El Gran Cisma de Occidente 46

El Gran Cisma de Occidente 46

Debido al peligro y las amenazas del pueblo fue entronizado y coronado, y se llamó papa y apostólico. Pero según los santos padres y la ley eclesiástica debería ser llamado apóstata, anatema, anticristo y burlador y destructor de la fe.

Cónclave rebelde contra Urbano VI

a1El sueño de Catalina de Siena parecía haberse cumplido cuando Gregorio XI llevó el papado de regreso a Roma. Pero las condiciones políticas que habían dado lugar a la “cautividad babilónica de la iglesia” no habían desaparecido. Pronto las dificultades fueron tales que Gregorio llegó a considerar la posibilidad de regresar a Aviñón, y probablemente lo hubiera hecho de no haber sido porque la muerte lo sorprendió. Fue entonces que el sueño de Catalina se volvió una pesadilla aún peor que la del papado de Aviñón.

Al quedar vacante la sede pontificia, el pueblo romano temió que el nuevo papa decidiera regresar a Aviñón, o al menos que fuese un juguete en manos de los intereses franceses, como lo habían sido tantos de sus predecesores más recientes. Estos temores no eran infundados, pues los cardenales franceses eran muchos más que los italianos, y varios de ellos habían dado muestras de preferir a Aviñón por encima de Roma. Lo que el pueblo temía era que los cardenales huyeran y que, una vez a salvo, se reunieran en otro lugar, posiblemente bajo el ala del rey de Francia, y eligieran un papa francés y dispuesto a residir en Aviñón. Por esa razón, el pueblo se amotinó e impidió la huida de los cardenales. El sitio en que el cónclave debía reunirse fue invadido por turbas armadas, que sólo pudieron ser desalojadas tras permitirles registrar todo el edificio para asegurarse de que los cardenales no podían escapar. Mientras todo esto sucedía, el pueblo daba gritos, exigiendo que se nombrase un papa romano, o al menos italiano.

En tales circunstancias, las deliberaciones del cónclave se hicieron harto difíciles. Los cardenales franceses, que de otro modo hubieran podido dominar la elección, estaban divididos, pues el nepotismo de los papas anteriores había tenido por resultado el nombramiento de un buen número de cardenales procedentes de la diócesis de Limoges. Estos estaban decididos a hacer elegir uno de entre ellos, y el resto de los franceses estaba decidido a evitarlo. Entre los italianos, el más poderoso era Jacobo Orsini, quien aspiraba a ceñirse la tiara papal, y posiblemente alentaba el motín popular.

A la postre, mientras el pueblo gritaba en la planta baja del edificio, los cardenales reunidos en el piso alto decidieron elegir a Bartolomé Prignano, arzobispo de Bari. Aunque éste no era romano, al menos era italiano, y con ello el pueblo se calmó. El Domingo de Resurrección, con gran pompa y con la participación de todos los cardenales que lo habían elegido, Prignano fue coronado, y tomó el título de Urbano VI.

En medio de aquella iglesia corrompida, la elección de Prignano pareció ser un acto providencial. De origen humilde y costumbres austeras, no cabía duda de que el nuevo papa se dedicaría a la reforma de que tan necesitada se hallaba la iglesia. Por tanto, era inevitable que chocara con los cardenales, quienes estaban acostumbrados a llevar vidas ostentosas, y para muchos de los cuales su oficio era un modo de enriquecerse ellos y sus familiares. Luego, aunque Urbano hubiera sido un hombre cauto y comedido, su posición sería siempre difícil.

Pero Urbano no era ni cauto ni comedido. En su afán de erradicar el absentismo, llamó traidores y perjuros a los obispos que formaban parte de su corte, y que por tanto no estaban en sus diócesis. Desde el púlpito, tronó contra el lujo de los cardenales, y después declaró que cualquier prelado que recibiera cualquier regalo era por ello culpable de simonía, y merecía ser excomulgado. En sus esfuerzos por librar al papado de la sombra de Francia, decidió nombrar un número tan grande de cardenales italianos que los franceses perdieran su poder. Y luego, antes de hacer el nombramiento, cometió la indiscreción de anunciarles sus proyectos a los franceses.

Todo esto no era más que la tan ansiada reforma que añoraban los fieles en diversas partes de la cristiandad. Pero al ganarse la enemistad de los cardenales, Urbano lo hizo de tal modo que pronto se empezó a decir que estaba loco. Y sus acciones en respuesta a tales rumores eran tales que parecían confirmarlos. Además, al mismo tiempo que se declaraba campeón de la reforma de la iglesia, tomaba medidas para colocar a sus parientes en encumbradas posiciones, tanto eclesiásticas como laicas. Por tanto, sus contrincantes podían decir que lo que le movía no era el celo reformador, sino la sed de poder.

A la postre los cardenales lo fueron abandonando. Primero los franceses, y después los italianos, huyeron a Anagni, y allí declararon, en el manifiesto que hemos citado al principio de este capítulo, que Urbano había sido elegido cuando el cónclave no tenía libertad de acción, y que tal elección, arrancada a la fuerza, no era válida. Al hacer tal declaración se olvidaban de que casi todos ellos habían estado presentes, no sólo en la elección, sino también en la proclamación y la coronación de Urbano, y que ni uno solo había alzado la voz en protesta. Y se olvidaban también de que durante varios meses habían formado parte de la corte de Urbano, tomándole por verdadero papa y sin poner en duda la validez de la elección.

La respuesta de Urbano fue sencillamente nombrar veintiséis nuevos cardenales de entre sus adeptos. Si los demás cardenales los aceptaban como legítimos, perderían todo su poder. Por tanto, no les quedaba otra salida que declarar que, puesto que la elección de Urbano no era válida, los recién nombrados cardenales no lo eran de veras, y proceder entonces a la elección de un nuevo papa.

Reunidos en cónclave, los mismos cardenales —excepto uno— que habían elegido a Urbano, y que por algún tiempo lo habían servido, eligieron a un nuevo pontífice. Los cardenales italianos que estaban presentes se abstuvieron de votar, pero no protestaron.

Surgió así un fenómeno sin precedente en la historia del cristianismo. En varias ocasiones anteriores había habido dos personas que declaraban ser el papa legítimo. Pero ahora por primera vez había dos papas elegidos por el mismo colegio de cardenales. Uno de ellos, Urbano VI, había sido repudiado por los que lo eligieron, y por tanto había creado un nuevo colegio de cardenales. El otro, que tomó el título de Clemente VII, gozaba del apoyo de los cardenales que representaban la continuidad con el pasado. Luego, toda la cristiandad occidental se vio obligada a decidirse por uno u otro pretendiente.

La decisión no era fácil. Urbano VI había sido elegido legítimamente, a pesar de las tardías protestas de quienes lo eligieron. Su rival, en el hecho mismo de tomar el nombre de Clemente, se mostraba dispuesto a seguir la tradición del papado en Aviñón. Pero también era cierto que Urbano daba señales cada vez más marcadas de estar loco, o al menos embriagado con su poder, y que Clemente era un diplomático hábil y moderado—aunque la diplomacia no bastaba para recomendar a este pretendiente al papado, quien anteriormente se había visto envuelto en hechos sangrientos, y cuya piedad y devoción ni aun sus partidarios defendían.

Tan pronto como fue electo, Clemente trató de adueñarse de Roma, donde se hizo fuerte en el castillo de San Angel. Pero a la postre fue derrotado por las tropas de Urbano, y se vió obligado a retirarse de Italia y establecer su residencia en Aviñón. El resultado fue que a partir de entonces hubo dos papas, uno en Roma y otro en Aviñón. Y cada uno de ellos inmediatamente envió legados por toda Europa, tratando de ganar el apoyo de los soberanos.

Como era de esperarse, Francia optó por el papa de Aviñón, y en esa decisión le siguió Escocia, su vieja aliada en la guerra contra Inglaterra. Este último país siguió el curso opuesto, pues el papado de Aviñón era contrario a sus intereses nacionales.

También Escandinavia, Flandes, Hungría y Polonia se declararon a favor de Urbano. En Alemania, el Emperador hizo lo mismo, pues era aliado de Inglaterra contra Francia. Pero muchos de sus nobles y obispos independientes se opusieron a esa decisión, o vacilaron entre los dos pretendientes. En la Península Ibérica, Portugal cambió de parecer varias veces; Castilla y Aragón, que al principio se inclinaban hacia Urbano, a la postre optaron por el bando de Aviñón, gracias a la hábil política del cardenal Pedro de Luna. En Italia cada príncipe o ciudad siguió su propio curso, y el Reino de Nápoles cambió de partido repetidamente.

Catalina de Siena dedicó los pocos años que le quedaban de vida a defender la causa de Urbano. Pero era una causa difícil de defender, pues el papa de Roma se dedicó a tratar de colocar a su sobrino Butillo Prignano sobre el principado de Capua, especialmente creado para él. Ese propósito lo envolvió en guerras injustificables, que le hicieron perder parte del apoyo con que contaba en Italia. Y cuando algunos de sus propios cardenales trataron de aconsejarle que siguiera una política distinta, Urbano los hizo encarcelar y torturar. Hasta el día de hoy no se sabe cómo murieron varios de ellos.

Por su parte, Clemente VII siguió una política mucho más cauta y, si bien no logró hacer valer su autoridad en el resto de Europa, al menos se hizo respetar en los países que lo reconocían como papa, y le dio así cierto prestigio al papado aviñonés.

Puesto que el cisma no se debía sólo a la existencia de dos papas, sino también de dos partidos formados alrededor de las dos capitales, la muerte de uno de los pretendientes no sería suficiente para subsanarlo. Tan pronto como Urbano falleció, en 1389, sus cardenales nombraron a Bonifacio IX. Una vez más, el nombre que el nuevo papa tomó daba a entender que seguiría la política de Bonifacio VIII, cuyo gran enemigo había sido la corona francesa. Pero este nuevo Bonifacio se olvidó de todo intento de reforma, y su régimen se caracterizó por el auge de la simonía.

El cisma mismo estimulaba la simonía. En efecto, cada uno de los dos rivales trataba de aplastar a su contrincante, y para ello necesitaba dinero. Por tanto, aún más que en los peores tiempos de la “cautividad babilónica”, la iglesia se volvió un sistema de impuestos y explotación.

En medio de tales circunstancias, los teólogos de la universidad de París se dedicaron a buscar medios para volver a unir la cristiandad occidental. En el 1394, le presentaron al Rey tres modos de subsanar el cisma: el primero era que ambos pretendientes renunciaran, y se eligiera entonces un nuevo papa; el segundo era la negociación entre ambos partidos, sujeta a arbitraje; el tercero, un concilio universal. De estos tres modos, la universidad prefería el primero, puesto que para poder aplicar los otros dos era necesario resolver las difíciles cuestiones de quiénes serían los árbitros, o quién convocaría el concilio. El Rey siguió los consejos de la universidad, y por tanto tan pronto como supo de la muerte de Clemente VII les rogó a los cardenales de Aviñón que no eligieran otro papa, con la esperanza de poder forzar al pretendiente romano a abdicar.

Pero los cardenales temían que si quedaban sin papa su causa perdería fuerza, y por tanto se apresuraron a elegir al cardenal Pedro de Luna, quien tomó el título de Benito XIII. Si después el Rey quería insistir en la recomendación de la universidad, tendría que enfrentarse a dos partidos, cada cual con su propio papa, y no a un partido acéfalo.

Carlos VI, el rey de Francia, insistió en el camino que se había trazado. Sus embajadores trataron de persuadir a Benito a que renunciara, mientras otros trataban de lograr el apoyo de Inglaterra y del Imperio, para que esas dos potencias obligaran al papa romano a hacer lo mismo. Pero el papa aviñonés, que ahora era el español Pedro de Luna, se negó a abdicar.

Entonces la iglesia de Francia, reunida en concilio solemne, le retiró la obediencia, y poco después las tropas de Carlos VI sitiaron a Aviñón, con el propósito de obligar a Pedro de Luna a renunciar. Pero el papa aviñonés se mostró resuelto. Aunque sus cardenales lo abandonaron, se hizo fuerte en Aviñón y allí resistió el cerco francés hasta que huyó disfrazado. Su obstinación rindió frutos, pues pronto cambiaron las circunstancias políticas y Francia volvió a declararse partidaria suya.

Empero estos acontecimientos mostraban claramente que la cristiandad estaba cansada del cisma, y que si los dos papas no daban señales de estar dispuestos a resolver la cuestión, habría otros que la resolverían por ellos. Fue esto lo que movió a Benito XIII a entablar conversaciones con su rival de Roma. Su propósito no era ceder ni renunciar, sino ganar tiempo mientras se preparaba para aplastar a su contrincante, y obligar entonces a Europa a aceptar el hecho consumado. Sus embajadores se entrevistaron con Bonifacio IX, y después con el sucesor de éste, Inocencio VII.

Pero a la muerte de Inocencio el partido romano tomó la iniciativa. El nuevo papa, Gregorio XII, declaró al ser elegido que estaba dispuesto a abdicar si Benito hacía lo mismo. Esto forzó al papa aviñonés a actuar, pues de no hacerlo se le culparía a él por la continuación del cisma, y perdería el apoyo precario con que contaba en Francia y otros países. Los dos papas se dieron cita en Savona. El encuentro debía tener lugar en septiembre de 1407. Pero pronto surgieron dificultades, y Gregorio no acudió a la cita. Gracias a una larga serie de negociaciones por parte de los cardenales de ambos partidos, los dos rivales se fueron acercando hasta que llegaron a estar a unos pocos kilómetros de distancia. Pero en mayo de 1408 la entrevista todavía no había tenido lugar, y Gregorio se negó a acudir a donde Benito lo esperaba.

Ante esa negativa rotunda, los cardenales del partido romano abandonaron a su jefe, e iniciaron conversaciones por su cuenta con el partido aviñonés. Al mismo tiempo, Francia le retiró su apoyo a Benito, y por tanto ambos papas quedaron desamparados, mientras el resto de la cristiandad buscaba por sus propios medios el modo de subsanar el cisma. El movimiento conciliar, que se había venido fraguando desde largo tiempo, había llegado a su hora.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 489–493). Miami, FL: Editorial Unilit.

El papado bajo la sombra de Francia 45

El papado bajo la sombra de Francia 45

Es de absoluta necesidad para la salvación que todas las criaturas humanas estén bajo el pontífice romano.

Bonifacio VIII

a1Durante la “era de los altos ideales”, según hemos visto, hubo constantes conflictos entre papas y emperadores. Ambos reclamaban para sí una autoridad universal y, aunque en teoría se distinguía entre el poder temporal y el espiritual, el choque era inevitable.

En el período que ahora narramos, siguió habiendo conflictos semejantes. La diferencia principal fue que ahora esas luchas involucraron no tanto a los emperadores, como a algunos de los monarcas cuyo poder creciente eclipsaba al del Imperio. Particularmente, las relaciones entre el papado y la monarquía francesa fueron uno de los principales factores en la historia de la iglesia en los siglos XIV y XV.

Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso

Al terminar la sección anterior, señalamos que el papa Celestino V, hombre de profunda convicción franciscana, renunció a su posición, y que en su lugar fue electo Bonifacio VIII. Benedetto Gaetani —que así se llamaba originalmente el nuevo papa— era un hombre de carácter opuesto al de Celestino. Mientras éste había resultado ser un fracaso debido a su sencillez extrema, que no le permitía tomar en cuenta los torcidos motivos que mueven el corazón humano, Gaetani tenía larga experiencia diplomática como legado pontificio, y había tenido tratos con reyes y magnates en diversos países de Europa. En esas misiones había desarrollado un conocimiento profundo de las intrigas que se urdían en las cortes europeas. Y, mientras su extrema humildad llevó a Celestino a renunciar a la tiara, el origen aristocrático de Bonifacio, y su alta opinión de las prerrogativas papales, hicieron de él uno de los papas más altivos que haya conocido la historia.

Su propia elección es ejemplo de su modo de proceder. El cónclave cardenalicio estaba reunido en Nápoles, a la sombra del rey Carlos, y le era imposible ponerse de acuerdo en cuanto a quin sería el nuevo papa. Las dos poderosas familias de los Colonna y los Orsini se disputaban el papado; y ninguna estaba dispuesta a elegir un miembro del bando contrario. Durante los diez días que duró el cónclave, Bonifacio se las fue arreglando para ser electo, y se cuenta que lo hizo persuadiendo a ambos bandos que le permitieran sugerir un candidato imparcial. Tras lograr de ambos la promesa de aceptar a su candidato, Bonifacio se nombró a sí mismo. Quedaba todavía la cuestión de si Carlos lo aceptaría como papa, pues ese rey había dado muestras de querer tener un instrumento dócil en la Santa Sede, y era de todos sabido que Benedetto Gaetani tenía un carácter altanero e independiente. Pero, como hábil diplomático, Bonifacio convenció a Carlos de que le convenía tener en Roma, no un títere, sino un papa poderoso que fuera su aliado. Además, parece que Bonifacio le ofreció a Carlos apoyar su lucha por apoderarse de Sicilia, que estaba en manos de la casa de Aragón.

La elección de Bonifacio no fue del agrado de todos. El ideal franciscano, con sus profundos elementos bíblicos, ejercía gran atracción sobre los corazones de la época. Entre las clases pobres, la elección de Celestino V había parecido ser la promesa de que por fin la iglesia dejaría de servir los intereses de los ricos y poderosos. Entre los monjes más entusiastas se llegó hasta a pensar que con aquella elección se había inaugurado la “era del Espíritu” profetizada por Joaquín de Fiore. Aunque todo parece indicar que la renuncia de Celestino fue totalmente voluntaria, surgida de su profunda humildad y sencillez franciscanas, pronto corrieron rumores de que Bonifacio lo había obligado a renunciar, para apoderarse así de la silla papal. Además, aunque su renuncia hubiese sido voluntaria, algunos de sus partidarios arguían que entre las prerrogativas papales no se contaba la de abdicar, hecho sin precedente en toda la historia de la iglesia, y que por tanto la renuncia de Celestino no era válida, y el monje franciscano, aun en contra de su voluntad, seguía siendo el papa legítimo. Este movimiento “celestinista” se mezcló pronto con el de los franciscanos extremos o “fraticelli”, y entrambos convencieron a muchos de que Bonifacio era un usurpador, y un hombre indigno de ocupar el trono de San Pedro. Cuando, poco tiempo después, Celestino murió, la oposición perdió el argumento de que había otro papa legítimo, pero no dejó de hacer circular noticias, probablemente falsas o al menos exageradas, en el sentido de que la muerte de Celestino se había debido al maltrato que había recibido por orden de Bonifacio.

A pesar de tales corrientes de oposición, los primeros años del pontificado de Bonifacio contribuyeron a afianzar su concepto de la autoridad del papa. El nuevo pontífice creía firmemente que el papa era superior a todos los soberanos de la tierra, y entre sus tareas estaba la de establecer la paz entre esos soberanos. Según él mismo le señaló más tarde al rey de Francia, si el emperador Teodosio se humilló ante Ambrosio, el arzobispo de Milán, cuánto más no ha de humillarse un rey cualquiera, que es menos que un emperador, ante un papa, que es mucho más que un arzobispo.

Por esas razones, Bonifacio se sentía llamado a pacificar a Italia, constantemente sacudida por guerras internas. Su política italiana fracasó sólo en su intento de cumplir la promesa de colocar al rey de Nápoles sobre el trono de Sicilia. Por lo demás, los principales enemigos del nuevo papa en Italia fueron aplastados. Los Colonna, enemigos acrrimos de Bonifacio a partir de su elección, perdieron casi todas sus posesiones, y se vieron obligados a partir al exilio. Esto lo logró Bonifacio convocando a una cruzada que, con los recursos de los Orsini, tomó todos los castillos y plazas fuertes de los Colonna. A pesar del resentimiento que esto causó entre muchos, casi toda Italia parecía acatar las instrucciones del Papa.

También en el Imperio hizo valer Bonifacio su autoridad cuando el inepto emperador Adolfo de Nassau fue depuesto por un grupo de nobles, quienes eligieron en su lugar a Alberto de Austria. Poco después, cerca de Worms, los dos rivales se enfrentaron en el campo de batalla, y Adolfo de Nassau fue muerto. Bonifacio consideró todo esto un doble crimen de rebelión y regicidio, y se negó a ratificar la elección de Alberto, o a coronarlo emperador. Durante los primeros años del pontificado de Bonifacio, Alberto pudo hacer poco contra él, y se vio obligado a tratar de reconciliarse con un enemigo al parecer poderosísimo. Pero Bonifacio se mostraba inflexible en lo que decía ser la causa de la justicia.

Empero la principal preocupación política del nuevo papa fue la reconciliación entre Francia e Inglaterra. Sus esfuerzos en ese sentido se vieron al principio coronados con su más alto triunfo; mas a la postre fueron la causa de su caída.

Cuando Bonifacio fue electo en 1294 (mucho antes de la guerra de los Cien Años que hemos narrado en el capítulo anterior), Francia e Inglaterra estaban a punto de declararse la guerra. Mediante un subterfugio, el rey de Francia, Felipe IV el Hermoso, se había apoderado de la Guyena, propiedad hereditaria de Eduardo I de Inglaterra. En respuesta, este último, que en sus posesiones francesas era vasallo de Felipe, se declaró en rebeldía, y apoyó económicamente a Adolfo de Nassau y al conde de Flandes, enemigos de Felipe. Por su parte, el rey de Francia le prestó ayuda a la resistencia que los escoceses le oponían a Eduardo.

En tales circunstancias, Bonifacio envió sus legados a la corte de Inglaterra, con el fin de obligar a Eduardo a establecer negociaciones con Felipe. Cuando Eduardo puso reparos, el Papa sencillamente les ordenó a ambos soberanos que observaran un armisticio, primero de un año, y luego de tres. A Adolfo de Nassau, que todavía reinaba y era aliado de Eduardo, Bonifacio le envió órdenes semejantes. Pero tanto Eduardo como Felipe continuaron sus preparativos bélicos, sin prestarle gran atención al mandato papal. En vista del poco caso que los monarcas le hacían, Bonifacio decidió obstaculizar sus empresas. Tanto Eduardo como Felipe tenían necesidad de amplios fondos para cubrir los gastos de sus campañas militares, y para comprar el apoyo de sus aliados. En ambos reinos existía la ficción de que las propiedades eclesisticas estaban exentas de impuestos. Pero tanto en Inglaterra como en Francia la corona había descubierto modos de burlar esa norma, por lo general exigiendo contribuciones “voluntarias” del clero. Tales contribuciones se hacían mucho más necesarias ante la amenaza de guerra. Pero al mismo tiempo le resultaban odiosas al clero, que se veía despojado de uno de sus más preciados privilegios. Luego, en un intento de proteger las propiedades de la iglesia, ganarse la simpatía del clero, y obstaculizar la política bélica de Eduardo y Felipe, Bonifacio promulgó en 1296 la bula Clericis laicos, que citamos a continuación:

Los tiempos antiguos muestran que los laicos siempre han sido enemigos del clero; y la experiencia de los tiempos presentes lo confirma, pues los laicos, insatisfechos con sus limitaciones, pretenden alcanzar lo que les está prohibido y se dedican abiertamente a buscar ganancias que les son ilícitas.

No admiten prudentemente que les es negado todo dominio sobre el clero, así como sobre toda persona eclesiástica y sus propiedades, sino que les imponen cargas onerosas a los prelados, a las iglesias, y a las personas eclesiásticas . . .

Y, nos duele decirlo, ciertos prelados y personas eclesiásticas, […] temiendo más a la soberanía temporal que a la eclesiástica, […] admiten tales abusos. […] Por lo tanto, para detener esas prácticas inicuas […] declaramos que cualesquiera prelados o personas eclesiásticas […] paguen o prometan pagar […] y cualesquiera emperadores, reyes, príncipes […] o persona alguna, no importa su rango […] impongan, requieran o reciban tales pagos […] se encuentran automáticamente, por su propia acción, bajo sentencia de excomunión.

La respuesta de los reyes no se hizo esperar. Eduardo declaró que, puesto que el clero estaba exento de toda contribución al estado, quedaba fuera de toda protección de la ley, y los tribunales de justicia les estaban vedados. Acto seguido ordenó que a los clérigos les fueran arrebatados sus mejores caballos, y que no se admitieran sus protestas ante los tribunales. Naturalmente, esto no era más que una primera indicación de la difícil situación en que el clero se encontraba, y resultaba claro que, de no obtener los fondos necesarios, Eduardo tomaría medidas más extremas. Pronto casi todo el clero, con la notable excepción del Arzobispo de Canterbury, decidió otorgarle al Rey la cantidad requerida, acudiendo al subterfugio de no dársela directamente, sino colocarla en un fondo que quedaba a disposición de la corona “en caso de emergencia”, y estipulando que era el Rey quien tenía autoridad para determinar cuándo una situación cualquiera presentaba tal emergencia.

La respuesta de Felipe fue más directa y extrema. Un edicto real prohibió toda exportación de moneda, metales preciosos, caballos, armas o cualquier otro objeto de valor, sin la autorización expresa del Rey. Otro prohibió que se utilizaran los bancos e instrumentos de crédito para exportar riqueza alguna. La intención clara de estos dos edictos era privar al Papa de todo ingreso procedente de Francia. Pero el Rey se aseguró de dictar medidas al parecer generales, que colocaban en sus propias manos la decisión con respecto a toda exportación, y que por tanto podían ser aplicadas o no, según la conveniencia del momento. En esto se dejaba llevar por dos de sus principales consejeros, que se contaban entre los más distinguidos juristas de la época, Pedro Flotte y Guillermo de Nogaret. El resultado fue una larga y complicada correspondencia entre ambas partes, en la que tanto el Rey como el Papa, al tiempo que se amenazaban mutuamente en términos generales, se expresaban ambiguamente en lo concreto. Ambos sabían que tenían enemigos poderosos, y no querían llegar a una ruptura abierta y definitiva. Entretanto, la guerra proseguía, ninguno de los dos bandos lograba ventajas decisivas, y tanto Eduardo como Felipe se encontraban carentes de recursos para continuar la acción. Fue esto lo que a la postre les llevó a aceptar la mediación de Bonifacio, cuyo armisticio ambos habían violado. Aun entonces, Felipe insistió en que aceptaba la mediación de la persona privada Benedetto Gaetani, y no del Papa. Pero a pesar de ello Bonifacio logró un gran triunfo cuando ambos reyes, obligados por las circunstancias, accedieron a las condiciones de paz dictadas por él, y los oficiales del Papa quedaron en posesión provisional de los territorios que todavía estaban en disputa.

Mientras todo esto sucedía, Bonifacio tenía también la satisfacción de ver a Escocia declararse feudo suyo. Ante la invasión de los ingleses, los escoceses no tuvieron otro recurso que apelar a sus propias armas y a la protección del papado. Como base para solicitar esa protección, declararon que desde tiempos antiquísimos Escocia había sido feudataria de la Santa Sede. Bonifacio respondió ordenándole a Eduardo que desistiera en su empeño de apoderarse de Escocia, pues ese país le pertenecía al papado. Aunque Eduardo no le prestó gran atención al mandato pontificio, Bonifacio vio en la actitud de los escoceses una prueba más de la alta dignidad del papado.

Se acercaba entonces el año 1300, y Bonifacio proclamó un gran jubileo eclesiástico, prometiéndoles indulgencia plenaria a quienes visitaran el sepulcro de San Pedro. Roma se vio inundada de peregrinos que acudían a rendirle homenaje, no sólo a San Pedro, sino también a su sucesor, que parecía ser la figura cimera de Europa.

Pero el entusiasmo del jubileo no duró largo tiempo, y pronto comenzó el ocaso del gran papa. Sus relaciones con Felipe el Hermoso se volvieron cada vez más tirantes. El rey de Francia tomó posesión de varias tierras eclesiásticas, le prestó refugio en su corte a Sciarra Colonna, el más temible miembro de esa familia enemiga del Papa, y le ofreció la mano de su propia hermana al emperador Alberto de Austria, a quien Bonifacio había declarado usurpador y regicida. Pedro Flotte, enviado como embajador francés a Roma, le pareció ofensivo al Papa. Y la misma opinión tuvo Felipe del legado papal, a quien después hizo arrestar mediante una maniobra legal. Las cartas y bulas de ambos potentados se volvieron cada vez más agrias, hasta que, a principios de 1302, una bula papal fue quemada en presencia del Rey. Ese mismo año, Felipe convocó a los Estados Generales —el parlamento francés— en los que por primera vez tuvo representación, además de los dos “estados” tradicionales de la nobleza y el clero, el “tercer estado” de la burguesía. Estos Estados Generales enviaron varias comunicaciones a Roma en defensa del Rey. La respuesta de Bonifacio fue la famosa bula Unam sanctam, que hemos citado brevemente al final de la sección anterior, en la que se exponía la autoridad papal de un modo sin precedente.

Bonifacio puso por obra su alta opinión de la autoridad pontificia al ordenarles a todos los prelados franceses que acudieran a Roma a principios de noviembre, para allí tratar el caso de Felipe. Este ripostó prohibiendo que cualquier obispo o abad abandonase el reino, so pena de confiscación de todos sus bienes. Además, se apresuró a hacer las paces con Eduardo. El Papa, por su parte, se olvidó de que, según él, Alberto de Austria era un rebelde regicida, y estableció alianza con él, al tiempo que les ordenaba a todos los príncipes alemanes que aceptaran el señorío de Alberto. En una nueva sesión de los Estados Generales franceses, Nogaret acusó a Bonifacio de ser falso papa, hereje, sodomita y criminal, y la asamblea le pidió a Felipe que, como guardián de la fe, convocara a un concilio universal para juzgar al papa usurpador. Para cubrir su retaguardia, y asegurarse del apoyo del clero, Felipe promulgó las “Ordenanzas de reforma”, en las que refrendaba los antiguos privilegios del clero francés.

Al Papa le quedaba aún la última arma que sus predecesores habían utilizado contra los monarcas recalcitrantes, la excomunión. Reunido con sus consejeros en su ciudad natal de Anagni, redactó la bula de excomunión, que debía ser promulgada el 8 de septiembre. Pero Sciarra Colonna y Guillermo de Nogaret, advertidos de que la confrontación llegaba a su punto culminante, se presentaron en Italia, con autorización de Felipe para obtener crédito ilimitado de los banqueros italianos. Con ese dinero, y el apoyo de los muchos enemigos que Bonifacio había hecho durante su carrera, organizaron una pequeña banda armada.

El 7 de septiembre de 1303, un día antes de la proyectada excomunión de Felipe, Sciarra Colonna y Guillermo de Nogaret invadieron a Anagni, y pronto eran dueños de la persona del Papa, mientras el pueblo saqueaba su casa y las de sus parientes.

El propósito de los franceses era obligar a Bonifacio a abdicar. Pero el anciano papa se mostró firme, respondiendo sencillamente que no abdicaría y que, si querían matarlo, “Aquí está mi cuello; aquí mi cabeza”. Nogaret lo abofeteó, y después lo humillaron obligándole a montar de espaldas en un caballo fogoso, y paseándolo por la ciudad.

Sólo dos cardenales, Pedro de España y Nicolás Boccasini, permanecieron firmes a través del tumulto. A la postre Boccasini logró conmover al pueblo, que se sublevó, libertó al Papa y echó a los franceses y sus partidarios.

Pero el mal estaba hecho. A su regreso a Roma, Bonifacio no pudo inspirar más que una sombra del respeto de que antes gozó. Alrededor de un mes más tarde murió. Aún después de su muerte sus enemigos lo persiguieron, haciendo correr rumores de que se había suicidado, cuando todo parece indicar que murió serenamente, rodeado de sus seguidores más fieles.

El momento era difícil para el papado, y los cardenales pronto eligieron papa a Boccasini, el mismo que había logrado devolverle la libertad a Bonifacio. Este papa, que tomó el nombre de Benito XI, era hombre de origen humilde y costumbres intachables, miembro de la Orden de Predicadores de Santo Domingo. Dado el poderío de Felipe el Hermoso, lo más sabio parecía ser seguir una política de reconciliación, y esto fue lo que intentó el nuevo papa. Les restauró a los Colonna las tierras que Bonifacio VIII les había quitado, comenzó a tratar de hacer las paces con Felipe el Hermoso, y perdonó a todos los enemigos de Bonifacio, excepto Nogaret y Sciarra Colonna. Empero sus gestiones no tuvieron buen éxito. Los partidarios de Bonifacio se quejaban de las que parecían ser concesiones excesivas a quienes habían perpetrado graves crímenes contra el papado. Y los del bando contrario no se consideraban satisfechos con las medidas conciliatorias del Pontífice. Impulsado por Nogaret y otros, Felipe el Hermoso insistía en que se convocara un concilio para juzgar al difunto papa. Benito se resistía a tomar tal medida, que sería un rudo golpe a la autoridad y el prestigio papales. El sucesor de Bonifacio se encontraba por tanto en serias dificultades, acosado por miembros de ambos partidos cuando murió. Pronto corrió el rumor de que había sido envenenado con unos higos que alguien le envió, y cada bando acusaba a sus contrincantes de haber cometido la nefanda acción. Empero el hecho de que Benito XI haya muerto envenenado nunca se comprobó.

El papado en Aviñón

A la muerte de Benito los cardenales no encontraban el modo de ponerse de acuerdo acerca de quién sería su sucesor. Por una parte los partidarios de la buena memoria de Bonifacio, bajo la dirección del cardenal Mateo Rosso Orsini, insistían en que fuera electo alguien que siguiera la política del ultrajado pontífice. Frente a ellos otro bando, encabezado por Napoleón Orsini, sobrino del anterior, se prestaba a los manejos del rey de Francia, y buscaba el modo de hacer elegir un papa dócil. Tras largos meses de disputas, los cardenales lograron ponerse de acuerdo gracias a una artimaña de Napoleón Orsini y los suyos. Uno de los candidatos que el partido del otro Orsini había sugerido, al principio de las negociaciones, era Bertrand de Got, el arzobispo de Burdeos. Este había sido nombrado por Bonifacio, y además Burdeos pertenecía en esa época a la corona inglesa. Por esas razones, Orsini el tío creía que Bertrand se opondría a los designios del rey de Francia. Pero en lo que duró el cónclave, el sobrino envió agentes a Burdeos, y se aseguró de la adhesión del candidato propuesto originalmente por su tío. Entonces, mientras los defensores de la memoria de Bonifacio creían que sus contrincantes, vencidos por la resistencia, accedían a la elección de uno de sus candidatos, lo que en realidad estaba sucediendo era que ese candidato había cambiado de postura secretamente.

Un papa electo en tales circunstancias no podía ser un modelo de firmeza y rectitud. De hecho, el pontificado de Clemente V —que así se llamó Bertrand de Got después de tomar la tiara papal— fue funesto para la iglesia romana. Durante todo su reinado, este papa no visitó a Roma ni siquiera una vez. Al parecer, esto no se debió a una decisión tomada por él, sino sencillamente a su carácter indeciso. Puesto que al rey de Francia le interesaba tener al Papa cerca de él, sus agentes hacían todo lo posible por postergar la partida del pontífice hacia Italia. Mes tras mes, y año tras año, Clemente se paseó por Francia y sus cercanías, sin acceder a las peticiones que le hacían los romanos, rogándole que viniera a su ciudad. Uno de los lugares donde pasó buena parte de su pontificado fue Aviñón, ciudad junto a la frontera francesa que era propiedad papal, y donde sus sucesores fijaron después su residencia por largos años.

La política de Clemente se puso de manifiesto en el primer nombramiento de cardenales, pues nueve de los diez nombrados eran franceses. Durante todo su pontificado, creó veinticuatro cardenales, y veintitrés de ellos eran franceses. Además, varios eran sus sobrinos o allegados, y con ello Clemente le dio gran auge al nepotismo, que sería una de las grandes lacras de la iglesia hasta el siglo XVI.

Empero fue sobre todo en lo referente a la memoria de Bonifacio y a la supresión de los templarios que Clemente se mostró instrumento dócil a los designios franceses. La cuestión de la memoria de Bonifacio era un arma poderosa en manos de los franceses, quienes sabían que el nuevo papa no podía permitir que se convocara un concilio para juzgar a su difunto predecesor. Por tanto, amenazándolo siempre con la posible convocatoria de tal concilio, los franceses obtuvieron de Clemente todo lo que deseaban en cuanto a la anulación de las decisiones de Bonifacio. Las bulas Clericis laicos y Unam sanctam fueron abrogadas, o al menos reinterpretadas de tal modo que ya no decían lo que Bonifacio había deseado. Los Colonna fueron restaurados a todas sus dignidades. Nogaret fue perdonado, a condición de que en algún futuro impreciso fuese en peregrinación a Tierra Santa. Por fin, en una bula del 1311, Clemente declaraba que en lo que se refería a sus acciones contra Bonifacio, Felipe había actuado con un “celo encomiable”. Todas estas concesiones le fueron arrancadas al papa que había sido hecho arzobispo por el propio Bonifacio. Y le fueron arrancadas de tal modo que siempre parecía que los franceses, aunque tenían derecho a pedir más, estaban dispuestos a ceder en algunas de sus exigencias más extremas, y que por tanto el Papa debía estar agradecido.

El caso de los templarios fue todavía más bochornoso. Al terminar las cruzadas, la vieja orden había perdido la razón de su existencia. Pero, en teoría al menos, los papas seguían predicando el ideal de la cruzada para reconquistar la Tierra Santa. Luego, aunque en un sentido es cierto que la orden estaba destinada a desaparecer, no es menos cierto que el momento y el modo de su desaparición se debieron a la avaricia de Felipe el Hermoso y a la debilidad de Clemente. A través de los siglos, los templarios habían acumulado grandes riquezas y extensiones de terreno. Para una monarquía pujante como la francesa, los bienes y el poder de los templarios eran un obstáculo a su política centralizadora. En otras partes de Europa, otros monarcas daban muestras de sentimientos parecidos. Poco a poco, en parte gracias al apoyo de la burguesía, los reyes iban debilitando el poder que hasta entonces habían tenido los grandes señores feudales. Pero el caso de los templarios era distinto, pues, por ser una orden monástica, no se les podía someter directamente al poder temporal. Por ello se acudió al subterfugio de acusarlos de herejía e inmoralidad, y forzar al débil Clemente V a suprimir la orden y disponer de sus bienes en provecho de la monarquía.

Repentinamente, y contra todo derecho de ley, los templarios que se hallaban en Francia fueron arrestados. Mediante el uso de torturas, se les obligó a confesar los más nefandos crímenes. Aunque muchos se negaron a traicionar a sus compañeros y soportaron valientemente los más crueles tormentos, a la postre se reunieron suficientes declaraciones para justificar la acción ilegal que el Rey había tomado. Según confesaron algunos, la orden de los templarios era en realidad una confraternidad opuesta a la fe cristiana. A los neófitos se les obligaba a practicar la idolatría, a escupir la cruz y a maldecir a Cristo. Además, otros declararon bajo tortura que en la orden se practicaba la sodomía, y se incitaba a ella por diversos medios. Entre los que se rindieron ante el suplicio se contaba Jacques de Molay, el gran maestro de la orden, quien además envió una carta a sus compañeros, pidiéndoles que confesaran cuanto supieran. Algunos piensan que la razón por la que de Molay hizo esto era que estaba seguro de que las acusaciones eran tan absurdas que no se les daría crédito, y que el escándalo sería tal que el Rey se vería obligado a poner en libertad a los cautivos. Otros creen que lo hizo sencillamente porque flaqueó ante la tortura.

Cuando el Papa recibió noticias de lo acaecido, y el expediente de las confesiones de los torturados, era de esperarse que acudiera en defensa de los miembros de una orden que estaba bajo su protección, y cuyos derechos el Rey había violado. Pero lo que sucedió fue muy distinto. Clemente dio orden de que en todos los países se encarcelara a los templarios, y de ese modo impidió cualquier medida que el resto de la orden pudiera tomar contra Felipe. Cuando se enteró de que muchas de las supuestas confesiones habían sido obtenidas por la fuerza, trató de evitar tales abusos declarando que, dada la importancia del caso, seria él mismo quien serviría de juez, y que por tanto las autoridades locales no tenían jurisdicción para continuar las torturas. Pero esto fue todo lo que el débil papa hizo en defensa de quienes le habían jurado obediencia y confiaban en su protección. Mientras esperaban el día del juicio, los templarios continuaron encarcelados.

Al año siguiente el Rey y el Papa debían reunirse en Poitiers. Al llegar a esa ciudad, Clemente encontró que se le acusaba de ser el instigador de las supuestas prácticas de los templarios. En las sesiones públicas, y a instancias de Nogaret, se le insultó y amenazó. Además, para acallar su conciencia, le fueron presentados algunos de los templarios más dóciles, quienes repitieron en su presencia las confesiones que el miedo o el dolor les habían arrancado anteriormente. Por fin, el Papa accedió a dejar el asunto en manos de un concilio que se reuniría en la ciudad francesa de Viena.

El primero de octubre de 131 1, casi cuatro años después del encarcelamiento de los templarios, se reunió el concilio. Las esperanzas de Felipe, en el sentido de que la asamblea, dominada por los franceses, se prestara rápidamente a la condenación de la orden, resultaron infundadas. La comisión que el concilio nombró para ocuparse del asunto de los templarios insistía en la necesidad de escuchar la defensa de los acusados. El Rey trono y amenazó; pero los prelados, avergonzados quizá por la debilidad de su jefe, permanecieron firmes. Por fin, mientras la asamblea se entretenía en asuntos de menor importancia, el Rey y el Papa llegaron a un acuerdo. La orden de los templarios sería suprimida, no mediante un juicio, sino por decisión administrativa del Papa. Al concilio no le quedó otra alternativa que acceder. Después, tras otra serie de negociaciones, se decidió cumplir los deseos del rey de Francia, y traspasar los bienes de los templarios a los hospitalarios. Pero esa transferencia fue mínima, pues el traspaso de las propiedades se demoró varios años, y en todo caso el Rey le hizo llegar al Papa una cuenta por gastos del juicio de los templarios, a cobrarse de los bienes de la orden suprimida antes de traspasárselos a los hospitalarios, y la supuesta cuenta ascendía a la casi totalidad de esos bienes. En cuanto a los acusados, muchos fueron condenados a cadena perpetua. Cuando Jacques de Molay y uno de sus principales subalternos fueron llevados a la catedral de Nuestra Señora de París para confesar públicamente sus crímenes, se retractaron. Ese mismo día fueron quemados vivos.

Clemente V murió en 1314. Su pontificado fue índice de las condiciones en que el papado existiría por varias décadas. No es cierto que todos los papas de este período quisieran hacer de la iglesia un instrumento de la política francesa. Pero sí es cierto que, a veces muy a pesar suyo, se vieron obligados a apoyar esa política.

No podemos narrar aquí los detalles de los pontificados que sucedieron a Clemente. Baste señalar algunos de los acontecimientos más importantes, y por último destacar las principales características del papado en aquellos tiempos aciagos.

Juan XXII fue electo más de dos años después de la muerte de Clemente, pues los cardenales no lograban ponerse de acuerdo. Puesto que el nuevo papa contaba setenta y dos años al ser electo, es de suponerse que el cónclave decidió nombrarlo con la esperanza de que durante su breve pontificado aparecería otro candidato. Pero el anciano papa fue inesperadarnente longevo y activo. Su preocupación principal durante su largo pontificado (1316–1334) fue tratar de restaurar la autoridad papal en Italia. Su política en ese sentido consistió en intervenir en una serie de guerras que desangraron la región, y en las que los intereses papales se confundieron cada vez más con los de Francia. A fin de sostener esa política, que fue un fracaso rotundo, Juan XXII se vio obligado a incrementar los ingresos del papado. Fue a él que se debió buena parte de un complejo sistema de impuestos eclesiásticos cuyo propósito era hacer fluir hacia las arcas pontificias los recursos necesarios para los designios políticos y los sueños arquitectónicos del papado. Como era de esperarse, en muchos casos este sistema de impuestos eclesiásticos redundó en perjuicio de la vida religiosa.

Benito XII (1334–1342), al mismo tiempo que les prometía a los romanos regresar en breve a la sede de San Pedro, comenzaba la construcción de un gran palacio en Aviñón, que a partir de entonces sería la residencia papal. Además, dando a entender con ello que Roma no era ya la residencia habitual de los papas, hizo traer de ella los archivos papales. Aunque dio por excusa para no regresar a la ciudad eterna los disturbios que reinaban en toda Italia, lo cierto es que muchos de esos disturbios se debían a la política del Papa mismo, y que su ausencia contribuía a ellos. Durante su pontificado quedó claro que el papado estaba en manos de la corona francesa, pues era la época de la guerra de los Cien Años, y tanto los recursos económicos como la red de información de los pontífices fueron puestos a disposición de los franceses. Todo esto alejó cada vez más al papado de Inglaterra y de su principal aliado, el Imperio.

El próximo papa, Clemente VI (1342–1352), continuó apoyando el esfuerzo bélico francés. Aunque a veces sirvió de mediador entre los contendientes, lo hizo siempre en beneficio y a conveniencia de Francia. Además, fue él quien llevó a su punto culminante dos de las peores características del papado aviñonés: el nepotismo y el derroche excesivo de su corte, que no se distinguía de la de cualquier otro gran señor. Cuando la peste bubónica estalló durante su pontificado, no faltaron quienes vieron en ella un castigo del cielo por el nivel a que había descendido la vida eclesiástica.

Inocencio VI fue un papa relativamente bueno, sobre todo si se le compara con su predecesor inmediato. Siempre soñó con regresar a Roma, y con ese propósito envió a Italia, como legado suyo, al cardenal Gil Alvarez de Albornoz. Este último hizo mucho por restaurar el poder y el prestigio papales en Italia. Pero tanto el Papa como su legado murieron antes de poder llevar al papado de regreso a la ciudad eterna.

Urbano V (1362–1370) era un hombre de profundas convicciones y rígida disciplina monástica. Su principal tarea fue simplificar la vida de la curia. Varios de los cortesanos papales de gustos más ostentosos fueron despedidos. El propio Papa dio el ejemplo, negándose a deshacerse de su hábito monástico y ceñir las vistosas ropas que sus predecesores habían llevado. También fomentó el estudio y trató de reformar la vida eclesiástica. Por fin, en 1365, gracias a la sabia y tenaz obra que había realizado el cardenal Albornoz, Urbano V pudo trasladarse a Roma, que lo recibió con gran júbilo. Pero el santo papa no tenía la sabiduría necesaria para enfrentarse a las complejidades políticas de la época. Por razones desconocidas, y ciertamente erradas, deshizo la política de Albornoz y se lanzó por nuevos derroteros. El resultado fue tal, que en 1370 decidió abandonar a Roma y regresar a Aviñón.

Gregorio XI (1370–1378) había sido hecho cardenal por su tío Clemente VI cuando contaba solo diecisiete años de edad. Aunque se percataba de la necesidad de regresar a Roma, el intento fallido de Urbano V lo amedrentaba. Fue entonces que se hizo sentir la intervención de Santa Catalina de Siena.

Santa Catalina de Siena

En el 1347, y en medio de una numerosa familia en el barrio de los curtidores en Siena, nació la que después recibiría el nombre de “Santa Catalina de Siena”. Desde muy joven, mostró singular inclinación hacia la vida religiosa, y a los diecisiete años de edad se unió a las “hermanas de la penitencia de Santo Domingo”. Esta era una organización muy flexible cuyos miembros continuaban viviendo en sus propias casas, y allí se dedicaban a la contemplación. Para que la joven Catalina pudiera llevar ese género de vida, su padre le asignó una pequeña alcoba, donde pasó varios anos de vida contemplativa.

Esa contemplación iba más allá de los ejercicios mentales y los pensamientos píos. Las visiones y las experiencias de éxtasis se hicieron cada vez más frecuentes en la vida de la joven mística.

Por fin, en el 1366, cuando contaba diecinueve años de edad, tuvo la visión cumbre de este primer período de su vida. En esa visión Jesucristo se le apareció, y contrajo con ella nupcias místicas.

Tras esta experiencia de “las bodas místicas con Jesús”, cambió el tenor de la vida religiosa de Catalina. Hasta entonces se había ocupado casi exclusivamente de su propia vida espiritual. Pero ahora, siguiendo el ejemplo de su esposo místico, inicio un ministerio en pro de la humanidad. Parte de ese ministerio consistió en el servicio a los pobres y enfermos. Muchos decían haber sido sanados por su intercesión, y casi todos afirmaban que su sola presencia llevaba consigo una profunda paz espiritual. La otra parte notable de su ministerio fue la enseñanza. Alrededor de Catalina se formó un círculo de mujeres y hombres que escuchaban ávidamente sus enseñanzas acerca de la vida espiritual. Muchos de estos discípulos eran sacerdotes, monjes y nobles que le aventajaban tanto en edad como en posición social. Al mismo tiempo, de algunos de estos discípulos— particularmente los dominicos— aprendió Catalina buena parte de la teología de la iglesia, y así evitó el peligro de tantos otros místicos, de desconocer el pensamiento religioso del resto de la iglesia, y ser por tanto acusados de herejes.

Su fama era ya grande cuando en 1370 tuvo otra experiencia que inició la tercera y última etapa de su vida religiosa. Durante cuatro horas, su cuerpo estuvo tan tranquilo que la tuvieron por muerta. Al despertar, declaró que, en efecto, había estado con el Señor, y que le había rogado permanecer con él. Pero Jesús le contestó: “Muchas almas necesitan que tú regreses para ser salvas. […] A partir de ahora, y por el bien de las almas, has de salir de tu ciudad. Yo estaré siempre contigo, y te guiaré, y te traeré de vuelta.”

Desde aquel momento, Catalina se dedicó a la ardua tarea de llevar el papado de regreso a Roma. Para ello era necesario tanto restaurar la paz en Italia, como convencer al Papa de que debía regresar. Con ese propósito viajó de ciudad en ciudad. Donde llegaba, las multitudes se agolpaban para verla. Se decía que a su paso acontecían milagros. Al Papa, le escribió repetidamente indicndole que la voluntad que el Señor le había revelado era que el papado debía regresar a su sede romana. Esas cartas muestran a la vez un profundo amor y respeto, y una firmeza inquebrantable. Al tiempo que se duele por el estado de la iglesia, llama al Papa “nuestro dulce padre”. Y en sus más respetuosas misivas se queja, sin por ello dejarse llevar por el odio o la amargura, de “ver a Dios así ultrajado”. Nos es imposible saber hasta qué punto todo esto influyó sobre Gregorio XI. Pero el hecho es que por fin, el 17 de enero de 1377, sólo tres años antes de la muerte de Catalina a los treinta y tres de edad, Gregorio XI entró en Roma, en medio de júbilo general. Había terminado el período del papado en Aviñón, al que se ha llamado, con cierta justificación, “la cautividad babilónica de la iglesia”.

Catalina, como hemos dicho, murió tres años después de ver realizado su anhelo. Poco menos de un siglo más tarde fue declarada santa por la iglesia romana. Y en 1970 Paulo VI le dio el título de “doctor de la iglesia”. Ella y Santa Teresa de Jesús son las únicas mujeres a quienes el papado ha dado ese honroso título, hasta entonces reservado para unos pocos teólogos varones.

La vida eclesiástica

Las consecuencias del papado en Aviñón fueron funestas para el cristianismo de habla latina—es decir, toda la cristiandad occidental. Las constantes guerras en Italia, y el lujo de sus propias cortes, requerían que los papas de Aviñón tuviesen amplios recursos económicos. Puesto que las diversas facciones en Italia se adueñaron de los territorios que antes habían sido “el patrimonio de San Pedro”, el único recurso que les quedaba a los papas era obtener fondos procedentes de los demás países de Europa occidental. Pero los fieles en esas regiones no estaban dispuestos a contribuir voluntariamente todo lo que el papado requería, y por tanto los pontífices de Aviñón, y Juan XXII en particular, elaboraron todo un sistema de impuestos eclesiásticos.

Tales impuestos redundaban en perjuicio de la vida religiosa. Así, por ejemplo, cuando un prelado era nombrado para ocupar una nueva sede, los ingresos que ese cargo producía durante un año, que se llamaban “anata”, le correspondían al Papa. Por ello, el papado tenía interés en que los prelados fuesen trasladados frecuentemente. Si una diócesis rica quedaba vacante, el Papa podía demorarse en llenar el cargo, reservando para sí el ingreso producido por la sede en cuestión. A estas prácticas, que al menos tenían la apariencia de legalidad, se sumaba la de la simonía —nombre que se le daba porque se decía que Simón Mago había sido el primero en querer practicarla—que consistía en comprar y vender cargos eclesiásticos.

Lo que el Papa hacía con los prelados, lo repetían éstos con sus subalternos. Si habían comprado su diócesis, tenían que resarcirse de los gastos vendiendo cargos inferiores, y exigiendo que las contribuciones del pueblo, que tenían fuerza de ley, fuesen cada vez mayores. Luego, buena parte de la vida eclesiástica se convirtió en un sistema de explotación de los escasos recursos del pueblo, cargado de gravámenes cada vez más onerosos.

A la simonía y la explotación se sumaban males paralelos, como el nepotismo, el absentismo y el pluralismo. Puesto que los cargos eclesiásticos eran ricas prebendas, los papas de Aviñón se dieron de lleno al nepotismo, que consiste en nombrar personas para ocupar cargos, no a base de su habilidad, sino de su parentesco con quien hace el nombramiento. Y lo que hacían los papas lo imitaban los obispos y arzobispos. El absentismo, es decir, el ocupar un cargo y residir en otro lugar, se hizo cada vez más común entre gentes a quienes no inspiraba un sentido de vocación. Y muchos gozaban a la vez de varios cargos eclesiásticos, sin cumplir las obligaciones de ninguno —pluralismo.

La estrecha alianza entre el papado y los intereses franceses, unida al creciente sentimiento nacionalista, contribuyeron a enemistar a buena parte de Europa con los papas. Puesto que era la época de la Guerra de los Cien Años, Inglaterra y los emperadores alemanes se separaron cada vez más del papado, que parecía servir los intereses de sus enemigos Francia y Escocia.

En consecuencia, cada vez cobró mayor auge la teoría de que el estado tenía una autoridad independiente de la del papa. En Alemania, por ejemplo, el emperador Luis de Baviera trató de fortalecer su posición frente a Juan XXII apoyando a Marsilio de Padua y a Guillermo de Occam, dos pensadores que se dedicaron a sostener esa teoría. Al igual que Dante unos pocos años antes, ambos sostenían que la autoridad secular venía directamente de Dios, y no a través del Papa. Además, Marsilio señalaba que, de igual modo que Cristo y los apóstoles fueron pobres y se sometieron a la autoridad secular, así también los prelados han de ser pobres, sin recibir más que lo que el estado decida darles, y que han de someterse al estado. Por su parte Occam declaraba que el papado no era necesario para la iglesia, que consistía en el conjunto de los fieles, y que por tanto podía regirse de otro modo.

Todo esto, así como el modo en que fue acogida la predicación de Catalina de Siena y de muchos otros como ella, nos da a entender que había un sentimiento profundo de insatisfacción con la iglesia y sus dirigentes. A través de todo el período que estudiamos veremos que, al tiempo que la estructura eclesiástica parece hundirse cada vez más, van surgiendo numerosos movimientos reformadores. Unos trataban de reformar la iglesia a partir del papado. Otros tenían intereses más locales. Algunos centraban su atención sobre la vida privada y la experiencia mística. Unos pretendían reformar tanto las costumbres como la teología de la época, mientras otros se contentaban con llamar a las gentes a una nueva dedicación. Fue una época en que las tristes realidades dieron lugar a muchos y muy nobles sueños. Pero fue también una poca en la que casi todos esos sueños quedaron frustrados.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 475–488). Miami, FL: Editorial Unilit.

Las nuevas condiciones 44

PARTE V

La era de los sueños frustrados

Las nuevas condiciones 44

Es mejor evitar los pecados, que huir de la muerte. Si hoy no estás listo, ¿cómo has de estarlo mañana? El mañana es incierto, ¿cómo sabes que has de vivir hasta entonces? ¿De qué sirve vivir largos días, si nuestra vida no mejora?

Kempis

a1En el siglo XIII, según vimos en la sección anterior, parecieron cumplirse los más altos ideales de la cristiandad medieval. En la persona de Inocencio III, el papado llegó a la plenitud de su poder, al tiempo que las órdenes mendicantes se lanzaban a conquistar el resto del mundo para Cristo, y en las universidades se construían grandes catedrales del pensamiento teológico. En teoría al menos, Europa se encontraba unida bajo una cabeza espiritual, el papa, y otra temporal, el emperador. Durante buena parte de ese siglo, mientras los cruzados occidentales reinaron en Constantinopla, pareció que por fin habían vuelto a unirse las iglesias latina y griega.

Pero en medio de todos esos elementos de unidad al parecer inquebrantables existían tensiones y puntos débiles, que a la postre derrumbarían el gran edificio que la cristiandad medieval había construido con sus altos ideales. La unión con la iglesia griega era tan solo aparente, pues bajo la superficie bullía el resentimiento de un pueblo que se sentía oprimido por invasores extranjeros. Por tanto, tan pronto como los bizantinos lograron reconquistar su capital, abrogaron todos los acuerdos que los patriarcas latinos de Constantinopla habían hecho con la iglesia occidental. La unidad política de Europa era más ficticia que real, pues los emperadores no tenían fuera de Alemania más que una autoridad nominal, y aun en su propio país se veían forzados a luchar casi constantemente contra los nobles rebeldes.

Los grandes sistemas escolásticos del siglo XIII también llevaban dentro de sí los gérmenes de su propia destrucción, según veremos más adelante. La arquitectura gótica, logro supremo de la civilización medieval, pronto se dio a la ornamentación excesiva que es característica de todo arte decadente.

El papado no estaba exento de las mismas fuerzas de destrucción. A través de toda la “era de los altos ideales”, había existido una tensión casi constante entre el papado y el imperio, pues los límites de la autoridad de cada uno de los dos poderes no podían fijarse con exactitud. En la misma ciudad de Roma, donde se suponía que los papas reinaban como soberanos, el papado fue juguete frecuente de las ambiciones de los poderosos, o de la veleidad del pueblo. El espíritu republicano, que se había hecho fuerte en el norte de Italia, se hacía sentir en Roma. Dadas todas estas circunstancias, fueron muchas las ocasiones en que los papas se vieron obligados a exiliarse, o a refugiarse en alguno de sus castillos en las afueras de la ciudad, o a apelar al emperador frente a los republicanos, o al pueblo contra los nobles, o a los normandos para contrarrestar las amenazas del Imperio.

Pero a pesar de todo esto, durante el siglo XIII el papado tuvo el respeto de Europa. Cuando caía en tristes circunstancias, la cristiandad se conmovía, y por tanto quienes lo oprimían se veían obligados a actuar con moderación. Según aprendieron por experiencia propia los nobles italianos, los emperadores y los republicanos romanos, un papa cautivo era todavía un enemigo temible.

En el período que ahora estudiamos, esas circunstancias cambiaron. La triste historia de la decadencia del papado, que ocupará buena parte de la presente sección de nuestra historia, tuvo por consecuencia que la cristiandad occidental le perdió el respeto al papa. El gran sueño de Inocencio III, de un pueblo cristiano unido bajo un solo pastor, había quedado frustrado largos años antes que Lutero comenzara la Reforma protestante.

Frente a la corrupción del papado y de la iglesia en general, surgieron diversos movimientos de reforma. Algunos de ellos se dirigían casi exclusivamente a la práctica de la vida cristiana, mientras que otros atacaban las doctrinas que se habían desarrollado durante los siglos anteriores. Algunos eran dirigidos por eruditos y predicadores, mientras que otros tenían raíces más populares. Tales movimientos de reforma ocuparán también buena parte de nuestra atención.

Pero antes de pasar a narrar toda esa historia, conviene que nos detengamos a describir algo del trasfondo en que tuvo lugar.

La peste y sus consecuencias

La economía europea, que antes se había estado expandiendo, se estancó a principios del siglo XIV, y a mediados de ese siglo empezó a declinar. Esto se debió a la inestabilidad política, al fin de las cruzadas y a la decadencia de la agricultura. Pero su causa principal fue la epidemia de peste bubónica que azotó repetidamente a Europa occidental a partir de 1347.

La peste bubónica se propaga principalmente por pulgas que, tras picar a ratas infectadas, se la transmiten a un ser humano. Hacia fines del siglo XIII, cuando los genoveses lograron derrotar a los marroquíes, y abrir el estrecho de Gibraltar a la navegación, el contacto entre el norte de Europa y la cuenca del Mediterráneo se hizo cada vez más estrecho. La navegación había sido grandemente mejorada en ese mismo siglo, y por tanto, aun a través del invierno, constantemente había barcos procedentes del Mediterráneo en los puertos del Atlántico. Esto contribuyó a difundir la población de ratas negras, que son las portadoras de la terrible enfermedad. Además, la prosperidad económica del siglo XIII había llevado a un gran aumento en la población, de modo que quedaban pocos lugares aislados en Europa occidental. Cuando la plaga apareció en las costas del Mar Negro y en el sur de Italia, halló condiciones óptimas para su propagación. En tres años barrió el continente europeo, y se calcula que la tercera parte de la población murió. Tras esa terrible mortandad, la epidemia amainó, aunque volvió repetidamente con menos virulencia, cada diez o doce años. En cada uno de esos nuevos brotes, la enfermedad atacó principalmente a la generación más joven, que no había quedado inmunizada por la epidemia anterior, y por tanto Europa tardó dos siglos en volver a establecer el equilibrio demográfico.

Las consecuencias de la plaga fueron enormes, tanto en el orden económico como en el orden religioso. En lo económico, la epidemia afectó diversas regiones de distintos modos. En algunos lugares, la falta de mano de obra aumentó el precio de los productos manufacturados. En otros, la falta de mercados produjo un exceso de producción, con el consiguiente desempleo. Pero en todo caso lo que resultó fue un desequilibrio económico que se manifestó en una inestabilidad política inusitada. En los alrededores de París, en Inglaterra y en Flandes se produjeron revueltas populares. En algunos casos, como en Flandes, esas revueltas lograron cierto arraigo, y fue necesaria la intervención de todo el poderío de la corona francesa para aplastarlas, tras varios años de lucha. En las principales ciudades manufactureras, dada la restricción de los mercados, los maestros artesanos trataron de evitar que sus aprendices llegaran a ser maestros, y compitieran con ellos. El resultado fue una tensión cada vez mayor entre maestros y aprendices o jornaleros, que llevó a ambos grupos a organizarse para proteger sus intereses. Las huelgas se hicieron cada vez más frecuentes. En general, la producción disminuyó, y aumentaron los precios.

En el orden religioso, la peste tuvo también consecuencias profundas. Dado el carácter de la enfermedad, que frecuentemente parecía atacar de momento a personas perfectamente sanas y matarlas en unas pocas horas, se comenzó a dudar del universo racional y ordenado que habían concebido los escolásticos. Entre los intelectuales, se abrió paso la opinión de que el universo no es en fin de cuentas racional, y en consecuencia se dudó cada vez más de la capacidad de la mente humana para penetrar los misterios de la existencia. Entre el pueblo menos educado, aumentó la superstición, que siempre había existido. Como dijimos anteriormente, varios de los “gigantes” del siglo IV se habían opuesto al auge que comenzaron a tomar en su época las peregrinaciones. Ahora, mil años más tarde, esas peregrinaciones eran una de las manifestaciones religiosas más populares. Los ricos partían hacia los lugares tradicionales de peregrinación: Tierra Santa, Roma y Compostela. Los pobres acudían a santuarios más cercanos cuya eficacia, aunque no igual a la de los tres lugares mencionados, se consideraba grande. De igual modo, aumentó el culto a las reliquias, que se había ido abriendo paso a través de toda la Edad Media. Luego, las supersticiones contra las que protestaron los reformadores del siglo XVI, aunque tenían raíces que en muchos casos se remontaban a más de mil años atrás, se habían vuelto particularmente exageradas y comunes a partir de mediados del siglo XIV.

Otra consecuencia de la plaga fue una gran preocupación con el tema de la muerte. Puesto que hasta los más jóvenes “y particularmente ellos en las epidemias posteriores” podían morir inesperadamente, toda la vida se veía a la luz de esa posibilidad. La muerte era el acompañante secreto y constante de todo ser humano, dispuesta a reclamarle en cualquier momento y a llevarle, o bien a la patria celestial, o bien al castigo eterno. Al agonizar un enfermo, los ángeles y demonios se disputaban el alma del moribundo, y la función de la iglesia y de sus ministros consistía en facilitar la victoria de los ángeles. La muerte, pues, y su triunfo al parecer universal, se volvieron temas constantes en la literatura y el arte, donde frecuentemente se le representaba celebrando su victoria. Por las mismas razones, y en unión estrecha con este interés en la muerte, se comenzó a pensar en Jesucristo como juez más bien que como redentor. La ira de Dios, que parecía experimentarse  en esta vida en la epidemia y el hambre, se pondría de manifiesto de modo particular en el juicio final, cuando Jesucristo, sentado sobre el arco iris, juzgaría a toda la humanidad. Y en ese juicio no habría palabra alguna de perdón, sino sólo para quienes en esta vida la hubieran merecido por razón de sus buenas obras y de su uso de los medios de gracia.

Por último, conviene señalar que la peste contribuyó a aumentar la enemistad entre cristianos y judíos. Entre los cristianos, se pensaba que parte de la causa de la peste eran las brujas, cuyos maleficios enfermaban a sus enemigos. Por ello, se persiguió a mujeres inocentes a quienes se les dio ese título. Pero además se persiguió a los gatos, que se decía eran amigos de las brujas. Por esa causa aumentó la población de ratas. Puesto que todo esto no sucedía entre los judíos, los casos de peste eran menos frecuentes entre ellos. El resultado fue que se les acusó de envenenar los pozos donde bebían los cristianos, y que en represalia de ello hubo terribles matanzas.

La alianza entre la burguesía y la corona

Además de la peste bubónica, otros factores contribuyeron a las condiciones sociales y políticas de los dos siglos que ahora estudiamos, el XIV y el XV. El principal de ellos fue probablemente la alianza entre la alta burguesía y la corona.

En los dos siglos anteriores la economía manufacturera y mercantil había logrado gran desarrollo. Para sostenerla, se habían propagado los sistemas de crédito, y en consecuencia las casas bancarias se enriquecieron. Puesto que la manufactura, el comercio y la banca estaban en manos de la alta burguesía, esta nueva clase, surgida con el desarrollo de las ciudades, era la que más beneficios recibía de esas actividades. Sus intereses se oponían a los de los grandes señores del sistema feudal. Las pequeñas guerras entre señores vecinos, los impuestos que cada noble imponía sobre los productos que pasaban por sus territorios y el sueño de los grandes barones de crear unidades autosuficientes actuaban en perjuicio del comercio. Desde el punto de vista de la alta burguesía, un gobierno centralizado y fuerte, que protegiera el comercio, erradicara el bandidaje, regulara la moneda y evitara las constantes guerras entre pequeños vecinos, era altamente deseable. Por ello esa clase les prestó apoyo decidido a los esfuerzos por parte de los reyes de limitar el poder de la nobleza.

También los reyes recibían beneficios de esa alianza. El único modo efectivo de hacer valer su autoridad era tener un ejército permanente, bajo el mando de la corona, que pudiera actuar rápida y eficazmente contra cualquier rebelde. Pero esto costaba dinero. La mayor parte de las tierras estaba en manos de los nobles, quienes utilizaban ese recurso para levantar ejércitos propios, según la necesidad del momento. Pero la corona no podía exigirles a tales nobles que sostuvieran el gasto de un ejército permanente. Al menos, no podía hacerlo mientras no se estableciera firmemente la autoridad de la corona sobre la nobleza. En esas circunstancias, los reyes tenían que acudir a la burguesía, cuyo apoyo económico les permitía sostener los ejércitos necesarios.

El nacionalismo

Este proceso dio origen a los estados modernos. Francia e Inglaterra, junto a los países escandinavos, fueron los primeros en quedar unidos bajo monarquías relativamente fuertes. España tardó hasta fines del período que estamos estudiando, pues no fue sino con el matrimonio de Isabel y Fernando que se produjo la unidad nacional. Portugal era una monarquía al empezar este período, pero a través de todo él la corona fue aumentando su poder frente a los nobles. Alemania e Italia no lograron la unidad nacional sino largo tiempo después.

Esto a su vez dio origen a un creciente sentimiento nacionalista. En los siglos anteriores, la mayor parte del pueblo europeo se había sentido ciudadana de algún pequeño condado o burgo. Pero ahora se empezó a hablar de una nación francesa, por ejemplo, y los habitantes de esa nación comenzaron a mostrarse poseídos de cierto espíritu nacional. Esto sucedió aun en los países que no quedaron unidos bajo una monarquía floreciente. A fines del siglo XIII, varias municipalidades alpinas se rebelaron y fundaron la Confederación Helvética, que fue creciendo a través de todo el siglo XIV, al tiempo que derrotaba repetidamente a los ejércitos que los emperadores alemanes enviaban para tratar de sofocar la rebelión. Por fin, en 1499, el emperador Maximiliano I se vio obligado a reconocer la independencia de Suiza. En Alemania, aunque no hubo un movimiento de insurrección semejante al de Suiza, sí hubo toda suerte de indicaciones de que los habitantes de los diversos electorados, ducados, ciudades libres, etc. comenzaban a sentirse alemanes, y a dolerse por la injerencia que tenían en los asuntos nacionales otros países cuya unidad les daba mayor poder. Tales sentimientos nacionalistas, cada vez más comunes en la Europa de los siglos XIV y XV, militaban contra la relativa unidad que se había logrado en épocas anteriores.

Si el papado parecía inclinarse a favor de los intereses franceses, como lo hizo durante su residencia en Aviñón, los ingleses no vacilaban en oponerse a él. Si, por el contrario, se negaba a ser instrumento dócil en manos de la corona francesa, ésta apoyaba a otro papa, como sucedió durante el Gran Cisma. Aunque en siglos anteriores se habían producido situaciones semejantes, en este período de fines de la Edad Media tales situaciones, más que la excepción, resultaron ser la regla. Y lo mismo sucedió con respecto al Imperio, sobre todo en las regiones fronterizas de Suiza y Bohemia. A la rebelión suiza nos hemos referido más arriba. El sentimiento nacionalista bohemio nos interesará al tratar de Juan Huss y los suyos.

La Guerra de los Cien Años

El surgimiento de las grandes naciones modernas, y el uso de la artillería en el campo de batalla, dieron lugar a guerras mucho más sangrientas y prolongadas que las de los siglos anteriores. De ellas, la más notable fue la guerra de los Cien Años, que de tal modo involucró, no sólo a Francia e Inglaterra, sino también al resto de Europa, que algunos historiadores han sugerido que debería llamarse “primera guerra europea”.

La causa inicial de las hostilidades fue la cuestión de la sucesion a la corona francesa. El rey de Francia, Felipe IV el Hermoso, había dejado tres hijos varones; pero todos reinaron sucesivamente, y murieron sin a su vez tener descendencia masculina. A la muerte del menor, Carlos IV, se planteó la cuestión de la sucesión. En Francia, Felipe de Valois, sobrino de Felipe IV, fue coronado rey. Pero en Inglaterra el parlamento inglés declaró que su propio rey, Eduardo III, era el legítimo heredero de la corona, y envió una delegación a Francia para reclamarla. La alegación inglesa se basaba en el hecho de ser Eduardo hijo de la hermana de los tres últimos reyes, y por tanto nieto del padre de ellos, Felipe IV. El nuevo rey de Francia, Felipe VI de Valois, respondía diciendo que, de igual modo y por las mismas razones que las mujeres no podían heredar el trono, la descendencia por línea masculina debía preferirse a la que tenía lugar por línea femenina.

Como rey de Francia, Felipe VI era señor, entre otros territorios, del ducado de Guyena. Puesto que Eduardo III era duque de Guyena, le correspondía prestarle homenaje de vasallo al nuevo rey de Francia. Tras largas vacilaciones, Eduardo consintió a esa ceremonia, aunque después de celebrarla se retractó, diciendo que había participado de ella cuando todavía era menor de edad, y siguiendo el parecer de consejeros ineptos.

Todo esto contribuyó a enemistar a los dos monarcas, hasta que los asuntos de Escocia los llevaron a la guerra. Por varias generaciones, Francia había sido el principal aliado de Escocia frente a las intenciones de conquista que los ingleses abrigaban hacia ese territorio al norte de su país. Cuando, debido a la política imperialista de Inglaterra, el rey David de Escocia se vio obligado a abandonar el país, Francia le prestó asilo, y apoyó a sus partidarios que continuaban luchando contra las tropas de Eduardo III. Este protestó, y se preparó a atacar a Francia.

Empero Eduardo, involucrado como estaba en una guerra en Escocia, no podía pretender derrotar a Felipe por sí solo, y por tanto se dedicó a tejer una extensa red de alianzas contra su enemigo. Su principal aliado era el emperador Luis de Baviera, quien le dio el título de “vicario imperial”. Además, contaba con el apoyo de varios duques y otros nobles de menor categoría, y con el de las ciudades de Flandes, que se rebelaron contra sus señores. El jefe de la rebelión, el cervecero Jacobo von Artaveldt, temía con razón que los nobles a quienes los rebeldes habían derrocado buscaran el apoyo de la corona francesa, y por tanto él se procuró el de Eduardo.

Felipe, por su parte, organizó otra red de alianzas en la que estaban incluidos los reyes de Navarra y Bohemia, así como los duques de Bretaña, Austria y Lorena, y varios nobles alemanes que se oponían a la política del Emperador.

Las primeras campañas de la guerra resultaron infructuosas para los ingleses. En el 1338, Eduardo se presentó en las fronteras de Francia, y se dedicó a devastar la región. Pero Felipe sabía que su rival estaba agotando el tesoro de Inglaterra, y que no podría sostener su ejército en pie de guerra largo tiempo. Por ello se negó a ofrecerle batalla, y a la postre Eduardo tuvo que regresar a Inglaterra, empobrecido y decepcionado.

En el 1340, los franceses, junto a los normandos y genoveses, reunieron una enorme flota para cerrarles el paso a los ingleses, pero éstos, con la ayuda de los flamencos, los derrotaron decisivamente. Casi toda la escuadra francesa fue destruida, y miles de soldados murieron ahogados tras lanzarse al mar huyendo del enemigo. Se cuenta que nadie se atrevía a darle a Felipe noticia de la terrible derrota, hasta que su bufón le dijo que al parecer los franceses eran más valientes que los ingleses, porque se atrevían a saltar al mar. Empero esta vez tampoco pudo Eduardo sacar ventaja de sus triunfos iniciales, pues su gran ejército se deshizo cuando empezaron a escasear los fondos. Exasperado, el rey de Inglaterra invitó al de Francia a un encuentro en el campo del honor. Pero Felipe sabía que el tiempo actuaba en su provecho, y por fin Eduardo se vio obligado a aceptar un armisticio y a regresar a Inglaterra, donde tenía que enfrentarse a las enormes deudas que había contraído para financiar su campaña.

La próxima expedición inglesa, en el 1346, tuvo mejores resultados. Eduardo sorprendió a los franceses cuando desembarcó inesperadamente en Normandía, donde se dedicó a devastar la región. Tras una larga y complicada serie de marchas y contramarchas, los dos ejércitos chocaron finalmente en la batalla de Crecy, donde los arqueros ingleses derrotaron decisivamente al ejército francés. Eduardo entonces aprovechó esa victoria para sitiar a Calais, que se rindió al año siguiente y fue desde entonces una de las más importantes posesiones inglesas en el continente.

Poco después de la capitulación de Calais, la peste bubónica barrió toda Europa, y forzó a ambos contendientes a abandonar las hostilidades. Cuando éstas se reanudaron varios años más tarde, Felipe VI había muerto, y fue su hijo y sucesor Juan II quien se enfrentó a los invasores ingleses, que marchaban al mando de Eduardo, príncipe de Gales e hijo de Eduardo III. Debido al color de su armadura, este gran guerrero recibió el nombre de “Príncipe Negro”, por el que lo conoce la posteridad. Su estrategia consistió en desolar los campos de Francia, destruyendo así la base económica de su contrincante. Juan respondió reuniendo un gran ejército que sorprendió a los ingleses cerca de Poitiers. Pero una vez más la disciplina superior del ejército inglés, y la destreza de sus arqueros, se impusieron en el campo de batalla. Contra toda expectación, el Príncipe Negro y sus tropas derrotaron en Poitiers a un ejército muchísimo más poderoso, y coronaron su triunfo capturando al rey Juan. Este fue llevado como prisionero a Inglaterra, donde permaneció hasta que el tratado de Bretigny, en el 1360, le devolvió la libertad. En ese tratado, Eduardo III renunciaba a toda pretensión a la corona de Francia, al tiempo que Juan se comprometía a pagarle una indemnización de tres millones de escudos, y a reconocer su soberanía sobre Calais y sobre buena parte de Aquitania.

Empero la guerra, que se había vuelto endémica, se trasladó ahora a España. En diversas regiones de Francia había bandos de mercenarios, las llamadas “compañías blancas”, que quedaron desempleados al firmarse la paz, y no tenían otro medio de subsistencia que el robo y la violencia. Para librarse de ellos, Carlos V, sucesor de Juan II, decidió enviarlos a Castilla, donde Pedro el Cruel había matado o mandado matar a varios nobles, y enviado al exilio a otros tantos. Entre estos últimos se contaba su hermano bastardo Enrique de Trastámara, cuya madre había sido asesinada por orden de Pedro. Los desmanes del cruel rey de Castilla enardecieron a los franceses cuando recibieron la noticia de que su esposa Blanca de Borbón, princesa francesa a quien Pedro había humillado repetidamente, había muerto en circunstancias misteriosas. Pronto se dijo que había sido envenenada, y no faltaron caballeros franceses que se dispusieron a vengar la muerte de su princesa. Al mando de Enrique de Trastámara, y con dinero procedente de la corona francesa y del papa, un gran ejército de caballeros franceses y de “compañías blancas” cruzó los Pirineos, atravesó Aragón y penetró en Castilla. Cuando sus nobles se negaron a defenderle, Pedro el Cruel huyó a Portugal, y después a Bayona. El territorio donde Pedro el Cruel se había refugiado estaba bajo el gobierno del Príncipe Negro, quien le ofreció su apoyo contra el “usurpador” Enrique. Al parecer, una de las principales razones que movieron al jefe inglés a seguir esa política fue su deseo de oponerse a los designios del rey de Francia, sin romper abiertamente con lo estipulado en el tratado de Bretigny. Al frente de su ejército el Príncipe Negro cruzó los Pirineos en Roncesvalles, logró que el Rey de Navarra aprovisionara sus tropas en Pamplona, y penetró en tierras de Castilla. Allí derrotó decisivamente a Enrique de Trastámara, y volvió a colocar a Pedro sobre el trono.

Este tenía el propósito de matar a los dos mil prisioneros hechos en el campo de batalla, pero su aliado inglés se lo impidió, persuadiéndolo a perdonarles la vida y aceptarlos como sus súbditos. Poco después, cuando el restaurado rey de Castilla se hizo el sordo ante las peticiones de su aliado, quien necesitaba provisiones para su ejército, éste regresó a Aquitania, y libró a don Pedro a su suerte. En el entretanto, Enrique de Trastámara había vuelto a apelar a Francia, y con la ayuda que de ella recibió se presentó de nuevo en Castilla, donde derrotó a su rival. Poco después, en circunstancias que la historia no ha podido aclarar, los dos hermanos rivales se encontraron abrazados en combate mortal cerca de Montiel, y don Pedro resultó muerto. A partir de entonces Enrique reinó en Castilla, y Francia pudo contar con un aliado allende los Pirineos. Esta alianza se afianzó cuando un hermano del Príncipe Negro, el duque de Lancaster, reclamó para sí la corona de Castilla, por haberse casado con la heredera de don Pedro. La alianza entre Castilla y Francia cambió el curso de la guerra. Con la ayuda de la escuadra castellana, los franceses tomaron la ofensiva.

En el 1372, los castellanos destruyeron toda la flota inglesa en la batalla de La Rochelle. Dos años más tarde, no les quedaban a los ingleses más posesiones en el Continente que Calais, Burdeos, Bayona y otros pocos lugares de menor importancia. Por fin, en el 1375, Eduardo se vio obligado a aceptar una tregua, que duró hasta el 1415.

Eduardo murió en el 1377. Puesto que poco antes había fallecido el Príncipe Negro, el nuevo rey fue el hijo de este último, Ricardo II. Durante todo su reinado y el de su sucesor, Enrique IV, Inglaterra se vio envuelta en guerras con Escocia, y en rebeliones y movimientos populares que le impidieron seguir una política belicosa contra Francia. Uno de estos movimientos fue el de Wyclif y los “lolardos”.

Fue el hijo de Enrique IV, el quinto rey del mismo nombre, quien, tras destruir la rebelión de los lolardos, se dispuso a emprender de nuevo las hostilidades contra Francia. Tan pronto como se sintió seguro en su trono, reclamó para sí la corona francesa. Poco después desembarcó en la boca del Sena, tomó la fortaleza de Harfleur, y se adentró en Francia. Esa invasión se facilitaba porque ese país estaba entonces en medio de luchas internas, debido a la locura de Carlos VI. Dos partidos, el de los “borgoñones” y el de los “armañacs”, se disputaban la regencia. Por ello las tropas francesas evitaron el combate por algún tiempo, pero por fin, confiadas en su superioridad numérica, trataron de detener al invasor, y fueron vencidas en la batalla de Agincourt (1415). Una vez más, empero, los ingleses se vieron imposibilitados de continuar la campaña, pues escaseaban los fondos y el ejército había sufrido serias bajas durante su estancia en Francia. Enrique se contentó entonces con declarar que la victoria de Agincourt mostraba que Dios favorecía su causa, y que la corona francesa le pertenecía ante los ojos de Dios. Hecha esta declaración, regresó a Inglaterra, donde fue recibido en triunfo.

Allí lo visitó el emperador Segismundo, quien anteriormente había estado en la corte francesa en un intento de mediar entre ambos contendientes. Enrique se mostró dispuesto a renunciar al trono de Francia, siempre que se cumpliera el tratado de Bretigny. Puesto que ese tratado le concedía al rey de Inglaterra buena parte del territorio francés, las esperanzas de llegar a una reconciliación por ese camino eran escasas, y los ingleses continuaron preparándose para la guerra. Cuando los franceses trataron de reconquistar a Harfleur, Enrique estaba preparado, y un contingente enviado desde Inglaterra puso fin al sitio de esa fortaleza.

En París, el partido de los armañacs estaba en el poder. Por tanto, el jefe de los borgoñones, Carlos, duque de Borgoña, se negó a enviar tropas contra los ingleses, y se rumoraba que había hecho un pacto secreto con Enrique. Sea esto cierto o no, cuando el rey de Inglaterra desembarcó de nuevo en territorio francés, en la región de Normandía, los franceses no pudieron ofrecerle gran resistencia, pues los ejércitos borgoñones se encontraban frente a París. Mientras en París los borgoñones tomaban la ciudad, y les daban muerte a los principales jefes de los armañacs, los ingleses se hicieron dueños de buena parte de Normandía.

Huyendo de los borgoñones, el delfín Carlos, heredero de la corona francesa, escapó de París y estableció su gobierno en Poitiers, declarándose regente por su padre demente. Había entonces un rey loco, y dos partidos que se disputaban la regencia, los borgoñones en París y los armañacs en Poitiers. Ante la amenaza inglesa, estos dos partidos comenzaron a negociar la paz entre sí. Pero cuando el duque de Borgoña fue asesinado en una entrevista con el Delfín, y en presencia de éste, los borgoñones decidieron que no les quedaba otro camino que el de aliarse a Enrique, y con ese propósito le prometieron la mano de la princesa Catalina, hija del rey demente, la regencia del reino, y la sucesión al trono tras la muerte del rey. A cambio de ello, Enrique respetaría los antiguos privilegios de la nobleza francesa ante la corona, le devolvería al reino los territorios que había tomado en Normandía, y conquistaría las tierras que se hallaban bajo el dominio del Delfín. A esta última empresa estaba dedicado cuando enfermó y murió, dejando como heredero del trono inglés al pequeño hijo que había tenido de Catalina poco antes. El nuevo rey de Inglaterra, Enrique VI (14221471), contaba sólo unos meses de edad cuando murió también Carlos VI, dejándole así en posesión de las coronas de Inglaterra y Francia. Pero el Delfín tenía aún seguidores y territorios en el centro y sudeste del país, y se hizo proclamar heredero de su difunto padre, con el titulo de Carlos VII. Además, a la muerte del rey loco, muchos franceses comenzaron a inclinarse hacia el Delfín, que en fin de cuentas era el heredero legítimo. Continuó así la guerra, no ya entre franceses e ingleses, sino ahora entre dos partidos dentro de Francia, uno apoyado por los ingleses, y el otro por los escoceses. Durante cinco años la guerra siguió sin mayores acontecimientos. Pero hacia el final de ese período los ingleses y sus aliados ganaron importantes batallas, cruzaron el Loira y sitiaron a Orleans.

La situación del Delfín era cada día más desesperada, cuando le llegaron noticias de una doncella natural de la pequeña aldea de Domremy, que decía haber tenido visiones en las que santas Catalina y Margarita, además del arcángel Miguel, le habían ordenado que dirigiera las tropas del Delfín para romper el cerco de Orleans, y que luego lo condujera a ser coronado en Reims, lugar tradicional donde eran coronados los reyes de Francia, y adonde Carlos no había podido acudir porque esa ciudad estaba en territorio enemigo.

Se cuenta que Carlos VII mandó a buscar a la joven Juana de Arco (que así se llamaba nuestra doncella) y que, poco antes de serle presentada, se disfrazó y mezcló entre sus nobles, colocando a otro en su lugar. Si hizo esto para burlarse de ella, o para probarla, no está claro. Pero al entrar al salón en que estaba el Rey la joven se dirigió directamente a él, sin prestarle la más mínima atención al que se hacia pasar por rey. Sorprendido, Carlos se apartó con ella a un rincón, y al regresar a la asamblea declaró conmovido que Juana sabia secretos de su vida que no eran conocidos por mortal alguno.

Poco después “la doncella”, como la llamaban sus contemporáneos, se paseó entre las tropas vestida de armadura, y se mostró hábil en el manejo de su cabalgadura y de la lanza. Según se extendía su fama, aumentaba el entusiasmo entre los soldados del Delfín, y el temor entre sus contrarios.

Carlos había reunido en Blois provisiones que esperaba hacer llegar a la sitiada Orleans, y Juana se ofreció para dirigir la expedición. Gracias a una serie de circunstancias al parecer inexplicables, tanto la doncella como las provisiones lograron atravesar el cerco, sin tener encuentro alguno con los sitiadores.

En Orleans, fue recibida con aclamaciones, e inmediatamente comenzó a dirigir ataques contra las posiciones de los ingleses. Cada día salía una columna de Orleans, capitaneada por Juana de Arco, y cada día caía un bastión enemigo. A la postre los ingleses decidieron levantar el sitio, y la heroína, que desde entonces fue conocida como “la doncella de Orleans”, prohibió que se les persiguiera, señalando que era domingo, día de oración y no de batallas.

Después de esto, las victorias fueron ininterrumpidas, y Carlos pudo invadir el territorio enemigo y marchar hacia Reims para ser coronado. A su paso, ciudades que por años habían estado en manos de los ingleses y borgoñones lo recibían con entusiasmo, o al menos le enviaban provisiones cuando no se atrevían a declararse públicamente a su favor. La ciudad de Reims, al recibir noticias de la marcha del Rey y de la doncella, echó a la guarnición borgoñona, y recibió a Carlos con festejos. En la catedral, el Delfín fue coronado, mientras Juana, de pie ante el altar, veía sus sueños hechos realidad.

Cumplida su doble misión de romper el cerco de Orleans y llevar al Rey a ser coronado en Reims, la joven visionaria estaba pronta a regresar a su vida anterior, como aldeana de Domremy, y repetidamente solicitó de Carlos permiso para ello. Pero el monarca no se lo concedió, y Juana continuó luchando hasta que fue capturada en una escaramuza, y vendida a los ingleses.

Sus antiguos aliados, ocupados de aprovechar las ventajas logradas en los últimos meses, no se ocuparon más de ella. Hasta donde sabemos, el Rey ni siquiera ofreció pagar su rescate, según se acostumbraba en esa época con los cautivos de rango. Es muy probable que sus consejeros se hayan alegrado de no verse más bajo la sombra de una mujer plebeya. Por su parte, los ingleses se la vendieron por diez mil francos al obispo de Beauvais, quien deseaba juzgarla como hereje y hechicera.

El juicio tuvo lugar en Rouen, y Juana fue acusada de hereje, entre otras cosas, por pretender tener mandamientos directos del cielo, sin intervención de la iglesia, por decir que sus santos le hablaban en francés, y por vestirse de hombre. Cuando, tras varios meses de prisión, sus jueces le declararon que sería entregada al “brazo secular” para ser ejecutada, accedió a firmar un documento de abjuración, “siempre que plazca a Nuestro Señor”. A cambio de ello, en lugar de ser quemada viva, se le condenó a cadena perpetua. Empero pocos días después declaró que de nuevo se le habían presentado santas Catalina y Margarita, reprochándole su traición.

Entonces fue llevada a la Plaza del Mercado Viejo, en Rouen, y quemada. Sus últimas instrucciones, dadas al sacerdote que la acompañaba junto a la pira, fueron de sostener el crucifijo en alto, y repetir fuertemente las palabras de salvación, para poder oírlas por sobre el crujir de las llamas. Era el 30 de mayo de 1431. Casi veinte años más tarde, al entrar victorioso en Rouen, Carlos VII ordenó una nueva investigación que, como era de esperarse, la exoneró. En 1920, el papa Benito XV la declaró santa. Pero desde siglos antes se había vuelto la heroína nacional de Francia.

A partir del episodio de Juana de Arco, las victorias de Carlos VII fueron casi ininterrumpidas. En 1435 logró apartar al duque de Borgoña (hijo del que había sido asesinado) del partido inglés, firmando con él la paz de Arrás. Dos años más tarde sus tropas ocuparon a París. Cuando, en 1449, los reyes de Inglaterra y Francia acordaron una tregua, los ingleses habían sido expulsados de toda Francia, excepto Calais y algunas porciones de Guyena y Normandía. Carlos VII utilizó los cinco años de tregua para consolidar su poder y organizar su administración y su ejército. Esto hizo con tan buen resultado que cuando se reanudaron las hostilidades los ingleses fueron expulsados del territorio francés en sólo cuatro años. Al final de ese período, no les quedaba en Francia más que la plaza de Calais, que siguió siendo posesión suya hasta 1558. Por tanto, a partir de 1453 la guerra de los Cien Años se limitó a pequeñas escaramuzas, hasta que por fin se firmó la paz de Picquigny en 1475.

Esta larga guerra tuvo importantes consecuencias para la vida de la iglesia, según hemos de ver repetidamente. El hecho de que durante buena parte de ella el papado estuvo en Aviñón, donde existía a la sombra del trono francés, contribuyó a enemistar a los ingleses con el papado. Más tarde, durante el Gran Cisma en que Europa se dividió en su obediencia a dos papas, las alianzas establecidas en medio de la guerra de los Cien Años fueron uno de los factores que determinaron por qué papa se decidía cada país. Además, la guerra misma dificultó la tarea de subsanar el cisma. Por último, tanto en Francia como en Inglaterra, Escocia y otros beligerantes, la guerra fortaleció el creciente sentimiento nacionalista, y por tanto contribuyó a debilitar toda pretensión que el papado pudiera abrigar a una autoridad universal.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 461–474). Miami, FL: Editorial Unilit.

Testimonios de piedra 42

Testimonios de piedra 42

Siempre he estado convencido de que cuanto hay de más precioso y sublime ha de dedicarse ante todo a la administración de la santa eucaristía [… ] Si por algún milagro fuésemos transformados en serafines y querubines, aun entonces no podríamos ofrecer servicio digno y suficiente para una Víctima tan grande e inefable.

Sugerio de San Dionisio

a1Los siglos que expresaron sus altos ideales en movimientos de reforma monástica y papal, en la empresa de las cruzadas, y en la teología de los escolásticos, los expresaron también en los edificios que dedicaron al servicio de Dios. De igual modo que la “era de los mártires” nos legó su testimonio escrito en sangre, la “era de los altos ideales” nos ha dejado el suyo escrito en piedra. En una época utilitaria como la nuestra, en la que el valor de las cosas se mide a base del provecho inmediato que puedan producir, aquellas iglesias construidas por nuestros antepasados en la fe nos recuerdan que hay otros modos de ver la vida y sus valores. Vistas desde nuestra perspectiva, aquella era y las personas que en ellas vivieron dejan mucho que desear; pero vistas a la luz de aquellas iglesias y de su testimonio, también nuestra era y nuestra dedicación dejan mucho que desear.

Las iglesias de la Edad Media tenían dos propósitos principales, uno didáctico y otro cúltico. El propósito didáctico se entiende si recordamos que era una época en que escaseaban los libros, y también quienes supieran leerlos. Dada esa situación las iglesias se volvieron los libros de los analfabetos. En ellas se trataba de presentar la totalidad de la historia bíblica, la vida de los grandes mártires de la iglesia, los vicios y virtudes, las leyendas pías, y todo cuanto pudiera ser útil a la vida religiosa de los fieles. Si a nosotros hoy muchas de esas antiguas iglesias nos confunden, esto se debe en parte a que no sabemos leer su simbolismo. Pero quienes vivieron en aquella época conocían los más mínimos detalles de su iglesia, donde sus padres y abuelos les habían explicado y narrado desde niños las historias maravillosas de los Evangelios, de los santos y las virtudes, que ellos a su vez habían oído de generaciones anteriores.

El propósito cúltico de esas mismas iglesias se encuentra expresado en la cita que encabeza el presente artículo. A través de la “era de las tinieblas”, se había desarrollado un concepto de la comunión que la relacionaba con la Crucifixión más bien que con la Resurrección, al mismo tiempo que se había llegado a pensar que en el acto de la consagración el pan dejaba de ser pan, y el vino dejaba de ser vino, para convertirse en el cuerpo y la sangre de Cristo. En su forma explícita, este modo de ver la comunión es la llamada doctrina de la “transubstanciación”, que no fue oficialmente promulgada sino en el IV Concilio Laterano, en el 1215. Pero desde mucho antes de su declaración oficial, era la opinión común del pueblo y el clero. Además, se llegó a pensar que la celebración de la comunión era en cierto sentido una repetición del sacrificio de Cristo, quien no sufría en él, pero cuyos méritos se aplicaban directamente a los presentes y a las personas en cuyo nombre se decía la misa.

Todo esto quería decir que la iglesia en la que se celebraba un acto tan portentoso debía ser digna de él. La iglesia no era sencillamente un lugar de reunión, ni un lugar donde los fieles adoraban a Dios. La iglesia era el lugar en que el Gran Milagro tenía lugar, y donde se guardaba el cuerpo de Cristo (la hostia consagrada) aun cuando los fieles no estuvieran presentes. Luego, lo que una ciudad o aldea tenía en mente al construir una iglesia era edificar un estuche donde guardar y honrar su Joya mas preciada.

La arquitectura románica

Al iniciarse la “era de los altos ideales”, y durante buena parte de ella, la arquitectura más común era la que los historiadores llaman “románica”. En ese estilo, la planta de las iglesias era por lo general la misma de las basílicas que hemos discutido anteriormente. Consistían en una gran nave, frecuentemente con otras naves paralelas, y dos alas transversales, que le daban a la planta la forma de cruz. Por último, al extremo frente a la puerta principal, el ábside semicircular rodeaba el altar. La modificación más importante que el estilo románico introdujo en esa planta fue prolongar el extremo de la iglesia donde se encontraba el ábside. Esto se hizo porque, a partir del siglo VI, se había ido introduciendo una distinción cada vez más exagerada entre el clero y el pueblo, al tiempo que la participación de éste último en el culto se volvía cada vez más pasiva, y los coros de monjes o canónigos ocupaban su lugar. La reforma de Cluny, por ejemplo, al tiempo que hizo más austera la vida en los monasterios, complicó la liturgia hasta tal punto que sólo los monjes que se dedicaban exclusivamente a ella podían seguirla y cantar todos los salmos e himnos. Recuérdese además que era imposible que todos los presentes tuvieran himnarios u órdenes de culto. Por tanto, cuando los himnos eran más de los que una persona promedio podía memorizar, los únicos que podían cantar eran los monjes o canónigos que formaban el coro. Frente a éstos se encontraba el facistol, un gran atril en el que se colocaban los libros litúrgicos, escritos en letras de suficiente tamaño para ser leídas a cierta distancia.

Las antiguas basílicas tenían techos de madera, y el arte románico colocó en su lugar techos de piedra. El modo característico en que esos techos se sostenían era la “bóveda de cañón”. Esta no era sino un arco de medio punto repetido tantas veces como fuera necesario para formar una bóveda. El arco de medio punto es un semicírculo de piedra, construido de tal modo que el peso de las piedras de arriba se transmite en un empuje lateral más bien que vertical (véase la figura). Luego, para sostener tal arco, o una bóveda edificada del mismo modo, es necesario asegurarse de que las paredes no se abran. De ahí las gruesas paredes que caracterizan la arquitectura románica.

Dada la necesidad de reforzar las paredes laterales, la luz interior era escasa. Parte de esto se remediaba frecuentemente mediante ventanas en la fachada y en el ábside. En muchos casos, la principal fuente de luz era un gran ventanal en forma de rosetón, colocado directamente encima de la puerta principal.

Las ventanas en las paredes laterales tenían que ser pequeñas a fin de no debilitar la estructura, que muchas veces se reforzaba mediante contrafuertes (gruesos muros exteriores, perpendiculares a las paredes, que contrarrestaban el empuje lateral de las bóvedas). El arco de medio punto se utilizaba profusamente en la arquitectura románica. En muchos casos, una serie decreciente de tales arcos enmarcaba la puerta, lo que producía un efecto sumamente artístico, como puede verse, por ejemplo, en la iglesia de San Pedro, en Avila. En otros casos se utilizaba el arco de medio punto para adornar el exterior de la iglesia, como en la catedral de Pisa.

Cuando los arcos se apoyaban en columnas, los capiteles, en lugar de seguir los estilos clásicos de Grecia y Roma, eran grandes piedras en las que se esculpían animales, figuras mitológicas, escenas religiosas, y otros temas. A fin de romper la monotonía de la piedra, tales esculturas se pintaban de diversos colores.

En contraste con las antiguas basílicas, las iglesias románicas tenían una torre o campanario. Al principio tal torre era un edificio aparte, como la famosa torre inclinada de Pisa. Pero pronto comenzó a construirse como parte del edificio principal.

La impresión general que el estilo románico produce, sobre todo en sus formas menos elaboradas, es la de una gran solidez. La ornamentación es sobria. El espesor de las paredes, los pesados contrafuertes, las ventanas pequeñas y la escasa elevación del edificio en proporción a la planta parecen servir de marco ideal al espíritu grave y recio de personajes de la época, tales como el Cid, Hildebrando y Pedro el Venerable.

La arquitectura gótica

A mediados del siglo XII surgió un nuevo estilo arquitectónico, al que se ha dado el nombre de “gótico”. Ese nombre le fue dado en una época en que se pensaba que toda la Edad Media no había sido más que un período de barbarie, y por lo tanto su principal logro artístico fue llamado “gótico”, es decir, procedente de los godos. Cuando los historiadores cambiaron su opinión acerca de la edad media, ese nombre estaba tan generalizado que ha continuado utilizándose, aunque no ya con un sentido despectivo.

A pesar de las muchas diferencias entre ambos estilos, el gótico le debe buena parte de su origen al románico. La planta de las iglesias góticas es generalmente la misma de las románicas, aunque con el correr de los años se fue haciendo más compleja. Sus techos son también bóvedas de piedra, aunque construidas siguiendo un principio distinto al de las bóvedas de cañón.

Mucho se ha discutido acerca de los orígenes del gótico, y si se trata del resultado de nuevas técnicas, o de ideales distintos en cuanto a la belleza arquitectónica. Lo cierto parece ser que en la creación y desarrollo del gótico se conjugó un nuevo gusto con la posibilidad de expresarlo en piedra.

Esa posibilidad se debe sobre todo a la bóveda de aristas, que a la postre dio lugar a la de ojivas. La bóveda de aristas era en sus orígenes una variante de la bóveda de cañón. Pero en lugar de consistir en una serie de arcos de medio punto que se seguían unos a otros, para formar una gran bóveda de forma cilíndrica, consistía en dos series de arcos que se entrecruzaban perpendicularmente. De ese modo, el peso no recaía sobre dos largas paredes laterales, sino sobre las cuatro columnas de las esquinas. Al repetir ese proceso varias veces, se podía construir una larga nave cuyo techo descansaba, no sobre dos paredes, sino sobre dos series de columnas. Naturalmente, el empuje lateral sobre esas columnas era grande, pues sobre ellas se concentraba toda la fuerza que antes recibían dos pesadas paredes. Para contrarrestarlo se hacían necesarios contrafuertes aún mayores que los anteriores.

Empero el gótico se caracterizó también por un arco distinto del románico. Mientras el románico se basaba en el arco de medio punto, el gótico se basó en el ojival, en el que dos arcos de círculos distintos se entrecortaban para terminar en punta, como el ojo humano. Sobre la base de ese arco se produjo la bóveda de ojivas, semejante a la de aristas anterior, pero que podía ser mucho más alta sin aumentar el empuje lateral sobre las columnas. Al colocar tales bóvedas en serie, se hacía posible construir largas naves de altos techos, apoyados sólo sobre columnas relativamente delgadas. Las aristas de tales bóvedas se hacían resaltar con nervios de piedra, que continuaban a lo largo de la columna hasta el suelo, y que así le daban a todo el edificio una impresión de gran verticalidad. Con ese mismo propósito, las columnas se hicieron mucho más altas que las románicas, y por tanto los capiteles, lejos del alcance de la vista, perdieron la importancia decorativa que antes habían tenido.

Puesto que todo el edificio descansaba sobre las columnas, las paredes se hicieron menos necesarias como elementos de soporte, y se hizo posible perforarlas con grandes ventanales, que se cubrían con vidrieras de colores. El período románico había usado anteriormente la vidriería, pero debido al tamaño limitado de las ventanas no había podido hacer gran uso de ella. El gótico, con sus nuevas posibilidades, le dio rienda suelta a ese arte, que pronto produjo obras maestras. Millares de pedazos de vidrio de variados matices se unían mediante un esqueleto de plomo, para producir escenas en las que aparecían los grandes personajes de ambos testamentos, los mártires de la iglesia, los ilustres doctores, los vicios, las virtudes y un sinnúmero de símbolos cristianos. Además de su efecto directo, las vidrieras góticas le daban al edificio una iluminación clara y a la vez sobrecogedora.

Quedaba todavía el problema del enorme empuje lateral que las altas bóvedas ejercían sobre las columnas. En el románico, ese problema se había resuelto mediante contrafuertes exteriores, adosados a las paredes. El gótico, en su afán de subrayar la verticalidad del edificio, separó los contrafuertes de la pared, uniéndolos a ella mediante arcos que se apoyan precisamente en los puntos en que el empuje lateral es mayor. Esos arcos exteriores, o “arbotantes”, son otra de las características esenciales del gótico.

Todo el conjunto se decoró entonces con una serie de otros elementos que subrayaban las líneas verticales, o que servían para darle el aspecto frágil de un encaje. Las fachadas se decoraron con altas torres en las que predominaba también la forma ojival, y que terminaban en puntas que se dirigían hacia el cielo. En el centro del edificio se añadió frecuentemente otra torre o “flecha”, con igual apariencia e intención. Los arbotantes se adornaron con “gárgolas”, figuras de animales o de monstruos por cuya boca los techos desaguaban. Las puertas también se decoraron con arcos ojivales en serie decreciente, como se había  hecho antes en el románico con arcos de medio punto. El resultado final era, y es aún hoy, imponente. La piedra parecía cobrar una ligereza inusitada, y elevarse al cielo. Todo el edificio, tanto en su exterior como en su interior, era un enorme libro en donde se encontraban reflejados todos los misterios de la fe y los seres de la creación. El ambiente interior, con sus largas y esbeltas naves, columnas que parecían perderse en las alturas, ventanales policromos, y juego de luces, parecía ser el trasfondo adecuado para el gran misterio eucarístico que allí tenía lugar.

En las catedrales góticas, los altos ideales de la época se plasmaron en piedra, y dejaron su testimonio para los siglos por venir. Casos hubo como el de la catedral de Beauvais, cuya bóveda se desplomó cuando el ideal de la verticalidad llevó a los arquitectos a tratar de elevarla más allá de los límites trazados por las leyes físicas. Y quizá ese esfuerzo fallido fue símbolo de los tiempos, cuando los altos ideales de Hildebrando, Francisco, y otros tropezaban con la resistencia de la naturaleza humana.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 437–445). Miami, FL: Editorial Unilit.

La actividad teológica 41

La actividad teológica 41

No pretendo, Señor, penetrar tu profundidad, porque mi intelecto no se puede comparar con ella. Lo que deseo es entender, siquiera imperfectamente, tu verdad. Esa es la verdad que mi corazón cree y ama. No trato de comprender para creer, sino que creo y por ello puedo llegar a comprender.

Anselmo de Canterbury

a1Los grandes ideales de los siglos XI al XIII no se limitaron a las reformas monásticas de los cluniacenses, cistercienses y mendicantes, ni a las reformas de papas tales como Hildebrando, o a los sueños acerca de la Nueva Jerusalén de Pedro el Ermitaño y sus seguidores. También hubo quienes, en monasterios, escuelas catedralicias y universidades, soñaron con entender mejor la verdad cristiana. Eran tiempos de cambios profundos en la sociedad europea, y esos cambios se reflejaron en la teología de la época. Esto puede verse en el hecho de que el primer teólogo que estudiaremos en este capítulo llevó a cabo la mayor parte de su labor literaria en el monasterio. Luego trataremos de otros que fueron maestros en escuelas catedralicias.

Y por último nos ocuparemos de profesores universitarios. Este movimiento, que va de los monasterios a las escuelas catedralicias, y por último a las universidades, es señal del auge que estaban teniendo las ciudades. Los monasterios estaban generalmente situados lejos de los centros de población. Las catedrales, por el contrario, estaban en el corazón mismo de las ciudades, y las escuelas que en ellas florecieron se debieron al proceso de urbanización a que nos hemos referido repetidamente. Por último, las universidades son la culminación de esa evolución, pues surgieron cuando en las ciudades se concentraron tantos estudiantes y profesores que las escuelas catedralicias resultaron insuficientes. Además, en casos tales como el de la universidad de París, su propia existencia es indicio del creciente poder del rey, parte de cuyo esfuerzo centralizador frente a la nobleza consistía en hacer de su ciudad capital un centro de estudios.

Anselmo de Canterbury

El primero de los grandes pensadores que esta época produjo fue Anselmo de Canterbury. Natural del Piamonte, en Italia, Anselmo era hijo de una familia noble, y su padre se opuso a su carrera monástica. Pero el joven insistió en su vocación, y en el 1060 se unió al monasterio de Bec, en Normandía. Aunque ese monasterio se encontraba lejos de su patria, Anselmo se dirigió a él debido a la fama de su abad, Lanfranco. Allí se dedicó al estudio teológico, y produjo varias obras, de las cuales la más importante es el Proslogio. En el 1078 fue hecho abad de Bec, pues Lanfranco había dejado el monasterio para ser consagrado como arzobispo de Canterbury. Poco antes, Guillermo el Conquistador había partido de Normandía y conquistado a Inglaterra, donde derrotó a los sajones en el 1066 en la batalla de Hastings. Ahora Guillermo y sus sucesores se establecieron en Gran Bretaña, que poco a poco se fue volviendo el centro de sus territorios. Pero durante varias generaciones continuaron trayendo a personas de origen normando para ocupar posiciones de importancia en Inglaterra. Esto fue lo que sucedió con Lanfranco y, en el 1093, con Anselmo.

En esa fecha, fue hecho arzobispo de Canterbury por el rey Guillermo II, quien había sucedido al Conquistador. Anselmo trató de evadir esa responsabilidad, en parte porque prefería la quietud del monasterio, y en parte porque desconfiaba de Guillermo, quien a la muerte de Lanfranco había dejado la sede vacante, a fin de posesionarse de sus ingresos y de buena parte de sus propiedades. Pero a la postre aceptó, y comenzó así una carrera accidentada buena parte de la cual transcurrió en el exilio debido a sus conflictos, primero con Guillermo y después con su sucesor Enrique I. Sin entrar en detalles, podemos decir que estos conflictos reflejaban, en menor escala, los que ya hemos visto al tratar de las pugnas entre el papado y el Imperio. Se trataba de un asunto de jurisdicción, cuyo punto crucial era la cuestión de las investiduras, pero que tenía varias otras dimensiones. Lo que estaba en juego en fin de cuentas era si la iglesia sería independiente o no del poder civil. Y la respuesta no era fácil, pues la iglesia en sí tenía gran poder político y económico. Siete décadas más tarde, uno de los sucesores de Anselmo, Tomás a Becket, moriría asesinado junto al altar de la catedral, por razón del mismo conflicto.

Durante sus repetidos exilios, Anselmo escribió mucho más que cuando estaba cargado con las responsabilidades de su arzobispado. La principal obra de este período es Por qué Dios se hizo hombre. Murió en Canterbury en el 1109, tres años después de haber hecho las paces con el rey y haber regresado de su último exilio.

La importancia teológica de Anselmo radica en que fue el primero, después de siglos de tinieblas, en volver a aplicar la razón a las cuestiones de la fe de modo sistemático. Cada una de sus obras trata acerca de un tema específico, como la existencia de Dios, la obra de Cristo, la relación entre la predestinación y el libre albedrío, etc. Y en la mayor parte de los casos Anselmo trata de probar la doctrina de la iglesia sin recurrir a las Escrituras o a cualquier otra autoridad.

Esto no quiere decir, sin embargo, que Anselmo haya sido un racionalista, dispuesto a creer sólo lo que podía demostrarse mediante la razón. Al contrario, como puede verse en la cita que encabeza este capítulo, su punto de partida es la fe. Anselmo cree primero, y después le plantea sus preguntas a la razón. Su propósito no es probar algo para después creerlo, sino demostrar que lo que de antemano acepta por fe es eminentemente racional. Esto puede verse tanto en su Proslogio como en Por qué Dios se hizo hombre.

El Proslogio trata acerca de la existencia de Dios. Anselmo no duda ni por un instante que Dios exista. De hecho, la obra está escrita a modo de una oración dirigida a Dios. Pero, aun sabiendo que Dios existe, nuestro teólogo quiere demostrarlo, para así comprender mejor la racionalidad de esa doctrina, y gozarse en ella.

Como punto de partida, Anselmo toma la frase del Salmo 14:1: “Dice el necio en su corazón: No hay Dios”. ¿Por qué es necedad negar la existencia de Dios? Evidentemente, porque esa existencia debe ser una verdad de razón, de tal modo que negarla sea una sinrazón. ¿Es posible entonces demostrar que la existencia de Dios es tal? Indudablemente, hay muchos argumentos para probar esa existencia. Pero todos ellos se basan en la contemplación del mundo que nos rodea, arguyendo que tal mundo ha de tener un creador. Es decir, todos ellos parten de los datos de los sentidos. Y los filósofos siempre han sabido que los sentidos no bastan para darnos a conocer las realidades últimas. ¿Será posible entonces encontrar otro modo de demostrar la existencia de Dios, un modo que no dependa de los datos de los sentidos, sino únicamente de la razón?

El razonamiento que Anselmo emplea es lo que después se ha llamado “el argumento ontológico para probar la existencia de Dios”. En pocas palabras, lo que Anselmo dice es que al preguntarnos si Dios existe la respuesta está implícita en la pregunta. Preguntarse si Dios existe equivale a preguntarse si el Ser Supremo existe. Pero la misma idea de “Ser Supremo”, que incluye todas las perfecciones, incluye también la existencia. De otro modo, tal “Ser Supremo” sería inferior a cualquier ser que exista. Un Ser Supremo inexistente sería una contradicción semejante a la de un triángulo de cuatro lados. Por definición, la idea de “triángulo” incluye tres lados. De igual modo, la idea de “Ser Supremo” incluye la existencia. Es por esto que quien niega la existencia de Dios es un necio, como bien dice el salmista.

Este “argumento ontológico” ha sido discutido, reinterpretado, refutado y defendido por los filósofos y teólogos a través de los siglos. Pero no es éste el lugar para seguir el curso de ese debate. Baste señalar que el argumento mismo es un ejemplo claro del método teológico de Anselmo, que no consiste en esperar a demostrar una doctrina para creerla, sino que parte de la doctrina misma, y de su fe en ella, para mostrar su racionalidad.

En Por qué Dios se hizo hombre, Anselmo se plantea la cuestión del propósito de la encarnación. Su respuesta se ha generalizado de tal modo que, con ligeras variantes, ha llegado a ser la opinión de la mayoría de los cristianos occidentales, aun en el siglo XX. Su argumento se basa en el principio legal de la época, según el cual “la importancia de una ofensa depende del ofendido, y la de un honor depende de quien lo hace”. Si, por ejemplo, alguien ofende al rey, la importancia de esa acción se mide, no a base de quién la cometió, sino a base de la dignidad del ofendido. Pero si alguien desea honrar a otra persona, la importancia de esa acción se medirá, no a base del rango de quien recibe la honra, sino a base del rango de quien la ofrece.

Si entonces aplicamos este principio a las relaciones entre Dios y los seres humanos, llegamos a la conclusión, primero, que el pecado humano es infinito, pues fue cometido contra Dios, y ha de medirse a base de la dignidad de Dios; segundo, que cualquier pago o satisfacción que el ser humano pueda ofrecerle a Dios ha de ser limitado, pues su importancia se medirá a base de nuestra dignidad, que es infinitamente inferior a la de Dios. Además, lo cierto es que no tenemos medio alguno para pagarle a Dios lo que le debemos, pues cualquier bien que podamos hacer no es más que nuestro deber, y por tanto la deuda pasada nunca será cancelada.

En consecuencia, para remediar nuestra situación hace falta ofrecerle a Dios un pago infinito. Pero al mismo tiempo ese pago ha de ser hecho por un ser humano, puesto que fuimos nosotros los que pecamos. Luego, ha de haber un ser humano infinito, que equivale a decir divino. Y es por esto que Dios se hizo hombre en Jesucristo, quien ofreció en nombre de la humanidad una satisfacción infinita por nuestro pecado.

Este modo de ver la obra de Cristo, aunque se ha generalizado en siglos posteriores, no era el único ni el más común en la iglesia antigua. En la antigüedad, se veía a Cristo ante todo como el vencedor del demonio y sus poderes. Su obra consistía ante todo en libertar a la humanidad del yugo de esclavitud a que estaba sometida. Y por ello el culto de la iglesia antigua se centraba en la Resurrección. Pero en la Edad Media, particularmente en la “era de las tinieblas”, el énfasis fue variando, y se llegó a pensar de Jesús ante todo como el pago por los pecados humanos. Su tarea consistía en aplacar la honra de un Dios ofendido. En el culto, el acento recayó sobre la Crucifixión más bien que sobre la Resurrección. Y Jesucristo, más bien que conquistador del demonio, se volvió víctima de Dios. En Por qué Dios se hizo hombre, Anselmo formuló de modo claro y preciso lo que se había vuelto la fe común de su época.

En cierto sentido, Anselmo fue uno de los fundadores del “escolasticismo”. Este es el nombre que se le da a un período y un modo de hacer teología. Sus raíces se encuentran en Anselmo y en los teólogos del siglo XII que estudiaremos a continuación. Su punto culminante se produjo en el siglo XIII. Y continuó siendo el método característico de hacer teología a través de todo el resto de la Edad Media. Su nombre se debe a que se produjo principalmente en las escuelas. Anselmo fue monje, y casi toda su labor teológica tuvo lugar en el monasterio. En esto no difería de la teología de los siglos anteriores, que se había desarrollado, no en escuelas, sino en púlpitos y monasterios. Pero, a partir del siglo XII, los centros de labor teológica serían las escuelas catedralicias y las universidades.

Por lo pronto, la gran contribución de Anselmo consistió en su uso de la razón, no como un modo de comprobar o negar la fe, sino como un modo de elucidarla. En sus mejores momentos, ése fue el ideal del escolasticismo.

Pedro Abelardo

Otro de los principales precursores del escolasticismo fue Pedro Abelardo, a quien sus amores con Eloísa, y lo que sobre ellos se ha dicho y escrito, han hecho famoso. Abelardo nació en Bretaña en el año 1079, y dedicó buena parte de su juventud a estudiar bajo los más ilustres maestros de su tiempo. Sus peripecias de aquellos tiempos nos las cuenta Abelardo en su Historia de las calamidades, que él mismo compuso hacia el fin de sus días. En ella, descubrimos a un joven indudablemente dotado de una inteligencia superior, pero que de tal modo se enorgullece de esa inteligencia que va creándose enemigos por doquier. Y lo más notable es que, aun años más tarde, Abelardo puede relatar su historia sin darse cuenta de hasta qué punto él mismo ha sido uno de los principales causantes de sus propias calamidades. De escuela en escuela fue Abelardo, haciéndoles ver a todos sus maestros que no eran sino unos ignorantes charlatanes, y en algunos casos robándoles sus discípulos.

Por fin llegó a París, donde un canónigo de la catedral, Fulberto, le confió la instrucción de su sobrina Eloísa. Esta era una joven de extraordinarias dotes intelectuales, y pronto el maestro y su discípula se enamoraron. De aquellos amores nació un hijo a quien sus padres, en honor de uno de los más grandes adelantos de la ciencia de su tiempo, llamaron Astrolabio. Fulberto estaba enfurecido, y exigía que Abelardo y Eloisa se casaran. Abelardo estaba dispuesto a hacerlo, pero Eloísa se oponía por dos razones. En primer lugar, era la época en que el celibato eclesiástico se imponía por todas partes, y la enamorada joven temía que el matrimonio obstaculizase la carrera de su amante. En segundo lugar, temía que en el matrimonio su amor perdiese algo de su calidad. En ese tiempo comenzaba a popularizarse el concepto romántico del amor. Por toda Francia se paseaban los trovadores, y cantaban sus coplas de amores distantes e imposibles. Al reflejar aquel espíritu, Eloísa le decía a Abelardo: “Prefiero ser para ti, más bien que tuya”. A la postre decidieron casarse en secreto. Pero esto no satisfizo a Fulberto, que veía su honra manchada, y temía que Abelardo tratase de obtener una anulación del matrimonio. Una noche, mientras el infortunado amante dormía, unos hombres pagados por Fulberto penetraron en su cámara y le cortaron los órganos genitales. Tras tales acontecimientos, Eloísa se hizo monja, y su amante ingresó al monasterio de San Dionisio, en las afueras de París.

Pero en San Dionisio no tuvo mejor fortuna. Pronto escandalizó a sus compañeros de hábito al decir, con toda razón, que se equivocaban al pretender que su monasterio había sido fundado por el mismo Dionisio que había sido discípulo de Pablo en Atenas. Poco después un concilio reunido en Soissons condenó sus doctrinas acerca de la Trinidad, y lo obligó a quemar su escrito sobre ese tema. Por fin, hastiado de la compañía de sus semejantes, se retiró a un lugar desierto.

Pronto, sin embargo, se reunió alrededor de él un número de discípulos que habían oído acerca de su habilidad intelectual, y querían aprender de él. Entonces fundó una escuela a la que nombró El Paracleto. Pero Bernardo de Claraval, el monje cisterciense devoto de la humanidad de Cristo y predicador de la Segunda Cruzada, lo persiguió hasta su retiro. Bernardo no podía tolerar las libertades que Abelardo se tomaba al aplicar la razón a los más profundos misterios de la fe. Según el monje cisterciense, ese uso de la razón no mostraba sino una falta de fe. Gracias a los manejos de Bernardo, Abelardo fue condenado como hereje en el 1141. Cuando trató de apelar a Roma, descubrió que el papado estaba dispuesto a acatar la voluntad de su acérrimo enemigo. No le quedó entonces más remedio que desistir de la enseñanza y retirarse al monasterio de Cluny, cuyo abad, Pedro el Venerable, lo recibió con verdadera hospitalidad cristiana y le ayudó a reivindicar su buen nombre. Durante casi todo este tiempo, Abelardo sostuvo correspondencia con Eloísa, quien había fundado un convento cerca de El Paracleto. Cuando su antiguo amante y esposo murió en el 1142, a los sesenta y tres años de edad, Eloísa logró que sus restos fueran trasladados a El Paracleto.

La obra teológica de Abelardo fue extensa. Se le conoce sobre todo por su doctrina de la expiación, según la cual lo que Jesucristo hizo por nosotros no fue vencer al demonio, ni pagar por nuestros pecados, sino ofrecernos un ejemplo y un estímulo para que pudiéramos complir la voluntad de Dios. También fue importante su doctrina ética, que le prestaba especial importancia a la intención de una acción, más que a la acción misma.

Pero en cierto sentido lo que hace de Abelardo uno de los principales precursores del escolasticismo es su obra Sí y no. En ella planteaba 158 cuestiones teológicas, y luego mostraba que ciertas autoridades, tanto bíblicas como patrísticas, respondían afirmativamente mientras otras respondían en sentido contrario. El propósito de Abelardo no era restarles autoridad a la Biblia o a los antiguos escritores cristianos. Su propósito era más bien mostrar que no bastaba con citar un texto antiguo para resolver un problema. Había que ver ambos lados de la cuestión, y entonces aplicar la razón para ver cómo era posible compaginar dichos al parecer contradictorios.

El hecho de que Abelardo se limitó a la primera parte de esa tarea, y sencillamente citaba autoridades al parecer contradictorias, sin tratar de ofrecer soluciones, le ganó la mala voluntad de muchas personas. Pero el método que se proponía en esa obra fue el que, con ciertas variantes, siguieron todos los principales escolásticos a partir del siglo XIII. Por lo general ese método consiste en plantear una pregunta, citar después una lista de autoridades que parecen ofrecer una respuesta, y una lista de otras autoridades que parecen decir lo contrario, y entonces resolver la cuestión. En esa solución, el teólogo escolástico ofrece primero su respuesta, y luego explica por qué las diversas autoridades citadas en sentido contrario no se le oponen. A la postre, aun entre quienes lo consideraban hereje, Abelardo haría sentir el peso de su obra.

Los victorinos y Pedro Lombardo

Uno de los maestros de Abelardo, Guillermo de Champeaux, había sido profesor de la escuela catedralicia de París cuando decidió retirarse a las afueras de la ciudad, a la abadía de San Víctor. Hay quien sugiere que esa decisión se debió en parte a que, en un debate público, Abelardo lo hizo aparecer ridículo. En todo caso, en San Víctor Guillermo fundó una gran escuela teológica que estuvo bajo su dirección hasta que partió para ser obispo de Chalons-sur-Marne.

El sucesor de Guillermo, Hugo, fue el más célebre maestro de la escuela de San Víctor. El y su sucesor, Ricardo, combinaron una piedad profunda con la investigación teológica cuidadosa. De este modo, la escuela de San Víctor fue uno de los lugares donde se subsanó la vieja división entre los pensadores al estilo de Abelardo y los místicos como Bernardo. De haber continuado esa división, el escolasticismo nunca habría llegado a su cumbre, pues una de las características de los grandes maestros escolásticos fue precisamente su devoción sincera unida a la disciplina intelectual.

Pedro Lombardo, el pensador del siglo XII que más influyó sobre el XIII, tuvo relaciones estrechas con la escuela de San Víctor, y buena parte de su teología se deriva de ella. Natural de Lombardía, en el norte de Italia, Pedro pasó la mayor parte de su vida adulta en París. Allí fue estudiante de teología, y después llegó a ser profesor de la escuela catedralicia. En el 1159 fue hecho obispo de París, y murió al año siguiente.

La importancia de Pedro Lombardo se debe mayormente a su obra Cuatro libros de sentencias, comúnmente llamada Sentencias. Lo que hizo en ella fue sencillamente recopilar, como antes lo había hecho Pedro Abelardo, las sentencias de diversos autores acerca de toda una serie de cuestiones teológicas. Pero Pedro Lombardo no dejó las dudas para ser resueltas por sus lectores, sino que hizo un esfuerzo por responder a las dificultades planteadas por sentencias al parecer contradictorias. En todo esto, la obra de Lombardo no hacía más que seguir un modelo utilizado antes por otras personas.

Pero el valor de las Sentencias de Pedro Lombardo pronto las hizo descollar por encima de cualquier obra semejante. Parte de ese valor estaba en que, al estilo de Hugo y Ricardo de San Víctor, Pedro Lombardo hacía uso de los mejores métodos lógicos sin por ello abandonar la devoción. Además, en muchos casos sus soluciones a las dificultades planteadas daban muestra de su genio. Pero en ningún caso se utilizaba ese genio para contradecir o poner en duda la doctrina de la iglesia. En algunos, nuestro autor sencillamente se confesaba incapaz de responder definitivamente a una cuestión acerca de la cual la iglesia no se había pronunciado. Por todas estas razones, las Sentencias, al mismo tiempo que estimulaban el pensamiento teológico, decían poca cosa capaz de despertar la suspicacia de los elementos más conservadores. Aunque hubo dudas acerca de algunos detalles de sus doctrinas, a la postre las Sentencias fueron aceptadas como un excelente resumen de la teología cristiana.

La otra característica que contribuyó al éxito de esta obra fue su orden sistemático. El primer libro trata acerca de Dios, tanto en su unidad como en su Trinidad. El segundo va desde la creación hasta el pecado. Esto quiere decir que en él se incluye la angelología, la antropología o doctrina del ser humano, la gracia y el pecado. El tercero se ocupa de la “reparación”, es decir, del remedio que Dios ofrece para el pecado. Por tanto, comienza por estudiar la cristología y la redención, para después pasar a la doctrina del Espíritu Santo, sus dones y virtudes, y terminar discutiendo los mandamientos. Por último, el cuarto libro se dedica a los sacramentos y la escatología. En líneas generales, éste ha sido el orden que ha seguido la mayoría de los teólogos sistemáticos desde tiempos de Pedro Lombardo.

Todo esto no quiere decir que las Sentencias fuesen generalmente aceptadas sin oposición alguna. Hubo muchos teólogos que las criticaron por diversas razones. Aun más, a principios del siglo XIII hubo un movimiento que trataba de lograr su condenación. Pero esa oposición se debía a la gran popularidad que iban alcanzando. En la universidad de París uno de los seguidores de Lombardo, Pedro de Poitiers, comenzó a dictar cursos en los que comentaba las Sentencias, y tales cursos se fueron extendiendo por toda Francia, y después por el resto de la Europa occidental. Pronto el comentar las Sentencias se convirtió en uno de los diversos ejercicios que todo joven profesor debía cumplir antes de recibir su doctorado. Por ello, todos los grandes escolásticos a partir del siglo XIII compusieron comentarios sobre las Sentencias, que continuaron siendo el principal texto para el estudio de la teología católica hasta fines del siglo XVI.

Las universidades

Según hemos señalado repetidamente, el período que estamos estudiando se caracteriza, entre otras cosas, por el auge de las ciudades. Por esa razón, los estudios teológicos pronto se concentraron en los centros urbanos, y no en los monasterios, como antaño. En esos centros, primero surgieron las escuelas catedralicias, a cargo del obispo y el capítulo de la catedral. Pero pronto fueron surgiendo otras escuelas, que a la postre se unieron en cada ciudad en lo que se llamó el “estudio general”. De tales estudios generales surgieron las principales universidades de Europa.

Empero, al hablar de “universidades”, debemos aclarar que no se trataba al principio de instituciones como las que hoy reciben ese nombre. En esa época, los artesanos dedicados a ciertas ocupaciones se organizaban en gremios cuyo propósito era tanto defender los derechos de sus miembros como asegurarse de que la calidad de su trabajo fuese uniforme. Así, por ejemplo, si en una ciudad se comenzaba la construcción de una gran catedral, y venían picapedreros procedentes de diversas regiones, el gremio se aseguraba de que a cada cual se le diesen responsabilidades y salarios según su habilidad y experiencia.

De igual modo, las universidades no eran en sus inicios instituciones de enseñanza superior, sino gremios de estudiantes y profesores, cuya función era tanto defender los intereses comunes a todos ellos como certificar el grado de preparación que cada cual alcanzaba. Por ello, una de las características principales de tales universidades era que sus maestros gozaban del jus ubique docendi: el derecho de enseñar en todas partes.

Las universidades más antiguas se remontan a fines del siglo XII, cuando las escuelas de ciudades tales como París, Oxford y Salerno lograron gran auge. Pero fue el siglo XIII el que vio el crecimiento pleno de las universidades. Aunque en todas ellas se estudiaban los conocimientos básicos de la época, pronto algunas se hicieron famosas en un campo particular de estudios. Quien quería estudiar medicina, hacía todo lo posible por ir a Montpelier o a Salerno, mientras que Ravena, Pavía y Bolonia eran famosas por sus facultades de derecho, y París y Oxford por sus estudios de teología. En España, la más famosa universidad fue la de Salamanca, fundada en el siglo XIII por Alfonso X el Sabio.

Quienes deseaban dedicarse al estudio de la teología debían ingresar primero en la Facultad de Artes, donde pasaban varios años estudiando filosofía y letras. Después ingresaban a la Facultad de Teología, donde comenzaban como “oyentes”, y progresivamente podían llegar a ser “bachilleres bíblicos”, “bachilleres sentenciarios”, “bachilleres formados”, “maestros licenciados” y “doctores”. En el siglo XIV este proceso llegó a ser tan complicado que para completarlo se necesitaban dieciséis años de estudios, después de haberse graduado de la Facultad de Artes.

La mayor parte de los ejercicios académicos consistía en comentarios sobre la Biblia o las Sentencias, sermones y disputas. Estas últimas eran el ejercicio escolástico por excelencia. Las había de dos clases: ordinarias y cuodlibéticas. La diferencia radicaba en el proceso mediante el cual se escogía el tema a ser discutido. Pero aparte de esto las dos seguían el mismo método. Este consistía en plantear una cuestión debatible, y darles oportunidad a los presentes de expresar razones por las que debía responderse en un sentido o en otro. Se compilaba así una lista de opiniones y autoridades al parecer contradictorias, al estilo del Sí y no de Abelardo.

Entonces se le daba al maestro tiempo para preparar su respuesta, pues en la próxima sesión tendría que exponer su propia opinión, y mostrar que las diversas razones aducidas en sentido opuesto no la contradecían. Este método se generalizó hasta tal punto, que los comentarios sobre las Sentencias tomaron la misma forma, y Santo Tomás de Aquino lo adoptó en sus dos obras principales de teología sistemática, la Suma contra gentiles y la Suma teológica.

El reto de Aristóteles

Como hemos dicho anteriormente, al tiempo que la Europa cristiana trataba de salir de la “era de las tinieblas”, la España musulmana gozaba de una civilización floreciente. Allí fueron a beber los cristianos sedientos de conocimientos en campos tan diversos como la medicina, la matemática, la astronomía y la filosofía. Además, las cruzadas, al establecer contactos más estrechos con el Imperio Bizantino, también hicieron llegar a Europa occidental parte de los conocimientos de la antigüedad que se habían conservado en Constantinopla. De todos estos conocimientos, los que produjeron el sacudimiento más fuerte en la teología cristiana fueron los que se referían a la filosofía aristotélica.

Desde mediados del siglo II, en la obra de Justino Mártir, la teología cristiana había establecido una alianza con la filosofía platónica. Particularmente en la iglesia de habla latina, las obras de otros filósofos de la antigüedad fueron olvidadas, y se pensó que la verdadera filosofía era la de Platón y sus seguidores, y que esa filosofía proveía el mejor medio intelectual para entender la fe cristiana. Esto se debió en gran parte a la obra de San Agustín, quien, como hemos dicho, encontró en la filosofía neoplatónica la respuesta a muchas de las dudas que había tenido con respecto a algunas doctrinas cristianas.

Pero ahora la Europa occidental comenzaba a descubrir una filosofía que difería de la platónica en algunos puntos fundamentales. Esto se debía en parte a las diferencias que habían existido siempre entre el platonismo y el aristotelismo, y en parte al modo en que Averroes interpretaba a Aristóteles. En todo caso, pronto hubo buen número de filósofos, especialmente en la Facultad de Artes de París, que decían que la filosofía de Aristóteles era indudablemente superior, y enseñaban esa filosofía más bien que la platónica. Es de suponerse que esto les creaba dificultades a los teólogos, acostumbrados como estaban a pensar en otros términos.

En París, el partido aristotélico llegó a sostener posiciones absolutamente inaceptables para la iglesia. Estas posiciones eran las que hemos descrito al final del capítulo V, al exponer las doctrinas de Averroes: la independencia de la filosofía frente a la teología, la eternidad del mundo, y la unidad de todas las almas. Quienes sostenían estas posiciones recibieron el nombre de “averroístas latinos”, y produjeron tal revuelo que pronto se prohibió el estudio de Aristóteles, aunque esa prohibición nunca se aplicó con todo rigor.

¿Cuál debería ser la actitud de los cristianos ante la nueva filosofía? Esta fue la principal cuestión que se debatió en el siglo XIII. La mayoría de los teólogos respondió, o bien rechazando de plano todo lo que Aristóteles pudiera enseñar, o bien aceptando sólo algunos elementos secundarios de su doctrinas. Unos pocos vieron los valores positivos del aristotelismo, y se dedicaron a aplicarlos a la teología cristiana, aunque sin abandonar la doctrina de la iglesia. Como representante de la posición relativamente conservadora, discutiremos brevemente a San Buenaventura, y después pasaremos a exponer los principios fundamentales de la otra posición, según tomaron forma en Santo Tomás de Aquino.

San Buenaventura

Juan de Fidanza era su nombre, y nació en Bañorea, Italia, en el 1221. Se dice que cuando era niño enfermó gravemente, y su madre se lo prometió a San Francisco (quien había muerto poco antes), y le dijo que si salvaba a su hijo éste sería franciscano. Cuando el niño sanó, la madre dijo: “¡Oh, buena ventura!” Y de ese incidente se deriva el nombre por el que la posteridad lo conoce.

Buenaventura hizo sus estudios universitarios en París, y fue también allí donde tomó el hábito franciscano. En el 1253, después de pasar varios años dando conferencias y comentando sobre las Escrituras y las Sentencias, recibió el doctorado. Cuatro años después los franciscanos lo eligieron como ministro general, cargo que ocupó con gran distinción hasta el 1274. Era la época de la lucha con los franciscanos “espirituales”, y la firmeza y moderación de Buenaventura le han valido el título de “segundo fundador de la orden”.

En el 1274 fue hecho cardenal, y por ello renunció a su posición como ministro general. Se cuenta que, cuando le dieron aviso del honor que acababa de recibir, estaba ocupado en la cocina del convento, y le dijo al mensajero: “Gracias, pero estoy ocupado. Por favor, cuelga el capelo en el arbusto que hay en el patio”. Por esa razón, uno de los símbolos de Buenaventura es un capelo cardenalicio colgado de un arbusto. A los pocos meses de recibir este honor, Buenaventura murió, mientras asistía al Concilio de Lión.

Buenaventura, a quien se le ha dado también el nombre de “Doctor Seráfico”, era ante todo un hombre de profunda piedad. Quien lee sus obras de teología sistemática, sin leer las que tratan acerca de los sufrimientos de Cristo, pierde lo mejor de ellas. Y quien lee sus escritos sistemáticos y conoce la profundidad de su devoción ve en ellos dimensiones que de otro modo pasarían inadvertidas. Este es el sentido de una de las muchas leyendas acerca de él, según la cual cuando su amigo Santo Tomás de Aquino le pidió que lo llevase a la biblioteca de donde tomaba tanta sabiduría, Buenaventura le mostró un crucifijo y le dijo: “He ahí la suma de mi sabiduría”.

La teología del Doctor Seráfico es típicamente franciscana, por cuanto es ante todo “teología práctica”. Esto no quiere decir que se trate de una teología utilitaria, que sólo se interesa en lo que tiene aplicación directa, sino que su propósito principal es llevar a la bienaventuranza, a la comunión con Dios. Los primeros maestros franciscanos, siguiendo en ello al fundador de su orden, no tenían mucha paciencia con la especulación ociosa. Para ellos el propósito de la vida humana era la comunión con Dios, y la teología no era sino un instrumento para llegar a ese fin.

Además, siguiendo en ello la tradición establecida en su época, Buenaventura era agustiniano. El Santo de Hipona era su principal mentor teológico. Esto puede verse particularmente en el modo en que el Doctor Seráfico entiende el conocimiento humano. Este no se logra mediante los sentidos o la experiencia sino mediante la iluminación directa del Verbo divino, en que están las ideas ejemplares de todas las cosas.

Por esas razones, Buenaventura no se mostró muy dispuesto recibir las nuevas ideas filosóficas, con su inspiración aristotélica y lo que le parecía ser su inclinación racionalista. Como Anselmo había dicho mucho antes, Buenaventura creía que para entender era necesario creer, y no viceversa. Así, por ejemplo, la doctrina de la creación nos dice cómo hemos de entender mundo, y guía nuestra razón en ese entendimiento. Precisamente por no conocer esa doctrina Aristóteles afirmó la eternidad del mundo. Dicho de otro modo, Cristo, el Verbo, es el único maestro, en quien se encuentra toda sabiduría, y por tanto todo intento de conocer cosa alguna aparte de Cristo equivale a negar el centro mismo del conocimiento que se pretende tener.

En todo esto, Buenaventura no era sobremanera original. Ese no era su propósito. Lo que él pretendía hacer, e hizo con gran habilidad, era mostrar que la teología tradicional, y sus fundamentos agustinianos, eran todavía válidos, y que no era necesario capitular ante la nueva filosofía, como lo hacían los “arroístas latinos”.

Santo Tomás de Aquino

Quedaba empero otra alternativa, que no era la de los “averroístas” ni la de los agustinianos tradicionales. Esa alternativa consistía en explorar las posibilidades que la nueva filosofía ofrecía de llegar a un mejor entendimiento de la fe cristiana. Este fue el camino que siguieron Alberto el Grande y su discípulo Tomás de Aquino.

Alberto, a quien pronto se le dio el título de “el Grande”, pasó la mayor parte de su carrera académica en las universidades de París y Colonia, aunque esa carrera se vio interrumpida repetidamente por los muchos cargos que ocupó en la iglesia, y las diversas tareas que se le asignaron. En el campo de la teología, Alberto tuvo la osadía de dedicarse a estudiar un sistema filosófico que la mayoría de los teólogos de su tiempo consideraba incompatible con el cristianismo. Aunque su obra no llegó a cristalizar en una síntesis coherente, sí sirvió para abrirle el camino a Tomás, su discípulo.

Como hemos dicho, una de las cuestiones que se debatían entre los filósofos de la Facultad de Artes de París era la de la relación entre la fe y la razón, o entre la teología y la filosofía. Mientras los “averroístas” decían que la razón era completamente independiente de la fe, los teólogos tradicionales decían que la razón no podía proceder a la investigación filosófica sin el auxilio de la fe.

Frente a estas dos posiciones, Alberto estableció una clara distinción entre la filosofía y la teología. La filosofía parte de principios autónomos, que pueden ser conocidos aun aparte de la revelación, y sobre la base de esos principios, mediante un método estrictamente racional, trata de descubrir la verdad. El verdadero filósofo no pretende probar lo que su mente no alcanza a comprender, aun cuando se trate de una verdad de fe. El teólogo, por otra parte, sí parte de verdades que son reveladas, y que no pueden descubrirse mediante el solo uso de la razón. Esto no quiere decir que las doctrinas teológicas sean menos seguras que las filosóficas, sino todo lo contrario, porque los datos de la revelación son más seguros que los de la razón, que puede errar. Quiere decir, además, que el filósofo, siempre y cuando permanezca en el ámbito de lo que la razón puede alcanzar, ha de tener libertad para proseguir su investigación, sin tener que acatar a cada paso las órdenes de la teología.

Esto puede verse en el modo en que Alberto trata acerca de la cuestión de la eternidad del mundo. Como filósofo, confiesa que no puede demostrar que el mundo fue creado en el tiempo. Lo más que puede ofrecer son argumentos de probabilidad. Pero como teólogo sabe que el mundo fue hecho de la nada, y que no es eterno. Se trata entonces de un caso en el que la razón por sí sola no puede alcanzar la verdad. Y tanto el filósofo que trate de probar la eternidad del mundo, como el que trate de probar su creación de la nada, son malos filósofos, pues desconocen los límites de la razón.

Antes de pasar a estudiar la vida y obra de Santo Tomás de Aquino, conviene señalar un dato interesante con respecto Alberto. Sus estudios de zoología, botánica y astronomía fueron extensísimos, y carecían de verdadero precedente en Edad Media. Esto no fue pura coincidencia, sino que se debía a la inspiración aristotélica de su filosofía. Si, como Aristóteles decía, todo conocimiento comienza en los sentidos, resulta importante estudiar el mundo que nos rodea, y aplicarle nuestras más agudas habilidades de percepción.

Alberto el Grande era dominico, y también lo fue su discípulo más famoso, Santo Tomás de Aquino. Nacido alrededor del 1224 en las afueras de Nápoles, Tomás procedía de una familia noble. Todos sus hermanos y hermanas llegaron a ocupar altas posiciones en la sociedad italiana de su época. A Tomás, que era el más joven, sus padres le habían deparado la carrera eclesiástica, con la esperanza de que llegara a ocupar algún cargo de poder y prestigio, como el de abad de Montecasino. Tenía cinco años de edad cuando fue colocado en ese monasterio, aunque nunca tomó el hábito de los benedictinos. A los catorce, fue a estudiar a la universidad de Nápoles, donde por primera vez conoció la filosofía aristotélica. Todo esto era parte de la carrera que sus padres y familiares habían proyectado para él.

Pero en el 1244 decidió hacerse dominico. Eran todavía los primeros años de la nueva orden, cuyos frailes mendicantes eran mal vistos por la gente adinerada. Por ello, su madre y sus hermanos (su padre había muerto poco antes) hicieron todo lo posible por obligarlo a abandonar su decisión. Cuando la persuasión no tuvo éxito, lo secuestraron y encarcelaron en el viejo castillo de la familia. Allí estuvo recluido por más de un año, mientras sus hermanos lo amenazaban y trataban de disuadirlo mediante toda clase de tentaciones.

Por fin escapó, terminó su noviciado entre los dominicos, y fue a estudiar a Colonia, donde enseñaba Alberto el Grande. Quien lo conoció entonces, no pudo adivinar el genio que dormía en él. Era grande, grueso y tan taciturno que sus compañeros se burlaban de él llamándolo “el buey mudo”. Pero poco a poco a través de su silencio brilló su inteligencia, y la orden de los dominicos se dedicó a cultivarla. Con ese propósito pasó la mayor parte de su vida en círculos universitarios, particularmente en París, donde fue hecho maestro en el 1256.

Su producción literaria fue extensísima. Sus dos obras más conocidas son la Suma contra gentiles y la Suma teológica. Pero además de ello produjo un comentario sobre las Sentencias, varios sobre las Escrituras y sobre diversas obras de Aristóteles, un buen número de tratados filosóficos, las consabidas “cuestiones disputadas”, y un sinnúmero de otros escritos. Murió en el 1274, cuando apenas contaba cincuenta años de edad, y su maestro Alberto vivía todavía.

No podemos repasar aquí toda la filosofía y la teología “tomista” (se le da ese nombre a la escuela que él fundó). Baste tratar acerca de la relación entre la fe y la razón, de sus pruebas de la existencia de Dios, y de la importancia de su obra en siglos posteriores.

En cuanto a la relación entre la fe y la razón, Tomás sigue la pauta trazada por Alberto, pero define su posición más claramente. Según él, hay verdades que están al alcance de la razón, y otras que la sobrepasan. La filosofía se ocupa sólo de las primeras. Pero la teología no se ocupa sólo de las últimas. Esto se debe a que hay verdades que la razón puede demostrar, pero que son necesarias para la salvación. Puesto que Dios no limita la salvación a las personas que tienen altas dotes intelectuales, tales verdades necesarias para la salvación, aun cuando la razón puede demostrarlas, han sido reveladas. Luego, tales verdades pueden ser estudiadas tanto por la filosofía como por la teología.

Tomemos por ejemplo la existencia de Dios. Sin creer que Dios existe no es posible salvarse. Por ello, Dios ha revelado su propia existencia. La autoridad de la iglesia basta para creer en la existencia de Dios. Nadie puede excusarse y decir que se trata de una verdad cuya demostración requiere gran capacidad intelectual. La existencia de Dios es un artículo de fe, y la persona más ignorante puede aceptarla sencillamente sobre esa base. Pero esto no quiere decir que esa existencia se halle por encima de la razón. Esta puede demostrar lo que la fe acepta. Luego, la existencia de Dios es tema tanto para la teología como para la filosofía, aunque cada una de ellas llega a ella por su propio camino. Y aun más, la investigación racional nos ayuda a comprender más cabalmente lo que por fe aceptamos.

Esa es la función de las famosas cinco vías que Santo Tomás sigue para probar la existencia de Dios. Todas estas vías son paralelas, y no es necesario seguirlas todas. Baste decir que todas ellas comienzan con el mundo que conocemos mediante los sentidos, y a partir de él se remontan a la existencia de Dios. La primera vía, por ejemplo, es la del movimiento, y dice sencillamente que el movimiento del mundo ha de tener una causal inicial, y que esa causa es Dios.

Lo que resulta interesante es comparar estas pruebas de la existencia de Dios con la de Anselmo que hemos expuesto más arriba en este capítulo. El argumento de Anselmo desconfía de los sentidos, y parte por tanto de la idea del Ser Supremo. Los de Tomás siguen una ruta completamente distinta, puesto que parten de los datos de los sentidos, y de ellos se remontan a la idea de Dios. Esto es consecuencia característica de la inspiración platónica de Anselmo frente a la aristotélica de Tomás. El primero cree que el verdadero conocimiento se encuentra exclusivamente en el campo de las ideas. El segundo cree que ese conocimiento parte de los sentidos.

La importancia de Santo Tomás para el curso posterior de la teología fue enorme, debido en parte a la estructura de su pensamiento, pero sobre todo al modo en que supo unir la doctrina tradicional de la iglesia con la nueva filosofía.

En cuanto a lo primero, la Suma teológica se ha comparado a una vasta catedral gótica. Como veremos en el próximo capítulo, las catedrales góticas llegaron a ser imponentes edificios en los que cada elemento de la creación, desde el infierno hasta el cielo, tenía su lugar, y en que todos los elementos existían en perfecto equilibrio. De igual modo, la Suma teológica es una imponente construcción intelectual. Aun quien no concuerde con lo que Tomás dice en ella, no podrá negarle su belleza arquitectónica, su simetría en la que todo parece caer en su justo lugar.

Empero la importancia de Tomás se debe sobre todo al modo en que supo hacer uso de una filosofía que otros veían como una seria amenaza a la fe, y que él convirtió en un instrumentO en manos de esa misma fe. Durante siglos, la orientación platónica había dominado la teología de la iglesia occidental, a consecuencia de un largo proceso que hemos ido narrando en el curso de nuestra historia. Pero en todo caso, después que la teología de Agustín se impuso en el Occidente, junto a ella se impuso la filosofía platónica.

Esa filosofía tenía grandes valores para el cristianismo, sobre todo en sus primeras luchas contra los paganos. En ella se hablaba de un Ser Supremo único e invisible. En ella se hablaba de otro mundo, superior a éste que perciben nuestros sentidos. En ella se hablaba, en fin, de un alma inmortal, que el fuego y las fieras no podían destruir.

Pero el platonismo también encerraba graves peligros. El más serio de ellos era la posibilidad de que los cristianos se desentendieran cada vez más del mundo presente, que según el testimonio bíblico es creación de Dios. También existía el peligro de que la encarnación, la presencia de Dios en un ser humano de carne y hueso, quedara relegada a segundo plano, pues la perspectiva platónica llevaba a quienes la seguían a interesarse, no por realidades temporales, que pudieran colocarse en un momento particular de la historia humana, sino más bien en las verdades inmutables. Como personaje histórico, Jesucristo tendía entonces a desvanecerse, mientras la atención de los teólogos se centraba en el Verbo eterno de Dios.

El advenimiento de la nueva filosofía amenazaba entonces buena parte del edificio que la teología tradicional había construido con la ayuda del platonismo. Por ello fueron muchos los que reaccionaron violentamente contra Aristóteles, y prohibieron que se leyeran sus libros o se enseñaran sus doctrinas. Esta era una reacción normal por parte de quienes veían peligrar su modo de entender la fe. Y sin embargo, la teología que Tomás propuso, aun en medio de la oposición de casi toda la iglesia de su tiempo, a la postre fue reconocida como mejor expresión de la doctrina cristiana.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 421–436). Miami, FL: Editorial Unilit.

Las órdenes mendicantes 40

Las órdenes mendicantes 40

Los que injustamente nos causan tribulaciones, insultos, deshonra, estrecheces, dolores, tormentos, martirios y muerte son nuestros amigos, y debemos amarles mucho, porque gracias a ellos tenemos vida eterna

San Francisco de Asís

a1En el capítulo anterior dijimos que las nuevas corrientes filosóficas provenientes del mundo musulmán causaron gran impacto en la teología cristiana occidental. En el próximo capítulo veremos algo de ese impacto. Pero antes de continuar con ese tema debemos detenernos a narrar los orígenes de un fenómeno sin el cual no es posible entender el curso que siguieron la iglesia y la teología occidentales.

Se trata de las órdenes mendicantes. Como hemos dicho anteriormente, al tiempo que las cruzadas llegaban a su término se estaban produciendo profundos cambios en la vida política y económica de la Europa occidental. El crecimiento de las ciudades y del comercio había dado origen a una nueva clase, la burguesía, que se mostraba cada vez más pujante. El comercio y la artesanía comenzaron a sustituir a la tierra como fuente de riqueza. Esto a su vez estimuló la economía monetaria, de modo que el dinero circulaba más libremente, y el simple trueque se volvía menos común.

Ahora bien, la economía monetaria, al mismo tiempo que tiene la ventaja de permitir la especialización de la producción y de aumentar así la riqueza colectiva, tiene las desventajas de hacer los tratos comerciales menos directos y humanos, y de producir diferencias crecientes entre ricos y pobres. Por cada mercader rico cuyo nombre conocemos, había centenares de pobres cuya condición se hacía más difícil por los cambios que estaban teniendo lugar en la economía. Por tanto, no ha extrañarnos que en los siglos XII y XIII la cuestión de los méritos relativos de la riqueza y la pobreza se plantee nuevamente.

El precursor: Pedro Valdo

El impacto de la nueva situación puede verse en el caso de Pedro Valdo (o Valdés) y del movimiento iniciado por él. Aunque muchos de los documentos que se refieren a él son relativamente tardíos, y por tanto dudosos en cuestiones de detalles, lo esencial de la historia confirma lo que hemos dicho acerca de importancia de las nuevas condiciones económicas para entender el auge que tomó el ideal de la pobreza en el siglo XIII. De hecho, Pedro Valdo aparece como precursor de San Francisco, con la gran diferencia de que en su época la iglesia no estaba todavía lista a aceptar los nuevos ideales, como lo estaría una generación más tarde, al aparecer el santo de Asís.

Pedro Valdo parece haber sido un mercader relativamente exitoso en Lión cuando escuchó narrar la leyenda de San Alejo. Según esa leyenda, el joven Alejo había abandonado su hogar para dedicarse a la vida ascética, y lo hizo con tal dedicación que varios años después regresó sin ser reconocido, y pasó el resto de sus días pidiendo limosna ante la puerta de su propia casa. Sólo al morir, cuando se le encontraron encima documentos que lo identificaban, sus familiares supieron de quién se trataba.

Conmovido por aquella historia, Valdo decidió dedicarse a la pobreza y la predicación. Pero el arzobispo de Lión no se lo permitió, y entonces Valdo apeló a Roma. Allí se produjo un diálogo curioso, que narra uno de los protagonistas. Se trata del teólogo Map, nombrado por el papa para examinar la ortodoxia de Valdo y sus seguidores: “Primero les propuse unas cuestiones sencillísimas, que nadie tiene derecho a ignorar, sabiendo que el asno que come carne no come lechuga:

—¿Creéis vosotros en Dios Padre?

—Creemos—, respondieron.

—¿Y en el Hijo?

—Creemos.

—¿Y en el Espíritu Santo?

—Creemos.

—¿Y en la madre de Cristo? —Creemos.

“Aquí todos gritaron burlándose, y los valdenses se retiraron confusos, y con razón”. La burla se refería a que Map había atrapado a Valdo y sus seguidores en un subterfugio, llevándolos a declarar que María era “madre de Cristo”, y no “madre de Dios”, como lo había promulgado el Tercer Concilio Ecuménico. Lo que sucedía era sencillamente que Map y los suyos se ufanaban de sus conocimientos teológicos, y se burlaban de quienes, por falta de esos conocimientos, podían caer en una trampa. Sobre esa base, se les prohibió predicar a menos que su obispo se lo permitiera. Puesto que éste ya había dado muestras de su animadversión hacia Valdo y sus seguidores, tal permiso no era de esperarse.

De regreso en Lión, Valdo y sus discípulos se negaron a aceptar la decisión de su obispo, y continuaron predicando. En el 1184, un concilio reunido en Verona los condenó. Pero a pesar de ello los valdenses persistieron en su pobreza y su predicación. Durante algún tiempo se esparcieron por diversas ciudades. Pero a la postre la persecución fue tal que se vieron obligados a refugiarse en los valles más retirados de los Alpes.

Allí se les reunieron poco después los restos del movimiento de los “pobres lombardos”, muy semejante al de los valdenses, y también perseguido por la jerarquía eclesiástica. Debido a su historia, quienes se refugiaron en aquellos escondites no sentían aprecio alguno hacia Roma y el resto de la jerarquía eclesiástica. Cuando en el siglo XVI se produjo la reforma protestante, algunos predicadores reformados establecieron contacto con los valdenses, quienes aceptaron su doctrina y se hicieron así protestantes.

San Francisco y la Orden de los Hermanos Menores

En sus orígenes, el movimiento franciscano fue muy semejante al de los valdenses. El propio Francisco pertenecía, al igual que Valdo, a una familia de mercaderes. Su padre, Pietro Bernardone, pertenecía a la nueva clase que había surgido poco antes gracias al comercio. Al igual que Valdo, Francisco pasó los primeros años de su vida en los intereses y ocupación comunes a jóvenes de su clase social.

Su verdadero nombre era Juan (Giovanni). Pero su madre era francesa, y los intereses comerciales de su padre lo llevaron establecer contacto estrecho con Francia. Giovanni tenía alma de trovador, y por ello aprendió la lengua del sur de Francia, cuyos trovadores eran famosos. A la postre se le conoció en Asís por el apodo de “Francisco”, es decir, el pequeño francés. Ese apodo es el nombre por el que lo conocieron sus seguidores, y que él hizo famoso.

Francisco tenía más de veinte años cuando se produjo un cambio notable en su vida. Poco antes había regresado de una expedición militar al sur de Italia. Ahora, tras haber sufrido varias enfermedades que casi le costaron la vida, solía retirarse a una cueva, donde pasaba largas horas de meditación y de lucha consigo mismo. Un buen día, sus antiguos compañeros de juego lo vieron en extremo feliz, como hacía tiempo que no lo veían.

—¿Por qué te alegras?— le preguntaron.

—Porque me he casado.

—¿Con quién?

—¡Con la señora Pobreza!

Lo que había sucedido era que, tras larga lucha, el joven Francisco había decidido seguir el camino que antes habían tomado Pedro Valdo y los muchos ermitaños y ascetas que habían renunciado a las comodidades y honores del mundo. Cuando su padre le daba dinero, inmediatamente iba y buscaba algún pobre a quien regalárselo. Sus vestimentas no eran más que unos viejos harapos. Si su familia le daba nuevas ropas, éstas seguían el mismo camino que antes había tomado el dinero. En lugar de ocuparse de los negocios textiles de su padre, Francisco pasaba el tiempo alabando las virtudes de la pobreza ante cualquier persona que quisiera escucharlo, o reconstruyendo una capilla abandonada, o disfrutando de la belleza y armonía de naturaleza.

Su padre, exasperado, lo encerró en un sótano y apeló a las autoridades. Estas pusieron el caso a disposición del obispo, quien por fin falló que, si Francisco no estaba dispuesto a usar mejor de los bienes de su familia, debía renunciar a ellos. Esto era precisamente lo que nuestro joven quería. Renunciando a su herencia, dijo: “Escuchadme bien todos. Desde ahora no quiero referirme más que a ‘nuestro Padre que está en los cielos’ ”.

Acto seguido, para mostrar lo absoluto de su decisión, se quitó las ropas que llevaba, se las devolvió a su padre, y partió desnudo.

Tras dejar a su familia, Francisco marchó al bosque. Allí lo asaltó una banda de ladrones, quienes al verlo vestido tan sólo con la túnica que un ayudante del obispo le había echado encima, le preguntaron quién era.

“Soy el heraldo del Gran Rey”, les contestó.

Ellos, entre burlas y risas lo golpearon y lo dejaron tirado en la nieve.

Por algún tiempo, Francisco se dedicó a llevar la vida típica de un ermitaño. Su única compañía eran los leprosos a quienes servía, y las criaturas del bosque, con quienes se dice que gustaba hablar. Además, se dedicó a reconstruir la vieja iglesia llamada de la “Porciúncula”.

A fines de febrero del 1209, el Evangelio del día sacudió todo su ser:

Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado. Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia. No os proveáis de oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos; ni de alforja para el camino, ni de dos túnicas, ni de calzado, ni de bordón; porque el obrero es digno de su alimento (Mateo 10:7–l0).

Aquellas palabras le dieron un nuevo sentido de misión. Hasta entonces la preocupación principal del monaquismo había sido la propia salvación, y los monjes huían de todo contacto con gente que pudieran apartarlos de la contemplación religiosa. Pero el movimiento que Francisco fundó fue todo lo contrario. El y sus seguidores irían precisamente en busca de las ovejas perdidas. Su lugar de acción no estaría en monasterios apartados del bullicio del mundo, sino en las ciudades cuya población aumentaba rápidamente, entre los enfermos, los pobres y despreciados. Para ello, era necesario ser pobre. Y serlo con todo el gozo que da la seguridad de que Dios cuida de nosotros.

Lo primero que Francisco hizo fue abandonar su retiro y regresar a Asís, donde se dedicó a predicar. Las burlas e insultos no faltaron. Pero poco a poco se fue reuniendo en derredor de él un pequeño núcleo de seguidores cautivados por su fe, su entusiasmo, su gozo y su sencillez. Por fin, acompañado de una docena de seguidores, decidió ir a Roma para solicitar que el papa, a la sazón Inocencio III, lo autorizara a fundar una nueva orden.

El encuentro entre Francisco e Inocencio debe haber sido dramático. Inocencio era el papa más poderoso que la historia había conocido. Según veremos más adelante, a su disposición estaban las coronas de los reyes y los destinos de las naciones. Frente a él, el Pobrecillo de Asís, a quien poco importaban intrigas de la época, y cuya única razón para querer conocer al emperador era pedirle que promulgara una ley prohibiendo la caza de “mis hermanas las avecillas”. El uno altivo; harapiento el otro. El Papa confiado de su poder; el Santo, del poder de Señor. Se cuenta que el Pontífice recibió al Pobrecillo con impaciencia.

—Vestido como estás, más pareces cerdo que ser humano— dijo, —Vete a vivir con tus hermanos.

Francisco se inclinó y salió en busca de una pocilga. Allí pasó algún tiempo entre los puercos, revolcándose en el lodo. Depués regresó adonde el Papa. Con toda humildad se inclinó de nuevo y le dijo:

—Señor, he hecho lo que tú me mandaste. Ahora te ruego hagas lo que yo te pido.

De haberse tratado de otro papa, la entrevista habría terminado allí mismo. Pero parte del genio de Inocencio estaba precisamente en saber medir el valor de las personas, y unir los elementos más dispares bajo su dirección. En aquel momento el franciscanismo naciente estuvo en la balanza, como una generación antes lo había estado el movimiento de los valdenses. Pero Inocencio fue más sabio que su predecesor, y a partir de entonces la iglesia contó con uno de sus más poderosos instrumentos.

De regreso a Asís con la sanción del Papa, Francisco continuó  su predicación. Pero el movimiento no se detendría allí. Pronto fueron muchos los que pidieron ingreso a la orden. Por todas partes de Italia y Francia, y después por toda Europa, los “hermanos menores” —que así se llamaban los frailes de Francisco— se dieron a conocer. A través de su hermana espiritual Santa Clara, Francisco fundó una orden de mujeres, generalmente conocida como las “clarisas”. Aquellos primeros franciscanos estaban imbuidos del espíritu de su fundador. Iban por todas partes cantando, recibiendo vituperios, gozosos, y predicando y mostrando una sencillez de vida admirable.

Francisco temía que el éxito del movimiento se volviera su ruina. Los franciscanos eran respetados, y existía siempre la tendencia a colocarlos en posiciones tales que flaqueara la humildad. Por ello, el fundador hizo todo lo posible por inculcarles a sus seguidores el espíritu de pobreza y de santidad. Se cuenta que cuando un novicio le preguntó si no era lícito poseer un salterio, el Santo le contestó:

“Cuando tengas un salterio, querrás tener también un brevario. Y cuando tengas un brevario te encaramarás al púlpito como un prelado”.

En otra ocasión, uno de los hermanos regresó gozoso, y le mostró a Francisco una moneda de oro que alguien le había dado. El Santo lo obligó a tomar la moneda entre los dientes, y enterrarla en un montón de estiércol, diciéndole que ese era lugar que le correspondía al oro.

Preocupado por las tentaciones que su éxito colocaba ante su orden, Francisco hizo un testamento en el que les prohibía a sus seguidores poseer cosa alguna, y les prohibía también buscar cualquier mitigación de la Regla, aunque fuese por parte del papa.

En el capítulo general de la orden del 1220, dio una prueba final de humildad. Renunció a la dirección de la orden, y se arrodilló en obediencia ante su sucesor. Por fin, el 3 de octubre del 1226, murió en su amada iglesia de la Porciúncula. Se dice que sus últimas palabras fueron: “He cumplido mi deber. Ahora, que Cristo os dé a conocer el vuestro. ¡Bienvenida, hermana muerte!”

Santo Domingo y la Orden de Predicadores

Santo Domingo era unos doce años mayor que San Francisco. Pero, puesto que su actividad como fundador de una nueva orden fue posterior, hemos decidido relatar su historia después de la del Santo de Asís. Fue en la pequeña aldea de Caleruega, cerca de Burgos, en el centro de Castilla, donde Domingo nació. Era hijo de la ilustre familia de los Guzmán, cuya torre se alza aún hoy en el centro del poblado. Su madre, Juana, era mujer de gran fe, acerca de la cual se cuentan todavía en Caleruega varios milagros. En todo caso, desde muy joven Domingo y sus hermanos se formaron en un ambiente cristiano.

Tras unos diez años de estudio en Palencia, se unió al capítulo de la catedral de Osma, como uno de sus canónigos. Cuatro años después, cuando Domingo tenía veintinueve, el capítulo adoptó la regla monástica de los canónigos de San Agustín. Según esta regla, los miembros del capítulo catedralicio vivían en comunidad monástica, pero sin retirarse del mundo ni abandonar su ministerio para con los fieles. Recuérdese que, según vimos en el capítulo anterior, era la época en que España se incorporaba al resto de la cristiandad occidental. Es muy posible que esto haya sido uno de los factores que llevaron al capítulo a adoptar la regla de San Agustín.

En el 1203, Domingo y su obispo Diego de Osma pasaron por el sur de Francia, donde nuestro canónigo se conmovió al ver el auge que tenía la herejía de los cátaros o albigenses (véase el capítulo IV), y cómo se trataba de convertirlos a la fuerza. Además se percató de que el principal argumento que tenían los albigenses era el ascetismo de sus jefes, que contrastaba con la vida muelle y desordenada de muchos de los prelados y sacerdotes ortodoxos.

Convencido de que aquél no era el mejor medio de combatir la herejía, Domingo se dedicó a predicar la ortodoxia, unió su predicación a una vida de disciplina rigurosa, e hizo uso de los mejores recursos intelectuales que estaban a su alcance. En las laderas de los Pirineos fundó una escuela para las mujeres nobles que abandonaban el catarismo. Además, alrededor de sí reunió un número creciente de conversos y de otros predicadores dispuestos a seguir su ejemplo. Su éxito fue tal que el arzobispo de Tolosa les dio una iglesia donde predicar, y una casa donde vivir en comunidad.

Poco después, con el apoyo del arzobispo, Domingo fue a Roma, donde a la sazón se reunía el Cuarto Concilio Laterano (véase el capítulo IX), para solicitar de Inocencio III la aprobación de su regla. El Papa se negó, pues le preocupaba la confusión que surgiría de la existencia de demasiadas reglas monásticas. Pero sí les dio autorización para continuar la labor emprendida, siempre que se acogieran a una de las reglas anteriormente aprobadas. De regreso a Tolosa, Domingo y los suyos adoptaron la regla de los canónigos de San Agustín, y después, mediante una serie de constituciones, adaptaron esa regla a sus propias necesidades. Quizá llevados por el impacto del franciscanismo naciente, los dominicos también adoptaron el principio de la pobreza total, para sostenerse sólo mediante limosnas. Por esa razón estas dos órdenes (y otras que después siguieron su ejemplo) se conocen como “órdenes mendicantes”.

Desde sus inicios, la Orden de Predicadores (que así se llamó la fundada por Santo Domingo) tuvo el estudio en alta estima. En esto difería el santo español del de Asís, quien, como hemos dicho, no quería que sus frailes tuvieran ni siquiera un salterio y quien en varias ocasiones se mostró suspicaz del estudio y las letras. Los dominicos, en su tarea de refutar la herejía, necesitaban armarse intelectualmente, y por ello sus reclutas recibían un adiestramiento intelectual esmerado. En consecuencia, la Orden de Predicadores le ha dado a la Iglesia Católica algunos de sus más distinguidos teólogos; aunque, como veremos más adelante, los franciscanos no se les han quedado muy a la zaga.

El curso posterior de las órdenes mendicantes

Tanto la Orden de Predicadores como la de los Hermanos Menores crecieron rápidamente en casi toda Europa. Pero la fundada por Santo Domingo tuvo una historia mucho menos accidentada que la de San Francisco. Desde el principio, los dominicos se habían dedicado al estudio y a la predicación, particularmente entre los herejes. Para ellos, la pobreza no era sino un instrumento que facilitaba y fortalecía su testimonio. Por tanto, no tuvieron mayores dificultades para adaptarse a las nuevas circunstancias, cuando el crecimiento de la orden requirió que ésta tuviera propiedades, y que el ideal de pobreza fuese en cierto modo mitigado. Además, pronto se instalaron en las universidades, pues esto se seguía de su inspiración inicial.

En esa época, los dos centros principales de estudios teológicos eran las nacientes universidades de París y Oxford. En ambas ciudades los dominicos fundaron casas, y pronto tenían profesores en las universidades. En Oxford, esto sucedió cuando Roberto Bacon, quien ya era profesor, decidió hacerse dominico, y continuó en la enseñanza. En París, el proceso fue algo más turbulento, pues cuando en el 1229 hubo una huelga universitaria los dominicos se negaron a tomar parte en ella, y continuaron las clases en su convento. Cuando la universidad abrió sus puertas de nuevo, el maestro dominico que había estado enseñando en el convento continuó como profesor universitario.

El otro campo en el que los dominicos se distinguieron fue la predicación entre musulmanes y judíos. Entre los seguidores del Profeta, su más famoso predicador fue Guillermo de Trípoli. Y entre los hijos de Abraham, San Vicente Ferrer. Ambos tuvieron gran éxito, aunque en ambos casos parte del resultado de su predicación se debió al uso de la fuerza: por los cruzados con los musulmanes en Trípoli, y por los cristianos contra los judíos en España, donde San Vicente predicó.

Al igual que los dominicos, los franciscanos se distinguieron tanto en su labor misionera como en su presencia en las universidades. Las misiones habían sido siempre una de las pasiones San Francisco, quien varias veces trató de partir a tierra infieles, y quien por fin logró predicarle al Sultán en Egipto. Siguiendo su ejemplo, los franciscanos emprendieron una labor misionera de increíble alcance. De hecho, fueron ellos quienes, tras siglos de olvido, volvieron a tomar en serio el mandato de Jesús de serle testigos “hasta lo último de la tierra”.

Como ejemplo de esa labor, podemos tomar a Juan de Montecorvino, quien después de ser legado papal en Persia y Etiopía, y tras breve obra misionera en la India, se dirigió hacia China. Poco antes ese país había sido conquistado por los mongoles, quienes habían establecido su capital en Cambaluc (hoy Pekín). Tras sus enormes conquistas, y el caos que produjeron, los mongoles se mostraban interesados en establecer relaciones cordiales con el resto del mundo, y estimular el comercio. Como hemos señalado anteriormente, en toda esa zona había ya algunos cristianos nestorianos. Pero ahora, con los nuevos contactos con el Occidente, comenzaron a llegar al país cristianos procedentes de Italia y de otras regiones europeas. Primero llegaron los comerciantes, de los cuales el más famoso, aunque no el primero, fue Marco Polo. Poco después fueron enviados los primeros misioneros, entre los cuales se contaban algunos dominicos, y muchos franciscanos. Guillermo de Trípoli, el famoso predicador dominico, partió para China con otro fraile y con Marco Polo, que regresaba al Oriente. Pero las dificultades del viaje lo hicieron desistir de la empresa. En el año 1278, otros cinco misioneros franciscanos fueron enviados a China; pero su paradero nos es desconocido. Por fin el franciscano Juan de Montecorvino llegó a Cambaluc con una carta del papa, y comenzó obra misionera en esa capital. Su éxito fue tal que a los pocos años tenía varios millares de conversos. Al recibir noticias de tales resultados, el papa lo nombró arzobispo de Cambaluc, y le envió otros siete franciscanos para que lo ayudaran como obispos de otras sedes. De aquellos siete, sólo tres llegaron a su destino, lo cual es indicio de los peligros que el viaje entrañaba.

Aunque el Lejano Oriente fue el campo en que los misioneros lograron resultados más notables, fue entre los musulmanes donde el mayor número de ellos laboró. Este había sido un interés del propio San Francisco, y a través de los siglos su orden lo ha mantenido vivo, hasta tal punto que los franciscanos que han perdido la vida en ese campo misionero se cuentan por millares.

Al seguir el ejemplo de los dominicos, los franciscanos se instalaron en las universidades, donde llegaron a tener profesores de gran renombre. Hasta cierto punto, esto constituía un cambio en la política trazada por el fundador, quien siempre receló de los estudios y los libros. En el año 1236, un profesor de la universidad de París, Alejandro de Hales, decidió unirse a la orden, y así los franciscanos contaron con su primera cátedra universitaria. A los pocos años, había maestros franciscanos en todas las principales universidades de Europa occidental.

Todo no esto se logró sin grandes luchas, tanto internas, dentro del franciscanismo, como externas, contra algunos miembros de las universidades, que se oponían a la presencia de los mendicantes en ellas. Particularmente en París, el franciscano Buenaventura y el dominico Tomás de Aquino, tuvieron que enfrentarse a la oposición de maestros seculares tales como Guillermo de San Amor. En su pugna con los mendicantes, los seculares llegaron a atacar, no sólo su derecho de formar parte de las universidades, sino también la validez de sus votos de pobreza. De este modo, la pobreza se volvió una cuestión debatida en las universidades, y profesores tales como Buenaventura sostuvieron “disputas” académicas acerca de ella.

Empero el principal cambio en la política trazada por San Francisco fue el que tuvo lugar con respecto a la práctica de la pobreza. Como hemos señalado, el fundador sabía que lo que les exigía a sus seguidores era duro, y por tanto hizo todo lo posible por asegurarse de que después de su muerte los franciscanos no tratarían de mitigar la regla de pobreza. Pero, como se cuenta que le dijo Inocencio III al Santo, los altos ideales de Francisco sólo podrían cumplirse por seres sobrehumanos. Con el crecimiento de la orden, se fue perdiendo el espíritu sencillo de su fundador, al mismo tiempo que se hizo necesario organizar el movimiento. Esto a su vez requería propiedades, y no faltaron quienes se las donaran a los franciscanos. Pero la Regla de 1223 prohibía que los franciscanos tuvieran propiedad alguna, y esa pobreza debía ser, no sólo individual, sino también colectiva. Lo que Francisco deseaba era evitar el enriquecimiento de su orden, como había sucedido con el movimiento cluniacense. Para asegurarse de que el principio de la pobreza absoluta se cumpliera a cabalidad, insistió en él en su testamento, y explícitamente prohibió que se le pidiera al papa mitigación alguna de la Regla.

Poco tiempo después de la muerte del Santo, aparecieron en la orden dos partidos. Los rigoristas insistían en la pobreza absoluta, en obediencia a las instrucciones de San Francisco. Los moderados argüían que, dadas las nuevas circunstancias, era necesario interpretar la Regla menos literalmente, de modo que la orden pudiera llevar a cabo su ministerio al hacer uso de las propiedades que le fueran donadas. En el 1230, el papa Gregorio IX declaró que el testamento de San Francisco no tenía valor de ley sobre los franciscanos, quienes por tanto podían pedirle a Roma que modificase la ley de pobreza. En el 1245, Inocencio IV acudió al subterfugio de declarar que todas las propiedades en cuestión pertenecían a la Santa Sede, aunque los franciscanos disfrutaban de su uso. A la postre aun esa ficción fue abandonada, y la orden del Pobrecillo de Asís comenzó a tener vastas propiedades.

En el entretanto, el partido de los rigoristas adoptó posiciones cada vez más extremas. Para ellos, lo que estaba teniendo lugar era una gran traición. Pronto algunos de entre ellos adoptaron las ideas de Joaquín de Fiore, y las aplicaron a su situación.

Joaquín de Fiore, monje cisterciense de la generación anterior a San Francisco, había propuesto un esquema de la historia que, según él, se basaba en la Biblia. Este esquema consistía en tres etapas sucesivas: la del Padre, la del Hijo, y la del Espíritu Santo. La era del Padre, que va desde Adán hasta Cristo, duró cuarenta y dos generaciones. Luego, puesto que Dios ama el orden y la simetría, la edad del Hijo ha de durar también cuarenta y dos generaciones. Y, puesto que en el Nuevo Testamento se perfecciona la obra de Dios, esas generaciones han de ser todas iguales. Contando a base de treinta años por generación, Joaquín llegaba a la fecha del 1260 como el momento el que terminaría la edad del Hijo y se inauguraría la del Espíritu. En esa nueva edad, la vida religiosa llegaría a su culminación.

Ahora bien, en cada edad Dios ha levantado heraldos de la era por venir. En la edad de Cristo, los que señalan hacia la época del Espíritu Santo son los monjes, cuya pobreza y castidad les dan un nivel de vida más espiritual que el del común de la gente, o aun de los dirigentes eclesiásticos.

Algunos de los franciscanos rigoristas abrazaron estas ideas. Se acercaba el año 1260. Los altos ideales franciscanos parecían negarse a cada momento, tanto por los franciscanos moderados como por el papa y el resto de la jerarquía eclesiástica. Luego, a fin de mantener vivos esos ideales, los rigoristas adoptaron el esquema de Joaquín, que les daba la esperanza de estar viviendo en los últimos tiempos de dificultades, poco antes de la alborada de un nuevo día cuando sus ideales serían reafirmados.

Con el nombre de “espirituales”, aquellos franciscanos comenzaron a predicar las doctrinas de Joaquín de Fiore. Esto conllevaba la aseveración de que el papa, el resto de la iglesia, y hasta los demás franciscanos, eran creyentes de nivel inferior, que se quedaban en la “edad de Cristo”, mientras que ellos, los espirituales, eran la “iglesia del Espíritu Santo”. Uno de los propulsores de tales ideas era el ministro general de la orden, Juan de Parma, y por algún tiempo pareció que el franciscanismo seguiría la ruta de los valdenses, y rompería toda comunión con el resto de la iglesia. Pero el próximo ministro general de la orden, San Buenaventura, logró combinar un espíritu místico semejante al de San Francisco con la más estricta ortodoxia, y de ese modo la mayoría de los franciscanos se reconcilió con la jerarquía eclesiástica. Juan de Parma y sus principales seguidores fueron recluidos en conventos, pero aparte de esto no se les persiguió mientras Buenaventura vivió. Después de su muerte, hubo un nuevo brote de los “espirituales”, quienes fueron perseguidos hasta que desaparecieron.

Uno de los más altos ideales de la época que estamos estudiando fue el de una pobreza absoluta, a imitación del Señor quien no tenía “dónde reclinar la cabeza”. Nadie encarnó aquel ideal como lo hizo San Francisco. Pero a la postre los seguidores del Pobrecillo de Asís se pelearon a causa de sus riquezas, los discípulos del Santo que amaba a “la hermana agua” y “el hermano lobo” acabaron por insultar, atacar y perseguir a sus hermanos de religión. Como Inocencio bien había visto, los ideales del Pobrecillo eran demasiado altos para la realidad humana.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 411–420). Miami, FL: Editorial Unilit.

La reconquista española 39

La reconquista española   39

El rey va tan desmayado
que sentido no tenía ……

Iba tan tinto de sangre
que una brasa parecía……

“Ayer era rey de España,
hoy no lo soy de una villa”.

Ayer, villas y castillos;
hoy, ninguno poseía.

Romance de don Rodrigo

a1En el 711 las huestes musulmanas cruzaron el estrecho de Gibraltar, y emprendieron la conquista del reino visigodo. En unos pocos años se hicieron dueños de toda la Península Ibérica, excepto los más remotos rincones de Galicia y Asturias, que no fueron conquistados, no porque los musulmanes nopudieran hacerlo o porque hubiera en ellos fuertes núcleos de resistencia, sino porque el reino de los francos, allende los Pirineos, era más apetecible. Cuando los invasores fueron derrotados por Carlos Martel en el 732, su primer ímpetu conquistador había pasado, y por tanto los pequeños centros cristianos del norte del país pudieron conservar su independencia. Fue de aquellos núcleos que partió la reconquista del sector occidental del país, mientras que la de las zonas orientales tuvo lugar con el apoyo de los francos.

Los primeros siglos

Aunque la leyenda posterior ha hecho aparecer los ocho siglos que transcurrieron entre la caída del reino visigodo y la toma de Granada como una constante guerra santa contra el moro, la realidad histórica es otra. Buena parte de la Reconquista no fue sino la expansión de la creciente población cristiana a tierras casi totalmente despobladas. Los conflictos armados entre musulmanes  y cristianos rara vez parecen haber tenido razones religiosas. Hubo alianzas frecuentes entre gobernantes moros y cristianos; y en muchos casos tales alianzas se sellaron mediante el matrimonio. Sólo ocasionalmente tales matrimonios requerían la conversión de una de las partes. Además, en tierras de moros hubo siempre buen número de cristianos, a quienes se llamó “mozárabes”. Y de igual modo, según fue avanzando la reconquista, hubo muchos musulmanes que permanecieron en sus viejas tierras. Estos musulmanes que vivían en territorios cristianos recibieron el nombre de “mudéjares”.

Los primeros años de dominación árabe en España fueron turbulentos. La mayor parte de las tropas que habían invadido el país estaba compuesta de soldados de origen marroquí. Por esa razón en España el término “moro”vino a ser sinónimo de “musulmán”. Pero por encima de estos soldados estaba la vieja aristocracia islámica, formada por árabes, sirios y egipcios. Entre estos diversos grupos existían tensiones cuyo resultado fue la inestabilidad política. Desde Damasco, los califas se esforzaban por imponer el orden. Pero la distancia y otras circunstancias condenaban sus esfuerzos al fracaso. A consecuencia del desorden, y de la escasez económica, fueron muchos los moros que regresaron al Africa.

Tal era la situación cuando se produjo una gran revolución en el mundo islámico. La vieja dinastía de los omeyas fue derrocada por los abasíes, quienes mataron a casi todos los omeyas y establecieron su capital en Bagdad. Un sobreviviente de la familia derrocada, Abderramán, logró escapar de Siria y, tras mil peripecias novelescas, llegó a España. Allí se aprovechó de laconfusión reinante, y de su ilustre estirpe, para posesionarse del poder y fundar así el Emirato de Córdoba, independiente del Califato de Bagdad. Fue él quien comenzó la construcción de la gran mezquita de Córdoba, que es aún hoy uno de los grandes monumentos arquitectónico de España.En el 929 uno de sus sucesores, Abderramán III, tomó el título de califa, y fundó así el Califato deCórdoba.

En el entretanto, los cristianos habían consolidado su poder en una faja de territorio al norte de la Península. El extremo occidental de esa faja constituía el reino de Asturias, fundado en el 718 por el noble visigodo Pelayo. Fue bajo el reinado de Pelayo cuando tuvo lugar lo que la tradición llama la “batalla”de Covadonga, que al parecer no fue para los musulmanes más que una escaramuza fronteriza. En todo caso, a partir de entonces el reino de Asturias fue expandiéndose hacia el sur y el este. Las fronteras estaban mal definidas, y repetidamente los moros penetraron en territorio asturiano, llegando a tomar y destruir las ciudades de Oviedo y León.

Cuando reinaba Alfonso I, yerno de Pelayo, tuvo lugar un hecho de gran importancia para la historia de España: el “descubrimiento” del sepulcro de Santiago. Al menos, esto dan a entender cronistas posteriores, pues fue más tarde, en el siglo IX, cuando las peregrinaciones al sepulcro de Santiago comenzaron a tomar auge. A través de todo el resto de la Edad Media, sólo Roma y Jerusalén podían rivalizar con Santiago de Compostela como metas de peregrinación. Esto fue de enorme importancia para aquel pequeño reino de Asturias, pues la supuesta presencia en él de los restos de Santiago el Apóstol le daba cierta independencia eclesiástica frente a Toledo. Bajo el régimen visigodo, Toledo había sido la sede primada de España. Sus arzobispos ejercían autoridad sobre todo el país. Pero ahora esa ciudad estaba en manos de los musulmanes, y los asturianos no deseaban encontrarse bajo un arzobispo que a su vez estaba bajo el régimen islámico.  Debido en parte al supuesto sepulcro de Santiago, Asturias llegó a tener su propio arzobispo.

Reyes de Asturias

Pelayo

718–37

Mauregato

783–88

Favila

737–39

Bermudo

788–91

Alfonso I

739–57

Alfonso II

791–842

Fruela

757–68

Ramiro I

842–50

Aurelio

768–74

Ordoño I

850–66

Silo

774–83

Alfonso III

866–911

Además, las peregrinaciones a Santiago volvieron a unir a España con el resto de Europa. El constante flujo de peregrinos trajo a la Península la arquitectura, las letras, la teología y las órdenes monásticas de los países allende los Pirineos. El camino de Santiago, conocido a veces sencillamente como “El Camino”, fue la arteria que mantuvo vivos a los pequeños reinos cristianos, que de otro modo habrían quedado aislados del resto de la cristiandad.

La leyenda posterior está convencida de que la Reconquista pudo llevarse a cabo gracias a la intenención milagrosa de Santiago. Símbolo de ello es la supuesta batalla de Clavijo, donde se dice que el apóstol descendió del cielo en brioso corcel, y dirigió a los cristianos en una gran victoria sobre los moros. De ahí el nombre de “Santiago Matamoros”. Todo esto no es más que fábula pía. Pero lo que sí es cierto es que las peregrinaciones a Compostela, adonde acudían devotos de los más remotos rincones de Europa, fueron uno de los principales factores que dieron origen a la España de hoy.

La expansión del reino de Asturias fue tal que García I, hijo y sucesor de Alfonso III, se trasladó a León. A partir de entonces lo que es hoy Galicia, Asturias, León y parte de Castilla perteneció a este nuevo reino de León, cuyos soberanos pronto tomaron el título de “emperadores”, encontra posición al título igualmente universal de “califas”, tomado por Abderramán III y sus sucesores.

La zona de Castilla recibía ese nombre por los muchos castillos que en ella fue necesario construir. Se trataba de una región fronteriza y escasamente poblada. Para asegurar su posesión, los reyes de León facilitaron la construcción en ella de castillos, y estimularon la migración hacia ella al otorgar “fueros” o derechos especiales a quienes se establecieran allí.

El resultado fue que pronto los castellanos comenzaron a mostrar su espíritu insumiso. Bajo Fernán González, personaje histórico a quien la leyenda ha atribuido toda suerte de hechos, el condado de Castilla se hizo independiente. Aun cuando no cabe duda de que Fernán González fue un gran personaje, y el fundador de la grandeza posterior de Castilla, sus principales luchas no fueron contra los moros, sino contra los soberanos de León y de Navarra. Una vez más, el proceso de reconquista no se basó sobre un gran sentimiento de que el gran enemigo era el poderío islámico, sino sobre la fuerza expansiva del condado de Castilla.

Mientras todo esto sucedía en Asturias, León y Castilla, otro reino cristiano había aparecido más al este, el de Navarra. Al principio, no hubo allí más que otro foco de resistencia contra el invasor musulmán, y por ello la historia de aquellos primeros años resulta incierta. Pero a principios del siglo X, con Sancho I, el reino de Navarra aparece en la historia de España como una region que, sin lograr conquistar grandes territorios de los moros, se vuelve sin embargo una potencia debido a toda una compleja serie de enlaces matrimoniales, al contacto con los francos, y a sus armas, que se imponen sobre otros territorios cristianos. En el año 1000 subió al trono de Navarra Sancho III el Mayor, quien logró reunir bajo su gobierno, además, Castilla, Aragón, y varios otros territorios que antes habían pertenecido a los francos. A su muerte, Navarra, Castilla y Aragón se dividieron entre tres desus hijos, cada uno con el título de rey. Fue así cómo los condados de Aragón y Castilla pasaron a ser reinos.

REYES DE LEON

REYES DE CASTILLA

García I

911–14

Fernán González

930–970

Ordoño II

914–24

Gárcía Fernández

970–95

Fruela II

924–25

Sancho García

995–1017

Alfonso Fróilaz

925

García Sánchez

1017–29

Alfonso IV

925–31

Mayor

1029–35

Ramiro II

931–51

Fernando I,
rey de Castilla

1035–65

Ordoño II

951–56

Sancho I

956–58

Ordoño IV

958–60

Sancho I

958–66

Ramiro III

966–84

Bermudo III

1028–37

Fernando I
Rey de Castilla
desde 1035

1037–67

Pronto Fernando, el rey de Castilla, se adueñó también de León (1037), y después le declaró la guerra a su hermano García, quien gobernaba en Navarra. Este murió en el campo de batalla, y su reino se declaró vasallo de Fernando.

Luego, por primera vez todos los territorios cristianos desde Galicia hasta los Pirineos se encontraban unidos. Más al este, en Aragón, reinaba el hermano de Fernando, Ramiro. Y todavía más al este, hacia la costa del Mediterráneo, se encontraban varios condados de origen franco, de los cuales el más importante era el de Barcelona. Fue entonces cuando la Reconquista cobró nuevas fuerzas.

La reconquista después de la muerte de Almanzor

Desde el 711 hasta el 1002, los musulmanes constituyeron el principal poder en la Península Ibérica. Unidos bajo la dirección de Abderramán I, habían logrado establecerse en los mejores territorios del país, y allí habían desarrollado una civilización y una economía florecientes.  Aunque las luchas dinásticas siempre continuaron, tales luchas no debilitaron al califato hasta tal punto que los cristianos pudieran apoderarse de sus territorios. Las aparentes conquistas hasta principios del siglo XI fueron mayormente tierras escasamente pobladas, a las cuales los moros no daban mayor importancia. En otros casos, como en la región de Cataluña, fue el poderío franco, y no los descendientes de los antiguos visigodos, lo que obligó a los moros a replegarse. Pero hacia fines del siglo X la situación comenzaba a cambiar. Las dificultades dinásticas entre los moros empeoraban, mientras que los cristianos comenzaban a reunirse bajo el mando de reyes tales como Sancho III de Navarra y su hijo Fernando I de Leóny Castilla. Por un tiempo el ministro Almanzor, sin tomar el título de califa, rigió los destinos del califato, y dirigió varias campañas que causaron gran desasosiego entrelos cristianos. En el 997, por ejemplo, sus ejércitos saquearon a Santiago de Compostela. Y sus tropas participaron en las diversas guerras que los cristianos llevaban a cabo entre sí.

A la muerte de Almanzor, en el 1002, la situación cambió radicalmente. El califato se deshizo. Los moros, cansados de la dominación árabe, dividieron sus territorios en una multitud de estados independientes, los llamados “reinos de taifas”(de una palabra árabe que quiere decir “grupo” o “facción”). Al mismo tiempo, primero bajo Sancho III de Navarra y después bajo su hijo Fernando I de León y Castilla, los cristianos pudieron presentar un frente relativamente unido. El resultado fue una nueva etapa en la Reconquista.

Los reinos de taifas, a pesar de sus divisiones y su consiguiente debilidad, eran en su mayor parte centros de riqueza y de cultura. La civilización musulmana de la época estaba mucho más desarrollada que la cristiana, y en los reinos de taifas se producían grandes obras de arte, así como mercancías de alto valor. Por lo tanto, aprovechando su superioridad política, los soberanos cristianos les impusieron tributo a sus vecinos del sur. Más bien que conquistar sus tierras, los obligaban a pagar fuertes cantidades anuales. Sus guerras y conquistas se limitaban a lo que fuese necesario para asegurarse de que ese tributo se pagaba. Fernando I, por ejemplo, conquistó algunas pequeñas zonas de los moros. Pero su interés principal fue obligar a los reyes de taifas a pagar tributo, como lo hizo con los de Toledo, Zaragoza y Sevilla.

Las nuevas riquezas que los cristianos españoles lograron de este modo les sirvieron para trabar contactos más estrechos con el resto de Europa. En el campo eclesiástico, la reforma monástica de Cluny se introdujo en la región, siguiendo en términos generales el camino de Santiago. Lo mismo sucedió con la arquitectura, que sufrió al mismo tiempo el influjo de la Europa cristiana y el de los muchos artistas y artesanos mudéjares que se pusieron al servicio de los señores cristianos. Así se produjo todo un arte típicamente español, distinto tanto del puramente europeo como del musulmán.

Fernando dividió sus territorios entre sus tres hijos, Sancho, Alfonso y García. Pronto se reanudaron las luchas fratricidas, pues Sancho destronó a sus hermanos, quienes se refugiaron entre los moros. Cuando Sancho sitiaba la ciudad de Zamora, que le era fiel a Alfonso, fue asesinado, y su hermano pasó a ocupar el trono de Castilla con el título de Alfonso VI.

Era la época de Ruy Díaz de Vivar, mejor conocido como El Cid, cuya historia ilustra las condiciones reinantes. Si tratamos de separar los hechos de la leyenda, encontramos en Ruy Díaz un personaje característico de la época. Soldado valeroso y hábil, sus enemigos, tanto moros como cristianos, lo temieron y respetaron. Su sentido de lealtad se pone de manifiesto en el episodio de Santa Gadea de Burgos, donde obligó a Alfonso VI a jurar que era inocente del fratricidio de que se le acusaba. Pero ese mismo episodio también muestra el alto grado de independencia que tenían los grandes señores, cuyo poderío militar era tal que podían negarse a aceptar la autoridad del rey El nombre de “Cid” es de origen árabe, y quiere decir “Señor”. Este nombre señala otro hecho de la vida del Cid: a pesar de ser uno de los grandes héroes del período de la Reconquista, pasó buena parte de su carrera al servicio de los moros, y no faltaron ocasiones en las que luchó junto a ellos contra los cristianos. Lo que a nosotros hoy, con una perspectiva de siglos, nos parece una gran empresa de reconquista, se les ocultaba a los contemporáneos en medio de interminables contiendas, alianzas y cuestiones dinásticas.

En época de Alfonso VI tuvo lugar la primera gran conquista de un reino de taifa. En el 1085, los castellanos tomaron la ciudad deToledo. La noticia conmovió a los moros, pues Toledo, la antigua capital de los visigodos, era todavía una ciudad de relativa importancia. Aun más, al entrar en Toledo, Alfonso se declaró capaz de conquistar cualquier reino de taifa, e inmediatamente les exigió tributo a los de Sevilla, Zaragoza y Granada. En tales circunstancias, al ver peligrar la poca independencia que les restaba, algunos de los jefes moros apelarona los almorávides.

Los almorávides y almohades

Mientras los territorios musulmanes en España habían estado bajo el dominio de los pequeños reinos de taifas, en el norte de Africa había surgido el movimiento de los almorávides.

Estos, de origen beréber, habían logrado imponer su autoridad sobre Marruecos, Tunisia y buena parte del Africa central, hasta el Senegal. Su islamismo era más fanático e intolerante que el de los regímenes anteriores, y sus conquistas tomaban el carácter de guerra santa.

El rey moro de Sevilla apeló al jefe de estos almorávides,Yusuf, para que fuera a España a contener el avance de las tropas de Alfonso VI. Yusuf cruzó el estrecho de Gibraltar y en 1086, en la batalla de Zalaca, derrotó a los cristianos. Pero dos años después los reyes moros se vieron obligados a pedir su ayuda de nuevo. Entonces Yusuf regresó a España y se dedicó, no sólo a contener el avance cristiano, sino también a conquistar los diversos reinos de taifas en que el país estaba dividido. En el 1090 tomó a Granada, y el año siguiente Córdoba se le entregó. Después siguieron Sevilla, Badajoz, Valencia (donde el Cid había muerto tres años antes), Zaragoza y otras ciudades menores.

A pesar de todas estas conquistas, los almorávides nunca lograron tomar a Toledo, cuya caída había sido la señal de alarma que les abrió el camino de España. Los cristianos reorganizaron sus ejércitos, y establecieron alianzas entre sí. Además, apelaron al resto de Europa.

El resultado de todo esto fue que la guerra tomó carácter religioso. Como hemos dicho anteriormente, hasta este momento la expansión de los reinos cristianos no se había basado por lo general en un espíritu de reconquista religiosa. Pero ahora, ante el fanatismo de los almorávides, los cristianos comenzaron a desarrollar un fanatismo semejante. De otras partes de Europa vinieron caballeros dispuestos a luchar en lo que parecía ser una cruzada occidental. El espíritu de una “reconquista” consciente se posesionó de la España cristiana, y por su parte también el conflicto tomó el carácter de guerra santa que había tenido para los almorávides.

Esta situación tuvo otro resultado interesante para la vida de la iglesia española. En la guerra de reconquista, los españoles necesitaban el apoyo del resto de la Europa cristiana. Por tanto, se estrecharon los lazos con Francia y con Roma, y se dieron pasos para que la iglesia de España se conformara al resto de la cristiandad occidental. Uno de estos pasos fue la creciente influencia de la reforma monástica de Cluny. Pronto la mayoría de los obispos siguió la inspiración cluniacense. El otro paso importante fue la creciente supresión de la “liturgia mozárabe”. Esta era en realidad la vieja liturgia u orden de culto que la iglesia española había seguido desde antes de las conquistas musulmanas. Tras esas conquistas, los cristianos sometidos al régimen islámico continuaron utilizando la misma liturgia. Puesto que a esos cristianos se les llamaba “mozárabes”, pronto su orden de culto recibió el nombre de “liturgia mozárabe”. En las tierras reconquistadas por los cristianos se había continuado utilizando ese rito, que estaba profundamente arraigado entre el pueblo. Pero ahora, con las relaciones cada vez más estrechas con Roma, se tendió a suprimir ese orden de culto, y a imponer el romano. Además del resentimiento que esto causó, hubo otra consecuencia menos inmediata, pero no menos notable. La liturgia mozárabe hacía mucho más uso del Antiguo Testamento que la latina. Por lo tanto, su supresión tendió a cortar cada vez más el contacto de los cristianos con el Antiguo Testamento, y puede haber sido una de las razones por las que a la postre prevalecieron en España las mismas actitudes hacia los judíos que habían existido desde mucho antes en otras regiones de Europa.

El régimen almorávid no duró mucho. En el 1118, el rey de Aragón, Alfonso I el Batallador, conquistó a Zaragoza. Poco después Alfonso VII de Castilla comenzó a empujar de nuevo las fronteras hacia el sur. Todo esto era posible porque dentro del mundo musulmán, en Africa, se había levantado un nuevo grupo que trataba de arrebatarles el poder a los almorávides. Estos eran los almohades, tan fanáticos como los anteriores. Ya en el 1145, los almohades hicieron sentir su presencia en España, y en el 1170 derrocaron definitivamente a los almorávides.

Los almohades no lograron unificar los diversos partidos mahometanos que existían en España, y por tanto pronto aparecieron pequeños reinos al estilo de los del período de taifas. A pesar de ello, lograron derrotar en Alarcos a Alfonso VIII de Castilla, y los cristianos se vieron fuertemente presionados en diversos frentes. Pero el hecho de que la guerra se había vuelto una cuestión religiosa unió a los soberanos de León, Castilla, Navarra y León, que en la batalla de las Navas de Tolosa, en el 1212, derrotaron definitivamente a los almohades.

A partir de entonces la Reconquista marchó rápidamente. En el 1230 los reinos de León y Castilla se unieron definitivamente bajo Fernando III. Este rey, conocido como San Fernando, tomó a Córdoba en el 1236, y a Sevilla en el 1248. Poco antes, entre el 1160 y el 1180, se habían fundado las grandes órdenes militares de Calatrava, Alcántara y Santiago, al estilo de las órdenes semejantes que ya hemos visto al tratar acerca de las cruzadas. Algunas de estas órdenes llegaron a ser poderosísimas y a poseer grandes extensiones de terreno. A partir de 1248, el único estado islámico que quedaba en España era el reino e Granada. Quizá éste pudo haber sido conquistado entonces, pero los reyes de Castilla se limitaron a exigirle tributo. Los territorios recién conquistados eran demasiado extensos, y su proceso de asimilación demasiado complejo, para lanzarse inmediatamente a la toma de Granada. A punto de completarse, la Reconquista se detuvo, para ser emprendida de nuevo, casi dos y medio siglos más tarde, por Isabel de Castilla. En el entretanto, los cristianos guerrearían entre sí, permitiéndoles a los moros hacerse fuertes en Granada. Es en esa época cuando se queja el poeta Pedro López de Ayala:

Olvidado han a los moros las sus guerras fazer,

ca en otras tierras llanas osar fallen que comer.

Unos son ya capitanes; otros enbían a correr.

Sobre los pobres syn culpa se acostumbran mantener.

Los cristianos han las guerras, los moros están folgados,

en todos los más rreynos ya tienen rreyes doblados.

E todo aquesto viene por los nuestros pecados,

ca somos contra Dios en todas cosas errados.

El impacto de España en la teología cristiana

Mientras todos estos acontecimientos estaban teniendo lugar, y mientras algunos de los cristianos pretendían que los moros no eran sino unos infieles ignorantes, el hecho es que en muchos sentidos la civilización musulmana del sur de España estaba más adelantada que la del resto de Europa. Había allí grandes médicos, arquitectos y matemáticos de quienes los cristianos tenían mucho que aprender. Pero sobre todo, para lo que aquí nos interesa, había filósofos notabilísimos cuyo impacto se haría sentir en toda la teología cristiana occidental. Entre éstos, los mas importantes fueron el musulmán Averroes y el judío Maimónides, ambos cordobeses.

Averroes nació en Córdoba en el 1126. Aunque hizo estudios de medicina, jurisprudencia y teología, fue en el campo de la filosofía donde más se destacó. Se dedicó a estudiar y comentar las obras de Aristóteles, y tuvo tal éxito que la posteridad lo conoció como “el Comentarista”. Para él, el conocimiento filosófico se hallaba por encima del religioso, puesto que el primero se basaba en la razón, y el segundo en la fe. Esto quiere decir que para entender el Korán adecuadamente hay que hacerlo “filosóficamente”. Lo que esto quería decir nunca resultó claro, pues Averroes siempre trató de aplacar la ira de las autoridades musulmanas.

Pero en todo caso parecía dar a entender que la fe era el medio de conocimiento de los ignorantes o los de escasa capacidad intelectual, mientras que los más privilegiados debían preferir la razón.

Otro punto en el que Averroes chocó con los jefes religiosos de su tiempo fue su doctrina acerca de la eternidad del mundo. Los musulmanes, al igual que los cristianos, creían que Dios había hecho el mundo de la nada. Averroes, sobre la base de sus estudios de Aristóteles, llegó a la conclusión de que la materia era eterna. También en lo que se refiere a la vida después de la muerte, Averroes difería de la ortodoxia mahometana. Para él, otra vez sobre la base de Aristóteles, todas las almas humanas (lo que él llama “el intelecto activo”) no son sino manifestaciones de una sola alma universal. Por tanto, cuando el individuo muere, su alma se reintegra a ese gran océano que es el alma universal.

Maimónides era contemporáneo de Averroes, aunque uno pocos años más joven. Cuando los almohades se posesionaron de Córdoba, y trajeron consigo una actitud intolerante hacia lo judíos, Maimónides y su familia partieron de España.

Pero a pesar de ello sus obras fueron muy leídas en el país. Según él no hay un verdadero conflicto entre la fe y la razón. Lo que sucede es que hay ciertos temas que la razón no alcanza a investigar adecuadamente. Así, por ejemplo, en lo que se refiere a la eternidad del mundo o de la materia, la razón no puede llegar a una conclusión segura.

Pero a base de la fe sabemos que el mundo fue hecho de la nada. Las obras de estos dos filósofos, y de muchos otros de menor importancia, pasaron de España al resto de Europa. A esto contribuyó una gran escuela de traductores que se fundó en Toledo. Allí las obras de los grandes filósofos de la antigüedad griega, y de sus comentaristas y émulos mahometanos y judíos, fueron traducidas al latín. Más adelante veremos el gran impacto que hicieron estas obras en el resto de Europa, donde buena parte de la discusión teológica del siglo XIII giró alrededor de ellas.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 399–410). Miami, FL: Editorial Unilit.

Las cruzadas 38

Las cruzadas 38

Lo digo a los presentes. Ordeno que se les diga a los ausentes. Cristo lo manda. A todos los que allá vayan y pierdan la vida, ya sea en el camino o en el mar, ya en la lucha contra los paganos, se les concederá el perdón inmediato de sus pecados. Esto lo concedo a todos los que han de marchar, en virtud del gran don que Dios me ha dado.

Urbano II

a1De todos los altos ideales que cautivaron el espíritu de la época, ninguno tan arrollador, tan dramático, ni tan contradictorio, como el de las cruzadas. Por espacio de varios siglos la Europa occidental derramó su fervor y su sangre en una serie de expediciones cuyos resultados fueron, en los mejores casos, efímeros; y en los peores, trágicos. Lo que se esperaba era derrotar a los musulmanes que amenazaban a Constantinopla, salvar el Imperio de Oriente, unir de nuevo la cristiandad, reconquistar la Tierra Santa, y en todo ello ganar el cielo. Si este último propósito se logró o no, toca al Juez Supremo decidirlo. Todos los demás se alcanzaron en una u otra medida. Pero ninguno de estos logros fue permanente. Los musulmanes, derrotados al principio por estar divididos entre sí, a la postre se unieron y echaron a los cruzados.

Constantinopla, y la sombra de su Imperio, pudieron continuar existiendo hasta el siglo XV, pero a la larga cayeron ante el ímpetu de los turcos otomanos. Las iglesias latina y griega se unieron brevemente por la fuerza a raíz de la Cuarta Cruzada; pero el verdadero resultado de esa unidad forzada fue que el odio de los griegos hacia los latinos se acrecentó. La Tierra Santa estuvo en posesión de los cristianos alrededor de un siglo, y volvió a caer en manos de los musulmanes.

Trasfondo de las cruzadas: las peregrinaciones

Desde el siglo IV, las peregrinaciones a Tierra Santa se habían hecho cada vez más populares. En fecha anterior se estableció la costumbre visitar las tumbas de los mártires en el aniversario de su muerte. Ahora que el Imperio era cristiano, se hacía posible emprender peregrinaciones más largas, a Tierra Santa o a Roma, donde descansaban los restos mortales de San Pedro y San Pablo. La madre de Constantino, Elena, creyó haber descubierto en Jerusalén los restos de la “vera cruz”. Ese descubrimiento, y las basílicas que ella y varios emperadores hicieron construir, aumentaron la fascinación de la Tierra Santa para los cristianos. Al mismo tiempo, varios de los “gigantes” a quienes dedicamos nuestra Sección Segunda atacaron las peregrinaciones, diciendo que se trataba de una superstición, y que en todo caso había más mérito en quedarse en casa y hacer el bien que en marchar a algún lugar lejano por motivos religiosos.

A pesar de esa oposición, durante la “era de las tinieblas” las peregrinaciones se hicieron cada vez más populares. Pronto se les consideró una forma de penitencia adecuada para ciertos pecados. En algunos documentos del siglo VII, las vemos incluidas entre las penitencias que es lícito imponer a un pecado. Aunque había otros lugares de peregrinación, el de mayor prestigio, tanto por la distancia como por su importancia histórica, era naturalmente la Tierra Santa.

Cuando los árabes tomaron los lugares sagrados del cristianismo, algunos temieron que las peregrinaciones a Tierra Santa se dificultasen sobremanera. Pero los gobernantes árabes en su mayoría se mostraron en extremo benévolos para con los peregrinos cristianos, que continuaron afluyendo hacia Jerusalén y los santos lugares. Puesto que muchas veces los mares no eran seguros, a causa de la piratería, la ruta común de los peregrinos de Occidente les llevaba primero a Constantinopla, y de allí por tierra a través de Anatolia y Siria, hasta Jerusalén.

La reforma del siglo XI les daba gran valor a las peregrinaciones, que en esa época se volvieron más fáciles y comunes porque la piratería había sido casi totalmente erradicada del Mediterráneo.

Pero hacia fines de ese siglo las circunstancias políticas cambiaron en el Cercano Oriente. Hasta entonces, la gran potencia de la región había sido el califato abasí, cuya capital estaba en Bagdad. Aunque sus relaciones con el Imperio Bizantino no eran cordiales, éste último tenía en él un fuerte baluarte contra las hordas de Asia central. Pero en el siglo XI el poderío abasí se deshizo, y los turcos seleúcidas invadieron el califato, y después el Imperio. Constantinopla se vio amenazada, y por ello le pidió ayuda repetidamente al Occidente. Los santos lugares fueron tomados primero por los turcos. Después la dinastía árabe de los fatimitas, cuyo poder tenía su sede en Egipto, comenzó a tomar las tierras conquistadas por los turcos. Estos se dividieron en varios bandos. Para los peregrinos, el resultado de todo esto fue hacer su viaje confuso y peligroso. Los que regresaban a Europa contaban que cada ciudad parecía tener un gobierno distinto, y que por todas partes había fuertes bandas de ladrones contra las cuales era necesario armarse.

Dadas las nuevas circunstancias, y el hecho de que eran muchos los peregrinos que no volvían a sus hogares, comenzó a pensarse de la Tierra Santa como el lugar de la última peregrinación. Muchos documentos de la época nos hablan de peregrinos que esperaban morir en Jerusalén o en el camino. Y algunos llegan a mostrarse decepcionados por haber podido regresar. Para los espíritus más exaltados, la muerte en peregrinación a Tierra Santa vino a ser la suprema elección divina, como la muerte a manos del Imperio lo había sido para los mártires de antaño.

Por otra parte, la situación así creada dio lugar a los peregrinajes armados. Aquellos peregrinos no iban a conquistar la Tierra Santa. Pero si tropezaban con algún bandido, o si alguna banda de soldados pretendía matarlos o hacerlos cautivos, debían estar prontos a defenderse. Así llegó a haber peregrinajes que parecían pequeños ejércitos. Y en ellos se encuentran algunas de las raíces de las cruzadas.

Trasfondo de las cruzadas: la guerra santa

La tradición de la guerra santa se fundiría a la de las peregrinaciones para crear el ideal de las cruzadas. Como es de todos sabido, la iglesia antigua tuvo serias dudas acerca de si se pedía ser soldado y cristiano al mismo tiempo. Pero en época de Constantino esas dudas habían sido resueltas, y por tanto los cristianos parecen haber sido relativamente numerosos en las legiones romanas. Eusebio narra las guerras de Constantino contra Majencio y Licinio como si se tratara de una empresa ordenada por Dios. Para ello tenía amplios precedentes en el Antiguo Testamento, y no dejó de hacer uso de ellos. Poco después Agustín desarrolló la teoría de la guerra justa, y señaló las condiciones necesarias para poder darle ese título a un acto bélico cualquiera. En la “era de las tinieblas”, fueron muchos los obispos cristianos que de un modo u otro apoyaron a algún ejército que salía al campo de batalla. Las conquistas de Carlomagno recibieron sanción papal. En la época que estamos estudiando, el papa León IX dio el ejemplo, al marchar al frente de las tropas con las que esperaba derrotar a los normandos. Al mismo tiempo, según veremos e el próximo capítulo, los cristianos trataban de echar a los moros de España. En esa empresa contaban con el apoyo de la iglesia y la bendición del papa, que a veces llegó a reclamar los territorios conquistados como propiedad de San Pedro.

Además, Gregorio VII, la figura predominante de la reforma del siglo XI, había tratado de enviar soldados occidentales a socorrer al Imperio Bizantino, pero sus convocatorias habían caído en oídos sordos

La Primera Cruzada

Fue en tiempos de Urbano II cuando se dieron todas las circunstancias necesarias para la gran empresa. El emperador de Bizancio, Alejo Comneno, había enviado emisarios a Roma para pedir socorro contra los turcos. Las autoridades eclesiásticas habían estado tratando de ponerle coto al espíritu guerrero de los nobles al declarar la Tregua de Dios y la Paz de Dios. La primera establecía ciertos períodos durante los cuales se prohibía guerrear, y que normalmente cubrían las principales fiestas de la iglesia, los domingos, el Adviento hasta la Epifanía, y desde el Miércoles de Ceniza hasta la octava después de la Resurrección. La segunda establecía que ciertos lugares, propiedades y personas quedarían exentos de todas las suertes de la guerra. Pero todo esto no bastaba, y muchas veces no se cumplía. Por tanto, los papas reformadores, y Urbano en particular, buscaban otros medios de poner fin a las interminables escaramuzas entre nobles.

Por otra parte, los últimos años del siglo XI fueron tristes en la mayor parte de Europa occidental. Hubo varios años seguidos en que las cosechas escasearon. En algunas regiones el hambre fue atroz. A ella se sumaron las epidemias. La peste causó grandes estragos. Pero la enfermedad que más se temía, por cuanto no se había conocido antes, fue la de “los ardientes”. Los enfermos sufrían de altísima fiebre, y sus pies y manos se gangrenaban, pudrían y caían en pedazos. Los pocos enfermos que lograban sobrevivir quedaban mutilados, y condenados a una existencia miserable.

En medio de tales circunstancias, no ha de sorprendernos la acogida que tuvo el llamamiento del papa Urbano cuando en el Concilio de Clermont, en Francia, lanzó su famoso llamamiento a la Primera Cruzada. Puesto que Urbano era francés, es de suponerse que su discurso, dirigido a todos los presentes, fue hecho en el idioma del pueblo. Tras referirse a los peligros que atravesaban los cristianos de Oriente por la amenaza turca, el Papa pasó a describir en detalle los horrores que sufrían los peregrinos, la profanación de los lugares sagrados, y la imperiosa necesidad de acudir en socorro de los hermanos griegos. Antes de que terminase su discurso, la multitud comenzó a expresar su aprobacion. Luego el Papa les ofreció una indulgencia plenaria a todos los que murieran en la empresa. Esto quería decir que cualquier pecado, por muy grave que fuese, les sería perdonado, e irían directamente al Paraíso. La muchedumbre continuó expresando su entusiasmo y, al concluir el discurso, rompió a gritar: “¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!”.

El resultado de su llamamiento fue mucho más allá de todas las esperanzas del Papa. Lo que él parece haber deseado era que se comenzasen los preparativos para una gran expedición militar, según los patrones tradicionales, dirigida por los nobles. Pero el resultado inmediato fue una fiebre de entusiasmo que parecía ser tan contagiosa como la plaga. Pronto surgieron numerosos predicadores de la gran empresa. Todos los sueños apocalípticos que por largos siglos habían estado reprimidos en las clases bajas salieron a relucir. Hubo quien tuvo visiones de la Jerusalén celestial, que descendía del cielo, y quedaba suspendida en el Oriente. Otros vieron grandes bandadas de aves, de peces, o de mariposas que se dirigían hacia el este, como indicándoles a los cruzados el camino a seguir. Algunos decían haber recibido sobre el hombro la marca de la cruz, que los declaraba elegidos para la peregrinación militar. Y no faltaban quienes mostraban orgullosos tal señal de la gracia divina.

El más famoso de estos predicadores populares fue Pedro el Ermitaño, cuyo manto de lana raída las multitudes trataban de besar. Su predicación encendida, su fervor contagioso, y su austera pobreza lo hicieron el principal jefe de las multitudes que soñaban con la Tierra Prometida. Se cuenta que muchas gentes tomaban los pelos de su mula, para hacer de ellos reliquias.

Pedro el Ermitaño se paseó por toda Francia, anunciando la Cruzada y llevando en pos de sí una multitud siempre creciente de seguidores entusiastas. Mientras los nobles y los caballeros preparaban cuidadosamente su expedición, esta gente, agobiada por sus circunstancias presentes, sencillamente decidían seguir a Pedro o a algún otro predicador semejante. E iban, más bien que como soldados, como peregrinos y colonizadores. Muchos herraron sus bueyes para la larga marcha, los uncieron a un carretón, y sobre él cargaron a su familia y sus escasas posesiones.

Pedro y sus seguidores pasaron entonces a Alemania, para reclutar todavía seguidores, y se internaron en territorios de los húngaros, donde esperaban ser bien recibidos. Pero los cruzados no llevaban provisiones, y por tanto tenían que sustentarse con lo que tomaban del país. Pronto tuvieron que luchar contra cristianos que trataban de defender sus bienes; primero los húngaros, y después los búlgaros. En estas peripecias, Pedro perdió mucha de su autoridad, y el “ejército” comenzó a desbandarse. Por fin llegaron a las fronteras del Imperio Bizantino, y Alejo Comneno hizo todo lo posible por acelerar su paso a través de él, a fin de evitar incidentes como los ocurridos en Hungría. Con ayuda imperial, los cruzados atravesaron el Bósforo y se internaron en Anatolia. Allí tuvieron sus primeros encuentros con los turcos, que resultaron desastrosos. A la postre, siguiendo los consejos del Emperador, decidieron aguardar al ejército de los nobles antes de intentar tomar la ciudad de Nicea.

En el entretanto, otras bandas de cruzados habían partido de Francia y de otras regiones de Europa. Muchas de estas partidas estaban peor organizadas que la de Pedro el Ermitaño, y ni siquiera esperaron a salir de Alemania antes de entregarse al pillaje. Esto se entiende, pues se trataba de gente desposeída que se consideraban enviadas en una misión divina, y para quienes por tanto la riqueza de los territorios que atravesaban parecía un sacrilegio. Pero el resultado neto fue que muchas de estas bandas fueron aniquiladas por los habitantes del país, y que algunos sobrevivientes quedaron sometidos a condiciones de penuria aún mayor que la que habían sufrido en sus tierras natales.

Además, buena parte de estos “soldados de Cristo” se dedicó a matar judíos. Puesto que iban a tierras lejanas a luchar contra los infieles, ¿por qué no comenzar esa lucha inmediatamente, y matar a los judíos que encontraban a su paso? En Praga, en Metz, en Ratisbona y en Maguncia fueron millares los judíos muertos por los cruzados. Cuando por fin Enrique IV regresó al país después de un viaje a Italia, se prohibieron los abusos contra los judíos. Pero ya el mal estaba hecho.

Mientras aquellas bandadas desorganizadas se dirigían hacia el Oriente, los nobles se preparaban para una expedición militar en regla. El Papa había nombrado a Ademar de Monteil, obispo de Puy, legado suyo, y por tanto jefe de la empresa. Pero de hecho los cruzados partieron de Europa hacia Constantinopla por diversos rumbos. El jefe de los soldados procedentes de la región del Rin, tanto alemanes como franceses, era Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena. Los franceses del sur iban al mando directo de Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa, y los acompañaba Ademar, el jefe espiritual de la Cruzada. Otros franceses seguían a Hugo de Vermandois, hermano del rey Felipe I. Y los normandos del sur de Italia seguían a Bohemundo y Tancredo, dos nobles de la región. Contingentes más pequeños procedentes de otros países (Galicia, Inglaterra, Escandinavia, etc.) se unieron a estos ejércitos principales.

Cada cual por su propio camino, las columnas de cruzados fueron llegando a Constantinopla. Allí el emperador Alejo los recibió con cortesía y toda clase de festejos y donativos. Pero al mismo tiempo se mostró firme, obligándolos a jurarle lealtad, y que cualquier ciudad bizantina que fuese tomada de los turcos volvería a formar parte del Imperio. Cuando los ejércitos partieron de la ciudad, Alejo les proveyó una escolta militar, no sólo para que les sirviera de guía, sino también para evitar que se dedicaran a saquear el territorio que tenían que atravesar. Por todas partes se veían los esqueletos de las primeras oleadas de cruzados, a quienes los turcos habían batido fácilmente. Pedro el Ermitaño y los demás sobrevivientes se sumaron a la empresa de los nobles.

La primera acción militar contra los turcos fue el sitio de Nicea, donde el sultán seleúcida, Kirlik Arslán, tenía su capital. Los turcos no parecen haberles prestado gran atención a las huestes invasoras, posiblemente porque esperaban que fuesen tan fáciles de vencer como lo habían sido las hordas de Pedro el Ermitaño. Cuando descubrieron su error, la ciudad de Nicea estaba sitiada. Un ejército turco que acudió en su auxilio fue derrotado por las tropas de Raimundo de Tolosa, quien ordenó que las cabezas de los enemigos muertos fuesen lanzadas por encima de las murallas de Nicea, para sembrar el pánico entre los defensores.

Pero Nicea estaba junto a un gran lago, y los cruzados, carentes de fuerzas navales, no podían evitar que los sitiados recibieran recursos por esa vía. A petición de los cruzados, el Emperador utilizó una flotilla para cerrar el cerco. La caída de Nicea, la ciudad que había sido sede del Primer Concilio Ecuménico, era inevitable.

Pero Alejo temía la codicia de los cruzados. La mayor parte de la población de Nicea era cristiana, y si la ciudad era tomada sin mayor daño podría ser incorporada fácilmente al Imperio Bizantino. Por tanto, el Emperador abrió negociaciones secretas con los sitiados, quienes le abrieron las puertas que daban al lago, mientras los cruzados atacaban las murallas por tierra. Antes que las murallas cedieran, los atacantes vieron ondear dentro de la ciudad el pendón imperial. Alejo tomó posesión de la ciudad, y no les permitió a los cruzados tomar botín alguno, aunque sí repartió entre ellos comida abundante, además de oro y piedras preciosas tomados del tesoro del Sultán.

De Nicea, los cruzados partieron rumbo a Antioquía. Para la marcha, se dividieron en dos columnas, que marchaban a una jornada de distancia entre sí. Aquella división resultó ser la salvación del ejército, pues el sultán Kirlik había logrado reunir todas sus tropas y preparar una celada en la llanura de Dorilea. Allí el primer ejército fue sorprendido y rodeado. No había modo alguno de escapar de la matanza, y lo único que sostuvo a los cristianos en el combate fue la certeza de que si se rendían les esperaba una suerte peor que la muerte. Desde la madrugada hasta el mediodía se defendieron bajo una lluvia constante de flechas, sin esperanza de victoria. Pero entonces llegó Raimundo de Tolosa al frente del segundo ejército. Antes de atacar, esta otra fuerza se dividió. Mientras Raimundo se lanzó al combate, otro contingente, al mando del obispo Ademar, rodeó el campo a escondidas, tras una elevación del terreno. La carga de Raimundo sorprendió a los turcos, quienes rompieron el cerco alrededor del primer ejército. Este último cobró nuevos bríos, de tal modo que las tropas cristianas se unieron para presentarle un frente común al enemigo. Este comenzaba a reorganizarse cuando de pronto Ademar y los suyos atacaron su retaguardia. La resistencia de los turcos se quebró ante tantas sorpresas, y huyeron despavoridos. La matanza fue enorme, y los cruzados quedaron en posesión del campo de batalla y del campamento del Sultán, con todas sus tiendas y tesoros. El camino hacia Tierra Santa quedaba abierto.

Pero los soldados europeos no contaban con las dificultades del terreno en Anatolia. Durante seis semanas, hasta que llegaron a Iconio, sufrieron sed y toda clase de privaciones. Muchas de las bestias de carga murieron, y el glorioso ejército de la cruz se vio obligado a colocar sus fardos sobre cabras y cerdos. Pero aquella experiencia consolidó la unidad entre tropas procedentes de diversas regiones, que apenas lograban comprenderse entre sí.

Tras dos días de descanso en Iconio, el ejército marchó hasta Heraclea, donde derrotó de nuevo a los turcos. Después se dividió de nuevo, pues unos decidieron tomar hacia Antioquía el camino más corto y peligroso, mientras otros prefirieron hacer un largo rodeo a través de la región de Armenia, donde esperaban recibir apoyo y provisiones de la población cristiana. Cuando por fin los dos cuerpos se reunieron cerca de Antioquía, ambos tenían malas noticias que compartir. Los que habían tomado la ruta de Armenia habían sido bien recibidos por los habitantes del lugar. Pero en los pasos de las montañas habían perdido gran cantidad de vidas, y de animales, armas y provisiones. Los que habían seguido el otro camino tuvieron mejor suerte, pero las desavenencias entre ellos se hicieron insoportables. Frente a los muros de Tarso, Tancredo y Balduino, el hermano de Godofredo de Bouillon, combatieron entre sí. Por fin Balduino decidió abandonar la empresa común y aceptar la oportunidad que le ofrecían los armenios de establecer un condado independiente en Edesa.

El jefe turco de Antioquía se había preparado para el ataque de los cruzados haciendo venir provisiones de toda la región, y pidiendo refuerzos de otros jefes turcos. Los atacantes tuvieron la fortuna de capturar un gran envío de provisiones destinadas a Antioquía, y con ellas restaurar sus fuerzas y su moral. El cerco prometía ser largo, pues Antioquía era todavía una gran ciudad, protegida por una muralla con cuatrocientos torreones. Pero los cruzados tenían víveres, y estaban dispuestos a esperar la rendición de la ciudad. Poco después llegaron varios navíos genoveses, cargados de refuerzos y de vituallas. Desde Chipre, el patriarca exiliado de Jerusalén, Simeón, les enviaba cuanto podía. Mas todo esto no bastaba. A fines del año 1097 no había qué comer en el campamento de los cristianos, mientras los sitiados permanecían firmes y sus provisiones no se agotaban. El ejército cristiano corría peligro de deshacerse. Las deserciones eran cada vez más numerosas. Una noche Pedro el Ermitaño, fogoso y mudable como el apóstol del mismo nombre, abandonó el campamento. Afortunadamente, Tancredo logró capturarlo antes de que los demás siguieran su ejemplo, y lo trajo de regreso al ejército. Otro desertor se topó con Alejo Comneno, quien venía con refuerzos, y lo convenció de que la empresa había fracasado, y las tropas bizantinas se perderían sin remedio.

Cuando Alejo siguió los consejos de los desertores y marchaba de regreso a Constantinopla, la situación en Antioquía había cambiado radicalmente. Un armenio que residía en la ciudad les abrió el paso a los francos, quienes entraron en Antioquía al grito de “¡Dios lo quiere!” Los turcos, tomados por sorpresa, se refugiaron en la ciudadela fortificada que se encontraba en medio de la villa. Los cristianos, tanto cruzados como residentes de Antioquía, se lanzaron a las calles y mataron a todos los turcos que no se refugiaron en la ciudadela con suficiente rapidez.

El entusiasmo de la victoria duró sólo cuatro días. El siete de junio un nuevo ejército turco, al mando de Kerbogat, le puso cerco a Antioquía. Los cristianos se encontraban entonces entre dos fuerzas enemigas, el nuevo ejército que ahora los sitiaba y los antiguos sitiados, que todavía dominaban la ciudadela. La situación era desesperante; el hambre, insoportable. El largo sitio, y la enorme matanza, habían dado lugar a epidemias terribles.

Fue entonces cuando un humilde campesino provenzal, llamado Pedro Bartolomé, fue a ver a los jefes de la Cruzada para confiarles las visiones que había tenido. En ellas San Andrés y el propio Jesucristo se le habían aparecido, y le habían dicho que la lanza que había herido el costado del Señor se hallaba enterrada bajo la iglesia de San Pedro, allí mismo, en Antioquía. Al principio los jefes no le prestaron atención. En aquel ejército abundaban las visiones. Pero después el sacerdote Esteban tuvo otras revelaciones en las que parecía confirmarse lo que Pedro Bartolomé había dicho. Por fin los jefes decidieron ir a buscar la Santa Lanza. Todo el día cavaron donde Pedro Bartolomé les indicó. Estaban dispuestos a abandonar la búsqueda cuando el visionario saltó al hoyo y besó algo que apenas se veía en el fondo. Con redoblado ánimo, los que cavaban exhumaron lo que el vidente les indicaba, ¡y descubrieron que era una lanza!

Un frenesí se posesionó del ejército. En otra visión, Pedro Bartolomé recibió el mandamiento de que los cruzados ayunaran por cinco días, y después atacaran a los que los cercaban. Cuando, después del período de ayuno, aquel ejército casi delirante se lanzó sobre los turcos, con la Santa Lanza como estandarte, las tropas de Kerbogat huyeron despavoridas. En medio del desorden, fueron miles los turcos que murieron, mientras sus enemigos los perseguían sin tregua. El ejército turco quedó deshecho. Por fin, los cruzados regresaron al campamento del enemigo, para tomar el botín de guerra. Allí encontraron numerosas mujeres que los turcos habían traído consigo, y un cronista nos cuenta que era tal el fervor de aquellos soldados cristianos que “no les hicimos nada malo, sino sólo matarlas a lanzadas”.

La conquista de Antioquía no facilitó la empresa de los cruzados. Bohemundo quería la ciudad para sí, de igual modo que Balduino antes había tomado a Edesa. Raimundo de Tolosa insistía en el juramento hecho al emperador bizantino. Tales disensiones demoraban la marcha sobre Jerusalén. Por fin el ejército, que veía su entusiasmo refrenado, amenazó a los nobles, diciéndoles que puesto que Antioquía parecía causar tales contiendas lo mejor sería destruir sus murallas, para que nadie se dejase llevar por la ambición. Ante tales amenazas, los nobles hicieron unas paces forzadas. Bohemundo quedó en Antioquía, en tanto que Raimundo y el grueso del ejército proseguían hacia Jerusalén. Pero antes de salir Raimundo ordenó la destrucción de las defensas, y le prendió fuego a la ciudad. Ademar de Puy, el único capaz de mantener unidos a aquellos nobles de ambiciones discordantes, había muerto de la fiebre en Antioquía. No había ahora más jefes religiosos reconocidos que los visionarios al estilo de Pedro Bartolomé.

Según se acercaban al final de su larga peregrinación, la gente del pueblo insistía cada vez más en que se apresurara la marcha. Pero los nobles, acostumbrados como estaban a guerrear en pos de botín y tierras, querían detenerse a cada paso para asediar una ciudad o tomar una fortaleza. Al llegar a Trípoli, el emir de esa ciudad los recibió cortésmente y les prometió pagar fuerte tributo. Pero Raimundo pensó que quizá se lograría un pago más elevado si antes de hacer un trato tomaban la fortaleza de Arca. El ejército se resistía a esta nueva demora. Godofredo de Bouillon, quien había salido en una breve expedición, se unió de nuevo al grueso de las tropas, y tomó el partido del pueblo. Era necesario continuar de inmediato la marcha hacia Jerusalén.

Pedro Bartolomé, el visionario que había llevado al descubrimiento de la Santa Lanza, tuvo una nueva revelación, en la que se le dijo que la expedición no debía tardar más en el camino. Si iban a tomar Arca, debían hacerlo de inmediato, mediante un ataque frontal, y continuar inmediatamente hacia la Ciudad Santa. Raimundo y los suyos no le prestaron atención. El vidente se declaró pronto a probar su visión mediante el fuego. El Viernes Santo, a prima tarde, cuarenta mil testigos se reunieron para presenciar las ordalías. Dos piras fueron encendidas. Entre ellas había un pasadizo estrecho de unos cuatro metros de largo, por donde debía transitar el presunto profeta. Este, tras pedir la ayuda del cielo, tomó la Santa Lanza, y con paso firme y decidido se adentró entre las llamas. Allí lo vieron cuarenta mil testigos pasearse lentamente, hasta que salió al otro lado. Sobre lo que sucedió entonces los cronistas difieren. Hay quien dice que el falso profeta cayó exánime al otro lado, y que esa noche murió a consecuencia de sus quemaduras. Pero la versión que se difundió entre los cruzados era que, al verlo salir ileso de las llamas, el pueblo se lanzó sobre él, para tratar de tocarlo, o de obtener un pedazo de sus ropas a modo de reliquia, y que el tumulto fue tal que sus propios seguidores le quebraron varios huesos, a consecuencia de lo cual murió esa noche.

En todo caso, la mayoría de los cruzados no estaba dispuesta a continuar el sitio de Arca, que pronto fue levantado. A regañadientes, Raimundo siguió el impulso incontenible que parecía arrastrar a aquel ejército hacia Jerusalén. Pero el resultado de su ambición fue que perdió el apoyo con que antes había contado entre los soldados. Su lugar fue tomado por Godofredo de Bouillon, que en el momento propicio había insistido en la necesidad de continuar la marcha hacia Jerusalén.

Por fin, el 7 de junio de 1099, desde la colina que recibió el nombre de Montjoie (es decir, monte del gozo), los cruzados atisbaron las murallas de la Ciudad Santa. Pero aquellas murallas, hasta entonces tema de sus sueños, pronto se convirtieron en una pesadilla.

Quienes ocupaban a Jerusalén no eran turcos, sino árabes procedentes en su mayoría del Egipto. Al principio, los gobernantes fatimitas del Egipto habían visto con buenos ojos las victorias de los cruzados sobre los turcos. Pero ahora, aprovechando esas victorias, decidieron emprender la conquista de los territorios que los turcos habían ocupado, y que anteriormente habían estado en manos árabes. Atacado a la vez por los cruzados y por los fatimitas, el poderío de los turcos seleúcidas desapareció. Pero esto a su vez dejó a los cruzados en confrontación directa con los fatimitas.

Los defensores de Jerusalén habían tomado buenas medidas para su resguardo. Sus almacenes y cisternas estaban llenos. Todos los cristianos fueron echados de la ciudad, tanto para evitar que traicionaran a los defensores como para asegurarse de que las provisiones duraran más tiempo. Al mismo tiempo, los jefes árabes envenenaron todos los pozos de los alrededores, destruyeron las cosechas y arrasaron todo lo que pudiera ofrecerles el más mínimo abrigo a los cruzados.

Cuando éstos llegaron al término de su viaje, tuvieron que enfrentarse a las nuevas dificultades que los árabes les habían preparado. El único lugar cerca de la ciudad donde había agua era el estanque de Siloé. Pero aun allí el agua era tan escasa que los animales y la gente se pisoteaban por alcanzarla, y pronto se volvió fétida por los cadáveres. Aparte de aquel lugar, el agua más próxima se encontraba a varias leguas de distancia, y fue necesario que buena parte de los cruzados se dedicara a traerla para los que se ocupaban de cercar la ciudad. Además, no había madera para construir las torres y demás artefactos necesarios para el asedio. Luego, otro contingente fue enviado hasta las cercanías de Samaria, de donde se trajeron los troncos necesarios. Poco después una flota genovesa llegó a un puerto cercano con refuerzos y provisiones. Aunque la pequeña escuadra fue sorprendida en puerto por los árabes, y destruida, sólo los barcos se perdieron. Los refuerzos, junto a los marineros y las provisiones, aliviaron la condición de los cruzados. Muchos de los marineros eran también buenos carpinteros, y la construcción de los instrumentos de asedio se aceleró.

A principios de julio llegaron noticias de que un ejército árabe se dirigía a Jerusalén. Si el sitio duraba mucho más, los cruzados se verían atrapados entre las murallas y ese nuevo ejército. Entonces alguien tuvo una visión. El difunto obispo Ademar de Puy se le apareció y le dijo que para tomar la ciudad el ejército debía hacer penitencia, marchar descalzo alrededor de ella y ayunar, y luego atacarla con todas sus fuerzas.

La mañana del 8 de julio los árabes que guardaban las murallas se dieron el gusto de burlarse de aquellos soldados, supuestamente valerosos, que marchaban descalzos alrededor de la ciudad en pos de los obispos y el resto del clero, lamentándose y entonando himnos plañideros. Pero el 12 las torres estaban listas para el asalto. Frente a ellas, los defensores reforzaron las murallas. Esa noche, a cubierto de la oscuridad, los cruzados desmantelaron las torres, y las transportaron de tal modo que quedaron frente a los puntos más débiles de las murallas. En la madrugada del 13, el ataque empezó. Todo ese día, y el siguiente, la batalla continuó, sin que los atacantes lograran abrir brecha entre los defensores. Las bajas eran enormes en ambos ejércitos. Las fuerzas flaqueaban.

Por fin, en la mañana del 15, el caballero Leotoldo, del ejército de Godofredo de Bouillon, logró saltar el parapeto y posesionarse de una pequeñísima porción de la muralla. Pronto lo siguieron Godofredo, Tancredo y otros. Por aquella brecha el ejército cruzado se abrió paso. La resistencia se deshizo. El pánico cundió entre los defensores. En otros lugares se abrieron nuevas brechas. ¡Jerusalén estaba de nuevo en manos cristianas! Entonces aquellos soldados de Cristo se dedicaron a la venganza. Todos los soldados sarracenos fueron muertos, y la población civil no sufrió mejor suerte. Muchas mujeres fueron violadas.

A otras se les arrancaron los niños de pecho, para estrellarlos contra las paredes. Los judíos habían acudido a la sinagoga. Los cruzados le prendieron fuego al edificio, y los mataron a todos. Según cuenta un testigo ocular, la carnicería fue tal que en el Pórtico de Salomón la sangre llegaba a las rodillas de los caballos. Cuando por fin terminó la matanza, y se decidió que era hora de enterrar los cadáveres, los sobrevivientes entre los sarracenos eran tan pocos que fue necesario pagarles a los cristianos más pobres para que se ocuparan de la tétrica labor.

Historia posterior de las cruzadas

Tras el baño de sangre, los cruzados se dedicaron a organizar sus conquistas. Si bien unos meses antes el jefe natural parecía haber sido Raimundo de Tolosa, ahora lo era Godofredo de Bouillon, quien fue elegido rey de Jerusalén. Algunos cronistas antiguos cuentan que Godofredo se negó a tomar el título real en la ciudad donde el Rey de Reyes había muerto, y que por tanto se llamó sólo “protector del Santo Sepulcro”. En todo caso, cuando su hermano Balduino lo sucedió poco después (año 1100), sí tomó el título de rey.

Así quedó establecido el Reino de Jerusalén, organizado según los patrones feudales franceses, y cuyos principales vasallos eran el Príncipe de Antioquía (Bohemundo) y los condes de Edesa (Balduino) y de Trípoli (Raimundo de Tolosa).

Empero muchos de los que habían marchado en aquella Primera Cruzada no tenían intención de permanecer en el Oriente.

Tan pronto como Jerusalén fue conquistada consideraron que su labor había terminado, y se dedicaron a cumplir los ritos prescritos para los peregrinos, para después partir. A duras penas Godofredo pudo retener suficientes caballeros para enfrentarse al ejército sarraceno que marchaba hacia Jerusalén. Este fue derrotado en Ascalón. Pero la partida de muchos de los caballeros dejaba al Reino de Jerusalén en situación precaria.

El resultado de esto fue un llamado constante a Europa para que se enviaran refuerzos. Así las cruzadas se volvieron una institución militar y religiosa. Continuamente partían hacia Tierra Santa contingentes en los que se mezclaban las motivaciones de aventura con el espíritu de penitencia. Luego, cuando los historiadores se refieren a la Segunda Cruzada, la Tercera Cruzada, etc., los acontecimientos que narran son sólo los puntos culminantes de un movimiento ininterrumpido que cautivó la imaginación de la cristiandad occidental durante varios siglos. Además, esas cruzadas, por así decir, “oficiales” han sido objeto de atención especial porque fueron dirigidas por los reyes y los poderosos. Pero siempre existió la corriente popular, representada en la Primera Cruzada por Pedro el Ermitaño y por las varias bandas de cruzados pobres que les siguieron a él y a otros predicadores semejantes. Entre las masas, el espíritu apocalíptico y mesiánico de las cruzadas perduró por varias generaciones. De algún modo, esas masas escucharon ecos de la predilección de las Escrituras por los pobres (tema que no se predicaba en su época) y frecuentemente se convencieron de que eran ellas quienes debían traer el reino de Dios. Un tema semejante puede verse en las repetidas cruzadas de niños. Puesto que la inocencia era el mejor medio de merecer el favor divino, se pensaba que estaba reservado a niños inocentes el vencer a los infieles, mediante la intervención milagrosa del cielo. Luego, cada vez que se encendía el fervor popular, grandes columnas de niños marchaban hacia Tierra Santa, sin lograr otro resultado que morir en el camino o ser hechos esclavos por los señores cuyos territorios tenían que atravesar. Toda esta historia de religiosidad popular, de esperanzas de redención y de visiones apocalípticas queda eclipsada cuando los historiadores se ocupan tan sólo de las cruzadas “oficiales”.

Hecha esa salvedad, y a modo de breve bosquejo de los acontecimientos posteriores, pasemos a considerar las cruzadas que los historiadores enumeran. La Segunda Cruzada tuvo lugar en respuesta a la caída de Edesa, tomada por el sultán de Alepo en el 1144. Generalmente se dice que el gran predicador de aquella cruzada fue Bernardo de Claraval (el mismo de quien tratamos en el primer capítulo de esta sección). Pero lo cierto es que cuando Bernardo comenzó su predicación ya había otros dedicados a la misma tarea, aunque con una perspectiva muy distinta. De éstos el más famoso era el fraile Rodolfo, un personaje muy parecido a Pedro el Ermitaño.

La predicación de Rodolfo era eminentemente popular y escatológica. El Anticristo estaba a punto de venir. Los pobres, sin esperar el mandato de los nobles, debían partir inmediatamente hacia Tierra Santa, donde el gran conflicto final tendría lugar. De camino, era necesario destruir a los judíos, pueblo contumaz rechazado por Dios. Con este mensaje, Rodolfo iba de región en región. Se decía que poseía el don pentecostal, pues en todas partes la gente lo entendía. Doquiera Rodolfo predicaba, los espíritus se enardecían, la gente abandonaba los campos para marchar a Tierra Santa, y las vidas de los judíos peligraban.

La predicación de Bernardo fue todo lo contrario. De hecho, el monje de Claraval parece haberle dedicado tanta atención a refutar a Rodolfo como le dedicó a la cruzada misma. Según él, la predicación no ha de ser tal que altere la vida ordenada de las masas, y ha de tener lugar sólo con el consentimiento de las autoridades eclesiásticas. Rodolfo se equivocaba en sus expectaciones apocalípticas y en su odio a los judíos. Pero ésos no eran sus errores fundamentales. Su error fundamental consistía en romper la disciplina de la iglesia y de la sociedad. Por su parte, Bernardo se dedicó a predicarles a los poderosos. Poco antes el rey de Francia, Luis VII, había prometido marchar en peregrinación armada a Tierra Santa, para cumplir el voto que su difunto hermano Felipe no había podido guardar. Ahora Bernardo se dedicó a reclutar caballeros que siguieran al Rey a la guerra santa. Además viajó a Alemania, donde por fin persuadió al emperador, Conrado III, a unirse a la empresa.

Cuando por fin los ejércitos partieron, bajo las órdenes del Emperador y del Rey, contaban con casi 200.000 hombres, de los cuales más de la cuarta parte eran ineptos para portar armas. Después de pasar por Constantinopla, los alemanes siguieron por tierra hasta Dorilea, donde los turcos les infligieron una aplastante derrota. Con parte de sus tropas, el Emperador regresó a Constantinopla, y de allí se embarcó hacia San Juan de Acre. El resto de su ejército, al mando de su hermano Otón, fue destrozado en las cercanías de Laodicea. En el entretanto los franceses habían sido derrotados también por los turcos, y Luis VII se embarcó para Antioquía con parte de sus tropas. Las demás, entre las que se encontraban los pobres que se habían unido a la empresa, sencillamente quedaron a merced de los turcos, quienes redujeron a esclavitud a los que no mataron. El príncipe de Antioquía, Raimundo de Aquitania, era tío de Leonor, la esposa de Luis. Allí los franceses fueron bien recibidos, hasta que el Rey comenzó a sospechar de las relaciones entre su esposa y el Príncipe. Cuando Leonor pidió la anulación de su matrimonio, Luis decidió partir hacia Jerusalén, forzando a su esposa a seguirlo.

El Rey Balduino III de Jerusalén persuadió a Luis y a Conrado, que también había llegado a la Ciudad Santa, para que emprendieran la toma de Damasco, que nunca había sido conquistada por los cristianos. Hacia allá partieron los cruzados. Pero cuando vieron que el sitio sería prolongado y penoso desistieron de su empresa. El Emperador decidió que era tiempo de regresar a Europa. Poco después el rey Luis hizo lo mismo. La Segunda Cruzada había terminado.

Por breve tiempo pareció que el Reino de Jerusalén tenía su futuro asegurado. Los musulmanes no lograban ponerse de acuerdo entre sí, y el rey de Jerusalén, Amalarico I, extendió su poderío hasta el Cairo. Pero tales logros fueron efímeros. El nuevo sultán de Egipto, Saladino, consolidó bajo su poder las fuerzas musulmanas, y en el 1187 tomó a Jerusalén.

La noticia conmovió a la cristiandad, y el papa Gregorio VIII convocó a una nueva cruzada. Esta Tercera Cruzada fue dirigida por tres soberanos: el emperador Federico Barbarroja, el rey de Inglaterra Ricardo Corazón de León, y el rey de Francia, Felipe II Augusto. Se trataba cada vez más de una empresa aristocrática. En esta ocasión, sobre la base de las lecciones aprendidas en episodios anteriores, se prohibió que cualquier persona que no pudiese cubrir todos sus gastos durante dos años de campaña marchase con los cruzados. Pero a pesar de ello millares de pobres se lanzaron al camino. Al mismo tiempo, se estableció el diezmo para la Tierra Santa, que era un impuesto adicional que todos, tanto pobres como ricos, debían pagar. Pronto hubo quejas en el sentido de que los pobres pagaban los gastos de guerra de los poderosos, y sin embargo no se les permitía marchar con el ejército, ni recibir los bienes espirituales que esa marcha conllevaba.

La Tercera Cruzada fue otro fracaso. Federico Barbarroja se ahogó, y su ejército se deshizo. Muchos regresaron a Alemania, otros se unieron a los demás cruzados frente a San Juan de Acre, y muchos murieron a manos de los musulmanes. Los pobres que marchaban por cuenta propia se unieron a los cristianos de Palestina y a los restos del ejército alemán, y sitiaron a San Juan de Acre. Algún tiempo después Ricardo Corazón de León y Felipe Augusto se sumaron a sus fuerzas. Se dice que llegó a haber más de medio millón de sitiadores. Por fin, tras dos años de asedio, la ciudad se rindió. Pronto Felipe Augusto inventó excusas para regresar a Francia, donde esperaba aprovecharse de la ausencia de Ricardo para apoderarse de las posesiones inglesas en el continente. Por su parte, Ricardo Corazón de León permaneció algún tiempo en Tierra Santa, donde se volvió una figura legendaria.

Pero su único logro militar fue obligar a Saladino a levantar el sitio de Jafa. Por fin, en vista de las noticias alarmantes que le llegaban de Francia e Inglaterra, decidió regresar a su reino. Antes, firmó un pacto con Saladino en el que éste se comprometía a respetar a los peregrinos cristianos que vinieran con intenciones pacíficas. Además le dejó la isla de Chipre, que había conquistado, al depuesto rey de Jerusalén, Guido de Lusignan.

El regreso de Ricardo Corazón de León a sus posesiones fue accidentado. Para no evitar pasar por los territorios de Felipe Augusto, tomó el camino que llevaba a través de Austria. Pero allí fue hecho prisionero, y el Emperador no le permitió proseguir hasta que se declaró vasallo suyo y le prometió un enorme rescate.

Si bien las dos cruzadas anteriores no tuvieron grandes resultados positivos, la próxima los tuvo negativos. La Cuarta Cruzada fue convocada por Inocencio III, en quien, según veremos más adelante, el poder del papado llegó a su apogeo. Lo que pretendía en este caso no era dirigirse a Tierra Santa, sino atacar a los musulmanes en el centro mismo de su poder, en Egipto. Se esperaba que de ese modo la reconquista de Jerusalén sería más fácil y duradera. Esta vez, en lugar de dejar la empresa en manos de los príncipes, el Papa se declaró su único jefe legítimo, señalando cómo en la Tercera Cruzada los intereses temporales de los reyes habían llevado al desastre. Al igual que en la Primera Cruzada, los soldados de Cristo marcharían bajo las órdenes directas de los legados papales.

El más famoso predicador de esta nueva aventura fue Foulques de Neuilly, hombre de origen humilde que nos recuerda a Pedro el Ermitaño. Aunque en su vestimenta era más moderado que Pedro, y evitaba llevar las ropas sucias y raídas por las que el Ermitaño se había hecho famoso, en su predicación Foulques era mucho más radical. Su gran tema era la usura. En aquella época el desarrollo de la economía monetaria había dado lugar al sistema, tan común para nosotros, en que el dinero, además de ser medio de cambio, es objeto de comercio. Los ricos utilizaban su dinero para hacerse más ricos, al tiempo que quienes se veían obligados a tomar prestado quedaban empeñados para el resto de sus vidas. Contra esta creciente práctica inhumana Foulques arremetió valientemente. La riqueza mal habida, lograda mediante la explotación de los débiles, ha de ser devuelta y repartida entre los pobres, quienes son los elegidos de Dios.

Aquella predicación inflamada pudo haber causado la condenación del predicador en cualquier otro tiempo. Pero una de las características más notables de Inocencio III era la de saber retener en el seno de la iglesia, y utilizar para sus propósitos jerárquicos, a los elementos al parecer más anárquicos. Según veremos más adelante, esto fue lo que hizo con San Francisco de Asís. En el caso de Foulques, el Papa le encomendó la predicación de la nueva cruzada. Esto era del agrado de Foulques, quien inmediatamente se dedicó a anunciar una gran empresa en la que los pobres, por razón de la elección divina, eran los únicos capaces de derrotar a los infieles. A fin de sostenerlos, Foulques recaudó “el tesoro de la Cruzada”. Luego todo guerrero hábil, por muy pobre que fuese, podía participar directamente de aquel proyecto. Y los que no podían acudir personalmente podían ofrecer su apoyo económico, aunque fuese tan pequeño como la ofrenda de la viuda.

Así reunió un gran ejército, tanto de pobres como de nobles, dispuesto a marchar bajo la dirección del Papa. Para proveerles transporte, se negoció con la República de Venecia, cuya flota debía llevarlos a Egipto. En pago por ese servicio, los venecianos pedían que, camino a Egipto, los cruzados se detuvieran en una ciudad que los húngaros les habían arrebatado, y se la devolvieran a Venecia. Al principio Inocencio se opuso al uso de los soldados de Cristo contra los húngaros, que eran también cristianos. Pero a la postre, temeroso de que el ejército se deshiciera antes de embarcarse, accedió. Los cruzados reconquistaron la ciudad, se la devolvieron a los venecianos, y se prepararon a proseguir su camino.

Pero en el entretanto otras negociaciones secretas estaban teniendo lugar. El trono de Constantinopla estaba en disputa, y uno de los pretendientes le había pedido a Inocencio que lo apoyara, y le prometió que cuando se ciñera la corona colocaría a la iglesia griega bajo la autoridad papal. Inocencio le prometió ayuda, pero rechazó su plan de que los cruzados, antes de ir a Egipto, pasaran por Constantinopla y pusieran sobre el trono al protegido del Papa. A pesar de la negativa del Pontífice, las negociaciones continuaron con los cruzados. El pretendiente, que se llamaba Alejo, les prometió participar con ellos en la cruzada, y mantener en Tierra Santa un destacamento de al menos quinientos caballeros. Además, parece que buena cantidad de oro bizantino pasó a manos de varios de los jefes de la cruzada. El hecho es que ésta, en lugar de dirigirse directamente a Egipto, fue a Constantinopla, donde hizo coronar a Alejo IV. Pero éste no fue capaz de sostenerse en el poder, ni de cumplir las promesas hechas a quienes se lo habían dado. A los pocos meses fue depuesto por Alejo V. Los cruzados aprovecharon esta coyuntura para tomar la ciudad por segunda vez, deponer al nuevo emperador, dedicarse al saqueo, y por fin elegir otro emperador. Este soberano, electo por un colegio de seis venecianos y seis franceses, era Balduino de Flandes.

Así se fundó el Imperio Latino de Constantinopla, que pretendía ser la continuación del Imperio Bizantino. Inmediatamente se nombró también un patriarca latino, y de ese modo, en teoría al menos, las iglesias de Oriente y de Occidente quedaron unidas, bajo la obediencia del Papa. Al principio, éste no recibió con agrado las noticias de lo que los cruzados habían hecho. Pero a la postre aceptó los hechos consumados, y llegó a pensar que la divina Providencia, en su inescrutable sabiduría, había utilizado este medio para reunir la iglesia bajo una sola cabeza.

Empero los bizantinos no aceptaron aquel atropello como un hecho consumado. Balduino y sus sucesores pudieron ejercer su autoridad mayormente en la porción europea del Imperio. Aun allí, el Epiro se hizo independiente bajo el “déspota” —entiéndase “soberano”— Miguel I. Su sucesor, Teodoro, tomó a Tesalónica en el 1224 y allí se hizo coronar emperador. Este Imperio Bizantino de Tesalónica duró hasta el 1246. En el entretanto, los bizantinos del Asia Menor, bajo la dirección de Teodoro Láscaris, fundaron el Imperio Bizantino de Nicea. A pesar de tener que luchar contra los turcos del Sultanato de Iconio al este, y los latinos al oeste, este imperio perduró y a la larga se impuso. En el 1246 se adueñó de Tesalónica y en el 1261, de Constantinopla.

La aventura latina en Constantinopla había terminado. Pero su precio fue altísimo, pues a partir de entonces los bizantinos vieron con gran recelo a los occidentales. Además, su poderío quedó quebrantado, lo cual facilitó la conquista de Constantinopla por los turcos otomanos en el 1453.

La Quinta Cruzada fue dirigida por el “rey de Jerusalén”, Juan de Brienne. Aunque desde varios años antes los cristianos habían perdido a Jerusalén, todavía se conservaba ese título. Con el fin de recobrar su supuesta ciudad capital, Juan capitaneó esta cruzada, que atacó primero a Egipto. Su único logro fue tomar la plaza de Damieta, en el 1220.

La Sexta Cruzada fue dirigida por un emperador excomulgado, y a pesar de ello dio mejores resultados que casi todas las anteriores. El emperador Federico II había hecho voto de participar en una cruzada. Sus muchas demoras, y otros motivos de tensión, llevaron a Gregorio IX a excomulgarlo y a declarar que cualquier expedición dirigida por él tendría lugar en desobediencia al papado. La respuesta del Emperador fue emprender entonces lo que por tanto tiempo había postergado. En Tierra Santa, hizo con el sultán un tratado mediante el cual el Emperador recibía Jerusalén, Belén, Nazaret y los caminos que unían a esas ciudades con San Juan de Acre. A cambio de ello, Federico se comprometía a respetar la vida y hacienda de los musulmanes, y a evitar que los cristianos enviaran nuevas expediciones contra el Egipto. Después el Emperador entró en la Ciudad Santa y, al no encontrar quien estuviera dispuesto a hacerlo, él mismo se coronó rey de Jerusalén. Al recibir noticias de lo acontecido, Gregorio se enfureció, y protestó contra lo que para él era una confabulación satánica entre un soberano cristiano y el infiel. Pero las masas de Europa vieron en Federico al “libertador de Jerusalén”, y como tal lo recibieron.

La Séptima Cruzada fue emprendida por Luis IX de Francia (San Luis), e iba dirigida contra Egipto. Su único resultado fue la reconquista de Damieta, que se había perdido. Pero en Mansura el rey y buena parte de su ejército fueron hechos prisioneros, y se les obligó a pagar un fuerte rescate. La Octava Cruzada, dirigida también por San Luis, terminó cuando éste murió de la peste en Túnez, en el año 1270.

En resumen, las cruzadas fueron un gran movimiento en que el fervor popular se mezcló con las ambiciones de los grandes. Juzgadas a base de sus propios objetivos, puede decirse que excepto la primera y la sexta, todas fracasaron. Pocos años después la única huella visible del paso de los cruzados por la Tierra Santa era algún castillo o templo en ruinas. Pero a pesar de ello las cruzadas tuvieron grandes consecuencias.

Las órdenes militares

Una de las consecuencias más notables de las cruzadas fue la formación de las órdenes militares. Estas eran órdenes monásticas, con los votos tradicionales de pobreza, obediencia y castidad. Pero su característica peculiar era que, siguiendo el espíritu de las cruzadas, se dedicaban a la guerra. Luego, en este fenómeno vemos un ejemplo más de la increíble flexibilidad del monaquismo. El viejo movimiento de los ascetas de Egipto ha tomado muy variadas funciones en diversos tiempos. Unas veces ha sido el brazo misionero de la iglesia; otras, su cerebro; pero en este caso se volvió el brazo que tomó la espada para defender a los peregrinos.

La orden de San Juan de Jerusalén se inició cuando un grupo de monjes que estaba a cargo de un hospital en Jerusalén decidió dedicarse también a proteger a los peregrinos que viajaban de Jafa a la Ciudad Santa. Se les conoce también como “hospitalarios” y como “caballeros de Malta”, porque después que cayó la última fortaleza cristiana en Tierra Santa, en el 1291, se trasladaron a Rodas y de allí a Malta. Sobre el hábito monástico, cortado de tal modo que les fuera fácil cabalgar, llevaban la cruz que se conoce como “cruz de Malta”.

La orden de los templarios y la de los caballeros teutónicos siguieron un patrón semejante. A fines del siglo XII los caballeros teutónicos se trasladaron a Alemania, y desde esa base se dedicaron a forzar la conversión de los eslavos y otros pueblos vecinos.

Cada una de estas órdenes tenía un “gran maestro”, que era a la vez ministro general de la orden monástica y general en jefe de sus ejércitos. Después de terminadas las cruzadas, muchas de estas órdenes militares se dedicaron a intrigas políticas en Europa. Por esa razón, y porque sus riquezas eran muchas, varios reyes las suprimieron en sus países, y confiscaron sus bienes.

Otras consecuencias de las cruzadas

Las cruzadas tuvieron importantes consecuencias para la vida de la iglesia y de toda Europa. La primera de estas consecuencias fue la enemistad creciente entre el cristianismo latino y el oriental. En sus inicios, las cruzadas surgieron, en parte al menos, del deseo de acudir en auxilio del Imperio Bizantino, amenazado por los turcos. A la postre probaron que los latinos eran también una seria amenaza para ese Imperio. Esta enemistad no se limitó al plano político. Los cristianos griegos, al ver los desmanes cometidos contra ellos por sus supuestos hermanos de Occidente, quedaron convencidos de que no querían unión ni trato alguno con tal gente. Hasta entonces, muchos griegos habían sospechado que el cristianismo occidental tenía algo de herético. A partir de las cruzadas, no les cupo la menor duda.

Las cruzadas también actuaron en perjuicio de los cristianos que vivían en tierras de musulmanes. Casi todos los gobernantes islámicos se habían mostrado relativamente tolerantes para con los cristianos y los judíos. Pero durante las cruzadas fueron muchos los cristianos que traicionaron a sus gobernantes musulmanes, y aún más los que se unieron a los cruzados en las matanzas de turcos y árabes en las ciudades conquistadas. En consecuencia cuando el poder islámico quedó restaurado, y las Cruzadas perdieron su ímpetu, los seguidores del Profeta se mostraron mucho menos tolerantes que antes. En varios lugares hubo matanzas de cristianos, y en todo el Cercano Oriente se aplicaron con mayor rigidez las leyes que los colocaban en desventaja frente a los musulmanes. A la larga, el resultado de todo esto fue que las viejas iglesias de la región perdieron muchos de sus contactos con el resto de la cristiandad, y se volvieron pequeños núcleos cuya principal preocupación era sobrevivir y conservar sus tradiciones.

En Europa occidental, las cruzadas contribuyeron al creciente poder del papa. Puesto que, en teoría al menos, estas grandes empresas militares estaban bajo el mando del papa, quien las convocaba y cuyos representantes debían ser sus jefes, el papa se convirtió cada vez más en una autoridad internacional, capaz de juzgar entre los soberanos de diversas naciones. Cuan Urbano II convocó la Primera Cruzada, su autoridad estaba en duda, sobre todo en Alemania, donde continuaban los conflictos entre el papado y el Imperio. Cuando la Cuarta Cruzada tomó a Constantinopla, Inocencio III, que a la sazón ocupaba trono de San Pedro, gozaba de un poder nunca antes alcanzado por papa alguno.

En lo que se refiere a la devoción, las cruzadas tuvieron también grandes consecuencias para la cristiandad occidental. Los viajes constantes a Tierra Santa, y las historias prodigiosas que de allá venían, despertaron en la gente el deseo de comprender más de cerca la realidad física de Jesús, de los profetas, y de los grandes héroes del Antiguo Testamento. No es por pura coincidencia que Bernardo de Claraval, el predicador de la Segunda Cruzada, fue también un gran místico dedicado a la contemplación de la humanidad de Cristo. A partir de entonces, buena parte de la devoción se vertió hacia esa contemplación. Se escribieron meditaciones, poemas y sermones en los que se narra con todo detalle cada uno de los episodios de la pasión. Por la misma razón, el culto de las reliquias, que tenía viejas raíces, se acrecentó. De Tierra Santa venían supuestos pedazos de la Santa Cruz, huesos de los patriarcas, dientes de Juan el Bautista, leche de la Virgen, etc., etc.

También la vida intelectual sufrió el impacto de las cruzadas. Del Oriente llegaron nuevas ideas. Algunas de ellas consistían en viejas herejías que de algún modo habían subsistido en el Oriente, y contra las cuales la iglesia occidental tuvo que luchar. De éstas la más notable fue la de los albigenses. Durante siglos, había habido en Bulgaria un fuerte grupo de herejes cuyas doctrinas eran semejantes a las de los antiguos maniqueos, y que recibían el nombre de “bogomiles”. Estos eran dualistas, que creían que el espíritu era bueno y la materia era mala, y que por tanto rechazaban tanto el Antiguo Testamento como la encarnación de Dios en Jesucristo. Para ellos, Jesús era un mensajero celestial que, sin tener carne humana, había venido a traernos el mensaje de salvación. En Bulgaria, los bogomiles tenían sus propios obispos, cultos y ordenaciones. A través del contacto que las cruzadas produjeron, el bogomilismo se introdujo en Europa occidental. Allí sus principales centros estuvieron en el norte de Italia y el sur de Francia. Puesto que la ciudad de Albi fue el más famoso de esos centros, los bogomiles fueron llamados “albigenses”, además de “cátaros”, que quiere decir “puros”.

Los albigenses parecen haber apelado al entusiasmo religioso popular de la época. Mucho del ímpetu que antes había llevado a los “patares” en su oposición al matrimonio eclesiástico se derramó ahora a favor del catarismo, sobre todo por cuanto los cátaros, en su aversión a la materia, rechazaban el matrimonio. Entre las clases bajas del sur de Francia, exacerbadas por los ideales de la reforma gregoriana, pero al mismo tiempo excluidas de toda participación activa en la vida de la iglesia, el movimiento avanzó a pasos agigantados. El conde Raimundo IV de Tolosa salió en su defensa.

La reacción contra los albigenses no se hizo esperar. Esa reacción tomó tres formas principales. Las dos primeras son de tanta importancia que hemos de tratar de ellas separadamente en otras secciones de esta historia. Se trata de la Inquisición y las órdenes mendicantes. La tercera, dado el espíritu de la época, era de esperarse. Consistió en una gran cruzada que Inocencio III promulgó. En el 1209, los ambiciosos nobles del norte de Francia, so pretexto de suprimir la herejía, se lanzaron sobre el sur del país. Las matanzas, tanto de albigenses como de cristianos ortodoxos, fueron enormes. Varias ciudades quedaron totalmente destruidas. A partir de entonces, el catarismo perdió su impulso inicial, aunque siguió habiendo albigenses dispersos por diversas regiones de Europa occidental por lo menos hasta el siglo XV.

El impacto intelectual de las cruzadas no se limito a la introducción de la herejía. También llegaron a Europa ideas filosóficas, principios arquitectónicos y matemáticos, prácticas y gustos de origen musulmán. Pero en este sentido el impacto islámico se hizo sentir más a través de España que como consecuencia de las cruzadas. Acerca de esto trataremos en el próximo capítulo.

Por último, las cruzadas guardan relaciones complejas con una serie de cambios económicos y demográficos que tuvieron lugar en Europa al mismo tiempo. Si bien las cruzadas contribuyeron a ellos, hubo muchos otros factores, y los historiadores no concuerdan en cuanto a la relativa importancia de cada uno. En todo caso, la época de las cruzadas es también la del crecimiento de las ciudades y de la economía mercantil. Hasta entonces, la única fuente importante de riqueza fue la tierra, y por tanto los nobles y prelados que la poseían eran los únicos dueños del poder económico. Pero el desarrollo de la economía mercantil dio lugar a nuevas fuentes de riqueza: la manufactura y el comercio. Esto a su vez contribuyó al crecimiento de las ciudades, donde apareció la nueva clase de los “burgueses”, es decir, los habitantes de los burgos. Estos eran en su mayoría comerciantes cuyo poder económico y político se fue haciendo cada vez más capaz de enfrentarse al de la nobleza y, en cierta medida, al de la iglesia. Siglos después, a través de la Revolución Francesa y otros acontecimientos, la burguesía triunfaría de la nobleza.

Por lo pronto, las cruzadas fueron una expresión más de los altos ideales que dominaron la vida de la iglesia durante los siglos XI, XII y XIII. Su fracaso no fue visto por la mayoría de sus contemporáneos como mentís a esos ideales, sino como el resultado inevitable de su propia falta de fe y de fidelidad. A su parecer, los reveses no se debían a que los altos ideales fueran errados, sino a la bajeza de los seres humanos a quienes tocaba ponerlos por obra.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 377–398). Miami, FL: Editorial Unilit.

El conflicto entre el Pontificado y el Imperio 37

El conflicto entre el Pontificado y el Imperio 37

Les prohibimos a todos los clérigos recibir de manos del emperador, del rey, o de cualquier laico, sea varón o mujer, la investidura de un obispado, de una abadía, o de una iglesia.

Gregorio VII

a1Los decretos de Gregorio VII acerca de la investidura laica eran consecuencia natural de sus ansias reformadoras y de su visión del papado. Pero había fuertes razones por las que los reyes y emperadores veían en tales decretos una seria amenaza a su poder. Aun aparte de cualquier conflicto con el papado, los soberanos de la época veían en sus derechos de investidura religiosa uno de sus más valiosos instrumentos contra el excesivo poder de los nobles. La nobleza hereditaria tendía a afirmar su independencia frente a los reyes. Las tierras que estaban en manos de tales nobles no estaban a disposición del rey, para otorgarlas a quienes le fuesen fieles. Las tierras y demás riquezas eclesiásticas, en cambio, precisamente por no ser hereditarias, quedaban frecuentemente a disposición del soberano, quien entonces podía asegurarse de que, frente a los grandes señores laicos, frecuentemente rebeldes, se alzaba una iglesia rica, poderosa, y fiel al rey. Además, si el poder de investidura quedaba en manos del papado, los reyes temían que pudiera ser utilizado contra ellos por motivos puramente políticos.

Todo esto estaba en juego cuando Gregorio prohibió las investiduras laicas. Aun cuando el Papa parece haber dado este paso sencillamente para asegurarse de que todo el clero fuese de espíritu reformador, el hecho es que era un paso que podía tener enormes consecuencias políticas. Esto creó conflictos entre el poder laico y el eclesiástico a todos los niveles. En Inglaterra y Normandía, Gregorio no hizo aplicar sus decretos, porque estaba convencido de que Guillermo y Matilde nombrarían obispos reformadores. Pero el principal conflicto fue el que estalló entre el Papa y el Emperador.

Gregorio VII y Enrique IV

A pesar de sus decretos en contra de la investidura laica, el Papa no parecía estar dispuesto a aplicarlos universalmente. Mientras los diversos señores laicos designaran a personas dignas, y su investidura se hiciese sin sospecha alguna de simonía, Gregorio no insistiría en sus decretos. El caso de Enrique IV de Alemania, sin embargo, era más difícil, pues varios de sus nombramientos, hechos sin prestar atención alguna a los edictos papales, eran cuestionables. Pero a pesar de ello el Papa se limitó a hacerle llegar noticia de su descontento.

La chispa que provocó el incendio fue la cuestión del episcopado de Milán. La sede de esa ciudad había estado en disputa por algún tiempo, y por fin esa dificultad parecía haberse resuelto, cuando se produjeron motines en la ciudad. El obispo que por fin había logrado ser reconocido como legítimo trataba de imponer el celibato eclesiástico. Quizá con su anuencia, los patares se lanzaron de nuevo a las calles, insultaron a los clérigos casados y a sus esposas, y destruyeron sus propiedades. Algunos de éstos huyeron a Alemania, donde pidieron socorro a Enrique. Este último, sin consultar con el Papa, declaró depuesto al obispo de Milán, y nombró a otro en su lugar.

La respuesta de Gregorio no se hizo esperar. Apeló a la autoridad que decía tener de juzgar a reyes y emperadores, y le ordenó a Enrique que se presentase en Roma, donde sus graves delitos serían juzgados. Si no acudía antes del 22 de febrero (de 1076) sería depuesto, y su alma condenada al infierno.

Al recibir la misiva del Papa, el Emperador parecía hallarse en la cumbre del poder. Poco antes había ahogado una sublevación entre sus súbditos sajones. Su popularidad en Alemania era grande; los jefes de la iglesia en sus dominios parecían dispuestos a apoyarle.

La situación de Gregorio era parecida. Poco antes, el día de Nochebuena del 1075, un tal Cencio, al mando de un grupo de soldados, había irrumpido en la iglesia en que se celebraba la misa y el Papa, herido y golpeado, había sido hecho prisionero. Cuando el pueblo lo supo, se lanzó a las calles, sitió, tomó y arrasó la torre en que Hildebrando estaba cautivo, y sólo dejó escapar a Cencio porque el Pontífice le perdonó la vida, a condición de que fuera en peregrinaje a Jerusalén.

Por tanto, ambos contrincantes, al tiempo que habían recibido pruebas recientes del apoyo con que contaban, también habían tenido señales de la oposición que existía contra ellos, aun entre sus propios súbditos.

El Emperador no podía acudir a Roma, para ser juzgado como un criminal cualquiera. Luego, su única salida estaba en hacer ver que el Papa que lo declaraba depuesto y excomulgado no era legítimo, y que por tanto sus sentencias carecían de valor. Con ese propósito convocó a un sínodo que se reunió en Worms el día 24 de enero. Allí el cardenal Hugo “el Blanco”, quien anteriormente había exaltado a Hildebrando, declaró que se trataba de un tirano cruel y adúltero, dado además a la magia. Acto seguido, sin pedir más pruebas, los obispos se sometieron a la voluntad imperial, y declararon depuesto a Gregorio. Sólo dos prelados se atrevieron a protestar, y aun éstos firmaron cuando se les señaló que de negarse a hacerlo serían culpables de traición contra el Emperador. Entonces, en nombre del concilio, Enrique le comunicó estas decisiones “a Hildebrando, no ya papa, sino falso monje”.

Un mes después, el 21 de febrero, Hildebrando presidía el concilio a que había llamado a Enrique, cuando el sacerdote Rolando de Parma irrumpió en el recinto, gritando en nombre del Emperador que Hildebrando no era ya papa, y que el soberano les ordenaba a todos los allí reunidos que fueran ante su presencia el día de Pentecostés, cuando un nuevo pontífice sería nombrado.

La esperanza de Enrique era que algunos de los miembros de aquel concilio se atemorizaran, e Hildebrando perdiera así algo de su apoyo. Pero lo que sucedió fue todo lo contrario. Algunos de los presentes trataron de castigar físicamente al mensajero, y sólo la intervención del Papa logró evitarlo. Tras restablecer el orden, Gregorio se dirigió a la asamblea, diciéndole que estaban presenciando los grandes males que según las Escrituras habrían de venir en tiempos del Anticristo. Luego el concilio recesó hasta el día siguiente, dejando al Papa a cargo de dirigir contra el Emperador “una sentencia aplastante, que sirva de lección a las edades por venir”. Al otro día por la mañana, el 22 de febrero, el Papa condenó y declaró depuestos y excomulgados a los obispos alemanes que se habían prestado a los designios de Enrique. En cuanto a éste último, el Papa declaró:

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por el poder y la autoridad de San Pedro, y en defensa y honor de la iglesia, pongo en entredicho al rey Enrique, hijo del emperador Enrique, quien con orgullo sin igual se ha alzado contra la iglesia, prohibiéndole que gobierne en todos los reinos de Alemania y de Italia. Además libro de sus juramentos a quienes le hayan jurado o pudieran jurarle fidelidad. Y prohíbo que se le obedezca como rey.

Al recibir la sentencia papal, Enrique decidió responder de igual modo, y reunió a un grupo de obispos que declaró excomulgado a Gregorio. En diversos lugares los más fieles seguidores del Emperador siguieron su ejemplo, y por tanto el cisma parecía inevitable.

Pero el poder de Enrique no era tan firme como parecía. Muchos de sus seguidores sabían que las acusaciones que se hacían contra Gregorio eran falsas, y temían por la salvación de sus almas. Pronto hubo obispos que le escribieron al Papa, pidiendo perdón por haberse prestado a los manejos del Emperador. Luego Guillermo de Utrecht, uno de los principales acusadores de Hildebrando, murió de repente, y el pánico cundió por las filas imperiales. Los sajones amenazaban rebelarse de nuevo. Varios nobles poderosos, fuera por motivos de conciencia o de política, comenzaron a negarle obediencia al Emperador. En su propia corte corrió el rumor de que quienes se contaminaran con su trato harían peligrar sus almas. El Papa convocó a una dieta del Imperio, que debería reunirse en febrero del próximo año, para juzgar al Rey, deponerlo y elegir su sucesor.

En tales circunstancias, no le quedaba a Enrique otro recurso que apelar a la misericordia del Papa. Para ello, tenía que entrevistarse con Gregorio, y lograr su absolución, antes que la dieta se reuniera en Augsburgo. Por tanto, reunió en derredor suyo a los pocos fieles servidores que le quedaban, y emprendió el camino hacia Italia. Pero sus enemigos le cerraban el paso por la ruta más directa, y tuvo que desviarse a través de Borgoña. Cuando por fin llegó a los Alpes, la nieve era tanta que era casi imposible atravesar la cordillera. Por fin, con la ayuda de los naturales del lugar, y tras mil peripecias, logró cruzar los Alpes y entrar en Italia. Allí le esperaba una sorpresa. Los nobles y muchos de los clérigos del norte de la Península sentían gran odio hacia Hildebrando y sus rigores excesivos, y por tanto fueron muchos los que, al saber que Enrique IV estaba en el país, acudieron a él. Pronto el Emperador marchaba al frente de un ejército imponente, compuesto por gentes que creían que había venido a Italia a deponer al Papa.

Gregorio, por su parte, no sabía cuáles eran las verdaderas intenciones de Enrique. Temiendo un ataque militar, decidió detener su marcha hacia Alemania, donde se había propuesto presidir la dieta del Imperio, y fijó su residencia en Canosa, cuyas fortificaciones lo protegerían si el Emperador venía en son de guerra.

Pero Enrique no estaba dispuesto a jugarse el trono de Alemania continuando su política de oposición al Papa. Su propósito era someterse al Pontífice. Pero hacerlo, no ante la dieta del Imperio, en presencia de sus súbditos, sino en la relativa intimidad de la corte papal. Repetidamente le pidió al Papa que lo recibiera; pero éste rechazó todas sus peticiones. Varias de las personas más allegadas a Gregorio intercedieron a favor del soberano excomulgado.

Por fin se le permitió entrar en Canosa. Pero las puertas del castillo permanecieron cerradas, y Enrique se vio obligado a pedir entrada durante tres días, vestido de penitente a la intemperie, en medio de la nieve profunda que todo lo cubría.

Al parecer, Gregorio temía que el arrepentimiento de su enemigo no era sincero, y por tanto hubiera preferido proseguir con sus planes de deponerlo y nombrar su sucesor. Pero, ¿cómo podía quien se llamaba el principal de los seguidores de Cristo negarle el perdón a quien de tal modo lo pedía? A la postre, las puertas se abrieron, y el Emperador, descalzo y vestido de penitente, fue conducido hasta el Papa, quien exigió de él una larga lista de condiciones, y completó su humillación negándose a aceptar su juramento sin la garantía de otros nobles y prelados que se comprometieron a obligar al Rey a cumplir lo prometido.

Al salir de Canosa, Enrique era un hombre derrotado. Los italianos que se habían unido a su causa, al ver que se había humillado ante Gregorio, le dieron amplias muestras de su desprecio. Acompañado de su pequeña corte, el Rey se refugió en la ciudad de Reggio. Allí se le unieron los muchos prelados que, tras humillarse ante Gregorio, habían obtenido su absolución.

Empero Enrique había logrado una gran ventaja. La sentencia de absolución había sido revocada. Mientras no le diese al Papa otra excusa, éste no podía excomunicarlo de nuevo, ni insistir en su deposición. En el entretanto, los príncipes y obispos que en Alemania se habían sublevado contra su autoridad se veían obligados a seguir el rumbo que se habían trazado, y eligieron un nuevo emperador. Pero tras la entrevista de Canosa habían perdido el principal argumento que justificaba su rebelión. Enrique no era ya un hombre excomulgado, a quien era pecado obedecer. A pesar de su humillación y quebrantamiento, era todavía el legítimo soberano del país.

Gregorio dejó que los acontecimientos corrieran su curso. Los sublevados se reunieron y eligieron su propio emperador, de nombre Rodolfo. Los legados papales, presentes en la elección, trataron de lavarse las manos. Mas su propia presencia daba a entender que de algún modo el Papa aprobaba lo que se estaba haciendo.

La ambigua postura papal llevó a la guerra civil. Enrique regresó a Alemania, donde pronto contó con un fuerte ejército. Numerosas ciudades se negaron a abrirle sus puertas a Rodolfo. Las tropas del legítimo emperador ganaban batalla tras batalla.

La prudencia debió haberle dictado otros consejos a Gregorio.

Pero estaba tan convencido de la justicia de su causa, o del poder de la excomunión, que una vez más decidió intervenir y excomulgó a Enrique, y hasta se atrevió a profetizar que en breve el Emperador sería muerto o depuesto. Pero esta vez los resultados no fueron los mismos. La sentencia de excomunión fue recibida con desprecio por los seguidores del Emperador. La guerra siguió su curso, mientras los prelados de Alemania, y después los de Lombardía, se reunían para declarar depuesto a Gregorio y elegir su presunto sucesor, quien tomó el nombre de Clemente III. En el campo de batalla, las tropas de Enaque sufrieron un serio revés junto al río Elster. Pero en esa misma batalla perdió la vida el pretendiente Rodolfo. El partido rebelde quedó sin jefe, y la profecía papal fue desmentida, pues quien murió no fue Enrique, sino su rival.

Aunque la guerra civil continuo por algún tiempo, ya no había duda de quién sería el vencedor.

Tan pronto como la nieve se derritió en los pasos de los Alpes en la primavera del 1081, Enrique marchó contra Roma. Hildebrando se encontraba prácticamente solo, pues los normandos, quienes habían sido los mejores aliados de sus antecesores frente a las pretensiones del Imperio, también habían sido excomulgados  por él. Los defensores del Papa que trataron de cortarle el paso al Emperador fueron derrotados. Con toda premura, Gregorio hizo las paces con los normandos. Pero éstos, en lugar de ir a defender a Roma, atacaron las posesiones italianas del Imperio Bizantino. Sólo la ciudad de Roma le quedaba al papa que poco antes había visto al Emperador humillarse ante él.

Los romanos defendieron su ciudad y su papa con increíble valor. Tres veces Enrique sitió la ciudad, y otras tantas se vio obligado a levantar el sitio sin haberla tomado. Los romanos le rogaban al Papa que hiciera las paces con el Emperador, y les evitara así tantos sufrimientos. Pero Gregorio permaneció inflexible, e insistía en la excomunión de Enrique. Por fin se agotaron la resistencia, la paciencia y la fidelidad de los romanos, quienes les abrieron las puertas de la ciudad a las tropas imperiales, mientras Gregorio se refugiaba en el castillo de San Angel.

Desde San Angel, vio cómo Enrique entraba en triunfo en la ciudad papal, y cómo se reunían los prelados que venían a confirmar la elección del antipapa Clemente III. A su vez, éste coronó al Emperador. Mientras tanto, sin cejar en sus convicciones, el viejo Hildebrando era prácticamente un prisionero dentro de los muros de San Angel. Todos esperaban que el Emperador tomaría aquel último reducto de la autoridad de Gregorio VII, cuando llegó la noticia de que un fuerte ejército normando marchaba hacia la ciudad. Puesto que los soldados normandos eran más que los suyos, Enrique abandonó Roma, después de destruir varias secciones de sus murallas.

Los normandos entraron triunfantes en la ciudad papal, e inmediatamente se dedicaron a cometer toda clase de atropellos. A los pocos días, los ciudadanos no toleraron más su crueldad, y se rebelaron. Atrincherados en sus casas, y conocedores del lugar, los romanos parecían haber tomado la ventaja cuando los normandos decidieron incendiar la ciudad. Las gentes que salían huyendo a las calles eran muertas sin misericordia por los invasores, dispuestos a vengar las bajas sufridas. Cuando por fin terminó la sublevación, los normandos hicieron cautivos a millares de romanos, y los vendieron como esclavos. Se ha dicho que el estropicio causado por estos supuestos aliados de la iglesia fue mucho mayor que el que produjeron los godos o los vándalos en el siglo V.

En medio de todo esto, Gregorio permaneció mudo. Los normandos eran sus aliados, y era él quien les había hecho venir a la ciudad. Pero bien sabía que no podía contar ya con el apoyo de los romanos, a quienes su obstinación había causado tan graves daños. Por ello se retiró a Montecasino, y después a la fortaleza normanda de Salerno. Desde allí continuó tronando contra Enrique y contra el antipapa Clemente III, que por fin había logrado establecer su residencia en Roma. Poco antes de morir, perdonó a todos sus enemigos, excepto a estos dos, a quienes condenó al tormento eterno. Se cuenta que a la hora de su muerte dijo: “He amado la justicia y odiado la iniquidad. Por ello muero en el exilio”.

Así terminó sus días aquel paladín inexorable de altos ideales. Gracias a él, la reforma preconizada por los papas había avanzado notablemente en diversas regiones de Europa. La simonía había quedado reducida; y en aquellos lugares en que todavía se practicaba, era vista como un vicio inexcusable. El celibato eclesiástico era ahora el ideal, no sólo de los monjes y de los papas reformadores, sino también de buena parte del pueblo. El papado había visto una de sus horas más brillantes cuando Enrique IV se humilló ante Hildebrando en Canosa. Pero todo esto se logró a un precio enorme. Centenares de familias de clérigos fueron deshechas. Las honestas mujeres que habían vivido en lícito matrimonio con hombres ordenados fueron tratadas como concubinas o como rameras, y arrancadas de sus hogares. Alemania e Italia se vieron envueltas en cruentas guerras civiles. Roma fue destruida, y muchos de sus habitantes vendidos como esclavos. Gregorio amó sinceramente la justicia y odió la iniquidad. Pero la “justicia” que amó fue tan eclesiocéntrica, su política tan dedicada a la exaltación del papado, sus ideales reformadores tan rígidamente tomados de la vida monástica, que muchos de sus resultados fueron inicuos. Su exilio fue una desventura más entre las muchas que su reforma acarreó.

Urbano II y Enrique IV

Poco antes de morir, Hildebrando había declarado que su sucesor debería ser Desiderio, el abad de Montecasino. Este era un hombre de avanzada edad, que no tenía otra ambición que la de continuar el resto de sus días en la vida de devoción que llevaba en su monasterio. Fue hecho papa a la fuerza, bajo el nombre de Víctor III. A los cuatro días de su elección huyó de Roma y retornó a Montecasino. De allí lo sacaron los ruegos de los partidarios de la reforma. Pero durante un año Clemente III, a quien el Emperador reconocía como el papa legítimo, ocupó la ciudad de Roma sin oposición alguna. Cuando Víctor regresó a su sede, lo hizo apoyado por la fuerza militar de sus aliados, quienes tomaron parte de la ciudad. Pero poco después se sintió enfermo de muerte, y regresó a Montecasino, donde murió después de brevísimo pontificado.

Su sucesor fue Odón de Chatillon, obispo de Ostia, quien tomó el nombre de Urbano II. Al igual que Hildebrando, Urbano era un hombre de profundas convicciones monásticas, formado a la sombra de Bruno, el fundador de los cartujos. Poco después de su elección, las vicisitudes políticas fueron tales que quedó como dueño de Roma, de donde el antipapa fue expulsado. A Urbano se le conoce sobre todo porque fue él quien impulsó la primera cruzada (véase el capítulo IV). Pero además continuó la política reformadora de Hildebrando, y su lucha contra el Emperador. En sus intentos de reforma, rompió con el rey Felipe I de Francia, a quien excomulgó por haber abandonado a su esposa y tomado otra. En Inglaterra, gracias a la intervención de Anselmo de Canterbury (de quien trataremos más adelante), logró que el rey se declarase a su favor, y contra el papa del Emperador. En España apoyó la reconquista, que se encontraba en uno de sus momentos más gloriosos.

Pero el acontecimiento más notable del pontificado de Urbano en lo que se refiere a las relaciones con el Emperador, fue la rebelión de Conrado, el hijo de Enrique IV, quien se declaró rey de Italia, y fue proclamado como tal por el partido papal, a cambio de que renunciara a todo derecho de investidura eclesiástica. Poco después, en un concilio reunido en Piacenza, la emperatriz Adelaida, esposa del Emperador, lo acusó de graves crímenes contra su persona. Una vez más, Enrique fue excomulgado, aunque la previa sentencia de excomunión no había sido abrogada.

Pascual II y los dos Enriques

Cuando murió Urbano II, Enrique IV había comenzado a reponerse del golpe de la traición de Conrado. Al principio, se había dejado abatir por la terrible noticia de que su hijo predilecto se había rebelado contra él. Pero a la postre invadió a Italia, y logró recobrar algo de su poder en esa región.

El sucesor de Urbano fue Pascual II, quien tuvo esperanzas de ver terminado el cisma cuando murió el antipapa Clemente. Pero el Emperador hizo elegir en rápida sucesión a otros tres, y el cisma continuó.

De regreso a Alemania, Enrique gozó de un nuevo despertar de su antigua popularidad. La rebelión de Conrado despertó las simpatías de sus súbditos, y el viejo rey disfrutó de varios años de renovado vigor. Durante ese período logró que la dieta del imperio desheredara a Conrado, y declarara heredero de la corona alemana a Enrique, el segundo hijo del Emperador. Además proclamó la “paz del Imperio”, que consistió en una prohibición de guerrear durante cuatro años. Con sus nuevas fuerzas, Enrique logró imponerles esa paz a sus nobles, y el comercio prosperó. Esto le ganó la afición del pueblo, que gozó de los beneficios de la paz; y el odio de los nobles, que perdieron los de la guerra. Pero nadie se ocupaba ya de su excomunión, a pesar de haber sido repetida por Pascual.

El golpe fatal e inesperado vino a fines del año 1104, cuando Enrique, su segundo hijo, siguió el ejemplo de su hermano Conrado y se rebeló, diciendo que le era imposible obedecer a un soberano excomulgado. Padre e hijo se declararon la guerra, y alrededor de cada uno de ellos se reunió un ejército. El hijo decía que tan pronto como su padre se sometiera a la autoridad papal, y la excomunión fuese abrogada, su rebelión terminaría. Varias veces los dos contendientes se entrevistaron, y por fin el rebelde, mediante una artimaña, se posesionó de la persona de su padre, y lo hizo prisionero. La dieta del Imperio se reunió, eligió rey a Enrique V, y envió una embajada a Roma para tratar con el Papa acerca del fin de las hostilidades. Pero Enrique IV escapó, y pronto tuvo numerosos seguidores. Los dos ejércitos se preparaban para la batalla, cuando el viejo emperador murió, tras casi medio siglo de turbulento reinado.

Empero la muerte de Enrique IV no puso fin a la contienda entre el papado y el Imperio. La cuestión de las investiduras no se resolvía tan fácilmente, pues en ella entraban en conflicto los intereses de los emperadores y los ideales de los reformadores. Pronto el joven Enrique comenzó a nombrar obispos con la misma libertad con que lo había hecho su padre. Pascual reunió un sínodo en el que, por una parte, lamentaba los conflictos del reino pasado, y aceptaba como válidas las consagraciones que se habían hecho hasta entonces con investidura laica, siempre y cuando no hubiese mancha de simonía; pero por otra parte el mismo sínodo declaró que a partir de entonces no se aceptarían las investiduras laicas, y que quienes desobedecieran ese decreto serían excomulgados.

Por diversas circunstancias, Enrique demoró tres años en poderse enfrentar al reto que el Papa le lanzaba. Pero al fin de ese plazo invadió a Italia, y el Papa se vio forzado a llegar a un acuerdo con el Emperador, pues ninguno de sus aliados militares acudió en su ayuda. En este caso, lo que Enrique proponía era sencillamente que, si el Papa y la iglesia estaban dispuestos a renunciar a todos los privilegios feudales que los prelados tenían, el Emperador abandonaría toda pretensión al derecho de investidura, que quedaría exclusivamente en manos eclesiásticas. Presionado por su difícil situación, Pascual accedió, con la sola salvedad de que el “patrimonio de San Pedro” quedaría en manos de la iglesia romana. Además, el Papa coronaría a Enrique como emperador.

Como era de esperarse, este acuerdo produjo una reacción violenta entre los prelados que se veían despojados de todo su poder temporal. No faltó quien le echó en cara al Papa la liberalidad con que había dispuesto de los privilegios de los demás, al tiempo que había conservado los suyos. Entre los nobles de Alemania, este acuerdo también produjo recelos, pues los grandes magnates temían que el Emperador, tras aumentar su poder enormemente con las posesiones eclesiásticas, aplastara el de ellos. Para colmo de males, el pueblo de Roma, al ver que se le hacía violencia al Papa, se sublevó, y Enrique abandonó la ciudad y se llevó prisioneros a Pascual y a varios cardenales y obispos. El Pontífice trató entonces de resistir al Emperador, pero a los pocos meses se rindió ante él, y declaró que, por salvar a la iglesia de más indignidades, estaba dispuesto a hacer lo que no haría por salvar su propia vida. Enrique entonces llevó al Papa de regreso a Roma, y fue coronado en la iglesia de San Pedro, a puertas cerradas por temor al pueblo romano.

Pero tan pronto como Enrique regresó a Alemania, comenzó a tener nuevas dificultades. Muchos de los nobles y del alto clero, desprovistos de otra alternativa, se rebelaron. Mientras el Papa permanecía mudo, fueron muchos los prelados que excomulgaron al Emperador. A ellos se sumaron después algunos sínodos regionales. Con cierta vacilación, Pascual parecía apoyar la excomunión de Enrique. Cuando este último protestó que el acuerdo hecho estaba siendo violado, el primero le contestó sugiriendo que se convocara un concilio universal para dirimir la cuestión. Esto era algo que el Emperador no podía permitir, pues sabía que casi todos los obispos estaban en contra suya.

Entonces Enrique apeló de nuevo a la fuerza. Tan pronto como la situación de Alemania se lo permitió, marchó contra Roma, y Pascual se vio obligado a abandonar la ciudad y a refugiarse en el castillo de San Angel, donde murió.

El Concordato de Worms

Tan pronto como murió Pascual, los cardenales se dieron prisa en elegir su sucesor, a fin de evitar la intervención del Emperador. El nuevo papa, Gelasio II, tuvo un pontificado breve y accidentado. Un magnate romano, perteneciente al partido imperial, lo hizo prisionero y lo torturó. El pueblo se rebeló y le devolvió la libertad. Poco después el Emperador volvió a Roma, y Gelasio tuvo que huir a Gaeta, en medio de vicisitudes novelescas. A su regreso, el mismo magnate trató de posesionarse de nuevo de su persona, y el Papa tuvo que huir de la iglesia y esconderse en un campo, donde fue encontrado, medio desnudo y casi exánime, por un grupo de mujeres. Decidió entonces refugiarse en Francia, donde murió poco después en la abadía de Cluny.

La decisión de Gelasio de refugiarse en Francia era señal de una nueva política hacia la que el papado se veía impelido. Puesto que el Imperio parecía ser su enemigo mortal, y puesto que la alianza con los normandos no había dado los resultados apetecidos, los papas comenzarían a ver en Francia el aliado capaz de sostener su posición frente a las pretensiones de los emperadores alemanes.

El próximo papa, Calixto II, era de origen francés, descendiente de los antiguos reyes de Borgoña, y pariente del Emperador. Este último estaba cansado por la contienda interminable, sobre todo por cuanto aun el apoyo de sus nobles le resultaba dudoso. Cuando varios de sus más importantes prelados se declararon a favor de Calixto, y contra el antipapa Gregorio VIII, a quien Enrique había hecho nombrar, el soberano decidió que había llegado la hora de hacer las paces definitivas con el papado reformador.

Las negociaciones fueron largas, y no faltaron nuevas campañas militares, recelos y amenazas. Pero a la postre ambas partes llegaron al Concordato de Worms. En él se determinaba que los prelados serían nombrados mediante una elección libre, según la antigua usanza, aunque en presencia del Emperador o de sus representantes. La investidura mediante la entrega del anillo y del báculo pastoral quedaría en manos de las autoridades eclesiásticas, pero sería el poder civil el que les concedería a los obispos y abades, mediante el cetro, todos sus derechos, privilegios y posesiones feudales. El Emperador se comprometía además a devolverle a la iglesia todas las propiedades eclesiásticas que estaban en sus manos, y a hacer todo lo posible por que los diversos señores feudales hicieran lo propio.

Así terminaba aquel largo período de luchas entre el Pontificado y el Imperio. En varias ocasiones posteriores, y por diversas razones, el poder civil volvería a chocar con el eclesiástico. Pero en el caso de que ahora nos ocupamos lo que tuvo lugar fue un conflicto entre el papado reformador y un poder civil que se había acostumbrado a tratar con una iglesia anterior a la reforma.

A la postre, la reforma que aquellos papas impulsaron llegó a imponerse. La ley (y muchas veces la práctica) del celibato eclesiástico se hizo universal en toda la iglesia occidental.

Por algún tiempo, la simonía fue casi completamente erradicada. El poder del papado se acrecentó cada vez más, hasta llegar a su cumbre en el siglo XIII.

Sin embargo, la querella de las investiduras muestra que aquellos papas reformadores, al mismo tiempo que tomaban tan en serio el ideal monástico del celibato, y hacían todo lo posible por hacerlo regla universal para el clero, no hacían lo mismo con el otro ideal monástico, la pobreza. La cuestión de las investiduras cobraba importancia para el poder civil porque la iglesia se había hecho extremadamente rica y poderosa, y ese poder no podía permitir que tales recursos estuvieran en manos de personas que no le fuesen adictas. Enrique V puso el dedo sobre la llaga al sugerir que la investidura quedase en manos eclesiásticas, siempre y cuando los prelados así investidos carecieran de los poderes y privilegios de los grandes señores feudales. Para los papas reformadores, las posesiones de la iglesia pertenecían a Cristo y a los pobres, y por tanto entregárselas al poder civil era casi una apostasía. Pero el hecho es que esas posesiones se utilizaban para fines de lucro personal, y para promover la ambición de los prelados que en teoría no eran sino sus custodios. La iglesia, al tiempo que insistía sobre su independencia en los asuntos espirituales, no estaba dispuesta a renunciar a toda ingerencia en los temporales. Y esa ingerencia tenía lugar, no ya favor de los pobres y oprimidos, como en tiempos anteriores, sino por motivos de ambiciones personales y de dinastía.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 367–376). Miami, FL: Editorial Unilit.

La reforma papal 36

La reforma papal 36

¿Qué habrían hecho los obispos de antaño, de haber tenido que sufrir todo esto? [… ] Cada día un banquete. Cada día una parada. En la mesa, toda clase de manjares, no para los pobres, sino para huéspedes sensuales, mientras a los pobres, a quienes en realidad pertenecen, no se les deja entrar, y desfallecen de hambre.

San Pedro Damiano

a1Al terminar la sección anterior, un pequeño grupo de peregrinos marchaba hacia Roma. A su cabeza iba el obispo Bruno de Tula, a quien el Emperador había ofrecido el papado. Pero Bruno se había negado a aceptarlo de manos del Emperador, y había insistido en ir a Roma como peregrino. Si en esa ciudad el pueblo y el clero lo elegían obispo, aceptaría de ellos la tiara papal. Esta actitud por parte de Bruno reflejaba una de las preocupaciOnes principales de quienes buscaban la reforma de la iglesia. Para estas personas, uno de los peores males que sufría la iglesia era la simonía, es decir, la compra y venta de cargos eclesiásticos. El ser nombrado por las autoridades civiles, aun cuando no hubiera transacción monetaria alguna, les parecía a Bruno y a sus acompañantes acercarse demasiado a la simonía. Un papado reformador debía surgir puro desde sus propias raíces. Como le había dicho el monje Hildebrando a Bruno, aceptar el papado de manos del Emperador sería ir a Roma “no como apóstol, sino como apóstata”.

Otro miembro de la comitiva de Bruno era el monje Humberto, quien en su monasterio en Lotaringia se había dedicado al estudio, y a escribir en pro de la reforma eclesiástica. Su principal preocupación era la simonía, y su obra Contra los simoníacos fue uno de los más duros ataques contra esa práctica. Humberto era un hombre de espíritu fogoso, quien llegó a afirmar que las ordenaciones hechas por un obispo simoníaco carecían de valor. Esta era una posición extrema, pues quería decir que muchísimos de los fieles, aun sin ellos saberlo, estaban recibiendo sacramentos inválidos. Más tarde, Humberto fue hecho cardenal por León IX, y fue él quien, como vimos en la sección anterior, depositó sobre el altar de Santa Sofía la sentencia de excomunión contra el patriarca Miguel Cerulario, que marca el cisma entre las iglesias de Oriente y Occidente.

Quizá el más notable miembro de aquella comitiva era el joven monje Hildebrando, quien era buen conocedor de la ciudad de Roma, de sus altos ideales y sus bajas intrigas. Nacido alrededor del año 1020 en medio de una humilde familia de carpinteros de Toscana, de niño había entrado al monasterio de Santa María del Aventino, en Roma. Allí se había dedicado al estudio y la devoción, y llegó a la conclusión de que era necesario reformar la vida eclesiástica. Fue allí donde conoció a Juan Gracián, quien llegó a ser papa bajo el nombre de Gregorio VI.

Como dijimos antes, Gregorio VI trató de reformar la iglesia. Con ese propósito en mente, llamó a Hildebrando junto a sí. Pero la reforma de Gregorio VI resultó fallida, pues pronto hubo tres pretendidos papas, y Gregorio abdicó en pro de la paz y la unidad de la iglesia. A su exilio lo acompañó Hildebrando, y se dice que fue él quien le cerró los ojos al morir.

Dos años después Bruno de Tula, camino de Roma, llamó a Hildebrando junto a sí, para que le ayudara a emprender de nuevo la reforma que Gregorio VI había intentado. Aunque algunos historiadores han pretendido ver en Hildebrando el verdadero poder que se movía tras el trono pontificio a través de varios papados, la verdad es que los documentos existentes no dan base a tal interpretación de los hechos. Hildebrando parece haber sido más bien un hombre humilde cuyo sincero deseo era la reforma eclesiástica, y que prestó su apoyo a varios papas reformadores. Ese apoyo le fue haciendo un personaje cada vez más poderoso, hasta que por fin fue electo papa,y tomó el nombre de Gregorio VII.

León IX

Por lo pronto, el próximo papa sería Bruno de Tula, quien se dirigía a Roma, no como el nuevo pontífice nombrado por el Emperador, sino como un peregrino descalzo que visitaba la ciudad papal en un acto de humilde devoción. A su paso por Italia, camino de Roma, las multitudes lo vitoreaban, y después se comenzó a hablar de los milagros que ocurrieron en aquella peregrinación.

Tras entrar en Roma descalzo, y ser aclamado por el pueblo y el clero, Bruno aceptó la tiara papal, y tomó el nombre de León IX.

Tan pronto como se vio en posesión legítima de la cátedra de San Pedro, León comenzó su obra reformadora. Para ello se rodeó de varios hombres que habían dado muestras de su dedicación a esa causa. Además de Humberto e Hildebrando, hizo venir a Pedro Damiano, monje austero que se había ganado el respeto de cuantos en Europa se lamentaban de la situación en que se encontraba la iglesia. A diferencia de Humberto, Pedro Damiano no se dejaba llevar por su celo reformador, sino que buscaba una reforma que diese muestras del espíritu de caridad que reina supremo en los Evangelios. Así, por ejemplo, compuso un tratado en el que, al mismo tiempo que condenaba la simonía, declaraba que los sacramentos que los fieles recibían de los simoníacos sí eran válidos. Más tarde, cuando León IX tomó las armas contra los normandos, Pedro Damiano condenó la actitud guerrera del pontífice.

Con la ayuda de Hildebrando, Humberto, Damiano y otros, León IX emprendió la reforma de la iglesia. Para todos estos hombres, esa reforma debía consistir particularmente en abolir la simonía y generalizar el celibato eclesiástico. Pero esos dos puntos principales acarreaban una serie de consecuencias importantes. En medio de la sociedad feudal, la iglesia era una de las pocas instituciones en las que existía todavía cierta movilidad social. Tanto Hildebrando como Pedro Damiano eran de origen humilde, y a la postre el primero sería papa, y el segundo santo y doctor de la iglesia. Pero esa movilidad social quedaba amenazada por la práctica de la simonía, que ponía los más altos cargos eclesiásticos al alcance, no de los más aptos o los más devotos, sino de los más ricos. Si a esto se unía el matrimonio eclesiástico, se corría el riesgo de que los grandes prelados trataran de proveer una herencia para sus hijos, y que por lo tanto el alto clero se volviese una casta feudal, como las otras que existían en aquella época. Luego, la oposición de los reformadores al matrimonio eclesiástico tenía, además de los móviles explícitos de afirmar los valores de la vida célibe, otros móviles más profundos, quizá no conocidos a cabalidad por sus propios propugnadores. En todo caso, no cabe duda de que las clases populares se sumaron pronto a los reformadores, sobre todo por cuanto la práctica de la simonía colocaba el poder eclesiástico en manos de los ricos.

Después de tomar una serie de medidas reformadoras en Italia, León se dispuso a extender la reforma a lugares más distantes. Con ese propósito viajó a Alemania, donde el emperador Enrique III y algunos de sus antecesores habían dado pasos contra la simonía, pero donde León sentía la necesidad de afirmar la autoridad papal. Allí excomulgó a Godofredo de Lorena, quien se había rebelado contra Enrique, y obligó al insurrecto a someterse. Luego intercedió a su favor ante el Emperador, quien le perdonó la vida. De este modo, León afirmaba una vez más la autoridad papal por encima de los señores feudales. En Francia la práctica de la simonía estaba generalizada, y por tanto el Papa decidió visitar ese país. El rey de Francia y muchos de los grandes prelados le indicaron de diversos modos que no deseaban una visita papal. Pero a pesar de ello León, casi haciéndose el sordo, fue a Francia, donde convocó un concilio que se reunió en Reims. Allí varios prelados culpables de simonía fueron depuestos, y se dio orden de que los sacerdotes y obispos casados dejasen a sus mujeres. Aunque esta última orden no fue obedecida por muchos, el prestigio del Papa aumentó considerablemente, y la práctica de la simonía disminuyó.

Empero aquel papa reformador no dejó de cometer sus errores. De éstos probablemente el más grave fue tomar personalmente las armas contra los normandos. Estos se habían establecido en el sur de Italia y en Sicilia, y desde allí amenazaban las posesiones papales. De Alemania, León no pudo obtener más ayuda que quinientos caballeros, al frente de los cuales marchó contra los normandos, al tiempo que aumentaba sus ejércitos con tropas de mercenarios. Pedro Damiano le increpó, mostrándole el contraste entre lo que León se proponía y las enseñanzas evangélicas. Pero a pesar de ello León marchó contra los normandos, a quienes presentó batalla en Cività-al-mare. Allí las tropas papales fueron derrotadas, y el propio Papa fue hecho prisionero por los normandos, quienes lo retuvieron hasta pocos meses antes de su muerte.

El otro error de León consistió en enviar a Constantinopla una embajada compuesta por clérigos inflexibles del talante de Humberto, cuya actitud ante Miguel Cerulario y ante las costumbres de la iglesia oriental fue una de las principales causas del cisma.

Los sucesores de León

A la muerte de León, se corría el riesgo de que el papado se volviera de nuevo motivo de contienda entre las diversas familias y partidos italianos. El único poder capaz de evitar esto era el emperador Enrique III. Pero pedirle a Enrique que nombrase al nuevo papa seria colocar de nuevo al papado bajo la sombra de los intereses políticos. De ese modo, todo lo que León había logrado se perdería.

En tales circunstancias, Hildebrando comenzó una serie de gestiones cuyo resultado fue que el Emperador accedió a la elección del nuevo papa por los romanos, siempre que ese papa fuese alemán. Así se garantizaba que el papado no caería en manos de alguna de las familias italianas que se lo disputaban. Pero existía todavía el peligro de que, por ser alemán, el sucesor de León resultara ser un juguete del Emperador. Por esa razón, el partido reformador, que a la sazón tenía el poder en Roma, hizo recaer la elección sobre Gebhard de Eichstadt.

Gebhard era uno de los más hábiles consejeros de Enrique. Pero era también un hombre de convicciones religiosas, que no se doblegaría ante la autoridad imperial. En señal de ello, antes de aceptar la tiara le dijo al Emperador que sólo aceptaría si Enrique le prometía “devolverle a San Pedro lo que le pertenecía”. El sentido de esta frase no está del todo claro. Pero sin lugar a dudas se refiere en parte a las tierras que los normandos habían tomado, y en parte a la autoridad papal, que los emperadores y otros gobernantes siempre estaban tentados de arrebatar.

Con el nombre de Víctor II, Gebhard ascendió a la cátedra de San Pedro en el 1055, tras una larga serie de negociaciones que tomaron todo un año. Su política religiosa fue continuación de la de León IX, pues iba dirigida mayormente contra la simonía y el matrimonio de los clérigos. En Alemania, Godofredo de Lorena se alzó de nuevo contra el Emperador, quien solicitó la presencia de su antiguo consejero Gebhard. Poco después que el Papa se reunió con su antiguo soberano, éste murió, y dejó a su pequeño hijo Enrique IV al cuidado de Víctor. En consecuencia, éste último tuvo por algún tiempo en sus manos las riendas de la iglesia y del Imperio. Con tales poderes, su política reformadora avanzó rápidamente. Hildebrando fue enviado a Francia, donde impulsó la reforma de la iglesia, depuso a varios prelados culpables de simonía, y limitó el poder de los señores feudales sobre los obispos. En Italia, Víctor siguió una política parecida. Pero cuando sus excesivos poderes lo llevaron a cometer injusticias contra algunos de sus antiguos rivales, Pedro Damiano volvió a alzar su voz de protesta. El Papa no parece haberle prestado atención, y se preparaba a dirigirse a Alemania para hacer valer allí su autoridad cuando murió repentinamente.

Una de las últimas acciones de Víctor había sido hacer nombrar a Federico de Lorena abad de Montecasino. Este Federico era hermano de Godofredo de Lorena, el mismo que se había rebelado dos veces contra Enrique III, y a quienes los papas habían condenado. Por tanto, su nombramiento señalaba un cambio de política. En todo caso, a la muerte de Víctor fue Federico de Lorena quien lo sucedió, con el nombre de Esteban IX. Su papado fue breve. Pero en él el movimiento reformador cobró tal auge que se produjo la insurrección de los “patares”, gente del pueblo que asaltaba las casas de los clérigos y maltrataba a sus esposas y concubinas. Esteban intervino para evitar los excesos. Pero ese episodio nos muestra que eran las clases populares las que más insistían en el celibato eclesiástico y en condenar la simonía.

A los pocos meses de ser hecho papa, Esteban murió, y las viejas familias nobles se posesionaron una vez más del papado haciendo elegir a Benedicto X. Mas el partido reformador no estaba dispuesto a dejarse arrebatar el papado tan fácilmente. Los cardenales y otros prelados romanos que habían sido nombrados por los papas reformadores estaban descontentos. Hildebrando, que por otras causas se encontraba a la sazón en la corte de la emperatriz regente Inés, la convenció de la necesidad de deponer a Benedicto. Con su apoyo, y con el de otras casas poderosas, Hildebrando y Pedro Damiano reunieron a los cardenales en Roma, y todos juntos declararon depuesto a Benedicto, y eligieron a Gerhard de Borgoña, quien tomó el nombre de Nicolás II.

En vista de lo sucedido, era necesario establecer un método para la elección del papa que no quedase sujeto a las vicisitudes del momento. Con ese propósito, Nicolás II reunió el Segundo Concilio Laterano, en el año 1059. Fue allí donde por primera vez se decretó que los futuros papas debían ser elegidos por los cardenales.

El cardenalato es una institución de orígenes oscuros. Al principio, se les daba el título de “obispos cardenales” de Roma a los obispos de siete iglesias vecinas, que junto al papa presidían el culto en la basílica lateranense. En el siglo VIII aparecen por primera vez los títulos de “presbitero cardenal” y “diácono cardenal”. En todo caso, en época de Nicolás II el cardenalato era ya una vieja institución, y quienes lo ejercían eran en su mayoría personas dedicadas a la reforma. Por esa razón, el Concilio decidió que en lo sucesivo la elección de cada nuevo papa quedase en manos de los obispos cardenales, quienes debían buscar la aprobación de los demás cardenales y, después, del pueblo romano. En cuanto a los antiguos derechos que los emperadores habían ejercido, de ser consultados antes de la consagración del nuevo papa, el Concilio se expresó ambiguamente, dando a entender que ni aun el emperador tenía derecho a vetar la elección hecha por los cardenales y el pueblo. Además, se ordenó que los futuros papas fuesen elegidos de entre el clero romano y que sólo cuando no se encontrase en ese clero una persona capacitada se acudiría a otras personas. Aunque en teoría el Concilio contaba todavía con el pueblo para la elección pontificia, en realidad limitó mucho su poder, pues determinó que en caso de tumultos o motines públicos los cardenales podían trasladarse a otra ciudad, y elegir allí al papa. El decreto del Segundo Concilio Laterano estableció el método de elección que, con algunos cambios, se sigue hasta nuestros días.

Al mismo tiempo que daba pasos para regular su sucesión, Nicolás II estableció una nueva política de alianza con los normandos del sur de Italia. Hasta entonces, estos invasores habían sido enemigos del papado, que más de una vez había tenido que acudir a las fuerzas imperiales para solicitar su apoyo. A partir de Nicolás, el papado pudo seguir una política mucho más independiente del Imperio, pues contaba con el apoyo de los normandos, cuyos jefes recibieron el titulo de duques, y más tarde de reyes.

A la muerte de Nicolás las antiguas familias romanas trataron de adueñarse una vez más del papado. Con el apoyo de la emperatriz regente Inés, eligieron su propio papa, a quien dieron el nombre de Honorio II. Pero los cardenales, inspirados y dirigidos por Hildebrando, declararon que esa elección, por ser contraria a lo dispuesto por el Concilio Laterano, era nula, y eligieron a Alejandro II. Este último pudo sostenerse frente a la oposición del Imperio gracias al apoyo de los normandos, hasta que cayó la emperatriz Inés y el próximo regente le retiró su apoyo a Honorio, quien tres años después de ser electo regresó a su antiguo obispado de Parma.

El pontificado de Alejandro II fue relativamente largo (1061–1073), y colocó la reforma papal sobre bases firmes. En diversas partes de Europa se tomaron medidas contra la simonía. Muchos prelados que habían comprado sus cargos fueron depuestos. Muchos otros se vieron obligados a jurar que no eran simoníacos. El celibato eclesiástico se volvió una causa cada vez más popular. Para aquellos reformadores, y para el pueblo que los seguía, no había diferencia alguna entre el matrimonio de los clérigos y el concubinato. Las esposas de los sacerdotes eran llamadas “rameras”, y tratadas como tales. El movimiento de los “patares” cobró nuevas fuerzas.

Un ejemplo del modo en que el fervor popular abrazó la causa de la reforma lo tenemos en el caso de Pedro, el obispo de Florencia. En esa ciudad, la costumbre de tener sacerdotes casados era todavía bastante general, y el pueblo y los monjes se hicieron el propósito de abolirla. Pero el obispo Pedro, que era un hombre moderado, trató de calmar los ánimos, y en respuesta los monjes lo acusaron de simoníaco. El jefe de los monjes era Juan Gualberto de Valumbrosa, cuya austeridad era famosa en toda la comarca, y a quien muchos tenían por santo. Juan Gualberto marchó por las calles de Florencia, acusando a Pedro de simoníaco. Desde Roma, Pedro Damiano, preocupado por el excesivo celo de estos reformadores, declaró que Pedro era inocente. Pero Hildebrando tomó el partido de Juan Gualberto. En Florencia, el pueblo se negaba a aceptar los sacramentos de Pedro y de los sacerdotes casados. Pedro insistía en su inocencia.

Por fin, a alguien se le ocurrió acudir a la prueba del fuego. En las afueras de la ciudad, cerca de un monasterio adicto a Juan Gualberto, se preparó el escenario para la gran prueba. Más de cinco mil personas se reunieron. Antes de las ordalías, el monje que iba a pasar por ellas celebró la comunión, y el pueblo, conmovido, lloró. Después, en medio de dramáticas ceremonias, el monje marchó a través de las llamas. Al verlo salir al otro lado, el pueblo rompió a gritar, y declaró que se trataba de un milagro, y que por tanto quedaba probado que Pedro era simoníaco. El malhadado obispo se vio obligado a abandonar la ciudad, mientras continuaban los desmanes contra los clérigos casados y sus esposas.

Gregorio VII

A la muerte de Alejandro, se planteaba de nuevo el asunto de la sucesión. El decreto del Concilio Laterano establecía un procedimiento para la elección del nuevo papa. Pero las viejas familias romanas habían dado pruebas de que ese decreto no les infundía gran respeto. También era posible que el Imperio tratase de imponer un prelado alemán, con la esperanza de que el papado volviera a ser instrumento de los intereses imperiales. Por otra parte, el pueblo romano, imbuido de las ideas de reforma que se habían predicado en toda la ciudad desde tiempos de León IX, no estaba dispuesto a permitir que el papado se tornara otra vez juguete de los intereses políticos de uno u otro bando. Por esa razón, en medio de los funerales de Alejandro, el pueblo rompió a gritar: “¡Hildebrando obispo! ¡Hildebrando obispo!”. Acto seguido, los cardenales se reunieron y eligieron papa a quien por tantos años había dado muestras de celo reformador y de habilidad política y administrativa.

Hildebrando era un hombre de altos ideales, forjados en medio de las tinieblas de la primera mitad del siglo. Su sueño era una iglesia universal, unida bajo la autoridad suprema del papa. Para que ese sueño llegase a ser realidad, era necesario tanto reformar la iglesia en los lugares donde el papa tenía autoridad, al menos nominal, como extender esa autoridad a la iglesia oriental, y a las regiones que estaban bajo el dominio de los musulmanes. Su ideal era la realización de la ciudad de Dios en la tierra, de tal modo que toda la sociedad humana quedase unida como un solo rebaño bajo un solo pastor. En pos de ese ideal, Hildebrando había laborado largos años, siempre entre bastidores, para dejar que otros ocuparan el centro del escenario. Pero ahora el pueblo reclamaba su elección. No había otro candidato capaz de salvar el papado de quienes querían hacer presa de él. El pueblo lo aclamó, los cardenales lo eligieron, e Hildebrando lloró. Ya no le seria posible continuar trabajando en la penumbra, y apoyar la labor reformadora de otros papas. Ahora era él quien debía tomar el estandarte y dirigir la reforma por la que tanto había añorado.

Al ascender al papado, Hildebrando tomó el nombre de Gregorio VII, e inmediatamente dio los primeros pasos hacia la realización de sus altos ideales. De Constantinopla le llegaban peticiones rogándole acudiera al auxilio de la iglesia de Oriente, asediada por los turcos seleúcidas. Gregorio vio en ello una oportunidad de estrechar los vínculos con los cristianos orientales, y quizá extender la autoridad romana al Oriente. En su correspondencia de la época puede verse que soñaba con una gran empresa militar, al estilo de las cruzadas que tendrían lugar poco después, con el propósito de derrotar a los turcos y ganarse la gratitud de Constantinopla. Pero nadie en Europa occidental respondió a su llamado, aun cuando el Papa, como un recurso extremo, se ofreció a encabezar las tropas personalmente. Por lo pronto, Gregorio tuvo que abandonar el proyecto.

En España se daban condiciones parecidas. Como veremos más adelante, era la época de la reconquista de las tierras que por casi cuatro siglos habían estado en poder de los moros. En Francia, había nobles que dirigían una mirada codiciosa hacia las tierras ibéricas, y que querían participar de la reconquista a fin de hacerse dueños de ellas. Con el propósito de darle fuerza legal a su empresa, algunos de esos nobles argüían que España le pertenecía a San Pedro, y que era por tanto en nombre del papado, y como vasallos suyos, que emprendían la reconquista. Gregorio alentó tales pretensiones. Pero su resultado fue nulo, pues por diversas razones la empresa francesa en España no se llevó a cabo.

Frustrado en sus proyectos tanto en el Oriente como en España, Hildebrando dedicó todos sus esfuerzos a la reforma de la iglesia. Para él, como para los papas que lo habían precedido, esa reforma debía comenzar por el clero, y sus dos objetivos iniciales eran abolir la simonía e instaurar el celibato eclesiástico. En la cuaresma de 1074, un concilio reunido en Roma volvió a condenar la compra y venta de cargos eclesiásticos y el matrimonio de los clérigos. Esto no era nuevo, pues desde tiempos de León IX los decretos en contra de la simonía y del matrimonio se habían sucedido casi ininterrumpidamente. Pero Gregorio tomó dos medidas que sí eran novedosas, con las que esperaba lograr que sus decretos fueran obedecidos. La primera fue prohibirle al pueblo asistir a los sacramentos administrados por simoníacos. La segunda consistió en nombrar legados papales que fueran por los diversos territorios de Europa, convocando sínodos y procurando por diversos medios que los decretos papales se cumplieran a cabalidad.

Al prohibirle al pueblo que recibiera los sacramentos administrados por simoníacos, Gregorio esperaba hacer del pueblo su aliado en la causa de reforma, de modo que los altos prelados y los sacerdotes que no se humillaban ante las órdenes papales fueran humillados al menos por la ausencia del pueblo. Empero este decreto era difícil de cumplir, pues en las regiones donde se practicaba más abiertamente la simonía no era fácil encontrar sacerdotes que no estuvieran mancillados por ella de uno u otro modo. Luego, el pueblo se veía en la difícil alternativa entre no recibir los sacramentos en obediencia al Papa, o recibirlos y así apoyar a los simoníacos. Además, pronto hubo quien comenzó a acusar a Gregorio de herejía, y a decir que el Papa había declarado que los sacramentos administrados por personas indignas no eran válidos, y que tal opinión, sostenida siglos antes por los donatistas, había sido condenada por la iglesia. De hecho, lo que Gregorio había dicho no era que los sacramentos administrados por sacerdotes indignos no fuesen válidos, sino sólo que, a fin de promover la reforma eclesiástica, los fieles debían abstenerse de ellos. Pero en todo caso la acusación de herejía contribuyó a limitar el impacto de los decretos reformadores.

El éxito de los legados papales no fue mucho mayor. En Francia, el rey Felipe I tenía varias razones de enemistad con el Papa, y por tanto los legados no fueron recibidos cordialmente. Con el apoyo del Rey, el clero se negó a aceptar los decretos romanos. Mientras el alto clero se oponía sobre todo a los edictos referentes a la simonía, muchos en el bajo clero se resistían a las nuevas leyes con respecto al matrimonio. En efecto, había buen número de clérigos casados, personas relativamente dignas de los cargos que ocupaban, que no estaban dispuestos a abandonar a sus esposas y familias sencillamente porque el ideal monástico se había adueñado del papado. Por tanto, estos clérigos se vieron forzados a unirse a los simoníacos en su oposición a la reforma que los papas prepugnaban. Gregorio y sus compañeros, surgidos todos de la vida y los ideales monásticos, estaban convencidos de que el monaquismo era el patrón que todos los clérigos debían imitar, y en ese convencimiento, al mismo tiempo que dañaron su propia causa creándoles aliados a los simoníacos, produjeron sufrimientos indecibles entre el clero casado y sus familias.

En Alemania, Enrique IV se mostró algo más cordial para con los legados papales. Pero esto no lo hizo porque estuviera de acuerdo con su misión, sino sencillamente porque esperaba que el Papa lo coronase emperador, y no quería granjearse su enemistad. Con el beneplácito real, los legados trataron de imponer los decretos romanos. En cuanto a la simonía, tuvieron cierto éxito. Pero la oposición a los edictos referentes al matrimonio eclesiástico fue grande, y tales edictos sólo se cumplieron en parte.

En Inglaterra y Normandía, Gregorio gozaba de cierta autoridad, pues años antes, cuando todavía era consejero de Alejandro II, había prestado su apoyo a Guillermo de Normandía, “el Conquistador”, quien tras la batalla de Hastings se había hecho dueño de Inglaterra. Ahora los legados papales aprovecharon esa deuda de gratitud para hacer valer los mandatos reformadores. Puesto que tanto Guillermo como su esposa Matilde apoyaban la reforma, los legados fueron bien recibidos, y se condenó la simonía. Pero Guillermo insistió en su derecho de nombrar los obispos en sus territorios. Y entre el bajo clero la oposición al celibato eclesiástico fue grande.

Todos estos acontecimientos convencieron a Gregorio de que era necesario continuar el proceso de centralización eclesiástica que sus predecesores habían comenzado. Hasta entonces, los obispos metropolitanos habían tenido gran independencia, y la autoridad papal había sido más nominal que real. En vista de la oposición general a los decretos de reforma, Hildebrando llegó a la conclusión de que era necesario promover la autoridad papal, a fin de que sus mandatos tuvieran que ser obedecidos. En consecuencia, bajo su pontificado las pretensiones de la sede romana llegaron a un nivel sin precedente. Aunque Gregorio nunca llegó a promulgar todas sus opiniones con respecto al papado, éstas se encuentran en un documento del año 1075. En él, Gregorio afirma no sólo que la iglesia romana ha sido fundada por el Señor, y que su obispo es el único que ha de recibir el título de “universal”, sino también que el papa tiene autoridad para juzgar y deponer a obispos; que el Imperio le pertenece, de tal modo que es él quien tiene derecho a otorgar las insignias imperiales, así como a deponer al emperador; que la iglesia de Roma nunca ha errado ni puede errar; que el papa puede declarar nulos los juramentos de fidelidad hechos por vasallos a sus señores; y que todo papa legítimo, por el sólo hecho de ocupar la cátedra de San Pedro, y en virtud de los méritos de ese apóstol, es santo. Sin embargo, todo esto no pasaba de ser teoría mientras los reyes, emperadores y demás señores laicos tuviesen autoridad para nombrar a los obispos y abades. Si los dirigentes eclesiásticos recibían sus cargos de los laicos, sería a ellos que les deberían fidelidad y obediencia, y no al papa.

Esto parecía haber quedado comprobado por el modo en que fueron recibidos los legados papales en su misión de reformar la iglesia de los diversos reinos. Por esa razón, en el año 1075, y después en el 1078 y el 1080, Gregorio prohibió a todos los clérigos y monjes recibir obispados, iglesias o abadías de manos laicas, so pena de excomunión. En el 1080, se añadía que también serían excomulgados los señores laicos que invistieran a alguien en tales cargos.

Con estos decretos quedaba montada la escena para los grandes conflictos entre el Pontificado y el Imperio.

González, J. L. (2003). Historia del cristianismo: Tomo 1 (Vol. 1, pp. 357–366). Miami, FL: Editorial Unilit.