Autor: Antonio Cruz
El ser humano siempre ha tenido necesidad del mensaje evangélico. Sin embargo, en nuestros días lo precisa con más intensidad que nunca, aunque no sea consciente de ello. El ambiente de secularismo que ha forjado el mundo occidental, y que se vislumbraba como el marco ideal de la sociedad moderna, ha contribuido a desarraigar a las personas, porque ha provocado que éstas se olviden de su origen y que su destino individual o colectivo se disuelva en un mar de dudas e incertidumbres. Cuando no se cree en la existencia del Dios creador que está detrás del tiempo histórico y del espacio cósmico; cuando no se acepta que el universo tuvo un principio y tendrá un fin en el momento en que este Sumo Hacedor lo decida, el sentido profundo de la vida humana empieza a perderse poco a poco.
De manera que el secularismo, robándole al hombre su origen y su destino, le despoja de las principales coordenadas de referencia y le empuja al vacío infinito de la nada. Por el contrario, el Evangelio provee de identidad, arraiga a las criaturas en el mundo dando sentido y finalidad a su existencia.
De ahí que hoy, en los albores del siglo XXI, los seres humanos continúen necesitando a Dios a pesar de todas las apariencias. Como escribe González-Carvajal: “tal vez sea necesario ahondar un poco bajo la superficie, pero al final descubriremos que también el hombre actual tiene sed de Dios y languidece lejos de sus fuentes” porque, en realidad, las grandes preguntas de la condición humana siguen ahí sin que nadie aporte soluciones satisfactorias.
El hombre es por naturaleza un ser religioso porque, tal como se deduce de la revelación, fue diseñado así desde el principio. No ha existido nunca una gran civilización que no haya sido religiosa. Esto hace que cualquier experimento que pretenda mutilar la dimensión espiritual esté, de antemano, condenado al fracaso. La sociedad moderna intentó realizar la vieja utopía de crear la “ciudad secular”, en la que no tuviese cabida la fe ni la inquietud religiosa, pero tal ensayo se malogró. Harvey Cox, el profesor de teología de la Harvard Divinity School, escribió en 1965 un libro titulado: “La Ciudad Secular”3 en el que sostenía que la religión había dejado de ser necesaria para el habitante de las modernas tecnópolis. Si a Dios se le necesitaba en la tribu e incluso en la ciudad ahora, en el seno de las complejas tecnópolis, Dios había muerto para el hombre.
Sin embargo, casi veinte años más tarde, Cox se vio obligado a rectificar su opinión y escribir: “… el mundo de la religión en decadencia, al que se dirigía mi primer libro, ha empezado a cambiar de un modo que muy pocas personas podían prever.
Ha comenzado a hacer su aparición una nueva era que algunos llaman “postmoderna”. Nadie está absolutamente seguro de cómo será esta era postmoderna, pero una cosa parece estar clara: más que de una era de secularización rampante y decadencia religiosa, parece tratarse de una era de resurgimiento religioso y de retorno de lo sacro.”
La sinceridad de Cox viene a confirmar que la idea de la muerte de Dios es como una pesada carga que el ser humano no puede soportar. El hombre no puede vivir sólo de pan sino que necesita también la Palabra que le acerca a Dios.
Cruz, A. (1996). Postmodernidad: El Evangelio ante el desafío del bienestar (pp. 186–188). TERRASSA (Barcelona), España: Editorial CLIE.