieron que Dios es la fuente de toda verdad y de toda belleza.

A través de los siglos, las influencias cristianas dominaron el mundo del arte al igual que al mundo de la erudición. El legado de este período ha enriquecido todas las áreas de la historia occidental hasta el día de hoy. Es imprescindible que en el siglo XXI aprendamos de los pioneros del pasado que no despreciaron la erudición clásica, sino que la vieron como algo que debía aprovecharse en el servicio del reino de Dios.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
R.C. Sproul
R.C. Sproul

El Dr. R.C. Sproul fue fundador de los Ministerios Ligonier, pastor fundador de Saint Andrew’s Chapel en Sanford, Florida y primer presidente de Reformation Bible College. Escribió más de cien libros, incluyendo La santidad de Dios, Escogidos por Dios, Todos somos teólogos, Moisés y la zarza ardiente, Sorprendido por el sufrimiento, entre otros.

¿No te harás imagen?

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Serie: La historia de la Iglesia | Siglo VIII

¿No te harás imagen?

Por Robert Letham

Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo VIII

n el año 726, la orden del emperador León de destruir la imagen de Cristo en el palacio imperial produjo una revuelta y la Iglesia oriental quedó sumergida en una larga y agresiva controversia. No fue hasta que la emperatriz Irene convocó el Segundo Concilio de Nicea en el año 787 que la controversia se resolvió a favor de las imágenes. Incluso, luego de esto, surgió un reavivamiento de la iconoclasia y solo en el año 843 el patriarca de Constantinopla, San Metodio, dio fin a la agitación, ocasión que, desde ahí en adelante, se conmemora como la «Fiesta de la Ortodoxia». Esta controversia fue despiadadamente violenta. Los monjes eran azotados hasta la muerte públicamente o se les cortaban las fosas nasales. Uno de ellos fue hecho trizas por una turba mientras que el patriarca Constantino de Constantinopla fue decapitado públicamente. El papado se vio obligado a aliarse con los francos en lugar de con Oriente, ya que la iconoclasia era una realidad ajena en Occidente.

¿Qué causó estas convulsiones? Durante el siglo anterior, las imágenes comenzaron a ser consideradas ventanas al mundo espiritual de manera progresiva. Los íconos de Cristo y de los santos se convirtieron en objetos de devoción, promovidos activamente por la Iglesia. El Concilio Quinisexto, celebrado en el año 692, decretó que Cristo debía ser representado de forma humana «para que de esta manera percibamos la profundidad de la humillación de Dios». Leoncio de Nápoles consideraba a las imágenes de Cristo como una extensión, una recreación, de la encarnación.

Los iconoclastas objetaron. El emperador Constantino V alegó que si una imagen solo presenta la naturaleza humana de Cristo, entonces separa su humanidad de su persona. Si retrata a Cristo en sus dos naturalezas, su deidad es reducida al nivel de la humanidad. La única imagen verdadera de Cristo es la que Él nos dio: la eucaristía. Constantino V, en el año 754, convocó un concilio en el que condenó las imágenes al considerarlas blasfemias contra la encarnación.

Cuando la emperatriz Irene ascendió al poder de facto, convocó un concilio en el año 787. En este, se ordenó la restauración de las imágenes, ya que estas mostraban la realidad de la encarnación. A las imágenes se les debía rendir «reverencia honorable, no la verdadera adoración de la fe que le pertenece solamente a la naturaleza divina… ya que el honor que se le rinde a la imagen es transmitido a lo que la imagen representa, y el que reverencia a la imagen reverencia en ella al sujeto representado». El concilio anatemizó a cualquiera que igualara a las imágenes con los ídolos.

Este concilio suscitó la oposición del reino de los francos, que recientemente había adquirido poder. Carlomagno ordenó que se escribieran los Libri Carolini, que argumentaban que solo Dios puede ser adorado. El principio de que se le rinde veneración a la imagen debido a su relación con lo que originalmente representa es falso y engaña a la gente sencilla. Estos libros rechazaban tanto al concilio iconoclasta del año 754 como al iconódulo Segundo Concilio de Nicea (partidario de las imágenes). La emperatriz Irene no tenía derecho a enseñar a los hombres ni a convocar un concilio. Sin embargo, los iconoclastas no apreciaban la distinción iconodulia entre latria (adoración) y proskunesis (veneración de imágenes). En latín solo existía una palabra —adoro— para traducir ambos términos, y parecía implicar adoración idólatra.

Hasta el día de hoy, la principal característica de la Iglesia ortodoxa oriental es el iconostasio, una pantalla de gran altura que cubre toda la sala hacia el frente. El iconostasio divide al santuario —la parte que está tras él— de la congregación. Solo el clero puede entrar al santuario; no puede acceder ninguna mujer. El santuario simboliza el mundo divino. La nave, el lugar donde está la congregación, es la imagen del mundo humano y todo lo que hay en él. A pesar de estar divididos por el iconostasio, estos dos lugares se consideran partes de un todo, el lugar donde el cielo y la tierra se encuentran. En el iconostasio mismo, que se halla entre el cielo y la tierra, hay varios niveles de íconos que representan una gran nube de testigos y simbolizan a la Iglesia en su desarrollo hacia la eternidad.

La teología de las imágenes. Entre los años 726 y 730, Juan Damasceno emergió como el principal teólogo iconódulo. Distinguió cuidadosamente entre la adoración (latria), que se le debe solo a Dios, y la veneración (proskunesis) en sus distintos grados, señal de la subordinación y humildad del que venera. Juan insistió en que adoremos solo a Dios.

Juan argumentaba que hacer una imagen del Dios invisible sería un grave error, pero que una imagen del Dios encarnado es diferente, ya que Cristo asumió un cuerpo humano. Los cristianos, decía él, no viven bajo el antiguo pacto que prohibía las imágenes, sino bajo la nueva era de la gracia. El hombre mismo es la imagen de Dios. Sostener que las imágenes no son permisibles, según Juan, es decir que la materia es mala. Las imágenes sagradas son medios de instrucción en la fe, memoriales de las vidas de los cristianos, incentivos para vivir una vida piadosa y canales de gracia en virtud de su poder sacramental. El Hijo es la idéntica imagen del Dios invisible; la naturaleza creada del hombre es una copia de la de Dios, que no es creada; la creación refleja sutilmente lo divino.

Todo el mundo es icónico. Una imagen, escribe Juan, es una semejanza de la cosa imaginada, pero también hay una disimilitud entre la imagen y el original, ya que son cosas diferentes. Necesitamos imágenes, argumenta Juan, debido a que somos seres físicos para los cuales el mundo espiritual es un misterio. Los íconos nos proporcionan una ventana hacia este mundo, una ayuda en el camino de la salvación. Dios por naturaleza no tiene cuerpo pero, según Juan, Dios nos dio semejanzas e imágenes de acuerdo a la analogía de nuestra naturaleza corporal. Esto supone una concepción semiótica del universo en la que el ser humano es capacitado para entender la realidad invisible y espiritual a través de señales visibles al combinar lo terrenal y lo espiritual.

Anteriormente, en el siglo IV, Gregorio de Nisa había sostenido que la revelación visible de Dios en la creación es superior a la revelación verbal, ya que él pensaba que el lenguaje es inherentemente ambiguo y, por lo tanto, inapropiado para describir a Dios. Por otro lado, la creación indica Su existencia de forma positiva. Así, la cuestión de las imágenes conlleva preguntas más profundas y trascendentales con respecto a la revelación de Dios.

Asuntos en juego. Oriente acepta que la adoración de imágenes estaba prohibida en el antiguo pacto, pero sostiene que las imágenes eran objeto de veneración. Si todas las imágenes estaban prohibidas, dicen ellos, no podría haber habido querubines sobre el propiciatorio y el arca del pacto.

La encarnación ha cambiado el panorama de forma crucial. Dios el Hijo ha asumido una naturaleza humana, incluyendo un cuerpo, en una unión personal permanente. Dios ahora tiene una forma humana, permanente y visible. La encarnación, de acuerdo con la Iglesia oriental ortodoxa, no solo justifica el uso de imágenes, sino que lo requiere. Afirmar lo contrario es cuestionar la realidad de la encarnación e insinuar que la humanidad del Hijo no es eterna y permanentemente real. También supone que lo espiritual y lo material se oponen entre sí.

Los iconoclastas, por su parte, insistieron en que las imágenes eran idólatras y estaban prohibidas por el segundo mandamiento. De hecho, afirmaron que la pérdida de los territorios orientales, que cayeron bajo dominación musulmana, fue el juicio de Dios por la idolatría.

Inquietudes reformadas. Los cristianos reformados tienen varios problemas con las imágenes, principalmente con su presencia en el contexto de la adoración como el elemento visual más prominente en la iglesia. Esto, en el mejor de los casos, produce ambigüedad. En segundo lugar, el punto crucial tiene que ver con las imágenes de Cristo. El Catecismo Mayor de Westminster, en su pregunta 109, se opone a las imágenes de la Trinidad y, por extensión, a las imágenes de Cristo, ya que Cristo es el eterno Hijo encarnado. Sin embargo, los pasajes que sustentan la doctrina se refieren a la adoración israelita de dioses falsos por medio de objetos materiales, contexto diferente al de la iconografía oriental. Además, el catecismo no rechaza las imágenes de los santos, ya que estas no están vinculadas con la adoración.

De acuerdo con la Iglesia ortodoxa oriental, las imágenes de Cristo no solo están permitidas, sino que son requeridas a la luz de la encarnación. Oponerse a las imágenes de Cristo es negar la realidad de la encarnación: Su humanidad no sería real, sino solo aparente, lo que constituye la herejía del docetismo. Sin embargo, hacer una imagen de Cristo es abstraer Su humanidad de Su persona (el Hijo eterno) y, de esta forma, es caer en el nestorianismo. Aquí la Iglesia ortodoxa oriental, que vehementemente niega el nestorianismo, afirma que la persona de Dios el Verbo encarnado es la que aparece en la imagen y que esta no es una representación de Dios, ya que el Verbo es visible como hombre. Además, hay una semejanza y una diferencia entre la imagen y lo que ella representa, que es evidente en el hecho de que se sostiene que las imágenes muestran a la naturaleza humana transfigurada con belleza divina. La imagen no es una representación de la Deidad, sino que indicaría la participación de una persona determinada en la vida divina.

En qué estamos de acuerdo. La teología reformada también cree en las imágenes. La idea de la imagen (eikôn) es una categoría bíblica: el hombre es hecho a imagen de Dios y Cristo es la imagen del Dios invisible. Sin embargo, más allá de esto, todo es icónico para los reformados. Dios ha impreso la evidencia de Su propia belleza y gloria en toda la creación. «Los cielos proclaman la gloria de Dios, y la expansión anuncia la obra de sus manos» (Sal 19:1).

Lo que hizo el calvinismo fue dar lugar a esta apreciación terrenal de la belleza. Al eliminar el arte y las esculturas de la adoración eclesiástica, las llevó al mundo, situando lo estético en el contexto de la revelación general como el testigo de Dios en el mundo y no como el foco de la adoración de Dios en la Iglesia. El resultado fue el tremendo florecimiento de la creatividad en la cultura posterior a la Reforma, creatividad que no se centró en el dominio sobrenatural de los ángeles y los demonios, sino en el mundo alrededor nuestro que refleja la gloria y la belleza de Dios.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Robert Letham
Robert Letham

El Dr. Robert Letham es profesor de teología sistemática e histórica en la Union School of Theology de Gales. Es autor de numerosos libros, entre ellos The Holy Trinity y Union with Christ.

Un renacimiento occidental

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Serie: La historia de la Iglesia | Siglo VIII

Un renacimiento occidental

Por Nicholas R. Needham

Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo VIII

Europa occidental, en el siglo VIII, estuvo dominada por lo que los historiadores llaman el «Renacimiento carolingio», el cual no se debe confundir con el Renacimiento de los siglos XV y XVI. Este renacimiento del siglo VIII recibió su nombre de la dinastía gobernante de Francia, los carolingios. Al principio, ellos eran los mayordomos hereditarios del palacio real francés, quienes disfrutaban de un poder real bajo la figura monárquica de los merovingios. El más famoso de los mayordomos carolingios fue Carlos Martel (690-741), conocido como Carlos «el Martillo» por su decisiva victoria militar sobre los ejércitos musulmanes españoles. A menudo se olvida que, durante gran parte del período medieval, España fue islámica. Un ejército musulmán de África había cruzado el estrecho de Gibraltar en el año 711, y en el 718 había conquistado casi toda la España cristiana. Los musulmanes continuaron su avance hacia Francia. Sin embargo, en el 732, en Tours (o posiblemente en Poitiers), fueron recibidos por un ejército católico francés. Aquí, Carlos Martel derrotó a las fuerzas musulmanas, lo cual detuvo permanentemente el progreso occidental del Imperio islámico. Los franceses obligaron a los musulmanes a regresar a España, y allí se quedaron durante los siguientes 700 años, hasta que finalmente fueron expulsados ​​al norte de África en 1492. Martel salvó a Europa para el cristianismo.

Martel también dio un fuerte apoyo a la cristianización de la Alemania pagana. Esto fue llevado a cabo por una auténtica inundación de monjes misioneros ingleses, el más famoso de los cuales fue Bonifacio (680-754). Durante los próximos trescientos años, los monasterios en esta área fueron los centros vitales de la religión y la cultura cristiana en Alemania.

Esta alianza entre los carolingios y el papado por la evangelización de Alemania se fortaleció después de la muerte de Martel en el 741 y la ascensión al poder de sus hijos Carlomán y Pipino. Martel había puesto a Carlomán y Pipino en un monasterio durante su juventud, donde los monjes los habían criado para tener una preocupación genuina por el bienestar de la Iglesia. Ahora que compartían el trono de Francia, ellos invitaron a Bonifacio para ayudarles a reformar la Iglesia francesa. Dado que Bonifacio actuó como representante del papa, estas reformas fortalecieron el vínculo entre Francia y el papado. Carlomán se convirtió en monje después de que se completaron las reformas de Bonifacio, dejando así a su hermano Pipino como único gobernante de Francia.

Sin embargo, en teoría, Pipino seguía siendo solo el alcalde del palacio, el principal servidor de Childerico III, el último de los débiles reyes merovingios. Los fuegos de la ambición danzaban en el corazón de Pipino; sintió que él, el verdadero gobernante de Francia, debía llevar la corona real. Así que Pipino obtuvo el apoyo del papa Zacarías y en el 751 depuso a Childérico. Luego, Bonifacio, actuando nuevamente en nombre del papa, coronó a Pipino como rey de Francia, el primero de la gran dinastía real carolingia. Esta fue la primera vez que un papa afirmó que su autoridad apostólica incluía el derecho a sancionar el destronamiento de un rey y su reemplazo por otro. Pipino recompensó al papa invadiendo al reino lombardo de Italia en 756, el cual había estado amenazando a Roma. Pipino le dio al papa todas las ciudades lombardas que había capturado. Esta acción, conocida como «la donación de Pipino», creó un gran conjunto de territorios papales con forma de H a través de la parte centro occidental y noreste de Italia: los «estados pontificios». A partir de entonces, los papas serían tanto gobernantes seculares como líderes espirituales.

Cuando Pipino murió en el 768, sus dos hijos, Carlos y Carlomán, lo sucedieron como gobernantes conjuntos de Francia. Carlomán murió en el 771, dejando a Carlos como único gobernante. Carlos reinó durante los siguientes cuarenta y tres años (771-814) y creó el primer gran Imperio occidental desde la caída de Roma en el 410. A él se le conoce como «Carlos el Grande» o Carlomagno (del latín magnus, «grande»).

Carlomagno es una de las figuras verdaderamente colosales de la historia europea. Se le ha llamado el «Moisés de la Edad Media» porque sacó a los pueblos germánicos del desierto de la barbarie pagana y les dio un nuevo código de leyes civiles y eclesiásticas. Su biógrafo, Einhard, nos dice que Carlomagno era físicamente un gigante, sobrio y simple en su vida privada, un gobernante justo y generoso, un padre cariñoso y muy popular entre sus súbditos. Tenía una mente perspicaz, una devoción sincera a la fe cristiana y a la Iglesia católica, y una sensación ardiente de una misión personal de parte de Dios de unir a las naciones occidentales en un Imperio cristiano.

Podríamos pasar gran parte de nuestro tiempo contando la historia de las guerras de Carlomagno, las cuales, finalmente, rompieron la columna del poder pagano en Alemania. Sin embargo, es más provechoso considerar su papel en unir a Francia y Alemania con el pegamento de una nueva cultura cristiana. El principal asesor religioso de Carlomagno, el monje inglés Alcuino de York (730-804), fue clave en esto. Alcuino fue director de la escuela de la catedral de York antes de ingresar al servicio de Carlomagno en el 782. Durante los siguientes veintidós años, fue el maestro principal del Imperio carolingio, el hombre más culto de Europa occidental. Alcuino fue (entre otras cosas) comentarista bíblico, erudito textual, revisor litúrgico, defensor de la ortodoxia, reformador de monasterios, constructor de bibliotecas y astrónomo docto. Las principales contribuciones de Alcuino al Renacimiento carolingio fueron las siguientes:

Lenguaje. Alcuino reformó la ortografía y desarrolló un nuevo estilo de escritura a mano llamado «minúscula carolingia», en el que se basan nuestras letras impresas modernas. Los eruditos carolingios revivieron el latín, lo refinaron y lo enseñaron a todas las personas educadas. Se convirtió en el idioma internacional de la civilización occidental. Cualquiera que fuera su lengua nativa, todos los occidentales educados podían hablar latín.

Literatura. En los días previos a la invención de la imprenta, los monjes tenían que copiar los libros a mano. El ejército de monjes eruditos de Carlomagno hizo numerosas copias de escritos antiguos. La mayoría de nuestros textos sobrevivientes de la antigua Grecia y Roma nos han llegado de copias carolingias. Alcuino supervisó el establecimiento de bibliotecas monásticas en todo el imperio de Carlomagno, donde se copiaron y almacenaron estos libros. De esta manera, el Renacimiento carolingio ayudó a preservar y a transmitir al presente el conocimiento y la cultura del pasado.

La Biblia. Alcuino revisó el texto de la Biblia latina y estableció una edición estándar de la Vulgata de Jerónimo.

Educación. Carlomagno tuvo un fuerte interés personal en la difusión de la educación. Él ordenó a obispos y a abades para que establecieran escuelas para capacitar a sacerdotes y a monjes. Decretó que cada parroquia debía tener una escuela para educar a todos los niños varones del vecindario. Él fundó su propia academia real en Aquisgrán, la cual Alcuino presidió y que alentó el estudio de la lógica, la filosofía y la literatura.

Muchos de los asesores eclesiásticos de Carlomagno vieron la gran extensión de su reino como una recreación del Imperio romano en Occidente. Esto llevó a que Carlomagno fuera reconocido como «emperador de los romanos» en el año 800. En el día de Navidad de ese año, mientras Carlomagno estaba arrodillado en el altar de la iglesia de San Pedro en Roma, recibiendo la comunión, el papa León III mostró una corona y la colocó en la cabeza de Carlomagno. Así nació el «Sacro Imperio Romano». La coronación de Carlomagno por León significaba que él no era simplemente el rey de Francia, sino que también era el heredero de los antiguos emperadores romanos, aquel en quien el Imperio romano había renacido, el gobernante supremo del mundo occidental.

La exaltada visión de Carlomagno sobre la monarquía, sin embargo, lo condujo a un serio conflicto con el papado. Podemos captar el concepto de Carlomagno sobre su propia posición a través de una carta que le envió Alcuino:

Nuestro Señor Jesucristo te ha establecido como el gobernante del pueblo cristiano, en un poder más excelente que el del papa o el emperador de Constantinopla; en sabiduría, más distinguido; en la dignidad de tu gobierno, más sublime. Solo de ti depende toda la seguridad de las Iglesias de Cristo.

A lo largo de su reinado, Carlomagno actuó consistentemente bajo esta teoría de la «monarquía sagrada», considerándose a sí mismo como el superior del papa incluso en asuntos doctrinales. Podemos ver esto claramente en dos casos. En primer lugar, la respuesta de Occidente a la controversia iconoclasta fue formulada por Carlomagno (en vez de por el papa) en los llamados libros carolinos o «libros de Carlos», escritos con la ayuda de sus asesores religiosos, especialmente Alcuino. Los libros carolinos buscaban marcar una postura intermedia entre los defensores orientales y los enemigos de los iconos. En segundo lugar, Carlomagno también sancionó la inserción de la cláusula filioque en el Credo de Nicea, sobre la cabeza de la oposición del papa León III, de modo que el credo ahora dice que el Espíritu Santo procede del Padre «y del Hijo». La Iglesia oriental protestó fervorosamente contra esta alteración unilateral de un credo ecuménico causada por un emperador occidental, pero fue en vano. Esto trajo graves consecuencias, contribuyendo a la separación de Oriente y Occidente en iglesias separadas y mutuamente hostiles en el 1054.

La relación entre Carlomagno y el papado, entonces, era incómoda. La creación del Sacro Imperio Romano allanó el camino para los feroces conflictos entre papas y emperadores en la Edad Media tardía. El papado defendió el gran principio espiritual de la libertad e independencia de la Iglesia del control del Estado. Sin embargo, para asegurar esa independencia, los papas querían poner al Estado bajo el control de la Iglesia. Por otro lado, Carlomagno y sus sucesores se consideraban a sí mismos como «reyes sagrados», gobernantes divinamente elegidos de un Imperio cristiano, responsables ante Dios por su bienestar espiritual y secular. Para ellos, el papa era nada más que su principal consejero espiritual. Mientras la Iglesia y el Estado estuvieran unidos y fueran vistos como dos aspectos de una sola sociedad cristiana, la posibilidad de conflicto religioso y político entre el papa y el emperador era muy real.

Nicholas R. Needham
Nicholas R. Needham

El Dr. Nicholas Needham es pastor de la Iglesia Inverness Reformed Baptist Church de Inverness, Escocia, y profesor de historia eclesiástica en el Highland Theological College de Dingwall, Escocia. Es autor de la obra 2,000 Years of Christ’s Power [2000 años del poder de Cristo], compuesta de varios tomos.

Mas siempre ha de existir de Dios el reino eterno

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Serie: La historia de la Iglesia | Siglo VIII

Mas siempre ha de existir de Dios el reino eterno

Por Burk Parsons

Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo VIII

al vez uno pudiera argumentar que la historia de la Iglesia consiste en un sinfín de divisiones. Sin embargo, si bien es cierto que la historia está repleta de divisiones eclesiásticas, hay una unidad que trasciende todo el bullicio mundano y la confusión diabólica que rodea a la historia del pueblo de Dios. Esta unidad no es el resultado de concesiones doctrinales ecuménicas, sino todo lo contrario, es una unidad que trasciende todas las herejías debido al hecho de que es una unidad establecida en Dios mismo.

Pues Dios no ve como el hombre ve, y Su narrativa del despliegue del pacto de redención trae unidad a toda la historia: una unidad gobernada por Dios, centrada en Dios y que glorifica a Dios. Así como Dios tiene un propósito para toda la historia, Dios está en toda la historia; de modo que hay una unidad general en toda la historia precisamente porque Dios es soberano sobre todos los acontecimientos de la historia, por derecho y por necesidad.

En la Alemania pagana del siglo VIII, Bonifacio, un monje agustino inglés que predicaba el evangelio, fue martirizado por construir un lugar de adoración cristiana usando la madera de un roble dedicado al dios del trueno. Bonifacio no sobrevivió físicamente las divisiones religiosas y sociales del siglo VIII, pero la verdad de Dios sí sobrevivió.

Ocho siglos después, un monje agustino alemán de la ciudad de Wittenberg llamado Lutero escuchó el mismo evangelio que Bonifacio había predicado. Su mensaje de reforma centrado en el evangelio hizo que ganara el derecho a recibir el título de «hereje» en la bula papal Exsurge Domine, publicada el 15 de junio de 1520 por el papa León X. Fue esa misma bula papal la que Lutero quemó el 10 de diciembre de 1520 junto a la puerta de Elster en Wittenberg, donde hasta el día de hoy permanece un enorme roble que fue dedicado a él en aquel histórico momento. A su tiempo, el mismo evangelio que Lutero proclamó encendió una llama que incendió el mundo, expandiéndose desde Alemania hasta Inglaterra, donde las llamas de la leña ardiente abrasaron los cuerpos de muchos mártires ingleses que predicaban el evangelio. Sus voces, junto con las voces de Bonifacio y Lutero, cantan mientras se postran ante el trono del Dios Altísimo, coram Deo: «Esa Palabra del Señor… Muy firme permanece; Nos pueden despojar; De bienes, nombre, hogar; El cuerpo destruir; Mas siempre ha de existir; De Dios el reino eterno».


Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Burk Parsons
Burk Parsons

El Dr. Burk Parsons es pastor principal de Saint Andrew’s Chapel [Capilla de San Andrés] en Sanford, Florida, director de publicaciones de Ligonier Ministries, editor de Tabletalk magazine, y maestro de la Confraternidad de Enseñanza de Ligonier Ministries. Él es un ministro ordenado en la Iglesia Presbiteriana en América y director de Church Planting Fellowship. Es autor de Why Do We Have Creeds?, editor de Assured by God y John Calvin: A Heart for Devotion, Doctrine, and Doxology, y co-traductor y co-editor de ¿Cómo debe vivir el cristiano? de Juan Calvino.

¿Y si los musulmanes hubieran ganado?

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Serie: La historia de la Iglesia | Siglo VIII

¿Y si los musulmanes hubieran ganado?

Por Gene Edward Veith

Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo VIII

l 10 de octubre del 732 d. C., unos 80 000 soldados de caballería musulmanes atacaron a 30 000 soldados francos de infantería cerca de Tours, en la actual Francia. Esos musulmanes ya habían conquistado el norte de África y España, y estaban listos para barrer el resto de Europa.

Normalmente, los soldados a pie no son competencia para jinetes con lanzas, especialmente cuando son superados en número. Así que el rey franco, Carlos Martel «El Martillo», colocó a sus hombres en la cima de una empinada colina boscosa, con la esperanza de que tener que atacar cuesta arriba y evitar los árboles por lo menos lograría ralentizar la caballería musulmana. Más importante aún, hizo que sus hombres se agruparan para formar un gran cuadrado, sosteniendo sus escudos para formar un «muro de escudos» y creando un matorral de lanzas para defenderse de los caballos.

Si alguien se separaba del grupo, si alguien huía, si el muro de escudos colapsaba para forzar una retirada dispersa, los jinetes los cortarían fácilmente mientras corrían. Pero durante la batalla, mientras ola tras ola de jinetes se lanzaban contra la formación, el muro de escudos se mantuvo. No solo eso, los francos derrotaron por completo a los invasores, asesinaron al general musulmán e hicieron retroceder a sus fuerzas supervivientes de regreso a los Pirineos.

Experimento mental: ¿Qué hubiera pasado si el muro de escudos se hubiera roto? ¿Qué habría sucedido si los musulmanes hubieran ganado la batalla de Tours? ¿Y si los musulmanes en el siglo VIII se hubieran apoderado de Europa occidental? Si lo hubieran logrado, ¿cómo sería nuestra cultura hoy?

Pensar que seguramente la civilización occidental habría sobrevivido a pesar de una conquista musulmana es algo ingenuo. La cristiandad medieval probablemente no era tan robusta culturalmente como lo era el Imperio bizantino, pero luego de que Constantinopla cayó mucho después a manos de los musulmanes, casi nada sobrevivió a la islamización de esa cultura.

El solo decir que seríamos como Irak o Irán seguramente no sería suficiente. En su vestimenta, arquitectura y tecnología, estos países islámicos muestran una influencia occidental. Cuando los terroristas yihadistas atacan la civilización occidental, están usando bombas, armas y comunicaciones por Internet que la civilización occidental ha creado.

Así que imaginemos cómo sería nuestra cultura si los musulmanes hubieran conquistado Europa, como casi sucedió.

No tendríamos legislaturas, ya que el islam no reconoce la creación de nuevas leyes, pues la sharía del Corán se considera suficiente para todos los tiempos. Esto sería impuesto por un gobernante absoluto, como un emperador o un califa. Hoy en día seríamos esclavos o dueños de esclavos. Los tipos de libertades políticas que damos por sentado hoy no existirían.

El islam no aprueba la representación del arte, solo diseños elaborados para sus mezquitas y tapicería, por lo que no tendríamos mucho patrimonio en las artes visuales y el desarrollo de medios visuales distintivos, como el cine y la televisión, sería poco probable. Tendríamos poca o ninguna música, ya sean composiciones sinfónicas o rocanrol. Los países islámicos suelen tener poesía erótica y religiosa, pero, a pesar de relatos puntuales como Las mil y una noches, probablemente tuviéramos poca ficción. La novela no habría sido inventada. El islam no tiene drama, y sin los dramas bíblicos de la Iglesia primitiva y sin Shakespeare, nosotros tampoco lo tuviéramos.

Podríamos tener algo de ciencia. El antiguo mundo musulmán fue bueno con las matemáticas, pero no hubiera tomado la misma forma. La ciencia probablemente permanecería en el ámbito de lo abstracto y lo teórico, ignorando la forma en que los ingenieros occidentales convirtieron los descubrimientos científicos en tecnología aplicada.

El cristianismo hubiera sobrevivido; Cristo lo ha prometido, sin embargo, la Iglesia fuera marginada y restringida. La tolerancia islámica significa que a los cristianos se les permitiría permanecer en sus pequeños grupos y propagar su fe dentro de sus familias existentes, siempre y cuando muestren respeto por el islam. Pero ¡ay de ti si intentas evangelizar a un musulmán! Nuestras iglesias serían pequeños enclaves, como con los asirios en Irak o los coptos en Egipto. El cristianismo existiría, pero los musulmanes controlarían la cultura.

El Corán busca establecer, y fijar permanentemente, las leyes de Alá. La sharía no cambia, por lo que la cultura que gobierna no cambiará, especialmente si escapa a las contingencias de la historia al convertirse en universal.

El cristianismo enseña que las instituciones humanas deben ser juzgadas de acuerdo con la trascendente ley moral de Dios. Por lo tanto, tenemos la costumbre de criticar a nuestros gobernantes y a nuestras instituciones cuando no están a la altura de esta ley. Y como el cristianismo enseña que vivimos en un mundo caído, sabemos que nunca lo hacen. Y como este mundo no es absoluto sino dependiente, temporal, aceptamos y a veces incluso causamos un cambio cultural.

En resumen, si no fuera por ese soldado franco que se negó a correr cuando los caballos musulmanes se lanzaron sobre él, todavía estaríamos, en términos prácticos, en el siglo VIII.

Pensar cuál hubiera sido la influencia cultural del islam muestra la influencia cultural del cristianismo en alto relieve. El cristianismo directamente moldeó o permitió que existiera lo que ahora conocemos como civilización occidental.

El muro de escudos que se mantuvo es un ejemplo del reinado providencial de Dios sobre la historia.


Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Gene Edward Veith
Gene Edward Veith

El Dr. Gene Edward Veith es director del Instituto Cranach en el Concordia Theological Seminary en Fort Wayne, Indiana. Es autor de varios libros, entre ellos God at Work y Reading between the Lines.

Bonifacio: El apóstol a Alemania

Ministerios Ligonier

El Blog de Ligonier

Serie: La historia de la Iglesia | Siglo VIII

Bonifacio: El apóstol a Alemania

Por Henry Krabbendam 

Nota del editor: Este es el primer capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo VIII

No es exagerado decir que, desde los días del gran apóstol a los gentiles, ningún misionero del evangelio ha sido más eminente en trabajos, en peligros, en devoción, y en tener ese propósito tenaz pero flexible que nunca pierde de vista su objetivo, aun cuando se viera obligado a acercarse a él por algún otro camino que el que se había propuesto originalmente, que Winfrid, conocido en los anales de la cristiandad como Bonifacio, “el apóstol de (los Países Bajos y) Alemania”» (William Smith y Henry Wace, eds., A Dictionary of Christian Biography [Diccionario de biografías cristianas], Nueva York: AMS Press, 1967, vol. 1, p. 327).

Este emotivo veredicto deja una impresión duradera en todo lector reflexivo. Francamente, debería emocionarlos. Pero ¿quién es este Bonifacio? ¿Qué le hizo merecedor de este veredicto? ¿Qué lo convirtió en el hombre que fue? Y, por último, pero no menos importante, ¿qué debe hacer la Iglesia con su legado?

Nacido en la década del año 670 en Bretaña y, preocupado por las cosas eternas a una edad sorprendentemente temprana, Bonifacio rogó, y finalmente recibió, el permiso renuente de su padre para entrar en un monasterio y entregarse a una vida de servicio en el Reino de Dios. Durante la preparación monástica para la tarea de su vida, aprendió la obediencia incondicional a sus superiores eclesiásticos, se inflamó su amor por Cristo, demostró ser un estudiante celoso de las Escrituras, se convirtió en un discípulo devoto en la escuela de la oración, creció rápidamente en la santidad con propósito, demostró ser un poderoso predicador del evangelio y fue ordenado sacerdote a la edad de treinta años. Pero, sobre todo, el monasterio, un semillero de fervor evangelístico, lo impregnó de un celo evangelístico duradero.

Su ministerio puede ser dividido en tres fases, formuladas desde su incursión misionera inicial (716) en los Países Bajos (Frisia), hasta su incursión final (754), posiblemente ya como un octogenario, en la misma área geográfica. Su primera incursión no tuvo éxito debido a una guerra que se desató entre Radbod, rey de los frisones, que buscaba devastar todas las iglesias y monasterios posibles, y Carlos Martel, rey de los francos. Su última incursión concluyó con su muerte como mártir, la pieza que coronó una vida extraordinaria, caracterizada por un impulso espiritual enorme, un entusiasmo sin temor, un vigor interminable y una perseverancia indomable. Se distinguió desde el principio como un misionero apasionado y eventualmente se convirtió en un organizador excepcional, un excelente administrador y un fino estadista. Dedicó todos sus dones y talentos a la infatigable búsqueda de su gran visión dual: cristianizar toda la Europa pagana y fusionar a los convertidos en una Iglesia poderosa, efectiva e influyente bajo la sombrilla unificadora y autoritaria del obispo de Roma.

En su primera fase (718-722), Gregorio II le encargó que trabajara como sacerdote misionero en Turingia (centro-sur de Alemania) y Frisia. En Turingia se encontró con una mezcla de cristianismo y paganismo, y con una moral relajada. Aunque disfrutó de cierto éxito, experimentó la resistencia de un clero de mentalidad independiente que controlaba a las iglesias ya establecidas. Esto y la muerte de Radbod lo motivaron a regresar a Frisia, donde trabajó durante tres años. Vio muchos paganos convertidos. Esta vez las autoridades eclesiásticas estaban con él e incluso le ofrecieron un obispado. Pero su corazón misionero no le permitió aceptarlo, porque estaba ansioso por moverse a nuevos campos de labor evangelística.

En la segunda fase (722-742), bajo la protección de Carlos Martel y delegado por Gregorio II como obispo misionero, se concentró primero en Hessia (norte-centro de Alemania) y luego en Turingia. Su éxito en Hessia lo inmortalizó como uno que «superó a todos sus predecesores en la dimensión y en los resultados de su ministerio» y, por tanto, «fue un instrumento de Dios mayor que ningún otro individuo para llevar el cristianismo» a Alemania. Los eventos que asestaron un golpe decisivo al paganismo mitológico y que hicieron que su ministerio se disparara fueron, en primer lugar, el talado osado y estratégico de un roble impresionante dedicado a la adoración de Thor, dios del trueno, que era considerado sagrado e inviolable. Y segundo, el uso de esa madera para erigir una capilla para la gloria de Cristo. Para la población nativa, la «falta de respuesta» de Thor estableció la autoridad del Dios cristiano y Su apóstol eclesiástico. Esto llevó a miles de conversiones y constituye el comienzo de la cristianización a todo lo largo de Alemania. Lo que caracterizó su ministerio en Turingia, luego de que Gregorio III lo encomendara como arzobispo misionero para darle mayor autoridad, fue la fundación de una vasta red de iglesias dedicadas, diócesis funcionales, monasterios disciplinados y escuelas florecientes. Con una combinación de gracia apacible y disciplina intolerante, predicó incesantemente contra el culto pagano, las herejías doctrinales, la impureza moral y el catolicismo independiente, y trató de erradicar estas cosas armado con el amor por las Escrituras y el celo por la Iglesia, así como con habilidad organizativa y capacidad administrativa.

En la tercera fase (744-753), bajo la protección de Pipino, hijo de Carlos Martel, y comisionado como arzobispo de Maguncia por el papa para darle jurisdicción regional, expandió su ministerio a Baviera (sur de Alemania) y Francia. En Baviera continuó mostrando su genio para la organización y administración eclesiásticas, y en Francia su celo indomable por la reforma personal y eclesiástica.

Al final, sin interés de partir tranquilamente de esta escena terrenal, murió como había vivido, como un soldado de Cristo. Buscando destruir la adoración pagana y salvar almas paganas, trajo sobre sí la ira de los objetos de su amor y celo. Él y sus compañeros se negaron a defenderse y fueron masacrados. Irónicamente, sus asesinos en poco tiempo reconocieron frente al Dios de Bonifacio y sus muchos amigos leales, el callejón sin salida espiritual y social en que vivían y se arrepintieron, en apariencia, de corazón. Se hicieron seguidores de Cristo y miembros de Su Iglesia. Así, Bonifacio logró con su muerte lo que no logró durante su vida.

Esto nos deja con las dos últimas preguntas planteadas al principio de este artículo: ¿Qué hizo que Bonifacio fuera el hombre que fue? ¿Y cuál es su legado? Ninguna de las dos preguntas es muy difícil de responder con la ayuda de las Escrituras, sus cartas y los testimonios de la historia.

Todos los elogios que le han sido y que le pudieran ser asignados, tales como su piedad con propósito, su gozo inefable, su constante alabanza a Dios, su celo indomable, su trabajo infatigable y su esfuerzo sacrificial, a menudo en medio de tiempos difíciles, parecen reflejar la gloria restaurada (Sal 85), con su fuente en la cruz y en la resurrección de Cristo, su agente en el Espíritu de Cristo y su primera gran demostración en Hechos 2. A lo largo de su ministerio, Bonifacio anheló y mostró el poder pentecostal de la resurrección que estaba ansioso por abrazar tanto el sufrimiento, que viene al predicar el evangelio, como la semejanza a una muerte llena de frutos que Jesús mismo dejó como modelo, tanto para Sus discípulos como para la Iglesia universal (Jn 12:24Fil 3:10Col 1:24). Combina este poder abundante del Espíritu con un amor sacrificial y un discernimiento que luce infalible en el manejo de personas y situaciones eficazmente y sin temor (2 Tim 1:7), y comenzará a surgir el perfil del «apóstol de los Países Bajos y Alemania». En una entrega llena de gozo, se sometió a vivir en un monasterio como campo de entrenamiento habitual de la fe cristiana. Pronto encontró su nicho misionero y con una devoción inquebrantable mantuvo el rumbo en el principio, en la mitad y hasta el final de su vida. Al principio, puso en peligro su vida aventurándose en una zona que estaba en guerra con el evangelio. A la mitad, arriesgó su vida y bajo la autoridad del evangelio derribó un roble que era idolatrado. Al final, entregó su vida y fue martirizado por la causa del evangelio. Básicamente, estas tres instancias cuentan su historia.

Pero ahora, su legado. Sería inconcebible demandar que todos los cristianos imiten los dones que Dios ha derramado sobre algunos individuos en específico, como es el genio para la organización y la administración. Sin embargo, sería igualmente inconcebible no presentar como vinculante para cada individuo lo que Dios requiere de todos los cristianos. Siguiendo los pasos del gran apóstol a los gentiles, Bonifacio abrazó de todo corazón, como norma de Dios, el doble plan que Cristo dejó a la Iglesia: sufrimiento y muerte en Él, y vida en Su pueblo (2 Co 4:12). Si la Iglesia celebrara a Bonifacio simplemente como un fenómeno extraordinario, perdería el punto. Solo si él logra energizar a la Iglesia, y solo si la Iglesia lo abraza a él y su vida como un ejemplo del deseo de avivamiento de parte de Dios, y solo si nos confesamos como culpables y avergonzados de todo lo que se quede corto de esto, entonces podremos esperar disfrutar de un tipo de ministerio así de indispensable, ya sea en lo que parece ser un Oriente Medio (musulmán) prácticamente muerto, en una Europa (secularizada) casi muerta o en unos Estados Unidos de América (humanistas) moribundos. Francamente, el mensaje de la historia en general y de Bonifacio en particular es muy claro. A menos que la Iglesia, siguiendo los pasos de Bonifacio, esté dispuesta a sufrir y morir, y con palabras y ejemplos urja a todos sus hijos a una edad temprana a seguir su ejemplo, en lugar de solo permitirles renuentemente que lo hagan en circunstancias extraordinarias, la Iglesia estará destinada a sufrir y enfrentar de cerca la muerte a manos del mundo.

Publicado originalmente en Tabletalk Magazine.
Henry Krabbendam
Henry Krabbendam

El Dr. Henry Krabbendam es profesor de teología en Covenant College en Lookout Mountain, Georgia, y es misionero en Uganda.